Martes, 7 de agosto de 2007
Corn Mill House tiene la grandiosidad, la atmósfera y el carácter de los que carece mi apartamento. No soy capaz de decidir si la mansión es hermosa o intimidante. Tiene un poco el aspecto de una casa de brujas. Parece estar hecha de pan de jengibre de color gris pálido. Es de esas casas con las que podrías toparte en el claro de un bosque, rodeada por la niebla de la madrugada o al atardecer.
Las ventanas tienen algunos cristales resquebrajados. La estructura de la casa, de estilo Victoriano, es enorme. Desde fuera, da la impresión de que no se ha retocado desde principios del siglo XX. Me hace pensar en una joya antigua cubierta de polvo. Quienquiera que la construyese, se preocupó de que su ubicación fuera perfecta, en lo alto de la ladera de Blantyre Moor. Desde donde estoy, alcanzo a ver Culver Valley. En otra época, la mansión debió de ser muy lujosa, pero ahora parece que dé la espalda a toda la vegetación que crece a su alrededor y por sus muros. Sin duda, conoció tiempos mejores.
Mi cabeza se llena con imágenes de tortuosas escaleras de caracol y pasadizos que conducen a habitaciones secretas. Pienso que es la casa perfecta para que un niño crezca en ella…, pero la idea se detiene en mi cabeza cuando recuerdo que Lucy Bretherick nunca se hará mayor. No puedo pensar en el cadáver de Lucy sin estremecerme y pensar también en que algo horrible pueda ocurrirles a Zoe y a Jake, así que vuelvo a pensar de nuevo en Geraldine. ¿Le gustaba esta casa o, por el contrario, la odiaba?
Limítate a llegar al final del camino y a pulsar el timbre.
Creo que no es una buena idea. Le he estado dando vueltas mientras me dirigía hacia aquí y no he logrado convencerme de que esto sea lo que debo hacer. Sin embargo, daba igual: sabía que debía hacerlo. Eso es lo que creo estando aquí, al final de un pedregoso camino, contemplando Corn Mill House. Tengo que hablar con Mark Bretherick, o con el hombre que vi en las noticias. Tengo que hacerlo porque es el siguiente paso que debo dar. No me importa que sea una insensatez. Esther siempre me acusa de ser apocada y formal, pero en el fondo creo que soy más propensa que ella a correr riesgos. La sensatez es tan solo una máscara que suelo llevar la mayor parte del tiempo porque se adapta a la clase de vida que llevo.
Me acerco a la casa; la grava cruje bajo mies pies. Anoche llovió, y entre las piedras hay un montón de caracoles. No paro de repetirme que, después de hacer esto, después de haber seguido un imprudente impulso y cruzar el límite de lo que sea que esté a punto de ocurrirme, todo quedará más claro y habrá menos motivos para tener miedo.
He dejado el coche al final del camino; es un lugar seguro y nadie podrá verlo. Puedo mentir sobre mi nombre, pero no sobre el número de matrícula. Cuando pulso el timbre, intento pensar en lo que voy a decir, pero mi cabeza no para de dar vueltas. Una parte de mí no cree que esto sea real. Las sucias baldosas del porche de Corn Mill House giran ante mis ojos como si fueran Las piezas de un caleidoscopio, un cambiante mosaico de color azul, marrón, mostaza, blanco y negro.
Puede que no esté en casa. Tal vez esté en el trabajo. No, tan temprano no.
Sin embargo, no está en casa. Vuelvo a pulsar el timbre, con más insistencia. Si nadie me abre la puerta, no sé qué voy a hacer. ¿Esperar hasta que vuelva? Es posible que esté en casa de algún familiar…
No. Estará en casa. Está aquí. Ahora se dirige hacia la puerta. Puede que el hombre que conocí en Seddon Hall tuviera razón: quizá yo sea egoísta, porque en este momento creo firmemente que Mark Bretherick está a punto de abrir la puerta solo porque yo quiero y necesito que lo haga.
Sin embargo, no pasa nada. Retrocedo unos pasos, alejándome del porche, y echo un vistazo al jardín que se extiende hacia abajo, en torno a los tres lados de la casa excepto el que recorre el camino. La palabra «jardín» no resulta muy apropiada como descripción: es un terreno baldío.
No está aquí porque no es Mark Bretherick. Está mintiendo; esta no es su casa.
Algo roza mi hombro. Al darme la vuelta, me tambaleo, veo una cara borrosa y oigo un crujido bajo mis pies. Es él, el hombre que vi anoche en televisión. He pisado y he aplastado un caparazón.
—Lo siento, he… he pisoteado uno de sus caracoles —digo—. Bueno, no quiero decir que sean suyos; ya sabe a qué me refiero.
Había dado por sentado que, llegado el momento, sabría qué decir. Una vez más, me había equivocado.
Me quedo mirándolo. Lleva unos guantes de jardinero cubiertos de barro y en una mano sostiene una paleta con el mango de color rojo. Tiene un aspecto extraño con su camisa azul; es una de esas camisas de cuello almidonado que los hombres suelen ponerse para ir a trabajar. Tiene manchas de sudor en las axilas; las rodillas de los pantalones también están manchados, seguramente porque debe haberlas apoyado en el suelo. Está de pie cerca de mí y debo hacer un esfuerzo por no arrugar la nariz: huele a rancio, como si llevara muchos días sin asearse. Su pelo está tan grasiento que casi parece mojado.
Estoy a punto de empezar a explicarle por qué estoy aquí cuando me doy cuenta de la forma en que me mira. Es como si no pudiera quitarme los ojos de encima y pensara que, de hacerlo, yo iba a desaparecer. No puede creer que esté delante de él… Me siento mareada, invadida por una sensación de náuseas, al darme cuenta del daño que puedo estar causándole a este hombre. ¿Cómo no he sido capaz de prever su reacción? Ni siquiera he pensado en ello. ¿Qué le pasa a mi cerebro?
—Lo siento —digo—. Esto debe de suponer un choque para usted. Ya sé que me parezco mucho a su mujer. Yo también me quedé asombrada cuando la vi en las noticias…, cuando me enteré de lo ocurrido. En cierto modo, esa es la razón por la que estoy aquí. Espero que… ¡Oh, Dios mío, ahora me siento fatal!
—¿Conocía usted a Geraldine? —pregunta, con voz temblorosa. Se acerca un poco más, taladrándome con la mirada. Y entonces soy consciente de algo: este hombre no me da ningún miedo. Si alguien está asustado, es él—. ¿Por qué…? ¿Por qué se parece tanto a ella? ¿Es usted…?
—No, no tengo ningún parentesco con su mujer. Ni siquiera la conocía. Me parezco a ella, eso es todo. Y, en realidad, ese no es el motivo por el que estoy aquí. No sé por qué he dicho eso.
