8/8/07
Simon estaba a mitad de una estrecha y tortuosa escalera, preguntándose cómo alguien podía haberla diseñado para que la utilizaran seres humanos, cuando se encontró cara a cara con el profesor Keith Harbard.
—¡Simon Waterhouse! —exclamó Harbard, muy sonriente—. No me diga que usted es quien va a cenar con Jon. Se ha hecho un poco el misterioso.
En el hueco de la escalera, oscuro y con paredes de piedra, el aliento del profesor llenó el aire de un intenso olor a vino tinto. Simon no tenía gran cosa que decir. Aquella escalera no conducía a ninguna parte, salvo a las dependencias de Jonathan Hey. Harbard masticó un par de veces mientras consideraba las implicaciones.
—¿Ha venido a ver a Jonathan para hacerle una consulta?
—Hay un par de cosas que quiero preguntarle.
Simon dijo «quiero» en lugar de «queremos». Trataba de evitar mentir abiertamente. No podía pedirle a Harbard que no mencionara a Kombothekra o a Proust que había estado allí. Mierda. Al menos no había llamado diciendo que estaba enfermo. La reacción de Charlie ante su propuesta de matrimonio había cortado de raíz sus ilusiones de ser sincero en cualquier circunstancia. Si ella le hubiera dicho que sí, hoy se habría sentido tan invencible como ayer. Sin embargo, aquella mañana se había despertado con el estado de ánimo de quien está escarmentado y había decidido no correr ningún riesgo. Había llamado al profesor Hey y le había preguntado si podía ir a Cambridge más tarde de lo acordado, una vez hubiera terminado su turno. «Llámeme Jonathan», le había dicho Hey, y luego había añadido: «Lo siento, no tiene por qué hacerlo. Puede seguir llamándome profesor Hey, aunque si lo prefiere puede llamarme Jonathan». A Simon le pareció demasiado confuso, por lo que decidió no llamarle de ninguna manera.
Hey lo había invitado a cenar en el colegio universitario Whewell después de su reunión. Por algún motivo, Simon no había podido rechazar la invitación, pero estaba sobre ascuas; su madre no le había hecho ningún favor, de eso era muy consciente, repitiéndole durante años que la hora de comer era un momento íntimo y estrictamente familiar. Simon esperaba que el hecho de que Hey no supiera nada de aquel complejo facilitara las cosas.
—Este es un colegio universitario muy curioso. —Harbard extendió las manos para tocar las paredes de piedra. Parecía haber adoptado esa postura para empujar a Simon escaleras abajo—. Comparado con la universidad de Londres, parece que en este sitio se haya detenido el tiempo. Aun así, a Jon le gusta. A mí no me va; yo soy londinense hasta la médula. Y la clase de trabajo que hacemos él y yo…, bueno, no me acostumbraría a estar confinado en un enclave privilegiado. Ese es el problema de Cambridge…
—Será mejor que me vaya —lo interrumpió Simon—. No quiero llegar tarde.
Harbard consultó su reloj haciendo aspavientos.
—Por supuesto —dijo—. Bueno, supongo que ya nos veremos.
A Simon no le gustaba el acento americano del profesor ni tampoco su forma de pedir algo para beber: «¿Podría ponerme una copa de vino tinto australiano? ¿Y podría ponerme también un vaso de agua con gas? ¿Con hielo?». Si Simon hubiera sido la camarera del Brown Cow le habría tomado la palabra a Harbard y le habría indicado el congelador.
Cuando dejó de oír los pesados pasos del profesor, Simon se detuvo y sacó el móvil. Antes de que la imprevista furia de Charlie le hiciera arrepentirse de todo, incluso de lo que no había hecho, su intención era llamar a Mark Bretherick. ¡A la mierda! Lo llamaría. De todos modos, iba a tener problemas, así que era mejor hacer lo que había decidido hacer.
Bretherick contestó después del segundo tono:
—¿Diga?
A Simon le dio la impresión de que había estado aguantando la respiración durante horas.
—Soy el subinspector Waterhouse.
—¿La han encontrado?
Simon notó una incómoda sensación en el pecho, como si tuviera algo en él que tratara de encontrar espacio. Decir que no habría sido engañoso; Bretherick daría por sentado que la policía había estado buscando sin descanso a la mujer que, según él, había robado dos fotografías de Geraldine y Lucy en Corn Mill House. Simon no estaba convencido de que dicha mujer existiera y estaba empezando a dudar acerca del traje marrón supuestamente desaparecido.
—El diario de su mujer —dijo—. Se estaba planteando si debía enseñárselo a su suegra. ¿Qué ha decidido hacer?
—Cambio constantemente de opinión.
—Deje que lo lea —repuso Simon—. Lo antes posible.
Bretherick se aclaró la garganta.
—Eso la matará.
—A usted no lo ha matado.
Bretherick se rio sin ganas.
—¿Está usted seguro?
—Enséñele el diario a la madre de Geraldine.
Simon se quedó asombrado ante sus propias palabras. Una mujer mayor se quedaría destrozada, y posiblemente para no conseguir ningún resultado.
Tras despedirse de Bretherick, Simon subió el resto de escaleras hasta las dependencias de Hey. La puerta exterior, blanca y con el nombre del profesor escrito en letras negras, estaba abierta, al igual que la interior, de madera. Hasta la escalera llegaban los acordes de una canción country: una voz femenina con acento sureño. La letra hablaba de una mujer que estaba esperando a su hombre, un jugador profesional que le había prometido volver, aunque nunca lo hizo. Simon apretó los dientes. ¿Acaso todos los profesores de sociología fingían ser norteamericanos? Por teléfono, el acento de Hay sonaba como el de la gente que habitaba en los condados cercanos. ¿Cómo era posible que alguien de Surrey o de Hampshire escuchara canciones sobre el Bayou o el Misisipi sin sentirse como un cretino?
Simon llamó a la puerta.
—¡Pase! —gritó Hey.
Afortunadamente, había quitado la canción de aquella americana desesperada. Simon entró en una enorme sala de techo muy alto de paredes blancas y con el suelo cubierto por una raída moqueta de color beis con un estampado rojo y negro. El estampado hizo pensar a Simon en caras, concretamente las de los monstruos de Invasores del espacio, el primer y único videojuego al que había jugado. Contra una de las paredes había un sofá y dos butacas de color vino y en la otra una mesa y seis sillas de madera.
No había ni rastro de Hey, aunque Simon sí podía oír su voz.
—¡Estoy con usted en un segundo! —gritó—. ¡Siéntese!
Simon era incapaz de decir si Hey estaba en la cocina o en el piso de arriba. A través de una puerta entreabierta vio una vieja cocina económica con una tapa llena de manchas; le recordó la que tenían en la habitación de la residencia de estudiantes que había compartido con cuatro personas a las que despreciaba profundamente. En el otro extremo de esa misma pared había una puerta que conducía a las escaleras.
Simon no se sentó. Mientras esperaba, echó un vistazo a las estanterías de Hey, todas ellas protegidas por puertas de cristal. Leyó los títulos de algunos libros: Grupos peligrosos y pánico moral, Teoría de los deseos humanos, Sobre las mujeres, Cómo observar las costumbres y principios morales. Al comprobar que nunca había oído hablar de los autores de esas obras, Simon lamentó su ignorancia. Sexista como era, pensaba que, en general, los sociólogos eran hombres, aunque al parecer no era así, como daban a entender nombres como Harriet, Hanna o Rosa.
Una estantería entera estaba dedicada a las publicaciones del propio Hey. Simon echó una ojeada a los títulos; en general, eran variaciones sobre el mismo tema: las palabras «crimen» y «desviación» se repetían sistemáticamente. Quería ver si Hey había escrito algún libro que tratara específicamente de lo que Harbard había dado en llamar «aniquilación familiar». No encontró ninguna. Quizá su aportación al tema se reducía al artículo que había coescrito con Harbard.
