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9/8/07

Yo no tengo nada que ver con esto —dijo Mark Bretherick—. A ustedes les gusta fingir que sí, pero no es así. ¿Sabe qué están haciendo sus hombres excavando en mi jardín?

Bretherick señaló a través de la ventana del salón a los agentes vestidos con monos. Sam Kombothekra, más serio y callado de lo que Simon le había visto nunca, estaba de pie junto a ellos, con las manos en los bolsillos y la espalda encorvada. Simon sabía que el inspector albergaba la esperanza de que no encontraran nada. Kombothekra odiaba todas las cosas desagradables que comportaban un delito: lo violento que era detener a alguien, tener que mirar a un hombre a la cara y decirle que pensaba —o, en la mayoría de los casos, que sabía— que había hecho algo terrible. Y todo eso resultaba si cabe más violento si se trataba de un hombre al que estaba acostumbrado a tratar de una manera muy distinta.

Es culpa suya. Si no hubiese dicho tantas veces aquello de «Mark, sabemos por lo que está pasando», hoy todo le habría resultado menos embarazoso.

—Nuestros hombres harán todo lo posible por reparar los daños le dijo Simon a Bretherick.

—No me refería a eso. Es una metáfora muy sutil la que han orquestado viniendo aquí: parece que están excavando para desenterrar algo, pero lo que están haciendo realmente es enterrar. ¡Ese es su verdadero propósito al remover toda esa tierra!

Finalmente, Bretherick se había cambiado la camisa manchada de sudor que había llevado durante días por otra limpia de color mostaza con gemelos de oro en los puños.

—¿Enterrar qué? —preguntó Simon.

—La realidad de la situación. Se han equivocado en todo, ¿verdad? Y cuando ya no han podido seguir negándolo, han decidido convertirme en el malo de la película porque era más fácil que admitir que yo siempre había estado en lo cierto: que un hombre llamado William Markes, a quien no han sido capaces de encontrar, ha asesinado a mi mujer y a mi hija.

—No somos nosotros los que decidimos quiénes son los malos. Solo buscamos pruebas que los acusen o los exculpen.

El desprecio hizo cambiar la expresión de Bretherick.

—Entonces, dígame, ¿esperan encontrar la prueba de que no he cometido ningún asesinato debajo de una begonia?

—Señor Bretherick…

—En realidad soy el doctor Bretherick, y aún no ha contestado a mis preguntas. ¿Por qué están destrozando mi jardín? ¿Por qué hay agentes de policía en mi oficina, molestando a mis empleados y revisando hasta la última hoja de papel? Es evidente que están buscando las pruebas de que fui yo quien mató a Geraldine y a Lucy. Pues bien, no van a encontrar nada, ¡porque no lo hice!

El día antes, Simon y Kombothekra le habían dicho algo muy parecido a Proust: Bretherick ya había demostrado ser inocente del único crimen que se había cometido hasta ese momento. ¿Por qué estaban allí exactamente?

—Tienes razón, Waterhouse —había dicho Proust por primera vez en su vida. Si Simon hubiera usado un audífono, se lo habría quitado para comprobar que funcionaba bien—. Da gracias por no estar en mi lugar. He tenido que decidir: o pasar por un cretino que se deja convencer para malgastar miles de libras en una historia de gatos muertos, Alfa Romeo rojos y hombres afligidos que cuidan de su jardín cuando no deberían hacerlo o pasar a la historia como el inspector jefe que ignoró una pista importante y no descubrió unos cadáveres enterrados en un invernadero. Unos cadáveres que, y puedes apostar tu pensión de policía, serán descubiertos, cinco años después, por un agente cualquiera mientras da un paseo.

Señor, o hay más cadáveres o no los hay —había señalado Simon—. No se trata de que vayan a estar ahí solo porque nosotros no los busquemos.

Muñeco de Nieve lo miró con los ojos entornados.

—No seas pedante, Waterhouse. Lo peor de los pedantes es que solo hay una forma de responderles, y es con pedantería. Lo que quería decir, y que habría entendido cualquiera que tu viera un cerebro que funcione, es que temo que nuestras pesquisas no nos lleven a ninguna parte. No obstante, también temo que si ignoro la información que había en esa carta anónima…

—Lo comprendemos perfectamente, señor —se apresuró a decir Kombothekra.

Para ser un hombre que no quería problemas, había escogido una profesión muy dada a ellos.

—¿Le dice algo el nombre de Amy Oliver? —le preguntó Simon a Bretherick.

—No. ¿Quién es? ¿Es la mujer que vino ayer, la que se parece a Geraldine?

—Es una niña. El año pasado iba a la misma clase que Lucy.

Simon pudo ver su decepción, que disimuló de inmediato tras una máscara de irritación.

—¿Es que ustedes no escuchan nunca? Era Geraldine quien se ocupaba de todo lo referente a la escuela.

Detrás de Simon se oyó una voz queda que se metió en la conversación.

—¿No sabe cómo se llamaban las amigas de Lucy?

Kombothekra se unió a ellos.

—Creo que había una que se llamaba Uma. Es posible que en un momento u otro las conociera a todas, pero…

Entonces sonó el teléfono.

—¿Puedo cogerlo?

Simon asintió con la cabeza y escuchó a Bretherick lanzando una diatriba que le resultó incomprensible.

—Tiene que ser una transacción cliente-servidor y debe tener boms multinivel —fue su conclusión.

