Jueves, 9 de agosto de 2007
Nick se ha tumbado en el sofá, que no está en el suelo sino en el techo. Tiene toda la cara manchada de salsa de tomate. Zoe, de rodillas, da patadas a la lámpara. Las noticias suenan a todo volumen y la televisión también está boca abajo. Los juguetes de los niños giran en el aire en un movimiento incesante. Jake entra en el salón, cruza el techo y le pregunta a Nick: «¿Adónde ha ido mamá?». Abre las manos, con las palmas boca arriba —boca abajo, en realidad— y frunce el ceño, una réplica de la expresión de extrañeza que ha visto en el rostro de los adultos. «¿Ha ido a Londres, papá? ¿Volverá pronto?».
Me despierto sobresaltada y me siento invadida por el horror. No recupero la conciencia de forma gradual, sino de golpe. Aún sigo aquí, encerrada en la habitación. ¿Cómo he podido quedarme dormida? Recuerdo haber llorado y suplicado para que me dejara salir, hasta que finalmente me he caído al suelo, hambrienta y agotada…
Me ha drogado. Debe de haberlo hecho. La botella de agua que estaba en el asiento del acompañante, en el coche, en vez de sobre la alfombra, donde esperaba encontrarla… El agua que me trajo la primera vez que entró en esta habitación…
Corro hacia la puerta. Continúa cerrada. Empiezo a golpearla y a gritar. Cuando creo que los puños no golpean la puerta lo bastante fuerte, lo empiezo a hacer con todo mi cuerpo, una y otra vez. No sé si me duele, porque no soy consciente del dolor. En mi mente solo hay espacio para una cosa: la necesidad de salir de aquí.
Mi bolso sigue ahí, junto a la ventana. Me lanzo sobre él y vacío su contenido en el suelo. El teléfono no está. El reloj también ha desaparecido: me doy cuenta de ello cuando lo busco para saber qué hora es. Ha estado aquí mientras dormía. No sé cuánto tiempo puedo haber dormido, pero debe de haber sido un buen rato. La luz que se filtra a través de las ventanas me da a entender que ya es de día.
Las cortinas. Las abro tirando con fuerza de ellas. Fuera hay un pequeño patio pavimentado lleno de plantas en macetas de diferentes formas y tamaños… Demasiadas…, suficientes para impedir la entrada a alguien que quisiera ir desde la casa hasta el seto alto y tupido que recorre dos de los lados del patio, que parece tan macizo como una pared de ladrillos. No se ve el tercer lado del patio, por lo que debe dar la vuelta hacia la casa. Entre las plantas —en el centro— hay una pequeña fuente: una cabeza de elefante gris sobre una bandeja. El agua sale sin parar por la trompa del animal. En una esquina hay un cenador de madera; al asiento le faltan una o dos tablas. Junto al cenador hay una sólida puerta de madera pintada de negro, tan alta como el seto. Está cerrada con un candado.
No hay nada que indique dónde se encuentra la casa ni ninguna posibilidad de que me vea alguien que pase por la calle, por mucho que permanezca junto a la ventana.
Me dirijo de nuevo hacia la puerta, agarro el pomo con ambas manos y empleo las pocas energías que me quedan para gritar tan fuerte como puedo. Ninguna respuesta. Escucho. ¿El resto de la casa está en silencio o se oye algún ruido? ¿Habrá salido o estará esperando al otro lado de la puerta, escuchando mi angustia e ignorándola? Ya no tengo hambre; me siento vacía como jamás me he sentido en toda mi vida. Tengo la sensación de que el aire se agita cada vez que muevo la cabeza, como si fuera un líquido espeso y transparente.
—¿Sally?
—¡Abre la puerta! ¡Déjame salir!
Me odio por alegrarme de oír su voz.
Está bien, pero… Sally, no quiero que te asustes. ¿Me oyes?
¿De qué está hablando?
—Tengo una pistola. Cuando abra la puerta te estaré apuntando con ella.
—Tengo que llamar a Nick. Devuélveme el teléfono, por favor.
La puerta se abre. Tiene el mismo aspecto de siempre, el mismo rostro servicial y preocupado. El único cambio es la pistola que sostiene.
Hasta ahora nunca había visto una pistola de verdad. Las he visto en cine y en la televisión, pero no es lo mismo. Mantén la calma. Piensa. La pistola es pequeña, lisa y de color gris.
