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Martes, 7 de agosto de 2007

Alguien me ha estado siguiendo esta mañana. A menos que me esté volviendo loca.

Me dirijo hacia mi mesa, con los ojos bajos y recordándome a mí misma que debo respirar profundamente mientras cruzo el enorme espacio abierto de la oficina. La ventaja de estar tan expuesto y de que todo el mundo sea tan visible es que nadie se siente obligado a no observar a los demás, como haríamos si trabajásemos en despachos cerrados.

Enciendo el ordenador y abro un archivo para que parezca que estoy trabajando. Es un antiguo borrador de una ponencia que debo presentar en Lisboa el mes que viene: «Cómo crear hábitats de marismas de agua salobre con materiales de dragados». Eso servirá. ¿Existe alguna prueba de que respirar profundamente sirva para que te sientas mejor?

Alguien me ha estado siguiendo con un Alfa Romeo rojo. He memorizado la matrícula: YF52 DNB. Esther me diría que llamara a la Dirección General de Tráfico y que me los camelara para que me dieran el nombre del propietario del vehículo. Sin embargo, yo no soy buena camelándome a la gente, y a pesar de que en todas las películas de Hollywood aparece al menos un empleado dispuesto a saltarse las normas y proporcionar información confidencial a los desconocidos, en el mundo real —al menos según mi experiencia— la mayoría de los empleados no ve el momento de decirte lo poco que pueden hacer por ti y lo terminantemente prohibido que tienen hacerte la vida un poquito más sencilla.

Se me ha ocurrido una idea mejor. Cojo el teléfono, ignoro la grabación que me dice que tengo mensajes, marco el 118118 y pido que me pasen con alguien del Hotel y Spa Seddon Hall. Un hombre con acento del norte de Irlanda me pregunta de qué ciudad.

—York —le respondo.

—Sí, ya lo tengo.

Aguanto la respiración, rogándole en silencio que no me haga la pregunta que siempre me da ganas de golpearme la cabeza contra algo muy duro. Pero lo hace.

—¿Quiere que le pase con alguien?

—Sí, por eso he dicho: «¿Puede pasarme con alguien?» —digo, sin poder evitarlo. Piensa con la cabeza, estúpido. No te ciñas al guión, porque cada vez que lo haces, cada vez que uno de tus compañeros lo hace, malgasto cinco segundos de mi vida.

Aun cuando nadie esté pensando en matarme, no tengo una vida de sobra. Intento que esto me parezca divertido, pero no lo consigo.

La siguiente voz que escucho es la de una mujer. Me suelta el discurso de bienvenida del Seddon Hall que ya he oído en anteriores ocasiones. Le pido que compruebe si un hombre llamado Mark Bretherick se alojó en el hotel entre el viernes 2 de junio, y el viernes 9 de junio de 2006.

—Estuvo en la suite número once las dos primeras noches y luego se trasladó a la quince.

Recuerdo claramente ambas habitaciones: están en la última planta, la del rellano con vistas al jardín interior.

La pausa que hace la recepcionista antes de volver a hablar da a entender que tal vez haya visto las noticias en los últimos días.

—¿Puede decirme su nombre, por favor?

—Sally Thorning. Estuve en el hotel en esas mismas fechas.

—¿Le importa que le pregunte por qué necesita esa información?

—Solo quería comprobar algo —le digo.

—Me temo que normalmente no solemos…

—Mire, olvídese de Mark Bretherick —la interrumpo—. Es probable que ese no fuera su nombre. Un hombre estuvo en el Seddon Hall entre los días 2 y 9 de junio del año pasado y necesito saber quién era. Reservó la habitación número once para toda la semana, pero hubo un problema con el agua caliente y…

—Lo siento, señora —me corta la recepcionista de voz suave. Puedo escuchar el zumbido de su ordenador; seguramente debe estar buscando el nombre en la pantalla—. No pretendo ser descortés, pero no solemos dar los nombres de nuestros huéspedes sin una buena razón.

—Tengo una buena razón —le digo—. Fuera quien fuera ese hombre, pasé una semana con él. Me dijo que se llamaba Mark Bretherick, pero no creo que ese fuera su verdadero nombre. Y por motivos en los que no puedo entrar y que también son confidenciales, tengo que saber cómo se llama. Es muy urgente. De modo que si pudiera consultar el registro…

—Lo siento mucho, señora… Me temo que es poco probable que conservemos los registros de hace tanto tiempo.

—Sí, lo entiendo. Por supuesto.

Cuelgo el teléfono. Basta de cháchara. ¿He sido demasiado sincera o quizá no lo he sido lo suficiente? ¿O acaso he parecido muy prepotente? A veces Nick dice que pregunto las cosas de una forma que hace que la gente rece para no conocer la respuesta.

Anoche —porque debía hacer algo— esperé hasta que Nick se acostó y escribí una carta a la policía acerca de los Bretherick. Apenas contenía información; solo decía que un hombre que se había identificado en las noticias como Mark Bretherick puede que fuera otra persona. Esta mañana, de camino al trabajo, me detuve en la oficina de correos de Spilling y la eché en el buzón de la policía. A estas horas seguro que ya la habrá leído alguien.

Pensarán que soy una chalada. Les conté lo mínimo imprescindible. Lo que escribí lo podría haber escrito cualquiera para llamar la atención o levantar una polvareda: un adolescente borracho, un jubilado aburrido…, cualquiera. Me archivarán directamente en la carpeta de Wearside Jack[3].

Estoy pensando en lo que le he dicho a la recepcionista del Seddon Hall: que, fuera quien fuera ese hombre, pasé una semana con él. Podría haber incluido eso en la carta que escribí a la policía, sin revelar mi identidad. ¿Por qué diablos no lo hice? Cuanto más detallada fuera la historia, más dispuestos estarían a creerla. Si se lo contara todo, cómo y por qué ocurrió… De repente, siento la imperiosa necesidad de compartir con alguien toda la verdad. Aunque sea tan solo con la policía, de forma anónima. Durante más de un año he mantenido totalmente en secreto la historia; no se la he contado a nadie, solo a mí misma.

Defino el borrador de mi ponencia sobre los hábitats salubres y lo borro, conservando tan solo el título por si alguien mira por encima de mi hombro. Luego empiezo a escribir.

7 de agosto de 2007

A quien pueda interesar.

Ya les he escrito en una ocasión acerca de los Bretherick. Dejé mi primera carta esta mañana, alrededor de las ocho y media, de camino al trabajo. Al igual que esta, era anónima. Vuelvo a escribirles porque, después de dejarles esa carta, me he dado cuenta de que podrían pensar que solo soy alguien que quiere hacerles perder el tiempo.

