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7/8/07

El subinspector Simon Waterhouse pensó que, como de costumbre, todo iba mal. Últimamente tenía cada vez más esa sensación. El camino estaba mal, y la casa también: incluso el nombre estaba mal; el jardín estaba mal, lo que Mark Bretherick hacía para ganarse la vida estaba mal, y también el hecho de que él estuviera allí con Sam Kombothekra, sentado en su silencioso y perfumado coche.

Simon siempre había puesto objeciones a cosas que a la mayoría de la gente no molestarían, pero en los últimos tiempos se había dado cuenta de que ponía peros a casi todo: al entorno que le rodeaba, a los amigos, a los compañeros de trabajo, a la familia. Durante los últimos días, la sensación que más había experimentado era la de asco. El asco lo saturaba. La primera vez que vio los cadáveres de Geraldine y Lucy Bretherick, su boca se llenó con los restos aún sin digerir de su última comida, pero, aun así, sus muertes no se quedaron grabadas en su mente tal y como pensaba que deberían haberlo hecho. Desde que trabajaba en aquel caso, todos los días se sentía enfermo a causa de su propia insensibilidad ante tanto horror.

—¿Simon? ¿Te encuentras bien? —le preguntó Kombothekra mientras el coche daba bandazos por culpa de los baches del camino que conducía a Corn Mill House.

Kombothekra era el nuevo jefe de Simon, de modo que ignorarlo no era una opción y decirle que se fuera a tomar por el culo tampoco. Querer mandarle a tomar por el culo también estaba mal, porque Kombothekra era un tipo justo y decente.

Lo habían trasladado del departamento de investigación criminal de West Yorkshire hacía un año, cuando Charlie se había ido. Egoístamente, no se fue del todo… Aún trabajaba en el mismo sitio, de modo que Simon la veía por el edificio y tenía que aguantar sus forzados y educados saludos y sus preguntas sobre cómo estaba. Él habría preferido no verla nunca más si las cosas no podían volver a ser como antes.

El nuevo trabajo de Charlie era una farsa. Simon pensaba que ella debía de saberlo tan bien como él. Capitaneaba un equipo de oficiales de policía que colaboraban con los servicios sociales para proporcionar un entorno positivo y esperanzador a la escoria de la ciudad, animándola a no volver a delinquir. Simon se enteraba de sus actividades a través del boletín interno de la policía: Charlie y sus subordinados compraban teteras y microondas a los heroinómanos y buscaban empleo a los traficantes de coca. El superintendente Barrow fue citado en la prensa local hablando de la policía solidaria, y Charlie —con su nueva son risa falsa y oportunista con la que posaba ante los fotógrafos— era la responsable de ese equipo de asistencia y se ocupaba de limpiar los culos de todos esos delincuentes con papel higiénico extrasuave con la esperanza de convertirlos en ciudadanos honestos… Mentira. Charlie debería estar trabajando con él. Así es como deberían ser las cosas: tal y como habían sido y no como eran ahora.

Simon odiaba que Kombothekra lo llamara por su nombre de pila. Todo el mundo lo llamaba Waterhouse: Sellers, Gibbs, el inspector jefe Proust. Solo Charlie lo llamaba Simon. Y él no quería llamar «Sam» a Kombothekra. Ni siquiera «inspector».

—Si te molesta algo, será mejor que me lo cuentes —insistió de nuevo Kombothekra.

Estaban llegando al punto donde el camino se dividía en dos. La bifurcación de la derecha, llana y asfaltada, conducía hasta las naves industriales grises de Spilling Velvets. La de la izquierda, en cambio, era muy estrecha y tenía incluso más baches que el camino principal. Las dos otras veces que había ido a Corn Mill House, Simon se había encontrado con un coche que venía en dirección contraria y tuvo que retroceder todo el camino hasta la carretera de Rawndesley; le pareció que conducía marcha atrás por una montaña rusa llena de pedruscos.

Básicamente, Simon estaba molesto con Charlie. Sin ella, se sentía cada vez más aislado, más inaccesible para cualquier otro ser humano. Ella era la única persona a la que se había sentido unido, y lo peor de todo era que no sabía por qué la había perdido. Ella dejó el departamento por culpa suya —Simon estaba convencido de ello— y él no tenía ni idea de qué era lo que había hecho mal. ¡Puso en peligro su trabajo para protegerla, por el amor de Dios! Entonces, ¿cuál era el problema?

Nada de todo esto era asunto de Kombothekra, y tampoco lo que pensaba. Simon se obligó a concentrarse de nuevo en su trabajo, pero aquel caso también le provocaba un montón de sensaciones negativas. Él no creía que Geraldine Bretherick hubiera matado a su hija ni que se hubiese quitado la vida, y lo asombraba que la mayor parte del equipo apoyara esa hipótesis. Sin embargo, ya se había equivocado en el pasado —y de forma muy notoria— y, además, la mentalidad y la vida de los Bretherick le eran totalmente ajenas.

Mark Bretherick —y Geraldine, suponía Simon— había decidido vivir en una casa situada al final de un largo camino por el que era casi imposible conducir. Él nunca habría comprado una casa con un acceso como aquel. Y le habría avergonzado vivir en un sitio que era conocido por su nombre en lugar de por un número; se habría sentido como si pretendiera ser un aristócrata en busca de problemas. La suya era una casa de forma rectangular, con dos habitaciones arriba y dos abajo, construida en una hilera de otras casas también rectangulares idénticas a las que había al otro lado de la calle. Su jardín era un pequeño cuadrado de césped rodeado por unas estrechas franjas de tierra y un minúsculo patio pavimentado, también cuadrado.

Un jardín como el de los Bretherick lo habría aterrorizado. Tenía demasiados elementos; era imposible abarcarlo todo mirando desde una ventana. La casa estaba rodeada por todas partes de terrazas escalonadas con muchos árboles, arbustos y plantas. Muchas de ellas estaban en flor, aunque los colores, en vez de ser vivos, parecían tristes y apagados, rodeados por un excesivo y descuidado verdor. Un manto de algo oscuro y pegajoso trepaba por los muros de la casa, obstruyendo algunas de las ventanas de la planta baja y desdibujando los límites entre el jardín y la vivienda.