En una de las paredes había un póster enmarcado de la película Apocalypse Now. A su lado había otro póster, una viñeta de una mujer negra con un pañuelo en la cabeza que sostenía un bebé; debajo podía leerse: «La mano que mece la cuna es la misma que hundirá el barco». Por motivos que no quería plantearse, la frase irritó a Simon. En las paredes no había nada más, salvo los diplomas de licenciado y de doctor de Hey, ambos enmarcados, y un cuadro muy repulsivo que parecía ser un original: representaba el horrible rostro de un adulto maquillado grotescamente como un payaso y con el gorrito de un recién nacido.
—Ese cuadro.
Hey entró en la habitación. Su rostro era agradable y rollizo, y debía tener unos veinte años menos que Harbard. Simon se fijó en la ropa que llevaba: una camisa y una chaqueta muy elegantes, unos vaqueros desteñidos y unas zapatillas de deporte azules y grises: una combinación más bien extraña.
—Se supone que debía ser una inversión, pero su autor acabó cayendo en el olvido. ¿Quién escribió ese poema que hablaba sobre el dinero? «Lo escuché en una ocasión y luego me dijo adiós». ¿Lo conoce?
—No —contestó Simon.
—Discúlpeme, estoy hablando sin ton ni son. —Hey le tendió la mano—. Encantado de conocerlo. Gracias por haberse tomado la molestia de venir.
Simon le respondió que no tenía importancia.
—Había pensando en ponerme en contacto con usted. Posiblemente no habría conseguido armarme de valor para hacerlo, y habría sido imperdonable por mi parte.
Simon se preparó para recibir información no deseada sobre el sistema de alarmas del colegio universitario o sobre actos vandálicos cometidos contra los coches de los miembros del coro. Montones de ciudadanos pensaban que todos los agentes de la policía deberían estar dispuestos a enfrentarse a toda clase de delitos sin tener en cuenta la geografía. Simon intentó no parecer aburrido antes de tiempo.
—Estoy preocupado por el libro que está escribiendo Keith —dijo Hey, sentándose en una butaca. Simon cambió inmediatamente de opinión con respecto a él— Keith Harbard. Sé que está colaborando con ustedes. De hecho, estuvo aquí poco antes de que llegara. Por enésima vez he intentado convencerlo de que no…
—¿Está escribiendo un libro? —Era la primera vez que Simon oía decirlo—. ¿Sobre la aniquilación familiar?
—Está pensando en presentar el caso de los Bretherick como su principal objeto de estudio.
—Mark Bretherick hará todo lo que esté en sus manos para impedirlo —repuso Simon, esperando que fuera verdad.
Hey asintió con la cabeza.
—Ese es el problema para la gente como Keith y como yo. Analizamos el familicidio y publicamos nuestros estudios. Sin embargo, las mujeres cuyos maridos han asesinado a sus hijos antes de suicidarse no quieren que esos hechos se hagan públicos a través de un libro escrito por algún profesor universitario. Nos consideran unos arribistas que se aprovechan de su desgracia.
—No los culpo por ello —dijo Simon.
Hey se inclinó hacia delante.
—Yo tampoco —respondió—. No obstante, eso no significa que vaya a dejar de estudiar el tema. El familicidio es un crimen horrible, uno de los peores que un ser humano pueda cometer, y por eso es importante que alguien reflexione sobre él.
—Sobre todo si ese alguien consigue progresar en su carrera.
—Yo ya daba clases en la universidad mucho antes de interesarme por los crímenes en el seno de las familias. Yo ya he hecho mi carrera. Analizo el familicidio porque quiero entenderlo y porque me gustaría que no volviera a darse ningún caso. Todos los estudios que he realizado sobre el tema persiguen ese único objetivo.
Simon no pudo evitar sentirse impresionado por la seriedad de Hey.
—De acuerdo. Entonces, usted no está metido en esto para progresar en su carrera. ¿Puede decirse lo mismo de Harbard?
Hey cambió la expresión de su cara. Parecía como si parte de su cuerpo hubiera empezado a dolerle.
—Keith ha sido mi mentor a lo largo de toda mi carrera. Fue el director de mi tesis y la persona que me recomendó para este trabajo. Me acogió bajo sus alas desde el principio. Ya sé que puede parecer un tanto presuntuoso…
—Lo está defendiendo —le interrumpió Simon—. Yo no lo he atacado.
Hey lanzó un suspiro.
—Pero yo estoy a punto de hacerlo, por mucho que deteste hacer algo así. —Hey dudó. Simon intentó no demostrar demasiado interés, una táctica que a veces funcionaba muy bien o que no funcionaba en absoluto—. Temo que esté perdiendo el control.
—¿Perdiendo el control?
Aquello no era lo que Simon esperaba. Consideraba a Harbard como un hombre que controlaba su carrera con una lucidez y una determinación mucho más efectiva que cualquier relaciones públicas.
—¿Puedo ofrecerle algo de beber antes de entrar en materia? —preguntó Hey—. Siento no habérselo ofrecido antes.
Simon negó con la cabeza.
—Lamentaría mucho que Keith se enterara de que yo he… expresado mis reservas. ¿Me puede asegurar que nada de esto llegará a sus oídos?
—Lo intentaré.
—Es un buen tipo. No puedo decir que seamos amigos íntimos, pero…
—¿Por qué no? —le cortó Simon.
—¿Disculpe?
—Ha dicho que lo conoce desde que inició su carrera, que ha sido su mentor… Di por sentado que serían buenos amigos.
—La nuestra ha sido siempre una relación más profesional que otra cosa. No solemos salir mucho…, aunque, a veces, Keith me cuenta algunas cosas de su vida privada. —Hey parecía ligeramente avergonzado—. Bastante a menudo, diría yo.
—¿Y él nunca le pregunta por la suya?
La sonrisa culpable de Hey le dio a entender a Simon que su suposición era correcta.
—Se sabe el título de todos los libros y artículos que he escrito, pero de vez en cuando se le olvida mi nombre y me llama Joshua. Dudo mucho que sepa que estoy casado y que muy pronto seré padre por partida doble.
—¿Gemelos?
Simon se sintió obligado a preguntarlo, consciente, nuevamente, de aquella indiferencia que habitaba en su interior en el espacio que deberían haber ocupado los sentimientos. ¿Habría tenido un hijo? Era una posibilidad que le parecía cada vez más remota.
—¡No, no! —Hey se echó a reír—. Gracias a Dios, uno ya está crecidito; el otro está en camino.
—Enhorabuena.
—No me la dé —dijo Hey, levantando una mano para acallar a Simon—. Lo siento. Soy un poco supersticioso. Aceptar la enhorabuena antes de saber si todo saldrá bien…, ¿comprende? Aún falta mucho tiempo. Dígame, ¿cree en la posibilidad de tentar al destino?
Sí, Simon creía en esa posibilidad. Creía que alguien había tentado al destino —en su nombre y más allá de cualquier capacidad de resistencia— antes de que él naciera. Eso explicaría lo que había sido su vida hasta entonces.
—Siento que tengo una parte de culpa —continuó Hey—. Fui yo quien suscitó el interés de Keith por el familicidio. ¿No se lo ha dicho?
—No.
Simon resistió la innoble tentación de decirle que Harbard nunca había mencionado su nombre.
—Durante un tiempo estudié sobre todo la relación entre el criminal y la sociedad, la rehabilitación social de los criminales, la inclinación a la reincidencia…, esa clase de cosas. Había un tipo, Billy Cass, al que solía ir a visitar a menudo a la cárcel. A través del trabajo, acabas sintiéndote muy unido a esa gente. Bueno, me imagino que en su trabajo le ocurrirá algo parecido.
Simon no dijo nada. Nunca se había sentido unido a la escoria en toda su vida, salvo en un plano físico o geográfico. Y con eso le bastaba y le sobraba.
—Debería de haber dicho cárceles. Billy entra y sale constantemente. Ahora mismo está fuera, pero volverá a estar dentro muy pronto. Para él, la vida consiste en eso. Y ni siquiera le importa.