No puedo decirles mi nombre por razones que ya comprenderán. Soy una mujer de treinta y ocho años, casada, con hijos y con un trabajo a jornada completa. Tengo formación universitaria y un doctorado (les cuento esto porque no puedo evitar pensar que servirá para que me tomen en serio, lo cual supongo que también me convierte en una esnob).

Como les decía en mi carta anterior, tengo razones para creer que el Mark Bretherick que vi anoche en las noticias puede que no sea el verdadero Mark Bretherick. De entrada, esta historia puede parecer irrelevante, pero no lo es, por lo que les ruego que me presten atención.

En diciembre de 2005, mi jefe me preguntó si estaría dispuesta a hacer un viaje de trabajo de una semana al extranjero, entre los días 2 y 9 de junio. En esa época, mis hijos eran muy pequeños, trabajaba todo el día, tenía varios proyectos entre manos y dormía más bien poco. Cada jornada era una batalla. Le dije a mi jefe que no creía que pudiera hacerlo. Después de haber tenido a mi segundo hijo, no había pasado más de una noche fuera de casa. Irme durante una semana entera no me parecía justo para mi marido y mis hijos; me sentía agotada solo con pensar en poner orden en el caos que me encontraría a mi regreso. Pensé que simplemente no merecía la pena. Sentí una ligera decepción al tener que rechazar la oferta, porque me parecía un proyecto interesante, pero apenas volví a pensar en ello porque estaba con vencida de que no tenía sentido considerarlo.

Cuando se lo comenté a mi marido, pensé que me diría: «Sí, no podrías haberte ido de ninguna manera», pero no lo hizo. Se quedó mirándome como si yo estuviera loca y me preguntó por qué había rechazado la oferta.

—Parece la oportunidad de tu vida. Si alguien me lo pidiera a mí, me iría sin dudarlo —dijo.

—No puedo. Es imposible —le dije, pensando que debía haber olvidado que teníamos dos hijos muy pequeños.

—¿Por qué no? Yo estaré aquí. Nos las arreglaremos. Tal vez no me quede levantado hasta las doce todas las noches planchando calcetines y pañuelos como haces tú, pero ¿a quién le importa?

—No puedo hacerlo —dije—. Si me fuera durante una semana, tardaría dos en ponerme al día con todo cuando volviera.

—¿Te refieres al trabajo? —repuso él.

—Y a la casa. Y los niños me echarían de menos.

—Estarán bien. Nos divertiremos. Les dejaré comer chocolate y podrán acostarse tarde. Mira, no puedo ocuparme de los niños y mantener limpia la casa —dijo (podía hacerlo, por supuesto, pero él cree sinceramente que no)—, pero podemos contratar a alguien.

Mencionó el nombre de una mujer que suele hacernos a menudo de canguro.

Mientras iba dando forma a un posible plan —y lo recuerdo como si hubiera ocurrido ayer—, empecé a sentir algo extraño en mi interior. Aun a riesgo de parecer melodramática, sentí como una especie de explosión o revelación: podía irme. Era posible. Mi marido tenía razón: los niños estarían perfectamente. Podría llamarles cada día por la mañana y por la noche para que escucharan mi voz y decirles que no se preocuparan, que volvería muy pronto.

A quien sea que esté leyendo esta carta: siento que sea tan personal, pero si no les cuento todo esto, el resto no tendría sentido. No es una excusa, sino tan solo una explicación.

Una semana fuera, pensaba. Una semana entera. Siete noches sin interrupciones. Podría recuperar las horas de sueño. En aquella época, mi marido y yo nos levantábamos tres o cuatro veces todas las noches, y siempre que lo hacíamos nos quedábamos despiertos durante una hora o más, intentando que nuestros hijos volvieran a dormirse. Ambos trabajábamos todo el día, aunque eso no parecía preocupar a mi marido. «¿Qué es lo peor que puede pasar?», solía decir. «Que estemos agotados, eso es todo. No es el fin del mundo». (Mi marido es de esas personas que di rían esto aun cuando se tropezaran con alguien que tuviera una bomba atómica y llevara una tarjeta identificativa en la que pudiera leerse «Nostradamus»).

Llamé a mi jefe y le dije que, después de todo, sí podía hacer ese viaje. Contraté a la canguro que había mencionado mi marido y en un par de días estuvo todo organizado. Me alojaría en un hotel de cinco estrellas, en un país que no conocía. Empecé a fantasear con el viaje. Todos los asuntos de trabajo se concentrarían durante el día y tendría las noches libres. Podría darme largos baños calientes y cenar en la habitación algo que no tendría que preparar yo. Me acostaría a las nueve y media y podría dormir hasta las siete… Esa era la perspectiva más seductora de todas. Sin darme cuenta, había dado por sentado que nunca más volvería a dormir en condiciones.

Lo que hasta hacía muy poco parecía algo imposible se convirtió de repente en una necesidad. Cada vez que tenía un día muy estresante en el trabajo o los niños me daban una mala noche, pronunciaba mentalmente el nombre del sitio al que iba a viajar…, el hotel y la ciudad. Si era capaz de arreglármelas hasta entonces, me decía a mí misma, todo iría bien. Pasaría esa semana cuidando de mi cuerpo y de mi mente y reparando todos los daños que me habían provocado, a lo largo de los años, el exceso de trabajo y mi negativa a tomarme un descanso. (Soy una adicta al trabajo, por cierto. Ni siquiera cuando nacieron mis hijos me tomé un tiempo libre: seguí trabajando todo lo que pude desde mi casa durante los seis primeros meses, sentada frente al ordenador, mientras ellos dormían en su sillita, junto a mi mesa).

El viaje se había programado para junio del año pasado. En marzo, mi jefe me dijo que el proyecto había sido cancelado. Mi viaje se había esfumado, así de sencillo. Aquella fue la única vez que casi me echo a llorar por un asunto del trabajo. Creo que mi jefe se dio cuenta de lo disgustada que estaba, porque no dejaba de preguntarme si me encontraba bien y si en casa había algún problema.

Tenía ganas de gritarle: «¡En casa todo iría co******mente bien si pudiera escapar de allí durante una semana!». Sinceramente, no sabía cómo sería capaz de arreglármelas sin aquel descanso que tanto anhelaba. Aceptar la situación y no irme no era una opción. Necesitaba algo, un sucedáneo. Le pregunté a mi jefe si podía mandarme a otro sitio. La empresa en la que estoy realiza proyectos muy similares a ese para muchas compañías, de modo que me parecía una opción bastante realista. Desgraciadamente, me dijo que no tenía ningún otro viaje que ofrecerme.

Completamente hundida, me di la vuelta, dispuesta a abandonar su despacho. Sin embargo, mi jefe me llamó. Tras mirarme con gravedad, me dijo: «Si tanto necesitas irte, hazlo. Tómate una semana, vete de vacaciones». Le miré fijamente, parpadeando y preguntándome por qué no se me habría ocurrido a mí. Luego arruinó lo que acababa de decir cuando añadió: «Llévate a los niños a la playa». No obstante, noté que una sonrisita empezaba a asomar a mi rostro. Mi jefe había plantado una semilla en mi imaginación.

