7/8/07
El subinspector Colin Sellers se olió la axila cuando tuvo la certeza de que nadie lo estaba mirando. No se quedó convencido. La olió de nuevo, pero no era capaz de decir si lo que apestaba era su ropa o algo que estaba a su alrededor. ¿Qué habría en las tiendas de beneficencia? Decidió no volver a decirle a Stacey que se comprara la ropa en Oxfam en vez de hacerlo en Next. Hacía años que no había entrado en uno de esos establecimientos; por eso no sabía que todos olían como un guiso pasado: capas de rancio una encima de otra, como si fueran las décadas de una vida que ha decepcionado a quien la ha vivido.
Normalmente, Sellers no era dado a lamentarse, pero aquellas tiendas lo habían llevado a hacerlo. Primero se había recorrido todas las tintorerías —cuyo olor a productos químicos ya había sido bastante desagradable—, pero ahora deseaba haberlo hecho al revés y dejar lo mejor para el final. Cualquier cosa era más soportable que las tiendas de beneficencia.
Estaba en Hildred Street, en Spilling, en una tienda de la cadena Age Concern que, por suerte, era la última de la lista. Por la noche le pediría a Stacey que le lavara la ropa que llevaba a la temperatura más alta. O puede que simplemente la tirara. Tenía claro lo que no haría: donarla a una de esas tienduchas para que la comprara un pobre desgraciado. A partir de aquel momento, Sellers había decidido declarar la guerra a las tiendas de ropa de segunda mano. Se dijo que la gente debería limitarse a dar dinero a las asociaciones benéficas y punto. Un bonito cheque que no oliera a grasa, a muerte o a fracaso.
Sellers pensó que nunca había dado dinero para obras de caridad. No podía permitírselo, porque, además de mantener a Stacey y a los niños, tenía que asegurarse de que Suki, su amante, se divirtiera para evitar que se cansara de él. Además, estaban las clases de francés de Stacey, que lo irritaban hasta lo indecible. S’il vous plaît. Si volvía a oírla decir eso una vez más, le haría tragarse el diccionario de francés.
Finalmente, una anciana vestida con un jersey de cuello alto de color púrpura y un collar de enormes perlas falsas salió de detrás de la cortina bordada, sosteniendo en la mano las dos fotografías en color que Sellers le había entregado hacía unos minutos a su compañera, una mujer más joven y mucho más atractiva. Una de las fotos era de Geraldine Bretherick y la otra de un traje de Ozwald Boateng marrón igual que el que Mark Bretherick había echado en falta.
—¿Es usted policía?
La anciana hizo un esfuerzo por inspeccionar a Sellers de arriba abajo, aunque era unos cuantos centímetros más baja que él. La mujer, de unos setenta años, tenía el pelo blanco, suave y esponjoso; en su rostro podían verse unos lunares tan grandes que parecían trozos de estuco marrón. Tenía una nariz aguileña y una cantidad tan exagerada de piel sobre los párpados que estos parecían sendos acordeones en miniatura.
—¿Quiere saber si alguien dejó un traje como este?
—Eso es.
—No, me acordaría. Tiene unas solapas muy raras. —Lanzó una intimidante mirada a Sellers, como si lo desafiara a llevarle la contraria—. No creo que a nuestros clientes les gustara.
—¿Y qué me dice de esta mujer? ¿Recuerda haberla visto en las últimas semanas?
—Sí.
—¿De verdad? —Sellers aguzó el oído. Hasta entonces, la respuesta a esa pregunta siempre había sido un rotundo «no». Había estado en todas las tintorerías y tiendas de beneficencia de Culver Valley, pero podría haberse ahorrado el trabajo—. ¿Dejó algo aquí?
—No. —La anciana inclinó la nariz hacia él—. Usted me ha preguntado si recordaba haberla visto. Y sí, la recuerdo. Solía ir a menudo a la tienda de marcos que hay enfrente. La veía salir del coche, que dejaba justo delante de la tienda… Aparcaba en doble fila. Normalmente llevaba algún dibujo horroroso… Solo eran manchas y garabatos; obviamente, debían ser obra de un niño. Yo le decía a Mandy: «Esa mujer debería ir a un psiquiatra». A ver, una cosa es pegar dibujos en la puerta del frigorífico, pero enmarcarlos… Además, ¿por qué no esperaba para llevarlos todos a la vez? ¿Es que no tenía nada mejor que hacer?
—¿Mandy? ¿Es su ayudante?
Sellers lanzó una ojeada a la cortina bordada, pero no había ni rastro de la atractiva joven que lo había atendido. Se recordó a sí mismo que ya tenía una joven atractiva: Suki.
—Si tenía tiempo para llevar uno por uno esos garabatos, entonces también lo tenía para aparcar como es debido —dijo la anciana—. Evidentemente, debía pensar que solo sería un momento, pero aun así no es excusa para aparcar en doble fila. Las normas debemos respetarlas todos, ¿no es así? No podemos hacer excepciones cada vez que nos apetezca.
—Exacto —repuso Sellers, porque no podía decir otra cosa. Además, en general estaba de acuerdo con todo, salvo en los asuntos concernientes al corazón. Al corazón y a otros órganos igualmente importantes.
—Está muerta, ¿verdad? —La piel de los párpados se redistribuyó en nuevos pliegues cuando la anciana alzó los ojos para mirarlo—. Lo vi en las noticias.
—Sí.
Y tú sigues quejándote porque aparcaba mal. ¡Piérdete, vieja bruja!
—¿Qué hora es?
—Son casi las siete.
—Entonces será mejor que se marche. Dentro de poco empieza nuestra reunión nocturna.
—De todos modos, ya había acabado.
Sellers echó un vistazo a las tres filas de sillas de plástico dispuestas en semicírculo en el centro de la tienda. Una noche salvaje para todos, seguro.
—Debería haber venido por la tarde.
—Ya lo hice, pero estaba cerrado.
—Mandy estuvo aquí toda la tarde —lo contradijo la anciana—. Abrimos todos los días laborables de nueve y media a cinco y media. Y, además, tenemos nuestras reuniones nocturnas.
Sellers asintió con la cabeza. De modo que Mandy se había tomado una tarde libre. Aquella chica le gustaba cada vez más. Se preguntó si asistiría a la reunión nocturna. Estaba a punto de preguntar qué le ofrecía aquella noche la tienda de Age Concern de Spilling cuando recuperó la cordura, le dio las gracias por su ayuda a la anciana y se fue.
El Brown Cow, donde debía haberse reunido con Gibbs hacía media hora, estaba a cinco minutos andando. Mientras caminaba por High Street, sonriendo a todas las mujeres de piernas largas y pechos grandes con las que se cruzaba, Sellers admitió para sí mismo que últimamente pensaba muy a menudo en otras mujeres. Lo cual debía significar que era un cabrón hambriento. Él ya tenía dos mujeres. ¿Acaso no le bastaba con ellas? ¿Cuánto tiempo se conformaría solo con pensar? ¿Cuánto tiempo pasaría hasta que diera rienda suelta a lo que crecía en su interior?
