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7/8/07

—Hay novedades. —Sam Kombothekra se dirigía a todo el equipo, aunque su mirada se desviaba sistemáticamente hacia Simon—. Acabo de recibir una llamada de Sue Slater, secretaria de un gabinete de abogados de Rawndesley especializado en asuntos familiares. Dos semanas antes de que fueran hallados los cadáveres de Geraldine y Lucy Bretherick, la señora Slater recibió una llamada de Geraldine Bretherick. Le dio su nombre y le pidió que le pasara con un abogado. La señora Slater no volvió a pensar en ello hasta que oyó su nombre en las noticias. Era un apellido poco habitual y se le quedó grabado.

—Kombothekra es un apellido poco habitual —dijo el inspector jefe Giles Proust—. En cambio, debe de haber cientos de Bretherick.

El inspector se echó a reír nerviosamente y Proust mostró una expresión satisfecha.

—Aparentemente, la señora Bretherick quería hablar con «alguien que se ocupara de divorcios, custodias… y todas esas cosas»… Eso es lo que dijo, palabra por palabra. Cuando la señora Slater le preguntó si necesitaba contratar los servicios de un abogado, le pareció que ella perdía los nervios. Dijo que eso no importaba y colgó el teléfono. La señora Slater comentó que estuvo a punto de no llamarnos, pero al final pensó que debía hacerlo, solo por si resultaba que era importante.

—Muy cívico de su parte.

Muñeco de Nieve se apoyó en la pared de la sala del departamento de investigación criminal mientras se pasaba el móvil de una mano a otra. Cada cinco segundos consultaba la pantalla. Su mujer, Lizzie, se había ido una semana entera para asistir a un curso de cocina. Proust había dejado que se fuera… Era la primera vez en treinta años que ella se ausentaba del domicilio conyugal durante más de una noche, según le había contado a Simon…, pero con la condición de que «se mantuviera en contacto» con él.

—Estoy seguro de que lo hará, señor —le había dicho Simon, resistiéndose a la tentación de añadir: «Creo que en Harrogate hay teléfonos».

Lizzie se había ido el día antes, por la mañana, y desde entonces Muñeco de Nieve había estado en contacto con ella con una frecuencia que rozaba la estricta vigilancia. El primer día la había llamado cinco veces y el segundo, tres. Y esas eran solo las llamadas que había presenciado Simon, unas llamadas cuyo único objetivo era seguir todos los movimientos de Lizzie, según dedujo Simon. «Está en la habitación del hotel», murmuraba Proust de vez en cuando; o bien: «Está en una tienda, comprándose una chaqueta. Al parecer, allí hace frío». Solo porque Proust era quien era, la gente se callaba lo que tenía intención de decir: «Nos importa una mierda.».

A la izquierda de la calva del inspector jefe había un tablero de forma rectangular en el que se había transcrito la nota de suicidio de Geraldine Bretherick. Debajo de ella, también con un rotulador negro, alguien había copiado la carta hallada en el buzón que el agente Robin Meakin tenía en la oficina de correos de Spilling: «Por favor, envíen esto a quien esté a cargo de la investigación de las muertes de Geraldine y Lucy Bretherick», decía la carta. Constaba de un único párrafo, impreso en el tipo de letra sans-serif, de tamaño pequeño. «Es posible que el hombre que apareció anoche en las noticias y que supuestamente era Mark Bretherick no sea Mark Bretherick. Tienen que investigar y asegurarse de que es quien dice ser. Lo siento, pero no puedo decirles nada más».

Proust había mostrado sus reservas con respecto a la forma en que esa nota había llegado a su mesa desde la oficina de correos de Spilling. Simon no dudó ni por un segundo que había sido Charlie quien se la había pasado, lo cual significaba que había decidido recurrir a Proust y no a él. Siendo así, ¿por qué Simon odiaba a todo el mundo salvo a Charlie?

—¿Y bien, inspector? —dijo Proust, dirigiéndose a Kombothekra—. ¿Considera importante la aportación de la señora Slater?

—Así es, señor. O al menos esa es mi opinión. Es posible que Geraldine Bretherick quisiera dejar a su marido y llamara a ese gabinete de abogados, Ellingham Sandler, por ese motivo. Porque quería saber, antes de emprender cualquier acción, qué posibilidades tenía de obtener la custodia de Lucy.

—¿Habría querido tener la custodia? —preguntó Proust—. Según el diario del ordenador portátil, yo diría que no.

—En el diario habla de que su amiga Cordy va a abandonar a su marido y que dejará que este se quede con su hija —dijo Charles Gibbs, frotando su anillo de boda con los dedos de la mano derecha—. ¿Podría tener eso alguna relación?

Gibbs se había casado hacía poco más de un año. Desde entonces, había aparecido siempre en el trabajo con un brillo extraño en su tupido pelo negro y una ropa que, en opinión de Simon, olía igual que esas cosas de plástico de colores que se ven a veces en el inodoro, pensadas para sustituir los malos olores por unos penetrantes perfumes de flores que resultan, si cabe, incluso más desagradables.

