10/8/07
Sellers golpeó la parte posterior del ordenador que estaba usando Gibbs.
—Venga, que llegamos tarde.
—No deberías perderte esto.
—¿Por qué? ¿Ha ocurrido algo?
—Acabo de hablar con Tim Cook —dijo Sellers.
—¿Sigue follándose a esa vieja?
—Lo dudo. Llevan viviendo juntos casi nueve años. —Silencio—. Se supone que deberías reírte. Me imagino que aún no llevas demasiado tiempo casado. —Al no recibir respuesta, Sellers intentó otro acercamiento—. Los historiales dentales coinciden. Los dos esqueletos encontrados son de Encarna y Amy Oliva. Eran —se corrigió.
Gibbs levantó los ojos. Si Sellers estaba en lo cierto, podía dejar lo que estaba haciendo, pero ya puestos…
—Vete —dijo—. Yo te alcanzo.
—Hay más. Finalmente, la niñera de Amy Oliva… Pero ¿por qué me molesto? —se interrumpió Sellers, impaciente—. Si te interesa, deja de buscar porno en Internet y ven a las reuniones. ¿Sabías que pueden descubrir las páginas que has visitado?
—Ahora mismo estoy en la página de correo de Yahoo —dijo Gibbs, con una sonrisa—. ¿Porno? ¿Y tú cómo te has enterado de eso?
Sellers se dio por vencido.
Después de que su colega se hubo ido, Gibbs tecleó su nombre de usuario y su contraseña. Amy Oliva estaba muerta. Su cuerpo había sido hallado en el jardín de Mark Bretherick. Decididamente, resultaría muy optimista pensar que le hubiera respondido al correo electrónico que le había mandado ayer.
No, no lo había hecho. El único mensaje que había era de su hermana. Lo abrió y, al ver que le hablaba de los planes para Navidad, lo volvió a cerrar sin contestarlo. Estaban en agosto y Navidad no era hasta diciembre. Todo tenía un límite.
Páginas porno. Gibbs soltó aire por la nariz, con un gesto desdeñoso. Sellers debía de ser uno de esos adictos al sexo sobre los que había leído algún artículo, como…, ¿era Kirk o Michael Douglas? En el laboratorio de informática seguramente tendrían un voluminoso expediente sobre Sellers. Gibbs pensó en Norman Grace, que llevaba camisetas de color rosa y fulares de rayas alrededor del cuello. Y zapatos de tela. Kombothekra había confiado el disco duro del portátil de Geraldine Bretherick a un hombre que se vestía como una mujer. En una ocasión, Gibbs había visto a Norman en el bar leyendo una revista de moda. Todo eso no tendría nada de malo si fuera gay, pero aquel capullo era hetero y tenía un montón de novias…, y algunas incluso estaban muy buenas. Entonces, ¿a qué estaba jugando?
Gibbs estaba a punto de levantarse cuando se le ocurrió una idea. Otro trabajito para Norman. Pensándolo bien, es posible que ni siquiera necesitara su ayuda. Podía arreglárselas solo. Cuando apareció la casilla de identificación, tecleó la dirección de correo de Amy Oliva, amysgonetospain@hotmail.com. A continuación, clicó la opción «¿Has olvidado tu contraseña?». Si funcionaba igual que el correo de Yahoo…
Así era. Gibbs sonrió al leer la pregunta de seguridad: «¿Quién escribió El corazón de las tinieblas?». Tecleó «Blondie» y maldijo en voz baja al ver que no podía acceder a la cuenta. Probó con Debby Harry, Deborah Harry y Debra Harry antes de recordar que la canción de Blondie se titulaba Corazón de cristal. ¡Qué gilipollas! Abrió la página de Google, escribió «El corazón de las tinieblas» y descubrió que se trataba de una novela escrita por un tipo llamado Joseph Conrad. Volvió a la página de Hotmail y volvió a intentarlo con aquel nombre, que jamás había oído hasta entonces.
Resultado: puesto que afirmaba haberla olvidado, tuvo que crear una contraseña nueva para la cuenta a fin de poder leer los mensajes. Se decidió por «Debbie». En honor a su mujer, no a Debbie Harry.