Sellers no era demasiado bueno a la hora de negarse lo que deseaba. Cedía de inmediato y de buen grado a las tentaciones, y se sentía orgulloso de ello. Era mucho mejor aprovechar el momento y vivirlo que ser un puritano como Simon Waterhouse, evitando todo aquello que pudiera proporcionar placer. El problema era que Sellers no quería cargar con una tercera mujer que tarde o temprano se sentiría con derecho a exigir tanto como Stacey y Suki. Esa tercera mujer —no dedicó mucho tiempo a delinear su perfil— tendría que ser dócil, prácticamente muda y estar interesada solo en el sexo. Mandy, la chica de Age Concern, no parecía cumplir esos requisitos. Ávido como estaba por hacer una nueva conquista, Sellers descartó la posibilidad de pasar las noches en las tiendas de beneficencia, sentado en una silla de plástico mientras escuchaba una conferencia sobre África a cargo de algún perdedor barbudo y vegetariano.
Sellers se topó con Gibbs en la puerta del pub.
—Pensaba que me habías dejado plantado.
—Lo siento. Me llevó más tiempo de lo previsto.
—Entonces, entremos a tomar algo.
Sellers pidió dos pintas de Timothy Taylor Landlord. Al menos, los gustos en cuestión de cerveza de Gibbs no habían cambiado después de haberse casado. Todo lo demás sí había cambiado, aunque Gibbs no era consciente de ello o prefería no hablar del tema. Sellers sacó dinero para pagar y echó una ojeada a la mesa situada en un rincón que había escogido Gibbs, lejos de la gente. Se había sentado ante dos vasos de pinta vacíos; con el dedo índice, recorría la mesa con la cerveza que se había derramado, tratando de cambiar su forma. Sí, ahora se comportaba como de costumbre, pero su mirada… Sellers tenía la sensación de estar en el pub con una versión de Christopher Gibbs sacada del museo de cera de Madame Tussauds, limpio e inmaculado. ¿Qué le había hecho Debbie? ¿Acaso lo metía en la lavadora?
El pub también había cambiado. En tiempos disponía de una sala para no fumadores, pero ahora estaba prohibido fumar en todo el local. Además, desde que el dueño se había dejado embaucar por algún adicto a la leña de sándalo, en la chimenea ya no ardían leños corrientes, de modo que el lugar olía igual que el reluciente pelo de Gibbs.
—Ninguna novedad sobre el traje —dijo Sellers, dejando las cervezas sobre la mesa. Deliberadamente, le pilló un dedo a Gibbs con la suya antes de moverla de posición y pedirle disculpas por la molestia.
—Esta tarde he visto a Norman.
—¿Norman Bates? ¿Cómo está su madre? —bromeó Sellers.
—Norman, el informático. Por el portátil de Geraldine Bretherick.
—Ah, sí.
—Si compró GHB por Internet, lo hizo desde otro ordenador.
—Es posible. Quizá fue a un cibercafé o utilizó el de un amigo.
Sin embargo, Sellers cayó en la cuenta de que no había ningún cibercafé en Spilling y que en Rawndesley solo había uno. De todas formas, siempre quedaban las bibliotecas.
Gibbs parecía incómodo.
—¿Qué pasa? —le preguntó Sellers.
—Según me dijo Norman, el archivo del diario fue creado este año, el día 11 de julio. El cabrón de Waterhouse dijo que el 11 de julio era el décimo aniversario de boda de los Bretherick.
—¿Por qué le has llamado cabrón?
Sellers estaba confuso.
—Porque solo él podía decirlo… delante de Muñeco de Nieve.
—Yo nunca lo habría relacionado —repuso Sellers—. En cambio, Waterhouse es muy bueno con las fechas.
—Como no está con ninguna mujer, puede dedicarse a pensar en eso. Es lo que ocurre cuando no follas.
—Entonces —dijo Sellers, muy pensativo—, o Geraldine falseó las fechas del diario o lo escribió a mano esos días y luego lo pasó al ordenador un año después.
—¿Y por qué iba a hacer eso? ¿Y dónde está la copia escrita a mano? En la casa no estaba.
—Pudo haberla tirado porque ocupaba espacio.
Gibbs sopló frente al vaso de cerveza.
—Ya viste la mansión: allí había espacio para un equipo de fútbol de elefantes.
—De acuerdo. Entonces escribió esas entradas por primera vez el miércoles, 11 de julio, y luego les puso unas fechas que se remontaban a más de un año. ¿Por qué? —Sellers intentó contestar a su propia pregunta—. Supongo que podría ser una forma de decirle a su marido: «Hace mucho tiempo que me siento así y tú ni siquiera te has enterado». Pero, entonces, ¿por qué elegir solo fechas del año anterior? La primera entrada data del 18 de abril de 2006 y la última del 18 de mayo de 2006. No es un lapso de tiempo demasiado largo. ¿Por qué no distribuyó las fechas falsas durante tres años en vez de reducirlas a un período de un mes?
—¿Y yo cómo coño voy a saberlo? —Gibbs había desmenuzado un posavasos y estaba distribuyendo los pedacitos por el lago de cerveza que había sobre la mesa—. Puede que el diario lo escribiera otra persona.
—¿La que habría matado a Geraldine y a Lucy? ¿Quién?
—Waterhouse diría que fue William Markes.
—Venga…
—Incluso Stepford parece indeciso… En mi opinión, tiene sus dudas.
—Aún está nervioso; es nuevo. El hecho de que las fechas no coincidan no significa que el diario sea falso. Piénsalo: si hubieras matado a dos personas y quisieras falsificar el diario de una de ellas para que pareciera que tenía un móvil, no llamarías innecesariamente la atención escogiendo unas fechas que se remontan a más de un año, ¿no? En cambio, si fueras una mujer que no es feliz en su matrimonio, una mujer que está harta de su marido, crear el archivo del diario el día del décimo aniversario de tu boda sería un modo de golpear más fuerte, ¿no crees? Tras diez largos años de tortura, pensarías, ha llegado el momento de lanzar un poco de veneno… —Sellers se ruborizó y dejó de hablar al ver la expresión del rostro de Gibbs—. Estás deseando que llegue tu aniversario con Debbie, ¿no es así?
Gibbs se echó a reír.
—No hay ningún peligro de que Debbie se sienta así después de diez años de matrimonio. Desde que nos casamos, es una mujer completamente distinta. Nunca se cansa de estar conmigo.
Sellers no tenía ganas de oír que, de pronto, Gibbs se había convertido en alguien muy solicitado.
—¿Alguna novedad sobre el portátil?
—Norman aún está trabajando en ello.
La puerta del pub se abrió y entraron dos chicas vestidas con minifalda y camiseta sin mangas. Una de ellas lucía un piercing en el ombligo. Gibbs le dio un codazo a Sellers.
—¿Son lo bastante jóvenes para ti?