—¿Trabajo? —preguntó Simon, una vez terminó la conversación.

¿Cómo se las arreglaba Bretherick para atender temas profesionales en un momento como aquel?

—Así es. Supongo que habrán pinchado mi teléfono, ¿no? Si quiere que le aclare algo, no tiene más que preguntar.

«¡Maldito gilipollas!», exclamó Simon para sus adentros.

—Las dos fotografías que usted afirma que le robaron… —dijo Simon, decidiendo que había llegado el momento de contraatacar—. Dentro de los marcos, detrás de las fotos de Geraldine y Lucy, había otras dos… Creemos que podrían ser de Amy Oliver y de su madre.

Bretherick soltó el aire lentamente, frunciendo el ceño.

—¿Cómo? ¿Qué quiere decir? Yo… Yo no tenía ninguna fotografía de… No conozco a ninguna Amy Oliver ni a su madre. ¿Quién le ha dicho eso?

—¿De dónde salieron las fotos de Geraldine y Lucy en el refugio de búhos? ¿Fue usted quien las tomó?

—No. No tengo ni idea de quien lo hizo.

—¿Fue usted quien las colocó en los portarretratos?

—No, yo no sabía nada de esas fotos. Un buen día aparecieron sobre la repisa de la chimenea, sin más. Eso es todo.

En general, Simon creía lo que le decía Bretherick, aunque resultaba poco convincente.

—¿Aparecieron sin más?

—¡No en sentido literal! Geraldine debió de enmarcarlas y… Ella hacía todas esas cosas: enmarcaba sus fotos favoritas y los dibujos de Lucy y los colgaba. Vi esas fotos, me gustaron y me las llevé al despacho. Eso es cuanto sé sobre ellas. Pero ¿por qué iba a poner fotos de esa niña, Amy Oliver, y de su madre en los marcos? No tiene ningún sentido.

—¿Sabe si los Oliver eran importantes para Geraldine?

Bretherick respondió con otra pregunta.

—¿Cómo ha conseguido toda esta información sobre esas fotografías? ¿Han encontrado a la mujer que las robó? —Bretherick se inclinó hacia delante—. Si saben quién es, tienen que decírmelo.

—Mark, ¿de qué solían hablar usted y Geraldine? —preguntó Kombothekra—. Ya sabe… Por las noches, después de cenar.

Simon pensó que debía conseguir que el inspector se interesara por las tarjetas de aniversario y las edulcoradas felicitaciones que contenían.

—¡No lo sé! De todo. ¡Qué pregunta más estúpida! De mi trabajo, de Lucy… ¿No están casados?

—Sí.

—No —respondió de inmediato Simon.

No quería quedarse allí sentado esperando que también se lo preguntara a él. Lo mejor era aclararlo de entrada y dejar el asunto zanjado.

Bretherick se quedó mirándolo fijamente.

—Bueno, entonces nunca sabrá cómo se siente un hombre cuando asesinan a su esposa.

Simon pensó que aquello suponía llevar a un extremo la idea de la visión optimista de las cosas.

—Yo sé cómo se llaman todos los amigos de mis hijos y sus padres —dijo Kombothekra.

—¡Bien por usted! —exclamó Bretherick—. ¿Y también sabe cómo diseñar y construir una unidad de refrigeración que red del nitrógeno y que necesitan todos los laboratorios del mundo y que le reportará una fortuna?

—No —contestó Kombothekra.

—Pues yo sí —repuso Bretherick, encogiéndose de hombros—. Todos tenemos nuestros puntos fuertes y nuestros puntos flacos, inspector.

Simon empezaba a sentirse fuera de lugar; aquello no le importaba demasiado.

—Su suegra afirma que en el diario de Geraldine hay algunas inexactitudes —dijo—. Jean no compró a Geraldine una taza con una inscripción de El sueño eterno, por ejemplo. Y Geraldine no se puso furiosa y rompió la taza, acusando a su madre de falta de sensibilidad con respecto a su insomnio.

Bretherick asintió con la cabeza.

—Geraldine no escribió ese diario. Quienquiera que lo hiciese fue también quien la mató.

—Pero usted solo estuvo seguro de eso después de conocer la opinión de Jean, ¿no es así? —Bretherick había preguntado por qué lo consideraban un sospechoso: Simon esperaba que empezara a entenderlo—. Usted leyó el diario mucho antes que Jean… Y me imagino que lo hizo varias veces…

—Muchas. Puedo repetir muchos pasajes de memoria. En una fiesta, sería el invitado más popular. Seguro que todos querrían hablar conmigo.

—¿Por qué no dijo de inmediato: «Esto no ocurrió, esto es mentira, mi mujer no pudo escribirlo»?

Simon miró incómodo a Bretherick, cuyo rostro había perdido el color.

—¡No tergiverse las cosas! Todos ustedes me dijeron que Geraldine había matado a Lucy y luego se había suicidado. No han hecho más que repetir eso. No, el diario no parecía escrito por Geraldine, no tenía nada que ver con ella…, pero ustedes afirmaron que era suyo.

—No estoy hablando de los sentimientos y los estados de ánimo que ella expresó y que usted pensó que tal vez le pudo haber ocultado —dijo Simon—. Me refiero a los hechos: la taza hecha añicos y las cosas que simplemente no ocurrieron.

