Réquiem
Aunque Mistral sabía lo que iba a ocurrir antes de que Alexander intentara traspasar el umbral de la torre, no pudo evitar sobrecogerse. El encantamiento de defensa se activó en cuanto el pelirrojo puso un pie en la puerta y lo arrancó literalmente del suelo. Mistral simuló trastabillar asustado en la escalera y luego retrocedió, con una mano en la boca. El estupor en su rostro era fingido, pero el horror era totalmente sincero. Una bandada de aves negras levantó el vuelo, espantadas por el terrible alarido que profirió Alexander al quedar atrapado en el sortilegio de la puerta.
Los ecos de su grito se propagaron por Rocavarancolia a una velocidad portentosa, como ondas en un estanque al que alguien hubiera arrojado una piedra. Resonó entre las fachadas arruinadas, en las arcadas de las callejuelas, avanzó por las avenidas como una ola invisible que portara en su seno la noticia de la tragedia que se estaba desencadenando.
Las bestias carroñeras que vagaban en las cercanías de la plaza alzaron sus testuces y olfatearon ansiosas al oír aquel grito. El aire olía a muerte y ése era su sustento. Pero pronto descubrieron también otro olor, el olor a plata quemada de la hechicería, y sabían muy bien que debían mantenerse apartadas de ella.
Más allá de la cicatriz de Arax, el joven de ojos negros se incorporó en la azotea en la que descansaba y oteó en dirección al sonido, asombrado de que pudiera surgir de una garganta humana. Algo más al nordeste, en el cementerio, los muertos callaron un momento y prestaron toda su atención al grito.
—Un hechizo de arañas —dijo una voz bajo tierra, lenta y sabia—. Sólo ésos causan tanto dolor…
El grito también llegó hasta el torreón Margalar.
La primera en oírlo fue Madeleine. Salió de la habitación de los heridos sin pronunciar palabra, pero tan tensa que parecía a punto de romperse. Buscaba algo con la mirada, algo que no estaba ni en el cuarto ni en el pasillo de la segunda planta.
—¿Están bien? —preguntó Héctor, ansioso. Nada más verla pensó que algo malo había ocurrido.
—¿Has visto a mi hermano? —le preguntó ella.
Antes de que pudiera contestar, se escuchó a Ricardo en el interior de la habitación.
—¿Oís eso? —preguntó.
Héctor prestó atención. Escuchó un murmullo lejano, un sonido vibrante que no logró ni localizar ni identificar. Frunció el ceño. Lizbeth se encaminó a una tronera y atisbo por ella.
—Es un grito. Alguien está gritando.
—¿Mi hermano? ¿Alguien lo ha visto?
Héctor negó con la cabeza. Aquel sonido se prolongaba sin pausa, sin descanso alguno. Se estremeció.
—¿Marco? ¿Dónde está Marco? —Ricardo salió de la habitación. Seguía usando una vara como muleta, aunque eso no le restó ni un ápice de velocidad cuando bajó por las escaleras. Prácticamente volaba—. ¡¿Marco?!
Madeleine fue tras él, llamando a gritos a su hermano. Pero la única respuesta que recibieron fue la de aquel alarido interminable. Héctor miró a la escalera, indeciso. No podía ser verdad. Aquello no podía estar sucediendo. Se giró hacia la habitación. Vio a Bruno, inmóvil entre las dos camas, con el rostro vuelto hacia una tronera. Casi creyó ver un aura de mala suerte rodeándolo. A punto estuvo de gritarle que se apartara de allí, que dejara de manchar con su nefasta influencia aquel lugar. Lizbeth y Rachel permanecían juntas, de pie ante otra tronera. Marina estaba sentada en la cama de Natalia. Se levantó despacio y miró hacia Héctor. Estaba llorando.
—Es Alex —dijo con la voz quebrada.
Héctor se llevó una mano a la garganta. Su grito ya no estaba allí. Había desaparecido sin dejar rastro, como si aquel alarido lo hubiera hecho innecesario. O como si se lo hubieran robado.
* * *
Lizbeth y Rachel se quedaron con los heridos en el torreón. El resto avanzó por las calles en ruinas, siguiendo el rastro de ese grito incesante. Marchaban a la carrera.
Ricardo, a pesar de la muleta improvisada, no se quedaba atrás. A medida que avanzaban el sonido se iba haciendo más claro y terrible. Héctor no lo hubiera necesitado para guiarse. Ya sabía de dónde venía.
Madeleine fue la primera en entrar en la plaza de la fuente. Cuando llegó a la altura del torreón pardo, Héctor la vio dar un grito y echar a correr hacia la verja del patio. Marco salió a su encuentro desde allí y la atrapó antes de que pudiera avanzar más. Ella intentó zafarse, pero él la inmovilizó sin contemplaciones.