—Que te den.
—Vamos, acércate a ellas y babea un poco. Colin Sellers, el rey del ligoteo, con sus patillas pasadas de moda. «Muy bien, cariño, vístete; el taxi te está esperando. Son las cuatro de la madrugada; si no te importa, lo pagas tú, cielo».
Su intento de imitar el acento de Doncaster era penoso; como mucho, parecía galés. ¿Qué le pasaba a Gibbs? ¿Es que de repente se creía un actor?
—Gilipollas —dijo Sellers.
Pensó en Mandy y en la reunión de la tienda de Age Concern y se dio cuenta de que se había equivocado en su elección. Teniendo en cuenta cómo se sentía en aquel momento, habría preferido estar sentado en una silla de plástico en una maloliente tienda durante el resto de su vida a condición de que Gibbs no se sentara a su lado.
Cuando Charlie abrió la puerta y vio a Simon, el corazón le dio un vuelco y se precipitó en su estómago. Luego, con la misma rapidez y sin avisar, empezó a ascender de nuevo, como si alguien lo hubiese llenado de helio. Simon estaba allí; había hecho el esfuerzo de presentarse en su casa. Ya era hora.
—Hola —dijo Charlie.
Simon escondía algo en la espalda. ¿Flores? Era poco probable, a menos que hubiera contratado a alguien que le diera lecciones de buenos modales desde la última vez que había hablado con él.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó él, echando un vistazo al vestíbulo, completamente vacío.
—Estoy redecorando la casa.
—Ah, vale. Lo siento, yo…
Simon estiró el cuello, buscando los botes de pintura y los plásticos para cubrir los muebles que Charlie aún no había comprado.
—No ahora, en este preciso momento. Estaba a punto de comerme un estofado precocinado directamente del envase. ¿Te apetece?
—¿Por qué no lo calientas? —Simon tenía una expresión de desconcierto—. Tienes un microondas.
—Supongo que preferirías que fuera casero y estuviera recién preparado. Con carne de ternera ecológica.
Conseguirás que se largue antes de que ponga un pie en casa.
—¿Por qué no me diste la carta a mí? —preguntó Simon con cierta hostilidad, para no ser menos que ella—. La carta según la cual Mark Bretherick no es quien dice ser. ¿Por qué se la entregaste a Proust?
Intercambiaron una mirada desafiante, como en los viejos tiempos. Era increíble lo poco que tardaban en volver a engancharse.
—Ya sabes la respuesta.
—No, no la sé. No sé nada. No sé por qué has dejado de hablarme ni por qué te largaste del departamento. Crees que tengo la culpa de lo que ocurrió el año pasado, ¿verdad?
—No quiero hablar de eso. Lo digo en serio.
Charlie agarró el pomo de la puerta, dispuesta a cerrarla. Evidentemente, ya era demasiado tarde: la vergüenza ya había entrado en su casa. Estaba ahí incluso antes de que Simon pronunciara las palabras «el año pasado». Charlie sabía que él lo sabía, y bastaba con eso.
Simon se quedó mirando fijamente sus zapatos.
—De acuerdo, me estás castigando —dijo, con voz tranquila—. Y se supone que debería adivinar el motivo.
¿Cómo podía hacerle entender Charlie que sentía más respeto por él desde que ella se había alejado de su vida? Desde el principio, Simon había demostrado tener sentido común y se había distanciado de ella; sabía que tenía una tara que tarde o temprano saldría a la luz.
—Así pues, has echado a perder tu carrera solo por despecho —dijo él, furioso—. Me siento muy halagado.
Charlie se echó a reír.
—El mundo no empieza ni acaba en el departamento de investigación criminal, ¿sabes? ¿Y qué hay de tu carrera? ¿No crees que ya es hora de que prepares los exámenes para ser inspector?
—Un día alguien se dará cuenta de lo ridículo que resulta que yo aún esté en el departamento y hará algo al respecto. No pienso presentar ninguna solicitud.
—¿Pero qué tonterías estás diciendo? —Charlie no pudo morderse la lengua. ¿Cómo lo conseguía Simon? ¿Cómo se las arreglaba para golpearla siempre donde más le dolía?—. Nunca serás inspector si no te presentas a los exámenes, lo sabes perfectamente.
—Sé que hay un montón de gente que se muere de ganas de humillarme. No pienso suplicar un ascenso. Prefiero seguir siendo subinspector toda la vida y dejar en ridículo a todo el mundo demostrando que soy mejor que ellos. En cuanto al dinero, tengo todo el que necesito.
Charlie sabía que solo Simon podía tomar una decisión así y ser consecuente con ella. Consecuente hasta el final. Tenía ganas de echarse a llorar.
—Oye, no podemos hablar en la puerta. Pasa, si no te importa demasiado que la casa esté hecha un desastre. Pero antes hablaba en serio: hay ciertos temas que están prohibidos. —Charlie se volvió y recorrió el estrecho pasillo hasta la cocina—. Por cierto, ¿qué escondes ahí detrás? Si es una botella de vino, puedes dejarla aquí.
Charlie sacó el estofado precocinado del armario. Aparte de eso, solo tenía en la nevera un poco de arroz tres delicias en una bandeja de aluminio que había comprado dos días atrás. Tendrían que arreglarse con eso.
Escuchó el crujido de un plástico, el ruido de algo que sacaban de una bolsa. Charlie se volvió para echar un vistazo y vio dos horribles tarjetas de felicitación sobre la mesa de la cocina. Estaban arrugadas; por su aspecto, parecía que Simon se las hubiera metido en el bolsillo de los pantalones. Se quedó mirando las flores de color pastel y las letras doradas.
—¿Qué es esto? —preguntó, acercándose un poco—. Tarjetas de aniversario.
Increíble pero cierto. Charlie se echó a reír.
—Querido, no me digas que me olvidé de nuestro aniversario.
—Léelas —dijo Simon bruscamente.
Charlie abrió las dos al mismo tiempo. Tras examinar primero una y luego la otra, frunció el ceño.
—No te preocupes, no son pruebas robadas —dijo Simon—. Las originales están en casa de los Bretherick. Pero eso es lo que había escrito en ellas, palabra por palabra.
—¿Sam te obligó a comprar dos tarjetas y a copiar los mensajes? ¿Por qué no hiciste simplemente una fotocopia?
Simon se sonrojó.
—No quería traerte unas fotocopias. Quería que vieras tarjetas de verdad, tal y como yo las vi en la repisa de la chimenea de Corn Mill House.
Charlie intentó mantenerse impasible. ¿Quién más se habría tomado aquella molestia? Para que su réplica fuera aún más precisa, Simon había elegido dos tarjetas para felicitar un décimo aniversario de boda, como los Bretherick, supuso Charlie. Ambas tenían impreso el número diez en la portada.
—¿Dónde las has comprado?
—En una gasolinera.
—¡Qué romántico!
—No te rías de mí, ¿vale?