—¡Yo no sé nada de ninguna taza! ¿Cómo podía saber si eso ocurrió o no? El diario está lleno de… hechos falseados y mentiras. Ya les dije que estaba lleno de errores, que debió de escribirlo otra persona. En él no reconozco la voz de Geraldine, ni sus pensamientos ni su visión sobre nuestra vida. ¿Y eso de llamar Odios a Dios? Nunca oí decir eso a Geraldine o a Lucy; nunca, ni una sola vez.

En la ventana del salón se oyó un golpe; algún miembro del equipo que escarbaba fuera. Kombothekra, que estaba apoyado en el cristal, se dio la vuelta, ocultando a Simon la vista del jardín. Simon se quedó mirando la espalda del inspector, rígida e inmóvil, y se dio cuenta de que fuera no se oía nada. El corazón le dio un vuelco.

—¿Qué pasa? —Bretherick vio la expresión de Kombothekra—. ¿Qué han encontrado?

—Dígamelo usted, Mark —respondió el inspector—. ¿Qué hemos encontrado?

Kombothekra le hizo un gesto con la cabeza a Simon y levantó dos dedos de forma casi imperceptible, imitando el cañón de una pistola imaginaria. O Simon había perdido la capacidad para descifrar las señales o habían encontrado dos cadáveres en el jardín de Mark Bretherick.

Lo que no podía expresar ningún gesto —porque Kombothekra aún no lo sabía— era si se trataba de los cadáveres de Amy Oliver y de su madre. Ahora, un nuevo interrogante encabezaba la lista de Simon: antes que nada, tenía que averiguar la identidad de la autora de la carta anónima.

¿Cómo podía saber tantas cosas esa mujer y cómo coño iba a dar con ella?

—Amy Oliver —dijo Colin Sellers, mirando por encima de la espalda de Chris Gibbs la fotografía de una niña muy delgada y de ojos penetrantes, sentada en una pared y vestida de uniforme.

Hasta ese día, ninguno de los dos subinspectores había pisado la secretaría de una escuela desde los tiempos de su adolescencia, y ninguno de ellos se sentía del todo cómodo. A Gibbs lo odiaban todos sus profesores, y a Sellers, aunque era sociable y simpático, le llamaban la atención a todas horas porque hablaba con sus compañeros en vez de estar atento.

—No era una niña feliz —murmuró Gibbs.

—Mierda. —Sellers bajó la voz para que no pudieran oírlo Barbara Fitzgerald y Jenny Naismith, directora y secretaria, respectivamente, de la Escuela Primaria St Swithun’s. No quería escandalizarlas y suponía que el hecho de trabajar con niños haría que ocurriera con facilidad.

A Sellers no le cayó bien ninguna de las dos. La señora Fitzgerald era mayor, tenía el pelo gris, que le llegaba hasta la cintura, y llevaba unas gafas demasiado grandes para un rostro como el suyo. Jenny Naismith aparentaba su edad, tenía un hermoso rostro y una bonita piel, aunque parecía una mujer demasiado pulcra y meticulosa. Seguro que debía ser muy déspota.

En favor de ambas mujeres, cabía decir que eran muy eficientes. Pocos segundos después de la llegada de Gibbs y Sellers, les habían mostrado las fotografías y habían confirmado la identidad de quienes aparecían en ellas. En aquel momento, la señora Fitzgerald estaba buscando en un archivo la lista de todos los que habían ido el curso pasado a la reserva de búhos del castillo de Silsford. Sellers no entendía por qué tardaba tanto.

—Lo guardamos todo —había dicho Jenny Naismith orgullosamente.

—¿Qué coño pasa? —preguntó Gibbs.

—Nada. Por un momento pensé que ya había oído antes el nombre de Amy Oliver.

—¿Dónde?

—Tranquilo. —Sellers se rio, avergonzado—. Pensaba en Jamie Oliver, de ahí que el nombre me resultara familiar.

—Odio a ese cretino —repuso Gibbs—. Aparece en todos los cortes publicitarios para decirme qué debo comer: «Pruebe a untar el pan con mantequilla. Pruebe las salchichas con patatas fritas». —Gibbs intentaba imitar el acento cockney—. ¡Como si lo hubiese inventado él!

Se escribe de otra manera. —Barbara Fitzgerald dejó de buscar en el archivador—. El apellido de Amy es Oliva. O-L-I-V-A. Es español.

Gibbs echó un vistazo a su bloc de notas.

Entonces es por eso que su madre se llama… —Era incapaz de entender su propia letra—. ¿Cantona? —Era consciente de la presencia a su lado de Sellers, que hacía esfuerzos por no echarse a reír, aunque se dio cuenta demasiado tarde de que había pronunciado el apellido de un jugador de fútbol.

Encarna. —Barbara Fitzgerald no se rio y lo corrigió sin darle importancia, como si se tratase de un error muy común—. Es una abreviatura de Encarnación. Hay muchos españoles que tienen nombres religiosos. Como ya le he dicho, Amy se fue a vivir a España.

La señora Fitzgerald tiene una memoria prodigiosa —dijo Jenny Naismith—. Lo sabe todo sobre los alumnos de la escuela.

Gibbs corrigió el apellido de Amy en su bloc de notas. Evidentemente, eso era algo que desconocía la autora de la carta anónima: ¿acaso no lo había visto nunca escrito? Esther Taylor: así se llamaba la mujer que se había presentado en el St Swithun’s con las dos fotografías. O, al menos, ese era el nombre que había dado a Jenny Naismith. Taylor era un apellido muy corriente, pero Esther era un nombre menos habitual, y si además esa mujer se parecía a Geraldine Bretherick…, bueno, no sería muy difícil dar con ella.