—No voy a cometer ninguna estupidez —le digo—, pero tengo que llamar a Nick lo antes posible. No quiero que se preocupe por mí.
—No lo hará. No lo está. Mira.
Saca mi teléfono de su bolsillo y me lo tiende. Hay un mensaje de Nick:
«Vale, iré a recoger a Zoe y a Jake. Vuelve lo antes posible. Llama cuando puedas… Los niños quieren hablar contigo».
A continuación leo el mensaje que supuestamente he mandado yo y al que ha contestado Nick. Es más corto e inconcreto que cualquier mensaje que haya enviado nunca. Dice que debo salir para Venecia de inmediato porque ha habido una emergencia y que volveré en cuanto pueda.
¡Por el amor de Dios, Nick! ¿Cuándo te he mandado yo un mensaje tan profesional? ¿Cuándo mi trabajo me ha provocado un problema tan grave que me haya obligado a viajar al extranjero sin ni siquiera hablar contigo? ¿Cuándo he mandado un mensaje sin firmar con una «S» y tres besos?
Me aclaro la garganta, haciendo un esfuerzo por recuperar la voz.
—¿Has escrito tú ese mensaje fingiendo que era mío?
Él asiente con la cabeza.
—A pesar de todo, no quería que Nick se preocupara.
—¿Cuándo me dejarás volver a casa? —pregunto, sollozando—. ¿Qué entiendes por «en cuanto pueda»?
Él baja el arma y se acerca a mí. Me estremezco, pero no me agrede. Me estrecha entre sus brazos durante unos segundos y luego me suelta.
—Supongo que tendrás un montón de preguntas que hacerme —dice.
—¿Mataste a Geraldine y Lucy Bretherick? ¿Te llamas William Markes? —pregunto, porque pienso que eso es lo que quiere que haga.
Por el momento, lo único que me importa es saber cuándo podré ver de nuevo a mi familia; esa es la única pregunta que ocupa mi mente, y sus posibles respuestas.
—¿Quién?
Su cuerpo se tensa. Levanta la pistola. El silencio nos envuelve.
—William Markes —repito.
El nombre no le dice nada. Y lo asusta. El hecho de no reconocerlo lo asusta.
—No —dice, por fin—. Mi nombre no es William Markes.
—Antes has dicho «a pesar de todo»…, que no querías que Nick se preocupara a pesar de todo. ¿A pesar de qué?
—A pesar de sus maltratos.
—¿Cómo?
—Él te trata como si fueras una criada.
—¡No, eso no es verdad!
—«Ordeno una habitación tras otra y antes de que haya acabado Nick ya ha vuelto a dejarlo todo patas arriba y tengo que volver a empezar desde el principio». ¿No recuerdas haberme dicho eso?
—Sí, pero…
—¿Es ese el hombre con el que quieres volver?
—Estás loco.
Se echa a reír.
—¿Loco yo? Fuiste tú quien me dijo lo que harías si alguna vez te tocaba la lotería. Todo eso lo sé por ti.
Si no estuviera sujetando una pistola le hubiera dicho algo peor, mucho peor.
—Yo nunca dije nada sobre…
—Contratarías a una asistenta a jornada completa para que se ocupara de tu casa siete días a la semana, ordenando todas las habitaciones para que estuvieran como a ti te gusta. De ese modo nunca te encontrarías con el desorden de Nick, podrías entrar en una habitación y sentarte sin tener que arreglar antes sus estropicios.
Tiene razón. Me había olvidado de la parte de la lotería; el resto, sin embargo, lo tengo muy presente. Mis palabras. Me está echando en cara lo que le dije.
—Quiero a Nick y quiero a mis hijos —le digo, llorando—. ¡Por favor, déjame marchar! Baja la pistola.
—Cuando tú no estás, Nick lo pasa muy mal, ¿no es así? Tienes que contratar a alguien para que le eche una mano con la casa y con los niños, si no la situación se descontrola enseguida.
Pam Sénior. Fue Pam quien echó una mano a Nick cuando estuve en Seddon Hall. ¿Qué tiene ella que ver con todo esto?
