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Viernes, 10 de agosto de 2007

Oigo un ruido, como el de dos cristales al entrechocar. ¡Clinc! Es un ruido que ya he oído antes. No estoy soñando. Abrir los ojos me reaviva las punzadas de dolor que siento en la cabeza. Tengo que volver a cerrarlos.

Me apuntó con la pistola en la frente y me obligó a tomar una píldora. ¿Cuándo fue eso? ¿Hace dos horas o doce? Me dijo que eran vitaminas y que me sentaría bien. En aquel momento me pareció que su sabor me resultaba familiar y tranquilizador. No me importó tomármela, no más de lo que me importa todo lo demás. Debió dejarme atontada.

Mis pies están atados. No puedo moverlos. Vuelvo a abrir los ojos, esta vez más despacio, y veo que estoy boca abajo en la camilla de masaje. Me apoyo en los codos, me vuelvo para echar un vistazo al resto de mi cuerpo y descubro qué es lo que me impide mover los pies: son los lazos rígidos que hay en un extremo de la camilla. Estoy tumbada al revés, con la cabeza en la parte de abajo. Debió de ser él quien me dejó en esta posición, con los pies sujetos a los lazos. ¿Por qué? ¿Hay una razón para todo lo que me está haciendo?

Zoe y Jake. Tengo que hablar con ellos. Tengo que convencerlo de que me deje de nuevo el teléfono. Puedo verlos claramente en mi imaginación, diminutos y lejanos, dos llamitas de color y esperanza en la oscuridad: mis preciosos hijos. ¡Oh, Dios, por favor, te ruego que me dejes salir de aquí!

El ruido de dos cristales al entrechocar… Al pensar en los niños me acuerdo de mi casa: era el ruido que hacía el lechero al dejar dos botellas en el suelo, estoy segura. Zoe y Jake son adictos a la leche, y en casa nos dejan tres botellas cada día. Nuestro repartidor pasa un poco más tarde que los demás, entre siete y siete y media. Cuando Nick y yo escuchamos el ruido de las botellas al entrechocar —el mismo ruido que he oído desde esta habitación— nos sonreímos y decimos: «¿A quién le toca?». Cuando me toca a mí, recojo las tres botellas y las meto en la nevera. Sin embargo, cuando le toca a Nick, solo recoge una botella, y sube el resto cuando las necesitamos, porque cargar con una sola botella es más cómodo que cargar con las tres. En invierno, para irritarme aún más, me dice todos los días: «Fuera hace el mismo frío que en la nevera, o sea que las botellas pueden quedarse allí. No creo que nadie vaya a robarlas». En una ocasión añadió: «Esto no es Hackney…, es Spilling».

—¿Por qué has dicho Hackney? —le solté.

—¿No lo sabías? En lo que respecta a ladrones de botellas de leche, es la capital del Reino Unido.

Giro sobre mí misma para sentarme, tratando de ahuyentar el pánico que se está apoderando de mí. Amo a Nick. Amo nuestra casa, con su montón de escaleras. Amo todo lo que forma parte de mi vida, incluso las malas experiencias que he tenido…, salvo esta, todo lo que me está ocurriendo ahora.

Noto tres puntos de dolor diferenciados en los hombros y en la parte superior de la espalda. ¿Me habré caído sobre una reja o sobre algo puntiagudo? Me parece bastante improbable. Ridículo. No puedo moverme ni pensar con rapidez, y sé que debo hacer ambas cosas si quiero tener alguna esperanza de salir de aquí. Siento una picazón en el pecho, debajo de la camiseta; la ropa que llevo está arrugada y me molesta, igual que la primera vez que me desperté en esta habitación.

Cojo la toalla que está extendida sobre la camilla de masaje, me la llevo a la cara y aspiro. Otra vez ese perfume afrutado, aunque más intenso. Y —¡oh, Dios!—, sí, ahora lo reconozco: flor de azahar. El masajista de Seddon Hall la usó cuando estuvo conmigo. Le dije a Mark que… Le dije al hombre que me ha encerrado que me encantaba.

