Miércoles, 8 de agosto de 2007
La escuela St Swithun’s es un edificio de estilo Victoriano cuyo tejado tiene una torre con un reloj. Una verja de hierro de color verde separa el patio de recreo del enorme y cuidadísimo jardín de la residencia de ancianos que hay al lado. Mientras me acerco a la entrada, oigo voces infantiles a través de las ventanas: cantos, risas y gritos. Da la impresión de que se celebra una fiesta en todas las aulas.
Me detengo, desorientada. Teniendo en cuenta que estamos en el período de vacaciones de verano, esperaba que el lugar estuviera desierto, salvo por la presencia de algún miembro del personal administrativo. En la puerta hay un cartel que reza:
«Actividades de la primera semana
Del lunes 6 al viernes 10 de agosto».
Me pregunto si se trata de algún programa escolar de verano y automáticamente pienso: «¿y qué van a hacer los padres durante el resto de las vacaciones?».
Entro en un exiguo vestíbulo cuadrado, con el suelo de piedra. Las cuatro paredes están llenas de fotografías de las clases: filas y más filas de niños vestidos de verde. Esa visión me sobresalta: me siento como si hubiera caído en una emboscada de rostros infantiles. Debajo de cada foto hay una lista con los nombres y la fecha. A mi derecha hay una de 1989. Veo por todas partes el vestido verde de Lucy Bretherick.
La imagen de todos esos niños me hace pensar dolorosamente en los míos. Esta mañana me ha resultado más difícil que nunca dejarlos en la guardería. No podía separarme de ellos y no paraba de pedirles que me dieran un último beso, hasta que Jake me dijo: «Vete a trabajar, mamá. Quiero jugar con Finlay, no contigo». Eso me hizo reír; es evidente que ha heredado el tacto de su padre.
Hoy no he ido a trabajar. He llamado a la oficina, le he contado una mentira al odioso Owen Mellish y he venido aquí. Nunca he dicho en el trabajo que estaba enferma, ni siquiera cuando lo he estado de verdad.
—¿Puedo ayudarla en algo?
La voz tiene un agradable acento escocés. Me doy la vuelta y veo a una mujer alta y delgada. Debe de tener más o menos mi edad, aunque se conserva mejor que yo. Su piel es suave, parece una muñeca de porcelana; su pelo, corto y lacio, se adhiere a su cabeza como si fuera un gorro de baño. Lleva una chaqueta muy ajustada, la falda de tubo más estrecha que haya visto jamás y unas sandalias con tacón de aguja. En el dedo anular luce varios anillos de oro y diamantes que le llegan prácticamente hasta el nudillo.
Sonrío, abro el bolso y saco las dos fotografías que estaban ocultas detrás de las de Geraldine y Lucy. Cuando levanto los ojos, veo que el rostro de la mujer escocesa se ha quedado paralizado por el choque, y no ha sido a causa de los cortes y magulladuras que hay en el mío.
—Lo sé —digo, rápidamente—. Me parezco mucho a esa mujer, cómo-se-llame… Esa mujer que ha muerto y que ha salido en las noticias. Todo el mundo me lo dice.
—Usted… —Hace una pausa para aclararse la garganta, mirándome con desconfianza—. ¿Sabía que… su hija era alumna nuestra?
Ahora soy yo quien debe parecer sorprendida.
—¿En serio? No, no lo sabía. Lo siento. —Mi plan era seguir mintiendo hasta que se me ocurriera algo mejor—. Lamento haber hablado con tanta frivolidad. No tenía ni idea de que usted conocía personalmente a la familia.
—Entonces…, ¿no está aquí por nada relacionado con ese trágico suceso?
—No. —Sonrío de nuevo—. Estoy aquí por estas fotos —digo, entregándoselas.
Las sostiene a cierta distancia; luego, se las acerca y parpadea.
—¿Quién es esta gente? —pregunta.
—Esperaba que usted pudiera decírmelo. He reconocido el uniforme de su escuela —digo, en un ataque de inspiración—. Me encontré un bolso en la calle y dentro estaban estas fotos. También había una cartera con bastante dinero y quería dar con su propietaria.
—¿No había tarjetas de crédito? ¿Algún nombre o dirección?
—No —digo, de inmediato, nerviosa por mis mentiras—. ¿Sabe cómo se llama la niña o la mujer?
—Tendrá que disculparme, pero antes de continuar… —Me tiende la mano—. Soy Jenny Naismith, la secretaria de la directora.
—¡Oh! Yo soy… Esther. Esther Taylor.
—Encantada, señora Taylor —dice ella, echando un rápido vis tazo a mi alianza—. Esto es un poco extraño. Conozco a todos los alumnos del St Swithun’s y a sus padres… Somos como una gran familia. Esta niña no es alumna nuestra. Y a la mujer tampoco la he visto en mi vida.
Suena la campana. Me estremezco de arriba abajo, como si me hubiesen aplicado un electrochoque. Jenny Naismith se queda totalmente quieta, imperturbable. Las puertas se abren y empiezan a salir niños de todas partes. No llevan el uniforme verde. Algunos de ellos van disfrazados: hay piratas, hadas, magos y algún que otro Superman y Spiderman. Durante unos segundos, puede que medio minuto, se convierten en una estampida de color que pasa junto a nosotras en dirección al patio de recreo. En cuanto soy capaz de hacerme oír, digo:
—¿Está segura?