Las terrazas conducían hasta un enorme prado situado en la parte de atrás, la única zona del jardín que estaba cuidada. Más abajo había un huerto de aspecto abandonado en el que se diría que nadie había puesto un pie desde hacía años y, un poco más allá, un arroyo y un campo con hierbas muy altas. A un lado de la casa se alzaba un invernadero lleno de lo que a Simon le parecieron ramas con hojas verdes y bebederos llenos de agua turbia. Contra los cristales se podían ver unas cuerdas hechas con follaje que parecían serpientes tratando de escapar. En el amplio camino que había al otro lado de la casa, se elevaban dos edificios de piedra que aparentemente no servían para nada; ambos eran lo bastante grandes como para alojar a una familia de tres personas. Uno de ellos tenía un retrete lleno de polvo que no debía de usarse desde hacía mucho tiempo, con una taza rota de color negro en una esquina; el otro, según le había explicado un joven policía a Simon en la escena del crimen, se había utilizado para guardar carbón. Simon no comprendía cómo alguien podía mantener en su finca dos construcciones que no servían para nada. Desperdicio, exceso y descuido, tres cosas que asqueaban a Simon.

Entre los dos edificios exteriores había unas escaleras que conducían hasta el garaje, al que se accedía desde el camino de Castle Park. Si se echaba un vistazo desde lo alto de esas escaleras podría pensarse que Corn Mill House había caído desde el camino y aterrizado sobre un terreno de vegetación salvaje. Parte del tejado de la casa era de tejas negras, pero el resto era de color gris. No era un gris uniforme, como el de los archivadores que tenían en el departamento, sino un gris descolorido y apagado, como el de un cielo húmedo y cubierto de niebla, que en algunos momentos parecía de un beis desteñido. Eso daba a la casa un aire espectral. Las ventanas no estaban alineadas. Todas tenían formas extrañas y se movían con el viento; estaban divididas en cristales pequeños con tiras de plomo negras. Las paredes del enorme salón, y también las del vestíbulo, que era casi tan grande como este, estaban cubiertas de paneles de madera que daban al lugar un aspecto oscuro y sombrío.

Las ventanas no tenían alféizar, lo cual resultaba desconcertante: los cristales estaban sujetos directamente en la piedra de las paredes. Simon pensó que eso daba la impresión de que la casa fuera una cárcel. Aun así, debía admitir que no había acudido allí en las mejores circunstancias: lo habían llamado después de que la bomba estallara en comisaría, sabiendo que encontraría a la madre y a la hija muertas. Se dijo que eso no debía de ser culpa de la casa.

Mark Bretherick era director de una empresa llamada Refrigeración Magnética Spilling que fabricaba unidades de refrigeración para física a bajas temperaturas. Simon no tenía ni idea de lo que era eso. Cuando Sam lo explicó al equipo en la primera reunión, Simon se imaginó a un grupo de científicos temblando de frío, vestidos con abrigos blancos y con los dientes castañeteando. Mark había fundado y levantado la empresa sin ayuda de nadie y ahora tenía una plantilla de siete empleados trabajando para él. Simon pensó que eso era algo muy distinto a que alguien que cobraba más que tú fuera quien te diera órdenes. Se preguntó si no sentiría envidia de Bretherick. En el caso que así fuera, pensó que estaba peor de la cabeza que nunca.

—Crees que lo hizo él, ¿verdad? —le preguntó Sam Kombothekra mientras aparcaba el coche en el patio de cemento que había frente a Corn Mill House.

En aquel lugar podrían estacionar hasta una veintena de vehículos. Simon detestaba a la gente que quería impresionar a los demás. ¿Pertenecía Mark Bretherick a esa categoría o necesitaba realmente un aparcamiento para tantos coches? ¿Acaso pensaba que merecía más que el resto de los mortales? ¿Cómo Simon, por ejemplo?

—No —respondió Simon—. No te inventes opiniones estúpidas para luego atribuírmelas a mí. Todos sabemos que él no lo hizo.

—Exacto. —Kombothekra parecía aliviado—. Lo hemos examinado con microscopio: sus movimientos, sus finanzas… No ha contratado a ningún profesional para hacer el trabajo sucio. O, en el caso de que lo haya hecho, no le ha pagado. Está limpio, a menos que pase algo que demuestre lo contrario.

—Lo cual no va a ocurrir.

Un hombre llamado William Markes es posible que arruine mi vida. Eso es lo que Geraldine Bretherick había escrito en su diario. Lo encontraron en el portátil que había en la mesa del salón… Era el ordenador de Geraldine. Mark tenía otro en el despacho de su casa, en el piso de arriba. Antes de dejar su empleo para ocuparse de Lucy, Geraldine trabajaba como informática, de modo que lo suyo eran los ordenadores, pero aun así… ¿Qué clase de mujer escribe su diario personal en un portátil?

Kombothekra miró a Simon con ojos penetrantes, esperando algo más, de modo que este dijo:

—Lo hizo William Markes. Sea quien sea, fue él quien las mató.

Kombothekra lanzó un suspiro.

—Colin y Chris se ocuparon de ese asunto y no encontraron nada. —Simon se volvió para disimular su disgusto. La primera vez que Kombothekra se refirió a Sellers y a Gibbs como «Colin y Chris», Simon no supo a quién se estaba refiriendo—. A menos que encontremos a un William Markes que conociera a Geraldine Bretherick…

—Él no la conocía —repuso Simon, impaciente—. Y ella tampoco le conocía a él. De lo contrario, no habría escrito «un hombre llamado William Markes», sino simplemente «William Markes» o «William».

—Eso no lo sabes.

—Piensa en todos los otros nombres que menciona, gente a la que ella conocía bien: Lucy, Mark, Michelle, Cordy… No escribió «una mujer llamada Cordelia O’Hara».