La mirada de Simon expresaba una advertencia más severa que sus palabras. Charlie sintió que se encogía por dentro. ¿Le estaba recordando Simon que ya no estaba en posición de sentirse superior a él? ¿Superior a nadie? Daba igual que fuera o no esa su intención, porque ella ya se lo recordaba a sí misma.
Charlie cogió el envase de estofado, lo abrió y lo echó en un cazo de color naranja. Bienvenido a la cena más deprimente del mundo. Ni siquiera tenía cerveza.
—Quería hablar contigo. De Geraldine y Lucy Bretherick. —A sus espaldas, la voz de Simon sonó más cerca—. Eres la única persona con la que quiero hablar de ello. Sin ti no es lo mismo. Me refiero al trabajo. Es un asco.
—Sam me ha mantenido al corriente —dijo Charlie.
—¿Saín? ¿Kombothekra?
—Sí. No hace falta que pongas esa cara.
—¿Os veis? ¿Cuándo? ¿Dónde?
Simon no trató de disimular en ningún momento su disgusto.
—Él y su mujer me han invitado a cenar a su casa alguna vez.
—¿Por qué?
—Muchas gracias, Simon.
—Has entendido perfectamente lo que quiero decir. ¿Por qué?
Charlie se encogió de hombros.
—Son nuevos aquí. Bueno, casi. No creo que tengan demasiados amigos.
—A mí nunca me han invitado.
—¿Por qué no le dices a tu madre que los llame para quejarse? ¡Eres patético, Simon!
—¿Y por qué vas a su casa?
—Me dan comida y bebida gratis. Y no esperan que yo les devuelva la invitación, porque estoy soltera, doy pena y necesito que alguien cuide de mí. Kate Kombothekra cree que todas las mujeres solteras que rondan la treintena viven en burdeles sin cocina.
Simon sacó una silla de la mesa y la arrastró por el suelo recién pulido. Se sentó y se inclinó hacia delante, apoyando sus enormes manos en las rodillas, como si estuviera a punto de sallar de un momento a otro.
Hace un año que no me hablas, pero vas a cenar a casa de los Kombothekra.
Charlie dejó de remover el estofado y lanzó un suspiro.
—Eras la persona a la que me sentía más próxima. Antes. Pero he comprobado, y sigo comprobando, que me resulta más fácil estar con gente que…
—¿Que qué?
Simon había respondido con dureza; el próximo paso podía ser un puñetazo. Solía atacar a la gente a todas horas. A los hombres. Charlie esperaba que recordara que ella era una mujer, porque con Simon nunca se sabía.
—Gente a la que no conozco muy bien —continuó Charlie—. Gente con la que puedo relajarme, con la que no debo preocuparme porque sepan exactamente cómo me siento.
La rabia se esfumó del rostro de Simon. Fuera lo que fuera lo que lo carcomía, las palabras de Charlie parecían haberlo neutralizado.
—No tengo ni idea de cómo te sientes —balbuceó, después de unos segundos, siguiendo los movimientos de Charlie.
—¡Y una mierda! Piensa solo en cómo dijiste «el año pasado» cuando llegaste.
—Charlie, no sé de qué me estás hablando. Yo solo desearía que las cosas volvieran a ser como antes, nada más.
—¿Como antes? ¿Es eso a lo que aspiras? Soy una infeliz desde el momento en que te conocí, ¿lo sabías? Tú me despiertas muchos sentimientos. Y eso no tiene nada que ver con «el año pasado». —Charlie alzó la voz para pronunciar aquellas ofensivas palabras—. Contigo me entran ganas de cerrarme y de… ¡convertirme en un robot! —Charlie se cubrió la cara con las manos, clavándose las uñas en la frente—. Lo siento. Por favor, olvida todo lo que he dicho.
—¿Se está quemando la salsa?
Simon se removió en la silla, sin mirar a Charlie. Seguramente quería marcharse para ir al Brown Cow, donde podría contarles a Sellers y a Gibbs lo loca que estaba. La Charlie de un tiempo atrás nunca habría contado tantas verdades de golpe: habría tenido demasiado que perder.
El estofado precocinado había recibido su merecido, Charlie sacó el cazo del fuego y lo tiró directamente en el fregadero. El agua enjabonada rebasó los bordes. Se quedó mirando el cazo mientras se hundía y la carne y la salsa de tomate desaparecía bajo la espuma.
—Entonces, ¿Kombothekra te dijo lo que pensaba sobre Geraldine y Lucy Bretherick?
—¿Acaso hay alguna duda? La madre mató a la hija y luego se suicidó, ¿no?
—Proust no lo cree, y yo tampoco.
—¿Por qué? ¿Por la carta que encontré en la oficina de correos? Eso debe ser la idea que algún chalado tiene sobre cómo divertirse.
—No es solo por eso. ¿Te ha hablado Kombothekra de William Markes?
—No. ¡Ah, sí! ¿El nombre que aparece en el diario? Simon, podría ser cualquiera. Podría ser… No lo sé, alguien que ella conoció un día y que la molestó.
—¿Y las tarjetas? —dijo Simon, señalando la mesa con el entrecejo.
Charlie se sentó frente a él y volvió a echarles un vistazo.
—Sam no mencionó las tarjetas.
—Sam no es un detective. No vio nada extraño en ellas y yo no le he dicho lo que pienso. No se lo he dicho a nadie.
Sus miradas se encontraron. Charlie comprendió que Simon se había guardado eso para ella.
Abrió de nuevo la primera tarjeta. Le pareció extraño ver el mensaje —un mensaje de Geraldine Bretherick dirigido a su marido— escrito con la diminuta y precisa caligrafía de Simon. «A mi querido Mark. Gracias por diez maravillosos años de matrimonio. Estoy segura de que los próximos diez serán aún mejores. Eres el mejor marido del mundo. Con amor, tu esposa Geraldine». Después de la firma, tres besos. La segunda tarjeta —escrita también por Simon— decía: «A mi amada Geraldine, feliz décimo aniversario. Me has hecho tan feliz estos diez primeros años de matrimonio que solo puedo pensar en nuestro futuro juntos; sé que será tan maravilloso como estos diez años. Con todo mi amor, para siempre, Mark». En esta había cuatro besos; Mark Bretherick había superado a su esposa.
—Hay gente muy rara —dijo Charlie—. Además, que esté escrito con tu letra no ayuda mucho. Imagínate escribiendo algo así.
Charlie soltó una risita tonta.
—¿Qué escribiría?
—¡Bah!
—Si llevara diez años casado, ¿qué escribiría?
—Arriba de todo seguramente pondrías: «A quien sea», y al final: «Te quiere, Simon» o puede que simplemente: «Simon». —Charlie entrecerró los ojos—. O quizá ni siquiera escribirías una tarjeta, porque pensarías que es una tontería.
—Y tú, ¿qué escribirías?
—¿Adónde quieres ir a parar, Simon?
—Vamos, contesta.
Charlie lanzó un suspiro y puso los ojos en blanco.
