Prueba de la policía ref.: VN8723
Ref. caso: VN87
Oficial al mando: Inspector Kombothekra
DIARIO DE GERALDINE BRETHERICK, EXTRACTO 3 DE 9
(obtenido del disco duro del portátil Toshiba de Corn Mill House, Castle Park, Spilling, RY29 oLE)
23 de abril de 2006, 2.00 h.
Esta noche, Michelle se quedó de canguro mientras Mark y yo estábamos cenando fuera. No he tenido que discutir sobre la hora de acostarse, sobre los cuentos que había que contar ni sobre cómo lavarse los dientes. No he tenido que encender la luz para la noche ni dejar la puerta abierta en el ángulo exacto. De todo eso se ha ocupado Michelle, que ha sido pagada generosamente por ello.
«Mark me lleva a cenar al Bay Tree, el mejor restaurante de la ciudad», le dije a mi madre por teléfono antes de salir. «Cree que estoy estresada y que necesito salir para animarme un poco».
Mi voz sonó un poco desafiante, estoy segura de ello, y después de contárselo a mi madre me he sentado a esperar que me dijera si estaba de acuerdo o no. Me ha hecho la pregunta de siempre: «¿Quién va a cuidar de Lucy?». Su voz sonó preocupada.
«Michelle», le dije.
Las raras ocasiones en que Mark y yo no estamos demasiado agotados para salir, siempre viene ella. Mamá lo sabe, pero aun así siempre me lo pregunta, solo para asegurarse de que no le conteste: «Oh, esta noche Michelle está ocupada, pero no te preocupes: hace un rato me he encontrado con un vagabundo por la calle y ha aceptado venir a cambio de una botella de alcohol de quemar. Ni siquiera tendremos que llevarlo a su casa».
«No volveréis muy tarde, ¿verdad?», me preguntó mamá.
«Es posible que sí», repuse. «Seguramente saldremos pasadas las ocho y media. ¿Por qué? ¿Qué importancia tiene la hora a la que volvamos?».
Cada vez que Mark y yo nos atrevemos a salir solos me acuerdo de un poema que aprendí en la escuela: En una noche oscura, llena de deseos ardientes —¡oh, qué suerte!—, me fui sin que nadie me viera, en medio de la calma que reinaba en la casa.
«Estaba pensando que,…», dijo mamá. «Últimamente Lucy está un poco rara por las noches, ¿no? Me refiero a toda esa historia del miedo a los monstruos… ¿Qué pasará si se despierta y solo está Michelle?».
«Si te refieres a que Lucy preferiría que fuera yo quien estuviera allí a altas horas de la madrugada, pues sí, seguramente. Pero si lo que quieres decir es si sobrevivirá a esta noche, pues sí, seguro que lo hará».
Mamá lanzó un suspiro de desaprobación.
«¡Pobrecilla!», exclamó.
«Claro que Mark y yo siempre podríamos pedir solo un primer plato y un vaso de agua del grifo y estar de vuelta a las nueve y media», le dije, poniéndola a prueba de nuevo, consciente de que en esta ocasión muy probablemente no superaría el obstáculo.
«Tratad de volver lo antes posible, ¿de acuerdo?», dijo ella.
«Mark piensa que necesito un respiro», contesto en voz alta, mientras pienso: «Esto es absurdo. Si me tomara una sobredosis de pastillas, todo el mundo diría enseguida que se trataba de “una llamada de socorro”. Sin embargo, cuando pido ayuda en el sentido literal de la palabra, ni siquiera mi propia madre es capaz de entenderme».
«Mamá, ¿tú crees que necesito un respiro?».
Durante más de treinta años he sido la persona más importante para ella; ahora, sin embargo, soy tan solo la guardiana de su adorada nieta.
«Bueno…». Empezó a carraspear, como si quisiera aclararse la voz; cualquier cosa antes que responder. Ella piensa que, ahora que soy madre, no debería ser consciente de mis necesidades.