—Pero si es él quien no está… Aunque eso no sucede muy a menudo. A ti te gustaría que se ausentara más a menudo. Si Nick se va, tu vida es mucho más sencilla. Vale, tienes que ocuparte de los niños, pero no hay periódicos ni pieles de plátano tirados por toda la casa…
—¡Basta! —Tengo la cabeza a punto de estallar. Quiero acurrucarme en la alfombra, hecha un ovillo, pero no puedo. Debo intentar salir de aquí—. Basta, por favor. No puedes creer en serio que…
—¿Qué te parece esta habitación?
Me coge el teléfono de la mano, lo mete de nuevo en su bolsillo y me apunta al pecho con la pistola.
—¿Qué?
—¿Te parece que está bien ordenada? Es difícil que no lo esté, porque aparte de ti, de tu bolso y de la camilla de masaje no hay nada más. Faltan algunas cosas: una estantería y una lámpara. No te gusta, ¿verdad? —Su voz se quiebra—. No ves el momento de salir de esta habitación. La he decorado especialmente para ti. La camilla ha salido cara, pero sé lo mucho que te gustan los masajes. Y la moqueta, la lámpara del techo… Todo lo he escogido pensando en ti.
—¿El cerrojo de la puerta también?
Me clavo las uñas en las palmas de las manos para no gritar.
—Siento lo del cerrojo —dice—. Y siento también lo de este chisme.
—¿Qué?
—La pistola. —La mueve hacia mí—. Espero que dentro de muy poco ya no la necesite.
Estoy demasiado paralizada por el miedo para comprender si se trata de una amenaza.
—¿Por qué? —pregunto—. ¿Qué va a pasar?
—Eso depende de ti. ¿Sabes cuántas veces he pintado estas paredes? Primero elegí un color albaricoque pálido, pero era demasiado empalagoso. Luego me decidí por el amarillo…, pero me pareció demasiado chillón. Luego, hace un par de semanas, se me ocurrió la opción más evidente: blanco. Es perfecto.
Esto no puede estar pasando. No es posible que un loco haya decorado una habitación en la que encerrarme mientras yo vivía mi vida, completamente ajena a ello. Mis pensamientos se hacen más concretos, más lúcidos, mientras me repito que todo lo que está diciendo no puede ser cierto. ¿Un par de semanas? Hace un par de semanas, Geraldine y Lucy Bretherick aún estaban vivas. Sin embargo… La moqueta es nueva y la habitación huele a pintura fresca. No pudo haber encargado la moqueta después de que murieran Geraldine y Lucy. Habría tardado más de dos semanas…
Como si fuera capaz de leer mi mente, dice:
—El hecho de que estés aquí no tiene nada que ver con las muertes que han salido en las noticias. Puede que eso haya influido un poco en el ritmo, pero…
—Sé quién eres —le digo—. Eres el padre de Amy Oliver. ¿Dónde están Amy y su madre? ¿También las mataste?
En realidad, no sé nada; solo estoy haciendo suposiciones. Sin embargo, me están entrando ganas de saber. Puede que descubrir la verdad sea la única forma de comprenderlo, mi única posibilidad de salir de aquí.
—¿Que si las maté? —Le he puesto furioso—. Mírame. ¿Acaso parezco la clase de hombre que mataría a su mujer y a su hija? —Se da cuenta de que me he quedado mirando fijamente la pistola—. No prestes atención a esto… —Agita el arma en el aire, frunciendo el ceño ante ella, como si estuviera pegada a su mano en contra de su voluntad—. Mírame a la cara. ¿Te parece que es la de un asesino?
—No lo sé.
Levanta la pistola y extiende el brazo para acercarla a mi rostro.
—No —digo, con un hilo de voz—. No eres un asesino. Tú sabes que no lo soy.
—Sé que no lo eres.
Parece satisfecho y baja el arma.
—Debes de estar muerta de hambre. Comamos algo y luego te hago el grand tour.
—¿Grand tour?
Sonríe.
—Por la casa, estúpida.
Ya ha puesto la mesa. La comida consiste en un plato de pasta cubierta de una masa gelatinosa del mismo color gris de la pistola. La salsa tiene unas motas verdes y unas extrañas varitas que parecen hojas de pino. Mi garganta se cierra. Apenas puedo respirar.
Me dice que me siente. En la otra punta de la cocina hay una mesa y dos sillas de madera. En algún momento, alguien que vivió aquí debió dejarse llevar por la moda de los azulejos diminutos en colores primarios. La habitación parece el decorado de un programa de televisión infantil.