—Segurísima.
—Pero…, ¿cómo se explica que una niña que no va al St Swithun’s vista el uniforme de la escuela?
—No tiene sentido. —Jenny Naismith niega con la cabeza—. Es algo muy extraño. Espere aquí. —Me señala un par de butacas marrones de cuero apoyadas contra la pared—. Será mejor que le enseñe las fotos a la señora Fitzgerald.
—¿A quién?
—A la directora.
Hago intención de seguirla, pero los niños aún siguen saliendo de las aulas; cuando consigo dejar atrás la primera oleada, Jenny Naismith ya ha desaparecido de mi vista.
Me siento unos segundos en una de las butacas y luego me levanto; vuelvo a sentarme y a ponerme en pie otra vez. Cada vez que se abre una puerta espero ver entrar una brigada policial. Pero no pasa nada. Echo una ojeada a mi reloj; estoy convencida de que las agujas no se mueven.
Un poco después suena de nuevo la campana y me asusto más que la primera vez. La estampida de niños entra de nuevo en la escuela. Me pisan tantas veces los pies que al final decido levantarlos y apoyarlos en la butaca. Los alumnos del St Swithun’s parecen tener una mirada selectiva: ven a sus compañeros pero no a mí. Para el caso, es como si fuera invisible.
Vuelvo a consultar el reloj, maldiciendo en voz baja. ¿Por qué habré dejado que Jenny Naismith se llevara las fotografías? Debería haber insistido en acompañarla.
Cojo el bolso y recorro varios pasillos cuyas paredes están decoradas con dibujos de los alumnos: enormes acuarelas de pájaros y animales. Me viene a la cabeza un pasaje del diario de Geraldine. No recuerdo las palabras exactas, pero comentaba que se pasaba días demostrando su entusiasmo por unos dibujos que merecían ser destruidos. ¿Cómo podía decir algo así de los dibujos que había hecho su hija? Yo he guardado todos los que han hecho Zoe y Jake. Zoe, una niña muy organizada y con mucha imaginación, tiene mucho talento para la composición y la combinación de colores, y las manchas de colores de Jake, en mi opinión, resultan tan agradables a los ojos como la obra de muchos ganadores del premio Turner.
Sigo recorriendo pasillos; me siento cada vez más perdida a medida que me adentro en el edificio. St Swithun’s es un laberinto. ¿Cuánto tiempo debe de tardar un niño en aprenderse el camino para entrar y salir? Finalmente llego a una enorme sala con cinta adhesiva blanca pegada al suelo y barras de madera en una de las paredes. Hay unas cuantas colchonetas azules mal colocadas y eso me hace pensar que debo de estar en el gimnasio. El lugar no tiene salida. Me doy la vuelta para volver por donde he venido y casi me doy de bruces con una mujer joven vestida con unos pantalones de chándal rojos, un top de licra negro y zapatillas de deporte blancas.
—¡Oh, lo siento! —exclama ella nerviosamente, retorciéndose la cola de caballo con la mano.
Tiene una frente ancha y plana que le da una expresión de gravedad, aunque su cara resulta muy agradable. Su aliento huele a menta. Cuando ve mi rostro, da un paso atrás.
No tengo fuerzas para repetir de nuevo mi interpretación, de modo que digo:
—Estoy buscando a Jenny Naismith.
Tras hacer una pausa, dice:
—¿Ha probado en su despacho?
—No sé dónde está. Me dijo que iba a buscar a la directora, la señora Fitzgerald, pero de eso hace ya diez minutos… Se ha llevado dos fotografías que me pertenecen y necesito recuperarlas.
—¿Dos fotografías? —Lo dice en una voz tan baja que casi me veo obligada a leerle los labios—. ¿Es usted un familiar?
—¿De los Bretherick? No. Sí, ya sé que el parecido es sorprendente, pero es mera coincidencia.
—Evidentemente… ya sabrá lo que ha ocurrido. ¿Es usted periodista? ¿Policía?
A pesar de que sigue hablando en voz baja, su tono es insistente.
—No, nada de eso.
—¡Oh!
La desilusión asoma a su rostro: no hay margen para el error.
—¿Quién es usted? Si no le importa…
—Sian Toms. Soy ayudante de los profesores. Me ha hablado de dos fotografías…
Asiento con la cabeza.
—¿De… Lucy y de su madre?
—No. Son de otra mujer y de una niña. No sé quiénes son. La niña viste el uniforme del St Swithun’s, pero Jenny Naismith dice que no es alumna de la escuela.
Veo un brillo en los ojos de Sian Toms, aunque no sé decir si es de triunfo.
—Jenny no le dirá nada. Debe de haber pensado que es usted otra periodista. Como ya puede imaginarse, han venido a montones para preguntar por Lucy y su familia.
—¿Y ha hablado usted con ellos?
—Nadie me preguntó nada.
—¿Y qué les habría contado?