Debo decir que no disfruté de la cena. Y no por culpa de mi madre. Nunca disfruto de los momentos que no estoy con Lucy, ya sean cortos o largos. Los espero con ansias, pero cuando llegan, sé que acabarán de inmediato. Sé lo provisional que es mi libertad, y me cuesta concentrarme en algo que no sea la sensación de que es efímera. La verdadera libertad es aquella que puedes conservar. Si tienes que comprarla (a Michelle) y solo te viene dada por la gentil concesión de otros (la escuela, Michelle), entonces no tiene ningún valor.
Cuando no estoy con Lucy es casi peor que cuando estoy con ella. Sobre todo al final de un período en el que he estado lejos de ella, cuando se avecina el «momento fatídico». Me aterroriza el momento en que volveré a verla, en que volverá a verme, porque podría ser peor que antes. A veces todo va bien y el miedo se va. Me siento en el sofá, a su lado; cogidas de la mano, vemos la televisión o leemos un libro juntas. Y entonces me digo: «Mira, todo va bien. Lo estás haciendo bien. ¿Por qué tienes tanto miedo?». Sin embargo, en otras ocasiones las cosas no van así de bien y no paro de dar vueltas por la casa, como una esclava perseguida por la fusta de su amo, tratando de encontrar la muñeca, el juguete o el pasador del pelo que puede tranquilizarla. Mark cree que me pongo el listón demasiado alto, esperando que ella sea feliz a todas horas. «Nadie es feliz a todas horas», me dice. «Si llora, pues que llore. A veces tendrías que intentar decirle: “¡Pues te aguantas!” y ver qué pasa».
Él no entiende nada. Yo no quiero ver qué pasa. Lo que quiero es saber con antelación qué pasará, y esa es la razón de que no sea capaz de relajarme cuando estoy con Lucy, porque parece no haber una relación de causa y efecto entre mis acciones y sus reacciones. Hago todo lo que puedo cada instante que estoy con ella; a veces funciona y todo va bien, pero otras es un desastre… Pongo su DVD favorito y se pone a chillar porque no es el de su episodio preferido de Charlie y Lola. O bien le propongo que leamos ese libro que tanto le gusta y se pone a gritar porque me dice que ahora ya no le gusta nada.
Cuando consigo complacerla, me siento a su lado con una sonrisa tensa en la cara, tratando de no hacer nada que pueda provocarle un cambio de humor. Quiero demasiado a Lucy… No soy capaz de separar mi humor del suyo, y eso frustra mi espíritu de independencia. Apenas soy capaz de expresar el disgusto que siento cuando ella me provoca con su insatisfacción: basta una nadería para hacer pedazos mi buen humor. La miro a la cara, crispada por el descontento, y pienso que no soy capaz de separarme de esa persona. No puedo prescindir de ella. Formo parte de ella, para siempre. Y luego pienso en toda la energía, la fuerza y la esencia que me quita cada día, aquello que hace de mí quien soy… Me quita todo eso, sin darle ningún valor, cada minuto de cada día, y a pesar de todo eso, ella se empeña en empeorar las cosas echándose a llorar cuando lo cierto es que lo tiene todo para ser feliz. Es entonces cuando soy consciente del peligro.
En realidad, nunca he hecho nada. La única cosa objetivamente mala que he hecho fue dejarla plantada una vez, cuando tenía tres años. Era un sábado por la mañana y habíamos ido a la biblioteca. Yo no tenía muchas ganas de ir; habría preferido ir a la sauna o hacerme la manicura…, algo que me gustara a mí. No obstante, Lucy se aburría y necesitaba hacer algo, de modo que silencié la voz que, dentro de mí, me decía: «¡Que alguien me dé un golpe en la cabeza, por favor! ¡Ya no soporto más este tedio!». De modo que llevé a mi hija a la biblioteca. Estuvimos más de una hora escogiendo, hojeando y leyendo libros infantiles. Lucy se lo pasó muy bien, e incluso yo me relajé y disfruté un poco (aunque no dejaba de pensar que la gente que no tenía hijos pasaba los sábados de forma mucho más agradable). El problema surgió cuando dije que ya era hora de volver a casa.
«¡Oh, no, mamá!», protestó Lucy. «¿No podemos quedarnos un poco más? ¡Por favor!».