Amy Oliva tenía tres mensajes nuevos. Gibbs clicó en la opción «Bandeja de entrada» y esperó. Cuando apareció la siguiente pantalla, abrió unos ojos como platos. Los mensajes sin leer estaban resaltados en amarillo para diferenciarlos de los que ya habían sido abiertos. El primero de los nuevos mensajes de Amy era de Oonagh O’Hara y el segundo y el tercero eran de Hoteles Great Western y del banco Halifax… Publicidad.
Su mensaje, el que había enviado el día antes desde St Swithun’s, era el cuarto empezando por abajo. Y no estaba resaltado en amarillo. Gibbs se estremeció y se frotó la nuca. Había mandado un mensaje a una niña muerta, creyendo que estaría viva, y había abierto el correo. O lo había hecho otra persona, probablemente la que la había asesinado.
Gibbs echó un vistazo a los nombres que había debajo del suyo. El de Oonagh O’Hara se repetía a menudo, y también el de alguien llamado Silvia Ruiz Oliva…, seguramente un familiar. El resto era correo basura.
Silvia resultó ser la abuela de Amy: sus mensajes aparecían firmados como «tu abuela». Gibbs los leyó todos y a medida que lo hacía le parecieron cada vez más interesantes. Era evidente que se había producido una disputa familiar. Silvia no paraba de preguntar cuándo vería a Amy. En uno de los mensajes decía: «Por favor, dile a mamá que, si está enfadada conmigo, lo siento». Gibbs bajó el cursor para ver si debajo del mensaje de Silvia había alguno de Amy. No había ninguno. Entonces clicó en la opción «Mensajes enviados». Nada; en la carpeta no había copia de ningún correo.
Abrió uno de los mensajes de Oonagh. Nada extraordinario, salvo el hecho de que su destinataria ya estaba muerta cuando fue escrito y enviado. Lo leyó hasta el final y contuvo el aliento al comprobar que el mensaje original de Amy no había sido borrado. Gibbs siguió bajando el cursor y descubrió, debajo de la sección de Amy, otro mensaje de Oonagh que seguramente también estaría en la bandeja de entrada. Debajo había otro mensaje de la persona que fingía ser Amy. Luego había un montón de correos enviados y respondidos, originados por el primer mensaje. Gibbs se dio cuenta de que en los correos de Oonagh había faltas de ortografía, mientras que los de Amy eran impecables.
El día antes, Stepford había interrogado a Oonagh O’Hara y ella le había dicho que no sabía nada de Amy desde el mes de mayo. Era evidente que estaba mintiendo. O, mejor dicho: creía que estaba mintiendo. En realidad, había dicho la verdad: no había mantenido correspondencia con Amy, sino con su asesino.
Gibbs repasó a toda prisa los mensajes. Al final de cada uno de ellos, antes de la firma, Oonagh había escrito: «¿Cómo está tu madre?» o «¿Se encuentra bien tu madre?». En uno había ido un poco más allá y había escrito: «¿Cómo están las cosas entre tu madre y tú?». En dos ocasiones, después de preguntar por Encarna Oliva, Oonagh había escrito: «¿Cómo está Patrick?», frase que en otro correo se había convertido en «¿Cómo está Partick?».
¿Acaso Encarna Oliva había dejado a su marido por otro hombre? Ese Patrick, ¿habría trabajado en el banco con ella? ¿O era tal vez un colega o un amigo de su marido, alguien con quien Ángel Oliva había trabajado en el Hospital General de Culver Valley? Había mujeres, Gibbs lo sabía muy bien, que no tenían ningún problema en acostarse con los amigos de sus maridos. Pensó que era inevitable que, un buen día, Sellers lo intentara con Debbie; se esforzaba para que Sellers le cayera mal antes de que eso ocurriera, a fin de estar preparado cuando llegara el momento.
Las respuestas de Amy a los correos de Oonagh eran largas pero insulsas, llenas de relatos sobre corridas de toros y espectáculos de flamenco. Un montón de tópicos sobre España. Un montón de mentiras. A pesar de lo que decía su dirección de correo electrónico, Amy Oliva nunca volvió a España. Nunca fue más allá del jardín de Corn Mill House. Curiosamente, Amy —su asesino, corrigió mentalmente Gibbs— no había contestado ni en una sola ocasión a las preguntas que le hacía Oonagh sobre Encarna y Patrick.