—«A quien sea, feliz aniversario. No entiendo cómo aún no me he divorciado de ti después de saber que te gusta jugar, que no nos entendemos en nada y que te van las cosas raras en la cama. Te quiero mucho, Charlie.» —dijo, con un estremecimiento—. Tengo la sensación de estar examinándome de nuevo en la clase de teatro. ¿Qué pretendes demostrar?
Simon se levantó y se dirigió hacia la ventana. Solía ponerse nervioso cuando se hacía alguna alusión al sexo. Siempre le ocurría lo mismo.
—Feliz aniversario. ¿No feliz décimo aniversario?
—Supongo que también podría escribir eso.
—Tanto Mark como Geraldine Bretherick parecen estar obsesionados con el número diez. Está impreso en la portada de las dos tarjetas y ambos lo mencionan dos veces.
—¿No se supone que diez años son el primer hito? —dijo Charlie—. Quizá se sintieran orgullosos de ese récord.
—Lee bien lo que dicen —repuso Simon—. ¿Qué clase de pareja era para escribirse eso mutuamente? Es muy formal, muy elaborado. Parece propio de la época victoriana. Se diría que apenas se conocían. En tu tarjeta, la que has imaginado, bromeaste sobre el juego…
—Y no te olvides de las prácticas sexuales.
—Era una broma. —Simon se negó a desviarse del asunto—. Cuando tienes una relación estrecha con alguien, gastas bromas y haces comentarios que al resto de la gente se le escapan. Pero estas tarjetas suenan como las forzadas cartas de agradecimiento que me obligaban a escribir a mis tíos cuando era pequeño, en las que trataba de decir lo justo y a divagar un poco para que no resultaran demasiado breves…
—¡No puedes sospechar solo porque no haya ningún chiste! Quizá los Bretherick eran sencillamente una pareja sin sentido del humor.
—¡Pero es que ni siquiera parecen una pareja! —exclamó Simon, encogiéndose de hombros. Su postura era más relajada, como si verbalizar sus sospechas le ayudara a disminuir la tensión—. Estas tarjetas se escribieron para ser mostradas. Las dejaron en la repisa de la chimenea y todo el mundo se tragó lo que dicen. Kombothekra se lo tragó…
—¿Estás insinuando que su matrimonio era una farsa?
Charlie empezaba a tener hambre. Si Simon no se hubiese presentado, habría sacado el cazo del fregadero, habría metido el estofado en otro para calentarlo y se lo habría comido ignorando la parte quemada y el sabor a Fairy.
—Voy a encargar comida por teléfono —dijo—. ¿Quieres algo?
—Pollo al curry y cerveza. ¿Crees que estoy equivocado?
Charlie reflexionó un momento sobre el tema.
—Yo no escribiría una tarjeta así ni en un millón de años. Tienes razón: su tono es el de una carta de agradecimiento, y odiaría estar casada con alguien que expresa sus sentimientos de ese modo, pero…, en fin, las relaciones de la gente pueden ser muy peculiares. ¿Qué periódico leían?
Simon frunció el ceño.
—El Telegraph.
—¿Se lo entregaban a domicilio?
—Así es.
—Pues ya lo tienes. Seguramente bautizaron a Lucy aunque nunca iban a la iglesia, y es probable que Mark le pidiera la mano de Geraldine a su padre y se sintiera muy orgulloso de su respeto por las tradiciones. Hay mucha gente que es muy aficionada a formalidades absurdas, sobre todo la de la clase media-alta.
—Tus padres son de clase media-alta —repuso Simon, que solo había visto a los padres de Charlie en una ocasión.
Charlie desestimó aquella observación con un gesto de la mano.
—Mis padres son dos exhippies que leen el Guardian y cuya máxima expresión de la diversión para un fin de semana es participar en una de esas manifestaciones contra las centrales nucleares, a la antigua usanza… No tiene nada que ver. —Charlie abrió un cajón, buscando el menú del restaurante de comida hindú para llevar—. En cuanto al número diez… ¿Habéis encontrado películas caseras en el domicilio? Por ejemplo, de Lucy soplando las velas de la tarta de cumpleaños o sentada en una silla sin hacer nada en especial.
—Sí, a montones. Tuvimos que verlas todas.
—Hay familias obsesionadas por grabarlo todo; les gusta más filmar sus vidas que vivirlas. Es probable que los Bretherick escribieran las tarjetas de su aniversario de boda pensando en la caja de los recuerdos familiares.
—Tal vez —dijo Simon, aunque parecía cualquier cosa menos convencido.
—Por cierto, vuestro experto no me entusiasma en absoluto.
—¿Harbard?
Charlie asintió con la cabeza.
—Anoche volvió a salir en la tele.
—Kombothekra es tímido —dijo Simon—. Sin embargo, los medios de comunicación le dejan en paz si Harbard aparece todos los días en la tele… Es el profesor mimado del departamento.
—A mí me parece un tipo vulgar y antipático —repuso Charlie—. Dentro de unos años, cuando su carrera haya empezado el declive, me lo imagino participando en Gran Hermano vip. ¿Te has dado cuenta de que es una versión obesa de Proust?
—Es el anti Proust —observó Simon—. Y Kombothekra no es ningún experto, eso por supuesto. Le harían falta unas cuantas clases para aprender a leer y resumir un texto académico. —Charlie arrugó la nariz, imitando el gesto de quien tiene aires de superioridad, pero Simon no se dio cuenta—. Está intentando reunir todo aquello que apoye su teoría. Hoy nos ha entregado un artículo, el último que ha escrito Harbard, y ha insistido en un párrafo que dice que la aniquilación familiar es un crimen que predomina sobre todo entre la clase media, porque a esa gente le preocupa mucho las apariencias y la respetabilidad. Lo que pretendía era poner en entredicho todas las declaraciones de las amigas de Geraldine, que juran que ella nunca habría matado a su hija ni se habría suicidado… En definitiva, de gente que sabía que esa mujer era feliz. Kombothekra citó ese párrafo, y con eso se suponía que demostraba que la felicidad de Geraldine Bretherick era tan solo una fachada y que el suyo era prácticamente un caso de manual: alguien cuya vida parece perfecta de cara a la galería, pero cuya infelicidad se cocía en su interior hasta el punto de llevarla a matar a su propia hija…
—No puedes tener la razón en todo —le interrumpió Charlie—. ¿La felicidad de Geraldine no era una farsa pero las tarjetas de aniversario sí lo son?
—Ahora no estoy hablando de eso —contestó Simon, impaciente. Y poco razonable, se dijo Charlie—. Lo que estoy diciendo es que Kombothekra interpretó mal ese artículo. Y de forma deliberada, porque era lo que le convenía. Ya te mandaré una copia para que lo leas.