En momentos como ese —y se dan muchos si tienes hijos, por lo menos uno al día, aunque normalmente son más— me siento como un líder político que se enfrenta a un terrible dilema. ¿Hay que ceder y esperar ser tratado con clemencia? Eso nunca funciona: si cedes ante un déspota solo conseguirás que te oprima aún más, consciente de que se saldrá con la suya. ¿O bien hay que armarse para la batalla, sabiendo que tanto si ganas como si pierdes ambos bandos quedarán devastados?
Sabía que Lucy tendría hambre enseguida, de modo que me mantuve firme y le dije que debíamos volver a casa para comer. Le prometí que el fin de semana siguiente la volvería a llevar a la biblioteca. Se puso a gritar como si le hubiera dicho que iba a arrancarle los ojos y se negó a subir al coche. Cuando quise cogerla en brazos, empezó a revolverse y a dar patadas con todas sus fuerzas. Mantuve la calma y le dije que si no se portaba bien y subía al coche, me iría a casa sin ella. Ella no me escuchó y, a gritos, me dijo: «¡No te quiero, mamá! ¡Me estás haciendo enfadar!». Así pues, me metí en el coche y arranqué, sola.
No tengo palabras para describir lo excitante que me resultó. Por dentro, estaba exultante. «¡Lo has hecho! ¡Lo has hecho! ¡Hurra! ¡Por fin la has puesto en su sitio!», me decía. Conducía despacio, para poder ver la cara de Lucy por el retrovisor. De golpe, dejaron de oírse sus gritos de rabia, y vi que la expresión de su rostro pasaba del asombro al pánico. No se movió, no salió corriendo hacia el coche; extendió los brazos hacia delante, abriendo y cerrando los dedos de ambas manos, como si con eso pudiera agarrarme y hacerme retroceder. Podía ver sus labios moviéndose, repitiendo varias veces la palabra «¡mamá!». Ni en un millón de años habría pensado que podría irme dejándola allí.
Probablemente debería haber parado el coche en aquel momento, mientras ella aún podía verme, pero estaba tan eufórica que, por unos segundos, quise creer que aquello podía durar eternamente. Así pues, doblé la esquina y medio minuto después ya volvía a estar delante de la biblioteca. Lucy estaba sentada en el suelo, con las piernas cruzadas, aullando. Una mujer trataba de consolarla y saber qué había ocurrido y dónde estaba su madre. Bajé del coche, cogí a Lucy en brazos y le di las gracias a la mujer, que estaba atónita. Luego volvimos a casa. «Lucy», le dije, muy tranquila. «Si te portas mal y no haces lo que mamá te dice, si me haces la vida imposible, eso es lo que va a ocurrir. ¿Me entiendes?».
«Sí», respondió Lucy, entre sollozos.
Odio oírla llorar, de modo que dije: «Lucy, deja de llorar ahora mismo o paro el coche y vuelvo a dejarte en la calle. Y la próxima vez no volveré a por ti».
Lucy dejó de llorar de inmediato.
«Eso está mejor», dije. «Y ahora, si eres buena con mamá y no le haces la vida imposible, mamá se pondrá contenta y lo pasaremos bien. ¿Me entiendes?».
«Sí, mamá», dijo ella solemnemente.
Experimenté una sensación de triunfo y al mismo tiempo de culpa. Había hecho algo malo, aunque sabía que no había podido evitarlo. Ya resulta bastante difícil ser bueno con quien se porta bien contigo, cuando los que te rodean predican con el ejemplo. A veces piensas que te gustaría hacer algo malo, algo egoísta, pero no puedes hacerlo porque todo el mundo se comporta exasperantemente bien. No obstante, cuando estás atrapado en una situación límite, junto a alguien que ha decidido batir todos los récords de conducta indecente, ¿cómo se hace, querido Odios, para mantener la compostura y hacer lo que debes?
Lucy no es la única que me saca de quicio. A menudo tengo que sentarme sobre mis propias manos, porque siento la irresistible tentación de darle una bofetada al hijo de alguna amiga. A Oonagh O’Hara, por ejemplo, que solo tiene que quejarse un poco o patear el suelo para que sus padres le digan de inmediato: «¡Cariño! ¡Ven aquí, que te doy un abrazo!». ¡Odios, cómo me gustaría darle un buen bofetón a Oonagh! Si pudiera hacerlo, aunque solo fuera una vez, creo que sería feliz para siempre.