—Esa lista se niega a aparecer —dijo la señora Fitzgerald en tono de disculpa—. Luego la buscaré detenidamente y la dejaré en la comisaría en cuanto la encuentre —añadió, cruzando sus gruesos y bronceados brazos—. En realidad, yo también estuve en esa excursión, y estoy casi segura de que sería capaz de recordar ahora mismo todos los nombres. ¿Quieren que lo intente?

—Sí, por favor —contestó Sellers.

—¿No recuerda por casualidad quién sacó esas dos fotograbas? —preguntó Gibbs—. ¿O quién se las tomó a Geraldine y Lucy Bretherick?

Barbara Fitzgerald negó con la cabeza.

—Todo el mundo sacaba fotos, como suele ocurrir en todas las excursiones.

Aquella era la primera vez que se mencionaba a los Bretherick. La directora no pareció especialmente conmocionada cuando se pronunció el apellido. Jenny Naismith seguía revisando el archivo; Sellers no podía verle la cara.

—¿Qué puede decirnos de Encarna Oliva? —preguntó.

—Trabajaba en un banco de Londres.

—¿Sabría decirme en cuál?

—Sí, el Leyland Carver. Gracias a Encarna, todos los años esponsorizaban nuestra fiesta de primavera.

—¿Tiene las señas de la familia en España?

—Creo que no nos facilitaron su dirección —respondió la señora Fitzgerald—, pero recibimos un correo electrónico poco después de que Amy dejara St Swithun’s. Nos hablaba de su nueva casa en Nerja.

—Nerja. —Sellers tomó nota del nombre—. Supongo que no habrá guardado…

—No, pero recuerdo la dirección —dijo la directora, con expresión triunfante—. Era amysgonetospain@hotmail.com, sin el apostrofe. Mi secretaria y yo hablamos largamente sobre eso. No con Jenny, sino con Sheila, la que tenía antes. El hecho de que faltara el apostrofe me fastidió. Sheila dijo que nunca había visto un correo electrónico con un apostrofe, y yo le dije que si no se podían usar apostrofes, ¿por qué no evitar el problema y usar una dirección que no lo requiera?

—¿Tienen algún ordenador que pueda utilizar? —preguntó Gibbs. Jenny Naismith asintió con la cabeza y lo acompañó hasta su mesa—. Vale la pena intentarlo —añadió, dirigiéndose a Sellers.

—¿Sabe cuál era la antigua dirección de Amy? —le preguntó Sellers a la directora—. Puede que los nuevos inquilinos tengan unas señas para reenviar el correo a los Oliva.

Tal vez —convino la señora Fitzgerald—. Buena idea. Eso sí puedo averiguarlo.

Sellers se sintió aliviado al comprobar que no se sabía la dirección de memoria. De haber sido así, se habría preguntado si aquella mujer no tendría poderes especiales. Cuando se volvió de nuevo hacia él, con una hoja de papel en la mano, la directora tenía un aire más circunspecto.

—Amy…, ¿está bien?

Sellers estaba a punto de darle una respuesta tranquilizadora, pero Gibbs se lo impidió.

—Eso es lo que estamos tratando de averiguar —dijo, sin levantar los ojos del teclado.

—Debemos partir de la base de que se encuentra bien a menos que se demuestre lo contrario, cosa que esperamos que no ocurra —dijo Sellers, sonriendo.

—¿Me lo harán saber apenas lo descubran? —preguntó la señora Fitzgerald.

—Por supuesto.

—Amy me caía bien. Sin embargo, me preocupaba. Era una niña muy brillante, muy apasionada y muy inteligente, pero, como tantos niños sensibles y creativos, a veces tenía reacciones excesivas. Incluso histéricas, en algunas ocasiones. Estoy convencida de que cuando sea mayor será una de esas mujeres que son capaces de crear un ambiente dramático allá donde van. Una vez me dijo: «Señora Fitzgerald, mi vida es como un cuento y yo soy su protagonista». Yo le contesté: «Sí, supongo que sí, Amy». Y ella añadió: «Entonces, eso quiere decir que yo puedo decidir lo que ocurre».

—Belcher Close, número 2, Spilling —leyó Jenny Naismith en la hoja de papel que sostenía la directora—. Esa es la antigua dirección de Amy.

—¿Quieren echar un vistazo al archivo o tienen el Sat Nav?

Sellers se llevó la mano a la boca para disimular una sonrisa. Barbara Fitzgerald había pronunciado el nombre del navegador como si se tratara de una divinidad oriental: su santidad, el venerable Sat Nav.

—Lo encontraremos —dijo.

¿Se estaba fraguando un viaje a España? ¿Y por qué no a Francia? Podría llevarse a Stacey, así practicaría el francés, algo que sin duda le hacía falta. Sellers había estudiado francés en el instituto y sacó un notable en el examen final; tenía claro que Stacey era de esas personas que son negadas para aprender una lengua extranjera. No daba una. Era penosa. Si la hubiese podido llevar a Francia, quizá habría progresado un poco. Tal vez el español fuera más fácil. Tal vez podría convencerla de que cambiara de idioma. Y mejor aún, podría llevarse a Suki a España…

Barbara Fitzgerald le entregó una lista de nombres. Sellers los contó: veintisiete. Fantástico. ¿Le ordenaría Kombothekra que recopilase veintisiete relatos de una visita al refugio de búhos con la esperanza de que alguien recordara quién había sacado determinadas fotografías? Eso sería para echarse a reír. Sellers ya había salido de la secretaría de la escuela cuando recordó que había dejado atrás a Gibbs. Dio media vuelta y regresó.