Decidí que me iría, pero yo sola, sin decírselo a nadie. Fingiría que el viaje no había sido cancelado y me alojaría en un hotel con spa, lejos de casa. Me relajaría, me recuperaría y volvería convertida en otra persona. No me sentía culpable por mentirle a mi marido. Me convencí de que si él lo supiera, lo aprobaría. En un par de ocasiones me planteé la posibilidad de contárselo. «Ah, por cierto, el viaje de trabajo ha sido cancelado, pero he pensado que aun así podría irme y pasar una semana tumbada junto a una piscina. Ah, por cierto, nos costará unas 2500 libras…, ¿te parece bien?».

Tal vez no le importara, pero no estaba preparada para correr ese riesgo. Y, en realidad, aunque me hubiera dicho: «Vale, adelante», no habría podido hacerlo. No abiertamente, dejando a mis hijos durante una semana y desapareciendo por las buenas para que me masajearan la espalda con aceites esenciales. Tenía que mentir sobre ello porque parecía algo muy frívolo y totalmente innecesario. Y, aun así —no sé cómo hacerles comprender hasta qué punto— era algo que yo necesitaba desesperadamente en ese momento de mi vida. Tenía la sensación de que iba a morir si no lo hacía.

Salí el viernes, 2 de junio, por la mañana, y ni siquiera me molesté en meter en la maleta las cosas que habría necesitado si me hubiera ido de viaje por trabajo. Ni en un millón de años mi marido se habría fijado en algo que me hubiera olvidado en casa y habría pensado: «Un momento, ¿por qué no se ha llevado esto?». Él no se da cuenta de nada, lo cual, me imagino, lo convierte en alguien a quien resulta muy fácil mentir.

El hotel era muy bonito. La primera tarde que estuve allí me obsequié con un masaje completo —hasta entonces nunca me habían dado ninguno— y la sensación fue algo totalmente nuevo para mí. Me quedé dormida en la camilla y me desperté seis horas más tarde. La terapeuta me explicó que había intentado despertarme haciendo sonar unas campanillas junto a mi oído y gritando mi nombre, pero estaba profundamente dormida. Luego leyó el impreso que había rellenado en la recepción del spa, y al ver que había puntuado mi nivel de estrés con un 20 en una escala del 1 al 10, decidió dejar que siguiera durmiendo.

Cuando me desperté, me sentía muy distinta. No estaba cansada en absoluto. Era incapaz de recordar la última vez que me había sentido así…, creo que fue en la universidad. Todas las partes de mi cerebro parecían limpias y dispuestas a funcionar. Aquella noche, desde el lujoso bar del hotel, llamé a mi marido y le dije que ya estaba instalada. Él había olvidado el nombre del hotel. Le dije que estaría entrando y saliendo a todas horas y que si necesitaba ponerse en contacto conmigo lo mejor sería que me llamara al móvil. Sin embargo, no pude evitar mencionar el nombre del hotel en el que supuestamente debía estar, un hotel que estaba en el otro extremo del mundo. Y un hombre oyó lo que decía.

Mientras guardaba el móvil en el bolso, levanté los ojos y vi que me estaba observando. Tenía el pelo oscuro, de color castaño rojizo, los ojos verdes, la piel blanca y muchas pecas. Su rostro era juvenil; era uno de esos rostros que nunca envejecen. Tenía la copa delante de él…, un trago corto e incoloro. Vi que sus antebrazos estaban cubiertos de vello rubio. Recuerdo que llevaba una camisa de rayas azules y lilas con los puños levantados y unos pantalones negros. Estaba sonriendo.

—Lo siento —dijo—. No debería haber escuchado a escondidas.

—No, no debería haberlo hecho —respondí.

—No lo hacía —explicó de inmediato, un poco aturullado—. Quiero decir que no lo hacía deliberadamente.

—Pero me ha oído, y ahora se está preguntando por qué he mentido sobre dónde estoy.

No sé por qué lo hice, pero se lo conté todo: el viaje cancelado, el masaje, las seis horas que había pasado durmiendo… Él no paraba de decirme que no tenía por qué explicarle nada, pero yo quería hacerlo, porque la razón por la que había mentido, me dije, era por mi bien. Supongo que, básicamente, lo dije en defensa propia. Era lo que creía y aún sigo creyéndolo. Él se echó a reír y me dijo que sabía lo duro que podía ser todo. Él también tenía una hija: Lucy.

Empezamos a charlar. Se presentó, me dijo que se llamaba Mark Bretherick y que llevaba casi nueve años casado con su mujer, Geraldine. Me contó que era director de una empresa que fabricaba frigoríficos para científicos que necesitaban trabajar a temperaturas mucho más bajas de lo normal: cero grados Kelvin, la temperatura más baja que se puede alcanzar. Le pregunté si esos frigoríficos eran blancos y rectangulares, con compartimentos para los huevos en la puerta. Se echó a reír y me dijo que no. No soy capaz de recordar exactamente qué fue lo que dijo a continuación, pero sé que fue algo que tenía que ver con el nitrógeno líquido. Me dijo que si viera uno de esos frigoríficos pensaría que no era un frigorífico.

—No lleva una placa pegada de Smeg o Electrolux, y en él no podrías guardar ni las aceitunas rellenas ni el brie —añadió.

Después de llevar un buen rato hablando, me dijo que vivía en Spilling. En aquella época, yo vivía en Silsford —que está a un tiro de piedra— y no podíamos dar crédito a la coincidencia. Le hablé de mi trabajo, que le pareció muy interesante… Me hizo muchas preguntas acerca de él. Mencionaba constantemente a su mujer, Geraldine, y parecía estar muy enamorado de ella; aunque no lo dijo, estaba claro que significaba mucho para él. De hecho, sonreí para mí misma, porque, aunque era evidente que se trataba de un hombre muy inteligente, también era de los que son incapaces de pronunciar una frase sin mencionar a su esposa. Cuando le preguntaba su opinión sobre algo —cosa que hice en muchas ocasiones, no aquella noche, pero sí durante la semana que pasamos juntos—, él me contestaba, pero inmediatamente después me decía también lo que pensaba Geraldine.

Cuando le pregunté si su mujer trabajaba, me dijo que durante unos cuantos años había dirigido el centro de ayuda informática del Instituto García Lorca de Rawndesley, pero que siempre había deseado dejar de trabajar cuando tuviera un hijo, de modo que cuando Lucy nació, eso fue lo que hizo.

—¡Qué suerte la suya! —exclamé.

A pesar de que yo habría odiado no trabajar, sentí un poco de envidia al pensar en lo sencilla y tranquila que debía de ser la vida que llevaba Geraldine.