¿Por qué Oonagh había mentido sobre cuándo fue la última vez que había estado en contacto con Amy? En todos aquellos mensajes no había intimidades ni secretos.
—Aquí pasa algo raro —dijo Gibbs en voz alta.
Se disponía a salir de la sala del departamento de investigación criminal cuando sonó el teléfono. Era Barbara Fitzgerald, la directora del St Swithun’s.
—Hola, Christopher —dijo la mujer con voz cálida, después de que Gibbs se hubiese identificado—. Solo lo llamo para decirle que le he mandado un correo electrónico con la lista de todas las personas que el año pasado fueron a la reserva de búhos. Como era de prever, se me habían olvidado algunos nombres.
Gibbs le dio las gracias.
—¿Hay… alguna novedad?
—No.
No quería ser él quien le contara que otra de sus alumnas había sido asesinada. Y, puesto que iba a ocultarle la verdad, no tenía ganas de conversación; el sentimiento de culpa lo hacía ser más brusco de lo habitual y al final Barbara Fitzgerald se rindió.
Inquieto y avergonzado de su cobardía, Gibbs se metió de nuevo en la página de correo de Yahoo. Tecleó su nombre de usuario y la contraseña; cuando estaba esperando que apareciera la bandeja de entrada, se dio cuenta de su error. Barbara Fitzgerald no sabía cuál era su dirección de Yahoo; seguramente le habría mandado la lista con los nombres al correo del trabajo, a la dirección desde la que él le había escrito. Gilipollas. Estaba a punto de salir de su cuenta de Yahoo cuando vio que tenía un nuevo mensaje. De Amy Oliva. Aunque parpadeó muchas veces, el mensaje no desapareció.
Gibbs clicó dos veces sobre el icono del sobre. El mensaje se había mandado desde una dirección de Hotmail, aunque era otra: amysbackfromspain@hotmail.com. Solo eran tres palabras, tres palabras que, aunque muy comunes, preocuparon a Gibbs mucho más que una abierta amenaza. Se puso en pie y salió de la sala, sin molestarse en cerrar su cuenta de correo.
¿La sala número uno para una reunión? ¿Qué tenía de malo la del departamento de investigación criminal? A Charlie siempre le había parecido muy adecuada. Al doblar la esquina, empezó a correr, y cuando llegó se había quedado sin aliento. Llamó a la puerta y luego la abrió. Sam Kombothekra, Simon, Sellers y el profesor Harbard estaban sentados en silencio en unas cómodas butacas de cuero azul que parecían las de la fila vip de la sala de un multicine. Harbard se estaba comiendo un muffin, cuyas migas desparramaba en torno a sus pies.
El inspector jefe Proust estaba de pie en un rincón, junto al dispensador de agua, con el móvil pegado a su oreja y hablando en voz alta sobre un reproductor de DVD que le parecía «demasiado complicado». ¿Habría llamado a una tienda del otro extremo del mundo para presentar sus quejas?
—¿Qué pasa? —preguntó Charlie.
—Estamos esperando a Gibbs —contestó Sam.
Muñeco de Nieve interrumpió su llamada y dijo:
—Ve a buscarlo.
Charlie se dio cuenta de que se estaba dirigiendo a ella. ¡Qué cara más dura!
—No puedo quedarme, señor. Necesito que me acompañe alguno de sus hombres. Creo que tengo algo que puede ser de gran ayuda.
No se atrevía a pedir que la acompañara Simon. No delante de todos.
—Ve tú, Waterhouse —dijo Proust. Charlie tenía ganas de darle un beso—. Y no tardéis mucho.
—Me siento como el niño cuya madre va a recogerlo a una fiesta dos horas antes que el resto de invitados —dijo Simon, siguiendo a Charlie por el pasillo.
Ella le sonrió por encima del hombro.
—¿Tu madre hacía eso?
Simon no respondió.
—¿Lo hacía, verdad?
—Bueno, dime, ¿de qué va todo esto?
—En el tiempo que tardo en explicártelo…
Siguieron andando en silencio. Charlie se detuvo delante de la sala de interrogatorios número tres y Simon chocó con ella. Sonrió al ver que él se echaba hacia atrás, sorprendido por aquel inesperado contacto físico.