El día antes, Simon se había pasado dos horas hablando con la señora O’Hara, quien le insistió en que la llamara Cordy. Se mantuvo firme en que Geraldine no había matado a nadie. Simon le dijo que tendría que hablar personalmente con Kombothekra. Dudaba de su propia capacidad de hacerle comprender a su jefe, sin la presencia de Cordy O’Hara, de su absoluto convencimiento de que Geraldine Bretherick era alguien que nunca mataría a nadie ni se suicidaría. Su relato fue más agudo que el habitual «No puedo creerlo… Parecía una persona tan normal» con el que tan familiarizados estaban todos los detectives.

Sin embargo, o la señora O’Hara no se había molestado en contactar con Kombothekra para repetirle su opinión o había fracasado en su intento por disuadirle de que Geraldine era la responsable de ambas muertes. Simon se había dado cuenta de que la buena educación de Kombothekra escondía una tozudez que habría perdido eficacia si hubiese sido más evidente.

—Michelle Greenwood no era alguien a quien Geraldine Bretherick conociera bien. —La voz de Kombothekra tenía un tono de disculpa por llevarle la contraria a Simon—. Hacía de canguro de Lucy de vez en cuando, eso era todo. Y, sí, es cierto que en el diario se refería a su marido y a su hija como «Lucy» y «Mark», pero ¿qué me dices de «mi madre, con su incombustible optimismo»?

—Hay una diferencia clarísima entre inventarse una expresión ocurrente para los amigos y la familia y decir «un hombre llamado William Markes». No me digas que no lo ves. ¿O acaso se referiría a Muñeco de Nieve como «un hombre llamado Giles Proust» en un diario que se supone que nadie salvo tú mismo va a leer?

Ahora que lo pensaba, Simon nunca había oído a Kombothekra refiriéndose a Proust como «Muñeco de Nieve», mientras que él, Sellers y Gibbs se olvidaban a menudo de que ese no era su verdadero nombre.

—Vale, muy bien visto. —Kombothekra asintió alentadoramente con la cabeza—. Entonces, ¿adónde nos conduce todo esto? Supongamos que Geraldine no conocía a William Markes. Sin embargo, sí había oído hablar de él…

—Por supuesto.

—… entonces, ¿cómo podía arruinar su vida alguien a quien no conocía y a quien no llegó a conocer?

A Simon le molestaba tener que contestar.

—A ver: soy un judío minusválido, comunista y gay que vive en la Alemania de los años treinta —dijo Simon cansinamente—. Nunca he visto a Adolf Hitler, y no le conozco personalmente…

—De acuerdo —reconoció Kombothekra—. Digamos que algo que ella oyó decir sobre ese tal William Markes la llevó a pensar que ese hombre podría arruinar su vida. Sin embargo, no hemos conseguido localizarlo. No hemos podido encontrar a ningún William Markes, ni siquiera con el apellido escrito en todas sus posibles variantes, que tuviera alguna relación con Geraldine Bretherick, fuera la que fuera.

—Pero eso no significa que no exista —repuso Simon mientras bajaban del coche.

Mark Bretherick estaba de pie en el porche, mirándolos con los ojos muy abiertos y llenos de asombro. Había abierto la puerta mientras ellos aún se estaban desabrochando los cinturones de seguridad. El día antes había ocurrido lo mismo. Simon se preguntó si los estaría esperando en el vestíbulo, observándolos a través de la ventana. ¿Rondaría por esa enorme mansión, buscando en todas las habitaciones a su mujer y a su hija muertas, que en su imaginación aún seguían estando tan vivas como siempre? Llevaba la misma camisa azul celeste y los pantalones de pana negros que vestía desde que había encontrado los cadáveres de Geraldine y Lucy. La camisa tenía marcas de sudor seco en las mangas.

Bretherick empezó a dirigirse hacia el camino pero se dio la vuelta de inmediato y regresó al porche, como si de pronto se hubiera dado cuenta de la distancia que le separaba de sus visitantes y no se sintiera con fuerzas para recorrerla.

—Ella dejó una nota de suicidio. —La voz tranquila de Kombothekra siguió a Simon hasta la casa—. Su marido y su madre afirman que sin duda alguna se trata de su letra, y los exámenes que hicimos nosotros han demostrado que tienen razón.

Esa era otra cosa que Kombothekra hacía a todas horas: golpear con su mejor baza, una que se había guardado en la manga, cuando sabía que su interlocutor no podría responder.

Simon le tendió la mano a Mark Bretherick, que parecía incluso más delgado que el día antes. Su huesuda mano se cerró en torno a la de Simon y la sostuvo en un rígido apretón, como si quisiera examinar sus huesos.

—Subinspector Waterhouse. Inspector. Gracias por venir.

—De nada —repuso Simon—. ¿Cómo se encuentra?

—No lo sé. —Bretherick se hizo a un lado para dejarlos entrar—. Ni siquiera sé lo que hago.

Su voz sonó enfadada; no era la misma voz apabullada a la que Simon estaba acostumbrado. Bretherick había adquirido soltura y no tenía que hacer esfuerzos por encontrar las palabras.

—¿Está seguro de que este es el mejor sitio donde quedarse? ¿Aquí, solo? —le preguntó Kombothekra.

Él nunca se rendía. Bretherick no le contestó. Insistió en regresar a su casa en cuanto el equipo forense terminó su trabajo en Corn Mill House y rechazó los repetidos intentos de la policía por asignarle un asistente social.

—Van a venir mis padres, y la madre de Geraldine —explicó Bretherick—. Pasemos al salón. ¿Les apetece tomar algo? He conseguido descubrir dónde está la cocina. Eso es lo que ocurre cuando apenas pasas media hora por la mañana y una por la noche en tu casa. Es una lástima que nunca estuviera aquí mientras mi mujer y mi hija aún seguían con vida.

Simon decidió que fuera Kombothekra quien respondiera. El inspector ya estaba diciendo lo que debía:

—Lo que ha ocurrido no es culpa suya, Mark. Nadie es responsable del suicidio de otra persona.

—Soy responsable de creer sus historias en vez de pensar por mí mismo. —Mark Bretherick se rio con amargura. Se quedó de pie mientras Simon y Kombothekra se sentaban en un extremo de un enorme sofá que no habría desentonado en un castillo francés—. Suicidio. Así que eso fue, ¿no? Ya lo han decidido.

