Prueba de la policía ref.: VN8723

Ref. caso: VN87

Oficial al mando: Inspector Kombothekra

DIARIO DE GERALDINE BRETHERICK, EXTRACTO 1 DE 9

(obtenido del disco duro del portátil Toshiba de Corn Mill House, Castle Park, Spilling, RY29 oLE)

18 de abril de 2006, 22.45 h.

No sé quién tiene la culpa, pero ahora mi hija cree que los monstruos existen. En casa nunca se ha hablado de ellos, de modo que debe de haberlo aprendido en la escuela, como la idea de Dios —de quien en casa ha oído hablar tan poco que durante los primeros meses lo llamaba Odios, lo cual le parecía muy divertido a Mark— y su obsesión por el color rosa. La educación, incluso el fraudulento —perdón, creativo— método Montessori, que nos sale por un ojo de la cara, no es más que un lavado de cerebro: no consigue que los niños piensen por sí mismos, sino todo lo contrario. En cualquier caso, ahora a Lucy le aterran los monstruos e insiste en dormir con una luz encendida y la puerta de la habitación abierta.

Lo descubrí ayer, cuando la acosté a las ocho y media, apagué la luz, como suelo hacer siempre, y cerré la puerta.

Como de costumbre, sentí que un gran alivio recorría todo mi cuerpo —creo que no soy capaz de explicar a nadie lo importante que es para mí poder cerrar esa puerta— y di un puñetazo en el aire con expresión de triunfo, como suelo hacer a menudo, aunque nunca lo hago si Mark puede verme. No quiero hacerlo, pero mi brazo se mueve antes de que mi cerebro pueda detenerlo. Me siento como si hubiera huido de la cárcel: todo mi miedo se esfuma y ni siquiera la certeza de que mañana volverá es capaz de contener mi alegría. Cuando Lucy se va a dormir, mi vida y mi hogar son nuevamente míos y puedo ser yo misma; me siento libre y puedo hacer todo lo que me apetece sin temor y pensar en lo que quiero durante varias preciosas horas.

Hasta ayer, por desgracia. Cerré la puerta y lancé un puñetazo al aire, pero antes de que pudiera dar dos pasos más hacia la libertad, escuché un llanto desesperado. Era Lucy. Me quedé helada, pensando que había escuchado mal. Pero no me equivocaba; no era un gato callejero, ni un coche avanzando por el camino ni las campanas de la iglesia que hay a lo lejos (aunque es fantástico cuando es justo al revés: oyes un leve gemido o algún otro ruido agudo que piensas que ha dejado escapar tu hija para reclamar tu atención, más atención, y entonces —¡oh, gracias a Dios!— resulta que no es más que la alarma de un coche y estás salvada). Pero no me equivocaba, porque la responsable de ese espantoso lloriqueo era mi hija.

Tengo una regla que me he impuesto a mí misma y que respeto pase lo que pase: sea lo que sea lo que sienta por dentro, hago exactamente lo contrario con Lucy. Así pues, cuando se puso a gritar después de que yo cerrara la puerta, volví a su habitación, le acaricié el pelo y dije: «¿Qué te pasa, cariño?», aunque lo que realmente quería hacer era sacarla de la cama y zarandearla hasta que se le cayeran los dientes.

Hay padres tan estrictos y aterradores que sus hijos tienen que asegurarse de no molestarles. Es gente a la que envidio y detesto al mismo tiempo. Deben de ser unos ogros crueles, intimidantes y despiadados y, aun así…, ¡dichosos ellos!, porque sus hijos andan de puntillas, intentando pasar desapercibidos. En cambio, mi hija no me tiene ningún miedo, y por eso gritó en cuanto cerré la puerta, a pesar de que estaba perfectamente: la había bañado, le había dado la cena, la había abrazado y le había contado hasta tres cuentos.

Por las noches necesito que no esté ahí. ¡Las noches! Alguien podría pensar que quiero decir entre las seis y medianoche o algo así de exagerado, pero no. Me refiero a un par de horas, entre las ocho y media y las once. Físicamente soy incapaz de seguir levantada hasta esa hora, porque para mí todos los minutos del día son agotadores. Me muevo como si fuera una esclava que tuviera mucha prisa, con una falsa sonrisa en la cara, diciendo cosas que no pienso, sin tiempo para comer, mostrándome entusiasmada por obras de arte que merecerían ser destruidas y lanzadas al cubo de la basura. Esa es mi típica jornada…, ¡qué suerte la mía! Esa es la razón de que el espacio de tiempo comprendido entre las ocho y media y las once sea sagrado, porque de otra forma perdería el juicio.