Contengo la respiración. No sé si alguien habrá estado tan ansioso como yo estoy ahora por escuchar lo que Sian Toms va a decirme. Me pregunto si ella está pensando lo mismo, haciendo que la espera se haga eterna.
—Lo único que importa… —Su voz vibra con rabia reprimida—. Geraldine no mató a Lucy…, de eso no cabe la menor duda. —Sian tira de su cola de caballo y se arranca unas hebras de pelo—. Aparte de decir lo mucho que lo sentimos, de lo horrible que ha sido para toda la escuela, ¿por qué no contar las cosas como son? Lo siento, no sé lo que me digo…
Parece sorprendida al comprobar que se le saltan las lágrimas y que se deja caer en el suelo delante de una mujer a la que nunca había visto hasta ahora.
Diez minutos después estamos sentadas las dos en una de las polvorientas colchonetas azules del gimnasio.
—Hay niños, aunque no suelen ser muchos, a quienes resulta maravilloso enseñar —dice Sian—. Lucy era una de esas niñas. Hiciera lo que hiciera, siempre derrochaba entusiasmo. Se ofrecía voluntaria para todo y siempre ayudaba a sus compañeros: básicamente, se convertía en su líder, repitiendo como si fuera un lorito todas nuestras instrucciones. Nos hacía reír: tenía seis años pero aparentaba cuarenta y seis. Todos pensábamos que llegaría a ser primera ministra. Después de saber que había muerto, convocamos una reunión extraordinaria para rendirle homenaje. Todo el mundo se echó a llorar. Sus compañeras de clase leyeron poemas y redacciones sobre ella. Fue horrible… Bueno…, no quiero decir que no quisiera recordar a Lucy, pero… Era como si nos hubieran dado permiso para decir cosas bonitas sobre ella y lo mucho que significaba para nosotros. Nadie mencionó a Geraldine. Nadie dijo nada acerca de lo ocurrido.
Sian se sacó un pañuelo de la manga y se secó los ojos.
—Por las cosas que comenta la gente por aquí, Lucy podría haber muerto…, no sé, a causa de una enfermedad… Me refiero a los profesores. Y eso me alucina. Intentan hablar con mucho tacto, pero está clarísimo que todos creen lo que han oído en las noticias. Han olvidado que conocían personalmente a Geraldine desde hacía años. ¿Es que no son capaces de pensar con la cabeza?
—Hay mucha gente que no lo hace —le digo, pensando en Esllier y en su automática desaprobación antes de darme la posibilidad de explicarme—. ¿Cómo…? ¿Cómo puede estar tan segura de que Geraldine no mató a Lucy? ¿La conocía bien?
—Muy bien. Soy la responsable de levantar las actas de las reuniones de los padres de alumnos. Geraldine entró en el comité hace casi cuatro años, cuando Lucy empezó a ir al jardín de infancia de la escuela. Después de las reuniones siempre solíamos ir a tomar algo y en algunas ocasiones comíamos juntas. Nos conocíamos bien. Era una mujer encantadora. —Sian se frota nuevamente los ojos con el pañuelo—. Eso es lo que me aflige: no poder decir que siento muchísimo la muerte de Geraldine. Todos pensarían que estoy traicionando la memoria de Lucy. Lo siento —dice, tapándose la boca con la mano—. ¿Por qué le estoy contando todo esto? Ni siquiera la conozco. ¡Se parece tanto a ella…!
—Quizá debería hablar con la policía —digo—. Si está tan segura de lo que dice…
Sian resopla despectivamente.
—Ni siquiera saben que existo. Yo solo soy la ayudante de los profesores. La policía habló con Sue Flowers y Maggie Cough, las maestras de Lucy. Les da igual que yo también esté en clase cinco mañanas a la semana. Trabajo tan duro como cualquiera. Puede que más.
—¿Usted era la ayudante de la profesora en la clase de Lucy?
Sian asiente con la cabeza.
—De todos modos, ¿qué podría haberles dicho? Ellos no vieron cómo se iluminaban los ojos de Geraldine cuando estaba con Lucy. Hay padres que… —prosigue, pero decide dejar de hablar.
—¿Qué? Continúe.
—Normalmente son las madres, las que pertenecen al club de actividades extraescolares —dice—. Las ves esperando en la puerta, a las cinco y media… Están todas allí, de pie, charlando, y cuando dejamos salir a los niños, puedes ver la tensión en sus caras, aunque solo sea un segundo; es como si se estuvieran preparando para…, no sé, para una carrera de obstáculos. No me interprete mal: se alegran de ver a sus hijos, pero se temen el momento de tener que lidiar con ellos para que suban al coche.
Asiento con ahínco. Lo que dice me suena mucho.
—Luego, evidentemente, los niños son caprichosos. No quieren que sus madres estén cansadas; ellos quieren que siempre se muestren entusiastas y llenas de energía. Pues bueno, Geraldine siempre estaba así, ansiosa por ver a Lucy; era como si el hecho de estar con su hija le cargara las pilas. Siempre llegaba antes de la hora de salida; por lo general, a las tres y veinte ya estaba esperando junto a la puerta de clase. Miraba a través de la ventana, saludando y guiñando el ojo, como una adolescente enamorada o algo así. Nos preocupábamos al pensar qué haría el día que Lucy se fuera de casa. Algunas madres se quedan destrozadas.