—La investigación no se dará por concluida hasta que hayamos recopilado todas las pruebas más relevantes —repuso Kombothekra—, pero sí, por el momento pensamos que su esposa se suicidó.

En una de las paredes de madera del salón había colgados más de una veintena de dibujos y acuarelas. Eran de Lucy Bretherick. Simon contempló de nuevo los rostros sonrientes, los soles, las casas. A menudo, las figuras aparecían agarradas de la mano, a veces en filas de tres; en algunos dibujos figuraban las palabras «mamá», «papá» y «yo». Según todos esos dibujos, se diría que Lucy había sido una niña normal y feliz en una familia también normal y feliz. ¿Cómo lo había dicho Cordy O’Hara? Geraldine no estaba solo contenta, sino que era inmensamente feliz. Y no lo digo en un sentido ingenuo y absurdo. Ella era realista y práctica con respecto a su vida… No paraba de reírse de sí misma. Y en cuanto a Mark… ¡Dios mío, podía ser tronchante cuando hablaba de él! Sin embargo, le encantaba su vida… Incluso los pequeños e insignificantes detalles cotidianos la entusiasmaban: unos zapatos nuevos, un baño de espuma, lo que fuera. En ese sentido parecía una niña. Era una de esas pocas personas que disfrutan cada minuto de cada día.

Los testigos, en especial los que estaban estrechamente relacionados con la víctima, podían resultar poco fiables, pero aun así… Kombothekra debía oír lo que Simon había oído. Las palabras de Cordy O’Hara le parecían más creíbles que las de la nota de suicidio de Geraldine Bretherick.

Tres semanas antes de la muerte de Geraldine y Lucy, los Bretherick habían celebrado su décimo aniversario de boda. Simon se dio cuenta de que las tarjetas de felicitación aún estaban sobre la repisa de la chimenea. O, mejor dicho, puede que volvieran a estarlo, teniendo en cuenta que el equipo forense y el de la policía científica debieron de mover algunas cosas. Si Simon aún siguiera trabajando con Charlie, le habría hablado de esas tarjetas y de lo que habían escrito en ellas. Sin embargo, hablar de ello con Kombothekra carecía de sentido.

—He echado en falta uno de mis trajes —dijo Bretherick, cruzando los brazos y esperando una respuesta. Su voz sonó desafiante, como si esperara que le llevaran la contraria—. Es de Ozwald Boateng, de color marrón, cruzado. Ha desaparecido.

—¿Cuándo lo vio por última vez? ¿Cuándo se dio cuenta de que no estaba? —le preguntó Simon.

—Esta mañana. No sé por qué me puse a buscarlo, pero… No suelo ponérmelo muy a menudo. De hecho, no me lo pongo casi nunca, o sea que no sé cuánto tiempo hace que ha desaparecido.

—No le entiendo, Mark —repuso Kombothekra—. ¿Está insinuando que ese traje tiene algo que ver con lo que les ocurrió a Geraldine y a Lucy?

—Es más que una insinuación. ¿Y si alguien las mató, se manchó la ropa de sangre y necesitaba algo que ponerse antes de abandonar la casa?

Simon había pensado lo mismo. Sin embargo, Kombothekra no estaba de acuerdo, y eso fue lo que le dio a entender su condescendiente tono de voz.

—Mark, comprendo que la idea de que Geraldine se suicidara le resulta muy angustiosa…

—No solo el suicidio, sino también el asesinato. El asesinato de nuestra hija. No se moleste en ser diplomático, inspector. El hecho de que usted no se refiera a ella no hará que me olvide de la muerte de Lucy.

El cuerpo de Bretherick se hundió, como si quisiera protegerse de algún golpe, y se echó a llorar en silencio, moviéndose de un lado a otro.

—Lucy… —dijo.

Kombothekra se levantó, se acercó a él y le dio unas palmaditas en la espalda.

—Mark, ¿por qué no se sienta?

—¡No! ¿Cómo se lo explica, inspector? ¿Por qué iba a desaparecer ese traje, si no es por el motivo que le he dado? No está aquí; lo he buscado por toda la casa. —Bretherick se dio la vuelta para enfrentarse a Simon—. ¿Qué opina usted?

—¿Dónde estaba ese traje? ¿En el armario de su habitación?

Bretherick asintió con la cabeza.

—¿Está seguro de no habérselo llevado y haberlo olvidado en un hotel o en casa de alguien? —sugirió Simon.

—Estaba en el armario —insistió Bretherick, enojado—. No lo he extraviado ni regalado a la beneficencia —añadió, secándose la cara con la manga de la camisa.

—¿Cabe la posibilidad de que Geraldine lo hubiese llevado al tinte digamos… la semana pasada? —le preguntó Kombothekra.

—No. Ella solo llevaba la ropa al tinte cuando yo se lo pedía, cuando le ordenaba que lo hiciera, porque estoy demasiado ocupado y tengo un cargo demasiado importante como para ocuparme de que mi ropa esté limpia. ¿Triste, verdad? Bueno, pues ahora ya no está limpia. —Bretherick levantó los brazos para mostrar que en su camisa había más manchas de sudor encima de las que ya se habían secado—. Se imaginarán perfectamente por qué estoy tan alterado —dijo, mirando al techo—. Apenas veía a mi mujer y a mi hija. A veces estaban aquí, pero yo ni siquiera las miraba… Leía el periódico, veía la televisión o consultaba mi BlackBerry. Si no hubieran muerto, ¿habría pasado tiempo con ellas? Seguramente no. Así pues, si lo analizo desde ese punto de vista, no voy a perderme gran cosa, ¿verdad? No ahora que están muertas.

—Pasaba todos los fines de semana con ellas —dijo Kombothekra pacientemente.

—Cuando no estaba en un congreso. Nunca vestí a Lucy, ¿sabe? Ni una sola vez en sus seis años de vida. Jamás le compré ni una sola prenda de ropa…, ni siquiera un par de zapatos o un abrigo. Era Geraldine quien hacía todo eso…

—Usted le compró su ropa, Mark —prosiguió Kombothekra—. Trabajaba mucho para mantener a su familia. Geraldine pudo dejar su empleo gracias a usted.