Esa primera noche en el bar, Mark Bretherick me dijo algo muy extraño que se me quedó grabado. Cuando le pregunté si pensaba que yo era una inmoral por mentirle a mi marido acerca de dónde estaba, me dijo:

—Desde mi silla, me pareces casi perfecta.

Me eché a reír en su cara.

—Hablo en serio —dijo—. Eres imperfecta, y en eso consiste tu perfección. Geraldine es una esposa y una madre perfecta en el sentido tradicional de la palabra, y eso hace que a veces me sienta… —Interrumpió lo que iba decir y acto seguido volvió a centrar la conversación en mí—. Tú eres egoísta —dijo, como si eso le pareciera algo digno de admiración—. Prácticamente, todo lo que me has contado esta noche es lo que necesitas, lo que deseas, lo que sientes.

Le dije que me dejara en paz.

Sin embargo, en vez de arredrarse, me dijo:

—Escucha: pasa la semana conmigo.

Me quedé mirándole fijamente, sin saber qué decir. ¿La semana? Yo ni siquiera sabía si me apetecía pasar los siguientes diez minutos con él. Además, no sabía exactamente a qué se refería, hasta que añadió:

—Quiero decir como es debido. Conmigo, en mi habitación.

Le dije que tenía mucha cara. Fui bastante brusca con él.

—Quieres una semana de sexo con alguien que no te importa nada antes de volver a tu vida perfecta con la perfecta Geraldine. ¡Anda, lárgate!

Eso fue más o menos lo que le dije.

—¡No! —exclamó, cogiéndome por el brazo—. No se trata de eso. Escucha: seguramente me he expresado muy mal, pero… Lo que has dicho antes, que necesitabas irte esta semana para dormir y descansar porque nunca habías tenido oportunidad de hacerlo antes y que no volverías a tenerla, en fin… —Parecía esforzarse por encontrar las palabras adecuadas, aunque no lo conseguía. Al final, su rostro se contrajo y se apartó—. Olvídalo —dijo—. Seguramente tienes razón. Haré lo que me has pedido y me largaré.

Su vehemencia me había dejado perpleja, y su repentino desánimo me sorprendió. Parecía a punto de echarse a llorar, y me sentí culpable. Quizá lo había juzgado mal.

—¿Qué? —dije.

Lanzó un suspiro y se inclinó sobre su copa.

—Iba a decir que dormir y descansar no son las únicas cosas que echas de menos cuando tienes hijos.

—¿Estás hablando de sexo?

—No —dijo, casi sonriendo—. Estoy hablando de aventura, de diversión, de no saber exactamente lo que va a ocurrir.

Me quedé sin habla. Si no hubiese dicho eso, si hubiese dicho otra cosa, yo me habría sentido bien, me habría mantenido en mis trece.

—Mira, yo paso mucho tiempo lejos de casa por cuestiones de trabajo —dijo—. Duermo fuera muy a menudo. Esta vez, una semana entera. Y siempre que me registro en un hotel solo y dejo la maleta encima de la cama, me pregunto a mí mismo qué es lo que más me apetece…, si dormir o la aventura. ¿Debo pedir que me sirvan la cena en la habitación, ver la tele tumbado en la cama, dormirme temprano y despertarme tarde, o debo bajar al bar del hotel, esperando conocer a una mujer exótica?

Me eché a reír.

—Y esta noche te has decidido por la segunda opción. —Sin embargo, para él yo no era una mujer precisamente exótica: vivía a menos de media hora en coche de su casa—. Me dijiste que Lucy tiene cinco años, ¿no? A esta hora ya debe de estar durmiendo.

Tenía un aspecto abatido, como si deseara que yo no le hubiese dicho eso.

—Soy incapaz de recordar la última vez que pasé una buena noche —dijo.

Se le veía necesitado, aunque al mismo tiempo daba la impresión de ser fuerte y resuelto. Parecía casi enfadado. Supongo que me resultó intrigante.

—Mierda —dije—. Nadie me advirtió que las cosas podían ser incluso peores.

—Pues sí. —Inesperadamente, sonrió—. Pero también podrían ser mejores. Durante un tiempo. Digamos esta semana. ¿Qué te parece?

Hasta entonces, nunca le había sido infiel a mi marido. Y nunca volveré a serle infiel. No me va la infidelidad. De hecho, odio la idea de infidelidad.

—Estás perdiendo el tiempo —le dije.

—Por mera consideración, no puedes decir que no —dijo—. Sería demasiado embarazoso. La única forma de salvarme de la humillación más absoluta es diciendo que sí.

Sabía que debería haberle encontrado más irritante a cada minuto que pasaba, pero empezaba a caerme bien.

—Lo siento —dije—. No puedo. Como ya te he dicho, necesito descansar. Y pasar una semana con otro hombre… sería demasiado para mí. Me entraría el pánico, y volvería a casa peor de lo que me fui.

Una parte de mí se negaba a creer que pudiera tomarme aquello lo bastante en serio como para darle una respuesta tan considerada.

—Solo sería esta semana —insistió—. No tendríamos que seguir en contacto. Ambos estamos felizmente casados y ninguno de los dos quiere romper con nuestras respectivas familias. Tenemos mucho que perder. Somos padres… Dicho de otro modo: nadie espera que volvamos a hacer de nuevo algo secreto y excitante.

Estaba en lo cierto. Mi mejor amiga, que estaba y sigue estando soltera, me decía siempre que yo era muy remilgada y correcta solo porque de vez en cuando me veía intentando convencer a mis hijos de que comieran brócoli o porque cambiaba de canal cuando en la televisión aparecía alguien a quien estaban haciendo pedazos. Pensaba que me había convertido en una mujer anticuada, y esa idea me ponía enferma. Aquel hombre —Mark Bretherick— me pareció físicamente atractivo, sobre todo cuando me prometió que podíamos limitar nuestras intrépidas actividades, tal y como él las llamaba, al día y a las primeras horas de la noche, de modo que yo podría seguir disfrutando de mis siete noches de sueño ininterrumpido.

No compartimos la misma habitación y nunca dormimos en la misma cama. Todas las noches, alrededor de las diez y media, ambos estábamos en nuestras respectivas suites. Comíamos juntos, nos dábamos masajes juntos, nos sentábamos juntos en el jacuzzi que había al aire libre y en el baño turco… y, obviamente, hacíamos lo obvio.

Una noche, en el restaurante, él se echó a llorar. Aparentemente, sin motivo alguno. Se fue corriendo, avergonzado, y cuando volvió, me pidió perdón por lo ocurrido. Me preocupó que se estuviera enamorando de mí y que hubiese cambiado de opinión con respecto a no seguir en contacto tras pasar aquella semana juntos, pero luego, al ver que volvía a estar bien, dejé de preocuparme.