—¿Insinúas que Geraldine podría haber llamado en nombre de Cordy? —preguntó Colin Sellers, rascándose una de sus pobladas patillas. Si no se andaba con cuidado, acabarían por cubrirle toda la cara. A Simon le recordaron la planta de color verde oscuro que cubría los muros de Corn Mill House.

—¿Fuiste tú quien habló con la señora O’Hara, Waterhouse?

Simon inclinó la cabeza en dirección a Proust. Desde que Kombothekra había reemplazado a Charlie había decidido hablar lo menos posible en las reuniones del equipo. Sin embargo, nadie se había dado cuenta de ello; era una protesta sin público, pensada para provocar un efecto mínimo.

—Vuelve a hablar con ella. Averigua si ha cambiado de opinión con respecto a dejar que sea su marido quien se ocupe de su hija para mitigar su sentimiento de culpa y si le pidió a Geraldine Bretherick que llamara a un abogado en su nombre.

Simon dejó asomar a su rostro una expresión de desdén. Cordy O’Hara no era una mujer tímida ni apocada. Habría sido ella misma quien llamara a un abogado.

—No me refería a eso, señor —dijo Gibbs— Geraldine envidiaba a la señora O’Hara por ser capaz de deshacerse de su hija… Lo dice claramente en su diario. Quizá eso la llevó a intentar hacer lo mismo.

—Eso sería un poco exagerado, ¿no? —dijo Sellers. Al ver la expresión del resto del equipo, levantó las manos—. Lo sé, lo sé.

Todas las miradas se fijaron en las fotografías ampliadas de las escenas del crimen, que ocupaban una cuarta parte de una pared: las dos bañeras con patas metálicas doradas, idénticas, una de ellas con el agua transparente y la otra de un intenso color rojo; el cabello ondulado, formando una corona en torno a ambos rostros, como los oscuros rayos de un sol muerto. Simon era incapaz de mirar esas dos caras, sobre todo los ojos.

—Yo diría que… —Kombothekra bajó la vista para consultar sus notas—. La custodia… Ahora ya no lo llaman así. La señora Slater me dijo que, actualmente, los abogados hablan de «lugar de residencia» y de «cuidadores principales». Los juzgados de familia lo consideran todo desde el punto de vista del niño.

—Me parece una absurda forma de proceder —dijo Proust.

—No se trata de que uno de los padres gane y el otro pierda. Se trata de qué es mejor para los intereses del niño. Siempre que es posible, tratan de llegar a un acuerdo para una residencia compartida.

—Inspector, por muy fascinante que pueda resultar esta reflexión sobre la historia legal y social de nuestro país…

—Iré al grano, señor —repuso Kombothekra, cuya nuez se movía frenéticamente, algo que siempre ocurría cuando recibía una reprimenda—. Se trata tan solo de una hipótesis, pero… Geraldine Bretherick no había vuelto a trabajar desde que nació su hija. No tenía ahorros; era su marido quien llevaba todo el dinero a casa. El dinero es poder, y las mujeres que se quedan en casa para cuidar de los hijos pequeños van perdiendo la confianza día tras día.

—Es cierto, señor —interrumpió Sellers—. Stacey siempre está dando la tabarra con eso. Ahora me ha convencido de que tiene que estudiar francés y estoy pagando dos horas de clase a la semana. Me ha dicho que quiere matricularse para terminar la secundaria. No acabo de ver que eso vaya a darle más confianza, a menos que esté planeando trasladarse a Francia, pero… —dijo, encogiéndose de hombros.

—Es la crisis de los cuarenta —diagnosticó Gibbs.

Simon se clavó las uñas en la palma de la mano, asqueado ante aquella deliberada estupidez. Si a Stacey Sellers le faltaba confianza, era muy probable que no tuviera nada que ver con el hecho de no hablar un idioma extranjero y que se debiera a la aventura que Sellers mantenía desde hacía años con Suki Kitson, una mujer mucho más joven que ella y que se ganaba la vida cantando en restaurantes, hoteles y, ocasionalmente, en cruceros. Si lo que quería Sellers era ahorrar dinero, debería plantearse dejar a Suki y ver qué ocurría. Tal vez Stacey descubriera, después de todo, que podía vivir sin estudiar francés.

—Puede que muchas mujeres que se quedan en casa acaben pensando que el mundo exterior ya no les pertenece…

—Y puede que no. —Proust se tambaleó hacia delante y sacudió los brazos, como si de repente pensara que se había quedado quieto demasiado tiempo. Luego señaló a Kombothekra con el móvil—. Si hubiese querido una reflexión sobre comportamientos sociales habría llamado a Emile Durkheim. Un francés, Sellers, por lo que no tengo ninguna duda de que tu mujer lo sabrá todo sobre él. Ya ha supuesto bastante fastidio que nos endilgaran a ese engreído idiota de Harbard para que usted también pretenda ser un sociólogo, inspector. Cíñase a los hechos y vaya directamente al grano.