—Podría contarle todo esto a la policía —insisto—. ¿Por qué cree que no la escucharían? Parece que sabe muy bien de qué está hablando.
Sian se encoge de hombros.
—Si piensan lo que piensan, sus razones tendrán. Es bastante difícil que yo les haga cambiar de parecer. —Sian echa un vistazo a su reloj—. Tengo que irme en un minuto.
—Las fotografías que se ha llevado Jenny Naismith, las que he traído, estaban en casa de Lucy Bretherick —le suelto, tratando de que no se vaya.
—¿Cómo? ¿Qué quiere decir?
Le cuento a Sien una versión resumida de mi historia: el hombre del hotel que fingió ser Mark Bretherick, mi visita a Corn Mill House y cómo encontré los marcos con las fotos de Geraldine y Lucy. Espero que se sienta halagada de que le cuente todo eso, que se sienta importante y decida quedarse para seguir hablando conmigo. No le cuento que he robado las fotografías.
—Dígame una cosa, ¿la clase de Lucy hizo una excursión a la reserva de búhos que hay en el castillo de Silsford? —le pregunto. Antes no se me ocurrió preguntárselo a Jenny Naismith.
Tarda un momento en responder. Sian aún está tratando de asimilar lo que le he dicho.
—Sí, el año pasado. Todos los años llevamos allí a los alumnos de primero. —Se queda mirándome—. De todas formas, debo decirle que aun cuando Jenny supiera quién es esa otra niña, no se lo diría.
Porque piensa que soy una periodista de un diario sensacionalista. ¡Genial! Para ser la secretaria de una escuela, Jenny Naismith tiene más talento que una actriz profesional. ¿Si hubiese creído que estaba pensando una emotiva historia para un periódico, puede que acompañada de fotos de otra alumna del St Swithun’s, qué habría hecho? Cierro los ojos con fuerza. Se habría llevado las dos fotografías, las habría guardado en un sitio seguro y se habría esfumado.
No tengo ninguna prueba de que esas fotos existan ni de que alguna vez las haya tenido en mi poder.
—Entonces, si esa niña es una alumna del St Swithun’s, probablemente estuviera en la misma clase que Lucy —digo.
—No necesariamente —responde Sian—. Puede que la foto de la otra niña se tomara el año anterior. En realidad, puede ser de cualquier otro año. ¿Qué edad cree que tendría?
—No lo sé. Decidí que debía de tener la edad de Lucy por el lugar donde encontré la foto, y porque la mujer también parecía más o menos de la misma edad que Geraldine. —Me escucho mientras confieso haber sacado conclusiones sin fundamento alguno y a partir de relaciones que seguramente no existen, y me siento avergonzada—. ¿Hay alguna alumna en el St Swithun’s que se apellide Markes? —pregunto—. ¿Cuyo padre se llame William Markes?
—No, no lo creo. No.
¿Y por qué iba a ser así? Mi cerebro va demasiado deprisa y digo las cosas sin reflexionarlas.
—¿Cree que los Bretherick eran una familia feliz?
Sian asiente con la cabeza.
—Esa es la razón por la que no me explico este asunto de las fotos. Mark nunca… Él y Geraldine parecían muy tiernos cuando estaban juntos. Siempre iban cogidos de la mano, incluso en las reuniones de los padres.
Me quedo sorprendida. ¿Tiernos? El adjetivo me parece inapropiado para describir a dos personas adultas.
—La mayoría de los padres se sientan con los brazos cruzados, muy serios, como si hubieran hecho algo malo. Algunos incluso toman notas cuando hablamos con ellos. Lo siento, no debería decir esto, pero son muy insistentes: ¿mi hijo es más creativo de lo normal? ¿Hacen todo lo posible por estimularlo? ¿Qué talento especial posee con respecto a los demás? Las habituales estupideces de la competitividad.
—Pero no Mark y Geraldine Bretherick…
Sian niega con la cabeza.
—Ellos preguntaban si Lucy era feliz en la escuela…, nada más. Si tenía amigos y si estaba a gusto.
—¿Y lo estaba? ¿Tenía amigos?
—Sí. Este año, los alumnos de la clase de Lucy se llevaban estupendamente, lo cual es fantástico. Todos jugaban con todos. El año pasado estaba un poco más dividida en grupos. Lucy era una de las tres niñas mayores de la clase y siempre solía estar con las otras dos. Lucy, Oonagh…
—Espere un momento. He reconocido el nombre al instante; estaba en el diario que Mark Bretherick me dejó leer. Oonagh, la hija de Cordy. ¿Es posible que fuera la niña de la foto? Abro el bolso y saco un cuaderno —lleno de innumerables listas— y un bolígrafo. Escribo los nombres de las dos niñas con las que Lucy solía estar el año pasado mientras Sian los dice: Oonagh O’Hara y Amy Oliver. En el diario de Geraldine no había ninguna referencia a Amy.
