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9/8/07

—Carísima y fea —dijo Sellers, contemplando el número 2 de Belcher Close—. Odio estas casas de muñecas construidas en complejos residenciales.

Sabía que eso era lo que habría dicho Suki, su amante. Ella prefería una iglesia convertida en vivienda o un viejo establo…, algo original y antiguo.

—A mí no me disgustan —repuso Gibbs—. Están mejor que tu casa. Hace tiempo, Debbie me dio la lata para que comprara una parecida. Le dije que siguiera soñando. La de cuatro dormitorios salía por medio millón de libras.

El móvil de Sellers se puso a sonar y Gibbs empezó a murmurar a su lado:

—Vale, cariño. Vístete, que el taxi te está esperando.

Su burda parodia de Sellers se había convertido en una broma habitual.

—¿Quieres relajarte un momento? Lo siento, Waterhouse —Sellers se dio la vuelta—. Sí, ningún problema. Siempre que lo sepan.

—¿Saber qué?

—Quiere que averigüemos el nombre de pila del padre de Amy Oliva.

—¿Y por qué no llama al St Swithun’s?

—La escuela está cerrada, capullo.

Sellers pulsó el timbre.

—¡Adelante! —gritó una voz masculina.

Esperaron.

Cuando abrió la puerta, el hombre tenía el rostro colorado y se estaba ajustando la corbata. Iba despeinado y tenía todo el pelo revuelto. Sellers se dijo que debía de tener unos treinta años. La chaqueta del traje estaba tirada sobre las escaleras, hecha un ovillo, y su maletín abierto en medio del recibidor con todo lo que contenía esparcido por el suelo.

«La intención es buena, pero este tipo es un desastre», pensó Gibbs.

—Disculpen. Acabo de llegar del trabajo y no encuentro la cartera. Estaba arriba, buscándola. He tenido uno de esos días en los que nada sale bien. Estoy seguro de que la tenía cuando llegué, pero… —Se quedó mirando los pies y luego se dio la vuelta para observarlos—. Bueno…

—Somos los subinspectores Sellers y Gibbs, del departamento de investigación criminal de Culver Valley —anunció Sellers, mostrándole su placa.

—¿Departamento de investigación criminal? ¿Le ha ocurrido algo a mis hijos?

—No hemos venido a darle malas noticias —repuso Sellers—. Estamos intentando localizar a la familia Oliva. ¿Es ese el apellido de la gente a quien compró esta casa?

—¡Ah! —exclamó el hombre—. Esperen aquí. Esperen. —Se alejó del recibidor y se metió en la habitación que había al final del pasillo. Cuando volvió, llevaba un montón de sobres muy grandes en ambas manos—. Cuando los localicen, denles todo esto. Durante el primer año hicieron que les reenviaran el correo, pero es evidente que no renovaron la solicitud. —Intentó entregarle las cartas a Gibbs, pero este dio un paso atrás para no cogerlas.

—¿Tiene su nueva dirección?

El hombre parecía un poco molesto.

—Me dejaron una y un número de teléfono, pero resultaron ser falsos.

—¿Falsos?

Sellers se emocionó. Se olía novedades. Solía tener corazonadas cuando algo iba a ocurrir. Suki decía que era muy intuitivo.

—Llamé a ese teléfono y la persona que me respondió me dijo que nunca había oído hablar de los Oliva. Le hice un par de preguntas más y descubrí que el número de teléfono no se correspondía con la dirección que me habían dado. O sea, que o bien se equivocaron al darme el número o me mintieron porque no querían que supiera adonde iban. —El hombre se encogió de hombros—. Dios sabe por qué. La venta se llevó a cabo sin problemas. No tuvimos que discutir por unas cortinas o una lámpara, como a veces suele ocurrir.

Sellers le cogió los sobres que sostenía. La mayoría de ellos eran de propaganda dirigida a Encarna Oliva, a Encarnación Oliva o al señor y la señora o señorita E. Oliva. También había un par de sobres a nombre de Amy. Pero nada para su padre, según pudo ver Sellers.

—El señor Oliva… ¿Cuál era su nombre de pila?

—Oh… Hum… Espere.

El hombre se mordió el dedo pulgar.

—¿Era un nombre español? —preguntó Gibbs.

—¡Sí! ¿Cómo…? Ah, vale, porque eran españoles y se marcharon a España. —Se echó a reír, avergonzado—. Esa es la razón de que ustedes trabajen en el departamento de investigación criminal y yo no. Y también de que haya perdido mi cartera. Ah, sí: Ángel, se llamaba Ángel. ¡Cada país tiene sus propias costumbres! ¡A mí no me gustaría ser inglés y llamarme Ángel!

—¿Recuerda cuál era su profesión? —preguntó Sellers.

—Era cardiocirujano en el Hospital General de Culver Valley.

—Y usted…, ¿cómo se llama?

—Harry Martineau. Acabado en E-A-U.

—¿Cuándo les compró la casa a los Oliva?