El resto llegó unos instantes después. Lo que vieron los dejó atónitos.
Alexander estaba atrapado en el vano de la puerta del torreón. Se retorcía y gritaba envuelto en una cortina de luz perla tiznada de destellos púrpura. Sus pies flotaban en el vacío, a varios centímetros del suelo. Daba la impresión de que era el mismo dolor lo que le mantenía suspendido de aquel modo grotesco, clavado en el aire. La espada verde estaba en el suelo, dentro aún de su vaina.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Ricardo. Jadeaba. Miró a Marco, consternado—. ¡¿Qué demonios ha ocurrido?!
—El torreón… —alcanzó a decir Marco. Le temblaba el labio inferior—. Queríamos ayudar a Natalia y a Adrián… Pensábamos que…
—¡Alex! —gritaba Madeleine, retorciéndose en brazos del joven. Era la viva estampa de la desesperación.
Mistral la sujetó contra su pecho. El cambiante no podía apartar la mirada del chico atrapado. El dolor que producían las puertas malditas era célebre. Después de una larga agonía el cuerpo se derrumbaba, devorado por la magia temible de aquel hechizo mortal. Nada ni nadie podría salvar ya a Alexander, absolutamente nada. Y él era tan culpable de su muerte como de la del joven cuya apariencia vestía. Habían sido sus manos las que habían estrangulado al muchacho dormido. Y había sido su mano la que había empujado a Alexander hasta allí. No se le escapaba la paradoja de ser él, el autoproclamado protector de la última cosecha de Samhein, el causante de las dos primeras muertes en el grupo.
Alexander gritaba. La máscara de sufrimiento y agonía que era su rostro se giró hacia ellos, pero no hubo reconocimiento en su mirada: en aquellos ojos sólo había espacio para el dolor.
Ricardo entró en el patio.
—¡No lo toques! —le advirtió Marco—. ¡El hechizo todavía está a su alrededor! ¿No lo ves? ¡Si lo tocas te atrapará a ti también!
—¡Tenemos que sacarlo de ahí! —exclamó Ricardo.
La imagen era aterradora. Alexander se retorcía en el aire, aullando de dolor. La niebla de advertencia se apretaba contra él, como un sudario movedizo. Y luego estaba el grito, prolongado y brutal, que resonaba en lo más profundo de su ser como una sucia burla del que Héctor no había llegado a emitir.
Ricardo subió con sumo cuidado los escalones que llevaban a la puerta. Alzó la vara cuando llegó al último peldaño y la acercó a Alexander, pero en cuanto le tocó aquellos chispazos comenzaron a avanzar por la madera. Ricardo maldijo y soltó la vara antes de que el hechizo lo alcanzara. Retrocedió a la pata coja.
Mistral se mordió el labio inferior. Buscó a Bruno con la mirada. Confiaba en que él diera con la clave para sacar a Alexander de ahí. Si no le quedaba otro remedio, él mismo la desvelaría, pero después de haber dado a Alex la idea de entrar en el torreón, y la manera expeditiva con la que había evitado que los demás se acercaran a la puerta, prefería que fuera otro quien lo hiciera. Estaba llamando demasiado la atención y no podía correr más riesgos.
El italiano contemplaba a Alexander con las manos en los bolsillos de su casaca negra. No había curiosidad en sus ojos. No había nada, ni siquiera el más leve chispazo de compasión. Bruno había estado tan aislado durante toda su vida que parecía haber perdido la capacidad de sentir empatía hacia sus semejantes.
—Es imposible —murmuró el cambiante. Todavía mantenía apresada a Madeleine, pese a que ya no intentaba escapar. A la muchacha sólo le quedaban fuerzas para llorar—. Cualquiera que toque a Alex correrá su misma suerte…
Para sorpresa de Mistral no fue Bruno quien dio con la clave.
—Rachel… —murmuró Héctor. El muchacho miró a Ricardo, éste asintió con fuerza al comprender a qué se refería su amigo.
—¡No le afecta la magia! —gritó—. ¡Ni el agua de la fuente ni los vidrios de energía funcionaron con ella! —cojeó hasta la puerta—. ¡Bruno, Héctor! ¡Id a buscarla! ¡Rápido! ¡Corred!
Héctor asintió y echó a correr a toda velocidad de regreso al torreón. Bruno, después de un instante de vacilación, fue tras él.
* * *
Dejaron a Lizbeth mucho más preocupada de lo que estaba cuando llegaron. Héctor no tenía la presencia de ánimo necesaria para tranquilizar a nadie. El grito de Alexander los había acompañado de regreso al torreón y ahora los escoltaba de vuelta a la plaza, tan acuciante y terrible que lo empapaba todo.