Y él se ha acordado y la ha comprado, igual que la camilla de masaje

Me pongo en pie, me quito la camiseta —mientras lo hago se cae un botón— y la huelo: flor de azahar. ¡No, no, no! Levanto el brazo por encima del hombro para tocarme la espalda. Está aceitosa; mis dedos resbalan por ella. Me ha dado un masaje. Por eso tengo puntos de dolor en la espalda. Mientras estaba inconsciente, me ha masajeado mi piel con sus manos. Y… era esa molesta picazón que siento en el pecho. Le echo un vistazo. Llevo el sujetador al revés: el borde semicircular de las copas me ha arañado la piel.

Reprimo un grito. No quiero despertarlo. Fuera sigue estando oscuro; acaba de pasar el lechero. Deben de ser entre las cuatro y las cinco de la madrugada. Eso significa que él quizá esté durmiendo. Si no se levanta hasta, digamos, las siete, eso me da dos horas de tiempo.

¿Para hacer qué?

Llorando a lágrima viva, me quito el sujetador y echo una ojeada a la piel para comprobar si está aceitosa. Luego me quito los pantalones y me froto las piernas con las manos, por delante y por detrás, y las costras y las magulladuras de las rodillas. No hay restos de aceite, pero… las bragas también las llevo al revés. Me tapo la boca con el puño cerrado para reprimir cualquier sonido. ¿Qué me ha hecho?

Finalmente, me obligo a moverme. Vuelvo a vestirme y empiezo a andar por la habitación, tratando de aclarar las ideas. Nick siempre me critica porque dice que acabo montando un espectáculo cuando no soy capaz de resolver un problema de golpe y porrazo. ¿Qué haría él en mi lugar?

Llevaría las botellas de leche a casa de una en una.

Me dirijo corriendo hacia la ventana y abro las cortinas de seda amarillas. Todo sigue igual.

No veo ninguna botella de leche, tan solo macetas con plantas, los tupidos setos, la puerta con el candado y la fuente con forma de cabeza de elefante. ¿Cómo habrá conseguido entrar el lechero en el patio? A menos que… Tal vez haya un acceso desde la calle a otra zona del jardín, en la esquina, y el lechero simplemente tiene que rodear la casa. En el suelo del patio, cerca de la pared, puedo ver que hay unas manchas húmedas de un líquido espeso que podría ser leche. El resto del patio está seco. Son manchas opacas y luego unas gotitas que llevan hasta un lugar que no puedo ver porque se encuentra justo debajo de la ventana.

Respirando profundamente, agarro un extremo de la camilla de masaje, la arrastro hasta la pared opuesta y me subo encima. Sujetándome al palo de las cortinas para mantener el equilibrio, apoyo una rodilla en la camilla y la otra en el alféizar de la ventana y me arrimo al cristal. «¡Sí!», susurro al ver abajo el brillo de dos semicírculos rojos y plateados. Son el cierre de estaño de la parte superior de las botellas de leche semidesnatada. En la pared debe de haber una especie de hueco.

Bajo de la camilla y vuelvo a andar de un lado a otro. Mañana. El lechero pasará de nuevo mañana. Si yo he oído el entrechocar de las botellas, significa que él me oirá si grito pidiendo ayuda. Lo único que debo hacer es mantenerme despierta. No puedo tomarme otra píldora…

Frunzo el ceño. Si ese hombre usa píldoras para dejarme inconsciente, ¿cómo se las arregló cuando nos encontramos por la calle? Entonces no tomé nada…

La habitación se cierra en torno a mí cuando recuerdo otro detalle: la píldora que me dio eran realmente vitaminas… Por eso tenía su sabor y me recordó a algo que ya había tomado antes. La droga estaba en el agua que me dio para tragar. «Rohypnol». Pronuncio la palabra en voz alta, una palabra que he oído en las noticias sin imaginar que en un determinado momento formaría parte de mi vida.