—Simon, yo no me ocupo de…
—Esta teoría sobre gente de clase media que mata a sus familias porque no es capaz de mantener las apariencias de ser una familia perfecta… Más adelante, en ese maldito artículo, su autor dice claramente que el dinero siempre es un factor clave en estos casos. Hombres que se presentan ante el mundo y ante sus familias con las credenciales de la riqueza y el éxito, que han vivido por encima de sus posibilidades y de repente ya no pueden seguir fingiendo; la situación se les ha escapado de las manos y ya no son capaces de mantener esa ilusión por mucho que se esfuercen. Entonces, en vez de hacer frente a la realidad y de reconocer públicamente que son un fiasco y declararse en bancarrota, matan a su familia y se suicidan.
—Muy bonito —murmuró Charlie.
—Esos hombres quieren a sus familias, pero creen sinceramente que estarán mejor muertas. El artículo describe esto como «altruismo patológico». Se sienten avergonzados, porque no son capaces de mantener a su mujer y a sus hijos, que consideran como una extensión de sí mismos y no como individuos con pleno derecho. Los asesinatos que cometen son una especie de suicidio por poderes.
—¡Vaya! El profesor Harbard haría bien en revisar sus laureles.
—Todo esto lo he aprendido leyendo ese artículo —dijo Simon—. Y Kombothekra debería de haber hecho lo mismo. Nada de lo que dice puede aplicarse al caso de Geraldine Bretherick. Ella no era un hombre…
—Según el artículo, ¿se trata siempre de hombres?
—Es lo que da a entender. Ella no trabajaba…, no tenía responsabilidades económicas en el sustento de la familia. Mark Bretherick es un hombre rico. El dinero les sale por las orejas.
—Debe de haber otros casos que no se ajustan al patrón —repuso Charlie—. Gente que mata a su familia por otras razones.
—La única otra razón que se menciona en el artículo es la venganza. Hombres a quienes sus mujeres han abandonado o están a punto de abandonar, normalmente por otro. En esos casos se trata de asesinato por poderes más que de suicidio por poderes. El hombre considera a los hijos como una extensión de la mujer, de esa mujer que le es infiel, y los mata porque, como venganza, es mejor matarlos a ellos que a la esposa. De ese modo, ella tendrá que vivir sabiendo que sus hijos han sido asesinados por su propio padre. Y, evidentemente, luego él se suicida para evitar el castigo y presumiblemente…, y esto lo digo yo, no el artículo…, para situarse simbólicamente en el mismo plano que las víctimas, porque él también se considera una víctima. Es como si él dijera: «Mira, estamos todos muertos, yo y los niños, y es culpa tuya».
—¿Quieres decir que se trata de un asesinato por poderes pero que el hombre no se considera un asesino?
—Exacto. La verdadera víctima del asesinato es la familia feliz y la mujer que ha abandonado al marido es quien la ha matado… Así es como lo percibe el hombre.
Charlie se estremeció.
—Es repugnante —dijo—. Así, en frío, no soy capaz de imaginarme un crimen más horrible.
—La última parte es de cosecha propia —dijo Simon, con expresión de sorpresa—. ¿Me convierte eso en un sociólogo? —Cogió las dos tarjetas de aniversario y se las metió en el bolsillo de los pantalones, como si de repente le disgustara verlas—, Mark Bretherick no se veía con otra mujer —explicó—. Y si lo hacía, no hemos dado con ella. Y tampoco estaba pensando en dejar a Geraldine. Así pues, tampoco encaja con el patrón de la venganza.
—De acuerdo. —Charlie no estaba muy segura de lo que Simon quería que hiciera con toda esa información—. Entonces, háblalo con Sam.
—Ya lo he hecho y ha sido inútil. Mañana llamaré diciendo que estoy enfermo y me acercaré a Cambridge para hablar con el profesor Jonathan Hey, que es coautor del artículo de Harbard. Esta mañana concerté la entrevista. Necesito más información.
—¿Y por qué no hablas con Harbard? ¿No está aquí por este asunto?
—Está demasiado ocupado haciendo que le maquillen la calva en la BBC para dedicar su tiempo a tipos como yo. Además, solo tiene una obsesión: su predicción de que cada vez habrá más mujeres que cometan familicidio. Eso es lo que motiva a la gente para escribir a los periódicos, ya sea para criticarlo o para animarlo… Es lo que hace que su nombre siga saliendo en la prensa y que lo llamen para aparecer en programas de televisión, algo que le encanta.
—¿Y por qué habrá cada vez más mujeres que maten a sus hijos? —preguntó Charlie—. ¿Hace esa clase de afirmaciones y nadie dice nada?
—Intenta hacerle callar. Su argumento es muy sencillo: en la mayoría de los ámbitos, las mujeres están haciendo cosas que en otros tiempos solo solían hacer los hombres. Así pues, las mujeres empezarán a asesinar a sus familias. Por esa razón, se supone que Geraldine Bretherick debió de matar a su hija y luego se suicidó. ¿Acaso crees que trata de ser coherente con su propio artículo, con todas esas historias sobre el dinero y la venganza? A él le importa un bledo. Sus razonamientos se caen por su propio peso. Por eso quiero saber si su colega dice las mismas tonterías o si, como experto de igual nivel, ve las cosas de forma distinta. ¿Te apetecería acompañarme?
—¿Qué?
—A Cambridge.
—Mañana trabajo.
—A la mierda el trabajo. Te estoy pidiendo que vengas conmigo.
Charlie se echó a reír, incrédula.
—Oye, ¿por qué tienes que fingir que estás enfermo? Dile a Sam que quieres hablar con ese tal Jonathan Hey… Puede que le parezca una buena idea. Cuanto más expertos den su opinión, mejor, ¿no?
—Sí, claro. ¿Desde cuándo ha sido esa su filosofía? Nuestro experto oficial es Harbard. Si solicito otro me leerían la cartilla de los recursos.
—¿Y no crees que Hey dirá exactamente lo mismo que Harbard?
La expresión del rostro de Simon era de pura determinación.
—Puede que sí y puede que no. Harbard vive solo. En cambio, Hey es más joven que él, está casado, tiene hijos…
—¿Cómo te has enterado de todo eso?
—Esa es la magia de Google.
Charlie asintió con la cabeza. Era inútil intentar que Simon desistiera de su idea. En cuanto a ella, no le habría contado nada a Sam, porque no habría tenido nada que decir si Simon no le hubiese hablado de sus planes. Ahora la había convertido en su cómplice. ¿Qué era todo aquello? ¿Una especie de prueba?
—Me muero de hambre —dijo Charlie—. Voy a pedir ese pollo al curry antes de que me desmaye. Tardarán al menos media hora en traerlo y en casa no tengo ni una triste bolsa de patatas. Solo hay huevos, latas y un paquete de cubitos de caldo.
Simon no dijo nada. En su frente habían aparecido unas gotas de sudor.
—¿Quieres echarle una ojeada al menú? —insistió Charlie.
—Quiero que te cases conmigo.
La miraba fijamente, pegado a la silla, como si acabara de confesarle que padecía una enfermedad mortal y contagiosa y esperara verla retorcerse de horror.