Rachel marchaba tan rápido como podía, pero el suelo irregular de Rocavarancolia no era el más adecuado para avanzar con muletas y ni Héctor ni Bruno tenían suficiente fuerza para llevarla a cuestas. El italiano había cogido el libro de magia del torreón y lo llevaba apretado contra su pecho, abriendo la marcha con sus pasos de autómata.
—He visto el hechizo que mantiene cautivo a Alexander en el libro —murmuró cuando Héctor le preguntó, no de muy buenos modos, por qué lo llevaba. Y de peor forma le hizo apretar el paso cuando se detuvo en mitad de la escalera que cruzaba el riachuelo con intención de enseñarle aquel sortilegio.
—¿Eres idiota o qué? —le soltó—. ¡Tenemos que volver ya! ¿No oyes eso? ¡Es Alexander!
Nada había cambiado en su ausencia. Alex seguía gritando, con el mismo brío y la misma agonía retorciéndole el cuerpo. Madeleine lloraba contra el hombro de Marco, con Marina junto a ellos.
Rachel gritó algo ininteligible al ver a su amigo atrapado en la puerta y se cubrió la boca con la mano, horrorizada. Ricardo no tardó mucho tiempo en hacerla comprender lo que querían que hiciera.
—¿Y si nos equivocamos? —preguntó Marina—. ¿Y si el hechizo la atrapa también a ella?
Nadie respondió. Mistral sabía que la neutralidad de Rachel con respecto a la magia era casi total. Sólo la hechicería primordial podía afectarla, pero el resto de hechizos y encantamientos no servían con ella, ni para bien ni para mal. El cambiante sólo había visto un caso igual en su vida. Había sido treinta y cinco años antes, una nativa de Tramora a la que el don o la maldición de la impermeabilidad mágica no le había servido de mucho: había muerto a los pocos días de llegar a Rocavarancolia devorada por una mantícora.
Rachel subió despacio los escalones. Ricardo esperaba abajo, mientras el resto aguardaba a la entrada del patio; el único que permanecía alejado del grupo era Bruno. Héctor contuvo el aliento cuando la muchacha llegó al último peldaño. La joven le tendió una muleta a Ricardo y luego, apoyándose en la otra, alargó una mano hacia Alexander. Los dedos de la muchacha atravesaron primero la niebla oscura de dama Serena antes de hundirse en la reluciente maraña que mantenía preso al pelirrojo. Al instante las chispas saltaron a su mano. Ella la retiró con rapidez, como si le hubieran soltado un mordisco.
Se rascó el brazo con fuerza y miró a Ricardo, avergonzada. Los chispazos de magia se habían desvanecido nada más tocarla.
Dijo una única palabra en su idioma mientras seguía rascándose con brío, como si sufriera un picor insoportable. Luego alzó de nuevo el brazo hacia su amigo, lo tomó por la cintura y tiró de él. Alex cayó hacia delante, de tal forma que quedó con el torso inclinado fuera de la trama mágica y las piernas atrapadas en ella. Rachel tiró de nuevo y el muchacho se le vino encima. La joven consiguió mantener el equilibrio durante unos instantes, para luego rodar por las escaleras y caer al patio.
Ricardo se apresuró a ayudarlos pero Marco, de nuevo, lo contuvo con un grito.
—¡Todavía tiene el hechizo encima! ¡No lo toques!
Alexander no dejaba de gritar ni retorcerse, se contorsionaba en el suelo del patio de idéntico modo al que lo hacía en la puerta. Aunque la trama mágica del umbral se había desvanecido, él seguía rodeado por una miríada de chispazos. Y ahora podían ver los estragos que aquel encantamiento estaba provocando en su cuerpo. Sobre la palidez cadavérica que había adquirido su piel se iban abriendo grietas negras y arañazos de un vivo color rojo. Y Héctor descubrió algo que antes había quedado oculto bajo la niebla negra: de Alexander salía humo, surgía en pequeñas volutas de las heridas y llagas que lo cubrían. Estaba ardiendo por dentro.
Rachel se rascaba con frenesí a poca distancia del muchacho caído. Ricardo se acercó a ella para comprobar que se encontraba bien. La joven lloraba, pero no de dolor. Se secó las lágrimas con el antebrazo y gateó hasta Alexander. Le pasó un brazo sobre los hombros y el otro en torno a la cintura, y lo atrajo hacia ella, frenando las convulsiones con su propio cuerpo. A pesar de todo, los gritos no cesaban.
—¿Y ahora qué? —preguntó Héctor. Aquella locura no parecía tener final, aquel mal sueño no parecía tener intención de terminar nunca.
Mistral resopló. El único modo de ayudar a Alexander era matándolo. Una muerte rápida sería un regalo de los dioses en comparación con la agonía que le esperaba. Pero no podía aconsejarles eso, no sin delatarse al menos, no sin dejar entrever que conocía ese hechizo.