Me dirijo hacia la puerta y meto el dedo meñique en la cerradura. Solo entra la punta. Cojo el bolso y saco las tarjetas de crédito de la cartera. No son lo bastante finas para que pueda introducirlas en el hueco que hay entre la puerta y la pared. Idiota. En todo caso, no es una de esas cerraduras. Eres patética, Sally. Sabes perfectamente que nada de esto funcionará, aunque insistes en ello porque te aterra admitir que no hay nada que puedas hacer. Ya que está ahí, ¿por qué no pruebas a girar el pomo? Apoyo el puño cerrado sobre el metal. Se oye un clic y la puerta se abre con un prolongado crujido. Me tapo la boca con ambas manos. No la ha cerrado con llave. Parpadeo para asegurarme de que no se trata de una alucinación, incapaz de creer que esté ocurriendo algo bueno.

Tratando de no hacer ni el menor ruido, salgo de la habitación y bajo al vestíbulo. La puerta del porche está ligeramente entreabierta, pero la de la casa está cerrada. Si se ha olvidado de cerrar con llave mi habitación, ¿no podría también haberse olvidado de cerrar la puerta principal?

¿Se tratará de una prueba? ¿Me estará esperando en el patio con la pistola?

Miro hacia arriba y veo algo que se balancea encima de la puerta, un pequeño objeto de color gris. Metálico. La pistola. No, es mi móvil. La rabia me hace estremecer. Ese maldito hijo de puta me ha tendido una trampa. Ha dejado abierta la puerta de mi habitación deliberadamente… Sabía que intentaría salir. Apuesto a que se ha echado a reír al imaginar que el móvil caería sobre mi cabeza cuando intentara salir corriendo hacia la puerta principal. Que está cerrada con llave y no se abrirá.

Levanto el brazo para coger el teléfono. Ha sacado la tarjeta SIM. Pues claro. Estúpida. Avergonzada por haber creído que podría huir, vuelvo a dejar el móvil donde estaba. Si no puedo huir, no quiero que sepa que he fracasado en mi intento.

Registro todas las habitaciones en busca de un teléfono fijo. No encuentro ninguno, al menos en la planta baja. Busco en el salón, en el comedor y en el vestíbulo, esperando encontrar alguna factura o algún sobre en el que puedan figurar su nombre y su dirección. No veo nada. En el salón hay algunas novelas y un montón de libros sobre plantas y jardinería. Hay una estantería entera dedicada a libros sobre cactus, la única que está llena. Saco un par de volúmenes al azar; pienso que por casualidad podría haber un nombre escrito en la primera página, pero no hay nada.

El póster enmarcado que vi ayer y que solo recordaba vagamente es un mapa sobre un fondo amarillo, con la silueta de un país trazada en verde sobre el que se ciernen dos brazos que parecen dispuestos a arrebatárselo a los países vecinos. Hay una frase en la parte de abajo: «Quitad las manos de El Salvador», escrita en grandes letras rojas. Supongo que el país dibujado en verde debe de ser El Salvador; siempre fui muy mala en geografía.

Las estanterías del salón me recuerdan el pequeño cuarto que hay en la planta de arriba y lo que vi en su interior. Algo que no cuadra. Una hilera de novelas de Joseph Conrad, una hilera de libros en tapa dura de aspecto muy serio y títulos muy complicados, demasiado complicados para que pudiera recordarlos siendo presa del pánico, y luego… estanterías vacías, muchas. Y sobre el escritorio tampoco había nada. No había un ordenador, ni bolígrafos, ni un objeto decorativo, ni un rollo de cinta adhesiva… Nada. ¿Quién tiene una mesa de trabajo sin ordenador?

El comedor… Cruzo el vestíbulo a toda velocidad. Una de las paredes está totalmente cubierta de estanterías de madera de muy buena calidad, probablemente de roble. Todas vacías. Con un escalofrío, corro hacia la cocina y abro los seis cajones que hay debajo de la encimera. En uno de ellos hay cubiertos, pero, salvo eso, nada más. Si alguien abriera los cajones de mi cocina encontraría lápices, multas de aparcamiento sin pagar, cordel, aspirinas…, cualquier cosa.