—Hum… Oh, Dios, tendrían que preguntárselo a mi mujer. Hum… El año pasado, más o menos en mayo, creo. Sí, en mayo. Me acuerdo porque fue poco después de la final de la copa. La vimos en nuestra antigua casa, aunque ya estábamos preparando el traslado. ¡Lo siento, soy un tipo muy superficial! —dijo, echándose a reír.

A Gibbs no le caía bien Martineau. ¿Qué tenía de superficial recordar dónde estaba cuando vio la final de la copa? Aquel año, Gibbs se la había perdido por primera vez desde que era adulto. Debbie tuvo un aborto espontáneo y se pasaron todo el día y toda la noche en el hospital. Gibbs no lo había comentado con nadie del trabajo y le pidió a Debbie que no dijera nada delante de Sellers ni de los demás. No le importaba que lo supieran las amigas de Debbie, pero no quería que se enteraran en el departamento.

—¿Aún conserva esa dirección y ese número de teléfono? —le preguntó Sellers a Martineau.

—Debo de tenerlos por ahí, pero… Oigan, ¿podrían volver a pasarse por aquí mañana, sobre la misma hora? Mi mujer seguro que sabrá dónde están. O mejor aún, ¿por qué no entran y la esperan? No tardará mucho. O podrían volver mañana a primera hora; no nos vamos hasta las…

—Si encuentra esas señas, llámeme.

Sellers le entregó una tarjeta a Martineau, ansioso por atajar la avalancha de ofertas.

—Lo haré.

—Gilipollas —murmuró Gibbs mientras volvían al coche.

Sellers ya estaba hablando con Waterhouse. Gibbs, que solo podía oír una parte de la conversación, se dio cuenta de que el tono de su voz de su colega pasó de la satisfacción a la frustración.

—¿Cómo es posible? —se preguntó Sellers en voz alta, golpeando el móvil contra la mejilla mientras subían al coche. ¿Adónde había ido a parar su intuición? Puede que no la tuviera; Stacey nunca le había hablado de ella. Tal vez Suki solo quería animarlo—. Waterhouse dijo que ya había oído ese nombre —le dijo a Gibbs—. Hace poco. Parecía alterado… Ya sabes cómo es.

Sellers se sacó del bolsillo la lista de nombres que le había entregado Barbara Fitzgerald: la lista de la excursión a la reserva de búhos. No, el nombre no figuraba en ella. De pronto, todos los nombres le parecían familiares. ¿Acaso se estaba volviendo loco? ¿O era porque ya la había leído cuando se la dio la directora de la escuela?

—¿Dices que Waterhouse cree haber oído antes el nombre de Ángel Oliva? —preguntó Gibbs—. Entonces, ¿por qué coño…?

—No —le interrumpió Sellers—. Harry Martineau, acabado en E-A-U. Eso fue lo que dijo… Exactamente lo mismo que dijo Martineau. Palabra por palabra.

Charlie Zailer estaba sentada en el suelo del salón de su casa; tenía las piernas cruzadas y dos muestras de tela delante de ella: Villandry Champagne y Caitlyn Biscuit. Una era de punto, de un color dorado pálido, y la otra era de un suntuoso terciopelo prensado, también dorado. Había estado examinando las dos muestras durante más de una hora y no había sido capaz de tomar una decisión. ¿Cómo se decidían esas cosas? Afuera era de noche, pero no le apetecía levantarse para correr las cortinas.

Elegir entre las muestras que le había dejado su hermana no era su único desafío; también tenía que escoger una butaca y un sofá para que los tapizaran con la tela en cuestión. ¿Una butaca Winchester? ¿Un sofá Burgess? Se había pasado casi toda la noche hojeando las páginas del catálogo de Laura Ahsley que le había traído Olivia, frustrada ante su incapacidad para decidirse. No podía dejar de mirar los rosas y los malvas, las borlas, los abalorios de cristal y las lentejuelas…, cosas que tiempo atrás habría detestado. Los espacios lujosos y resplandecientes reproducidos en la sección «Inspiraciones» parecían…, bueno, parecían los ambientes en los que se movía el tipo de mujer que quiere casarse.

Charlie refunfuñó disgustada, horrorizada ante la idea. ¿En qué clase de descerebrada se estaba convirtiendo? Aun así, la idea seguía allí: Si mi dormitorio se pareciera a uno de estos, podría casarme con Simon con la certeza de que funcionaría. A las mujeres con colchas de satén de color caramelo no las deja plantadas nadie.

Caitlyn Biscuit. Villandry Champagne. Cualquiera de los dos valdría. Después de tantas horas sentada en la misma posición, le dolían todos los huesos.

Charlie oyó el timbre de la puerta. Se puso en pie de golpe, como si la hubieran pillado con las manos en la masa. Quienquiera que fuese que estaba ante la puerta, ¿habría mirado por la ventana y la habría visto agachada entre dos muestras de tela dorada? Esperaba que no. Consultó su reloj: las once menos diez. Simon. Solo podía ser él. Charlie pensó que lo haría decidir a él. Le pondría las muestras ante sus narices y le daría cinco segundos para que eligiera su favorita. Habría que ver cómo se las arreglaba.