—Se parece tanto a ella… Tanto…
Estoy convencida de que es la primera vez que este hombre me ve. No tiene ni la menor idea de quién soy. Lo cual significa que no me ha estado siguiendo con un Alfa Romeo rojo y que ayer no me empujó bajo las ruedas de un autobús.
—¿Se encuentra bien? —pregunta, finalmente.
Ha dejado la paleta en el suelo y se ha quitado los guantes. Ni siquiera me había dado cuenta de ello.
Soy consciente de que me he quedado inmóvil como una estatua, sin decir nada.
—¿Cómo se llama? —le pregunto—. En las noticias dijeron que su nombre es Mark Bretherick.
—¿Qué quiere decir con «en las noticias dijeron»?
—Entonces, ¿usted es Mark Bretherick?
—Sí.
Tiene los ojos pegados a mí. Ese es el aspecto que tendría alguien que estuviera en trance.
¿Qué se supone que debo decir a continuación? ¿Que no le creo? ¿Qué quiero que lo demuestre?
—¿Puedo entrar? Necesito hablar con usted sobre algo; es un asunto algo complicado.
—Se parece mucho a Geraldine —insiste—. Es increíble.
No muestra ninguna intención de dirigirse hacia la casa.
Pasan cinco segundos. Seis, siete, ocho.
—¿Qué le ha ocurrido? —pregunta, señalando los cortes de mi cara.
—Deberíamos entrar. Vamos, deme la llave.
Es extraño, pero ya no me siento impertinente ni incómoda. De momento, él solo está pendiente de mi rostro.
Rebusca en sus bolsillos, sin dejar de mirarme. Me siento aliviada cuando por fin me tiende la llave y puedo alejarme de él.
Abro la puerta principal y entro en una estancia grande y oscura, casi tan alta como ancha, con el suelo y las paredes de madera pulida. El techo está recubierto por un estucado azul de elaborado diseño que me hace pensar en un palacio. Hay dos ventanas enormes tapadas por la planta que crece en el muro exterior. Aunque la puerta está abierta de par en par, la pieza está tan oscura que da la impresión de que estuviera bajo tierra. La enorme lámpara de araña está encendida, aunque apenas ilumina. Es como si la oscuridad del suelo y las paredes absorbiera toda la luz.
Frente a mí hay una estufa de leña; a pesar de que estamos en agosto, está encendida. Aun así, la estancia es fría. En medio del vestíbulo, una junto a otra, hay dos butacas idénticas que parecen sacadas de un anticuario: son estilizadas, sin brazo; tienen forma de S, para amoldarse a la espalda, y están tapizadas con una delicada tela de color crema. A mi derecha hay una escalera, con sólidos pasamanos de madera a ambos lados. Ocho peldaños conducen hasta un pequeño rellano cuadrado, del cual parten otros dos tramos de escaleras que ascienden hacia la derecha y la izquierda. Una de las ventanas tiene un asiento de forma hexagonal que recorre todo el alféizar, cubierto con un desgastado cojín de color burdeos. Contra la pared, detrás de mí, hay un acuario enorme y una chaise-longue.
Mark Bretherick —¿de qué otra forma puedo referirme a él?— pasa junto a mí y toma asiento en una de las dos butacas que hay frente al fuego.
—El salón está lleno de bolsas de basura —dice.
Me siento en la butaca que está junto a la suya. Ya ha dejado de observarme. Ahora está mirando fijamente el carbón y los troncos que arden tras la puerta de la estufa. Aunque siento el calor en la cara, sigo teniendo frío. Miro la ventana que tengo más cerca y veo una gota de agua en la piedra que hay debajo del cristal, como si fuera una solitaria lágrima derramándose en la habitación.
—Hace frío —dice—. La vieja ruina. Esta habitación siempre está helada.
—Hoy hace más frío que ayer —digo—. Ayer hacía un calor sofocante.
Lleno la distancia que nos separa con palabras sin sentido, tratando de que nuestro encuentro resulte menos extraño.
—Así es como llamaba Geraldine a esta casa… La vieja ruina. Cuando la compramos, solo arreglamos nuestra habitación y los baños. Geraldine decía que lo demás podía esperar.
—Es una casa muy bonita.
—Ella decía que teníamos mucho tiempo. Los baños me costaron treinta mil libras cada uno. Geraldine pensaba que eran lo más importante de la casa. No tuve más remedio que creerla; yo nunca estaba aquí.
—¿Qué quiere decir?
Se vuelve hacia mí.
—Casi no puedo mirarla —dice.
—Lo siento.
El sacude la cabeza. Cada vez que se mueve me invade un intenso olor a rancio.
—Fue allí donde encontré los cadáveres. ¿Lo sabía?
—¿Dónde?
—En los baños de arriba. Geraldine estaba en uno y Lucy en el otro. ¿No lo sabía?
No. Lo único que sé es lo que vi anoche en las noticias.
—¿Sabe qué es el GHB?
—¿GHB? ¿Daños físicos graves[6]? Se echa a reír, aunque su mirada es distante y vacía.
—Oyes hablar de cosas como esta, cosas que te suenan muy lejanas…, que están más allá de…, y te preguntas cómo la gente es capaz de seguir viviendo después de que ocurran. ¿Cómo pueden tener hambre y sed? ¿Cómo se atan los cordones de los zapatos y se peinan?
—Lo sé. También he pensado en ello.
—Cuando llamó al timbre estaba arreglando los parterres.
Me he sentado junto a él, pero estoy a años luz de su dolor. Puedo sentirlo, como si fuera una barrera de acero entre los dos.
Me mira de nuevo.
—Espere aquí. Quiero enseñarle algo.
Se levanta de la butaca dando un salto y yo también doy un brinco. No lo había previsto, y yo odio los imprevistos. Sé que no sería capaz de quedarme si me enseñara algo que estuviera relacionado con la muerte de Geraldine o de Lucy. ¿Y si ha subido a uno de los baños? ¿Qué llevará en la mano cuando vuelva? Pienso en un cuchillo, en una pistola, en un frasco de píldoras vacío.
No sé cómo Geraldine mató a su hija ni cómo se suicidó. Es una pregunta que no creo que sea capaz de hacer.
Me acaricio el pelo con las manos. ¿Qué demonios estoy haciendo aquí? ¿Qué espero conseguir? Mi presencia no lo está ayudando en absoluto. Debería abrir la puerta y salir corriendo.
Doy un respingo al oír el móvil. Contesto de inmediato, tratando de impedir que su sonido contamine este silencio sepulcral. Demasiado tarde, me doy cuenta de que podría haberlo desconectado; el efecto habría sido el mismo. Es Owen Mellish; me llama desde la oficina.