Hago un esfuerzo por recordar el grand tour, así fue cómo lo llamó él. En las habitaciones de arriba no había lámparas, ni alfombras ni objeto alguno en el alféizar de las ventanas. Ni fotografías, ni relojes, ni cuadros en las paredes, ni peines, ni cepillos ni vasos de agua.

Aquí no vive nadie.

Ese hombre no me ha traído a su casa. Puede que en algún momento haya vivido aquí con su familia, pero ahora no. Me ha traído a una casa totalmente desierta con unos cuantos objetos repartidos por todas partes para que parezca que sí vive aquí: ese soporte para cartas de hierro forjado de la entrada…, ¿acaso pensó que bastaría para confundirme?

Pero, si no vive aquí, ¿dónde vive? ¿Dónde tiene el resto de sus pertenencias? Tal vez en este momento no esté aquí, durmiendo en el piso de arriba. ¿Es posible que después de drogarme volviera con su mujer y sus hijos? Tal vez esta sea una segunda residencia, una casa que su familia no sepa que existe. Una casa que ha comprado para mantenerme encerrada en ella para siempre.

El libro de recetas de cocina que utilizó para prepararme ese horrible plato de pasta con una salsa grisácea sigue abierto sobre la encimera, con el marcador en las mismas páginas. Busco más libros de cocina, pero no veo ninguno. Las páginas abiertas están relucientes, inmaculadas. Compró ese libro para cocinarme algo. Era la primera vez que lo utilizaba.

El alféizar de la ventana de la cocina es de un blanco impoluto. Me pongo de rodillas para abrir los armarios que cubren una de las paredes. En su interior no hay nada, salvo tres cacerolas, dos tupperwares y un escurridor. Dentro de este último hay una jeringa de plástico con marcas de medidas en uno de los lados.

Mi corazón se acelera. Levanto la tapa de las cacerolas en busca de un frasco de lo que ha usado para dormirme. Rohypnol. ¿Lo venderán en frascos? Seguro que debe haberlo dejado cerca de la jeringa. Las marcas de las medidas es lo que más me asusta: la idea de que no deja nada al azar. Sabe lo que está haciendo, sabe exactamente el tiempo que quiere que esté inconsciente, la dosis de droga que necesita para conseguir el resultado que busca.

Lo odio más de lo que me creía capaz de odiar. Hago un esfuerzo por levantarme y, jadeando de rabia, tiro al suelo el libro de cocina y el marcador. Al caer, el libro se cierra. Leo el título en la cubierta: 100 recetas para un embarazo sano.

—¿Qué te apetece cenar esta noche? —pregunta una voz desde el vestíbulo.

A punta de pistola, me obliga a volver a la habitación de la moqueta a rayas. Lleva un pijama verde con estampado de cachemir.

—Túmbate —ordena, empujándome hacia la camilla de masaje—. Boca arriba.

Su tono de voz es severo. No me mira cuando me habla.

—¿Qué me has hecho? —susurro. Temo que se enfade si levanto la voz.

Empuja la camilla, que se desliza sobre sus ruedas hasta la pared.

—¿Cómo pretendes que tenga la mente clara para trabajar si me despiertas a las cinco menos cuarto de la madrugada? —pregunta.

Oigo mi voz musitando una disculpa. Necesito saber, necesito que me lo diga, por duro que sea.

—No te preocupes —dice—. Chit. Deja de llorar; no hay ningún motivo para ello. Y ahora, échate…, así, muy bien… Levanta las piernas y apóyalas contra la pared, de modo que tu cuerpo forme un ángulo recto. Estupendo. Y ahora, quédate así. Ponte cómoda. Quiero que te quedes así durante una hora.

Las lágrimas resbalan por mis mejillas y se meten en mis oídos. No soy capaz de articular palabra.

Él se acerca a la ventana, golpeando el arma contra la palma de la mano.

—Supongo, puesto que ya lo habrás adivinado por ti misma, que no tiene sentido seguir manteniendo el secreto. Has visto el libro de recetas.

—¡Yo no estoy embarazada!

—Pero podrías estarlo. Si hemos tenido suerte, ya podrías estarlo.