A ningún miembro del equipo le había gustado trabajar con el profesor Keith Harbard, pero el superintendente Barrow insistió en ello: el departamento de investigación criminal tenía que aceptar la ayuda de un experto. El familicidio, tal y como lo habían llamado algunos periódicos y comentaristas televisivos, era un crimen demasiado grave y noticiable para ser tratado según los procedimientos habituales, sobre todo cuando el asesino era una mujer y una madre.

—Este caso requiere todas las consideraciones posibles —había dicho el superintendente.

Lo que les ofrecieron fue un teórico gordo que se estaba quedando calvo y que esgrimía constantemente la expresión «aniquilación familiar», sobre todo cuando lo enfocaban las cámaras, y que mencionaba los títulos de los libros y artículos que había escrito a todo aquel que quisiera escucharlo. Un tipo que se consideraba «la hostia», como muy acertadamente había señalado Sellers.

—A pesar de lo que diga el diario del ordenador, la mayoría de las madres no están dispuestas a renunciar a sus hijos cuando llega el momento de decidir —dijo Kombothekra—. Y si Geraldine mató a Lucy y luego se suicidó, como creemos que hizo, eso significa que necesitaba a su hija aun estando muerta. De acuerdo, es posible que por un instante envidiara a Cordy O’Hara, pero eso no quiere decir que pensara realmente en abandonar a Lucy. Si eso era lo que quería, habría podido hacerlo en cualquier momento. ¿Qué se lo impedía?

Sin hacer una pausa para que alguien le respondiera, Kombothekra prosiguió.

—Mark Bretherick es un hombre rico y de éxito. Y la riqueza y el éxito equivalen a poder. Es posible que Geraldine temiera no tener ninguna oportunidad de ganar un juicio contra él.

Kombothekra sonrió ansiosamente a Simon, quien desvió de inmediato la mirada. No quería que le tomaran por un aliado. Le habría gustado que, de vez en cuando, Sellers y Gibbs invitaran a Kombothekra a ir al pub. Eso le quitaría a él un poco de presión y la sensación de ser algo que en realidad no era. Sellers y Gibbs no tenían ninguna excusa: la fría acogida que le habían dispensado a Kombothekra no tenía nada que ver con Charlie. A ambos les disgustaba la cortesía de Kombothekra. A sus espaldas, Simon los había oído referirse a él como «Stepford[4]».

Sellers y Gibbs solo eran capaces de comportarse de forma civilizada en reuniones informativas como la que estaban manteniendo, donde temían ser empalados por los sarcásticos carámbanos de Muñeco de Nieve.

—¿Recuerda la historia del rey Salomón, inspector? —preguntó Proust—. La verdadera madre decidió que la otra mujer se quedara con su hijo antes que verlo partido en dos.

Cuando el inspector jefe se dio cuenta de que tres cuartas partes del equipo lo estaban mirando fijamente, perplejos, cambió de tema.

—¡Esta historia sobre las mujeres y su falta de confianza es una tontería! Mi esposa estuvo años sin trabajar cuando nuestros hijos eran pequeños, y nunca he conocido a una mujer más segura de sí misma. De acuerdo, yo era el sostén de la familia, pero Lizzie se comportaba como si fuera ella y no yo quien ganaba hasta el último penique. Casi siempre solía llegar a casa al amanecer, después de una serie de refriegas con los especímenes más rastreros de nuestra comunidad, y mi mujer me decía que era imposible que hubiese tenido un día más agotador que el suyo. Y en cuanto al poder que ostenta en nuestra familia, es aterrador. —El inspector echó un vistazo a su móvil—. Ya me gustaría que todas esas bobadas sobre la falta de confianza de las mujeres fueran ciertas…

La mirada del inspector jefe se cruzó con la de Simon. Él sabía que estaban pensando lo mismo: ¿habría dicho Proust lo que acababa de decir de forma tan explícita si Charlie aún estuviera al mando?

Simon ya no podía seguir aguantando por más tiempo todo aquello.

—«Usted», no «nosotros» —dijo, dirigiéndose a Kombothekra—. Es usted quien cree que Geraldine Bretherick mató a Lucy y luego se suicidó. Sin embargo, yo no lo creo.

—Solo era cuestión de tiempo… —refunfuñó Proust.

—¡Vamos! —dijo Sellers—. ¿Quién más pudo hacerlo? No hubo allanamiento de morada.

—Alguien a quien Geraldine dejó entrar, evidentemente. En la casa se encontraron huellas que no han sido identificadas.

—Eso es normal. Y tú lo sabes. Podrían ser de cualquiera…, de alguien que fue a tomar medidas para unas cortinas. De cualquiera.

—¿Quién más tenía motivos para matarlas a ambas, madre e hija, aparte de Mark Bretherick? —preguntó Gibbs—. Y él está libre de sospecha.

Kombothekra asintió con la cabeza.