Por muy horrible que suene, no me sentía culpable. Me acordé de un libro que había leído durante mi adolescencia, Flores para Algernon. No recuerdo quién era su autor, pero narra la historia de un retrasado mental que, de repente —no sabría decir por qué—, se convierte en un hombre muy inteligente y adquiere conciencia de todo cuanto lo rodea. No sé si toma algún tipo de droga o alguien realiza un experimento con él. En cualquier caso, durante un tiempo es lo bastante listo como para darse cuenta de que era retrasado y de que ahora ya no lo es. Se siente como si hubiera ocurrido un milagro. Se enamora y empieza a vivir una vida plena y feliz. Sin embargo, más adelante, el efecto de la droga o el experimento empieza a fallar y él es consciente de que muy pronto volverá a ser un retrasado, que no podrá pensar con claridad y perderá esa nueva y maravillosa vida que tan valiosa es para él.

Así es como me sentí, como ese hombre, fuera cual fuera su nombre. Sabía que disponía tan solo de una semana y tenía que hacerlo todo en ese tiempo, hacer todas las cosas que echaba de menos en mi vida: descansar, vivir una aventura, ser capaz de concentrarme en mí misma y en mis necesidades. Y lo más importante: sentía que sería capaz de hacer todo lo que debía hacer con más entusiasmo y con más eficacia cuando volviera a casa. Estaba convencida de que mi marido nunca se enteraría, y así ha sido.

Y entonces, anoche, vi las noticias. Vi a un hombre que supuestamente era Mark Bretherick, pero no se trataba de la misma persona. Quizá el hombre al que conocí solo podía hacer lo que hacía —las cosas que ambos hicimos— siendo otro, lo cual sería comprensible. Sin embargo, fuera quien fuera, debía de conocer muy bien a la familia Bretherick, porque sabía muchas cosas sobre ellos…, las suficientes para convencerme de que formaba parte de ella.

Puede que la historia que acabo de contarles no tenga ninguna relación con las muertes de Geraldine y Lucy Bretherick.

Si es así, les pido disculpas por haberles hecho perder el tiempo. No obstante, no puedo quitarme de la cabeza el hecho de que tal vez ambas cosas estén relacionadas. Geraldine y Lucy Bretherick murieron hace poco, y mi marido me dijo que la noticia había salido en la televisión y en los periódicos todos los días. Yo no sabía nada… Creo que no me he sentado a leer el periódico desde que nació mi primer hijo… El hombre que conocí el año pasado en ese hotel puede que haya visto también las noticias, y a estas alturas se habrá imaginado que ya sé que no es quien dijo ser. Sé que suena completamente demencial, pero ayer alguien me dio un empujón en la calle y estuve a punto de ser atropellada por un autobús. Y hoy me ha seguido un Alfa Romeo rojo con matrícula YF52 DNB.

Lamento no poder decirles el nombre del hotel ni el mío, ni poder contarles más cosas. Si, por casualidad, descubren quién soy durante su investigación, les pido por favor que contacten conmigo en el trabajo y no dejen que mi marido se entere de todo esto. Si así fuera, mi matrimonio habría llegado a su fin.

Detrás de mí, una voz queda y áspera me obliga a pegar un salto.

—A veces veo muertos —dice.

Suelto un indecoroso gemido mientras me doy la vuelta para descubrir de quién se trata.

Es Owen Mellish, el compañero de trabajo que peor me cae. Siento que mi cuerpo se desinfla, como si me hubieran pinchado. Me doy de nuevo la vuelta para ponerme ante la pantalla de mi ordenador y clico en «cerrar archivo». Siento como si mi rostro estuviera en llamas. Owen se ríe ruidosamente mientras se da palmadas en la rodilla, satisfecho por haberme dado un susto. Su cuerpo, barrigudo y de baja estatura, embutido en una camiseta verde y en unas bermudas vaqueras, se desparrama en una silla giratoria mientras mueve hacia delante y hacia atrás una de sus gordas y velludas piernas.

—A veces veo muertos —repite, en voz más alta, con la esperanza de que alguno de los compañeros que están más cerca se eche a reír. Me entran ganas de arrancarle uno a uno los pelos de su ridícula perilla.

Nadie dice nada. Owen se impacienta.

—¿Es que ninguno de vosotros ha visto El sexto sentido?

Todos le decimos que hemos visto la película.

—Esa mujer que ha salido en las noticias…, una tal Bretherick. La que asesinó a su hija y luego se suicidó… Es idéntica a Sal, ¿no os parece? ¡Espeluznante!

Nunca he conocido a nadie con una voz más irritante: suena como si siempre tuviera ganas de carraspear. Cada vez que habla puedes oír el ruido de la flema en su garganta. Es repugnante.

—Vas a estar muerta muy pronto si no aprendes a conducir. —Se echa a reír—. Antes, en la calle…, ¿qué te ha pasado?

No me está mirando a mí, sino a su público. Quiere ponerme en evidencia delante de todos. Igual que hizo ayer Pam Sénior, gritándome en plena calle. Debió de ser Owen quien pegó un bocinazo cuando me detuve frente a la entrada de nuestro edificio.

—Lo siento —murmuro—. Estoy cansada, eso es todo.

—No pasa nada. —Owen me da una palmadita en la espalda—. En tu lugar, yo también estaría nervioso. Ya sabes lo que cuenta la leyenda: si tu doble muere, tú también morirás.

—¿Se trata de un hecho demostrado? —Le sonrío para darle a entender que sus palabras no han surtido ningún efecto.

En realidad, no es cierto. Sus palabras me han hecho más fuerte. Owen resulta terriblemente prosaico. Oír su cháchara sobre los dobles me tranquiliza. ¿Qué más da que Geraldine Bretherick se pareciera a mí? Hay mucha gente que se parece a mucha otra gente y eso no tiene nada de siniestro.

Hay pocas personas que no me caigan bien, pero Owen Mellish es una de ellas. Él cree que es ingenioso, pero todas las bromas que hace son a costa de los demás. Esconde las pullas tras una vena humorística. En un ocasión, cuando llamé a la oficina para decir que estaba en medio de un atasco desde hacía casi una hora, él se echó a reír y, con voz triunfal, me dijo: «Pues yo he llegado a primera hora y apenas había tráfico».

Owen es especialista en modelos de sedimento y, por desgracia, debo trabajar con él en casi todos mis proyectos. Crea modelos hidrodinámicos de estructuras de sedimento con el ordenador, y yo no puedo hacer mi trabajo sin ellos. Sus programas pueden simular los efectos de los cambios en mareas y aguas, ya sean naturales o creadas por el hombre, en las aglomeraciones de sedimentos y de cualquier estructura que contenga cieno y materiales cohesivos. Me molesta pensar a todas horas que sin Owen y su ordenador, mi trabajo sería mucho menos preciso.