La píldora de vitaminas: era ácido fólico. Por eso su sabor me resultaba tan familiar. La tomé las dos veces que estuve embarazada.

—¿Me has violado? ¿Cuántas veces?

Suelta un gruñido de desaprobación.

—Gracias —murmura—. Muchas gracias por la confianza que demuestras tener en mí.

—Lo siento…

—No soy ningún animal. Utilicé una jeringa. —Suelta una risita—. No tenía uno de esos chismes que se usan para rellenar un pavo, ya que la cocina no es lo mío. De hecho, eres la única persona para la que he cocinado.

—Me drogaste, me desnudaste y me inyectaste el…, el…

Me agarra la mano y me la estrecha con la suya.

—Sally, quiero que seamos una familia de verdad. Tengo derecho a… —Su voz se quiebra—. Todo el mundo tiene derecho a tener una familia de verdad, una familia feliz. Yo nunca la he tenido, Sally. Y creo que tú tampoco.

—¡Eso no es cierto! ¡No es cierto!

—Sé que necesitas un período de adaptación. Ni siquiera se me ha pasado por la cabeza que nos acostemos, al menos de momento. Y nunca lo haremos si tú no lo deseas. No soy ningún bruto.

Me clavo las uñas de las manos en las piernas. Si pudiera, me arrancaría las entrañas hasta quedarme totalmente vacía.

—Sé que debería haberte contado lo del bebé, pero…, bueno, quería ver mi sueño cumplido. Lo siento.

—¿Cuántas veces me has… inyectado? —consigo decir finalmente.

—Solo dos. Tengo un buen presentimiento sobre la última.

Cruza los dedos y los mantiene así delante de mi cara.

Lloro mientras él acaricia mi mano y me da unos golpecitos, tratando de calmarme. No tengo ni idea de cuánto tiempo ha pasado, del tiempo de mi vida que estoy perdiendo en esta habitación: media hora, puede que más desde la última vez que ha hablado. Cuando dejo de llorar, digo:

—¿Por qué me diste un masaje?

—Para que te sintieras bien. A ti te encantan los masajes.

—¡Estaba inconsciente!

—Pensé que eso te relajaría, de forma subconsciente. A veces el cuerpo sabe cosas que la mente ignora. Cuanto más relajada estés, más posibilidades tendrás de concebir.

Noto un vuelco en el estómago y casi me ahogo al sentir la bilis ascendiendo por mi garganta.

—¿Crees que quiero que esto sea una experiencia horrible para ti, Sally? Pues no. De verdad que no.

—Lo sé.

Voy a quitarte esa pistola y voy a matarte, maldito psicópata.

—Debes hacer un esfuerzo por desear lo que yo deseo. ¿Recuerdas lo que me dijiste en Seddon Hall? Me dijiste que estabas harta de ser la que siempre debía ocuparse de todo: de las cenas de San Valentín e incluso de organizar una fiesta por tu propio cumpleaños.

—¡Por tu forma de hablar, haces que parezca que odio mi vida! —le espeto, sollozando—. Me encanta mi vida… ¡Solo me estaba quejando!

—Y con razón —dice, golpeando la camilla de masaje con la pistola—. ¿Qué me dices de esas Navidades en las que tuviste que comprar tú misma el regalo que te iba a hacer Nick porque no te fiabas de que eligiera bien? Boudoir, eau de parfum, de Vivienne Westwood. Incluso fuiste tú misma quien lo envolvió y escribió: «Para Sally. Te quiere, Nick». ¿No te acuerdas de que me lo contaste? Lo hiciste porque estabas harta de preguntarte si Nick se acordaría de envolverlo a tiempo para el día de Navidad.

¿Por qué le conté tantas cosas?

—Puedo… Por favor, ¿podrías dejarme el teléfono solo unos minutos? Tengo que hablar con Zoe y Jake.

He dicho algo que no debía decir. Me suelta la mano. Su mirada se endurece y su rostro parece el retrato de la más cruda maldad.

—Zoe y Jake —repite, con voz afectada—. Tu problema, Sally, es que nunca sabes cuándo ha terminado la fiesta.