Charlie abrió la puerta. Sentada a la mesa había una mujer de anchas espaldas, con el pelo de punta y teñido y una expresión de dolor en el rostro. Llevaba unos pantalones de chándal con rayas rosas, zapatillas rosas con cordones y un jersey de cuello alto, también rosa, que se ceñía a los michelines de su cintura.
—Te presento a Pam Sénior —dijo Charlie a Simon—. Señorita Sénior, este es el subinspector Waterhouse. Me gustaría que le contara lo que acaba de contarme a mí.
—¿Todo?
—Sí, por favor.
—Pero… No puedo quedarme aquí sentada todo el día… Trabajo por mi cuenta, como canguro. Pensé que ya se lo habría contado usted.
Al ver que Charlie no respondía, Pam Sénior suspiró y empezó a hablar. Una mujer a la que no conocía se había presentado la noche anterior en su casa. Muy tarde, a las once. Dijo llamarse Esther Taylor y que era la mejor amiga de una mujer a cuyos hijos Pam solía cuidar de vez en cuando, Sally Thorning. Quería saber qué le había hecho Pam a Sally y trató de entrar por la fuerza en su casa.
—Me llamó mentirosa y me acusó de toda clase de cosas, incluso de haber empujado a Sally bajo las ruedas de un autobús. Pero yo no hice eso, ¡lo juro! Sally debió de contarle que lo hice y ahora ella cree que Sally ha desaparecido y que yo debo saber algo. Me amenazó con acudir a la policía. —Pam movió las fosas nasales y se sorbió la nariz un par de veces—. De modo que pensé que lo mejor sería presentarme antes de que lo hiciera ella para contarles que yo no he hecho nada, absolutamente nada. Todo lo que dice esa mujer es una calumnia, y eso es un delito, ¿verdad?
—¿Bajo las ruedas de un autobús? —preguntó Simon—. ¿Está segura de que fue eso lo que le dijo? ¿De dónde cree que habrá sacado tal cosa?
—Hace unos días, en Rawndesley, Sally estuvo a punto de ser atropellada por un autobús. Yo estaba allí, y lo vi. Bueno, no vi el accidente, pero sí un grupo de personas que estaban mirando algo; cuando me acerqué, me di cuenta de que se trataba de Sally. Intenté ayudarla y me ofrecí a llevarla al hospital para que le echaran un vistazo, pero ella no quiso saber nada de mí. Me acusó de haberla empujado y me gritó delante de todo el mundo. —El rostro de Pam enrojeció mientras recordaba el incidente—. Hacía unos momentos habíamos tenido una discusión acerca de una conversación que habíamos tenido para que yo cuidara de sus hijos; reconozco que estaba furiosa con ella, pero… ¿qué clase de persona cree que soy para hacer algo así?
—Entonces, ¿no la empujó? —preguntó Charlie.
—¡Por supuesto que no!
—¿Y no vio si alguien lo hizo?
—No, ya se lo he dicho antes. Estuve disgustada durante toda la semana. Estaba empezando a sentirme un poco mejor (Sally me había dejado un mensaje diciendo que lo sentía, y pensé que todo estaba arreglado), y entonces se presentó esa tal Esther Taylor. Intentó entrar a empujones en mi casa. Miren. —Pam levantó una mano y Simon vio que le temblaba—. Estoy de los nervios.
—Cuéntele el resto —dijo Charlie.
—Conseguí que se quedara en la puerta y se la cerré en las narices. —Pam se tocó la garganta—. Entonces, ella empezó a gritar algo sobre Mark Bretherick y me preguntó si era ese hombre… quien quería ver muerta a Sally. Casi ni me atrevo a decirlo, porque es algo horrible. Leo el periódico todas las noches, y por eso reconocí el nombre. Eso fue lo que más me asustó.
Pam sacó un pañuelo del bolsillo de los pantalones; tenía bordadas las iniciales «PS». Charlie se dio cuenta de que lo habían planchado y doblado en cuatro.
—¿Conoce a Mark Bretherick? —preguntó Simon.
—¡No!
—¿Conocía a Geraldine o a Lucy Bretherick?
—No, ¡pero sé que están muertas y no quiero tener nada que ver con ellas!
Charlie pensó que era un modo un tanto extraño de expresarse.