—No podemos hacer que Rachel lo lleve hasta el torreón, no podría con él ni estando en condiciones, menos con una pata coja —dijo Ricardo. Se frotaba el pelo de manera constante, como si así pudiera ocurrírsele alguna idea—. Y nosotros no podemos tocarlo…
—Pero ¿cuánto va a durar esto? —preguntó Marina. Ella también lloraba—. Ya le hemos apartado de la puerta. ¿Qué más tenemos que hacer?
—Que alguien lo pare, por favor, por favor… —gimió Madeleine.
—Está en el libro —murmuró de pronto Bruno. Lo alzó abierto ante el grupo—. El hechizo está en el libro.
Esta vez Héctor sí se acercó a mirar. El dibujo que Bruno señalaba ocupaba toda una página del grueso volumen, con una esquina rasgada. En él se veía una gran arcada de piedra y en mitad de la misma, flotando en el centro de una maraña de chispas idénticas a las que rodeaban a Alexander, se retorcía una criatura horrible, mitad ser humano, mitad simio. La perspectiva del dibujo mostraba la arcada desde el interior del edificio y en la cara interna de la mampostería se podían ver una serie de grabados tan mezclados unos con otros que resultaba difícil distinguir la forma de cada uno.
—¿Viene cómo pararlo? —preguntó Marina. Madeleine miró esperanzada al italiano.
Bruno negó con la cabeza.
—No lo creo. El único texto que acompaña el dibujo es demasiado breve como para explicar nada. Y las ilustraciones de las páginas inmediatamente anterior y posterior no parecen guardar relación con ese hechizo.
Mistral no necesitaba verlas para saber eso. Esa sección del libro se limitaba a recoger una serie de ilustraciones de los hechizos más importantes creados en tiempos de los reyes arácnidos. Y los sellos malditos eran uno de ellos. Allí no había nada que pudiera salvar a Alexander, pero confiaba en que gracias al dibujo Bruno dedujera cómo desactivar el hechizo de la puerta. Por supuesto, eso no salvaría a Alex. Sería como intentar salvar la vida de un herido de bala haciendo pedazos la pistola que le ha disparado.
El pelirrojo seguía gritando en brazos de Rachel. Aquel alarido lo dominaba todo. Y de pronto, de manera tan inesperada que todos dieron un brinco, otro grito se unió al de Alexander.
—¡Basta! ¡Basta ya! —una voz burbujeante y cruel se aproximaba hasta ellos por la callejuela vecina—. ¡Por el veneno del perro bastardo del Séptimo Infierno, basta!
Dama Desgarro apareció por la bocacalle entejada, bamboleándose de un modo grotesco. Se tapaba los oídos con las manos y sacudía la cabeza de un lado a otro. Vestía el mismo saco inmundo con el que la habían visto hacía apenas una semana. Olía a bosques muertos.
—Por los arcángeles de la ciudad calavera y el estertor del último lobo… —gruñó mientras se acercaba a veloces trompicones—. ¡Ni los dos mil muertos del cementerio arman tanto escándalo como ese obtuso pelirrojo vuestro!
Ricardo desenvainó su cuchillo y dio un paso en dirección a la mujer abotargada. Héctor se echó hacia atrás, asqueado por la presencia de aquella monstruosidad. Dama Desgarro se hallaba a apenas unos metros de la verja del patio y de cerca resultaba aún más repugnante. Estaba plagada de cicatrices y úlceras, de llagas y marcas, le faltaba buena parte del labio superior y los dientes torcidos y careados que quedaban a la vista le daban un perpetuo aspecto malhumorado.
—¿Qué pretendes, muchacho? —cloqueó—. ¿Quieres asustarme con ese cuchillito? ¿Eso intentas?
En ese mismo instante, una flecha se clavó hasta media asta en la frente de dama Desgarro, la punta brotó de su cráneo roto, manchada de sangre negra. La criatura se detuvo en seco. Gruñó. Fulminó con la mirada a Marina, que todavía permanecía inmóvil tras disparar el arco, y se arrancó la flecha de un violento tirón. El proyectil salió limpiamente, tiznado de sangre y sesos. Luego dama Desgarro lo rompió en dos pedazos que arrojó lejos.
—Pasaré por alto esta estupidez —la carne de la frente se cerró sobre la herida, dejando una nueva marca blancuzca en aquella piel de cadáver—. Pero ni una más, os lo advierto.
—¡Por favor! —Madeleine luchó contra los brazos que la aprisionaban—. ¡Sálvelo! ¡Se lo suplico! ¡Es mi hermano!