Simon asintió con la cabeza. Conocía bien el tipo. Billy pensó. William. Sin embargo, el apellido era Cass, no Markes.
—En una de las cárceles en las que estuvo había un hombre al que todos acosaban; lo pegaban y lo torturaban. Incluso los guardias. Estaba allí porque había asesinado a sus tres hijas. Su mujer lo había dejado a él y a sus hijas, y quería vengarse. Mató a sus hijas y después intentó suicidarse, aunque sin éxito. Imagíneselo. —Hey hizo una pausa, observando a Simon para asegurarse de que no había subestimado la gravedad de los actos de aquel padre—. No puede imaginárselo —prosiguió—. Ese hombre no era como Billy; él no quería estar en la cárcel; no quería estar en ninguna parte. Quería morir, lo deseaba de verdad, pero había fracasado en su intento. En la cárcel había intentado suicidarse en muchas ocasiones: con cuchillos, con sogas, con toda clase de cosas. Incluso trató de machacarse la cabeza contra la pared de su celda. De buena gana, los guardias habrían dejado que lo hiciera, pero en un momento dado las cosas cambiaron. Les habían dicho que en aquella prisión ya se habían dado demasiados casos de suicidio, y eso se convirtió en una nueva forma de torturarlo: salvar su vida. —Hey frunció el ceño, bajó los ojos y se quedó mirando sus pies—. Nunca había oído algo tan horrible. Fue entonces cuando comprendí que debía hacer algo al respecto.
Simon frunció el ceño.
—¿No creerá de verdad que el hecho de que usted y Harbard escriban libros y artículos servirá para que dejen de producirse esos casos? ¿O que eso hará menos dolorosa la vida de los supervivientes?
—Evidentemente, no puedo devolver la vida a nadie —repuso Hey—. Sin embargo, puedo intentar comprender, y eso siempre ayuda, ¿no?
Simon tenía sus dudas. ¿Se sentiría mejor si comprendiera por qué Charlie, en respuesta a su proposición de matrimonio, se había echado a llorar, le había gritado obscenidades y le había echado de su casa? Prefería un estado de confusión eterno; había cosas que resultaba demasiado duro afrontar.
—De todos modos, lo apruebe o no —dijo Hey, encogiendo levemente los hombros en señal de disculpa—, Keith y yo decidimos dedicarnos en cuerpo y alma al estudio del familicidio. Eso fue hace cuatro años, y hoy por hoy somos dos del puñado de expertos sobre el tema que hay en todo el Reino Unido. Por lo que sé sobre las muertes de Geraldine y Lucy Bretherick, no encajan en ninguno de los patrones de aniquilación familiar que hemos estudiado en nuestras investigaciones. Ni por asomo.
—¿Cómo? —Simon ya se había metido la mano en el bolsillo para sacar su cuaderno y el bolígrafo—. ¿Está diciendo que no cree que Geraldine Bretherick fuera la autora de esas dos muertes?
—No —contestó Hey inequívocamente.
—Harbard no piensa lo mismo —señaló Simon.
—Lo sé. —Por un momento, Hey pareció afligido—. Por mucho que lo he intentado, no he conseguido hacerlo entrar en razón. Va a escribir un libro engañoso, basado en hechos erróneos, y será culpa mía.
—¿Qué quiere decir?
Hey se frotó la cara con ambas manos, como si se estuviera lavando.
—El familicidio no es como el asesinato: eso es lo primero que tiene usted que entender. La gente comete un asesinato por las más variadas razones; el asesinato es un crimen con un abanico de móviles muy amplio. En cambio, se sorprendería al saber los pocos prototipos que existen en el caso de la aniquilación. Son tan pocos que puedo explicárselos antes de ir a cenar. —Hey consultó su reloj—. En primer lugar, están los hombres que matan a toda su familia: a sus mujeres, a sus hijos y finalmente a sí mismos, porque están arruinados económicamente. No son capaces de enfrentarse a la vergüenza, al sentimiento de fracaso y a la decepción y la desgracia que creen que sentirán sus seres queridos. Así pues, deciden que la muerte es la mejor opción. Se trata de hombres a quienes no solo se ha considerado buenos padres y maridos, sino que efectivamente lo han sido. No son capaces de seguir adelante, porque no pueden soportar la alteración que sufriría su imagen, y no se imaginan una vida para su familia, una vida en la que los suyos ya no van a estar. Así pues, consideran el asesinato como su último acto de amor y protección.
—¿Suelen ser hombres de clase media?
—Exacto. De clase media o media-alta. Ha dado en el clavo.
—No, no lo he hecho. Lo leí en su artículo, el que escribió con Harbard.
—Ah, vale. —Hey parecía gratamente sorprendido—. Vayamos a por el segundo patrón: los hombres como el compañero de prisión de Billy, hombres que matan a sus hijos para vengarse de las parejas que los han abandonado, o de mujeres que están pensando en dejarlos o que les han sido infieles. Normalmente, este tipo de familicidio suele darse en el otro extremo de la escala social: se trata de hombres con sueldos muy bajos y que suelen realizar un trabajo mecánico, en el caso de que lo tengan.
—Lo dice como si hubiera un montón de casos entre los que escoger, cuando en realidad debe tratarse de un crimen que raramente se comete.
—En el Reino Unido se da un familicidio cada seis semanas. No es un crimen tan raro como usted pudiera pensar. —Hey empezó a pasear por la habitación, recorriendo de una punta a otra la alfombra de Invasores del espacio—. En algunas ocasiones, este segundo prototipo, el del hombre vindicativo, también asesina a su mujer. Los hijos y la mujer o la pareja. Depende de si cree que matar a su esposa es mejor, como venganza, que dejar que viva después de haber matado a los hijos. Si hay otro hombre implicado, puede que no quiera que su rival le ponga las manos encima a la mujer que él considera como de su propiedad, del mismo modo que no quiere que sus hijos acaben llamando «papá» a otro hombre. A veces quiere poner fin a la descendencia de su mujer o su pareja: no quiere que quede nada de ella, y ese es el motivo por el que tiene que matar también a los hijos, a sus propios hijos.
—Siempre habla de hombres. ¿Son siempre hombres los que exterminan a sus familias?
—Casi siempre. —Hey se apoyó en el brazo de la butaca—. Tradicionalmente, cuando lo hace una mujer suele ser por motivos muy distintos. Las mujeres no matan a sus hijos para evitar una bancarrota. Hasta ahora, no nos consta que tal cosa haya ocurrido, ni siquiera en una ocasión. Y el familicidio por venganza es típicamente masculino, no femenino. La razón es muy sencilla: incluso en nuestra sociedad, donde supuestamente impera la igualdad entre los sexos, aún se sigue considerando a los hijos como algo que pertenece más a la mujer que al hombre. Él los mata porque así cree estar destruyendo algo que le pertenece a ella. Hay muy pocas mujeres que crean que sus hijos pertenecen más a sus maridos que a ellas, de modo que estarían destruyendo su bien más preciado. ¿Entiende lo que quiero decir?
—Entonces, cuando son las mujeres quienes cometen ese crimen, ¿por qué lo hacen? —preguntó Simon—. ¿Por qué sufren una depresión?
Hey asintió con la cabeza.
—Keith me habló del diario que había dejado Geraldine Bretherick y me dijo que de él se desprendía una profunda insatisfacción. De todos modos, no puedo asegurar que estuviera deprimida. En cualquier caso, no sufría alucinaciones, y la mayoría de las madres que matan a sus hijos suelen tenerlas. Normalmente tienen un historial depresivo que se remonta a su infancia y que muy a menudo está relacionado con un ambiente familiar desastroso y la ausencia de una red de relaciones capaces de proporcionar apoyo.
—¿Qué clase de alucinaciones? —preguntó Simon.
Estaba pensando en William Markes, un hombre al que nadie había sido capaz de encontrar.