—Sabemos que Geraldine y Lucy Bretherick murieron el 1 o el 2 de agosto; probablemente el 1, y tenemos a quince científicos del Laboratorio Nacional de Los Álamos, Nuevo México, que han declarado que Mark Bretherick estuvo allí desde el 28 de julio hasta el 3 de agosto. Su coartada está fuera de toda duda, Simon, y no hay más sospechosos.

Kombothekra sonrió, lamentando ser el portador de las malas noticias.

—Hay uno —repuso Simon—. Uno al que aún no hemos conseguido encontrar. William Markes.

—No salgas otra vez con eso, Waterhouse. —Proust dio un golpe en la pared—. Y no vayas a creer que ese «aún» me ha pasado desapercibido. «Aún»…, como si fueras a encontrarlo. Hemos escudriñado hasta el último rincón de la vida de Geraldine Bretherick y no aparece ningún William Markes.

—No creo que debamos rendirnos y dejar de buscarlo.

—No es cuestión de rendirse, Simon —dijo Kombothekra—. Lo hemos investigado todo. Ninguno de los amigos y familiares de Geraldine ha oído hablar de él. Lo intentamos en el Instituto García Lorca, donde ella había estado trabajando…

—Tal vez haya un Williamo Marco entre los empleados —bromeó Gibbs.

—… y tampoco pudieron ayudarnos —continuó Kombothekra—. Hemos descartado a todos los William Markes que aparecen en el censo electoral.

—Puede que uno de ellos estuviera mintiendo —insistió Simon—. Habría sido muy fácil si nadie, salvo ellos dos, sabía que existía algún tipo de relación entre ambos.

—¿Y qué estás sugiriendo que hagamos, Waterhouse? —preguntó Proust, con voz clara y pausada.

—Investigar de nuevo a todos los William Markes. Investigarlos tan a fondo como hemos hecho con Mark Bretherick. Y hacer extensiva la investigación a cualquiera que se llame William Marx, M-a-r-x. Y también a los Marks, sin la e.

—Una idea excelente —dijo Muñeco de Nieve, cubriendo cada palabra con una capa de hielo—. Y no nos olvidemos del Williamo Marco de Gibbs…, aunque seguramente quería decir Guillermo. ¿Y qué me decís de los que se llamen William Markham o Markey, para estar completamente seguros?

—No podemos hacer eso, Simon —le espetó Kombothekra. Simon se había dado cuenta de que los métodos de tortura verbal de Proust ponían nervioso al inspector—. No disponemos de tiempo ni de recursos para hacerlo.

—El dinero aparece cuando la gente que decide cree que algo es importante —dijo Simon, tratando de sofocar la ira que iba apoderándose de él—. Markham, Markey…, sí. Mark-lo-que-sea, Marks & Spencer, sea cual sea el maldito nombre del tipo que seguramente iba a arruinarle la vida a Geraldine Bretherick. —Simon respiró profundamente, apretando los dientes—. Seguiremos investigando hasta dar con él.

Proust se movió en línea recta, se acercó cuanto pudo y se quedó mirando fijamente la parte inferior de la barbilla de Simon, que posó los ojos en el tablero que tenía delante de él. Por el rabillo del ojo podía ver, borrosa, la calva de Muñeco de Nieve.

—Así pues, piensas que la señora Bretherick pudo entender mal el apellido —dijo el inspector jefe con una voz que era casi un susurro.

—Se refirió a él como «un hombre llamado William Markes» —contestó Simon—. Como ya he dicho en varias ocasiones, deduje de eso que ella no lo conocía demasiado bien, o puede que ni siquiera lo conociera. Pudo haber entendido mal su apellido.

—Estoy de acuerdo —dijo Proust, dando la vuelta para inspeccionar desde el otro lado la barba de tres días de Simon—. Entonces, ¿por dónde deberíamos empezar? ¿Deberíamos descartar primero a los Peter Parker o empezamos por todos los Cyril Billington que se nos pongan a tiro?

—Esos nombres no se parecen ni remotamente… —empezó Simon.

—Así pues, una mujer entiende mal un nombre y es el subinspector Waterhouse, el que todo lo ve y todo lo sabe, quien decide hasta qué punto se ha confundido —dijo Proust a gritos.

Simon notó que unas gotas de saliva del inspector salpicaban su barbilla. Kombothekra, Sellers y Gibbs se quedaron helados, en posturas más bien incómodas. La mano de Sellers, que había empezado a bajar después de haber estado rascando una de sus patillas, se quedó suspendida en el aire. Los tres parecían necesitar urgentemente un anticongelante. Una vez más, Muñeco de Nieve había hecho honor a su apodo.

—Escúchame con mucha atención, subinspector. —Proust apretó el cuello de Simon con el dedo índice. Aquello era una novedad: Simon estaba acostumbrado a los ataques verbales, pero aquel dedo era una novedad— Peter Parker es mi mecánico y Billington mi tío. Ambos son dos ciudadanos que respetan la ley. Estoy seguro de que no tengo que explicarte por qué no vamos a husmear en su vida privada solo porque la señora Bretherick pudo haberse equivocado al escribir el nombre de William Markes. ¿Me he expresado con suficiente claridad?