—Lingüini con salsa de puerros y anchoas —dice, poniendo un plato delante de mí. De la masa gelatinosa gris emerge una espiral de puerro que parece una serpiente. El intenso olor a pescado me da náuseas—. Con perejil y romero. Muy nutritivo —añade, sentándose a mi lado.
De modo que lo que parecían hojas de pino es romero. Veo un libro de recetas de cocina abierto sobre la encimera, al lado del fregadero. Entre dos páginas hay un marcador de cuero con una borla.
La puerta de servicio tiene un panel de cristal, pero no veo nada que pueda usarse para romperlo: no hay ningún cuchillo grande ni ninguna tabla de picar. Toda la encimera está inmaculadamente limpia y, salvo el libro de cocina, no hay ningún objeto en ella. La pistola descansa sobre la mesa, junto a su codo derecho.
—Si te parece bien, no te ofreceré ninguna copa de vino —dice—. Yo tampoco voy a tomar.
Reprimo el grito que crece dentro de mí y consigo asentir con la cabeza. ¿De qué está hablando? Sus palabras tienen sentido, aunque al mismo tiempo resultan totalmente incomprensibles. A través del cristal de la puerta veo un enorme cobertizo de madera y más plantas, sobre todo cactus. El espacio está rodeado por un alto seto y un muro de madera más alto aún.
Estoy en una casa de la que resulta casi imposible escapar.
—¿Te gusta la pasta?
Asiento con la cabeza.
—Pero no estás comiendo nada.
Mastica y engulle ruidosamente, interrogándome entre bocado y bocado. Los ruidos que hace me revuelven el estómago. Al final consigo comer todo lo que hay en mi plato para convencerle de mi agradecimiento.
Cuando ambos hemos terminado, dice: De postre solo hay pudin bajo en calorías. Si aún tienes hambre, tengo un montón de fruta. He comprado manzanas, peras y plátanos.
—Estoy llena, gracias.
Me sonríe.
¿Cuánto tiempo ha pasado desde la última vez que alguien cuidó de ti, Sally?
—Estoy bien.
—Me dijiste que tu almuerzo ideal era un menú de McDonald’s servido en el coche, ¿lo recuerdas?
—No.
—Yo te dije: «No puedes decir en serio que las hamburguesas de McDonald’s saben bien». Y tú me contestaste: «A mí me saben muy bien, sobre todo porque son una comida fácil y rápida. Ni siquiera tengo que bajar del coche. Mis papilas gustativas son muy influenciables».
Mi estúpido discurso sobre lo genial que es McDonald’s. Se lo lie recitado muchas veces a un montón de gente.
—¿Recuerdas cuando me dijiste que cada vez que prepara algo, Nick deja la cocina patas arriba y tardas al menos dos horas en volver a ponerlo todo en orden?
Parpadeo para reprimir las lágrimas. No sé hasta cuándo podré soportar todo esto.
—Conmigo no tienes por qué preocuparte por el desorden —dice, haciendo un gesto para señalarme la cocina—. Tú no tendrás que hacer nada.
—¿Cuándo podré hablar con mis hijos?
Su rostro se tensa.
—Más tarde.
—Me gustaría hablar con ellos ahora.
—Aún no es la hora de comer. Estarán en la guardería.
—¿Puedo llamar a Nick?
Coge la pistola.
—Aún no te he enseñado la casa. Esto es la cocina, evidentemente. Aquí es donde suelo comer casi siempre, aunque también hay un comedor. Es práctico tener dos sitios donde se pueda comer, sobre todo si tienes hijos.
Me basta con echarle una rápida ojeada para darme cuenta de que está hablando en serio.
Piensa que va a enseñarme mi nueva casa.
—¿Tienes hijos? —pregunto, tratando de que la pregunta suene natural.
La expresión de su rostro es impenetrable.
—No —dice, apartando los ojos.
El miedo me atenaza. Tardo un poco en levantarme. Él finge no darse cuenta del estado en que me encuentro mientras me guía para mostrarme la casa, con una mano en mi brazo. De vez en cuando dice: «¡Anímate!», con una voz alegre aunque poco convincente, como si se sintiera incómodo por mi angustia y no supiera cómo reaccionar.