—Bueno, ahora ya lo sabes —dijo él.
—Eso es lo mejor que podía pasar —le dijo Mark Bretherick a Sam Kombothekra.
Al menos, Sam sabía que el hombre que tenía delante de él era Mark Bretherick. Había seguido las instrucciones de Proust y lo había comprobado más veces de las que lo habría hecho alguien con un trastorno obsesivo-compulsivo, y de muchas maneras. No había ninguna duda. Mark Howard Bretherick, nacido el 20 de junio de 1964 en Sleaford, Lincolnshire. Era hijo de Donald y Anne y tenía un hermano menor, Richard Peter. Aquella tarde, Sam había hablado con una profesora de la escuela primaria a la que había asistido Bretherick; lo recordaba perfectamente y afirmó estar segura de que el hombre cuyas fotografías habían aparecido en la televisión y en la prensa era el niño a quien había impartido clases. «Reconocería esos ojos de inmediato», dijo la profesora. «Siempre pensé que tenía unos ojos tristes, aunque en realidad era un muchacho bastante feliz. Y también muy brillante. No me sorprendí al enterarme de que las cosas le habían ido muy bien».
Sam comprendió qué quería decir al hablar de sus ojos. Gibbs había conseguido una fotografía de Bretherick a los once años. Había ganado un campeonato escolar de natación y su foto había aparecido en un periódico local. El hombre que ahora estaba sentado frente a Sam era aquel mismo chico, solo que treinta y dos años después.
La voz de Bretherick al teléfono, cuando había convocado a Sam sin darle ninguna explicación pero insistiendo en que se trataba de algo urgente, tenía algo de infantil: era una voz estridente y llena de esa energía que pone inmediatamente en guardia a los adultos. Bretherick insistió en que había ocurrido «algo bueno» y Sam había salido enseguida para Corn Mill House, esperando que la situación no se hubiese deteriorado —a pesar de que era difícil imaginarlo desde el punto de vista de Bretherick—, aunque se temía que así fuera.
Puesto que Sam no había reaccionado ante lo último que había dicho, Bretherick lo intentó de nuevo.
—Me he permitido el lujo de tener mis dudas —dijo—, porque me parecía que usted no tenía ninguna. Debería haberme fiado de mi esposa y no de un desconocido. Lo digo sin ánimo de ofender.
Sam se sintió satisfecho de que Bretherick hubiese confiado en él, a pesar de que solo fuera temporalmente —¿cuánto tiempo? ¿Una hora durante aquella tarde, en su ausencia?—, aunque aquella fase ya había sido superada.
Bretherick tenía la piel cetrina y los ojos rojos por la falta de sueño. Él y Sam estaban en la cocina, sentados, uno frente a otro, a una enorme mesa de madera de pino. La alfombra verde que cubría el suelo molestaba a Sam, y eso le impedía disfrutar plenamente del ambiente. Se preguntó a quién se le ocurriría poner una alfombra en la cocina. A Geraldine Bretherick seguro que no: la que había en el suelo estaba manchada y parecía tener más de veinte años.
Sam se inclinaba por dar crédito a la historia de Bretherick. Era demasiado elaborada para ser una mentira; un hombre de la inteligencia de Bretherick inventaría algo más sencillo. Así pues, o aquello había ocurrido realmente o aquel hombre había empezado a sufrir alucinaciones de la noche a la mañana. Sam prefería la primera opción.
—Mark, entiendo que me está diciendo que una mujer muy parecida a su esposa le ha robado dos fotografías —dijo Sam, midiendo muy bien sus palabras—. Lo que no entiendo es por qué eso le ha puesto contento.
—¡No estoy contento!
Bretherick se sintió ofendido.
—De acuerdo, esa no es la expresión más indicada. Discúlpeme. Sin embargo, antes, por teléfono, y ahora, hace un momento, me ha dicho que eso es lo mejor que podía pasar. ¿Por qué?
—Usted me dijo que Geraldine se suicidó después de matar a Lucy porque no había más sospechosos…
—No dije exactamente eso. En todo caso…
—Lo cierto es que sí hay otro sospechoso. Un hombre que fingió ser yo. La mujer que ha venido afirma que el año pasado pasó un tiempo con él… No sé cuánto tiempo, pero me dio la impresión de que estaba hablando de un período bastante largo. Leyendo entre líneas, entendí que debió de tener una relación con él, aunque llevaba un anillo de casada. Me contó que ese hombre conocía muchos detalles sobre mi vida; le habló profusamente de Geraldine, de Lucy y de mi trabajo. ¿Por qué iba a mentir esa mujer? No tenía ningún motivo para hacerlo. No tenía ningún motivo para venir aquí e inventarse toda esa historia.
—Si es capaz de robar, también es capaz de mentir —dijo Sam—. ¿Está seguro de que se llevó esas dos fotografías?
Bretherick asintió con la cabeza.
—Una de Geraldine y una de Lucy. Había empezado a guardar ropa; la idea de tirarla me resultaba insoportable, pero no podía verla en la casa. Jean me dijo que se la llevaría toda hasta que estuviera preparado para volver a tenerla aquí.
—¿La madre de Geraldine?
—Sí. Metí dos fotos en una de las bolsas. Eran mis favoritas, las de Geraldine y Lucy en la reserva de búhos del castillo de Silsford. Las tenía en la mesa del trabajo, porque pasaba muy poco tiempo en casa. —Bretherick se masajeó la nariz con el pulgar y el índice, quizá para disimular las lágrimas; Sam no podía afirmarlo con certeza—. Ayer las traje a casa. No podía dejarlas por ahí, a la vista. Cada vez que las miraba… Era como un electrochoque de dolor. No puedo describirlo… Jean, en cambio, hace todo lo contrario: desde que murieron, ha sacado más fotografías suyas. Todos los dibujos que antes estaban colgados en la pared…
—¿Ha ido a trabajar? —preguntó Sam.
—Sí. ¿Qué tiene de malo?
—Nada. Simplemente no lo sabía.
—Tengo que hacer algo, ¿no? Tengo que llenar mi tiempo. No he trabajado. Solo he ido al despacho y me he sentado en mi silla. He leído los mensajes de condolencia y luego he vuelto a casa.
Sam asintió con la cabeza.
—¿Ha estado alguien más aquí? ¿Alguien que pudiera haberse llevado esas fotografías?
Bretherick se inclinó hacia delante y clavó sus ojos en Sam.
—¡Deje de tratarme ya como si fuera idiota! —exclamó. Por primera vez desde que informó del hallazgo de los cuerpos de su mujer y su hija, Sam pudo imaginárselo dando órdenes a los siete empleados de Refrigeración Magnética Spilling—. Yo no lo trato así, aunque puede que al final me vea obligado a hacerlo. La mujer que se parecía a Geraldine, la que estuvo aquí esta tarde… Fue ella quien robó las fotos. Las había metido en la bolsa un par de horas antes de que se presentara, y aquí no ha venido nadie salvo mi suegra y ahora usted. Estoy destrozado por el dolor, pero no soy ningún tonto. Si las fotos se las pudo llevar otra persona, ¿no cree que se lo diría?