—Qué chica más mala… —dice—. ¿Dónde te has metido?
—Ahora no puedo hablar —le digo—. ¿Hay algún problema?
—Yo no tengo ningún problema, pero pensé que deberías saber que la Madame ha llamado dos veces desde que te has ido. No le gustó demasiado saber que habías decidido tomarte el día libre. Le dije que seguramente habías ido de compras.
—Ya la llamaré; gracias por decírmelo.
Le corto antes de que pueda ponerme más furiosa. Escucho unos siniestros crujidos encima de mi cabeza. No sé si tengo tiempo de llamar a Natasha Prentice-Nash antes de que vuelva Mark Bretherick, o si puedo hacerlo sin que él me oiga, pero no estoy segura de ser capaz de quedarme a menos que haga algo normal. Necesito dejar de pensar en el hombre que está arriba y en su esposa y su hija muertas y en las cosas que tal vez esté a punto de mostrarme.
Me alejo todo lo que puedo de las escaleras, busco el número de Natasha en la pantalla del móvil y pulso la tecla de llamada. Me contesta después de dos tonos y dice su nombre, poniendo todo el énfasis en las vocales, como de costumbre.
—Soy Sally —susurro.
—Sally. ¡Por fin! Me temo que tenemos un pequeño problema. Los del Consorzio ya han llegado.
—Ah, estupendo.
—Bueno, en realidad no es tan estupendo. Al parecer ha habido alguna clase de malentendido con el documental.
—No me digas que no va a hacerse.
Cierro los ojos, pensando que ojalá pudiera decir: «En realidad, no soy Sally Thorning. Solo soy alguien que la está sustituyendo, aunque solo en los momentos fáciles de su vida».
—Hoy he hablado con la productora —dice Natasha—. Y sigue entusiasmada.
—Fantástico. Entonces…
Me siento dolorosamente incómoda. A mi derecha hay una puerta. La abro sin hacer ruido y entro en otra estancia, mucho más grande que la otra. Es un salón, aunque no se parece en nada al de mi casa. La palabra «salón» se queda corta a la hora de describirlo… Al igual que el vestíbulo, es oscuro, y las paredes están recubiertas de madera. Podría ser una enorme y majestuosa cueva que hubiese sido habilitada para que un rey se ocultara en ella durante una temporada. No me dedico a examinar mucho más tiempo la pieza porque mis ojos se posan en unas bolsas de basura negras. Debe de haber al menos una docena, amontonadas sobre una alfombra persa, delante de la chimenea.
—Por lo que parece, Vittorio cree que él y Salvo van a ser entrevistados a la vez… Sin embargo, Salvo dice que decidisteis que las entrevistas se harían por separado —dice Natasha—. Y ahora nos acusa de haberle tomado el pelo.
Lanzo un suspiro.
—Vittorio y Salvo juntos… Esa fue siempre la idea. A Salvo no le gusta, pero siempre lo ha sabido.
—Entonces, ¿podrías llamarlo para dorarle un poco la píldora y decirle lo importante que es? Ya sabes, esas cosas que le gusta oír…
Preferiría decirle lo muy irritante que me resulta. Le aseguro a Natasha que haré todo lo posible por apaciguarlo y ella se despide con un cortante «Ciao». Desconecto el teléfono y lo guardo en el bolso; a continuación, abro la puerta y vuelvo a entrar en el vestíbulo. No hay ni rastro de Mark ni se oye ningún ruido procedente de las escaleras. ¿Qué voy a hacer si no vuelve enseguida? ¿Cuánto tiempo tendré que esperar hasta comprobar si se encuentra bien o decidir que debo irme? Es bastante improbable que haga ninguna de las dos cosas.
Me dirijo hacia el montón de bolsas de basura, que parecen totalmente fuera de lugar apiladas sobre la lujosa alfombra. Abro la que tengo más cerca, tratando de que el plástico haga el menor ruido posible. Salvo por un par de botitas Wellington de color rosa, está llena de ropa de mujer. La ropa de Geraldine: pantalones negros —de terciopelo, de ante, de pana, aunque ningún vaquero— y jerséis de cachemir de todos los colores. ¿Acaso los coleccionaba? Registro otra bolsa y veo que está llena de decenas de botellas, frascos y sprays y de libros editados en rústica, la mayoría de ellos con tapas de colores pastel: melocotón, amarillo limón y verde menta. Debajo hay algo que tiene puntas afiladas, algo que me roza el tobillo al mover la bolsa y que me obliga a sofocar un gemido.
Miro por encima del hombro para comprobar que estoy a salvo, meto el brazo hasta el fondo de la bolsa y saco dos pesados portarretratos con marco de madera. Son dos fotografías de Geraldine y Lucy. Las aparto de inmediato, sosteniéndolas a distancia para evitar el choque de verlas demasiado de cerca. Geraldine está de pie, sonriendo, con la cabeza ladeada. Lleva una camiseta de cuello redondo, una falda negra, unas sandalias plateadas con tiras en los tobillos y unas gafas de sol negras sujetas en el pelo, como si fueran una diadema; en torno a la cintura, atado por las mangas, un jersey de color gris. Detrás de ella se ve un cerezo en flor y un edificio bajo y de techo plano, pintado de azul y con persianas blancas en las ventanas. Geraldine está apoyada contra una pared de ladrillos roja.
Acerco un poco la fotografía y me quedo mirándola fijamente; puedo sentir en mi oído los latidos de mi corazón. Me tiemblan los brazos. Conozco ese lugar, ese edificio azul de poca altura. Lo he visto antes. Estoy segura de que estuve en el mismo sitio donde está Geraldine, aunque no recuerdo cuándo. Lo último que me gustaría descubrir es que existe otra conexión entre ella y yo. Pero ¿de qué edificio se trata? ¿Dónde está? Mi cabeza da vueltas en círculo, aunque no consigue llegar a ninguna parte.
La fotografía de Lucy, que solo soy capaz de mirar un breve instante, tiene el mismo fondo. Está sentada en la pared de ladrillos y lleva un vestido de color verde oscuro y una blusa de rayas verde y blanca, calcetines cortos blancos y zapatos negros; a ambos lados de su cabeza asoman dos trenzas muy gruesas. Está saludando a la cámara, a quien fuera que la sostuviera…
Su padre. Las palabras me pinchan como una fría aguja. El hombre que está arriba, sea quien sea, está tirando fotografías de su mujer y su hija. De la mujer y la hija de Mark Bretherick. ¡Dios mío! Y yo me he permitido el lujo de sentirme a salvo con él, en su casa…
No puedo dejar de pensar. Tiro del cordel amarillo de la bolsa y la cierro, sin volver a meter en ella las fotografías. Voy a llevármelas conmigo. Corro hacia la puerta, entro en el vestíbulo y me paro en seco; casi tiro las fotos al suelo. Él está ahí; se ha sentado de nuevo en la butaca, delante de la estufa. Tiene la cabeza ladeada, la mirada fija en su regazo. ¿Se ha olvidado de que estoy aquí? Miro horrorizada las fotos que tengo en la mano. Si ahora se diera la vuelta, podría verlas. Por favor, no te vuelvas.