No era Simon. Era Stacey, la mujer de Colin Sellers. La sonrisa de Charlie se marchitó. Stacey llevaba un pijama —blanco, con un estampado de cerditos rosas— debajo de una gabardina negra con cinturón. Iba descalza de un pie, y el otro lo llevaba enfundado en una zapatilla azul marino. La otra zapatilla estaba detrás de ella, en el pequeño jardín delantero. Stacey estaba temblando, entre fuertes sollozos.

Charlie la hizo pasar al vestíbulo y se quedó detrás de ella, mirándola mientras se preguntaba qué debía hacer. Stacey dejó escapar una especie de gorjeo y se estrechó el cuerpo con los brazos. «Será fácil», se dijo Charlie. «Tú no sabes nada de Suki Kitson. Tú no sabes nada de ninguna infidelidad por parte de Sellers, aunque tampoco dirás que nunca haya cometido ninguna: simplemente no lo sabes. No tienes información ni opinión alguna al respecto. Lo único que tienes es vodka y Marlboro light y solo dispones de media hora».

Charlie acompañó a Stacey hasta la cocina, sirvió dos tragos largos y encendió un cigarrillo. Solo le quedaban tres, de modo que no le dijo a Stacey si quería uno.

—¿Qué ha pasado? —preguntó.

Era difícil sonar compasiva cuando todo cuanto sentía era rabia. Stacey seguramente no sabía el efecto que producía en Charlie el mero hecho de oír mencionar su nombre desde la fiesta del cuarenta cumpleaños de Sellers. ¿Se acordaría de lo ocurrido la criatura empapada, llorona y deprimida que se había sentado a la mesa de la cocina?

Charlie sí, y eso era todo lo que importaba. Stacey y dos de sus amigas habían mirado a través de la puerta abierta de un dormitorio, el dormitorio en el que Charlie, completamente desnuda, había sido abandonada por Simon cinco segundos antes. Estaban a punto de acostarse por primera vez cuando él se esfumó sin dar ninguna explicación, y desde entonces nunca habían hablado de ello. Charlie se había quedado demasiado atónita para levantarse y cerrar la puerta o para coger una sábana con la que cubrirse. La desaparición de Simon la había hecho caer al suelo, de modo que estaba sobre la alfombra cuando Stacey y sus achispadas amigas decidieron detenerse a contemplar la escena. Avergonzadas, las dos amigas se fueron de inmediato, pero Stacey, que conocía a Charlie y sabía que era la jefa de su marido, se echó a reír y exclamó: «¡Vaya!», antes de darse a la fuga. Y ella nunca se lo había perdonado.

Charlie se quedó en la fiesta hasta que Sellers empezó a echar a todo el mundo, decidida a demostrar que podía divertirse sin Simon. Más tarde, a primera hora de la madrugada, oyó a Stacey comentando lo que había visto. Stacey no se había dado cuenta de que Charlie estaba sentada en el sofá en el que se había apoyado, mientras les contaba a sus amigas que Charlie llevaba años detrás de Simon y les decía lo espantoso que debía ser llevarse finalmente al huerto al hombre de sus sueños solo para comprobar que se había largado un minuto después de quedarse desnuda. Charlie no lo habría expresado mejor.

Se dio cuenta de que Stacey le estaba preguntando algo. Quería saber si hablaba francés. ¿Francés? ¿Qué tenía eso que ver con el hecho de que Sellers se acostara con Suki Kitson?

—Lo estudié en el instituto, pero yo no diría que lo hablo bien.

—Creía que habías dado clase de lenguas extranjeras en la universidad de Cambridge.

—Lengua anglosajona, noruega y céltica. Además, mis clases giraban más en torno a la historia y la literatura que la lengua. ¿Por qué?

Stacey sacó una hoja de papel del bolsillo de la gabardina y la dejó encima de la mesa. Charlie se quedó donde estaba, demasiado lejos para poder leerla. Vio que había dos párrafos de texto.

—¿Qué es?

—Son mis deberes de francés; tengo que hacerlos durante las vacaciones.

¿Te presentas aquí en plena noche, en pijama, para hablar de tus deberes? ¡Tú estás como un cencerro!

—¿Sabías que estoy estudiando francés?

Como si lo hubiesen dado en las noticias.

—Ahora sí.

—Esto nos lo ha dado el profesor. —Stacey sorbió un poco de vodka, que se derramó por su barbilla—. Son los versos de una canción, escritos en francés y en inglés. Tenemos que averiguar si la canción la escribió un francés o un inglés, ¡pero es imposible! —Stacey lloriqueó—. A ver, me considero una persona medianamente inteligente, y hasta ahora he conseguido aprenderme el vocabulario y los verbos, pero… no sé qué hacer para poder distinguirlo. En lo que a mí respecta, esto podría haberlo escrito… ¡un mongol! Y Colin… ¡Lo odio! ¡No quiere ayudarme! He consultado con algunos amigos, pero ninguno lo sabe. Pensé en ti y…, bueno, pensé que tú seguro que podrías echarme una mano.