En este momento estamos trabajando juntos en un estudio de viabilidad para Gilsenen Ltd., una importante multinacional que quiere construir una planta de refrigeración en el estuario de Culver. Nuestro trabajo consiste en prever futuros niveles de concentraciones contaminantes y los cambios que podrían producirse en el caso de que la planta llegara a construirse. Tenemos que entregar el informe final dentro de dos semanas y Gilsenen debe fingir que le importa; para su imagen es fundamental aparentar que se preocupa por el entorno. Así pues, tengo que hablar muy a menudo con Owen y escuchar su desagradable voz. No puedo quitarme de la cabeza que su mujer dio a luz a su primer hijo hace tan solo cuatro meses y que dos meses después él la dejó por otra. Ahora lleva a las hijas de su nueva pareja al parque todos los fines de semana, e incluso tiene una foto suya en su mesa de trabajo. Sin embargo, nunca menciona a su hijo, que nació con un grave problema de corazón. Es una lástima que su pericia informática no le permita desarrollar un modelo matemático que pueda calcular el efecto que produce en un bebé el hecho de ser abandonado por su padre.

—«A quien pueda interesar». —Owen está mirando mi pantalla, leyendo lo que está escrito en voz alta—. ¿Qué es eso? Estás redactando tu testamento, ¿verdad? Me parece muy sensato. Por cierto, ¿qué le ha pasado a tu cara? ¿Te ha vuelto a pegar tu marido?

Agarro el ratón y trato de cerrar a toda prisa el archivo que pensé que ya había cerrado. ¿Quiero guardar los cambios? Nerviosa y con Owen espiando por encima de mi hombro, clico «no» por error.

—¡Mierda!

Vuelvo a abrir el archivo, suplicando. Por favor, por favor

Dios no existe. Ya no está. El borrador de mi ponencia sobre salubridad ha resucitado.

Empujo a Owen y salgo de la oficina, en dirección al pasillo. Todos mis esfuerzos se han esfumado con solo pulsar un botón. Mierda. ¿Habría mandado la carta? Dudo que la policía de cualquier lugar del mundo haya recibido nunca una carta como esa, pero me da igual… Todo lo que decía era cierto, y escribirlo ha hecho que me sintiera mejor. Debería volver a sentarme ante el ordenador y empezar de nuevo desde cero, pero de momento soy incapaz de hacerlo.

Trato de concentrarme en el desprecio que siento por Owen, pero, de repente, solo soy capaz de pensar en el Alfa Romeo rojo. Escribir a la policía había sido una forma de olvidarme de ello. Sin embargo, ahora que mi carta se ha borrado, no puedo evitarlo.

La primera vez que lo vi fue cuando me dirigía a la guardería. Estuvo detrás de mí casi todo el tiempo, pero lo único que fui capaz de hacer fue mirarlo, impotente y preocupada. Normal mente, aprovecho el tiempo que estoy en el coche para arreglarme y desayunar; es el único momento en que puedo cepillarme el pelo, ponerme un poco de perfume y comerme un plátano. Pero hoy me sentí espiada y no fui capaz de hacer ninguna de esas cosas.

No pude ver al conductor del Alfa Romeo porque el sol se reflejaba en su parabrisas. O a la conductora. Pensé que podía ser Pam, pero sabía que ese no era su coche. Ella tiene un Renault Clío negro. Cuando giré por Bloxham Road, la calle donde está la guardería de los niños, el Alfa Romeo pasó de largo. Me sentí aliviada, e incluso me reí mientras sacaba a Jake de su sillita y Zoe esperaba pacientemente a mi lado en la acera, agarrando su bolsa de color rosa chillón con dibujos de mariposas rosas y azules. Mi hija está obsesionada con las bolsas; es incapaz de salir de casa sin llevar una. Dentro de la que había elegido hoy guardaba cincuenta peniques en monedas de diez y veinte, una llave de plástico rosa con su llavero y una pulsera de abalorios multicolor de plástico.

—No nos seguía nadie. Mamá es tonta —dije.

—¿Por qué? ¿Quién crees que era? —preguntó Zoe, echando un vistazo a la calle desierta y arrugando la cara para examinarme más de cerca.

—Nadie —respondí, con firmeza—. No nos seguía nadie.

—Pero tú pensabas que sí. Entonces, ¿quién crees que podía ser? —insistió.

Le sonreí, orgullosa de su madura forma de razonar, pero no dije nada.

Dejé a los niños y, cuando salía del edificio, me tropecé con Anthea, la directora de la guardería, que ya ha cumplido los cincuenta pero se viste como una adolescente, con tops que le llegan solo hasta el ombligo y enseñando sus tangas. Me echó otro rapapolvo, enroscándose el largo pelo con el dedo índice mientras hablaba. Durante las últimas dos semanas había recogido tarde cuatro veces a Zoe y a Jake y me había olvidado de llevar un paquete de pañales, por lo que las chicas tuvieron que utilizar los de la guardería para cambiar a Jake. Dos crímenes atroces. Me disculpé y, mentalmente, añadí a mi lista «comprar pañales e intentar no retrasarme». Volví corriendo al coche, maldiciendo entre dientes. Hoy tenía mucho que hacer en el trabajo y no tenía tiempo para los sermones de Anthea. ¿Por qué no me cobraba los pañales que habían utilizado para cambiar a Jake y punto? ¿Por qué no me cobraba más si el personal tenía que quedarse los días que yo me retrasaba? Le habría pagado con mucho gusto dos o incluso cuatro veces más por esa hora extra. A fin de mes, tendría que seguir extendiendo un solo cheque. No me importa gastarme el dinero, pero me pone muy nerviosa el mero hecho de pensar que voy a perder aunque solo sea un segundo de mi valioso tiempo.

De camino a la oficina de correos para dejar mi carta anónima a la policía seguí observando a través del espejo retrovisor. Nada. Ya había recorrido la mitad de la distancia hasta Silsford cuando volví a ver de nuevo el Alfa Romeo rojo. La matrícula era la misma. La luz del sol se reflejaba en el parabrisas y seguía sin poder distinguir al conductor; lo único que alcanzaba a ver era una silueta oscura. Noté un sabor a café amargo mezclado con bilis en la garganta.

Paré junto a la acera y vi cómo el Alfa Romeo pasaba a toda velocidad junto a mí y se perdía de vista. Podía tratarse de una coincidencia, me dije: no soy la única persona que vive en Spilling y trabaja en Silsford.