Jenny Naismith se movía de un lado a otro, detrás de su mesa, demasiado educada para preguntar cuándo podría volver a usar su ordenador. Gibbs había dejado de teclear y estaba mirando fijamente su bandeja de entrada del correo de Yahoo mientras aparecían unas burbujas de saliva en sus labios

—¿Has terminado? —le preguntó Sellers. Cómo derrochar encanto y elegancia, por Christopher Gibbs—. ¿No estarás esperando que te conteste Amy Oliva?, ¿verdad? A esta hora debe estar en la escuela.

—¿Y? Las escuelas de hoy en día compran ordenadores para que jueguen los alumnos, ¿no?

—Lamentablemente, en este país las cosas siguen ese camino —dijo Barbara Fitzgerald desde la puerta—. Al menos en las escuelas públicas. En cuanto a España, no sabría decirle. Sin embargo, no tiene mucho sentido quedarse aquí sentados, esperando. —La directora le dedicó una cálida sonrisa a Gibbs, lo cual dejó muy impresionado a Sellers—. Déjelo e inténtelo más tarde.

Gibbs lanzó un gruñido y soltó el teclado y el ratón.

Cuando regresaban al coche, Sellers dijo:

—Unas palabras muy sabias, querido colega. ¿Es eso lo que te dice Debbie cuando no se te levanta? ¿«Déjalo e inténtalo más tarde»?

—Yo no tengo ese problema —contestó Gibbs, aburrido—. Bueno, ¿y ahora qué?

—Mejor hablamos con Kombothekra —dijo Sellers, sacando el móvil.

—¿Es asiático? —preguntó Gibbs—. Me refiero a Stepford.

—Claro que no, gilipollas. Es medio griego y medio inglés de la alta sociedad.

—¿Griego? Pues parece asiático.

—Inspector, soy yo. —Sellers dirigió una mirada a Gibbs que Barbara Fitzgerald habría calificado de descorazonadora y mortífera—. Hemos confirmado que las fotos son de Amy Oliva y de su madre. El apellido es Oliva: O-L-I-V-A. Las trajo una mujer que dijo llamarse Esther Taylor… ¿Perdón? ¿Qué?

—De acuerdo, inspector. Lo haremos.

—¿Qué cono pasa ahora?

Sellers frotó la pantalla de su móvil con el pulgar mientras pensaba en los globos que sus hijos hinchaban en las fiestas y en algunos restaurantes. Trataban por todos los medios de mantener tensa la cuerda, pero los globos siempre se les escapaban de las manos y acababan elevándose, fuera de su alcance. Lo único que se podía hacer era mirarlos mientras se alejaban a toda velocidad. Así es cómo empezaba a sentirse Sellers con ese caso.

Doble o nada. Él habría preferido nada.

—Corn Mill House, en el jardín —dijo—. Han encontrado dos cadáveres más. Y uno de ellos es de un niño.

—¿Niño o niña? —preguntó Simon, consciente de que esa era una pregunta que solía hacerse en circunstancias más felices.

Él, Kombothekra y Tim Cook, el forense, estaban de pie junto a la puerta del invernadero, lejos del resto de los hombres. Kombothekra no había trabajado nunca con Cook. Simon, en cambio, lo había hecho en muchas ocasiones. Él, Sellers y Gibbs le llamaban Cookie y a veces se tomaban una copa juntos en el Brown Cow. Sin embargo, a Simon le resultaba embarazoso que Kombothekra se enterara de ello y, de todas formas, odiaba aquel apodo, que consideraba poco adecuado para un hombre adulto.

—No estoy seguro.

Cook, que debía ser al menos cinco años más joven que Simon, era larguirucho y tenía el pelo negro y de punta. Simon sabía que salía con una mujer de cincuenta y dos años a la que había conocido en el club de bádminton. Cook podía resultar tremendamente aburrido cuando hablaba de bádminton, pero no solía hablar demasiado sobre esa mujer mayor que él, incluso cuando Sellers y Gibbs le pedían que lo hiciera.

Simon no podía creer que la diferencia de edad no fuese un problema para Cook. Él nunca habría podido tener una relación con una mujer veinte años mayor que él. O, para el caso, con una veinte años más joven. O con cualquier mujer. Alejó de su mente aquella idea, en la que no quería pensar. Se pasaba la mitad del tiempo suplicando que Charlie cambiara de opinión y la otra mitad dando gracias por que hubiera tenido el sentido común de rechazarlo.

—¿No estás seguro? —preguntó Simon, impaciente—. Si esa es la opinión que se espera de un experto, podría haberla dado yo mismo.

—Es una niña. —Sam Kombothekra lanzó un profundo suspiro—. Amy Oliva. Y la mujer es Encarna Oliva, su madre. —Se dio la vuelta, se quedó mirando la tumba improvisada que tenía a sus espaldas y se volvió de nuevo—. Tienen que ser ellas. Aniquilación familiar marca dos. Será una pesadilla mantener alejada a la prensa.