La habitación en la que me ha encerrado está incluida en la visita. Allí es adonde me lleva después de haberme obligado a admirar más de lo que merece el estrecho comedor pintado de beis, repitiendo en varias ocasiones: «¿Qué pasa? ¿No te gusta? No parece que te entusiasme», mientras golpea la pistola contra su pierna.
Me dice que, anteriormente, la habitación con la moqueta a rayas era el garaje.
—Pero la casa sigue teniendo garaje —añade de inmediato, como si pensara que el hecho de que no lo tuviera pudiese molestarme—. Es de dos plazas, y está separado de la casa. Antes también estaba este, pero como no necesitábamos dos, decidimos convertirlo en una sala de juegos. —Se da cuenta de que estoy en estado de choque y lanza un suspiro—. No quiero que pienses que no confío en ti —dice—. Sé que puede dar la impresión de que hay un montón de cosas sobre mí que no sabes; luego te las contaré, te lo prometo, pero lo más importante eres tú, Sally. Eres la única persona que me interesa, al menos por ahora. No te molesta que hable del pasado, ¿verdad?
—No —me oigo responder.
Ojalá pudiera viajar hacia atrás en el tiempo, a mi pasado, y gritarme a mí misma para mantenerme alejada de él. ¿Cómo pude ser tan estúpida? Si ahora está loco, también debía de estarlo el año pasado, cuando lo conocí. ¿Cómo pude no darme cuenta? ¿Qué me está pasando? ¿Qué es esto? ¿Mi castigo? La verdad es que tampoco me gustaba tanto. ¿Acaso estaba tan desesperada por tener una aventura, por sacar el máximo partido a mi semana de libertad, que no fui capaz de captar todas las señales de peligro? Podría perder a Nick, a mis hijos, mi vida entera, porque, de entre todos los hombres, decidí tener una historia precisamente con este.
Mi determinación se afianza. Tengo que salir de aquí, cueste lo que cueste.
—Enséñame el resto de la casa —digo.
No necesita que nadie le anime a hacerlo. Mientras me lleva de una habitación a otra, sin soltarme el brazo, busco cualquier objeto con el que pueda golpearlo. Encima de la mesa del recibidor, junto a una lámpara, hay un archivador de cartas de hierro forjado. Ambos servirían si me quitara los ojos de encima aunque solo fuera un segundo.
El salón es la habitación más grande de todas las que he visto: hay varias butacas y sofás muy grandes tapizados en cuero marrón y una alfombra beis que imita al terciopelo. Las paredes que no están cubiertas de estanterías llenas de libros son de color blanco. En cuanto abandonamos el salón, me doy cuenta de que no se me ha quedado ni un solo título de todos los libros, y había muchos. En una de las paredes también había algo colgado —un póster enmarcado, de colores muy vivos, con algo escrito— sobre El Salvador.
Tengo que prestar más atención. Si consigo salir de aquí, tendré que describir esta casa a la policía.
A mitad de las escaleras se para y dice:
—Habrás notado que en el salón no hay televisión. Estoy convencido de que impide hablar, pero si quieres te puedo instalar una en tu habitación.
No es mi habitación, quiero gritarle. Nada de lo que hay aquí es mío.
En la planta de arriba hay seis habitaciones, cinco con la puerta abierta. Me las enseña todas, aunque me obliga a salir inmediatamente. En una de ellas hay aparatos de gimnasio —pesas, una máquina de entrenamiento combinado, una cinta y una bicicleta estática— y también un equipo de música, una silla giratoria con brazos tapizada en cuero de color burdeos y dos altavoces, los más grandes que jamás haya visto. La segunda habitación es un dormitorio, con las paredes pintadas de azul celeste, una alfombra roja, cortinas azul marino con un volante blanco y una cama de matrimonio con un edredón azul. Encima de la cama hay dos toallas azules perfectamente dobladas.
—Esta es la habitación de invitados —dice—, pero la llamamos «la habitación azul».