Me obligué a tranquilizarme y arranqué de nuevo el coche. Durante todo el trayecto hasta el trabajo miré por el retrovisor cada cinco segundos, como si estuviera aprendiendo a conducir y el profesor me estuviera observando. No vi ni rastro del Alfa Romeo, y cuando llegué a Silsford decidí que había desaparecido para siempre. Entonces, al doblar la esquina para dirigirme al aparcamiento de su Silsford, vi un Alfa Romeo rojo estacionado al final de la calle, a la derecha. Solté un grito ahogado y mi corazón se aceleró, dispuesto a seguir el ritmo de mi cerebro. Aquello no podía estar pasando. Pisé el acelerador, pero el Alfa Romeo empezó a moverse mientras yo me acercaba y, cuando ya estaba en la esquina, desapareció sin que yo pudiera ver al conductor.

Frené en seco y golpeé el volante con el puño. La matrícula. Me había sobresaltado tanto al ver el coche rojo que no había comprobado el número. Me quedé sentada, totalmente inmóvil, sin dar crédito a mi estupidez. Tiene que ser el mismo, pensé. ¿Cuánta gente conduce un Alfa Romeo? Detrás de mí sonó un bocinazo. Me di cuenta de que estaba en medio de la calle, bloqueando el tráfico en ambas direcciones. Hice un gesto con la mano a modo de disculpa al ocupante del coche que estaba detrás de mí —que resultó ser el maldito Owen Mellish— y viré bruscamente en dirección al aparcamiento subterráneo de SH Silsford.

En el nombre de la empresa, «SH» significa Soluciones Hidráulicas. Estamos repartidos en las últimas cinco plantas de un edificio alto de forma rectangular que, sin embargo, parece bajo y plano. El exterior es de metal oscuro, con espejos, y en su interior predominan el beis y blanco, con sofás cuadrados de gamuza, tiestos con plantas y pequeñas esculturas de agua en la lujosa recepción.

Trabajo aquí dos días a la semana y los otros tres en la Fundación Salvar Venecia. Esa fundación quería a alguien de SH Silsford a tiempo parcial durante tres años. Casi toda la gente de la oficina se presentó, tentada por la perspectiva de los viajes a Venecia con todos los gastos pagados. Aunque no puedo demostrarlo, estoy segura de que Owen optó al puesto y nunca me ha perdonado que me eligieran a mí. Todos los días me hago la promesa de que no permitiré que me provoque.

Sin molestarme en respirar profundamente, me armo de valor y me dirijo a mi mesa.

—La Madame acaba de llamarte —me grita Owen en cuanto me ve—. No le gustó mucho cuando le dije que estabas por ahí en vez de sentada a tu mesa.

—Los martes y los miércoles no trabajo para ella —le suelto.

—¡Vaya, qué susceptible! —Owen sonríe—. En tu lugar, yo escucharía el buzón de voz. Ya sé que esa mujer te da mucho miedo.

Tengo dos mensajes de Natasha Prentice-Nash, o la Madame, como la llama Owen. Es la presidenta de la Fundación Salvar Venecia. Esther también me ha dejado dos mensajes —a las 7.40 y a las 7.55 de la mañana— que decido ignorar y borrar. Luego escucho el resto: hay uno de la guardería, que han dejado a las 8.10; otro de la Escuela Primaria Monk Barn, a las 8.15; uno de Nick, a las 8.30, en el que dice «Ah, hola, soy yo. Nick. Hum… Hasta luego». No me dice qué quiere ni si me llamará más tarde. Tampoco me pide que le llame.

Después del de Nick hay un mensaje de un hombre de voz profunda y melosa que no reconozco. Me imagino unas mejillas regordetas, unos dientes blancos, una lengua gruesa y rosada y una pajarita. No es que yo sea precisamente una experta en pajaritas, pero… «Hola, este mensaje es para…, hum…, Sally. Sally Thorning». Sea quien sea ese hombre, no me conoce demasiado bien si me llama un miércoles por la mañana a las 8.35. «Hola, Sally, soy…, hum…, soy Fergus. Fergus Land». Frunzo el ceño, perpleja. ¿Fergus Land? ¿Quién es? Y luego me acuerdo: mi vecino, la mitad masculina del deportivo descapotable de Fergus y Nancy. Sonrío para mí misma. Tiene las mejillas regordetas. Buena intuición.

«Esto es un poco raro», dice la voz grabada de Fergus. «Tal vez te cueste de creer, pero te aseguro que es verdad».

Me quedo helada. No puedo enfrentarme a otra situación extraña. Hoy no.

«Acabo de sentarme a leer un libro que pedí prestado la semana pasada en la biblioteca de Spilling. Es un libro sobre el Tour de Francia. Me acabo de comprar una mountain bike».

¿Y eso qué tiene que ver conmigo?, me pregunto.

«En fin, por improbable que parezca, he encontrado el permiso de conducir de Nick entre las páginas del libro. Ya sabes, el de color rosa, con la foto. Es evidente que él también pidió prestado el libro en algún momento… Ya sé que es aficionado al ciclismo… Tal vez utilizara el permiso como marcapáginas… En cualquier caso, lo tengo yo. No quiero dejarlo en vuestro buzón, porque sé que en ese edificio vive más gente, pero si queréis pasar luego a recogerlo…».

Me relajo y decido pasar por alto la pulla de Fergus sobre la inadecuada superficie y ubicación de mi casa, que no tiene comparación con la suya. Nick olvidó su permiso de conducir en un libro de la biblioteca. Es algo típico, aunque no es el fin del mundo.

Trato de no irritarme al pensar en Fergus en su casa, repantingado en el sofá, leyendo.

No tengo fuerzas para hablar con Natasha Prentice-Nash, de modo que llamo a Nick al móvil.

—Fergus, nuestro vecino, ha encontrado tu permiso de conducir —le digo.

—¿Lo había perdido?

—Sí. Estaba en un libro de la biblioteca sobre el Tour de Francia.

—¡Ah, sí! —Suena satisfecho—. Lo utilicé como marcapáginas.

—Me has dejado un mensaje. ¿Qué querías?

—¿Yo?

—Sí.

—Ah, sí, es verdad. Llamaron de la guardería. Me dijeron que no cogías el teléfono.

—Puede que tenga un par de llamadas perdidas. El día está siendo un poco ajetreado.

Dejé de coger el móvil después de las cuatro llamadas que me hizo Esther esta mañana, entre las seis y las siete y media. Sabe que pasa algo y está decidida a averiguar de qué se trata.

—¿Qué querían los de la guardería?

—Jake se ha lastimado la oreja.

—¿Qué? ¡Pero si acabo de dejarlo ahora mismo! ¿Es grave?

Mi marido reflexiona sobre lo que acabo de preguntarle.

—No me han dicho que fuera grave.

—¿Pero te dijeron que no lo era?

—Bueno…, no, pero…

—¿Qué ha ocurrido exactamente?

—No lo sé.

—¡Algo te habrán dicho!

—Nada, salvo lo que acabo de contarte —dice Nick—. Solo me han dicho que Jake se lastimó la oreja, pero que está bien.

—Vale, pues si está bien, ¿por qué se han molestado en llamar? Seguro que no está bien. Será mejor que llame.