No sabemos nada —señaló Simon. A veces escuchaba frases que se le quedaban grabadas en la cabeza. Aniquilación familiar marca dos—. Sean quienes sean, esto no puede tratarse de un caso de aniquilación familiar. —Odiaba tener que emplear la burda definición del profesor Harbard—. La señora Oliva no pudo enterrar su propio cadáver, ¿no? Ni conseguir que la hierba creciera sobre su tumba, ¿verdad? ¿O está insinuando que fue su marido quien las mató a ambas, el señor Oliva? ¿Cuál es su nombre de pila?

Kombothekra se encogió de hombros.

—Sea cual sea su nombre, su cadáver debe de estar enterrado por aquí cerca, y nuestros hombres van a encontrarlo de un momento a otro. El señor Bretherick mató a los tres miembros de la familia Oliva y también a Geraldine y a Lucy.

Simon deseó que Proust hubiera estado allí para darle su merecido a Kombothekra.

—¿Qué coño está diciendo? Sé que no podemos dejar de acusarlo, pero… ¿Cree de verdad que es un asesino? Pensaba que le caía bien.

—¿Por qué? —le espetó Kombothekra—. ¿Por qué he sido educado con él?

—Yo creo que él es el asesino —terció Cook—. En menos de dos semanas han aparecido cuatro cadáveres en su propiedad.

Ni Simon ni Kombothekra se molestaron en contestar. Simon pensaba en la conmocionada y furiosa expresión de Bretherick mientras era obligado a subir al coche de la policía que para entonces ya le habría dejado en la comisaría. Kombothekra se quedó mirando sus pies y murmuró algo que Simon no fue capaz de descifrar.

—De todas formas, ¿acaso he dicho que el esqueleto adulto fuera el de una mujer? —El forense volvió a su campo, recordándoles a todos que necesitaban su diagnóstico.

—No has dicho nada —dijo Simon, mirándolo fijamente.

Kombothekra levantó la vista.

—¿Está diciendo que el esqueleto adulto pertenece a un hombre? Entonces se trata del padre de Amy.

—No. En realidad, pertenece a una mujer. —La revelación fue acogida en silencio. La expresión de Tim Cook pasó de la vergüenza a la decepción—. La estructura pélvica de un adulto es fácil de identificar. Sin embargo, la de un niño pequeño…

—¿Pequeño? ¿De qué edad? —preguntó Simon.

—Yo diría que tendría unos cuatro o cinco años.

Kombothekra asintió con la cabeza.

—Amy Oliva tenía cinco años cuando abandonó el St Swithun’s, supuestamente para irse a vivir a España.

—Necesito los historiales dentales —dijo Cook—. No hay que atribuir ningún nombre a los cadáveres hasta que no estemos seguros.

—Tiene razón —dijo Simon.

—¿Cuánto tiempo llevan muertos? —preguntó Kombothekra, dejando de lado el encanto y el tacto que habitualmente le caracterizaban.

—A estas alturas es difícil decirlo. Puede que entre doce y veinticuatro meses —contestó Cook—. Hay restos de tendones y ligamentos, aunque no demasiados.

—¿Cómo murieron?

Cook hizo una mueca.

—Lo siento. Si hubiera más tejido blando podría decirlo, pero lo único que tenemos son huesos y dientes. A menos que el arma del crimen haya dejado alguna marca en un hueso… Examinaré a fondo los cadáveres cuando los tenga en la mesa, pero no cuenten con que pueda determinar la causa de la muerte.

Kombothekra pasó junto al forense y se dirigió hacia la casa.

—¿Siempre es así? —preguntó Cook.

—No, nunca.

Simon quería hablar con Jonathan Hey, pero no podía marcharse tan de repente como lo había hecho Kombothekra, dejando plantado a Cook. Cuando había ido a verle a Cambridge, el profesor le preguntó si estaba seguro de que Mark Bretherick no había matado a Geraldine y a Lucy. ¿Qué era lo que había dicho exactamente? Algo sobre que los maridos eran más propensos a matar a las mujeres que no trabajaban y que no tenían ningún estatus social fuera del hogar.

Encarna Oliva, por lo que Simon sabía gracias a la información que Sellers le había proporcionado a Kombothekra, trabajaba en el banco Leyland Carver, un estatus muy alto en términos profesionales y económicos. Aquella mujer debía haber amasado una pequeña fortuna. Su cadáver había sido hallado en el jardín de Mark Bretherick, pero no era su marido.

Nada encajaba. Simon había hecho nuevos descubrimientos, pero tenía la sensación de que todo estaba lleno de incoherencias.

—Será mejor que me ponga a trabajar —dijo Cook—. ¿Por qué hacemos esto? ¿Por qué no somos carteros o lecheros?

—En una ocasión, durante unas Navidades, trabajé dos semanas en una oficina de correos —le contestó Simon—. Me despidieron.

Mientras Cook se dirigía de nuevo a regañadientes hacia las tumbas, Simon sacó el móvil y el bloc de notas. Pensó que aún disponía de un poco de tiempo antes de que volviera Kombothekra. Después de llamar al teléfono del despacho de Jonathan Hey, Simon lo intentó con su móvil. Hey contestó después del tercer tono.

—Soy Simon Waterhouse.

—Simon. —Hey parecía alegrarse de oírlo—. ¿Está de nuevo en Cambridge?

—No, estoy en casa de Mark Bretherick, en Spilling.

—Sí, claro. ¿Por qué iba a estar en Cambridge?