En el dormitorio en el que entramos a continuación predominan el color rosa y los dibujos florales. La habitación de una niña. Creo que voy a desmayarme. Adosada a la pared hay una cama individual y, junto a ella, dos cunas para muñecas y un baño de juguete de plástico. Después de dejarme echar tan solo una rápida ojeada al dormitorio principal, me conduce hasta el cuarto más pequeño que se encuentra en la planta superior, un trastero con una moqueta de color berenjena jaspeada de blanco, paredes amarillas, una lámpara en el techo, un escritorio y más estanterías repletas de libros. Mis ojos se posan en una novela que leí en la universidad: El agente secreto, de Joseph Conrad. No me gustó nada. Hay más obras de Conrad…, ocho o nueve, novelas que no he leído: Almayer o algo así. Desvío los ojos hacia la estantería de arriba, demasiado impaciente para leer el título completo.
¿Por qué me parece raro este cuarto?
Noto un doloroso apretón en el brazo mientras me arrastra hacia el rellano. ¿Qué es lo que he visto? Mis ojos se han posado en algo que no cuadra, pero ¿en qué?
Me conduce hacia la sexta habitación, la única cuya puerta está cerrada. Intenta girar el pomo.
—Está cerrada con llave, ¿ves? Las cañerías no funcionan y no quiero que se inunde la casa. —Me quedo mirando fijamente la reluciente cerradura. ¿Cuánto tiempo hará que la ha cambiado?—. Ahora te enseñaré el baño que puedes usar.
Con la pistola, me indica que baje las escaleras; puedo sentirla contra mi espalda.
A mitad de las escaleras, pierdo el equilibrio, me caigo y me doy de lado contra un peldaño.
—¡Cuidado! —exclama.
Percibo el pánico en su voz. ¿Acaso se imagina que se preocupa por mí? ¿Es eso lo que se dice para justificar lo que hace?
Me pongo en pie, sin aliento aunque decidida a disimular que me he hecho daño. Está impaciente por mostrarme lo que él llama mi «baño privado». En el recibidor, bajo las escaleras y delante de la cocina, hay una puerta cortada por la parte de arriba a fin de seguir la inclinación de las escaleras. Antes no la he visto. La abre. Dentro hay un inodoro, una ducha y un lavabo, los tres a pocos centímetros de distancia. No estoy muy segura de que haya espacio para que pueda caber una persona de pie delante del lavabo si no se cierra la puerta.
—Creo que el adjetivo justo es «monísimo» —dice—. Antes, esto era el armario que había debajo de las escaleras. En realidad, nunca tuve intención de convertirlo en un baño; lo cierto es que en la casa no hay mucho sitio para guardar cosas, y como dormitorio principal tiene su baño propio… —Frunce el ceño, como si le hubiera asaltado un desagradable recuerdo—. Supongo que es una bendición que no ganara la batalla igualmente.
—¿La batalla con quién? —pregunto, pero él no me está prestando atención. Murmura algo que suena como «difusión satisfactoria».
—¿Qué has dicho? —pregunto.
—Difusión estratificada.
—¿Y eso qué es?
Mark Bretherick es un científico. ¿Es posible que este hombre también lo sea? ¿Es por eso que se conocen?
—Baños comunicados. Vacaciones en el extranjero, también. Da igual.
Mueve el arma para zanjar el tema y está a punto de golpearme en la cara. Mark Bretherick me contó que los cadáveres de Geraldine y Lucy fueron hallados en dos baños de Corn Mill House. La puerta de uno de los baños de la casa de este hombre está cerrada con llave. ¿Qué significa eso?
—No lo entiendo.
Le miro fijamente a los ojos, buscando a alguien que hasta cierto punto sea razonable. ¿Cómo puedo convencerlo de que me deje marchar?
—¿Quieres llamar a Nick ahora? —pregunta.
—Sí.
Intento que mi voz no suene como una súplica.
Me tiende mi teléfono.
—No hables demasiado tiempo y no digas ninguna inconveniencia sobre mí. Si lo intentas, me daré cuenta enseguida.
—No lo haré.
—Dile que estás muy ocupada y que no sabes cuándo vas a volver —dice, apoyando la pistola en mi sien.
Nick contesta después del tercer tono.
—Soy yo —digo.
—¿Sal? Pensé que habías olvidado que existíamos. ¿Por qué no llamaste anoche? Les dije a los niños que lo harías… Se pusieron muy tristes.
—Lo siento, Nick…
—¿Cuándo vuelves? Tenemos que hablar de tu trabajo y buscar una solución. Los de Salvar Venecia no pueden esperar que lo dejes todo y salgas corriendo cuando les plazca.