Abro la cremallera del bolso, meto las fotos dentro y saco el móvil.
—Lo siento —digo, moviendo el teléfono en el aire, un gesto ridículo—. Ha sonado el móvil y… bueno, decidí cogerlo allí… No quería… Bueno, ya sabe…
No puedo hacer esto. No puedo quedarme aquí con las fotos de Geraldine y Lucy en mi bolso y hablar con él como si nada hubiera ocurrido.
Tiro de la cremallera, pero el bolso no se cierra. Lo cojo y me lo cuelgo del hombro, tratando de esconderlo. Si él mirara con atención, vería las puntas de los marcos sobresaliendo de su interior, pero ni siquiera se ha dado la vuelta. En su regazo tiene un montón de folios. Son blancos, y en ellos hay algo escrito. Eso es lo que está mirando.
—Quiero que lea algo —dice.
—Tengo que irme.
—Geraldine llevaba un diario. Me enteré cuando ya estaba muerta. Necesito que lo lea.
Paso por alto la palabra «necesito». Sentado en la butaca, con sus largas piernas cruzadas a la altura de los tobillos y esas páginas sobre sus rodillas, vuelve a tener un aspecto inofensivo. Frágil. Como una mosca que pudieras espantar con la mano y mandar al suelo.
—No me ha preguntado qué quería. —Doy a mi voz lo que espero que sea un razonable tono de recelo—. Por qué estoy aquí.
Baja los ojos, mirando al suelo.
—Lo siento —dice—. Soy un maleducado. Y un mal anfitrión.
—El año pasado conocí a un hombre que me dijo que se llamaba Mark Bretherick. Afirmó que vivía aquí, en Corn Mill House, y que tenía una mujer llamada Geraldine y una hija llamada Lucy. Me contó que era dueño de una empresa, Refrigeración Magnética Spilling…
—Esa es mi empresa —dice, en un susurro. De repente, cuando se vuelve hacia mí, su mirada se hace más aguda y brillante—. ¿Quién…? ¿Quién era ese hombre? ¿Qué significa eso de «me contó»? ¿Fingía ser yo? ¿Dónde lo conoció? ¿Cuándo?
Respiro profundamente y le cuento una versión resumida de la historia, describiéndole al hombre que conocí en Seddon Hall todo lo detalladamente que puedo. Paso por alto el sexo, porque resulta irrelevante. Solo fue algo malo que hice, un error que necesitaba cometer para poder volver a casa y portarme bien otra vez.
Mark Bretherick me presta toda su atención mientras hablo, negando de vez en cuando con la cabeza. No es un gesto de confusión; es como si yo le estuviera confirmando algo, algo que sospechaba desde hacía tiempo. Está pensando en alguien. Un nombre. Siento que la esperanza y el miedo me invaden al mismo tiempo. Ahora ya no tengo escapatoria; va a decirme algo que no quiero saber. Algo que ha provocado la muerte de una mujer y de una niña.
Cuando termino de contarle mi historia, se da rápidamente la vuelta y se rasca el mentón con el dedo pulgar. Nada. Silencio. Soy incapaz de soportar esto por más tiempo.
—Usted sabe quién es ese hombre, ¿verdad? Usted lo conoce.
Él sacude con la cabeza.
—Pero ha pensado en algo. ¿De qué se trata?
—¿Sabe algo de esto la policía?
—No. ¿Quién es ese hombre? Sé que usted lo sabe.
—No, no lo sé.
Está mintiendo. Tiene la misma expresión que Nick cuando se compró una bicicleta que costaba mil libras y me dijo que solo valía quinientas. Quiero decirle a gritos que me cuente la verdad, pero sé que eso solo serviría para que se mostrara menos dispuesto a hablar.
—¿Hay alguien que usted piense que puede envidiarlo, un hombre que hubiera tenido algo con Geraldine? ¿Alguien que quisiera hacerse pasar por usted?
Me tiende el montón de folios.
—Lea esto —dice—. Entonces sabrá tanto como yo.
Al cabo de un rato, cuando levanto los ojos, después de haber leído las nueve entradas del diario y asimilado todo cuanto he podido, veo una taza de té negro sobre una mesilla de madera, junto a mi butaca. Ni siquiera me he dado cuenta de que me lo había servido. Se pasea de un lado a otro, delante de mí. Hago un esfuerzo por no demostrar mi repulsión; esa mujer era su esposa.
—¿Qué opina? —me pregunta—. ¿Cree que este es el diario de alguien que mataría a su hija y luego se suicidaría?
Extiendo la mano para coger la taza de té. Estoy a punto de pedirle un poco de leche, pero al final decido no hacerlo. La taza tiene una inscripción: es un recuerdo de un congreso internacional celebrado entre el 26 y el 30 de julio de 2004 en la Universidad de Karlsruhe (Alemania).
—La persona que escribió eso no es la Geraldine que yo conocía. Pero esas son sus palabras, ¿no? Mantuvo oculta esa parte de ella. «Sea lo que sea lo que sienta por dentro, hago exactamente lo contrario».
—No lo escribía a diario. Lo digo por las fechas. En total, son solo nueve días. Quizá solo escribía cuando estaba realmente mal; puede que el resto del tiempo no se sintiera así y que en general fuera feliz.
Su furia me coge por sorpresa. Golpea violentamente la taza que tengo en la mano y la lanza por los aires, derramando todo el té. Sigo la trayectoria que describe la taza y la veo caer sobre el asiento de la ventana mientras él grita:
—¡Deje de tratarme de una vez como si fuera un retrasado!
Me aparto y me encojo para repeler un posible ataque, pero un momento después se encuentra de rodillas ante mí, disculpándose.
—¡Oh, Dios mío! ¡Lo siento! Lo siento mucho… ¿Se encuentra bien? ¡Dios! Podría haberla quemado…
—No pasa nada. De verdad. Estoy bien. —Noto el temblor en mi voz y me pregunto por qué estoy tranquilizándolo—. No me cayó encima; ha ido a parar al suelo.
Me siento mareada, atrapada.
—No era mi intención que se enfadara —le digo—. Solo quería decir algo positivo. El diario es horrible, eso es algo que usted sabe muy bien, y no quería que se sintiera aún peor.
—No podría.
Su mirada parece desafiante.
—De acuerdo. —Espero no batir mi récord personal de estupidez—. Sí, creo que este es el diario de alguien que podría matar a su propia hija. Y no, no creo que sea el diario de alguien que se suicidaría.