—Lo siento, Mark, pero tengo el deber de hacerle estas preguntas.
Bretherick se movió nerviosamente en su silla.
—Un hombre que se hizo pasar por mí tuvo una aventura con una mujer que es exacta a mi esposa… Una mujer que se presenta aquí esta tarde, que se niega a responder a mis preguntas y a decirme su nombre y que me roba dos fotografías de Geraldine y de Lucy. Quiero que me diga que eso lo cambia todo. ¡Dígamelo!
Sam pensó que aquel hombre tenía una técnica propia para hacer un interrogatorio. No era algo que tuviera mucha gente, a menos que se hubieran preparado para ello. Sam sabía que su técnica de interrogatorio no era uno de sus puntos fuertes como detective. Odiaba poner a la gente contra las cuerdas, y odiaba más aún que se lo hicieran a él.
—Usted no tiene la certeza de que esa mujer tuviera una relación con…
—Eso es irrelevante —le cortó Bretherick. Luego empezó a tamborilear en la mesa con los dedos de una mano, uno a uno, como si estuviera tocando el piano muy despacio.
Sam tenía calor y se sentía confuso. Aquello era una prueba de fuerza: Bretherick intentaba demostrar que era el más inteligente de los dos, como si eso aumentara las posibilidades de que estuviera en lo cierto. Y puede que así fuera. Hablar con él era igual que hablar con Simon Waterhouse, cuyas deducciones, de eso Sam estaba seguro, habrían sido idénticas a las de Bretherick.
—¿Cuántos casos de suicidio ha investigado, inspector?
Sam respiró profundamente.
—Unos cuantos. Puede que cuatro o cinco.
De hecho, ninguno desde que era inspector, pensó. Aunque de inmediato se corrigió: uno, el de Geraldine Bretherick.
—Dígame, ¿alguno de esos cuatro o cinco casos tenían tantos interrogantes abiertos como este, tantos detalles extraños e inexplicables?
—No —admitió Sam.
Usted no sabe de la misa la mitad. No le había contado a Bretherick que el archivo del diario que había en el portátil de Geraldine había sido creado más de un año antes de la fecha de la última entrada. Aún estaba tratando de decidir qué opinión le merecía aquel hombre que ya había vuelto al trabajo y que había empezado a empaquetar los objetos personales de su mujer y su hija.
Había un detalle que le había inquietado desde el principio, aunque le pareció que se equivocaba al preocuparse por él, habida cuenta de que Simon Waterhouse parecía no haberle dado importancia: cuando Mark Bretherick llamó por primera vez a la policía, dijo: «Alguien ha asesinado a mi mujer y a mi hija. Están muertas». A pesar de su histérico tono de voz, las palabras fueron perfectamente audibles. Más tarde, cuando lo interrogaron, Bretherick afirmó que no había leído y ni siquiera visto la nota de suicidio que Geraldine había dejado en el salón. Acababa de llegar a casa de un largo y cansado viaje al extranjero, subió directamente a su habitación y encontró el cadáver de Geraldine en el baño que había al lado. El cadáver de su mujer, dentro de una bañera llena de sangre. Sobre su estómago había una cuchilla de afeitar. Bretherick no la tocó, para que la policía lo encontrara todo en su sitio. ¿Por qué no llamó enseguida a la policía desde el teléfono de su habitación? En vez de hacer eso, dijo que corrió hacia la habitación de Lucy para ver si estaba bien y, al no encontrarla allí, miró en las otras habitaciones hasta que encontró su cadáver en el otro baño.
Sam pensó que tal vez tuviera su lógica. «Si descubres que la persona que debería cuidar de tu hija no lo hace porque está en una bañera con cortes en las muñecas, puede que lo primero que ocurra es que seas presa del pánico y busques a la niña por toda la casa», se dijo. Por enésima vez, Sam intentó ponerse en la terrible situación que vivió Bretherick. Pensó que si encontrara muerta a Kate no podría dar ni un paso. ¿Habría sido capaz de descolgar el teléfono? ¿Pensaría en dónde estaban sus hijos?
Especular no tenía ningún sentido. Mark Bretherick no pudo haber matado a Geraldine y a Lucy. Estaba en Nuevo México cuando murieron.
—Me dijo que volvería a visitarme, aunque no creo que lo haga —dijo Bretherick—. He sido un estúpido al dejarla marchar. Tengo que averiguar quién es.
Sam tardó varios segundos en comprender que estaba hablando de la mujer que había ido a verlo aquella tarde y no de su esposa muerta.
—Haremos todo cuanto esté en nuestras manos —dijo Sam.
—No le será difícil encontrarla. Podrían hacer un llamamiento a través de televisión. Podría ser la hermana gemela de Geraldine… Se parece mucho a ella. Está casada… Ah, y tiene uno de esos móviles que se cierran como…, como si fueran la concha de un molusco; es de color gris, con una piedra en la parte delantera, parecida a un diamante pequeño. Tiene que encontrar a esa mujer y traerla de nuevo aquí.
Sam lanzó un largo y lento suspiro, esperando que Bretherick no se diera cuenta de que se le caían los hombros. ¿Un llama miento televisivo? Aquello era cosa de Proust, y Sam ya suponía lo que diría el inspector jefe; casi podía oírlo: Mark Bretherick había aparecido varias veces en las noticias a lo largo de los últimos días. Aquella era la clase de tragedia que atraía la atención y posiblemente también la visita de los chalados locales. Esa mujer, fuera quien fuera, podía estar mintiendo. Aun así, ¿tenía que sugerir un llamamiento televisivo? ¿Presionar, al estilo de Simon Waterhouse? Tal vez si llevara más tiempo en aquella comisaría…
En el trabajo, Sam se seguía sintiendo como un extraño en tierra extraña. Cada molécula de su cuerpo deseaba regresar a West Yorkshire, a la casa del guardián de la esclusa, junto al canal Leeds-Liverpol, que tanto les gustaba a Kate y a él, con sus muros recubiertos de glicinas. Durante mucho tiempo, Sam ignoró el nombre de esa planta, pero Kate le había hablado tanto de ella cuando fueron a ver la casa, que le fue imposible no aprendérselo. Sin embargo, los padres de Kate vivían cerca de Spilling y ella, finalmente, reconoció que necesitaba ayuda con los niños, de modo que nunca hablaban de la posibilidad de volver a Bingley. «Después de todo, resulta que soy más sentimental que mi mujer», pensó Sam con una mezcla de orgullo y vergüenza.
—Si Geraldine no lo hizo, y usted consigue demostrarlo, sacaré fuerzas para seguir adelante —dijo Bretherick—. Lo haré por ella y por Lucy. Supongo que esto le sonará raro, inspector —añadió, sonriendo—. Seré el primer hombre en el mundo que se sentirá aliviado cuando descubra que su familia fue asesinada.