—Señor…

—Estupendo.

—¿Y qué me dice de la nota que encontraron en la oficina de correos de Spilling? —Simon desafió al inspector jefe, que se estaba batiendo en retirada—. La nota que alguien le entregó a usted y según la cual Mark Bretherick podría no ser Mark Bretherick. ¿Vamos a investigar eso?

—Waterhouse, ya hemos dejado atrás la época en que la policía descartaba a los excéntricos ansiosos por llamar la atención como los chalados que al final siempre resultan ser. Tu jefe dedicará a esta nueva información toda su atención, ¿no es así, inspector?

Pasaron unos segundos antes de que Kombothekra recuperara la voz.

—Ya estoy en ello. Hasta ahora, parece que Bretherick es quien dice ser.

—Seguramente Waterhouse cree que su verdadero nombre es William Markes —gruñó Proust—. ¿No es cierto, Waterhouse?

—No, señor.

Simon estaba pensado en las tarjetas de felicitación, las dos tarjetas del décimo aniversario de boda que había en la repisa de la chimenea de Corn Mill House. Las recordaba perfectamente. Ambas eran grandes. Una tenía los extremos redondeados y la letra del texto, en espiral, era plateada: «Para mi amado esposo, en nuestro aniversario», y debajo había un dibujo de una flor amarilla. La otra era de color rosa y acolchada, con el número 10 y un ramo de rosas en la primera página. Las rosas estaban sujetas con un lazo rosado. Simon había memorizado lo que habían escrito en ellas. ¿Por qué? ¿Para poder comentarlo con Sellers y Gibbs y saber qué opinaban? ¿Para saber qué opinaba Proust? Se habrían burlado de él, todos y cada uno de ellos. Incluso el bueno de Sam Kombothekra.

No, no creía que Mark Bretherick fuera William Markes, no necesariamente. Sin embargo, aquellas tarjetas…

—Si dependiera de mí, ordenaría que vigilaran la oficina de correos de Spilling —dijo—. Sea quien sea quien haya escrito esa nota, tiene más cosas que contar. Es posible que vuelva a escribir una carta más larga en los próximos días. Si pillamos a esa persona, tendremos una pista y posiblemente un sospechoso.

—Me gustaría ponerte sobre una pista, Waterhouse —fue la respuesta de Proust.

—Simon, tenemos una nota de suicido —dijo Kombothekra, señalando el tablero— y un diario que deja claro que Geraldine Bretherick estaba deprimida.

—Un diario que fue encontrado en un ordenador —dijo Simon. Incluso a él, esas palabras le parecieron propias de un muchacho protestón—. No había ninguna copia en papel ni una versión en un cuaderno. ¿Quién escribe su diario directamente en un ordenador? ¿Y por qué solo están esas nueve entradas, todas del año pasado? No hay ni siquiera una que sea reciente, de días consecutivos… Son nueve días escogidos al azar, entre abril y mayo de 2006. ¿Por qué? ¿Alguien puede explicármelo?

—Waterhouse, complicas las cosas tú solo —le espetó Proust, que luego miró a Kombothekra como si esperara ser reprobado por su falta de tacto.

—He hecho una copia de este artículo para cada uno de vosotros.

Kombothekra cogió un montón de hojas que estaban en la mesa desde que había empezado la reunión. Era como si Simon nunca hubiese estado allí, como si no hubiera abierto la boca. ¿Por qué se había molestado en hacerlo?

—Es lo último que ha publicado el profesor Harbard —explicó Kombothekra.

—Ya sabemos lo que piensa ese egocéntrico —dijo Proust—. Que Geraldine Bretherick es la responsable de las dos muertes. Sigo diciendo lo mismo de siempre: no sabe más de lo que sabemos nosotros. De hecho, sabe menos de lo que nosotros sabemos. Él quiere que esas muertes sean una «aniquilación familiar» (una repugnante expresión que seguramente ha acuñado él), porque así puede soltar sus absurdas predicciones en televisión: dentro de cinco años, todas las madres de este país se arrojarán con sus hijos desde lo alto de un acantilado. ¡O alguna chorrada por el estilo!

—Ha analizado muchos casos de asesinato y suicido parecidos a este, señor —dijo Kombothekra con un tono de voz benévolo, como si Muñeco de Nieve le acabara de ofrecer unas pastas de té.

Kombothekra sentía lástima por el profesor Harbard: se lo había reconocido a Simon durante uno de sus incómodos y básicamente silenciosos trayectos hasta Corn Mill House.

—Lo llama el superintendente, en calidad de experto, y se encuentra con nosotros, que lo tratamos como a un intruso y un cretino.

Simon se preguntó si Kombothekra no estaría hablando de sí mismo y de su propia experiencia.