—¡Pensé que era lo que quería! Ella me dijo que así era, y pensé que era feliz estando aquí, ocupándose de Lucy y de la casa, comiendo con las otras madres de la escuela… Ni siquiera sé cómo se llaman. Cordy O’Hara: ahora sí conozco ese nombre; ahora, después de haber leído su diario, sé muchas cosas sobre mi mujer.

—¿A qué tintorería solía ir su esposa? —preguntó Simon.

Bretherick soltó una sorda risotada.

—¿Cómo puedo saberlo? ¿Acaso estaba con ella durante el día?

—¿Dónde solía hacer las compras? ¿En Spilling o en Rawndesley?

—No lo sé. —La expresión de su rostro era de abatimiento. Seguía sin poder responder a las nuevas preguntas, unas preguntas que nunca se había planteado—. Creo que compraba en los dos sitios. —Se dejó caer en una silla y empezó a murmurar para sí mismo; lo que decía era apenas audible—. Monstruos. A Lucy le daban miedo los monstruos. Recuerdo que Geraldine hablaba sobre dejar la luz encendida por las noches… Apenas me molestaba en escucharla. Yo pensaba que ya se encargaría ella, no quería que me viniera con eso… Estaba demasiado ocupado pensando en trabajar y ganar dinero. «Ocúpate tú», esa era siempre mi respuesta para todo.

—Eso no es lo que dice el diario —señaló Simon—. Según lo que escribió Geraldine, usted estaba bastante preocupado por convencerla de que dejara dormir a Lucy con la puerta abierta.

Bretherick sonrió sarcásticamente.

—Créame, ni siquiera volví a pensar en el miedo que les tenía mi hija a los monstruos… Creí que se trataba tan solo de una etapa.

—Los niños pasan por muchas etapas; es normal olvidarse de ellas una vez han terminado.

Kombothekra tenía dos hijos de siete y cuatro años, ambos varones. Llevaba sus fotografías en la cartera, en el mismo compartimento que el dinero. Las fotos aparecían cada vez que quería sacar algo; a menudo, Simon tenía que recogerlas del suelo.

—Geraldine no escribió ese diario, inspector. Eso lo sé ahora.

—¿Disculpe?

Simon vio que Kombothekra abría unos ojos como platos: una imagen muy reconfortante.

—El hombre que lo escribió sabía lo bastante sobre la vida de mi mujer para que sonara convincente. Tendría que entregárselo a él… Sabe más cosas que yo sobre la vida de Geraldine y Lucy.

—Mark, está dejando que…

—Inspector, fallé a mi familia en muchos sentidos, demasiados como para poder enumerarlos y soportarlos. No hay muchas cosas que pueda hacer ahora por ellas, pero haré la única que está en mis manos. Me niego a aceptar su inconsistente teoría. Ahí fuera hay un asesino que anda suelto. Si creen que no van a encontrarlo, díganmelo y pagaré a alguien para que lo haga.

Kombothekra empezaba a sentirse incómodo. El nunca lanzaba desafíos de una forma tan directa y odiaba aún más que se los lanzaran a él.

—Mark, comprendo cómo se siente, pero me parece excesivo, basándonos tan solo en un traje desaparecido, abrir una investigación por asesinato cuando no hay pistas ni sospechosos y se ha encontrado una nota de suicidio en la escena del crimen. Lo siento.

—¿Han encontrado ya a William Markes?

Simon se puso en tensión. Aquella también habría sido su siguiente pregunta. No le gustaba la idea de que Bretherick y él fueran aliados y Kombothekra el intruso; no quería sentirse tan identificado con la línea de pensamiento de aquel desconocido por si llegaba demasiado al fondo de su dolor. Bretherick, Simon lo sabía, se imaginaba a William Markes —en la medida en que alguien pueda imaginarse a un extraño— saliendo de Corn Mill House cargado con un bulto de ropa manchada de sangre y vistiendo un traje de Ozwald Boateng marrón. Simon estaba haciendo lo mismo. Bueno, él solo se imaginaba un traje marrón, porque aquel absurdo nombre no le decía nada, salvo que lo convertía en un traje «escandalosamente caro».

—Quiero saber quién es —dijo Bretherick—. Si Geraldine… se veía con él…

—No hemos descubierto nada que haga pensar que Geraldine tuviera una relación con otro hombre. —Kombothekra sonrió, aprovechando la oportunidad de poder decir algo que era cierto y al mismo tiempo alentador—. Hasta ahora, el nombre de William Markes no ha dado ningún resultado, pero… estamos haciendo todo lo que podemos, Mark.

Simon se preguntó si lo estaban haciendo o si ya lo habían hecho. Al principio había tres equipos trabajando en el caso. Ahora, después de haber descartado a Mark Bretherick como sospechoso, sin nada que indicara que Geraldine no fuera la responsable de las dos muertes y una nota de suicidio sugiriendo que efectivamente lo era, la investigación había quedado tan solo en manos de Simon, Sellers, Gibbs y Kombothekra. Proust esperaba el momento oportuno para demostrarles su gélida desaprobación cuando menos se lo merecían… Esa era su idea de cómo liderar un grupo. Simon dudaba que hubiera más intentos por localizar al William Markes que se mencionaba en el diario.

Simon necesitaba ir al baño, y estaba a punto de disculparse para hacerlo cuando lo recordó: en Corn Mill House solo había los que se encontraban en el piso de arriba. Se lo había preguntado a Bretherick en una visita anterior y este le había dicho que convertir la espaciosa despensa que había junto al lavadero en el baño de la planta baja era la siguiente en la lista de mejoras que quería llevar a cabo en la casa. «Pero ahora nunca se hará», le había dicho.