—De todo tipo. Algunas mujeres creen que ellas y sus hijos padecen una enfermedad mortal —explicó Hey—. El asesinato y el suicidio son sus válvulas de escape para evitar un sufrimiento prolongado. En realidad no están enfermas, aunque están totalmente convencidas de ello. Y también hay mujeres con tendencias suicidas y que protegen tanto a sus hijos, están tan unidas a ellos, que no son capaces de quitarse la vida sin acabar también con la de ellos: para esas mujeres, eso sería como abandonarlos.
Simon escribió todo lo que decía Hey.
—No he visto el diario de Geraldine Bretherick, pero Keith lo resumió y me leyó algunos pasajes. Está lleno de quejas sobre su hija, ¿no?
—Sí —respondió Simon.
—Las mujeres que matan a sus hijos y luego se suicidan no expresan sentimientos negativos sobre ellos. Su motivación es el amor, aunque ese amor sea retorcido. No actúan por resentimiento. Al menos eso es aplicable a todos los casos que conozco.
—Entonces… —Simon se golpeó la pierna con el bolígrafo, pensativo—. Harbard debería de saber todas estas cosas, y aun así está convencido de que Geraldine Bretherick…
—Está convencido porque quiere estarlo. —Hey mostró de nuevo una expresión afligida—. Es culpa mía.
—¿Qué quiere decir?
—Hace un tiempo se dio un caso en Kenilworth, Warwickshire… Un hombre cuyo imperio económico se estaba viniendo abajo. Debía millones de libras. Sin embargo, su mujer y sus cuatro hijos adolescentes, que no tenían ni idea del problema, seguían utilizando las tarjetas de crédito, hacían reservas para irse de vacaciones, compraban coches, dando por sentado que disfrutaban de una situación privilegiada. La mujer no trabajaba, porque pensaba que no tenía por qué hacerlo. Creía que su marido era un hombre rico.
—¿Los mató a todos? —aventuró Simon.
—Los apuñaló mientras dormían y luego se colgó. Su identidad se hizo añicos cuando se vio obligado a enfrentarse a su incapacidad para mantener a su familia. Una noche que yo había bebido un poco y hablé del caso con Keith… Bueno, dije que era cada vez más frecuente que la mujer ganara más dinero que el marido. Y no solo eso, sino que era ella quien administraba la economía familiar. Me estaba preguntando en voz alta, y créame, ojalá no lo hubiera hecho, si un día empezaríamos a oír hablar de casos de mujeres que mataban a sus maridos y a sus hijos por la misma razón.
—¿Y cree que tal cosa es posible? —preguntó Simon.
—¡No! —Hey parecía confuso, como si estuviera en un aprieto—. No pienso eso. Si se tratase de algo que fuera a ocurrir, ya habría ocurrido. Esa es mi opinión. Solo estaba… haciendo hipótesis sin fundamento. Sin embargo, a Keith se le iluminaron los ojos. Me dijo que estaba seguro de que yo tenía razón: iba a empezar a ocurrir. Parecía… Casi tuve la impresión de que él deseaba que ocurriese. No, decir eso es horrible, por supuesto que no lo deseaba. Sin embargo, diría que se quedó con la idea. Las mujeres siempre han asumido todo el peso de las tareas domésticas, decía. Lo cual es cierto, incluso en una sociedad como la nuestra, que se precia de ser progresista. Las mujeres se ocupan del hogar y de los hijos, y a menudo ven al marido como otro hijo más, alguien de quien tienen que cuidar. Antes eran los hombres quienes solían ganar el sustento de la familia, pero incluso eso está cambiando. Las mujeres de hoy en día quieren trabajar fuera de casa, lo cual significa que para los hombres todo resulta más fácil. Es cada vez más frecuente que nos casemos con mujeres que ganan más que nosotros… —Hey se interrumpió en seco—. Dígame, ¿está casado? —preguntó.
—No.
La palabra resonó en los oídos de Simon.
—¿Tiene novia?
—Sí.
Contestar con otro «no» habría sido demasiado difícil.
—Su novia, ¿gana más o menos dinero que usted?
—Más —repuso Simon—. Es inspectora.
—Mi mujer solía ganar más que yo. Su sueldo era vergonzosamente más alto que el mío, que en comparación era el chocolate del loro. —Hey sonrió—. Desde un punto de vista masculino, no me importaba. ¿Y a usted?
—No.
Pero a Simon sí le importaba. Solo un poco, pero así era.
—A menudo eso suele cambiar cuando tienes hijos. Ahora soy yo el único que aporta dinero a la familia. —Por su forma de decirlo, parecía que Hey se sintiese culpable—. En cualquier caso, las mujeres, por naturaleza, son más protectoras que los hombres. Más que delegar responsabilidades en sus maridos o sus parejas, suelen cargarlas en sus espaldas; con mucha frecuencia piensan que los hombres no serían capaces de arreglárselas tan bien como ellas. Además, quieren que todos sean felices, aunque sea a costa suya. Ya sabe, la mentalidad del mártir, esa de: «¿He hecho lo suficiente por ti, cariño?».
Simon no tenía ni idea de qué estaba hablando Hey.
—En cambio, los hombres, y estoy generalizando de nuevo, tienden a desear solo su propia felicidad. Sin duda alguna, somos mucho más egoístas.
—Salvo los que están tan desesperados por no poder mantener a sus familias que acaban asesinándolas —le recordó Simon.
—Oh, sí, pero es su ego lo que les importa realmente, no sus mujeres o sus hijos. Eso es obvio, puesto que acaban matándolos. Y esa es la razón de que, en última instancia, no crea que las mujeres empezarán a cometer familicidios con la misma frecuencia que los hombres. A ellas les preocupan más sus familias que su vanidad.
—Tiene un bajo concepto de los hombres —observó Simon, admirado y al mismo tiempo molesto ante la sinceridad de Hey.
Hey sonrió, avergonzado.
—Pienso en voz alta y eso causa polémica. Todo lo que le dije a Keith fue que me preguntaba si tarde o temprano nos encontraríamos casos de mujeres cuyos imperios económicos se desmoronaban y que, antes que admitir que no eran capaces de cuidar adecuadamente de sus familias… —Hey se mordió el labio—. Dos semanas después, Keith había escrito un artículo en el que pronosticaba más casos de familicidios cometidos por mujeres por motivos económicos.
—Y entonces encontraron muertas a Geraldine y Lucy Bretherick. —Simon se levantó; no conseguía seguir sentado cuando no paraba de dar vueltas a la cabeza—. Lo que me está diciendo es que Harbard está utilizando nuestro caso. Quiere aprovechar a Geraldine Bretherick para demostrar que estaba en lo cierto.
Hey asintió con la cabeza. Se había ruborizado.
—Pero yo no lo creo —dijo—. Geraldine Bretherick era una madre a tiempo completo, un ama de casa. No tenía ninguna responsabilidad económica y sabía que su marido era un hombre rico y que probablemente acabaría ganando mucho más dinero. Así pues, el prototipo número uno se va al traste. Y en cuanto al patrón de la venganza, según Keith no hay ninguna prueba de que Mark Bretherick fuera a abandonarla o de que estuviera con otra mujer.
—Exacto —confirmó Simon.
Hey levantó las manos.
—Yo no lo veo. Me he cansado de repetirle a Keith que ninguna de las predicciones que hizo en su artículo puede aplicarse a este caso, ni una sola, pero él insiste en que tiene razón: pronosticó que habría más mujeres que matarían a sus hijos y Geraldine Bretherick lo ha hecho. Eso es lo que él cree; parece decidido a ignorar los detalles del caso. ¡Es como si todos los estudios que hemos hecho a lo largo de todos estos años se hubiesen esfumado!
Simon levantó la vista de sus notas.