Cuando Lucy me dijo que tenía miedo de que los monstruos la atacaran en la oscuridad, le expliqué, lo más cariñosa y razonablemente que pude, que los monstruos no existían. Volví a darle un beso, cerré de nuevo la puerta y me quedé en el rellano. Esta vez, los gritos fueron más fuertes. No hice nada; solo esperé unos diez minutos. En parte, lo hice por el bien de Lucy… Sabía que existía el peligro —nunca hay que subestimar el peligro, porque algo horrible podría ocurrir— de que le golpeara la cabeza contra la pared, porque estaba muy furiosa con ella por haberme robado diez minutos, unos minutos que no eran suyos sino míos. No puedo concederle más tiempo del que ya le dedico, ni siquiera un segundo. Me da igual que suene cruel, pero es la verdad. Es importante decir la verdad, ¿no? Aunque solo sea a ti misma.

Cuando por fin conseguí controlar mi rabia, volví a entrar en su habitación para decirle de nuevo que los monstruos no existían. No obstante, le dije —esa era la madre siempre comprensiva y razonable— que dejaría la luz del rellano encendida. Cerré la puerta, y esta vez pude bajar la mitad de las escaleras antes de que empezara a gritar de nuevo. Volví a subir y le pregunté qué le pasaba. Me dijo que la habitación seguía estando demasiado a oscuras e insistió en que dejara la luz del rellano encendida y la puerta abierta.

—Lucy —dije, en un tono de voz autoritario pero amable—, tú duermes con la puerta de la habitación cerrada. ¿De acuerdo, cariño? Siempre lo has hecho. Si quieres, abriré un poco las cortinas para que entre un poco de luz.

—¡Pero fuera pronto será de noche! —gritó.

Llegada a este punto, se había puesto histérica. Tenía la cara roja y llena de mocos. Las palmas de las manos y la piel de entre los dedos empezaron a picarme y tuve que cerrar los puños para no golpearla.

—Te prometo que, aunque se haga de noche, entrará un poco de luz. Tus ojos se acostumbrarán a la oscuridad y el cielo no te parecerá tan negro.

¿Cómo explicarle a una niña pequeña el brillo del cielo nocturno? El intelectual de la familia es Mark; es el único al que merece la pena escuchar. (¿Qué sabrá mama de las cosas importantes? Mamá ha vendido su alma; no aporta nada de interés a la sociedad. Eso es lo que opina papá).

—¡Quiero la puerta abierta! —aulló Lucy—. ¡Abierta! ¡Abierta!

—Lo siento, tesoro —repuse—. Sé que estás asustada, pero no hay ningún motivo para estarlo. Buenas noches. Hasta mañana.

Me acerqué a la ventana, descorrí un poco las cortinas, salí de la habitación y cerré la puerta.

Sus gritos aumentaron de tono. No había razón alguna para esos gritos: su habitación ya no estaba a oscuras. Me senté en el rellano, con las piernas cruzadas. Sentía la ira recorriendo todo mi cuerpo. No podía seguir consolando a Lucy porque era incapaz de pensar en ella como una niña asustada… Sus gritos eran como un arma: yo era su víctima y ella mi torturadora. Podía arruinarme la noche, y ella lo sabía. Puede arruinar toda mi vida si se lo propone, mientras que yo no puedo arruinar la suya porque: a) Mark me lo impediría y b) la quiero. No quiero que sea desdichada. No quiero que tenga una madre horrible, que la abandonen o que la peguen, de modo que estoy atrapada: puede hacerme sufrir cuanto quiera y yo no puedo vengarme. No ejerzo el control… y eso es lo que más odio.

No parecía tener ninguna intención de dejar de gritar. Por el escándalo que armaba y si no la conociera bien, habría pensado que Lucy se estaba quemando viva en su habitación. Al cabo de un rato, se levantó de la cama y trató de abrir la puerta, pero agarré el pomo desde fuera para mantenerla cerrada. Y entonces fue presa del pánico. No está acostumbrada a las puertas que no se quieren abrir. Sin embargo, yo solo seguía sintiendo rabia, y sabía que debía esperar, de modo que me senté hasta que Lucy se quedó ronca, hasta que me suplicó que volviera a entrar y no la dejara sola. No sé cuánto tiempo transcurrió —puede que media hora— hasta que empecé a sentir más pena por ella que por mí. Me puse en pie, abrí la puerta y entré nuevamente en la habitación. Lucy estaba en el suelo, hecha un ovillo; en cuanto me vio, se agarró a mis tobillos y empezó a balbucear.

—¡Gracias, mamá! ¡Gracias! ¡Oh, gracias!