Él me mira, muy concentrado.
—Continúe.
—La persona que lo ha escrito… Su voz parece estar expresando un fuerte instinto de conservación. Si tuviera que pensar en qué clase de mujer ha escrito eso, diría que se trata de alguien… Mire, lo que voy a decir sonará muy mal…
—Dígalo.
—Creo que se trata de alguien narcisista, consentido, con complejo de superioridad…, piensa que hace las cosas mejor que cualquiera… —Me muerdo el labio—. Lo siento. No estoy siendo muy diplomática.
Alguien con un ego implacable, pienso, aunque no lo digo. Alguien que desprecia a los demás, que cree que se puede prescindir de ellos en cuanto se convierten en un obstáculo que le impide lograr sus objetivos.
—Es cierto —dice Mark Bretherick—. Usted me dice la verdad tal y como la ve.
Por primera vez noto un punto de ira en su voz.
—Parte de lo que escribió es exactamente lo que me esperaba —digo—. Ser madre puede resultar muy frustrante.
—Geraldine nunca se tomó un descanso. Ejercía de madre a todas horas. Nunca me dijo que quisiera darse un respiro.
—Todo el mundo necesita tomarse un descanso. Mire, si yo tuviera que cuidar de mis hijos todo el día, necesitaría sedantes muy fuertes para poder seguir adelante. Entiendo el agotamiento y la necesidad de su esposa de tener un poco de tiempo y espacio para ella, pero… encerrar a una niña en una habitación oscura y dejar que grite durante horas, atrancando la puerta para que no pueda salir, y todo eso de hacerla sufrir a fin de sentir que la estaba protegiendo, es enfermizo.
—¿Por qué no me pidió que buscáramos ayuda? Podríamos habernos permitido una niñera… ¡Podríamos habernos permitido dos! Geraldine no tenía por qué ocuparse de todo si no quería hacerlo. Pero ella me dijo que era lo que deseaba; yo creía que disfrutaba haciéndolo.
Desvío la mirada, para no ver la ira y el dolor en sus ojos. No soy capaz de darle una respuesta. Si yo hubiera sido Geraldine, una mujer casada con un empresario rico que vivía en una mansión, habría ordenado a mi marido que contratara a todo un equipo de criados en cuanto hubiese salido de la maternidad.
—A algunas personas les resulta más fácil que a otras pedir ayuda —le digo—. En general, las mujeres suelen ser bastante malas en eso.
Se da la vuelta, como si ya no le interesara lo que estoy diciendo.
—Si ese hombre fingió ser yo, también pudo fingir ser ella —dice, soplando a través de sus manos—. Geraldine no era narcisista… Era justo lo contrario.
—¿Cree que fue otra persona quien escribió el diario? Pero…, usted habría reconocido la letra de Geraldine, ¿no?
—¿Acaso le parece la letra de alguien lo que está impreso? —me espeta.
—No. Sin embargo, di por sentado que…
—Perdóneme. —Parece disgustado, mortificado por tener que volver a disculparse cuando lo ha hecho hace un momento—. El diario estaba en el ordenador de Geraldine. No hay ninguna versión escrita a mano.
Noto un sabor amargo en la boca.
—¿Quién es William Markes? —le pregunto—. El hombre que ella dice que podría arruinar su vida.
—Buena pregunta.
—¿Cómo? ¿No lo conoce?
Suelta una carcajada, aunque sin ganas.
—Tal y como están las cosas, usted sabe más que yo sobre él.
—¿Está insinuando que…?
—Desde que leí por primera vez el diario, hay un nombre que me da vueltas en la cabeza sin que pueda asignárselo a nadie: William Markes. Y entonces, cuando menos me lo esperaba, aparece usted. Físicamente es el doble de Geraldine, y me dice que conoció a un hombre que se hizo pasar por mí. Sin embargo, ambos sabemos que no era yo. Así pues, de momento no podemos asignar ningún nombre al individuo que usted conoció en ese hotel. —Tras encogerse de hombros, añade—: Yo soy un científico, y si relaciono esos dos hechos…
—Llega a la conclusión de que el hombre que conocí el año pasado era William Markes.
En algunas ocasiones, la necesidad adopta la apariencia de la lógica: relacionas dos cosas porque puedes hacerlo, pero no porque debas. Yo también soy científica. ¿Y si esas dos cosas no tienen ninguna relación? ¿Y si el hombre de Seddon Hall mintió porque iba a romper las normas durante una semana y quería protegerse y no porque fuera un psicópata capaz de cometer un asesinato?
Si William Markes, sea quien sea, falsificó el diario de Geraldine después de matarla, ¿por qué incluyó su nombre en él? ¿Por alguna inexplicable necesidad de confesar? Como soy científica y no psicóloga, no tengo ni idea de si tal cosa es posible.
—Tiene que decírselo a la policía. Han dejado de buscar a William Markes. Pero si supieran lo que me acaba de contar…
Me pongo de pie.
—Tengo que irme —digo, recogiendo mi bolso, que había dejado detrás de la butaca. Lo rodeo con los brazos, para que él no vea la punta de los marcos—. Lo siento, yo… Hoy tengo que recoger a mis hijos en la guardería a la hora de comer y debo hacer unas compras.
Es mentira. Los martes y los jueves le toca a Nick, y esos son los días en que se pierden bolsas, facturas e invitaciones para ir a cualquier fiesta.
Jamás he ido a recoger a Zoe y a Jake a la hora de comer. El tiempo que pasan en la guardería es una de las muchas cosas de las que me siento culpable.
—Espere. —Mark me sigue a través del vestíbulo—. ¿Cómo se llamaba el hotel? ¿Dónde está?
Abro la puerta principal y me siento más viva cuando noto el aire fresco en la cara. Fuera luce el sol, aunque la luz sigue pareciéndome muy lejana.
—No recuerdo el nombre del hotel.
—Claro que lo recuerda. —Parece triste—. Se lo contará a la policía, ¿verdad?
—Sí.
—¿Todo? ¿Incluso el nombre del hotel?
Afirmo con la cabeza, aunque siento una punzada en el corazón por el engaño. No puedo hacerlo.
—¿Volverá? —me pregunta—. Por favor…
—¿Por qué?
—Quiero volver a hablar con usted. Aparte de mí y de la policía, es la única persona que ha leído el diario.
—De acuerdo.
Llegados a este punto, diré cualquier cosa que me ayude a salir de aquí. Él sonríe. Hay cierta frialdad en su mirada: no es complacencia, sino determinación.
No tengo ninguna intención de volver a Corn Mill House.