—Lo siento —farfulló Hey—. Mire, no es en mi carrera en lo que estoy pensando. Me siento responsable. Soy uno de los pocos hombres de este país que sabe tanto como Keith sobre este tema. Y ahora que le he dado mi opinión…, bueno, al menos la policía sabrá que existe otro punto de vista.
—Me ha sido de gran ayuda —dijo Simon.
Hey consultó su reloj.
—Será mejor que bajemos a cenar.
Simon no tenía apetito.
—Preferiría declinar su invitación, si no le molesta —dijo—. He tenido un día muy duro y mañana también lo será. Sería mejor que me fuera.
—¡Oh! —Hey parecía decepcionado—. Bueno, como quiera. No tenemos por qué hablar de todo esto. No quiero que piense que mi conversación se limita a…
—No se trata de eso —repuso Simon—. Debería regresar a Spilling. En serio.
Hey lo acompañó hasta la puerta.
—Si Geraldine no lo hizo… —dijo—. Disculpe, estaba pensando otra vez en voz alta.
Simon se detuvo en lo alto de las escaleras.
—No tenemos más sospechosos. Esa es la razón de que en nuestro equipo hayan acogido con tanto entusiasmo a Harbard y sus teorías.
—¿Y el marido? —preguntó Hey.
—Tiene una coartada —contestó Simon—. Y tampoco tiene ningún móvil. Eran una pareja feliz. Bretherick no escondía a otra mujer.
—Quiero decirle algo. —Hey frunció el ceño—. Me preocuparía que se fuera sin habérselo comentado. Cuando un hombre mata a su mujer…, bueno, en la mayoría de los casos ellas no trabajan o no tienen un papel fuera del hogar. Es muy extraño que un marido mate a su mujer o a su pareja si él la considera como un igual, alguien a quien, aparte de él, valore otra gente.
Simon reflexionó sobre eso mientras se dirigía hacia su coche. Pensó que ya era suficiente hacer que las mujeres embarazadas que trabajaban fuera de casa dieran a luz en los consejos de administración. Geraldine Bretherick estaba bien considerada por sus amigos, pero ¿la querían? ¿La necesitaban? Cordy O’Hara habría seguido adelante con su vida sin su ayuda. Estaba su madre, por supuesto, pero pensaba que Hey habría dicho que en aquel contexto no contaba.
Aparte de Mark, o quizá incluso más que Mark, seguramente era Lucy Bretherick la persona que más apreciaba y necesitaba a Geraldine. Y Lucy también estaba muerta.
Cuando Charlie le abrió la puerta a su hermana, lo primero que vio fue que Olivia sostenía en la mano lo que parecía un libro enorme, aproximadamente de las dimensiones de la guía telefónica de Spilling y Rawndesley. Olivia lo levantó: era el catálogo de primavera-verano 2007 de Laura Ashley.
—Antes de que empieces a protestar debes saber que los precios son muy razonables. Te sorprenderás. Sé lo tacaña que eres y ya sabes que yo no me conformo con ropa de segunda mano. Laura Ashley es perfecta… Una diseñadora al alcance de todos los bolsillos.
Charlie esperaba que Liv se diera cuenta de que tenía la nariz roja y los ojos hinchados, pero su hermana pasó a toda prisa junto a ella en dirección al salón. Se detuvo a la altura del radiador y echó un vistazo a las manchas de yeso que había a su alrededor.
—Yo ya sé lo que haría —dijo Olivia—. Le he dado muchas vueltas y he traído unas cuantas telas y muestras que me gustan. Pero, evidentemente, eres tú quien debe elegir…
—Liv. Paso de las telas.
—… sin embargo, casi insistiría en un papel pintado Allegra Gold para el vestíbulo y una moqueta de color nuez con tejido de esterilla. Y para el salón, un sofá y dos butacas Burlington de cuero envejecido. No creas que Laura Ashley solo tiene diseños en cretona y estampados de flores para solteronas que viven en el campo. También tiene cosas más serias. Cualquier cosa, literalmente, y lo mejor de comprarlo todo en el mismo sitio es que luego ellos vienen y…
Charlie dio un empujón a su hermana y subió al piso de arriba. Cerró de golpe la puerta de su habitación y se apoyó contra ella. Solterona. Eso era ella, y siempre lo sería. Oyó los jadeos de Liv mientras subía las escaleras; seguramente era el mayor ejercicio que había hecho en años. Charlie se acercó a la ventana sin cortinas. Agarró uno de los extremos de la guía y lo arrancó de la pared. Perfecto. Ahora Liv no podría colgar ninguna cortina de Laura Ashley.
—¿Char?
Un golpecito en la puerta: Olivia intentando no parecer una intrusa.
—Mira, si no quieres que me meta, ¿por qué no te ocupas tú misma de la decoración? No puedes vivir eternamente con los suelos así.
—Está de moda —contestó Charlie—. Las alfombras no molan, los suelos de madera sí.
Olivia abrió la puerta de la habitación de par en par. Su cara hacía juego con su jersey de color rosa.
—Los que han sido lijados y pulidos, sí. Pero no estos. ¡Ni siquiera tienes una cama!
—Tengo un colchón. De matrimonio.
—Vives como… ¡como alguien que estuviera planeando un acto terrorista en una casa llena de ocupas! ¿Te acuerdas de aquel tipo que llevaba los explosivos en el zapato, aquel chalado tan feo de pelo largo y nariz de patata que intentó hacer estallar un avión? ¡Apuesto a que su dormitorio era más agradable que el tuyo!
—No estoy bien, Liv. Por eso te he dicho que vinieras, no para hablar de suelos. O de terroristas.
—Ya sé que no estás bien. Hace un año que no estás bien, y ya me he acostumbrado a ello. —Liv lanzó un suspiro—. Mira, ya sé por qué has puesto la casa patas arriba y entiendo que ahora no tengas el estado de ánimo para decorarla. Me encantaría hacerlo por ti. Sinceramente, creo que te sentirías mejor si…
—¡No, no me sentiría mejor! —gritó Charlie—. No me sentiría mejor aunque tuviera un Allegra Burlington para sentarme, ¡sea lo que sea eso! Y esto no tiene nada que ver con lo que ocurrió el año pasado… ¡Nada! ¿Crees que es por eso por lo que estoy de los nervios?
Olivia miró a derecha y a izquierda, como si le hubiese hecho una pregunta con trampa.
—¿No es por eso?
—¡No! Es por Simon. Le quiero. Me ha pedido que me case con él y le he echado de casa a gritos.
—Ah, muy bien.
Olivia pareció relajarse.
—Sí, muy bien. ¿Qué aburrido, no? Simon Waterhouse otra vez.
—Bueno, pensaba que… Por lo que me dijiste por teléfono pensé que habías reaccionado bien. Él te lo pidió y tú dijiste que no…
—¡Pues claro que dije que no! ¡Estamos hablando de Simon! Si hubiera aceptado, ahora sus sentimientos ya se habrían enfriado con respecto al momento en que me lo había propuesto. Y en el momento en que anunciáramos nuestro compromiso, se habrían enfriado un poco más. Y en cuanto entráramos en la habitación del hotel, durante la luna de miel…, ¡ja! ¡Entonces yo sería el centro de sus peores pesadillas!
Olivia entornó los ojos.
—Me temo que se me escapan algunos detalles de vital importancia —dijo—. Simon ni siquiera te ha llevado a cenar fuera ni en una sola ocasión. ¡Ni siquiera os habéis besado!
Charlie murmuró una evasiva. Había besado a Simon —en la fiesta del cuarenta aniversario de Sellers, poco antes de que él decidiera que después de todo no estaba interesado y la rechazara de la forma más humillante y teatral que se le ocurrió—, aunque nunca se lo había contado a Olivia. No pudo hacerlo en ese momento, y ahora tampoco podía. No soportaba pensar en aquella fiesta.
—Siente una pasión fetichista por la tragedia —dijo Charlie—. Se compadece de mí por lo que ocurrió el año pasado.
—Y también de tu habitación, que parece la de ese terrorista —le recordó Olivia.