—Sin embargo, según dice, usted no ha tenido nada que ver con ellas —dijo—. Usted no conoce a la familia Bretherick. Nunca les ha conocido.
—Bueno, es evidente que esa tal Esther Taylor sabe algo sobre ellos, o puede que lo sepa Sally, y no quiero tener nada que ver con todo eso. ¡No quiero que me ataquen en plena noche cuando no he hecho nada malo!
—De acuerdo —repuso Charlie—. Intente tranquilizarse.
—¿Qué aspecto tiene Esther Taylor? —preguntó Simon.
—Es más o menos de mi estatura. Pelo rubio, corto. Gafas. Se parece un poco a la rubia de Cuando Harry encontró a Sally, aunque más fea y con gafas.
—¿No se parecía en nada a Geraldine Bretherick? ¿Sabe cómo era Geraldine Bretherick? ¿Ha visto alguna foto suya en los periódicos?
Pam asintió con la cabeza.
—No, esa mujer no se parecía en nada a ella.
Charlie observó a Simon, que no le quitaba los ojos de encima a Pam. ¿A qué estaba esperando? Ya había contestado a su pregunta.
—En realidad… —Pam tiraba con ambas manos del pañuelo, que había apoyado en su regazo—. ¡Oh, Dios mío! ¡Sally sí se parece a la señora Bretherick! No se me había ocurrido hasta que usted ha dicho… ¿Por qué me ha hecho esa pregunta? ¿Qué está pasando?
—Necesito la dirección y el teléfono de Sally y todos los detalles que pueda contarme sobre ella —dijo Simon.
Mientras Pam hablaba, Simon fruncía el ceño y asentía con la cabeza, memorizando todo cuanto decía. Charlie tomaba notas. Simon solo se sorprendió cuando Pam dijo que el marido de Sally Thorning, Nick, era radiógrafo en el Hospital General de Culver Valley. Una vez hubo obtenido toda la información que podía proporcionarle, Simon abandonó la sala.
Charlie le siguió, cerrando la puerta ante las preguntas de Pam. Pensaba que tendría que salir corriendo detrás de Simon, pero se lo encontró frente a la sala de interrogatorios, inmóvil.
—¿Y bien? —le preguntó.
—Creo que vi Cuando Harry encontró a Sally. Pam ha dicho «la rubia de Cuando Harry encontró a Sally». La cual es Sally, porque, evidentemente, el tío es Harry.
—Yo también vi la película. Aunque empiezan de una forma poco alentadora, al final acaban casándose y son felices para siempre —dijo Charlie, con intención.
—A ti te llaman Charlie. Sin embargo, Charlie también puede ser un nombre masculino.
—Simon, ¿qué coño…?
—Ya sé dónde he visto el nombre de Harry Martineau.
—¿El tipo que vive en la antigua casa de los Oliva?
—No. No existe. Esa es la razón de que nadie haya oído hablar jamás de Ángel Oliva en el hospital de Culver Valley, el hospital donde trabaja Nick Thorning.
—Reconozco que estoy totalmente perdida —dijo Charlie.
—Se llama Jones. Jones: el apellido más corriente del mundo.
—Simon, estás empezando a asustarme. ¿Quién es Jones? ¿El asesino? ¿El hombre al que Sally Thorning conoció en el hotel?
—No. Vamos, tenemos que volver a la reunión.
—¡Yo tengo cosas que hacer! No puedo dejar a Pam…
Simon se alejó por el pasillo y Charlie fue tras él. Como de costumbre, ella quería de él algo que no estaba dispuesto a darle de inmediato. Aquel caso no era suyo, no tenía nada que ver con ella, pero necesitaba saber qué era lo que Simon había querido decir.
No había llegado muy lejos cuando vieron que Norman Grade se dirigía corriendo hacia ellos.
—Estaba buscándote —le dijo a Simon.
—¿Qué has descubierto?
—Estabas equivocado…
—Eso no es posible.
—… pero a la vez tenías razón.
—Norman, tengo prisa.
—El apellido es Jones —dijo Norman.
Charlie sintió que se quedaba helada.
—Lo sé —repuso Simon, alejándose a toda prisa.
Ni siquiera le ha dado las gracias. Charlie se encogió de hombros, en un gesto de disculpa.