Charlie sintió un cierto interés. Cogió la hoja de papel y primero leyó el texto en inglés:

Mi amigo François

Mi amigo François es más bien tonto.

Mi amigo François se puso a cantar.

Le pedimos educadamente que cerrara el pico.

«¡No os enfadéis!», dijo él.

Y entonces, con un derechazo,

volcó el carro de las manzanas.

¡Ese es mi amigo François!

La versión en francés se titulaba «Mon ami François» y, salvo por el hecho de estar escrita en otra lengua, decía exactamente lo mismo. Charlie tenía ganas de echarse a reír. ¡Menudo profesor de francés! ¡Bravo por él! Cualquiera podía aprenderse una lista de vocabulario, pero no todo el mundo era capaz de comprender la lógica de los idiomas.

—Estoy segura de que no eres la única que no entiende nada —le dijo a Stacey—. Dile al profesor que es demasiado difícil.

—Colin sabe la respuesta, ¡pero no quiere decírmela! Según él, si no lo entiendo es porque tengo un cerebro de mosquito y estoy perdiendo el tiempo. ¡A veces es odioso!

—Pues a mí, cuando trabajábamos juntos, siempre me pareció un hombre adorable —repuso Charlie—. Claro que entonces siempre estaba con Chris Gibbs.

—Dime, ¿solía… hablar de mí? ¿Decía si me quería o lo que sentía por mí? Pensaba que tal vez…, al ser tú una mujer…

—No —la interrumpió Charlie bruscamente, consciente de que se adentraban en el asunto que realmente la había traído allí.

—¿Puedo quedarme a pasar la noche? —preguntó Stacey.

—Lo siento, pero no hay camas. Solo tengo un colchón en el suelo, y ahí es donde duermo yo.

—Dormiré en el suelo. No me importa.

—No.

Ni hablar.

El timbre sonó de nuevo. Stacey le gritó a Charlie que no le dijera a Sellers que estaba allí.

«Tu coche está aparcado ahí fuera, estúpida», murmuró Charlie mientras se dirigía hacia la puerta. A Charlie ni se le pasó por la cabeza que su segundo visitante nocturno pudiera no ser Colin Sellers, de modo que se quedó de piedra al ver a Simon Waterhouse en la puerta con una sonrisa ligeramente perpleja en los labios, como si él mismo se sorprendiera de estar allí.

Charlie lo agarró con las dos manos y lo llevó hasta la cocina.

—Ahora tienes que irte —le dijo a Stacey—. Simon y yo tenemos que hablar. ¿No es así, Simon?

Simon se había metido las manos en los bolsillos de los pantalones, con expresión avergonzada.

—¡Pero no me has dado la respuesta! —exclamó Stacey.

Se quedó con la boca abierta. La parte inferior de su rostro estaba cubierto de mocos.

—Si lo hiciera, el ejercicio no serviría para nada —repuso Charlie—. Lo que tu profesor quiere saber es si eres capaz de resolverlo, y no lo eres.

Se quedó mirando a Stacey mientras salía y empezaba a caminar bajo la lluvia. Pasó junto a la zapatilla que había perdido, pero no la recogió. Hasta entonces, Charlie nunca había cerrado la puerta de su casa con tanta satisfacción.

—¿A qué venía todo eso? —preguntó Simon.

Mientras Charlie se lo explicaba, él cogió la hoja de papel que Stacey, en su arrebato, había olvidado. Simon la leyó, moviéndose de un lado a otro.

—Esto lo escribió un inglés, ¿no?

—Evidentemente.

—El nombre, François, invita a pensar que lo escribió un francés, pero eso no puede ser, porque resultaría demasiado fácil.

—¿Cómo? Me estás tomando el pelo, ¿no?

Simon hablaba en serio.

—Vamos, pero si es muy evidente.

—Para mí no —dijo él.

—Entonces es que eres tan torpe como Stacey Sellers —repuso Charlie—. Por cierto, ¿a qué has venido? —añadió, tratando de que la pregunta sonara de lo más natural.

—¿Te has enterado de lo que hemos encontrado en Corn Mill House?

—¿Quieres hablar de trabajo? ¿De tu trabajo? Pues vete y despierta a Sam Kombothekra. Yo me voy a la cama.

—También quería saber… si habías vuelto a pensar en el otro asunto.

—¿El otro asunto? ¿El otro asunto? —Charlie se lanzó sobre él y lo golpeó en el pecho con las dos manos, haciéndolo tambalear—. Ni siquiera eres capaz de decirlo, ¿verdad? ¡No puedes porque no lo dices en serio! Tú no me quieres… Al menos, nunca me lo has dicho. ¿Y bien?