—¿Una de esas dos niñas está muy delgada? —pregunto, recordando las prominentes rodillas y las huesudas piernas.
Sian parece sorprendida.
—Las dos son delgadas, pero…
—¿Qué?
Por primera vez tengo la impresión de que esconde algo.
—La mujer…, ¿qué aspecto tenía?
La describo: cabello castaño corto, rostro cuadrado, rasgos pequeños, chaqueta de cuero.
—¿Por qué? —pregunto—. Dígamelo.
—Tengo que irme en un minuto, hablo en serio. —Sian mira hacia la puerta—. Creo que las fotografías que encontró podrían ser de Amy y de su madre. Amy está muy delgada. Estábamos preocupados por ella.
—¿Estábamos?
—Se fue de St Swithun’s el año pasado. Su familia se mudó.
Por algún motivo, esta información me pone los pelos de punta.
—Eso explicaría por qué Jenny Naismith no la reconoció —dice Sian—, Jenny empezó a trabajar aquí en enero.
El corazón me late muy deprisa.
—Hábleme de la familia de Amy —digo, tratando de que no parezca una orden—. Y de los O’Hara.
Amy Oliver podría ser la niña de la fotografía, pero la que se mencionaba en el diario de Geraldine era Oonagh. Una parte de mí me dice que no puedo permitirme pasar nada por alto; es la misma parte que, por muy exhausta que esté, no me deja acostarme sin haber cerrado antes un armario o un cajón que Nick haya dejado abierto. «Eres demasiado puntillosa», suele decirme a menudo. «Puedes quedarte dormida aunque la habitación esté hecha un desastre… Mira». Y tres segundos después ya está roncando.
Sian mira su reloj y lanza un suspiro.
—Yo no le he contado nada, ¿de acuerdo? Los O’Hara se separaron el año pasado; la madre de Oonagh se fue con otro hombre. —Pone los ojos en blanco, como dándome a entender que no tiene tiempo para dedicar a ese asunto. De inmediato, me siento solidaria con Cordy O’Hara, una mujer a la que no conozco—. En cuanto a los padres de Amy… —Sian se encoge de hombros—. A decir verdad, no solíamos verlos muy a menudo. Ambos trabajaban y era la canguro de Amy quien la traía y la recogía siempre. Creo que también están separados, aunque no estoy segura. Ya sabe cómo son las escuelas con los rumores. Sin embargo, no me sorprendería enterarme de que no están juntos.
—¿Por qué?
Sian frota la correa de su reloj de pulsera mientras piensa que debería estar en otra parte.
—La acompaño adonde sea que tenga que ir —digo—. Por favor. No tiene ni idea de lo mucho que me está ayudando.
Un rubor de complacencia asoma a su rostro y deseo con todas mis fuerzas que Zoe no se muestre nunca tan agradecida como yo por el cumplido que pueda dedicarle un desconocido. Si hay una cosa que me gustaría dar a mis hijos es confianza. Confianza para mentir, para engañar a sus parejas, para no presentarse en el trabajo y meter las narices donde no los llaman. Sí, me digo en silencio. Sí, en caso necesario.
Salimos del gimnasio y recorremos el laberinto de pasillos.
—El padre de Amy es encantador, pero su madre es un poco rara —me cuenta Sian, más dispuesta a hablar ahora que hemos empezado a movernos—. Obligaba a su hija a escribir cosas muy extrañas en su cuaderno, cosas que era imposible que se le hubiesen ocurrido a Amy. Se supone que son los niños quienes deben escribirlo sin ayuda de nadie a partir de primero… —Se interrumpe al ver un interrogante en mi expresión—. Oh, es una especie de diario. Todos los alumnos tienen uno; se lo proporciona la escuela. En teoría, escriben algo en él todos los fines de semana y los lunes por la mañana lo traen y lo leen en voz alta ante el resto de la clase: qué he hecho durante el fin de semana y esas cosas.
—Cuando ha dicho cosas extrañas, ¿a qué se refería?
Sian frunce el ceño.
—En realidad, es difícil de explicar. Tendría que verlo usted misma.
—¿Puedo? ¿Se quedó aquí, en la escuela, o se lo llevó Amy cuando se fue?
—No estoy segura…
—Si está aquí, tiene que encontrarlo y enviármelo.
Me paro, arranco una página de mi cuaderno y escribo el nombre y la dirección de Esther. Aunque Sian tiene prisa, se detiene junto a mí sin protestar. Le entrego la hoja de papel.
Aunque parezca increíble, es ella quien me da las gracias.
—Si llego a encontrar el diario de Amy, yo no se lo he dado, ¿de acuerdo?
—Por supuesto.
Sian se suelta la cola de caballo y se sacude el pelo.
—Por si le sirve de algo, la madre de Amy no me caía demasiado bien. Trabajaba en un banco, en Londres —añade, como si este detalle empeorara las cosas.
Me pregunto si la mujer que tengo frente a mí nació y se crio en Spilling. Por lo que parece, hay mucha gente de Spilling a la que no le gusta Londres porque es la capital, cuando es evidente que tal honor debería ostentarlo su ciudad.
—Se enfadaba con mucha facilidad y sin motivo, como Amy.