—¿No te parece algo inconcebible que esté enamorado de mí? Y por motivos equivocados. —La voz de Charlie se quebró—. Y si lo está y yo le digo que sí, dejará de estarlo. No de inmediato, pero dejará de estarlo —concluyó, con un gemido.
—Char, estás… Por favor, dime que no estás pensando en aceptar.
—¡Por supuesto que no! ¿Por quién me tomas? ¿Crees que me he vuelto loca?
—Estupendo. —Olivia estaba satisfecha—. Entonces no hay ningún problema.
—¡Oh, dejemos el tema! Será mejor que te vayas.
—Pero te he traído muestras de telas…
—Tengo una idea: ¿por qué no te metes tus muestras por el culo y te largas a Londres?
Charlie se quedó mirando fijamente a su hermana, dispuesta a no parpadear, no fuera que perdiera la batalla si cerraba los ojos. Olivia sostuvo su mirada.
—No voy a ir a ninguna parte sin que al menos hayas echado un vistazo al huevo de pato de Villandry —dijo, en un tono de voz frío y digno—. Es de terciopelo. Mira, tócalo. Lo dejaré junto a la puerta cuando me vaya.
¿Qué se suponía que podía decirle Charlie?
El sonido del teléfono le evitó el esfuerzo de tener que tomar una decisión.
—¿Diga? —contestó Charlie, con una voz falsamente jovial.
—¿Charlie? Soy Stacey Sellers, la mujer de Colin Sellers.
—Ah.
Joder, joder, joder. Eso solo podía significar una cosa. Stacey había descubierto lo de Suki, la amante de Sellers, y quería que ella le confirmase lo que ya sabía. Charlie había temido aquel momento durante años.
—Ahora no puedo hablar, Stacey. Estoy ocupada.
—Quería saber si podría pasarme por tu casa un día de estos. Tengo que enseñarte algo.
—Ahora no es un buen momento… —repuso Charlie.
Puede que hubiese sido un poco brusca, pero ¿y mentir? Ni hablar.
—Lo siento —dijo, colgando el teléfono y olvidándose al instante de Stacey Sellers.
—Era Laura Ashley —le dijo a Olivia—. Quería pasarse por aquí para traerme más muestras. Dice que las que te has llevado no sirven.
—Tú espera a tocar el huevo de pato de Villandry. Es divino.
—Estaba bromeando. Perdóname si la he tomado contigo.
—No pasa nada —contestó Olivia, desconfiando del intento de su hermana por parecer razonable cuando todo apuntaba a lo contrario—. Mira, te entiendo; te entiendo perfectamente. A ti te gustaría poder decirle que sí a Simon, ¿verdad?
—En un mundo ideal. —Charlie lanzó un suspiro—. En circunstancias completamente distintas.
Entonces sonó el timbre de la puerta. Charlie cerró los ojos.
—Stacey —dijo.
—¿Quién?
—¿Cómo es posible que haya llegado en tan poco tiempo?
Charlie bajó las escaleras y abrió la puerta, preparada para repeler cualquier tipo de pregunta o consejo. Sin embargo, no era Stacey; era Robbie Meakin.
—Ah, hola —dijo Charlie—. ¿No se suponía que tenías un permiso de paternidad?
—He tenido que interrumpirlo —repuso Meakin—. Me estaba volviendo loco. Tenía que estar con el niño y no podía dormir como Dios manda…
—Así aprenderás. —Charlie sonrió. Resultaba tranquilizador saber que las vidas de los demás eran tan complicadas como la suya—. Aunque me temo que no puedes quedarte a vivir aquí.
Meakin se echó a reír.
—Te pido disculpas por presentarme a estas horas —dijo—, pero pensé que deberías ver esto inmediatamente. Alguien lo dejó personalmente esta mañana en la central.
Meakin le tendió a Charlie una hoja de papel doblada. Era pequeña y habían aprovechado todo el espacio para escribir. Parecía haber sido arrancada de un cuaderno.
—Por cierto, ¿cómo está el bebé? —preguntó Charlie, mientras desdoblaba el papel.
—Muy bien. Siempre tiene hambre y no para de llorar. Los pezones de mi mujer parecen dos costras enormes de sangre coagulada. ¿Eso es normal?
—No sabría decir. Lo siento.
—Es normal —gritó Olivia desde lo alto de las escaleras—. Dile que tenga paciencia; con el tiempo volverán a ser como antes.
—Mi hermana —explicó Charlie, en un susurro—. No tiene ni idea.
Meakin sonrió.
—Bueno, yo me voy. Pensé que debía darte esto lo antes posible. Me dijeron que también habías recogido la última.
—¿La última?
—La carta. La que hablaba de Geraldine y Lucy Bretherick. ¿No es así?
Charlie asintió con la cabeza.
—Yo ya no estoy en el departamento de investigación criminal, Robbie.
—Lo sé, pero… ¿Sabes que has sido la única que mandó una tarjeta de felicitación y un regalo para el bebé? Waterhouse no lo hizo. Y Sellers y Gibbs tampoco, por supuesto.
—Son hombres, Robbie. Dime, ¿tú mandas tarjetas?
Meakin se sonrojó.
—A partir de ahora lo haré, inspectora.
Charlie suspiró y empezó a leer la nota. Era más interesante de lo que esperaba. Un poco histérica, pero interesante.
De pronto, quería que Meakin se marchara. Quería leer el resto de la carta. La estudió con los ojos de Simon, incapaz de emitir un juicio propio, independientemente del que habría emitido Simon.
—Fui yo quien compró y mandó ese regalo —dijo Olivia, enfadada, una vez Meakin se hubo ido—. ¿Y acaso me lo ha agradecido alguien?
—Pásame el teléfono, Liv.
Charlie extendió el brazo, sin levantar los ojos de la carta. Ignoró los profundos suspiros de su hermana y llamó al departamento. Fue Proust quien respondió después del primer tono.
—Soy yo, señor. Charlie. Tengo otra carta sobre los Bretherick. También es anónima, pero mucho más detallada que la primera. Tiene que verla.
—¿Y a qué está esperando, inspectora? Tráigala. Otra cosa, inspectora.
—¿Señor?
—Cancele cualquier plan que tenga para esta noche.
—El único plan que tenía era dormir a pierna suelta. Mi turno acabó a las siete.
—Pues cancele ese plan. La necesito aquí; tiene que echarme una mano. Dígame, ¿le parece que yo esté durmiendo?
—No, señor.
—Exacto —dijo Proust. Parecía muy satisfecho por haberse salido con la suya de una forma tan contundente.
A quien esté investigando las muertes de Geraldine y Lucy Bretherick:
Ya les he escrito anteriormente, informándoles de que Mark Bretherick puede que no sea quien dice ser, Acabo de encontrar un gato muerto junto a una de las ruedas de mi coche, con la boca tapada con cinta adhesiva. Quienquiera que lo haya dejado allí, también me ha pinchado las ruedas. Creo que estoy en peligro y que se trata de una advertencia. Hace dos días alguien me empujó bajo las ruedas de un autobús en el centro de Rawndesley, y ayer me siguió un coche…, un Alfa Romeo rojo cuya matrícula empezaba por Y.
El año pasado en un hotel conocí a un hombre que afirmó ser Mark Bretherick, aunque puede que su verdadero nombre sea William Markes. Quizá fuera el conductor del coche que me siguió.
En Corn Mill House encontré dos fotografías, una de una niña vestida con el uniforme de la escuela St Swithun’s y otra de una mujer. Estaban escondidas detrás de otras dos fotografías enmarcadas de Geraldine y Lucy Bretherick que encontré dentro de una bolsa de basura. Mark Bretherick iba a tirarlas. Las cuatro fotos fueron tomadas en la reserva de búhos que hay en el castillo de Silsford. Jenny Naismith, la secretaria de la directora del St Swithun’s, es quien tiene esas fotografías. El pasado curso, en la clase de Lucy Bretherick, había una niña llamada Amy Oliver… Puede que las fotos sean de ella y de su madre.