—Nick…
—¡Esto es una locura, Sal! ¿Ni siquiera tuviste tiempo para llamarme? No me sorprende que tus jefes se olviden de que tienes dos hijos… ¡La mayor parte del tiempo tú también te comportas como si no los tuvieras!
Me echo a llorar. Esto es muy injusto. Nick no suele enfadarse casi nunca.
—Ahora no puedo hablar de ello —le digo—. El congelador está lleno de comida para la cena de Zoe y Jake.
—¿Cuándo vuelves?
Escuchar y responder a esa pregunta me resulta tan doloroso como me había imaginado.
—No lo sé. Espero que pronto.
Una pausa.
—¿Estás llorando? —pregunta Nick—. Oye, perdóname por quejarme, pero tener que ocuparme de todo yo solo es una pesadilla. Y…, bueno, a veces me preocupa que tu trabajo acabe por absorber toda tu vida. Hay muchas mujeres que se replantean su situación profesional cuando tienen hijos; quizá deberías reflexionar sobre ello.
Cuento mentalmente hasta cinco antes de responder.
—No. —No, no, no—. No tengo nada que replantearme. Esto ha sido una emergencia. Owen Mellish y yo hemos tenido que dejarlo todo y venir aquí para solucionarla.
¡Vamos, Nick! Piensa. Owen no tiene nada que ver con Venecia… Él trabaja conmigo en SH Silsford. Le he dicho mil veces a Nick que creo que Owen está celoso porque me dieron a mí y no a él el trabajo en Salvar Venecia.
—¿Owen Mellish? —pregunta Nick. Gracias a Dios—. ¿Ese ser repugnante con voz de cazalla?
—Sí.
—Ah vale —dice mi marido, perplejo.
Espero. Lo único que necesito es que me pregunte si algo va mal. Aun cuando no pueda darle detalles, aun cuando solo pueda contestar a sus preguntas diciendo sí o no, eso bastará para alertarle. Y llamará a la policía.
Espero, respirando entrecortadamente, asintiendo con la cabeza para no levantar sospechas, como si Nick me estuviera hablando. La pistola roza mi piel.
—Estupendo —dice Nick al cabo de unos segundos. Algo ha salido mal: su voz no suena preocupada sino divertida—. Mi mujer ha salido zumbando para Venecia con Voz de Cazalla. Escucha, tengo que irme. Llámame esta noche, ¿de acuerdo?
Oigo un clic.
—¡Qué decepción! —dice Mark. El hombre que no es Mark—. Deberías haberte casado con un hombre con una brillante carrera y no con un simple trabajo. Nick jamás lo entenderá.
No puedo hablar ni dejar de llorar.
—Tú raramente necesitas que te consuelen… Eres tan fuerte, tan enérgica y eficaz… Sin embargo, ahora, cuando realmente lo necesitas, Nick te deja tirada.
—¡Basta ya! Basta ya…
Me gustaría llamar a Esther, pero él nunca me lo permitirá. Esther comprendería al instante que estoy en un aprieto.
—¿Te acuerdas de que en Seddon Hall me dijiste que no creías estar hecha para tener una familia?
Infiel. Fui infiel a Nick y a los niños, y ahora estoy siendo castigada por ello.
—Yo no lo creo. —Me pasa un brazo por el hombro, estrujándolo—. Ya te lo dije entonces. El problema es que tú te empeñas en formar parte de la familia equivocada.
—Eso no es verdad…
—Tú eres una esposa y una madre perfecta, Sally. Eso es algo de lo que me he dado cuenta hace poco. ¿Y sabes por qué? Pues porque tú sabes cómo encontrar el equilibrio. Quieres mucho a Zoe y a Jake…, los adoras y los cuidas de forma admirable, pero también tienes una vida y unos objetivos, lo cual te convierte en un excelente modelo a seguir. —Sonríe—. Sobre todo para Zoe.
Intento zafarme de su abrazo. ¿Cómo se atreve a hablar de mi hija como si la conociera y le importara, como si fuera algo que compartiera con él?
—No dejes que Nick te convenza de que te sacrifiques por él a fin de hacerle la vida más sencilla. Hay muchos maridos que obligan a sus mujeres a hacerlo…, pero eso no es sano. —Se mete la pistola en el bolsillo del pantalón y se frota las manos—. Bueno —dice—. La lección ha terminado. Y ahora vayamos a tu habitación para que te instales.