—Hemos encontrado dos cadáveres más en la propiedad… Pertenecen a una mujer adulta y supuestamente a una niña.

—¿Cómo? ¿Está seguro? —preguntó Hey, chasqueando la lengua—. Lo siento, ha sido una pregunta estúpida. Me refería a… ¿Quiere decir que han muerto otras dos personas en la propiedad de Bretherick después de Geraldine y Lucy?

—No, esos cadáveres llevan aquí por lo menos un año —contestó Simon—. A propósito, esta información es totalmente confidencial.

—Por supuesto.

—No, en serio. No debería contarle nada de esto.

—¿Y entonces por qué lo hace? —preguntó Hey—. Disculpe, no quisiera parecer maleducado, yo solo…

—Quiero conocer su opinión. Cuando hemos desenterrado los cuerpos, mi superior dijo: «Aniquilación familiar marca dos». Yo solo me preguntaba si…

—¿Desenterrado? —La incredulidad hizo que la voz de Hey sonara chillona.

—Así es. Estaban enterrados en el jardín. En un campo muy llano que… bueno, ahora ya no lo es tanto…

—Eso es terrible. Es un hallazgo horroroso. ¿Se encuentra bien?

—Evidentemente, no murieron por causas naturales. Los huesos no están cubiertos por ninguna prenda de ropa, de modo que debieron morir así, desnudos, o bien les sacaron lo que llevaban puesto después de muertos.

—Simon, yo no soy policía —dijo Hey, en un tono que parecía de disculpa—. Esto escapa a mi competencia.

—¿De veras? —A los ojos de Simon, aquella parte era la más interesante—. Aún no se ha confirmado nada, pero creemos que los restos que hemos encontrado podrían ser los de una compañera de clase de Lucy y de su madre. —Simon hizo una pausa y luego, enfatizando las palabras, añadió—: Otra mujer y su hija, asesinadas en el mismo sitio… O al menos sus cadáveres han sido hallados prácticamente en el mismo lugar…

—Los cuerpos de Geraldine y Lucy Bretherick fueron encontrados en dos bañeras, ¿verdad?

—Exacto.

—Es decir, que también estaban desnudas.

Simon pensó que se trataba de una buena e interesante observación. No estaba seguro de lo que significaba, pero era sin duda otro punto de conexión entre el primer par de cadáveres y el segundo.

—Supongo que no hay ninguna razón para pensar que las pobres desdichadas que han encontrado hoy también fueron asesinadas en el baño y luego… Simon, no acabo de creerme que estemos manteniendo esta conversación. ¿En qué cree que puedo ayudarlo ahora?

—¿Qué quiere decir con «ahora»?

—Bueno, ahora que queda descartado el familicidio.

—Ah, ¿pero queda descartado? Ese es el motivo por el que le he llamado.

—Nunca he creído, por lo que he leído y por lo que me ha contado Keith, que Geraldine Bretherick matara a su hija y luego se suicidara. Ahora que han descubierto los cadáveres de otra mujer y de otra niña, diría que es prácticamente seguro que la muerte de los Bretherick no es un familicidio cometido por Geraldine Bretherick.

—Entonces, según usted, ¿de qué se trata?

—No tengo ni la más remota idea. Seguramente…, bueno, ¿no podría ser que fuera la misma persona quien hubiera cometido los cuatro asesinatos?

—Eso creo yo, sí.

—Me ha hablado de una compañera de clase de Lucy Bretherick.

—Así es, pero aún debemos confirmar que se trata de una niña.

—Bueno, si resulta ser una niña, eso aseguraría en un noventa por ciento que el asesino es un hombre.

—¿Por qué? —preguntó Simon.

—Porque mata mujeres y niñas. Madres e hijas.

—¿Y una mujer no podría hacer eso?

Hey dejó escapar una risita macabra.

—Al igual que los autores de un familicidio, los asesinos en serie son casi siempre hombres.

—No diga eso.

—¿Qué? —Hey parecía preocupado.

—«En serie». Es una expresión que evitamos en la medida de lo posible.

Simon cerró los ojos. Kombothekra esperaba encontrar el cadáver del padre de Amy Oliva y ahora Jonathan Hey estaba sugiriendo que en cualquier momento podrían descubrir los restos de otra mujer y su hija. Simon no estaba muy seguro de poder considerar tal eventualidad.

—Además…, ¿sería capaz una mujer, físicamente, de excavar una tumba lo bastante profunda para enterrar dos cadáveres? —preguntó Key.

—Una mujer con mucha fuerza sí podría hacerlo —repuso Simon—. De todas formas, si está usted en lo cierto y el responsable de las cuatro muertes es el mismo hombre, ¿no podría tratarse de Mark Bretherick? En ese caso, los asesinatos de Geraldine y Lucy aún podrían considerarse un familicidio.

Al oírse decir eso a sí mismo, Simon se convenció de que se equivocaba. Creía cada vez más en la inocencia de Mark Bretherick.

—Usted me dijo que Bretherick tenía una coartada —dijo Hey—. No obstante, dejando eso a un lado… No. Cuando hablan de familicidio, los sociólogos se refieren a un crimen muy específico, el crimen del que hablamos largo y tendido cuando estuvo en Cambridge. Los hombres que aniquilan a sus familias solo matan a sus mujeres, a sus hijos y, en algunas ocasiones, se suicidan.

—Muy considerado de su parte —murmuró Simon.