Hablen con la mujer que solía ser la canguro de Amy: su número de teléfono es el 07968563881. Tienen que averiguar si Amy y su madre siguen vivas. Y también su padre. Consigan toda la información que puedan sobre la relación que mantenían los Bretherick con la familia Oliver. Puede que Cordy O’Hara, la madre de Oonagh, que era la mejor amiga de Amy y Lucy, sepa algo. Hablen con Sian Toms, una ayudante de los profesores del St Swithun’s: Busquen más cadáveres en Corn Mill House y sus alrededores; cuando fui a la casa Mark Bretherick estaba en el jardín, con una paleta en la mano. ¿Quién se pondría a arreglar el jardín cuando su mujer y su hija acaban de morir? Busquen también en la empresa y en todos los sitios a los que tiene acceso. Pregúntenle por qué ocultó fotos de la señora Oliver y de Amy detrás de las de su mujer y su hija.
Jean Ormondroyd, la madre de Geraldine Bretherick, era una mujer bajita de cuello muy largo y hombros caídos. Llevaba el pelo largo, rizado en las puntas, y le enmarcaba el rostro como si se tratara de dos cortinas. Desde el sitio donde se había sentado, junto a la pared, Charlie solo podía ver sus cabellos y de vez en cuando la punta de su nariz. Jean miraba a Proust y a Sam Kombothekra y solo se dirigía a ellos. Nadie le había presentado a Charlie y ella tampoco había preguntado quién era.
—Me gustaría que le contara al inspector jefe todo lo que me ha dicho, Jean —dijo Sam—. No se preocupe si cree que se repite. Es justo lo que quiero que haga.
—¿Dónde está Mark?
—Está con los subinspectores Sellers y Gibbs. No se irá sin usted.
Charlie no tuvo que preguntar a Sam la importancia que habían dado a esa nueva información; Proust nunca presenciaba los interrogatorios, salvo en caso de emergencia. Si alguien que no era Geraldine Bretherick había cometido dos asesinatos en Corn Mill House el día 1 o 2 de agosto, había contado con seis o siete días para borrar sus huellas; seis o siete días durante los cuales la policía había creído que la asesina les había ahorrado mucho trabajo suicidándose. En raras ocasiones había que hacer frente a emergencias tan graves.
Jean se dirigió a Proust.
—Mark me enseñó el diario de Geri. Le pedí que me lo mostrara en cuanto supe de su existencia, y finalmente, gracias a Dios, lo ha hecho. Ese diario no lo escribió mi hija.
—Dígale al inspector jefe por qué está tan segura de ello —dijo Sam.
Charlie pensaba si Sam se estaría preguntando por qué estaba allí y por qué Proust había insistido tanto en que estuviera presente. Se dijo que para Sam no debía ser fácil. «Está intentando hacer mi trabajo y yo estoy aquí para ver qué tal lo hace».
—La lamparilla de Lucy —dijo Jean—. Lo que dice el diario no es cierto. Lucy tenía una lamparilla, pero era de esas que se enchufan directamente; representaba a Winnie the Pooh. La conectaban a la toma que había en su habitación, junto a la cama. Es más o menos del mismo tamaño que un enchufe normal, solo que en vez de ser cuadrado es redondo.
—El diario no especifica de qué clase de lamparilla se trata, ¿no? —le preguntó Proust a Sam.
—Déjenme terminar —dijo la madre de Geraldine. Proust y Sam se volvieron de nuevo hacia ella—. El diario dice que Lucy quería que dejaran la puerta abierta porque le daban miedo los monstruos, la misma razón por la que quería un poco de luz en su habitación. Dice que eso fue así desde la primera noche que Lucy dijo que la asustaban los monstruos… —Jean hizo una pausa y respiró profundamente un par de veces—. A partir de esa noche, dice el diario, Lucy durmió con la puerta abierta y la lamparilla encendida, pero ¿por qué querría la puerta abierta si ya tenía luz en su habitación?
—Dimos por sentado que la lamparilla estaba fuera de su habitación y que dejaban la puerta entreabierta para que entrara la luz —dijo Sam.
—¿Acaso no han visto la lamparilla de Winnie the Pooh? ¿No la han encontrado? —La voz de Jean estaba llena de desprecio.
—Sí, Jean, pero no podíamos saber si esa lamparilla estaba en la habitación o, por ejemplo, en el descansillo.
—¿No la enchufaron? ¿No vieron lo tenue que era? Apenas era un leve resplandor dorado. Esas lamparillas están pensadas para ser enchufadas en una habitación; para eso sirven. Y ustedes deberían saberlo.
—Lo siento —dijo Sam—. No lo sabía.
—¡Alguien debería saberlo! ¿Cuántos agentes vieron esa lamparilla? ¿Es que no tienen hijos? ¿No tienen ninguna lamparilla?
«¿Cuántos agentes de policía se necesitan para cambiar una bombilla?», se preguntó Charlie.
Proust se quedó mirando a Sam, esperando a que este respondiera.
—Mis hijos duermen con la puerta de la habitación abierta y dejamos la luz del baño encendida.
—Mark tampoco lo sabía —continuó Jean. Sonó como una concesión—. Había oído hablar a Geri de una lamparilla, pero no sabía cómo era ni dónde estaba. Siempre era Geri quien acostaba a Lucy y quien se levantaba durante la noche.
—¿Diría que Mark era un buen padre? —preguntó Proust.
—¡Pues claro que lo era! Tenía que trabajar mucho, como tantos padres; a eso me refiero. Pero trabajaba pensando en el porvenir de Lucy. Él adora a esa niña. —Jean reposó la cabeza sobre el pecho—. Aún no puedo creer que ya no esté. Mi pequeña Lucy…
—Lo siento, Jean. Siento tener que someterla a este nuevo interrogatorio.
—No se disculpe —dijo ella—. Tiene que hablar con alguien que conociera a Geri y a Lucy incluso más que Mark, y ese alguien soy yo. No comprendo por qué no me enseñaron el diario inmediatamente. En su lugar, eso es lo primero que habría hecho yo. Habría podido ayudarles mucho antes.
—Esa decisión no era…
—Yo no era una abuela ausente —dijo Jean Ormondroyd, cortando bruscamente a Sam—. Hablaba con Geri y con Lucy por teléfono todos los días. Lo sabía todo sobre Lucy: lo que comía, cómo se vestía, con quién jugaba… Geri me lo contaba todo. La lamparilla estaba en la habitación de Lucy, y la puerta tenía que estar cerrada, porque así lo quería Lucy. De ese modo, los monstruos no podían surgir de los rincones más oscuros de la casa y entrar en su habitación.
Jean se quedó mirando a Charlie, contrariada por la reacción de Proust y Sam: un silencio sepulcral. Charlie le sonrió compasivamente.
—Cuando Geri y Lucy pasaban la noche en mi casa, algo que solían hacer a menudo porque Mark estaba de viaje de negocios, se llevaban la lamparilla de Winnie the Pooh. Y teníamos que cerrar la puerta de la habitación de Lucy; si tardábamos demasiado en hacerlo, cinco segundos en vez de dos, se asustaba enseguida. Después de contarle un cuento y de darle un beso de buenas noches, teníamos que salir corriendo hacia la puerta antes de que entrara algún monstruo.
Proust se inclinó hacia delante, frotándose los nudillos de la mano izquierda.
—¿Está diciendo que Mark nunca acostó a su hija? ¿Ni una sola vez? ¿Ni los fines de semana o durante las vacaciones? ¿No sabía que tenía una lamparilla en su habitación y que la puerta tenía que estar cerrada?
—Puede que tuviera una vaga idea, pero siempre era Geri quien acostaba a Lucy. Si estaba en casa, Mark solía leerle un cuento en el salón, antes de que se fuera a la cama. Él le contaba un cuento siempre que ella se lo pedía. Sin embargo, era Geri quien se ocupaba de bañarla y acostarla. Tenían su rutina, como tantas familias.