—Lo siento —dijo a Norman—. Tiene algo metido entre ceja y ceja.
—¿Puedes decirle que de momento seguiré trabajando con el disco duro de los Bretherick? Hay más cosas, pero tardaré un poco en darle un aspecto presentable.
Charlie asintió con la cabeza. Estaba por irse cuando Norman la agarró por el brazo.
—¿Cómo estás, Charlie?
—Estoy bien, siempre y cuando no me pregunten cómo estoy —repuso ella, sonriendo.
—Eso no es realmente lo que quieres. No te gusta que la gente no se interese por ti.
Charlie se alejó corriendo por el pasillo, esperando no haberse perdido algo y preguntándose si Norman tendría razón. ¿Prefería que todo el mundo se olvidara del año pasado? ¿Que la trataran como siempre lo habían hecho?
Encontró a Simon en la esquina, hablando por el móvil. Le decía a alguien que necesitaba que viniera a Spilling lo antes posible y le dio la dirección de la comisaría. Charlie nunca lo había visto tan ansioso ni agradecido. No había motivos para estar celosa; era evidente que estaba hablando con un hombre. Simon nunca se mostraba tan desenvuelto cuando hablaba con una mujer.
—¿Quién era? —preguntó ella en cuanto siguieron caminando por el pasillo.
—Jonathan Hey.
—¿El profesor de Cambridge? Pero… Simon, no puedes convocar a tu experto sin consultarlo antes con Sam. ¿Qué hay de Keith Harbard?
—Harbard no sabe nada.
Cuando estaba así, Charlie sabía que era inútil llevar la contraria a Simon. Si pensaba que Hey era mucho mejor que Harbard, seguramente tendría razón. Sin embargo, eso no impediría a Proust echar un vistazo al segundo profesor de sociología y mandarlo de vuelta a Cambridge sin contemplaciones.
¡Pobre Jonathan Hey! ¡Qué inconsciente había sido al acceder a la petición de Simon!
—«¿Recuperarla?». —Proust inspeccionó a Gibbs desde la otra punta de la sala—. ¿Se supone que eso debería decirnos algo? ¿Recuperar qué? ¿Recuperarla para qué?
—La contraseña —repuso Gibbs—. Solo puede ser esa. Tuve que cambiarla para acceder al Hotmail de Amy. Quienquiera que creara la cuenta debe de haber intentado acceder a ella sin éxito con la antigua contraseña.
—¿Y ha sacado la conclusión de que tú la cambiaste? ¿Cómo ha hecho para averiguarlo? —preguntó Kombothekra.
—Buena pregunta. Mandé un mensaje a la cuenta de Hotmail de Amy, o sea que se enteró de que yo sabía que existía. Ahora quiere que veamos lo listo que es. Pensad en la nueva cuenta de correo que creó pocos minutos después de que yo entrara en la antigua: amysbackfromspain@hotmail.com. Ese hombre se cree muy ingenioso.
—O esa mujer —repuso Keith Harbard—. Gibbs está en lo cierto en cuanto a su ingenio, y eso me hace pensar que se trata de una mujer.
—¿Ha leído alguna vez a Oscar Wilde, profesor? —preguntó Proust.
—No es tan listo —objetó Sellers. Parecía que se estaba refiriendo a Harbard. Gibbs disimuló una sonrisa— «Recuperarla». ¿Cómo podríamos hacerlo? No sabemos cuál era la antigua contraseña.
—Y él lo sabe —dijo Gibbs con impaciencia—. Se trata de una amenaza, ¿no? Nos está dando una orden que no podemos obedecer.
Harbard asintió con la cabeza.
—Eso forma parte del juego. Por una parte, quiere imponernos un castigo, aderezado con un poco de tortura psicológica; ella quiere hacerles creer que les está dando una oportunidad, aunque solo en apariencia, porque seguramente no podrán conseguir la contraseña original. Y por otro lado, puede que les invite a adivinar cuál era esa contraseña. Tal vez fuera su nombre de pila.
—Eso tiene sentido —dijo Kombothekra—. Gracias, Keith. Lo intentaré de nuevo con Hotmail.
—Mientras tanto, responda al mensaje —dijo Harbard—. Ella se sentirá satisfecha. Dígale que no es capaz de encontrar el modo de seguir adelante, que necesita su ayuda para la tarea que le ha asignado.