La levanté y la senté en mi regazo, en la silla que hay junto a la ventana. El sudor corría por su frente. La tranquilicé y la abracé mientras le acariciaba el pelo. Cuando me hace enfadar, solo puedo ser así de cariñosa cuando ella está totalmente desesperada y ha sacado fuera toda su rabia. A pesar de todo, me cuesta verla como alguien que merece compasión; me cuesta ver así a una niña sana y querida, que tiene todo lo que alguien de su edad puede desear: un hogar seguro, una escuela cara, bonitos vestidos, toda clase de juguetes, libros y DVD, amigos y vacaciones en el extranjero y, aun así, a pesar de todo eso, se queje y se eche a llorar.

Cuando Lucy está desesperada y agotada y se muestra agradecida, con el alivio que supone saberse perdonada, me resulta fácil sentirme como debería sentirse una madre. Ojalá fuera capaz de despertar más a menudo en mí este instinto de protección. En una ocasión llegó a vomitar antes de que yo fuera capaz de consolarla; aquel día me prometí que eso nunca volvería a ocurrir.

Le di unas palmaditas en la espalda y enseguida se quedó dormida sobre mis rodillas. La llevé en brazos hasta la cama, la acosté y la tapé con el edredón. Luego salí de la habitación y cerré la puerta. Había ganado, aunque me había llevado un poco de tiempo.

No le conté nada de lo ocurrido a Mark. Estaba segura de que Lucy tampoco lo haría, aunque sí lo hizo.

—Papá —dijo a la mañana siguiente, durante el desayuno—. Me dan miedo los monstruos, pero anoche mamá no quiso dejar la puerta abierta y me asusté.

Le temblaban los labios. Se quedó mirándome fijamente, con los ojos muy abiertos y llenos de rencor, y me di cuenta de que mi torturadora es tan solo una niña, una ingenua chiquilla. No la asusto tanto como en algunas ocasiones me imagino, o en la misma medida en que yo me doy miedo, un miedo que ella también debería tenerme. No es culpa suya… Solo tiene cinco años.

Evidentemente, su padre se puso de su parte, y ahora han cambiado las reglas: la puerta se queda abierta y una luz encendida (no demasiado intensa, aunque sí lo suficiente). No puedo poner objeciones sin dejar al descubierto mi irracionalidad.

—A nosotros nos da igual que la puerta esté abierta o cerrada —dijo Mark cuando intenté convencerle de que cambiara de opinión—. ¿Qué importancia tiene eso?

No contesté. Sin embargo, para mí sí tiene importancia, porque necesito cerrar esa puerta. Esta noche, en lugar de sentir que había conseguido aislar a Lucy a las ocho y media, he andado de puntillas por la casa pensando que podía oírla respirar, roncar, moverse en la cama y rozar el edredón. He sentido su presencia en todas las moléculas de mi cuerpo, invadiendo un territorio que me pertenece por derecho.

Aun así, no es para tanto. Como mi madre, con su incombustible optimismo, no deja de recordarme siempre que me atrevo a quejarme, soy mucho más afortunada que la mayoría de las mujeres: Lucy se porta muy bien casi siempre, tengo a Michelle para echarme una mano… Es duro, pero aun así merece la pena, y, básicamente, todo sale «a pedir de boca». Entonces, ¿por qué me despierto todos los sábados sintiéndome como si estuviera a punto de ahogarme durante cuarenta y ocho horas, sin saber si seré capaz de sobrevivir hasta el lunes?

Hoy hablé por teléfono con Cordy y me dijo que a Oonagh también le dan miedo los monstruos. Cordy culpa de ello a los compañeros de clase de Lucy y Oonagh que viven «en el extrarradio» (la expresión es suya, no mía).

—Apuesto a que a los ignorantes de sus padres les llenarían la cabeza con absurdos cuentos de hadas y demonios, y ellos se los han contado a sus hijos —me dijo.

Parecía muy enfadada con respecto al tema. Cordy dice que pagamos un ojo de la cara por mandar a nuestros hijos a una escuela privada donde confías que no se encontrarán con «gentuza», y luego resulta que sí la encuentras, porque hay gentuza que tiene un montón de dinero.

—Desde los que montan cadenas de locales de bronceado hasta un imperio de establecimientos donde te depilan el pubis —añadió, con amargura.

No le pregunté de qué «imperio» se trataba.

¿Qué más? Ah, sí, un hombre llamado William Markes es posible que arruine mi vida. Sin embargo, aún no lo ha hecho, y debo admitir que en este momento mi estado de ánimo no es precisamente el mejor. Vamos a esperar y ya veremos.