Se balancea junto a mí, ansiosa por seguir avanzando. De repente, se detiene. Abre la boca y luego vuelve a cerrarla.
—Lucy —dice—. Es curioso, pero se me acaba de ocurrir ahora mismo. Eran muy buenas amigas, no me interprete mal, pero de vez en cuando se pinchaban. Amy era una niña más soñadora; tenía mucha imaginación y era muy sensible… En cambio, Lucy podía ser un poco…, bueno, mandona, diría. Y a veces chocaban.
—¿Por qué razón?
Noto un tic en la ceja izquierda.
—Oh, ya sabe… Por ejemplo, Amy decía: «Soy una princesa con poderes mágicos», y Lucy le respondía: «No, no lo eres; solo eres Amy». Y entonces Amy estallaba en un llanto y Lucy nos daba la lata para que le dijéramos que dejara de fingir que era una princesa. Escuche, ahora sí debo irme —me anuncia Sian.
Asiento con la cabeza, a regañadientes. Aunque la retuviera un millón de años, aún me faltaría tiempo para hacerle todas las preguntas que tengo en mente.
—Una cosa más, será solo un momento: ¿cuándo se fue Amy del St Swithun’s?
—Hum… A finales de mayo del año pasado, creo. Después de las vacaciones del segundo trimestre ya no volvió.
A fínales de mayo del año pasado. Yo estuve en Seddon Hall con un hombre que se hacía llamar Mark Bretherick entre el dos y el nueve de junio. ¿Se trata de una coincidencia?
Sian abre su bolso gris y saca un móvil pasado de moda, muy grande y pesado. Después de apretar unas cuantas teclas, dice:
—Apunte: 07968 563881. La antigua canguro de Amy es la encargada de nuestras actividades extraescolares… Este es su número. Sabe más cosas que yo sobre esa familia; muchas más.
Después de anotar el teléfono, Sian aprovecha la oportunidad para irse; sin darse la vuelta, me saluda con la mano mientras se aleja corriendo.
Una hora más tarde ya no me siento perdida. Tengo la sensación de que me conozco el St Swithun’s tan bien como cualquier alumno o profesor… Podría dibujar un plano de la escuela sin olvidar ni un pasillo o recoveco. Sin embargo, lo que no consigo es encontrar a Jenny Naismith. Toda la gente a la que he preguntado me ha dicho que la han visto «hace apenas un minuto». Y tampoco consigo dar con la directora, la señora Fitzgerald. Estoy tan furiosa conmigo misma por haber dejado que me quitaran esas fotos que me cuesta respirar.
Tengo la garganta seca y empiezan a dolerme los pies. Decido que no me pasará nada si vuelvo al coche, donde creo que tengo una botella de agua sobre el salpicadero o debajo de un asiento. Al menos tres personas me han asegurado que Jenny Naismith no se va hasta las cuatro, de modo que puedo tomarme un respiro.
Una vez fuera, conecto el móvil y escucho cuatro mensajes, dos de Esther y dos de Natasha Prentice-Nash. Los borro todos y acto seguido marco el número que me ha facilitado Sian. Una alegre voz con acento de Birmingham dice: «Hola, en este momento no puedo atenderte. Deja tu mensaje y te llamaré en cuanto pueda». Maldigo entre dientes y vuelvo a meter el teléfono en el bolso. No soy capaz de esperar sin hacer nada. Necesito aclarar las cosas ahora mismo.
Las palabras de Sian resuenan en mi agotado cerebro. Trato, sin conseguirlo, de encontrarle la lógica a todo lo que sé hasta este momento: Lucy Bretherick, una niña mandona y sin mucha imaginación con una familia perfecta; dos padres encantadores que solo se preocupaban por su felicidad y que se cogían de la mano en todas las reuniones; y las dos amigas de Lucy, cuyas familias no parecen precisamente perfectas… Y, aun así, es Lucy la que acaba muerta. Asesinada por su madre. Pienso en la envidia y en hasta qué punto puede alimentarla la desigualdad.
La antigua canguro de Amy es la encargada de nuestras actividades extraescolares. Eso es lo que ha dicho Sian. ¿Antigua significa que ya no es la canguro de Amy? ¿Por qué? Si los Oliver se mudaron, ¿por qué no se la llevaron con ellos? Tengo amigos y colegas que se dejarían cortar las manos antes que perder a una canguro de confianza.
Ojalá me hubiera acordado de preguntar a Sian cómo se llama la madre de Amy y el nombre del banco en el que trabaja. La madre de Amy, la madre de Oonagh… ¿En algún momento se refirió Sian a ellas por sus nombres? Después de que naciera Zoe, me sacó de quicio la rapidez con la que me convertí en «la madre de Zoe», como si yo no tuviera identidad propia. Para fastidiar a la comadrona y a las enfermeras, me refería a Zoe como «la hija de Sally». No tenían ni idea de por qué lo hacía y me miraban como si estuviera loca.
Sian ha dicho «trabajaba», no «trabaja»… La madre de Amy Oliver trabajaba en un banco de Londres. Eso es lo que se suele decir cuando llevas un tiempo sin ver a alguien, cuando cuentas lo que hacían o cómo estaban cuando viste a esa persona por última vez. Es algo normal. Entonces, ¿por qué me da miedo que la familia Oliver haya desaparecido de la faz de la tierra?