El cuerpo de Geraldine había sido encontrado en el enorme cuarto de baño que había unos escalones más arriba del dormitorio principal, y el de Lucy en otro más pequeño —pero aun así grande— que había en el rellano, junto a su habitación. Simon pensó en el contraste: la bañera llena de sangre del cuarto de baño principal, tan roja que podía ser sangre no diluida, y el mármol prístino y blanco de la del baño más pequeño, con el agua transparente y el inmaculado cuerpo de Lucy, su rostro sumergido en ella y los cabellos flotando en la superficie, como las algas en el mar. Unos peldaños de piedra caliza pulida conducían hasta un baño y el otro estaba en medio del rellano… Dos puntos de fuga. Era casi como si ambos cuartos fueran sendos decorados diseñados para acoger dos horribles muertes de la forma más dramática posible.

Simon decidió esperar. No entraría en ninguno de esos dos baños a menos que lo obligaran a hacerlo.

—Mi suegra, la madre de Geraldine… Me ha pedido que le deje leer el diario —dijo Bretherick—. Pero yo no quiero que lo haga. No le he dicho lo duro que es; eso la destrozaría. A diferencia de mí, pensaría que Geraldine escribió todas esas cosas para que la policía las creyera. —Su voz estaba llena de desprecio—. ¿Qué puedo decir? ¿Qué suele ocurrir en casos como este?

Simon pensó que no había otros casos como aquel. Por lo menos, él no conocía ninguno. Había visto muchas puñaladas en la entrada de locales nocturnos, pero no una madre y una hija muertas en dos bañeras blancas idénticas, con los bordes curvados y patas metálicas doradas… Como si, de repente, la bañera pudiera salir corriendo hacia él y verterle encima su contenido

—Esa es una decisión muy difícil de tomar. —Kombothekra volvió a palmear la espalda de Bretherick—. No hay una respuesta clara para ello. Debe hacer lo que crea que es mejor para usted y para la madre de Geraldine.

—En ese caso, no voy a enseñárselo —dijo Bretherick—. No voy a permitir que se preocupe innecesariamente, porque yo sé que Geraldine no escribió ese diario. Sea quien sea, fue William Markes quien lo hizo.

—Sabía que tendríamos problemas —dijo Phyllis Kent—. Se lo dije al superintendente en la primera reunión. Me di la vuelta y le dije: «Esto no nos traerá más que problemas». No a él ni a usted. Problemas a mí. Y tenía razón, ¿no es cierto?

Charlie Zailer dejó que la directora de la oficina de correos de Spilling terminara su diatriba. Estaban de pie, una junto a la otra, mirando la fotografía de un sonriente agente de policía: Robbie Meakin. La foto estaba pegada a un pequeño buzón rojo que había en la pared, a la derecha del mostrador, y anunciaba a Meakin como uno de los miembros de la policía de Spilling que colaboraba con los servicios sociales. «Policía de Culver Valley. Trabajamos para construir una comunidad más segura». Charlie pensaba que el eslogan, escrito en grandes letras mayúsculas, resultaba ligeramente amenazador. Debajo de la fotografía figuraba el teléfono de Meakin y una solicitud para que la gente pudiera contactar con él para tratar cualquier asunto que les preocupara.

—Me di la vuelta y le dije al supervisor: «¿Por qué tiene que ser rojo? El buzón que hay fuera, el destinado a las cartas, también es rojo. La gente se confundirá». Y así ha sido. Se dan la vuelta y no paran de decirme: «Creo que he echado la carta en el buzón equivocado», pero para entonces ya es demasiado tarde: su gente ha pasado por aquí y se lo ha llevado todo, y la correspondencia ha desaparecido.

—Si nos llega algo por error, puede estar segura de que haremos todo lo posible por devolverlo —repuso Charlie. ¿A qué clase de imbécil le pasaría por alto el enorme logo de la policía del buzón y las diferencias que había entre ese y un buzón normal?—. Hablaré con el agente Meakin y el resto del equipo y comprobaré si…

—Esta mañana ha venido una mujer —prosiguió Phyllis—. Estaba hecha una furia. Dejó una carta aquí dirigida a su novio, pero él nunca la recibió. Me di la vuelta y le dije: «No es culpa mía, querida. Hable con la policía». Sin embargo, soy yo quien se lleva las broncas. ¿Por qué no viene el superintendente para hablar conmigo del asunto? ¿Por qué la manda a usted en su lugar? ¿Acaso está demasiado avergonzado? ¿Se ha dado cuenta de lo mala que era la idea? A usted le resulta muy fácil venir a decirme…

Y así una y otra vez. Charlie bostezaba con la boca cerrada, preguntándose cómo se las arreglaba Phyllis Kent para estar delante y detrás de toda la gente con la que hablaba: «Me di la vuelta y le dije… Se dio la vuelta y me dijo… Se dieron la vuelta y me dijeron…». En la oficina de correos de Silsford había un buzón idéntico, y, hasta donde Charlie sabía, nadie se había quejado de él. El estudio que había encargado el año pasado había demostrado inequívocamente que la gente quería una policía que colaborara con los servicios sociales y que fuera muy visible y accesible.

Charlie sospechaba que Phyllis Kent disfrutaba con las quejas. Tendría que empezar a ir al supermercado si quería evitar que aquella mujer la pinchara. Y era una lástima, porque la oficina de correos de Spilling también era una tienda, y bastante surtida, en opinión de Charlie. Era pequeña, tenía forma de L y ofrecía una sola variedad de todo lo que le hacía falta, de modo que no tenía que perder el tiempo decidiendo entre las diversas opciones de un mismo producto. El pan de molde en rebanadas y el queso cheddar podían encontrarse junto a otras cosas más exóticas: pulpo escabechado en conserva y paté de faisán. Además, a Charlie le venía de paso cuando salía del trabajo. Lo único que tenía que hacer era aparcar junto a la acera, bajar del coche y la puerta de la oficina de correos le quedaba justo enfrente.

No podía haber estado mejor ubicada. Charlie había empezado a hacer la lista de la compra en base a lo que sabía que Phyllis ofrecía: Cheerios para desayunar, una botella de ginebra Gordon’s y una caja de chocolate Guylian como regalo de cumpleaños para su hermana Olivia. Para el baño, Radox Milk & Honey…, el único aceite que Charlie compraba. Estaba junto al congelador, en el tercer estante de abajo, entre el dentífrico Colgate Total y las compresas Always con alas extralargas.