Mistral frunció el ceño. No había esperado estar tan cerca de otro miembro del consejo. Una cosa era que lo observaran mediante los catalejos de los demiurgos, y otra muy distinta estar ante sus narices. Si dama Desgarro lo reconocía, estaba perdido. Y con él, los muchachos del torreón Margalar y, lo que era más importante, el reino. Se encorvó todo lo que pudo tras Maddie. Estuvo tentado de disminuir su masa muscular para hacerse menos visible, pero aquella maniobra era casi tan arriesgada como plantarse delante de dama Desgarro. Lo único que podía hacer era intentar pasar desapercibido.
—¿Salvarlo? Ya es tarde para eso. Nadie puede salvarlo. Lo único que puedo hacer es callarle antes de que enloquezca a toda Rocavarancolia…
Madeleine gritó.
Dama Desgarro continuó su camino hacia la verja del patio.
—Ni un solo paso más, vieja monstruosa… —le advirtió Ricardo mientras atravesaba la verja para cortarle el camino.
Dama Desgarro levantó los brazos en un gesto que bien podía ser de fingida sorpresa o rendición, antes de decir:
—Tú ganas, muchachito maleducado: ni un solo paso más.
De pronto, las manos de aquel monstruo se desgajaron de sus muñecas y cayeron al suelo, como grotescas arañas mutiladas. La izquierda cayó boca arriba; de un ágil salto se puso en pie y echó a correr hacia el patio junto a su compañera. Madeleine gritó de nuevo. Todos estaban demasiado consternados para hacer algo más que no fuera contemplar espantados aquellas cosas.
Cruzaron a toda velocidad bajo las piernas de Ricardo y entraron en el patio. Llegaron hasta Alexander, que se retorcía sin parar en brazos de Rachel. La joven estaba desesperada, los ojos abiertos como platos y las lágrimas corriendo a raudales por sus mejillas. Se envaró cuando las manos treparon a su falda y subieron de un salto al cuerpo convulso de Alexander, pero ni siquiera entonces se apartó de él. Una de las manos se perdió en la espalda del muchacho. La otra buscó su nuca. Héctor no logró ver qué era lo que hacían, pero de pronto se hizo el silencio, de una manera tan brusca y total que creyó haberse quedado sordo.
El pelirrojo pestañeó, movió una mano en dirección a su hermana, dijo algo ininteligible y alzó la cabeza para volver a dejarla caer. Respiraba con dificultad. Las manos de dama Desgarro corrieron de regreso a su dueña, arrastrando tras ellas dos estelas de chispazos púrpura, treparon por sus piernas y se adhirieron a las muñecas a una velocidad vertiginosa.
—Pero dijo que no podía… —comenzó Marina.
—Sé lo que dije. No os equivoquéis: no lo he salvado. Va a morir y lo hará pronto… Lo único que he hecho es desconectar sus centros del dolor para que lo haga sin sufrimiento. Y no, no me deis las gracias. No lo he hecho por compasión… Lo he hecho para que no nos castigue más con sus alaridos —el tono de su voz era de desagradable apatía—. Despedíos de él cuanto antes. No durará mucho.
El llanto de Madeleine se redobló. Mistral la abrazó, intentando consolarla y, a la vez, ocultarse de la vista de la comandante de los ejércitos de Rocavarancolia.
Dama Desgarro echó a andar de nuevo, con ese paso mitad caída y mitad tropiezo. Bruno salió a la carrera del patio de la torre y la interceptó antes de que pudiera llegar al callejón techado, todavía abrazado al libro.
—¿Por qué estamos aquí? —le preguntó—. ¿Para qué nos ha traído Denéstor Tul? ¿Qué es lo que tenemos que hacer?
—Apartarte de mi camino ahora mismo, muchachito: eso es lo que tienes que hacer —le dijo ella—. ¿Quieres respuestas? —señaló con su mano llagada el torreón pardo—. Entra ahí. Es probable que encuentres alguna si sobrevives al hechizo de la puerta. O mejor aún… —su dedo índice se apartó del torreón y señaló los edificios situados en el lado opuesto de la plaza—, pregúntale a vuestro amigo del tejado… Ya sabe más de esta ciudad que todos vosotros juntos —y dicho esto desapareció por la callejuela.
Miraron en la dirección que había indicado la mujer marcada.
En el tejado de un caserón de dos plantas, acuclillado junto a una gárgola con cabeza de caballo, se encontraba el joven que había apuñalado a Adrián. La capa corta que llevaba parecía trenzada de arena cenicienta. Se incorporó al verse descubierto, apoyó una mano en la gárgola y retrocedió un paso, sin dejar de observarlos pero sin hacer ademán de huir, ni siquiera cuando Marina le apuntó con el arco. Se limitó a permanecer erguido junto al monstruo de piedra, desafiante. El viento agitaba su melena negra. Sus ojos oscuros parecían sombras vivas.
—¿¡Has venido a reírte?! —le preguntó Ricardo—. ¡¿A eso has venido, asesino?!