Estoy en medio del aparcamiento cuando veo mi Ford Galaxy. En uno de los lados tiene una raya plateada irregular que va de un extremo a otro. Los dos neumáticos que alcanzo a ver están deshinchados y junto a una de las ruedas hay algo de color naranja. Me vuelvo de inmediato y contengo el aliento, esperando descubrir un Alfa Romeo rojo, pero los únicos coches que hay en el aparcamiento son tres BMW, dos Land Rover, un Volkswagen Golf verde y un Audi plateado.
Me acerco un poco más. El bulto de color naranja es un gato de pelo leonado. Muerto. Tiene los ojos abiertos en una cabeza que está separada del cuerpo. En el lugar donde debería estar el cuello hay una masa rojiza. Le han tapado la boca con un trozo de cinta adhesiva marrón. Las arcadas me obligan a doblar el cuerpo, pero no vomito; salvo miedo, no tengo nada en el estómago. Los ojos se me llenan de manchas negras.
Es entonces cuando la idea me viene a la cabeza: alguien quiere hacerme daño. ¡Oh, Dios! ¡Dios! Todo mi cuerpo es presa del pánico. Alguien intenta matarme pero no puede hacerlo, no puede porque tengo dos hijos pequeños. Al cabo de unos según dos me sobrepongo a la oleada de terror y solo siento una absurda incredulidad.
Necesito un poco de agua. Busco las llaves del coche, pero me doy cuenta de que me olvidé de cerrarlo y las meto de nuevo en el bolso. Sin volver la cabeza para no ver el gato, forcejeo para abrir la puerta del conductor. Mis brazos y mis manos se han quedado sin fuerzas; no soy capaz de abrir hasta el tercer intento. Cuando por fin lo consigo, busco la botella de agua debajo del asiento del conductor y del acompañante. No está. Estoy a punto de cerrar la puerta cuando veo que está en el asiento del acompañante. Parpadeo, casi esperando que desaparezca. Gracias a Dios eso no ocurre. Inclinando la cabeza, bebo todo el agua que queda, derramándola en el cuello y la blusa. Cierro el coche, sin mirar el gato, y empiezo a andar hacia el centro de la ciudad.
Le han tapado la boca con un trozo de cinta adhesiva marrón. Una advertencia para que no hable. ¿Qué otra cosa podría significar?
Corro hasta llegar a Marios, el único café agradable y barato que queda en Spilling. Su dueña, cuyo pelo, blanco y negro, parece el de una mofeta, se pasa el día cantando arias de ópera a voz en grito, convencida de que es «un personaje». Normalmente, eso me da ganas de exigir un descuento, pero hoy me alegro de oír sus desafinados gorgoritos. Le dedico una sonrisa forzada cuando entro, pido una lata de Coca-Cola para que me deje en paz y busco una mesa que no pueda verse desde la calle.
Lo primero es lo primero: tengo que llamar a la guardería para asegurarme de que Zoe y Jake están bien. A duras penas puedo estarme quieta mientras escucho los tonos de llamada. Al final, una de las chicas me contesta y me dice que mis hijos están bien… ¿Por qué no iban a estarlo? Estoy casi a punto de pedirle que eche un vistazo a la calle en busca de gatos muertos, pero consigo reprimirme.
No te tengo miedo, hijo de puta.
Abro la lata de Coca-Cola y tomo varios generosos sorbos que me llenan el estómago de molestos gases. Acto seguido arranco dos páginas de mi cuaderno y empiezo a escribir otra carta a la policía. Escribo muy deprisa, de forma automática, sin darme tiempo para pensar. Tengo que ponerlo todo por escrito antes de que se me nuble de nuevo la mente. Me agarro a un extremo de la mesa; tengo la sensación de que un montón de agujas me están pinchando la piel por todo mi cuerpo. Tengo que comer algo, pero en lugar de hacerlo, sigo escribiendo sin parar todo lo que creo que debe saber la policía hasta que no puedo ignorar por más tiempo las contracciones de la garganta. Voy a vomitar. Cojo la carta y el bolso y salgo corriendo hacia los servicios, donde escupo toda la Coca Cola que me he tomado. Una vez con el estómago nuevamente vacío, bajo la tapa del váter, me siento y apoyo la cabeza contra la pared. Pienso que hoy podría recoger más temprano a Zoe y a Jake. No he ido a trabajar; podría ir a recogerlos ahora mismo.
Aún no he terminado la carta. Quiero seguir escribiendo, aunque no puedo recordar qué. Unas sombras extrañas bailan ante mis ojos, nublándome la vista. Abro el bolso y saco un sobre que lleva ahí dentro al menos un año. Está dirigido a Crucial Trading, una empresa de moquetas y alfombras. Se supone que debía rellenar un cuestionario sobre el nivel de satisfacción del cliente y enviárselo. Nick y yo nos gastamos siete mil libras en una moqueta de lana y en unas alfombras de sisal y cuero para nuestra vieja y acogedora casa, antes de volvernos locos y decidir que debíamos trasladarnos a una vivienda que estuviera al lado de la Escuela Primaria Monk Barn. Esa idea me hace de llorar. Y acto seguido me doy cuenta de que no puedo ir a recoger a Zoe y a Jake porque me han rajado las ruedas del coche, y eso me hace llorar aún más.