A Simon, Harbard le había parecido tan insensible como un cactus. Era un hombre que no sabía escuchar. Cuando hablaban los demás, él asentía con impaciencia, humedeciéndose los labios cada cinco segundos y murmurando: «Sí, sí, de acuerdo, sí», esperando ansioso el momento de volver a ser el centro de atención. La única vez que había escuchado fue cuando el superintendente Barrow les dijo, en su presencia, que el profesor Harbard era una eminencia en su campo y les recordó lo afortunados que eran de que hubiera ofrecido sus servicios.

—He subrayado el párrafo que creo que aporta información nueva —dijo Kombothekra, entregándole una copia del artículo a Simon y aprovechando la ocasión para dedicarle otra sonrisa—. En todo caso, no recuerdo que el profesor Harbard nos comentara esto personalmente. En el párrafo número seis afirma que la aniquilación familiar no es un crimen que pueda atribuirse a la exclusión social o a la pobreza. Lo más habitual es que se dé entre gente rica, de clase media-alta. Harbard sostiene que esto es debido a la necesidad de guardar las apariencias, de dar una imagen de familia perfecta, de felicidad, de éxito. En las escalas sociales más altas, la imagen es más importante que…

—Por favor, no me hable de escalas sociales, inspector… —dijo Proust.

—La gente quiere ser la envidia de sus amigos, y por eso finge. Y, en algunas ocasiones, cuando la realidad de la vida, mucho más complicada y dolorosa, se pone de manifiesto…

—Eso son tonterías —lo interrumpió Simon—. Entonces, teniendo en cuenta que los Bretherick eran de clase media-alta y tenían dinero, eso significa que Geraldine es una asesina y una suicida.

Proust fulminó con la mirada a Kombothekra, enrolló su copia del artículo del profesor Harbard y la lanzó a la papelera que había en un rincón de la sala. Falló.

—¿Y qué hay del GHB[5]? —Simon se preguntaba si podría hacer algún progreso siendo el menor de dos males, ahora que Muñeco de Nieve estaba furioso con Kombothekra—. ¿Por qué se lo tomaría Geraldine Bretherick? ¿Dónde lo consiguió?

—En Internet —sugirió Gibbs—. No es tan difícil. En cuanto al porqué, el GHB ha sustituido al Rohypnol como la «droga del estupro» más popular en todo el país.

—Teniendo en cuenta todo lo que sabemos sobre ella, ¿creéis que una mujer como Geraldine Bretherick compraría drogas ilegales por Internet? —preguntó Simon—. Estamos hablando de una mujer que presidía la Asociación de Padres de Alumnos de la escuela de su hija y que tenía la cocina llena de libros como Recetas de pescado para el desarrollo cerebral de tu hijo y cosas por el estilo. —Sin querer, Simon miró a Kombothekra.

—¿Tenemos ya los resultados del laboratorio sobre ese ordenador? —preguntó el inspector jefe.

Salvo Proust, todos los miembros del departamento de investigación se referían al laboratorio informático como «Hitcoo». Kombothekra negó con la cabeza.

—No he parado de insistir, pero nadie es capaz de decirme por qué están tardando tanto.

—Apuesto a que en ese portátil no encontrarán nada que demuestre que Geraldine Bretherick compró GHB. Y no quiero decir GHB en vez de Rohypnol; me refiero a cualquier clase de estupefaciente. En fin, en el caso de Lucy puedo entenderlo… Quería que su hija perdiera el conocimiento, de ese modo solo debía sumergirla en el agua y no sufriría. Pero ¿por qué iba a tomar ella la droga? Pensad en todo lo que tenía que hacer y sin cometer ningún error: matar a su hija, escribir una nota de suicidio, encender el ordenador, abrir el archivo del diario y dejarlo en la pantalla para que cuando llegáramos nosotros lo encontráramos, y finalmente suicidarse… Para hacer todas esas cosas necesitaba estar lúcida.

—Cortarse las venas es doloroso —dijo Sellers—. Quizá quería mitigar el dolor. Había mucha más GHB en la orina de Lucy que en la de su madre. Da la sensación de que Geraldine solo tomó un poco para aplacar su miedo…, para que todo resultara más difuso. Y eso es exactamente lo que produce una pequeña dosis de GHB.

—Eso ya lo sabemos, pero ¿cómo lo hizo? —contraatacó Simon—. ¿Escribió «drogas del estupro» en Google y las consiguió a través de Internet? No me convence. ¿Cómo sabía qué dosis debía tomar?

—Hacer conjeturas no tiene ningún sentido —dijo Proust bruscamente—. Los técnicos informáticos nos dirán lo que Geraldine Bretherick hizo o no hizo con su portátil.

—También tienen que decirnos cuándo se abrió por primera vez ese archivo —señaló Simon—. Por ejemplo, si fue creado el mismo día que murió, en cuyo caso las fechas que hay al principio de cada entrada serían falsas.

—Todo eso lo averiguaremos a su debido tiempo. —Proust cogió el tazón con la inscripción de «El mejor abuelo del mundo», metió el móvil en su interior y lanzó una mirada a su despacho. Ya había tenido bastante—. ¿Qué sabemos del traje desaparecido del señor Bretherick, inspector?