—Me aseguraré de que el agente Meakin devuelva todas las cartas que nos lleguen por error —prometió Charlie cuando Phyllis hizo un alto en su perorata.

—Bueno, no se trata de que me las devuelvan a mí, ¿no? Lo que habría que hacer sería dejarlas en el buzón correcto, es decir, en el que está fuera.

—Cualquier sobre con un sello y una dirección está claro que no va destinado a nosotros; nos comprometemos a que llegue a su legítimo destinatario.

Charlie ya no sabía que decir para parecer más tranquilizadora. Ya no le quedaban más y mejores promesas en la manga y esperaba que Phyllis se conformara con esta última.

Sin embargo, la directora de la oficina de correos no era una mujer que se diera fácilmente por satisfecha.

—No pensará irse, ¿verdad? —dijo, al ver que Charlie empezaba a dirigirse hacia la puerta—. ¿Qué hay de esa mujer?

—¿Qué mujer?

La que vino esta mañana. Dice que la carta para su novio está en su buzón. Hace días que nadie ha venido a vaciarlo, y ella quiere recuperar esa carta. Me di la vuelta y le dije: «Déjelo en mis manos, querida. Me aseguraré de que venga el superintendente y saque su carta». ¡Todo esto es culpa suya desde el principio!

Charlie se tragó un suspiro. ¿Por qué la mujer a la que se refería Phyllis no llamaba a su novio o le mandaba un correo electrónico? ¿O por qué no lanzaba un ladrillo contra su ventana, según qué tipo de mensaje quisiera enviarle?

—Me ocuparé de que el oficial Meakin venga lo antes posible.

—¿Y por qué no puede abrir usted misma el buzón? —preguntó Phyllis—. Pensé que dijo que era inspectora.

—Yo no tengo la llave. —Charlie decidió arriesgarse y ser sincera—. Mire, en realidad, ese buzón no es responsabilidad mía. Yo solo me he ofrecido a venir porque Robbie Meakin tiene una semana de baja por paternidad y…, bueno, además tenía que comprar algunas cosas.

—Yo sí tengo la llave —dijo Phyllis, con un brillo de triunfo en la mirada—. La guardo aquí, detrás del mostrador. Sin embargo, no estoy autorizada a abrir ese buzón. Debe ser un agente de policía quien lo haga.

Charlie no podía seguir hablando con ella y sostener al mismo tiempo las dos pesadas bolsas de la compra. Las dejó en el suelo con cuidado para que no se rompieran los huevos y las bombillas que llevaba. De modo que Phyllis tenía la llave. ¿Por qué había de ser tan irritantemente rigurosa con el cumplimiento de la ley? Habría podido abrir el buzón sin problema alguno, mandado la carta que esa mujer había escrito a su novio y dejar el resto de su contenido dentro. ¿Por qué tenía que fastidiarla cuando podía habérselas arreglado sola?

¿Y si Phyllis no hubiese sido tan puntillosa respetando las normas? No habría habido nada que hubiera impedido a alguien menos escrupuloso que ella meter las narices en el buzón cuando le apeteciera y puede que incluso robar cartas cuando la policía no rondara por allí, lo cual, había que admitirlo, ocurría la mayor parte del tiempo. ¿Quién había tenido la absurda idea de dejar una llave en la oficina de correos? A Charlie le habría gustado darse la vuelta y decirle unas cuantas cosas a esa persona.

Se frotó las doloridas manos mientras Phyllis buscaba la llave. Tenía los dedos entumecidos; las asas de las bolsas le habían cortado la circulación. Mientras esperaba, sacó el móvil del bolso y borró una docena de mensajes de texto que tenía guardados y que, en un mundo ideal, le habría gustado conservar. Sin embargo, era algo que hacer. La aterrorizaba la idea de estar mano sobre mano. En el trabajo no corría ese peligro, y tampoco en casa, donde un montón de tareas domésticas la mantenían ocupada. Había quitado el papel de las paredes y la madera del suelo hacía un año y ahora estaba arreglando las habitaciones una por una. Lo primero que había hecho era raspar. Era un proceso largo y lento. Hasta ahora había hecho la cocina y había empezado con su dormitorio. El resto de la casa estaba llena de yeso y tablas de madera. Parecía abandonada, como si esperara ser ocupada por vagabundos y ratas.

—¿No podrías haber conservado los muebles viejos hasta comprar los nuevos? —rezongaba regularmente su hermana, moviéndose nerviosamente en una silla de madera de la cocina que sustituía indefinidamente al cómodo sillón que Charlie iba a comprar un día para el salón.

Olivia era ideológicamente contraria a las viviendas destartaladas. Las redondeadas curvas de su figura no encajaban con los ángulos rectos y los asientos duros.

—Si hubiera podido elegir, ni siquiera me habría conservado a mí misma —le respondió Charlie—. Me habría cambiado por alguien mejor.

—Pues no te habrían faltado candidatas —contraatacó alegremente Olivia, intentando pinchar a Charlie para que se defendiese.

Lo cierto era que Charlie no quería terminar los arreglos de la casa, porque, ¿qué ocurriría después? ¿Cuál sería su nuevo proyecto? ¿Daría con algo lo bastante grande que no le dejara tiempo para pensar o sentir? El papel viejo de las paredes era fácil de quitar y sustituir por algo más alegre, pero la desesperación no.

Phyllis salió de la trastienda de la oficina con la llave en la mano. Se la tendió a Charlie y dio un paso atrás, dispuesta a hacer algún exasperante comentario en cuanto se le ocurriera. Charlie se preguntó si Phyllis habría leído lo que habían publicado sobre ella los periódicos el año pasado. Había gente que sí lo había hecho, y otra no. Algunos conocían su historia, otros no. Phyllis parecía la clase de persona capaz de emitir algún imprudente juicio si la conocía, pero hasta entonces no lo había hecho. Sin embargo, Charlie no iba a permitirse el lujo de pensar que estaba fuera de peligro. Era algo que había hecho ya en demasiadas ocasiones y luego la habían noqueado cuando, casi como quien no quiere la cosa, la persona con la que estaba hablando acababa mencionando el asunto. Le daba un poco la sensación de que le disparaban por la espalda…, ese era el equivalente emocional.