Conduzco hacia Rawndesley, conmocionada tras mi encuentro con Mark. Siento la necesidad de olvidar todo lo que tenga algo que ver con él y con lo ocurrido. Me paso varias horas en la sede de la Fundación Salvar Venecia, intentando arreglar el lío que han armado Salvo, Vittorio y la productora. Natasha Prentice-Nash no hace ningún comentario sobre los cortes de mi cara y no me da las gracias por acudir un martes ni se disculpa por tener que ocuparme de un asunto que no es de mi incumbencia solo porque soy la única persona de la oficina con un poco de tacto. A las cinco decido que ya no puedo más y me voy a casa.
Cuando llego, no hay nadie. Miro a través de la ventanilla del coche y veo que las cortinas del salón están abiertas. Normalmente, a esta hora suelen estar cerradas y detrás de ellas se percibe el resplandor de la lámpara, porque de ese modo Zoe y Jake pueden ver lo que dan en el canal infantil de la BBC sin que la luz del sol se refleje en la pantalla de la televisión.
Bajo de mi coche y echo un vistazo a la calle en ambas direcciones, buscando el de Nick, pero no está. Aun así, llamo a los niños al entrar en el apartamento. Consulto el reloj: las seis menos cuarto. Puede que aún estén en la guardería. Es posible que Nick haya salido tarde de trabajar, aunque eso es algo que jamás ha hecho desde que lo conozco. A menudo pienso que debe estar bien tener un trabajo así.
Y entonces pienso en una horrible posibilidad. ¿Y si Nick se ha olvidado de que debía recoger a Zoe y a Jake? No, a estas horas ya estaría en casa. Nunca llega después de las cinco y media. Lo único que deseo es volver a la normalidad, con los líos y el barullo habituales, dos niños escandalosos y un marido con una copa de vino en la mano. ¿Dónde estarán?
Subo al piso de arriba y entro en la cocina. Siento una punzada en el estómago al ver que no hay ninguna nota. Nick siempre suele dejar una; al final he conseguido que entienda que me preocupo si no sé dónde está. Al principio me decía: «¿Por qué te preocupas? A ver, es evidente que estaré en algún sitio, ¿no?». Sin duda alguna, Zoe y Jake también estarán en algún sitio; el problema es que a mí no me resulta tan evidente qué significa «en algún sitio», y eso no me basta.
¿Dónde estarán?
Cuando estoy a punto de salir de la cocina para inspeccionar las otras habitaciones en busca de la nota que Nick debería haberme dejado, veo algo de color por el rabillo del ojo. La superficie que hay a ambos lados del fregadero está cubierta de manchas de un rojo intenso, algunas pequeñas y otras más grandes. Y también las veo por toda la pared de la cocina. Sangre. ¡Oh, no! ¡No, por favor!
En el suelo, la luz se refleja en los fragmentos de algo… Un vaso roto.
Subo las escaleras de tres en tres y entro en el salón. Cojo el teléfono, dispuesta a llamar a la policía, cuando veo un trozo de papel encima de la televisión: «Hemos ido a tomar el té a casa de mis padres», ha escrito Nick. «Volveremos sobre las ocho. Iba a preparar espaguetis a la putanesca para los niños, pero se me ha roto el bote de salsa de tomate… ¡Luego lo limpio!». Antes de que mi cerebro sea capaz de procesar las palabras de Nick, ya he pulsado dos teclas. Tiro el teléfono sobre el sofá y vuelvo a la cocina, donde me echo a reír como una loca. Salsa de tomate. Pues claro. Está por todas partes. La policía se ha librado de una buena; seguro que habría hecho la llamada más absurda del día.
Me siento a la mesa y lloro durante lo que me parece un rato muy largo, pero me da igual. Lloraré todo cuanto quiera. Entre sollozo y sollozo, me grito a mí misma por ser tan tonta.
Poco después, ya más tranquila, me sirvo una copa de vino. No tengo fuerzas para limpiar el estropicio. El miedo se ha esfumado, pero aún siento parte de su efecto. Mark Bretherick debió de sentir lo mismo, solo que para él la pesadilla aún no ha terminado. En realidad, se ha convertido en su vida. El pánico no puede durar eternamente. En algún momento tiene que remitir, dejando espacio solo para el horror, un horror frío, lúcido, eterno…
Siento un escalofrío. La idea es insoportable. Gracias a Dios, no sé lo que se siente. Gracias a Dios, a Zoe y a Jake no les ha pasado nada horrible, salvo que tendrán que comer alguna de las espantosas recetas de la madre de Nick.
Cojo el bolso, que he dejado en el vestíbulo, saco las dos fotografías y me las llevo al salón después de haber pasado por la cocina para recuperar la copa de vino. Ahora que ya sé que Nick y los niños están bien, me alegra estar a solas. Me siento en el sofá y dejo las fotos junto a mí. Esa pared de ladrillos rojos, el cerezo en flor, el edificio bajo de color azul con las persianas blancas… Sé que he visto todo eso antes, pero ¿dónde? En mi memoria se enciende una lucecita y me oigo decir a mí misma: «Es un poco extraño que hayan pintado el exterior de azul, ¿verdad? No pega demasiado con el entorno». ¿Con quién estaría hablando?
Mi mente se pone en marcha lentamente; está pesada y con fusa después de dos días sin un respiro y en los que apenas he comido, dos días encajando un choque tras otro.
«Es propiedad de BT[7]. Creo que es una central telefónica. A mí no me disgusta el azul; al menos no es gris». Nick. Fue Nick quien dijo eso. De pronto, se despejan todas las dudas: es la reserva de búhos, en el castillo de Silsford. El edificio azul de BT está detrás de él, al final de un pequeño campo. Fuimos allí dos veces, con los niños: la primera cuando Jake era tan solo un bebé, y la segunda hará unos tres meses. Esta segunda visita fue un poco más complicada. Zoe quería adoptar un búho, y Jake también, y los dos estuvieron llorando durante diez minutos cuando les dije que tendrían que compartirlo. Ambos querían uno. Al final, Nick tuvo una idea brillante y les explicó, muy serio, que los búhos, al igual que los niños, estaban mejor si tenían dos padres. Zoe y Jake lo encontraron lógico: ellos tenían un padre y una madre, o sea que lo normal es que Oscar, el búho leonado, también los tuviera.
Cojo la foto de Lucy Bretherick. La pared en la que está sentada se encuentra a unos veinte metros de la jaula de Oscar. O puede que menos. Rodeo mi cuerpo con los brazos, muy fuerte, tratando de ahuyentar el miedo que empieza a roerme por dentro. No sé qué significa todo esto. Lo único que sé es que los Bretherick parecen estar cada vez más cerca.