—De eso me ocupo yo —contestó Sellers—. Qué suerte la mía… Tengo que recorrerme todas las tintorerías que hay en cincuenta kilómetros a la redonda de Corn Mill House.

—Y también las tiendas de beneficencia —le recordó Kombothekra—. A veces, mi mujer coge mi ropa y la lleva allí sin que yo lo sepa.

—La mía también solía hacerlo, hasta que le dije que no me gustaba que lo hiciera —dijo Proust—. Regalaba jerséis que estaban en perfecto estado.

—¿Y si resulta que ese traje no fue llevado a ninguna tintorería ni a ninguna tienda de beneficencia? Entonces, ¿qué? —preguntó Simon.

Proust dejó escapar un suspiro.

—Pues entonces tendremos el misterio sin resolver de un traje desaparecido. Espero que ahora te des cuenta de lo mucho que suena esto a un caso de los Siete Secretos. Las pruebas siguen indicando que Geraldine Bretherick fue la responsable de su muerte y de la de su hija. Te aseguro que eso me gusta tan poco como a ti, pero no hay mucho que pueda hacer al respecto. Solo estamos siguiendo la pista del traje de Oswald Mosley porque el señor Bretherick considera que es importante. Lamento mucho que eso te deprima, Waterhouse.

Proust cogió el tazón vacío y el teléfono y se dirigió hacia el diminuto cubículo que había en un extremo de la sala, tres de cuyas paredes estaban acristaladas hasta la mitad. Se parecía a los ascensores que a veces hay en el exterior de algunos edificios. El inspector jefe entró y cerró dando un portazo.

Para evitar la compasión que había en los ojos de Kombothekra, Simon se quedó mirando el tablero de la pared. Se sabía de memoria lo que había escrito en las tarjetas del décimo aniversario de boda, pero no la nota de suicidio de Geraldine. Era demasiado insustancial como para que se le quedara grabada. Volvió a leerla una vez más:

Lo siento. Lo último que desearía es causarle dolor y preocupación a nadie. Creo que será mejor si evito dar una explicación detallada… No quiero mentir ni empeorar aún más las cosas. Perdóname por favor. Ya sé que puedo dar la sensación de que soy muy egoísta, pero debo pensar en lo que es mejor para Lucy. Lo siento muchísimo, de verdad. Geraldine.

En su mente, Simon superponía a las palabras de Geraldine las de su amiga, Cordy O’Hara: Geraldine siempre estaba ocupada; no paraba de poner al día su agenda. La vi menos de una semana antes de morir y quiso convencerme a mí y a Oonagh de que fuéramos a Euro Disney con ella durante las vacaciones.

Simon dio la espalda a Kombothekra, Sellers y Gibbs y se dirigió hacia el despacho de Muñeco de Nieve. Aún no había terminado con él.

Proust levantó los ojos y sonrió al ver aparecer a Simon, como si él lo hubiese invitado a pasar.

—Dime una cosa, Waterhouse —dijo—. ¿Qué opinas del inspector Kombothekra? ¿Qué tal es trabajar con él?

—Es un buen compañero. Todo va bien.

—Ha sustituido a la inspectora Zailer, pero tú apenas lo miras. —Proust echó por los suelos la mentira de Simon con la verdad—. Kombothekra es un buen profesional.

—Lo sé.

—Las cosas han cambiado. Tienes que adaptarte.

—Sí, señor.

—Tienes que adaptarte —repitió Proust con solemnidad, examinándose las uñas.

—¿Conoce a alguien que escriba su diario directamente en un ordenador? El archivo ni siquiera estaba protegido con una contraseña.

—¿Conoces a alguien que le ponga salsa de tabasco a los espaguetis boloñesa? —contraatacó Proust en tono amistoso.

—No.

—Pues mi yerno lo hace.

¿Qué podía responder Simon a eso?

—¿En serio?

—No pretendo que te intereses por las costumbres gastronómicas de mi yerno, Waterhouse. Solo quiero decir que el hecho de que tú conozcas a alguien que haga o no una cosa es irrelevante.

—Lo sé, señor, pero…

—Vivimos en la época de la tecnología. La gente hace un montón de cosas con sus ordenadores.

Simon se sentó en la única silla que había.

—La gente que se quita la vida puede dejar notas de suicidio, aunque a veces no lo hace —dijo—. Lo que no hace es dejar una nota de suicidio y un diario para dejarlo claro. Es excesivo.

—Waterhouse, creo que has dado con la palabra clave para describir los actos de Geraldine Bretherick: excesivos.

—La nota y el diario son… Pertenecen a voces distintas —repuso Simon, frustrado—. La persona que escribió la nota no quiere hacer daño a nadie; quiere que la perdonen, mientras que a la que escribió el diario no le importa quién salga lastimado. Sabemos que la nota se corresponde con la letra de Geraldine. Y afirmo que eso significa que no escribió las nueve entradas del diario.