Corto a Nick y llamo a Anthea. Me dice que Jake está más contento que unas pascuas. Se hizo un rasguño en la oreja, eso es todo; lloró un poco, pero enseguida volvió a estar bien.

—Habría que cortarle las uñas —dice Anthea en tono de disculpa, como si no quisiera entrometerse.

—Cuando se las cortamos, chilla como si le estuviéramos arrastrando a la guillotina —le digo, consciente de que mi voz suena a la defensiva—. Odio cortarle las uñas.

¿Cómo si le estuviéramos arrastrando a la guillotina? ¿De verdad he dicho eso? ¿Habrá oído hablar alguna vez Anthea de la guillotina? Es probable que su idea de la historia se reduzca a la última edición de Gran Hermano.

—¡Pobre criatura! —exclama, y yo me siento culpable por ser tan esnob.

Cuando era una adolescente, cualquier manifestación de esnobismo me provocaba una furiosa indignación. Cuando mi madre se atrevió a sugerir que no debía salir con Wayne Moscrop, cuyo padre estaba en la cárcel, la seguí durante semanas por toda la casa gritándole: «¡Ah, estupendo! Así pues, se supone que solo puedo salir con chicos cuyos padres no estén en la cárcel, ¿verdad? ¿Es eso lo que me estás diciendo? Entonces, ¡está claro que si Nelson Mandela tuviera un hijo, por mucho que él liderara la lucha contra el apartheid, tú tampoco querrías que saliera con él!».

Si algún día Zoe tiene un novio que esté relacionado con alguna institución penitenciaria, tendré que sobornarlo para que se olvide de ella y se esfume discretamente. Me pregunto cuánto debe costar eso. Si es un muchacho noble y con principios, como el hijo imaginario de Nelson Mandela, podría mantenerse firme por mucho dinero que yo le ofreciera.

—A ver…, no lo entiendo —le digo a Anthea—. Si Jake está bien, ¿por qué habéis llamado a Nick y me habéis dejado un mensaje a mí?

—Tenemos que informar a los padres de cualquier herida que sufran los niños, por pequeña que sea. Es la política de la empresa.

—Entonces, no tengo que ir y llevarme a Jake, ¿verdad?

—No, no, está perfectamente.

—Estupendo.

Le cuento a Anthea el dilema que tengo con la semana de vacaciones de octubre y le insinúo que estaría dispuesta a comprarle todos los tangas con incrustaciones de diamantes que quisiera si se aviniera a romper las normas y crear una plaza para Zoe durante esos días. Me dice que verá lo que puede hacer.

—Gracias —digo—. Y…, ¿estás segura de que Jake se encuentra bien?

—Solo ha sido un rasguño, en serio. Apenas ha llorado. Tiene una manchita roja en la oreja; es posible que ni siquiera te hubieras dado cuenta.

Le doy las gracias cansinamente, cuelgo y llamo a Pam Sénior. No está en casa, así que le dejo un mensaje…, una humillante disculpa. Le digo que me llame, esperando que, en cuanto oiga su voz, sabré de inmediato que ayer no intentó matarme. Mientras, farfullando, me digo: «Debería haber sido ella quien se disculpara conmigo», llamo a la Escuela Primaria Monk Barn. La secretaria quiere saber por qué no he rellenado el nuevo impreso de matrícula y el de los números de teléfono a los que hay que llamar en caso de emergencia. Le digo que no he recibido ningún impreso.

—Se los entregué a su marido —dice la secretaria—. Cuando vino con Zoe, a la jornada de puertas abiertas.

Eso fue en junio. Hace dos meses. Le digo que me mande de nuevo los impresos y que se asegure de que el sobre va dirigido a mí.

—Se los llevaré a finales de esta semana.

Pasa la semana conmigo. Eso fue lo que dijo Mark Bretherick, o quienquiera que fuera, después de que yo le dijera cuánto tiempo iba a quedarme esa primera noche en el bar. Él también iba a quedarse una semana. Esta vez, una semana entera, dijo. Por negocios. Sin embargo, no le oí cancelar reuniones en ningún momento, y decididamente no acudió a ninguna. Di por sentado que había resuelto dejar el trabajo por mí, pero lo normal es que hubiese recibido alguna llamada… Vi su móvil en su habitación, pero no le vi hablando por teléfono ni una sola vez.

¡Oh, Dios mío! Me agarro al borde de la mesa con ambas manos. Cambió de habitación. Cambió la número once por la quince. Me dijo que en el baño de su habitación no tenía agua caliente, pero ¿qué posibilidades hay de que ocurra tal cosa en un hotel que cuesta trescientas libras la noche? No le oí comentarlo con ningún empleado. Una mañana simplemente me dijo que había cambiado de habitación. Una mejor. «Antes estaba en una suite “clásica”, y ahora estoy en una “romántica”», me dijo.

¿Y si acabó en el Seddon Hall únicamente porque me había seguido? Porque yo me parecía mucho a Geraldine. Y entonces, como había hecho la reserva con muy poca antelación, no pudo quedarse en la misma habitación durante toda la semana…

No puedo seguir así por más tiempo, sin saber nada, sin hacer nada. Apago el ordenador, cojo el bolso y salgo corriendo de la oficina.

En cuanto me subo al coche y cierro las puertas, llamo a Esther.

—Ya era hora —me dice—. Estaba planteándome dejar de ser tu amiga para siempre. Lo único que podría hacerme cambiar de opinión es que me cuentes qué está ocurriendo. Ya sabes lo entrometida que soy…

—Cállate, Esther.

—¿Cómo?

—Escúchame, esto es muy importante, ¿vale? Te lo contaré todo, pero ahora no. Estoy a punto de ir a un sitio llamado Corn Mill House para hablar con un hombre llamado Mark Bretherick.

—¿El que ha salido en las noticias? ¿Ese cuya esposa e hija han muerto?

—Sí. Estoy convencida de que no me pasará nada, pero si por lo que fuera no te he llamado dentro de dos horas para decirte que estoy bien, ponte en contacto con la policía, ¿vale?

—Nada de vale, Sal. ¿Qué coño está pasando? Si piensas que puedes soltarme algo así y…

—Te prometo que te lo contaré todo. Pero te pido por favor que hagas eso por mí.

—Dime, ¿todo esto tiene algo que ver con Pam Sénior?

—No. Tal vez. No lo sé.

—¿No lo sabes?

—Esther, no debes contarle nada de esto a Nick. Júrame que no lo harás.

—Dime algo dentro de dos horas o llamaré a la policía —dice, como si hubiera sido idea suya—. Y si luego no me lo cuentas todo hasta el más pequeño detalle, te empujaré bajo las ruedas de un autobús, ¿de acuerdo?

—¡Eres la mejor!

Dejó caer el móvil en el asiento del acompañante y salgo para Corn Mill House.