Charlie era consciente de que debía hacer una pausa si quería que él le contestara.

—Tú haces que me resulte imposible decir las cosas que quiero decirte —consiguió decir él finalmente.

—¡Estupendo! —le espetó Charlie—. Antes solías tratarme como a una leprosa y ahora quieres casarte conmigo, cuando ni siquiera nos hemos acostado ni hemos tenido una cita. ¿Qué es lo que ha cambiado?

—Tú has cambiado.

Charlie esperó.

—Ahora me necesitas, pero antes no. Incluso entonces eras la persona por la que más me había preocupado en toda mi vida, aunque puede que no te lo demostrara.

Charlie tiró la colilla del cigarrillo en el resto del vodka de Stacey.

—Puede que tenga que hacer algo que llame la atención, como cortarme las venas —dijo ella—. Así puede que te resultara irresistible.

Simon sacudió la cabeza.

—Es inútil, ¿verdad? Será mejor que me vaya.

—No, quédate. Háblame del caso.

Charlie necesitaba más tiempo para pensar en lo que le había dicho.

—¿Y si no estoy de humor?

—No te estoy pidiendo una declaración de amor —dijo Charlie, con una sonrisa—. Para eso no es necesario estar de humor.

Simon lanzó un suspiro.

—Creemos que la autora de las cartas anónimas se llama Esther Taylor, aunque aún tenemos que encontrar a una Esther Taylor que se parezca un poco a Geraldine Bretherick. Hay un par de mujeres con ese nombre a las que aún no hemos podido localizar, o sea que esperamos que sea una de ellas. De todos modos, las fotografías que estaban escondidas en los marcos que se llevó de Corn Mill House son de Amy Oliva y de su madre, Encarna. La escuela lo ha confirmado.

—¿Encarna?

—Encarnación. Son españolas. Ella trabajaba en el banco Leyland Carver, en Londres, y el padre de Amy, Ángel Oliva, era cardiocirujano en el Hospital General de Culver Valley. Se supone que se trasladaron a España, pero las señas que le dejaron a Harry Martineau, el hombre que les compró la casa, son falsas. A estas alturas yo podría estar en España, pero Muñeco de Nieve quiere excavar cada centímetro del jardín de Mark Bretherick antes de soltar la pasta para el viaje, ya sabes lo rácano que es. Según él, acabaremos por encontrar el cadáver de Ángel Oliva. Y Kombothekra también lo cree.

—¿Y tú no?

Simon desvió la mirada.

—¿Te suena el nombre de Harry Martineau? —preguntó él.

—¿A mí? No.

Simon cerró los ojos, cruzó las manos por detrás de la cabeza y se frotó la frente con los pulgares.

Lo he visto en alguna parte… Sé que lo he visto. O que lo he oído.

—¿Tienes una hipótesis, no? —preguntó Charlie.

—Estoy esperando a que Norman me dé una respuesta sobre algo.

—¿Norman, el del laboratorio informático?

Simon asintió con la cabeza.

—Así pues, se trata de algo relacionado con el ordenador. ¿El portátil de Geraldine?

—Te lo diré cuando me lo hayan confirmado.

No hacía falta confirmar nada: Simon se había convencido de que estaba en lo cierto. Como de costumbre. Charlie no pudo resistirse.

—Si fuese tu mujer, ¿me contarías las cosas antes de que te las confirmaran?

—¿Y tú me dirás cuál es la respuesta a la adivinanza francesa de Stacey Sellers?

Charlie se echó a reír. A regañadientes, Simon sonrió.

—Te diré una cosa —dijo ella—. Si la resuelves tú solo, me casaré contigo.

Simon sintió que se despertaba su curiosidad.

—¿En serio? ¿Lo harías basándote únicamente en eso?

Basándote únicamente en eso. Simon era increíble. Charlie no tenía fuerzas suficientes para tomárselo en serio ni para seguir preocupándose por ello. No tenía fuerzas para aceptar o rechazar la proposición de matrimonio de Simon con el estado de ánimo adecuado ni con la convicción y la reflexión que tal cosa requería, no podía hacer el meticuloso cálculo de posibilidades, las miles de pequeñas ecuaciones en las que aparecían las palabras «esperanza» y «miedo». Si hubiese pensado a fondo en su proposición y en lo que debía responder, el único resultado sería un dolor insoportable: de eso estaba segura. Así pues, era mejor que todo dependiera de algo absurdo. De ese modo, el resultado final no importaría.

—En serio —repuso ella—, Vraiment. En francés significa «de verdad».

Paula Goddard, la abogada de Mark Bretherick, estaba esperando a Sam Kombothekra fuera de la sala de seguridad.

—Ah, está aquí —dijo—. Quería hablar un momento con usted antes de entrar.

Sam siguió andando y ella le siguió, esforzándose por mantener el paso del inspector. Tenía las piernas cortas y sus zapatos parecían instrumentos de tortura.

—¿No debería estar con su cliente para una última consulta? —replicó Sam.

Goddard se detuvo.