—Waterhouse, si vuelves a mencionar a William Markes…

—La voz del diario es analítica; intenta comprender y describir las miserias cotidianas de la forma más precisa posible. Sin embargo, la nota… solo es una acumulación de tópicos, la voz débil de una mente débil.

Proust se rascó el mentón un buen rato.

—Dime, ¿por qué no se le ocurrió eso a tu William Markes? —Preguntó finalmente—. Si falsificó el diario de Geraldine Bretherick…, ¿por qué no se tomó la molestia de encontrar el tono adecuado? ¿O es que también es una mente débil?

—El tono es algo muy sutil —contestó Simon—. Alguna gente ni siquiera lo notaría. —Gente como Kombothekra, Sellers y Gibbs—. En la nota de suicidio no se habla del suicidio, señor. Ni de matar a Lucy. Y no va dirigida a nadie. ¿No habría escrito: «Querido Mark»?

—No seas tan duro de entendederas, Waterhouse. ¿Cuántas veces te han llamado y te has encontrado con un cadáver colgado de una viga? Cuando yo era agente de policía era algo que ocurría a menudo. Algún pobre desgraciado que había llegado al límite. He leído un montón de notas de suicidio, pero aún no he leído ninguna que dijera: «Lo siento; voy a cortarme las venas. Por favor, perdonadme por quitarme la vida». La gente tiende a evitar los detalles truculentos. Hablan de forma metafórica sobre lo que van a hacer. Y en cuanto a lo de «Querido Mark»…, ¡venga ya!

—¿Qué?

—Ella dirigió la nota al mundo que dejaba atrás, no solo a su marido. A su madre, a sus amigos… Escribir «Querido Mark» habría sido demasiado duro, demasiado personal… Tendría que habérselo imaginado solo, destrozado… —Proust frunció el ceño, esperando la respuesta de Simon—. Además, hay algo en lo que no has pensado: si William Markes es el asesino, ¿por qué iba a dejar que encontráramos su nombre en el ordenador? Él no haría eso.

Está tratando de convencerme.

—No logro entenderte, Waterhouse. ¿Por qué has cambiado de opinión?

—Señor, yo nunca he creído que Geraldine Bretherick…

—Un día Charlie Zailer es la última persona del mundo que te interesa y al siguiente te quedas mirándola con la lengua fuera cada vez que la ves por el pasillo. ¿A qué se debe ese cambio?

Simon se quedó mirando fijamente la moqueta gris, molesto por aquella emboscada.

—¿Por qué se cortó las venas Geraldine Bretherick? —preguntó, con tesón—. Tenía el GHB que había comprado por Internet. Había administrado a Lucy una dosis suficiente para que perdiera el conocimiento y pudiera ahogarla en la bañera sin ningún esfuerzo. ¿Por qué no hizo lo mismo a la hora de suicidarse?

—¿Y si metía la pata? —dijo Muñeco de Nieve—. ¿Y si calculaba mal y se despertaba unas horas más tarde, mojada, desnuda y atontada, y se encontraba con un marido consternado y una hija muerta? Creo que estarás de acuerdo en que los cortes en las muñecas de Geraldine Bretherick los hizo alguien cuya intención era inequívoca. La gente se hace cortes descendentes, no transversales. ¿Qué me dices de eso?

—Pero…

—No, Waterhouse. ¿Qué me dices de eso? Recuérdamelo.

—Los transversales son para llamar la atención y los descendentes los de alguien que quiere morir —recitó Simon, sintiéndose el tipo más idiota del mundo.

Al hablar, Proust pretendía ser como un director de orquesta que blandiera una imaginaria batuta. Gilipollas.

Cuando ya estaba a punto de irse, Simon cayó en la cuenta de lo que había dicho Muñeco de Nieve: «la gente», no «ella».

—Usted está de acuerdo conmigo —dijo, exaltado—. Usted también piensa que ella no lo hizo, pero no quiere admitirlo por si resulta que está en un error. No quiere roces con su nuevo y flamante inspector. Y no tiene por qué correr ese riesgo —Simon se inclinó sobre la mesa— porque me tiene a mí. Soy un portavoz muy cómodo.

—¿Cómodo tú? —Proust se echó a reír, revolviendo los papeles que tenía encima del escritorio—. Creo que te has equivocado de hombre, Waterhouse.

Simon pensó en la última hora, en su resentimiento. En los tacos que había soltado y que no habían servido de nada. Pensó en el montón de tiempo que había empleado en verbalizar sus supuestamente absurdas teorías y en Colin Sellers recorriéndose todas las tintorerías en cincuenta kilómetros a la redonda de Corn Mill House…

—Usted está de acuerdo conmigo —repitió, con más convicción que antes—. Usted me conoce: cuanto más permita que se burlen y que echen pestes de mí, más me esforzaré en demostrar que está equivocado. O, mejor dicho, en demostrar que está en lo cierto. ¿Qué tal lo he hecho hasta ahora?

—Sabes que yo nunca suelto tacos, ¿verdad, Waterhouse?

Simon asintió con la cabeza.

—No me jodas y lárgate de mi despacho, Waterhouse.