Marina dio un paso lateral, para centrar mejor el blanco.
—Dispárale —la apremió Mistral. Toda la furia que sentía hacia sí mismo se trasladó al chico del tejado. Si no hubiera apuñalado a Adrián, nada de esto habría ocurrido. Dejó ir a Maddie para coger su arco—. ¡Dispárale!
Marina dio un respingo al escuchar su grito y disparó, más por sobresalto que por verdadera intención de hacerlo. La flecha pasó entre la estatua de piedra y el muchacho, a unos centímetros escasos de su pecho. El joven saltó sobre la gárgola y desapareció entre los tejados y azoteas.
—Estás mejorando mucho, ojo de halcón —tosió Alexander. Todos se giraron hacia él. Hablaba bajo y con voz ronca, pero se le entendía perfectamente. Resultaba difícil creer que tan sólo unos segundos antes hubiera estado gritando de dolor—. Estoy seguro de que si sigues practicando algún día le darás a algo…
Alex no había visto la flecha que había atravesado la frente de dama Desgarro, pero nadie dijo nada. Lo observaban como si hubiera muerto y resucitado.
—Qué extraño es esto… —alzó su mano derecha. Una nueva grieta se iba abriendo en el dorso, desde la muñeca hasta el pulgar; era un arañazo de un intenso tono rojo, con una línea negra en el centro—. No siento absolutamente nada. Ni frío, ni calor. No duele… Nunca había sentido tanta calma…
—Alex… —Madeleine se desplomó de rodillas a su lado. Marco le puso la mano en el hombro.
—No le toques —le advirtió—. Por lo que más quieras, no le toques…
—Yo…
—Ya lo has oído. Ni se te ocurra ponerme una mano encima —le advirtió Alexander. Otra nueva grieta se abrió en zigzag sobre su ojo derecho, de su extremo izquierdo surgió un hilillo de humo gris—. ¿Quieres que vuelva la apestosa dama del saco o qué? No. Déjalo, ¿vale? No merece la pena.
—Te vas a morir —sollozó Madeleine.
Por un instante en los ojos de Alexander se vio verdadero pánico. Pero sólo fue un segundo, un relámpago de angustia y terror que desapareció tan rápido como había llegado. Exactamente igual que había ocurrido en la cicatriz de Arax.
—Y tú vas a vivir —le dijo a su hermana. La repentina firmeza de su voz hizo que Héctor se estremeciera—. No es… Oh, vaya —se había llevado una mano a la cabeza y la había retirado con un humeante mechón pelirrojo entre los dedos.
—Lo siento, lo siento tanto… —por un instante Maddie pareció dispuesta a abrazarlo y Alex retrocedió con violencia, trepando encima de Rachel de forma tan brusca que casi la tiró.
—¿Lo sientes? ¿El qué? ¿Tener un hermano idiota? —jadeó. El esfuerzo de apartarse de ella le había dejado sin aliento—. Soy yo quien tiene que pedirte perdón. Siento haberte metido en esto, Maddie. Yo te traje a esta pesadilla. Perdóname, por favor…
—No, no, no… —Madeleine negó con la cabeza. Se limpió las lágrimas prácticamente a bofetadas—. No fue culpa tuya —dijo—. Olvídate de eso porque no es cierto. No vine aquí porque tú me convencieras. Vine porque quise… Tenías que haber visto tu cara, tenías que haber visto el brillo de tus ojos cuando apareciste en mi cuarto con esa criatura horrible… Una aventura, dijiste, ¿cómo ibas a dejarla escapar? ¿A cuánta gente se le presenta una oportunidad como ésta en toda su vida?, me preguntaste… Creías que iba a ser como una de esas locas historias que tanto te gusta leer… Por eso vine, Alex, por eso vine… Porque sabía que nada hubiera podido impedir que vinieras tú. Vine para protegerte, porque te conozco, porque sé que eres un desastre y necesitas a alguien pendiente de ti para que no te pase nada… —apretó los puños y agachó la cabeza—. Lo siento, Alex… No he sabido hacerlo, no he sabido protegerte…
—Nadie hubiera podido hacerlo —dijo él—. Porque tienes razón: soy un desastre —sonrió y las comisuras de sus labios se llenaron de humo—. Nadie hubiera podido salvarme —alzó la vista para mirar al grupo que se apiñaba en el patio—. No dejaréis que le pase nada, ¿verdad?
—La protegeremos —dijo Ricardo—. Cuidaremos de ella. Te lo prometo.
—Prométemelo tú también —dijo Alex, mirando fijamente a Marco—. Prométeme que cuidarás de ella.
Mistral se estremeció. ¿Qué intuía Alexander? ¿Qué había visto? En el breve lapso de tiempo que tardó en responder buscó en la mirada del pelirrojo, pero no vio nada que confirmara sus temores.