—No tengo intención de dislocarme el tobillo para seguir su ritmo.

Sam consideró la posibilidad de no detenerse; ya eran más de las once. Hacía dos noches que no había llegado a tiempo a casa para acostar a sus hijos. Eran demasiado pequeños para comprenderlo, pero también lo bastante mayores para convertir la decepción en un arma. La próxima vez que lo viera, el de cuatro años redefiniría sin pelos en la lengua su nueva posición dentro de la jerarquía familiar: «Ya no te quiero, papá; ahora solo quiero a mamá». O cualquier cosa que tuviera el mismo efecto.

Sam redujo la marcha.

—Lo siento —dijo.

Paula Goddard no tenía la culpa de que el modo en que le había dicho «Ah, está aquí», como si se hubiera escondido de ella deliberadamente, le recordara a Sam a su mujer, Kate, cuyos ah-estás-aquí solían significar: «Deja de esconderte en el salón detrás del periódico cuando hay un montón de piezas de Lego que recoger».

Goddard cruzó los brazos.

—Déjeme que se lo diga de entrada: no tengo tiempo para las absurdas peleas entre policías y abogados. Yo no soy su enemigo ni usted el mío, ¿de acuerdo? Ya sé que se han encontrados dos cadáveres en el jardín de mi cliente…

—Se olvida de los otros dos hallados en la casa.

—… y soy consciente de la gravedad de la situación. Del mismo modo que usted sabe que mi cliente estaba en Nuevo México cuando su esposa y su hija murieron: eso ha sido establecido con toda certeza y para satisfacción de todos, ¿verdad?

Sam se apoyó contra la pared. En aquel caso, nada era satisfactorio; nada en absoluto.

—Hace muy poco que soy la abogada de Mark Bretherick —prosiguió Goddard—. En realidad, menos de doce horas. Sus familiares preguntaron y alguien me recomendó.

—Entonces, ¿debería haber oído hablar de usted?

—Depende de lo bien informado que esté. Lo cierto es que… he representado a hombres que eran culpables de asesinato y a otros que eran inocentes, y en ambos casos siempre me he esforzado al máximo. Y nunca había visto hasta ahora a un hombre más inocente que Mark Bretherick.

—Puede que mienta muy bien —repuso Sam—. Por muy válido que pueda ser su juicio, por mucha experiencia que tenga, podría estar equivocada.

—Pero no lo estoy. —Goddard empezó a moverse. Sam no tuvo más remedio que seguirla—. Cuando se lo pregunté sin tapujos, me dijo que él no había matado a nadie. Cree que es tan obvio que se olvida de que debe decirlo. Además, no me ha pedido que lo saque de aquí. No quiere ir a ninguna parte.

—Eso puedo entenderlo. Yo tampoco querría volver a una casa donde han sido asesinadas al menos cuatro personas. —Anticipándose a la siguiente objeción, Sam añadió—: Ni aun cuando yo fuera el asesino. Especialmente en ese caso.

—Ese no es el motivo —contestó enérgicamente Goddard. Una de dos: o era muy buena presentado sus propias opiniones como hechos muy sólidos o sabía algo que Sam ignoraba—. Él piensa que sus investigaciones no siguen la dirección correcta y está convencido de que Geraldine y Lucy fueron asesinadas por una tercera persona. No cree que fuera su esposa quien lo hizo. Él querría que usted lo escuchara. Si de él dependiera, estaría pegado a usted las veinticuatro horas del día.

—Puede que se sienta culpable y por eso le parece bien estar aquí —dijo Sam—. Haber sido detenido y encerrado puede ser un alivio para él: ya no tiene necesidad de huir. Además, le preparan la comida.

Goddard lo miró con los ojos entornados.

—¿Cuánto tiempo lleva haciendo este trabajo?

—Veintidós años.

—Y, en ese tiempo, ¿cuánta gente ha visto que quiera que la encierren?

Sam asintió con la cabeza, dándole la razón.

—La mayoría de la gente prefiere estar en libertad, aunque eso signifique que deban prepararse ellos mismos el té, por el amor de Dios —murmuró Goddard, enfadada—. En cualquier caso, dejaré que sea él quien hable, pero… quiero advertirle algo: está usted perdiendo el tiempo si lo considera el principal sospechoso. Mark Bretherick no ha matado a nadie.

Sam no estaba necesariamente en desacuerdo con ella. Estaba más preocupado por lo que sabía Mark y por la información que podía proporcionar que por lo que hubiera hecho. Después de haber hablado con Cordy y Oonagh O’Hara, Sam tenía nuevas preguntas que plantear a Bretherick y no tenía ninguna intención de compartirlas con Paula Goddard, cuyo sermón sobre que los abogados y la policía no tenían por qué estar enfrentados había sido el clásico intento de manipulación.