—Pericia psicológica a la vez que sociológica —murmuró Proust—. Pague uno y llévese dos. A diferencia de usted, profesor, a mí no me importan los demonios interiores de nuestro asesino o los motivos que lo mueven a actuar. Deme su nombre, dígame dónde puedo encontrarlo y me hará feliz. Concentrémonos en la información, no en la especulación. Hemos identificado los dos esqueletos; eso es un buen punto de partida.
—Harry Martineau y Ángel Oliva se han convertido en nuestra máxima prioridad —le dijo Kombothekra—. En el Hospital General de Culver Valley nadie recuerda a un cardiocirujano llamado Ángel Oliva, y los archivos indican que nunca trabajó allí. Así pues, o Martineau ha mentido o bien Oliva mintió a Martineau.
—Aún seguimos trabajando en eso —dijo Sellers—, pero, según parece, entre los alumnos y profesores del St Swithun’s nadie conoce a ningún William Markes. Y la nueva niñera de Cordy O’Hara se llama Miles Parry.
—La niñera —dijo Kombothekra, haciendo un gesto a Sellers.
—Sí. He hablado con la antigua niñera de Amy Oliva. El número de teléfono que figuraba en la carta anónima es correcto. Aún no se ha presentado aquí porque está de luna de miel en Córcega; vuelve mañana por la noche. Sin embargo, la reconocí por su voz antes de que ella me dijera quién era.
Sellers trató de no parecer excesivamente orgulloso de su logro.
—¿Te la has follado? —le preguntó Gibbs tapándose la boca con la mano, para que solo Sellers pudiera oírle. Y luego añadió—: «Muy bien, cariño, vístete; el taxi te está esperando…».
—¿Córcega? —dijo Proust—. ¿De qué me suena ese nombre?
—Se llama Michelle Jones —le dijo Sellers—. Reconocí su voz porque la interrogué después de que fueran encontrados los cuerpos de Geraldine y Lucy Bretherick. Entonces también estaba en Córcega… La interrogué por teléfono. Su nombre de soltera era Michelle Greenwood.
—La niñera de los Bretherick —repuso Proust—. La misma que, de forma egoísta, se tomó unos días libres con su novio durante las vacaciones de mayo del año pasado.
—Exacto —confirmó Kombothekra—. También cuidaba de Amy Oliva a veces: una nueva conexión entre las dos familias.
—Desgraciadamente, cuando hablé con Michelle no sabía que no obtendríamos ningún resultado en el hospital de Culver Valley, de modo que no le pregunté por el señor Oliva —dijo Sellers—. Pero le he dejado otro mensaje.
—¿Qué hay del banco donde trabajaba la señora Oliva? —preguntó Proust.
—Iré hoy —dijo Kombothekra—. Espero encontrar a alguien que pueda hablarme de Patrick.
—Pregunte también por William Markes —dijo Muñeco de Nieve—. Y por Ángel Oliva. ¿Por qué no? Dejemos caer todos los nombres allá donde vayamos y veamos qué ocurre.
Proust no iría a ninguna parte salvo a su despacho. Hablar en plural en vez de hacerlo en singular era su concesión a la idea de trabajar en equipo.
—Esta mañana he hablado con el cartero de los Bretherick —dijo Kombothekra—. Me ha dicho que la pasada primavera vio a alguien en el jardín de Corn Mill House y recordó que fue mientras los Bretherick estuvieron en Florida, porque Geraldine le dijo que se iban de viaje. Intentó echar un vistazo más de cerca, pero cuando llegó a la zona del jardín donde había visto a una persona, el hombre o la mujer ya habían desaparecido. Como debía hacer el resto de su recorrido, no continuó su pesquisa. Cuando volvieron los Bretherick, el cartero le dijo a Geraldine que había visto a alguien. Ella se mostró un poco desconcertada, pero dijo que, fuera quien fuera, no había causado ningún daño…, que no les habían robado nada. Pero ahora viene lo más interesante. Le pregunté si había visto algo más, algo raro mientras la familia estuvo en Florida. De entrada me dijo que no, pero cuando le insistí para que lo pensara mejor, me dijo que recordaba algo: un Alfa Romeo rojo aparcado al final del camino, frente a la entrada de Corn Mill House. Me dijo que vio el coche en al menos tres ocasiones mientras los Bretherick estaban en el extranjero.