Bajo a toda prisa las seis escaleras que conducen hasta la habitación de matrimonio, abro las puertas del armario y saco todo lo que hay en el estante de arriba hasta dar con el bulto negro y arrugado que estoy buscando: una camiseta con el dibujo de la silueta en blanco de un búho; debajo, en letra cursiva, también blanca, puede leerse: «Reserva de búhos-Castillo de Silsford». Sobre eso no hay duda alguna. Cualquiera que me viera con esa camiseta sabría que había estado allí.
Esa era la camiseta que llevaba puesta cuando tomé el tren hacia York, para ir a Seddon Hall. Me la pongo siempre que viajo en verano: no es lo bastante bonita como para que uno lamente estropearla, aunque no está aún lo bastante gastada para tirarla.
Debo averiguar si las fotografías de Geraldine y Lucy fueron tomadas antes o después de que yo estuviera en Seddon Hall.
Una idea brillante, Sally. ¿Y cómo vas a hacer eso exactamente? ¿Vas a llamar a Mark Bretherick para preguntarle más detalles sobre las fotos que robaste en su casa?
Vuelvo al salón, cojo uno de los portarretratos y empiezo a desmontarlo. Hay gente que suele escribir la fecha en el reverso de las fotos… Es mi única esperanza. Tiro de las lengüetas metálicas, lastimándome las uñas, y me pregunto qué importa eso. ¿Qué más da que esas fotos fueran sacadas antes del 2 de junio del año pasado? Mi cerebro está bloqueado; no soy capaz de explicarme qué importancia tiene eso.
Finalmente, la parte posterior del marco se suelta. La tiro al suelo y me quedo mirando el rectángulo de papel blanco. No hay ninguna fecha en el reverso de la foto. Por supuesto que no la hay. Geraldine Bretherick era madre. Yo no tengo tiempo para enmarcar fotos ni ponerlas en un álbum, por no hablar de etiquetarlas con fechas para la posteridad… Todas las fotos están en una caja, dentro de mi armario. Ordenar esa caja ha sido uno de mis propósitos de Año Nuevo… en dos ocasiones. Puede que la tercera sea la definitiva.
Estoy a punto de montar de nuevo el marco cuando veo algo en la parte inferior de la foto: una línea muy fina que va de un extremo a otro. Con la uña del dedo medio —la única que no me he roto haciendo las tareas domésticas—, hurgo en la esquina del papel para levantar la foto.
Dos fotografías caen sobre la alfombra. Mis músculos se tensan al ver la segunda: estaba oculta debajo de la foto de Geraldine y es una réplica casi exacta de la otra. Hay una mujer de pie, junto a la pared de ladrillos rojo, delante del cerezo y de la central telefónica. Lleva unos vaqueros azules desteñidos y una blusa de color crema. A diferencia de Geraldine, no está sonriendo. Y hay muchas otras diferencias. Esa mujer tiene un rostro cuadrado, de rasgos pequeños y poco marcados; me hacen pensar en algo modelado en plastilina de color carne. No es tan atractiva como Geraldine. Tiene el pelo negro, muy corto, cortado deliberadamente de forma irregular; uno de los lados es más largo que el otro…, cosas de la moda. Lleva unas botas de cuero de tacón alto, una chaqueta de cuero marrón y los labios pintados de un color carmín muy intenso. Le cuelgan los brazos a ambos lados del cuerpo; parece como si estuviera posando.
Miro la foto una y otra vez. Luego cojo la de Lucy y empiezo a desmontar también el marco. Es una locura. Evidentemente, no habrá nada.
Pero sí lo hay.
Otra réplica exacta: una niña, más o menos de la edad de Lucy, que también está sentada en la pared. Al igual que Lucy, también está saludando a la cámara. Tiene el pelo liso, de color castaño claro; un color que puede confundirse con un gris apagado. Está tan delgada que los huesos de las rodillas destacan en sus esqueléticas piernas. En cuanto a su ropa… No, no es posible…
Suelto un grito ahogado cuando oigo a alguien dentro del apartamento, alguien que está subiendo las escaleras, una estampida. Decididamente, más de una persona. Presa del pánico, me pregunto dónde voy a esconder las fotos y los marcos desmontados y qué voy a decir, cuando me doy cuenta de que no puede tratarse de Nick y los niños; no he oído la puerta principal ni voces impacientes. Me froto la nuca, tratando de relajar los nudos que me ha provocado la tensión muscular y que parecen nódulos en la parte superior de la columna. Contrólate, Sally. Esto suele ocurrir al menos dos veces al día, y no debería dejar que me asustara. El sonido proviene de la entrada; debe de ser alguien que vive en el piso de arriba y que está subiendo las escaleras, las que están en medio de nuestro apartamento aunque no se vean.
La niña delgada de la fotografía lleva la ropa de Lucy Bretherick. La misma blusa, el mismo vestido. Incluso los mismos zapatos y calcetines. Todo idéntico, hasta los volantes de los calcetines.
Mi cabeza está a punto de estallar. Esto me supera. Aparto las fotos hasta dejarlas caer en el suelo y me tapo la boca con la mano. Tengo que comer algo o me desmayaré.
Entonces suena el teléfono. Descuelgo, pero solo soy capaz de soltar un gruñido.
—¿Has apagado el móvil? —me pregunta una voz furiosa.
—Lo siento, Esther —digo, sin fuerzas.
Debo haber olvidado conectarlo de nuevo cuando salí de Corn Mill House.
—Menos mal que nunca te hago caso, ¿eh? De haber seguido tus instrucciones, habría llamado a la policía y habría quedado como una perfecta idiota. ¿Qué ha sido de la llamada que deberías haberme hecho hace dos horas?
—Te llamo luego —le digo, y tiro el teléfono.
—Quieres saber qué opino de todo el asunto, aparte de la infidelidad, ¿es eso, no?
Me llevo a la boca un poco más de espaguetis sin salsa y emito un sonido que espero que responda a la pregunta de Esther. Tardé un cuarto de hora en contárselo todo y luego necesité otros diez minutos para que me jurara que no se lo contaría a nadie bajo ningún concepto.
—¡Qué mala suerte! Precisamente era de la infidelidad de lo que más me apetecía hablar…
—Esther…
—¿A qué demonios estabas jugando? Sal, eso podría haber supuesto el fin de tu matrimonio, un hogar roto y… ¿por qué? ¿Por unos cuantos polvos con un hombre al que apenas conoces? Podrías haber arruinado la vida de tus hijos…
—Voy a colgar —le advierto.
—Vale, vale. Ya hablaremos de ello en otro momento, pero te aseguro que hablaremos de ello.
—Si tú lo dices… —Sé que el punto de vista de Esther es el correcto. Pero también es fácil, convencional y me aburre mortalmente—. ¿Acaso no he dicho siempre que tú eres más sensata que yo? —Trato de restar importancia a mi recién confesado pecado—. Pues aquí tienes la prueba, en el caso de que la necesitaras.