—Esos hombres no matan a los compañeros de escuela de sus hijos ni a sus madres. —Hey lanzó un suspiro—. No quiero poner palos en las ruedas, pero no encaja ninguno de los detalles que me ha contado. A ver, a veces hay hombres que en un arrebato causan estragos en un sitio determinado: prenden fuego a una tienda, a un restaurante…, algún lugar público. Matan a desconocidos y luego vuelven a casa y matan a sus familias y se quitan la vida, pero todo eso ocurre en un lapso de veinticuatro horas, setenta y dos a lo sumo. Si los dos cadáveres que han descubierto hoy llevan ahí más de un año… Lo siento, pero eso no cuadra con ningún comportamiento que haya observado hasta la fecha. Los hombres que cometen familicidio no matan primero a dos desconocidos y dejan pasar un año para matar a sus seres queridos. No es así como funciona.

Ya, ya. De acuerdo.

—¿Simon? No debe tomarse al pie de la letra todo lo que le he dicho. No soy psicólogo ni detective.

—Dígame tan solo lo que opina. Usted es inteligente… y eso no abunda.

—A menos que la coartada de Mark Bretherick resulte ser falsa, no creo que ese hombre haya matado a nadie —dijo Hey—. Quienquiera que matara a la primera pareja de madre e hija debe de haber matado también a la segunda. Si yo fuera policía y este fuera mi caso, partiría de esa premisa.

Simon le dio las gracias y prometió visitarlo la próxima vez que fuera a Cambridge. Hey se lo dijo como si Simon se dejara caer al menos una vez por semana por los alrededores del colegio universitario Whewell. Se preguntó si no se trataría de una versión de lo que se daba en llamar «el síndrome de Londres»: los londinenses siempre daban por sentado que debían ser los demás quienes fueran a visitarlos y no a la inversa. En la universidad, Simon había tenido un compañero que siempre hacía eso: «Hace siglos que no nos vemos», decía. «¿Cuándo vas a ir a Londres?». Como si en Londres no hubiera trenes.

Después de despedirse de Hey, Simon fue en busca de Kombothekra. Tim Cook y sus dos ayudantes estaban ocupados, examinando los huesos. Simon rodeó la zona acordonada, preguntándose si sería sensato pensar que, si Bretherick era inocente, tal vez su persona podría ser un objetivo de gran interés para el asesino, quizá incluso su obsesión. Si no, ¿por qué matar a la familia de Bretherick y enterrar dos cadáveres en su jardín?

Kombothekra estaba en la cocina, sentado frente a una enorme mesa de madera, con los brazos extendidos.

—¿Se encuentra bien? —preguntó Simon.

—He estado mejor. He pensado que había que contarle a Proust el punto en el que estamos.

—¿Y qué ha dicho?

La expresión de Kombothekra lo decía todo.

—Las cosas no deberían estar tan mal, pero en cambio han ido a peor —dijo, con voz tranquila.

—¿Cómo?

—Encontrar el esqueleto de un niño. No debería haber sido tan tremendo como fue en el caso de…, bueno, Lucy Bretherick. En fin, eso me impresionó, pero esto… —Kombothekra sacudió la cabeza—. Ver un esqueleto, las entrañas de una persona… Eso te hace pensar en lo que debería estar ahí pero no está. Los esqueletos parecen tan… vulnerables…

—Lo sé.

—Lucy Bretherick estaba muerta, pero aún se podía ver que era una niña.

Simon asintió con la cabeza.

—Sam…

—¿Qué?

—Podría tratarse de dos asesinos distintos. —Incluso un experto como Hey podría estar en un error—. ¿Y si fue Mark Bretherick quien mató a Amy y Encarna Oliva y Geraldine y Lucy fueron asesinadas por venganza?

—¿Por el padre de Amy? —Kombothekra hizo una mueca—. No querría que Proust te escuchara decir eso. Las especulaciones están prohibidas. Lo único que está permitido es descubrir lo que ha ocurrido antes de la noche.

—¿Tan duro se ha puesto?

—No estoy autorizado ni siquiera a pensar que esos dos cadáveres puedan ser los de Amy Oliva y su madre. No solo no estoy autorizado a decirlo, sino que, obviamente, ni siquiera puedo pensarlo. Me ha dicho que es capaz de adivinar si lo estoy pensando en cuanto me vea y, si así es, que «lamentaré este día» —dijo Kombothekra, abriendo y cerrando comillas en el aire.

Simon sonrió.

Los historiales dentales nos sacarán de dudas muy pronto.

—Espero que el forense descubra la causa de las muertes —dijo Kombothekra, señalando el jardín con un gesto—. Surcos en los huesos hechos con un cuchillo o… cualquier maldita marca de algún arma que pueda ser claramente identificada. Estaría bien saber que estaban muertas cuando el asesino las enterró —añadió, levantado los ojos hacia Simon—. No me digas que no se te había ocurrido que tal vez fueran enterradas vivas.

A Simon no se le había ocurrido y ni siquiera pensaba en ello en aquel momento. Apenas había escuchado lo que le había dicho Kombothekra. Una marca de algún arma que pueda ser clara mente identificada… Reflexionó sobre esa idea de nuevo, para cerciorarse de que estaba consciente. En su cabeza empezó a desenredarse una maraña de hechos incomprensibles. Ahora veía las cosas de un modo —el único— según el cual lo aparentemente imposible se convertía en algo totalmente lógico.

Un segundo después salía de la cocina, con el móvil en la mano.