—De todos modos —dijo Proust, sacando un móvil gris muy pequeño de su bolsillo y volviendo a guardarlo después de haberle echado una ojeada—, me parece extraño que Geraldine y Mark no comentaran el miedo que les tenía Lucy a los monstruos y el hecho de que hubiera que cerrar la puerta de la habitación.
—Lo hablaron —repuso Jean—. Mark me lo dijo mientras veníamos hacia aquí: él sabía que había un problema con los monstruos y que Lucy había sido muy quisquillosa con el asunto de la lamparilla y la puerta, pero no recuerda los detalles. Es un hombre muy ocupado y…, bueno, los hombres no prestan la misma atención que las mujeres a esas cosas.
Charlie empezaba a sentir admiración por Jean Ormondroyd, una mujer decidida a no echarse a llorar. Quería que todos se concentraran en la información que les estaba dando y no en sus sentimientos.
—Los errores no se refieren solo a la lamparilla —dijo—. También hay otros detalles. Lucy tenía un DVD del musical Annie, es cierto, pero no fui yo quien se lo compró. Fue Geri. Y las conversaciones entre Geri y yo que aparecen en el diario nunca existieron. Nunca le compré una taza con el título de un libro… ¡Eso es falso!
¿Una taza con el título de un libro? Charlie tendría que echar un vistazo al diario, porque no sabía a qué se estaba refiriendo Jean. Se dijo una vez más que ella no trabajaba allí y no tenía por qué saber de qué estaban hablando.
—Jean, si no fue Geri, ¿quién cree que pudo escribir el diario? —preguntó Sam.
—El hombre que la mató, evidentemente. No puedo creer que deba ser yo quien se lo diga. ¿Es que aún no lo han entendido? Él la obligó a escribirlo antes de asesinarla. Y luego está la nota de suicidio. La obligó a escribir un diario para convencer a la policía de que era capaz de hacer algo tan horrible…, ¡algo que es evidente que no hizo! Ese es el motivo de que Geri escribiera esas falsedades, cosas que ese hombre no podía saber si eran ciertas o no, para que Mark y yo comprendiéramos que no escribía ese diario por iniciativa propia.
Charlie pensó que aquello era poco probable. Si Geraldine hubiera querido dar a entender a su marido y a su madre que no había escrito ese diario voluntariamente, ¿lo habría hecho cambiando el lugar donde enchufaba una lamparilla? ¿O escribiendo que Jean había comprado a Lucy un DVD de Annie cuando en realidad no era así? Mark ni siquiera sabía qué clase de lamparilla tenía Lucy. ¿Sabía de dónde había salido el DVD de Annie? Era muy improbable. Geraldine habría consignado algún detalle erróneo sobre su trabajo para asegurarse de que iba a sospechar algo.
—Jean, hay otra cosa que querría preguntarle —dijo Sam—. ¿Ha oído hablar alguna vez de Amy Oliver?
—Sí, era una compañera de la escuela de Lucy, una de sus dos mejores amigas. Claro que he oído hablar de Amy.
—¿Lucy había estado en contacto con ella recientemente?
—No desde que Amy dejó el St Swithun’s, y eso fue hace alrededor de un año. En primavera o verano. Amy se mudó.
—¿Sabe adónde se fue?
Jean negó con la cabeza.
—Para ser sincera, me sentí aliviada. Y Geri también. Ella pensaba que Amy era…, bueno, un poco inestable. Una niña imprevisible. Solía poner nerviosa a Lucy. Se peleaban mucho, y Amy siempre acababa llorando y gritando.
—¿Por qué se peleaban? —preguntó Sam.
Jean lanzó un suspiro.
—Lucy… Lucy era muy puntillosa con algunas cosas. Para ella era muy importante distinguir entre la verdad y la mentira.
—¿Quiere decir que Amy solía mentir? —preguntó Proust.
—Según Geri, mentía sin parar. Y Lucy, bendita sea su alma, no soportaba dejar pasar una cosa si no era justa y trataba de corregir a Amy. Entonces era cuando ella se echaba a llorar. Amy era muy sensible y vivía en un mundo de fantasía. Era una niña muy frágil. —Jean lanzó un displicente suspiro—. Ya sabe cómo son las niñas, es la ley de la selva, ¿no? No es bueno ser tímido como un ratoncito.
—¿Y cómo encajaba Oonagh O’Hara en esa situación? —preguntó Sam.
Proust resopló sin hacer ruido. Charlie sabía que había muchas cosas que no interesaban al inspector jefe. Y, evidentemente, las complejas relaciones entre las compañeras de una escuela de primaría eran una de ellas.
—Eso también suponía un problema para Amy. —Jean arrugó los labios—. Quería que Oonagh fuera su mejor amiga, y no la de Lucy. Intentaba a toda costa excluir a Lucy; le contaba secretos a Oonagh y le hacía prometer que no se los revelaría a nadie.
—¿Qué clase de secretos? —preguntó Sam.
—Tonterías; ni siquiera eran secretos. Quería que Lucy se sintiera marginada, eso es todo. Por ejemplo, podía susurrarle a Oonagh al oído: «Mi color favorito es el rosa… No se lo digas a Lucy». Al parecer, le gustaba decir que era una princesa. Ella era una princesa y su madre una reina. Geri decía… —La voz de Jean se quebró.
—Continúe —la animó Sam.
—Geri decía que era como si Amy quisiera… castigar a Lucy porque la desenmascaraba, porque insistía en desvelar la verdad cada vez que ella se inventaba alguna tontería.
—¿Diría usted que Geraldine era feliz en su matrimonio? —preguntó Proust con impaciencia, como si quisiera demostrar la diferencia entre una pregunta pertinente y otra carente de sentido—. ¿La trataba bien Mark? ¿Se querían?
—¿Por qué no se lo pregunta a Mark? —replicó Jean—. Es inadmisible que trate de que parezca culpable. Mark es una persona maravillosa; adoraba a Geri. Nunca le levantó la voz, ni una sola vez en todos los años que estuvieron juntos, y usted trata de encontrarle defectos solo porque necesita culpar a alguien y no tiene a nadie más.
—Hablemos de los guantes —dijo Sam—. Jean, cuéntele al inspector jefe Proust…
—Cuénteselo usted. Está claro que ya lo ha hecho. ¿Por qué tengo que repetirlo?
—Porque quiero que sea usted quien lo haga —dijo Proust, alzando la voz.
La mujer se hundió en su silla. Teniendo en cuenta que creía en la ley de la selva, Charlie pensó que haría mejor en no ofrecer resistencia.
—Geri tenía un par de guantes amarillos de goma que guardaba en el armario que había debajo del fregadero; los usaba para lavar lo que no se podía meter en el lavavajillas. Siempre le preguntaba por qué compraba cosas que no podían meterse en el lavavajillas, pero… —Jean hizo una pausa—. Esos guantes han desaparecido. Quería lavar unos vasos, para echar una mano a Mark, pero los guantes no estaban. Mark ni siquiera sabía que estuvieran allí, o sea que no los ha tocado. Siempre estaban allí.
—¿Es posible que Geri los hubiese tirado? —preguntó Sam.
—No, eran nuevos. Los usaba durante mucho tiempo antes de comprar otros. El hombre que la mató debió de utilizarlos para no dejar huellas. —Jean arrastró la silla hacia delante—. No me estoy imaginando nada; lo digo yo antes de que sean ustedes quienes lo hagan. ¿Qué otra explicación hay, salvo la que yo les he dado? ¿Y bien?
Sam miró a Proust. Ninguno de ellos dijo nada. Jean Ormondroyd posó sus ojos en Charlie; tenían una expresión fiera e interrogadora. Charlie se preguntaba si se le habría pasado por la cabeza que obtener una respuesta —aunque fuera justa— podría ser peor que no obtener ninguna.