—No estoy bromeando, Sal. Lo cierto es que estoy conmocionada.
Estupendo.
—¿Tienes algo que decir sobre el resto de cosas que te he contado? ¿O debería dejarte en paz para que te deleites en tu indignación moral?
Tras una pausa, ella me pregunta:
—La mujer y la niña de las fotos, ¿podrían ser la mujer y la hija de William Markes?
Sus palabras me provocan una sensación de vértigo, como si estuviera a oscuras en una montaña rusa.
—¿Por qué?
No lo sé. —Escucho a Esther mientras se muerde las uñas—. Solo me preguntaba si… Me imaginaba a una familia, los Markes, fingiendo ser otra. Yo qué sé… Tendría que pasar dos semanas en una isla desierta para poder pensar en ello.
—Mark Bretherick no cree que fuera su mujer quien escribió ese diario.
—Ya me lo has dicho. —Esther lanza un suspiro—. Sal, ¿no te parece todo muy evidente? No podemos solucionar esto hablando por teléfono. Tienes que ir a la policía.
—Tal vez las fotos no estuvieran ocultas —digo, tratando de ganar tiempo—. ¿No has puesto nunca una foto en un marco sin quitar la que ya había porque te daba pereza, dejando la nueva encima de la vieja?
—No —contesta Esther, con firmeza—. Sobre todo si en una de las fotos aparece una niña llevando la misma ropa que mi hija. ¿Estás segura de que se trata de la misma ropa? A lo mejor solo se parece mucho…
—Solo sé que las dos llevan un vestido de color verde oscuro y una blusa de rayas blancas y verdes de cuello redondo…
—Espera un momento. ¿El vestido es de manga corta? ¿Llevan la blusa debajo?
—Sí, es una especie de delantal.
—Eso parece el uniforme de una escuela —dice Esther—. ¿Dé que color son los zapatos y los calcetines? ¿Negros? ¿Azules?
—Zapatos negros y calcetines blancos.
—No es exactamente la ropa para ir un sábado a la reserva de búhos, aunque tampoco es que sea una experta —añade Esther.
Dejo el plato de pasta sobre la mesa, cojo de nuevo las fotografías y las examino una vez más. Tiene razón. ¿Qué me pasa? Pues claro que es un uniforme; lo que me despistó fue el vestido verde: no es tan impersonal como los de la mayoría de uniformes. Las mangas cortas tienen volantes, el cuello es de pico y lleva un cinturón con una vistosa hebilla plateada. Un uniforme. Tiene mucho sentido. Todas las escuelas del condado llevan a sus alumnos de excursión a la reserva de búhos del castillo de Silsford.
—¿Sally? ¿Estás ahí?
—Sí. Tienes razón. No sé cómo no me di cuenta.
—Aun así, deberías llamar a la policía.
—No puedo hacerlo. Nick descubriría lo que ocurrió el año pasado y me dejaría. No voy a correr ese riesgo.
Por favor, no lo digas. ¡Por favor!
Pero Esther lo dice.
—Tendrías que haberlo pensado bien antes de acostarte con otro hombre. Durante una semana. —Como si ser infiel un solo día resultara menos reprobable—. Este asunto ya no te implica solo a ti, Sally.
—¡Maldita sea! ¿Acaso crees que no lo sé?
—¡Pues entonces llama a la policía! Hoy te han seguido; ayer, alguien te empujó bajo las ruedas de un autobús. ¿Aún crees que fue Pam Sénior?
—No lo sé. No paro de cambiar de opinión. Hay momentos en que me parece absurdo, y al siguiente… Después del accidente parecía tan dispuesta a ayudarme que me pareció sospechoso… Diez minutos antes me había dejado muy claro que me odiaba.
—¡Oh, vamos! —exclama Esther desdeñosamente—. Aquí no hay ningún misterio. Esa mujer tiene pocas luces, ¿no? Eso parece, por todo lo que me has contado de ella. Y una persona con pocas luces perdona al instante a un enemigo que ha estado a punto de morir.
—¿De veras?
—Sí. Los sentimientos se imponen a la razón. «Ha estado a punto de morir, o sea que ahora debo dejar de odiarla…». Eso es lo que debió de pensar Pam. La gente inteligente sigue sintiendo odio por quienes se lo merecen, sin tener en cuenta las circunstancias. —La voz de Esther suena furiosa; sé que está pensando en su jefe, el Imbécil. Escucho sus exhalaciones mientras trata de calmarse—. Mira, Nick no tiene por qué enterarse. Todo el mundo sabe que la policía protege a los testigos adúlteros. —Sigue hablando, sofocando mis suspiros de desaprobación—. ¡Es verdad! La mayor parte de ellos también son adúlteros. Los polis son unos puteros…, eso lo sabe todo el mundo. Ni siquiera condenan el adulterio, porque lo que quieren es esclarecer los hechos para poder hacer su trabajo. Si les cuentas todo lo que sabes, harán todo lo que esté en su mano para no involucrar a Nick en esta historia.
—Eso no puedes saberlo —digo, y cuelgo el teléfono antes de que pueda rebatir lo que he dicho. Espero que me vuelva a llamar, pero no lo hace. Ese es mi castigo.
Lo que quieren es esclarecer los hechos. ¿Cuál era la matrícula del Alfa Romeo? Esta mañana la recordaba; la había memorizado.
La he olvidado. En pocas horas, se ha borrado de mi mente. Idiota, idiota, idiota.
Cojo las cuatro fotografías, las llevo abajo y las guardo en el bolso. Luego vuelvo al salón y tiro los dos portarretratos de madera a la papelera. Las posibilidades de que Nick los encuentre o haga alguna pregunta sobre ellos son cero; por una vez, me alegro de no tener un marido observador.
Pienso en la policía. Unos puteros. No deben de ser demasiado observadores si no fueron capaces de encontrar las fotografías ocultas. Suponiendo que estuvieran ocultas. Seguramente registraron la casa después de la muerte de Geraldine y Lucy. ¿Cómo es posible que nadie encontrara esas fotos?
Sé en qué escuela estudiaba Lucy: en St Swithun’s, un centro privado que sigue el método Montessori y que está en la zona norte de Spilling. Mark…, el hombre de Seddon Hall me lo contó. Yo había oído hablar del método Montessori, aunque no sabía exactamente en qué consistía; no se lo pregunté, porque él dio por sentado que como madre de clase media debería saberlo.
Sin embargo, no lo sé, aunque tengo intención de descubrir todo cuanto pueda: sobre la escuela, sobre las dos niñas cuyas fotos he guardado en el bolso y también sobre sus familias. Mañana por la mañana, en cuanto haya dejado a Zoe y a Jake en la guardería, iré a St Swithun’s.