—Te lo prometo —le aseguró, sin pensar ni por un momento en las consecuencias que aquella promesa le podía traer.
Alex asintió satisfecho. Como si eso fuera todo lo que necesitaba oír. Luego los miró de uno en uno.
—Me alegro de haberos conocido —dijo—. No hemos pasado mucho tiempo juntos, pero ha sido suficiente para saber que merecéis la pena. Todos la merecéis. No dejéis que esta ciudad os derrote, ¿de acuerdo? Vencedla… Dadle su merecido… Demostradle de qué pasta estáis hechos… —se reclinó hacia atrás y le dedicó una sonrisa a Rachel. La muchacha le retiró el cabello de la frente y su sonrisa se hizo mayor, agradecido por el contacto.
Madeleine sollozó.
—Mi hermana… —murmuró Alex. Rachel lo abrazó con más fuerza si cabe. Tenían las manos entrelazadas—. Me gustaría hablar con ella… No sé cuánto tiempo me queda… ¿lo entendéis, verdad? Vosotros estaréis bien. Pero ella… yo… —por primera vez no supo qué decir. Hizo un gesto extraño con la mano. De sus uñas surgían finas hebras de humo—. Quiero despedirme.
Marco lo observaba con los ojos extremadamente abiertos, como si estuviera contemplando algo del todo equivocado. Asintió y salió del patio. Bruno fue tras él después de echar un último vistazo a la puerta del torreón. Marina tomó de las manos a Héctor y a Ricardo y echaron a andar también, muy juntos los tres.
—Héctor… —le llamó Alex antes de que hubieran dado dos pasos. Los tres se detuvieron—. ¿De verdad no has leído El señor de las moscas? —le preguntó con un hilo de voz. En su cara refulgían ascuas de fuego. Héctor le miró aturdido.
—No… no lo he leído.
—Pero ¿sabes cómo termina? ¿Sabes lo que le pasa al chaval regordete?
Héctor tragó saliva. Un nuevo resplandor carmesí se abrió camino en la mejilla de Alexander. Negó con la cabeza. Le resultaba difícil hablar, le resultaba difícil luchar contra las lágrimas, le ardían en los ojos, en la garganta, le golpeaban en el pecho con la furia atronadora del mal que no puedes conjurar, del dolor del que no puedes huir.
El pelirrojo sonrió.
—Los salva —dijo con voz ronca—. Los salva a todos. Los mantiene unidos y hace que sobrevivan en esa isla maldita… —de entre sus labios voló una flor de humo—. Sálvalos, Héctor. Puedes hacerlo.
Sacudió la cabeza. Él no podía salvar a nadie. Ni siquiera a sí mismo. Él debería haber sido el primero en caer. No Alexander. El pelirrojo no podía estar destinado a morir allí, en ese sucio patio, en ese jardín sin vida. ¿Qué sentido tenía eso? Alexander debía aprender a usar esa espada que parecía hecha a su medida. Él era quien debía salvarlos a todos, porque conocía el miedo y sabía cómo vencerlo.
Ricardo puso una mano sobre su hombro y le empujó con suavidad hacia delante. Héctor asintió y se dejó llevar, sin apartar la mirada de Alexander, en brazos de Rachel, con su hermana arrodillada a apenas unos centímetros de él, pero intocable. El pelirrojo brillaba.
* * *
Marina sollozaba contra su hombro. Héctor la abrazó con fuerza mientras se preguntaba cómo podía hacer tantísimo frío. Tenía la sensación de haberse helado por dentro. Se habían sentado lejos del patio, en plena plaza. Ricardo estaba junto a ellos, la palidez de su rostro hacía resaltar su nariz amoratada. Algo más atrás, de pie, apoyados contra la fuente, estaban Marco y Bruno. El italiano tenía el libro abierto ante él y sólo en contadas ocasiones levantaba la vista para mirar hacia el patio del torreón, impasible como siempre.
Estaban demasiado lejos para oír la conversación de los dos hermanos. Rachel asistía como testigo mudo, acariciando a Alexander, otorgándole el consuelo de su contacto. No supieron cuánto tiempo duró aquello. Quizá una hora, quizá dos. El tiempo se había detenido en aquella plaza. Maddie nunca les contó de qué habían hablado en el patio del torreón, no les dijo qué fue lo que le hizo sonreír ni qué le contó él que a punto estuvo de hacerla estallar en carcajadas.
Poco a poco los silencios entre ambos fueron haciéndose más largos. A Alexander le costaba cada vez más trabajo hablar. Su rostro y su cuerpo estaban salpicados de grietas rojas y negras, de manchas color carmesí que se iban abriendo sobre su piel pálida como flores en un campo de nieve pisoteada. De una de las marcas de su cara surgió un rayo de luz escarlata, un prolongado haz luminoso que llegó hasta más allá de la verja. En algunos puntos su ropa también comenzaba a consumirse.