Paula Goddard era la segunda mujer que, aquel mismo día, esperaba que Sam comulgara con sus opiniones. Cordy O’Hara había insistido una y otra vez en que ni Geraldine ni Mark Bretherick habían matado a nadie. «Usted me ha preguntado por Amy Oliva», dijo. «A la madre de Amy Encarna, sí puedo imaginármela corriendo por ahí con un machete. Me caía bien, estando con ella nunca me aburría, pero no todo el mundo opinaba lo mismo que yo. Podía ponerse violenta».

Sam había guardado mentalmente esa información. Le gustó el apartamento de Cordy, con sus paredes de obra vista, sus alfombras de lana de vivos colores y sus enormes plantas. Le gustó también la forma en que, mientras hablaban, mecía contra su pecho a su bebé, colgado de una faja elástica; y también le gustó el nombre del niño: Ianthe. En medio del salón había una escultura de bronce de una enorme lata aplastada, con un círculo plano, también de bronce, a modo de base. Las cortinas verdes de seda, cubiertas aquí y allá por hebras de color rosa, llegaban hasta el suelo de madera. Nada de aquello coincidía con los gustos de su mujer, Kate, a la hora de decorar una casa, pero, de algún modo, el conjunto creaba un ambiente muy acogedor.

Después de que su madre le insistiera mucho, Oonagh O’Hara, con sus seis años y una expresión de gravedad en la cara, le contó un secreto a Sam, un secreto que le había confiado Lucy Bretherick. Sam se preguntó si en aquel secreto habría algo de verdad. Esperaba poder averiguarlo.

Mark Bretherick se levantó cuando vio entrar a Sam en la sala de interrogatorios acompañado de Paula Goddard.

—¿Qué ha pasado? —preguntó.

—¿Además del hallazgo de dos cadáveres en su jardín?

—Me refiero a qué ha pasado desde entonces. ¿Sabe de quién son esos cuerpos?

—Todavía no —respondió Sam.

—El detective que me interrogó antes, Gibbs, me ha vuelto a preguntar por Amy Oliva, la niña que estaba en la clase de Lucy, y también por su madre. ¿Cree que son ellas?

—No lo sabemos.

—Yo creo que sí, que se trata de ellas —dijo Bretherick, volviéndose hacia su abogada—. El subinspector Waterhouse me contó lo de las fotografías ocultas en los marcos, las que estaban detrás de las de Geraldine y Lucy.

Bretherick parecía estar casi tan bien informado como el equipo de investigación.

—La directora del St Swithun’s ha visto las fotografías y ha confirmado que se trata de Encarna y Amy Oliva —le dijo Sam—. Y ahora tengo algunas preguntas para usted, Mark.

—Escúcheme: si esos dos cadáveres resultan ser los de Amy y su madre, tienen que volver a buscar a William Markes. Si no lo han encontrado hasta ahora es porque Geraldine no lo conocía, pero puede que haya un vínculo entre él y esa mujer…, Encarna.

Sam sonrió educadamente, reprimiendo su irritación. Sellers había sugerido lo mismo media hora entes.

—Tiene que registrar esa escuela de arriba abajo. Tiene que haber una relación entre ese tal Markes y el St Swithun’s, porque, al parecer, tiene en su punto de mira a las niñas de la clase de Lucy y a sus madres. ¿Ha advertido al resto de las familias? Si yo me encontrara entre ellas, me gustaría que me pusieran sobre aviso.

Sam se volvió hacia Paula Goddard.

—¿Quiere deshacerse de él y aceptarme a mí como cliente? Teniendo en cuenta que soy yo quien está siendo interrogado…

—De acuerdo. —Bretherick levantó las manos—. Pregunte cuanto quiera.

—Querría que me hablara de las vacaciones de mayo del año pasado.

—¿Qué quiere saber?

—La escuela estuvo cerrada entre el viernes, 19 de mayo, y el lunes, 5 de junio.

—¿Y?

—Usted y su familia se fueron a Florida —dijo Sam.

—No me acuerdo bien de las fechas, pero… Sí, estuvimos en Tallahassee el año pasado, en primavera. Alquilamos un apartamento por dos semanas. Y puesto que vino Lucy, debió de ser durante las vacaciones. Yo… —Bretherick se sonrojó—. A ver, no he dicho que Lucy vino en el sentido de que pudiéramos habernos ido sin ella. Geraldine nunca habría hecho algo así.

—¿Solía irse de vacaciones con su familia a menudo?

—No, casi nunca.

Goddard puso los ojos en blanco y se recostó en la silla.

—Siempre estaba en viaje de negocios y no tenía tiempo para irme de vacaciones. No me gustan las vacaciones; al final me harto de ellas. No creo que sirvan para relajarse. Y, puesto que Geraldine no trabajaba, no necesitaba tomarse un descanso; además, le encintaba nuestra casa y no le importaba quedarse allí…

—Sin embargo, se fueron dos semanas de vacaciones a Florida dijo Sam, interrumpiendo sus explicaciones.