Saco del sobre el formulario sin rellenar, meto la carta dentro, tacho el nombre y la dirección de Crucial Trading y escribo «policía» en letras mayúsculas. Solo soy capaz de escribir esa palabra. Vuelvo a mi mesa tambaleándome, empapada en sudor, y me reconozco a mí misma que me encuentro muy mal. Debe de haber sido el choque. Tendría que ir a recoger a los niños y volver a casa antes de que me sienta peor.
—Necesito un taxi —le digo a la mofeta soprano.
Ella me mira con expresión desconfiada.
—La parada está enfrente de la tienda de alimentos naturales —contesta—. ¿No quiere comer algo?
—¿Sally? —Oigo una voz masculina, muy grave, detrás de mí. Me doy la vuelta y veo a Fergus Land, mi vecino. Me está sonriendo, contento como de costumbre, y yo me siento si cabe más débil—. Puedo llevarte yo —dice—. ¿Vas a casa? ¿No trabajas hoy?
—No, gracias —digo, haciendo un esfuerzo por responder—. Gracias, pero… prefiero tomar un taxi.
—¿Te encuentras bien? ¡Por Dios, estás muy pálida! Te has pasado, ¿no? ¿Fuiste a alguna fiesta anoche?
Es tan amable, y parece tan preocupado… Si se hubiera ofrecido a llevarme a la guardería y luego a casa en silencio, habría aceptado encantada, pero la perspectiva de tener que darle conversación me supera.
—¿Le comentaste a Nick que tenía su permiso de conducir? No me ha…
—Fergus. —Le agarro la mano y lo obligo a sujetar el sobre—. ¿Me harías un favor? Es muy importante. Envía esto por mí. No le digas nada a Nick, no se lo digas a nadie, y no lo leas. Tú limítate a enviarlo. ¿Lo harás?
—¿La policía? —dice, en un susurro perfectamente audible, como si la policía fuera una polémica sociedad secreta que no había que mentar entre gente respetable.
—Ahora no puedo explicártelo. Por favor… —insisto, casi con un pie en la calle.
—Sally, no sé… Yo…
Salgo del café y pienso que si soy capaz de llegar al trabajo de Nick todo irá bien. Necesito hablar con él. Necesito decirle que hay alguien que deja animales decapitados junto a mi coche. Me dirijo a toda prisa hacia la parada de taxis, mirando hacia atrás cada cinco segundos para comprobar que no me sigue nadie y fingiendo que no oigo a Fergus, que está frente a Marios, gritándome:
—¡Sally! ¡Vuelve, Sally!
Me tambaleo en la acera. Es como si mis piernas fueran de lana. No veo ningún Alfa Romeo rojo. Sí hay otros coches de ese color; su resplandor me hiere los ojos. Y un Volkswagen Golf verde que está detrás de mí, a pocos centímetros de distancia, en la zona peatonal de la calle. Me detengo y me vuelvo en dirección a Marios. Fergus se ha ido.
El Volkswagen Golf verde se para y el conductor abre la puerta.
—Sally. —Me siento aliviada—. ¿Estás bien?
Es como si lo viera a través de una cortina de agua, pero aun así estoy segura: es el hombre de Seddon Hall.
—Mark —digo, con un hilo de voz.
La calle da vueltas a mi alrededor.
—Sally, tienes un aspecto horrible. Sube al coche.
No ha cambiado en absoluto. Su cara es redonda y no tiene arrugas, una cara de colegial travieso. Como la de Tintín. Sin embargo, su expresión es de preocupación.
—Sally, estás… Tengo que hablar contigo. Estás en peligro.
—Tú no eres Mark Bretherick.
Parpadeo para aclarar mi visión, pero no funciona. Todo está borroso.
—Oye, no podemos hablar aquí. ¿Qué pasa? ¿Te encuentras mal?
Baja del coche. Los contornos de la escena que se está desarrollando ante mis ojos se difuminan; todas las tiendas tiemblan, como por efecto de una distorsión. Solo soy vagamente consciente de lo que ocurre —como si se tratara de un sueño que veo a través de un velo muy fino, el sueño de otra persona—, de tener frente a mí a Mark Bretherick y de ser sostenida por sus brazos. No el auténtico Mark Bretherick. Mi Mark Bretherick. Tengo que alejarme de él, pero no puedo moverme. Tiene que haber sido él: el gato, el autobús, todo. Sí, debe de haber sido él.
—¿Sally? —dice, acariciándome una mejilla—. Sally, ¿puedes oírme? ¿Quién era el hombre que gritaba tu nombre delante del café? ¿Quién era?
Intento responder, pero ya no hay nadie. No hay nadie en ninguna parte, salvo yo, y solo estoy dentro de mi cabeza, que se hace cada vez más pequeña. Dejo que me invada la nada.