—Un cartero espabilado, ¿no? —dijo Gibbs—. ¿Y no relacionó el coche con el hombre que había visto?
—No —repuso Kombothekra—. El día que vio al asesino, el coche no estaba.
—Quizá ese día nuestro hombre decidió ir andando.
—Persona —les recordó Harbard a todos—. Recuerden que las pruebas apuntan a una mujer.
Gibbs miró a Harbard con el ceño fruncido. Si ya había expresado su opinión, ¿qué necesidad tenía de insistir en ella? ¿De qué pruebas estaba hablando? Gibbs era de los que tenían que ver para creer.
—Entonces, Encarna y Amy Oliva fueron asesinadas y enterradas mientras los Bretherick estaban en Florida —concluyó Proust.
—Fueron enterradas en ese período —dijo Kombothekra—. No sabemos cuándo fueron asesinadas, pero seguramente sería después del viernes 19 de mayo del año pasado. Ese fue el último día que Amy estuvo en la escuela y también el último que Encarna fue a trabajar. Ninguna de las dos comentó nada con nadie sobre que se iban a vivir a España. Fue una sorpresa para todos que se fueran sin avisar.
Kombothekra enarcó las cejas.
—La directora del St Swithun’s, la señora Fitzgerald, se enteró más tarde a través de un correo electrónico —dijo Sellers—. Al parecer, Encarna Oliva se disculpaba por no haberla avisado con antelación y adjuntó un cheque para el resto del último trimestre.
Proust empezó a soltar gruñidos, contrariado.
—¿Cuándo viajaron los Bretherick a Florida? —preguntó, con expresión enojada.
—El domingo, 21 de mayo del año pasado —le informó Kombothekra.
—Muy bien, inspector. Entonces, Encarna y Amy Oliva fueron asesinadas en algún momento comprendido entre la tarde del viernes 19 de mayo y… el domingo 4 de junio, cuando los Bretherick regresaron de Florida, si quiere buscarle los tres pies al gato.
Kombothekra tenía la expresión de quien tiene que defenderse a sí mismo.
Mark Bretherick decía la verdad —declaró—. Se pasó esas dos semanas trabajando en el High Magnetic Field Laboratory de Tallahassee. Creo que deberíamos soltarlo, aunque aprovecha cualquier momento para acercarse a mí y decirme lo equivocado que estoy en todo.
—Ese bufete de abogados al que llamó Geraldine para informarse sobre el divorcio y la custodia de los hijos —dijo Sellers—. ¿Y si no fue Geraldine quien llamó? Podría haber sido otra mujer que no quisiera dar su verdadero nombre.
La puerta se abrió de golpe y entró Simon Waterhouse, seguido de Charlie Zailer.
—¿Han mandado ya del St Swithun’s la lista completa con todos los asistentes a la excursión a la reserva de búhos? —preguntó.
Gibbs cerró los ojos. ¡Mierda! El correo electrónico de Barbara Fitzgerald. El mensaje de Amy Oliva le había dejado tan noqueado que se había olvidado de la lista.
—La he recibido por correo electrónico —dijo—. No tuve tiempo de imprimirla.
—¿Hay algún Jones en ella?
—Ahora, Michelle Greenwood se llama Michelle Jones —dijo Sellers a Waterhouse—. Era la niñera de Lucy Bretherick… Acaba de casarse. También trabajaba algunas veces para los Oliva.
Waterhouse se echó a reír y golpeó la pared con la palma de la mano.
—Por supuesto —dijo.
—Voy a contar hasta cinco, Waterhouse… —empezó Muñeco de Nieve.
—No tenemos tiempo, señor. Tenemos que encontrar a Sally Thorning.
—¿A quién?
—Y a Esther Taylor. —Simon se volvió hacia Charlie—. ¿Puedes encargarte tú?
—No lo creo, porque no tengo ni idea de dónde está.
—Pero yo sí —repuso Waterhouse—. Pam Sénior dijo que la había amenazado con acudir a la policía, ¿no? Está aquí. Puede que no haya ido más allá de recepción, pero está aquí. En la comisaría.