—Así es. —Bretherick frunció el ceño, como si aquella discrepancia le preocupase—. En mi caso, no fueron unas vacaciones. Estuve trabajando en el National High Magnetic Field Laboratory. Espere un momento. —Bajó la cabeza y luego hizo un gesto afirmativo—. Eso es. Mi viaje ya estaba organizado desde hacía un tiempo cuando Geraldine me dijo que ella y Lucy también querían ir.

—¿Lo acompañaba a menudo en sus viajes de negocios?

—No. Esa fue la primera y la última vez. —Bretherick se estremeció. La palabra «última» quedó flotando en el aire.

—¿Podríamos ir al grano, inspector? —intervino Goddard.

—¿Y a qué se debió esa excepción? —preguntó Sam.

—No lo sé. Florida significa…, ya sabe…, Disneylandia. Geraldine llevó a Lucy a Disneylandia.

—Una compañera de clase de Lucy asegura que ella le dijo que se iba a Florida porque Geraldine no quería que jugara con Amy Oliva durante las vacaciones.

Mark Bretherick y Paula Goddard exclamaron: «¿Cómo?» al unísono. Ambos se quedaron perplejos.

—Durante las vacaciones, las tres solían estar juntas —le explicó Sam a Goddard—. Lucy, Amy Oliva y Oonagh O’Hara. El año pasado, durante las vacaciones de mayo, Oonagh se fue a casa de sus abuelos. —Sam se volvió hacia Bretherick—. Si Geraldine y Lucy no lo hubiesen acompañado a Florida, Lucy y Amy habrían estado juntas la mayor parte del tiempo, ¿no es así?

—No tengo ni idea —repuso Bretherick—. Yo solo sé que Geraldine me preguntó si ella y Lucy podían acompañarme, y a mí me encantó la idea. Era mucho mejor que ir solo.

—Me han contado que Lucy le dijo a una de sus amigas: «Mi madre no quiere que juegue con Amy. Ella y mi abuela dicen que es una niña mala». Al parecer, también dijo: «Amy no siempre es mala, pero me alegro de que a mamá no le caiga bien, porque así podremos ir a Disneylandia».

—Es posible. —Bretherick se encogió de hombros—. Lucy era muy adulta a la hora de analizar el comportamiento de los mayores…

—Teniendo en cuenta que Geraldine no trabajaba —dijo Sam, dirigiéndose a Bretherick y Goddard al mismo tiempo— y que raramente se iba de vacaciones, ¿se habría arriesgado alguien a enterrar dos cadáveres en el jardín aprovechando que ella estaba de compras o en casa de una amiga? Tendrían que haber cavado durante horas y luego echar tierra encima para dejar el campo tal y como estaba.

Los ojos de Bretherick brillaban de excitación.

—Los cadáveres del jardín… ¿Cuánto tiempo llevaban allí? ¿Lo sabe?

—El forense no ha sabido establecerlo con precisión, pero…

—Fueron enterrados mientras estábamos en Florida, ¿verdad? Quienquiera que sea el asesino, sabía que estaríamos fuera y que tenía tiempo de… Además, la parte del jardín donde los encontraron no se ve desde la casa.

Había algo que a Mark Bretherick no se le había ocurrido y que probablemente jamás se le ocurriría: entre las personas que estaban al corriente del viaje a Floria se encontraba la propia Geraldine. ¿Habría planeado irse al extranjero con su marido y su hija para dejar vía libre a un doble asesinato y un entierro? O puede que tan solo un entierro, porque tal vez los asesinatos ya hubieran sido cometidos. En ese caso, Geraldine tenía un cómplice o ella era cómplice del asesino.

—William Markes. —Bretherick golpeó la mesa con la palma de la mano—. Intenten averiguar si es el padre de alguna alumna de St Swithun’s.

—Ya lo hemos hecho —repuso Sam—. No hay ninguna niña que se apellide Markes.

—¿Hay algo que no funciona bien en su cabeza? ¿Qué me dice de las madres solteras o divorciadas que hayan podido recuperar el apellido de solteras y ponérselo también a sus hijas? ¿Qué me dice de las parejas de hecho cuyos hijos han adoptado el apellido de la madre? ¿O de las madres que han cambiado de novio o de pareja, o que tienen un sustituto de la figura paterna? Empiece por la clase de Lucy y no pare hasta que haya verificado la situación familiar de todos los niños de esa escuela. Y después investigue a los profesores y a sus respectivas parejas.

Cordy O’Hara tenía una nueva pareja, el padre de Ianthe. ¿Cuál era su apellido? Sam se dio cuenta de que Paula Goddard lo estaba observando, divertida. ¿Debería dar por terminado el interrogatorio en aquel momento o esperar a que Bretherick le dijera que ya se podía marchar?

No tuvo que esperar demasiado.

—Cuando haya localizado a Markes, venga a decírmelo —dijo Bretherick—. Y en cuanto a usted… —Se dio la vuelta en la silla para mirar a Goddard—. Asegúrese de que investigan como es debido. Lo dije desde el principio: fue William Markes quien mató a Geraldine y a Lucy.