La mayoría de la gente que Charlie conocía bien era comprensiva y no la juzgaba. Sin embargo, cada vez que le decían que no fue culpa suya algo se marchitaba en su interior. Ni siquiera se planteaban la posibilidad de ser sinceros con ellos y decirle: «¿Cómo diablos pudiste ser tan estúpida?». Charlie sabía lo que todos pensaban: Ahora ya es demasiado tarde, de modo que será mejor que seamos amables con ella.

Abrió el buzón y sacó los cuatro sobres y la hoja de papel suelto que había dentro. Dos de los sobres iban dirigidos a Robbie Meakin y en otro no figuraba ningún nombre ni dirección; el cuarto, muy grueso, parecía a punto de reventar por los bordes, tenía un sello para correo urgente e iba dirigido a Timothy Lush.

—Aquí está la carta de esa mujer —dijo Charlie.

Se compadecía del pobre señor Lush. Tendría que leerse al menos siete páginas —no saques conclusiones precipitadas, Charlie— de absurdas divagaciones sentimentales y luego plantearse qué debería hacer. Desde la pasada primavera, Charlie había sentido muchas veces la tentación de mandarle una de esas cartas a Simon. Gracias a Dios, había conseguido reprimirse. Contarle a la gente lo que se siente nunca es una buena idea. Si sentir ya era bastante malo…, ¿por qué propagarlo a los cuatro vientos?

Phyllis cogió el sobre que le tendía Charlie y lo lanzó a la bandeja de metal que había bajo el cristal del mostrador, como si un contacto demasiado prolongado con la piel humana pudiera hacerlo arder. Charlie metió de nuevo en el buzón los dos sobres dirigidos a Meakin y desplegó la hoja de papel. También era una carta para Meakin. La escribía el doctor Maurice Gidley, miembro de la Royal Society y oficial de la Orden del Imperio Británico. En ella decía que la semana anterior había ido a cenar al Bay Tree, un restaurante de Spilling, y que unos adolescentes lo habían molestado cuando se dirigía a su coche. Los jóvenes no le habían atacado, pero lo habían insultado de una forma que el doctor describía como «inaceptable e intimidante». Quería saber si se podía hacer algo para evitar que los «indeseables» merodearan por los alrededores de sus restaurantes favoritos, que eran, informaba a Meakin, el Bay Tree, la Shillings Brasserie y el Head 13.

«Oh, por supuesto que sí, doctor. La ley de maleantes de 2006…», se dijo Charlie, sonriendo. Le habría gustado comentarle a Simon la absurda nota del doctor Gidley, pero ahora ya no tenía esa clase de conversaciones con él. Ahora ni siquiera tenía sus mensajes de texto. Aunque lamentaba haberlos borrado, recordaba la mayoría de ellos palabra por palabra: «Es de las gordas. Ha llegado el momento de recobrar la sobriedad y afrontar las consecuencias». Aquella había sido la respuesta de Simon cuando Charlie le preguntó por su resaca después de una noche especialmente etílica. «Caminar, flotar, aire, cielo, luz de luna»: aquel era su favorito de todos los mensajes de texto que le había mandado Simon. Cuando lo recibió, se quedó perpleja y no entendió nada en absoluto. Luego le preguntó qué significaba.

—Muñeco de Nieve te andaba buscando. Esa es la letra de El Muñeco de Nieve. La canción de Aled Jones, ya sabes. Cambié el orden de las palabras para ser críptico, por si tu teléfono caía en manos de otro.

Charlie lo había borrado. Estúpida idiota. Estúpida por pulsar una tecla que destruiría algo que sabía que quería conservar, estúpida por querer conservarlo. Las sencillas y ya irrelevantes palabras que Simon le había escrito un año atrás. ¡Dios, soy patética!

Volvió a introducir la nota del doctor Gidley en el buzón y abrió con la uña el cuarto sobre, el que no iba dirigido a nadie. Seguramente sería una carta llena de insultos y amenazas o pornografía, pensó Charlie. En general, los sobres en blanco cerrados no anunciaban nada bueno.

—¿Tiene autorización para abrir eso? —dijo Phyllis, su voz flotando por encima de su hombro.

Charlie no contestó. Se quedó mirando fijamente la breve carta, mecanografiada, consciente de que se trataba de una oportunidad para retomar el contacto. Una oportunidad demasiado buena para desaprovecharla. Charlie parpadeó y volvió a leer para asegurarse de que las palabras «Geraldine y Lucy Bretherick» seguían estando allí. Sí, allí estaban. Aquel era el caso en el que Simon trabajaba en ese momento. Él y el resto del equipo.

Charlie los echaba de menos a todos. Incluso a Proust. De pie en su despacho, mientras él la trataba con condescendencia, autoritario… A veces, cuando pasaba por delante de la sala del departamento, sentía que su corazón se iba hacia allí, obligándola a entrar, a volver.

«Por favor, envíen esto a quien esté a cargo de la investigación de las muertes de Geraldine y Lucy Bretherick», decía la carta. Constaba de un único párrafo, impreso en el tipo de letra sans-serif, de tamaño pequeño. «Es posible que el hombre que apareció anoche en las noticias y que supuestamente era Mark Bretherick no sea Mark Bretherick. Tienen que investigar y asegurarse de que es quien dice ser. Lo siento, pero no puedo decirles nada más».

Eso era todo. Ninguna explicación, ningún nombre, ninguna firma, ninguna forma de contacto.

Charlie sacó el móvil del bolso, buscó el número de Simon en la pantalla y movió el dedo por encima de la tecla «llamar». Lo único que tienes que hacer es pulsar esa tecla. ¿Qué es lo peor que podría ocurrir?

Charlie conocía la respuesta a esa pregunta por las experiencias que había tenido en el pasado: Algo peor de lo que posiblemente puedas imaginarte, o sea que ni lo intentes. Lanzó un suspiro, siguió buscando y finalmente llamó a Proust.