Llegaba el final, y aunque Mistral sentía la imperiosa necesidad de apartar la vista, se había prohibido hacerlo. El pelirrojo alzó la mano hacia la cara de Maddie. Rachel siguió su movimiento con la suya para impedir que la tocara directamente. Alex acarició la mano que acariciaba el rostro de su hermana. Otro haz de luz surgió del antebrazo del muchacho y llegó hasta la segunda planta del torreón.
Y aunque hasta ese instante no habían alcanzado a escuchar nada de lo que decían, las últimas palabras de Alexander llegaron hasta ellos con una claridad inusitada.
—Ahí viene… —dijo—. Ahí está… Y es inmenso y blanco, y brilla y danza y gira… ¡Estrellas! ¡Maddie! ¡Está lleno de estrellas! ¡Las estoy viendo! ¡Las hay a cientos! ¡Oh! ¡Aquí… junto a mí…! Hay alguien junto a mí… ¿Maddie? ¿Eres tú?
Una única lágrima, de un fulgurante rojo, bajó por su mejilla; más que sangre parecía magma. Alexander todavía sonreía.
—Puedo verlo —dijo, y en su voz ronca y desgarrada se adivinaba que estaba contemplando algo maravilloso—. Desde aquí puedo verlo todo. El mundo entero. Todo está aquí. Ante mí… Yo… —de sus labios incandescentes surgió una nube de ascuas—. Te quiero, Maddie.
De pronto, se envaró en brazos de Rachel. Levantó la cabeza, repentinamente tenso, como si tirasen hacia arriba a un mismo tiempo de todas y cada una de las células de su ser. Las grietas en su carne se desgarraron más y más, la palidez desapareció, devorada por el intenso rojo. Los rayos de luz que surgían de su cuerpo se multiplicaron. Alex parecía forjado en el centro de un sol rojo que hubiera caído en el patio de la torre. Su silueta era un violento fulgor escarlata.
Héctor gimió. Marina había apartado la cabeza de su hombro y contemplaba también los últimos instantes de vida de Alexander, mordiéndose el puño derecho. El resplandor rojo y las saetas de luz se colapsaron al fin, el sol se apagó, y donde antes hubo fulgor sólo quedó oscuridad. Por un segundo, Rachel sostuvo entre sus brazos una estatua de ceniza idéntica a Alexander. Luego el viento la deshizo y se la arrebató de las manos. Fue como ver un inmenso diente de león viniéndose abajo.
—La luz… —balbuceó Marina, abrazándolo con tanta fuerza que le hizo daño. Resultaba difícil entender sus palabras—. No debería ser tan hermoso… Morir no debería ser tan hermoso…
* * *
—Está muerto, no cabe duda —Ujthan el guerrero asintió severamente con su gran cabeza—. Más muerto que Radibinarantoré, el quince veces asesinado.
El cuerpo yacía de costado en la mesa, con la cabeza hundida sobre un caos de pergaminos y a medio caer de la silla. Lo primero que había pensado Denéstor al entrar en el despacho fue que Belisario se había quedado dormido mientras estudiaba. Luego vio el cuerno de hueso, profundamente clavado entre los omoplatos vendados del anciano. Más allá, tirado en una esquina sobre un charco de brillante sangre, se encontraba el cadáver decapitado de uno de los criados. No había ni rastro de la cabeza.
La habitación parecía aún más atestada de lo que ya estaba debido a la presencia del propio Denéstor, del tembloroso sirviente que los acompañaba y, sobre todo, de la colosal mole de carne tatuada que era Ujthan. El inmenso hombretón maniobró como un bajel entre arrecifes en el caos de muebles, anaqueles y objetos diversos que inundaban el despacho. Con cada uno de sus movimientos los tatuajes de su cuerpo se contraían y distendían. Tomó a Belisario por los hombros y lo alzó en la silla. Lo sostuvo así, plantándole una mano en el pecho sin ceremonia ni respeto alguno, mientras desenrollaba las vendas que cubrían su cabeza. Denéstor asintió cuando los rasgos cenicientos quedaron al descubierto. Era Belisario, sin duda.
Ujthan soltó el cadáver, que volvió a desplomarse sobre la mesa. Las vendas amortiguaron el choque contra los pergaminos y bártulos que la cubrían. Una caja de música cayó al suelo y se abrió de golpe. La única melodía que surgió de ella fue un prolongado alarido de terror.
Denéstor observó el cuerpo sin vida de Belisario. Se acarició la barbilla afilada, pensativo. Resultaba sorprendente aquella coincidencia: uno de los niños moría en la ciudad y, casi al mismo tiempo, alguien era asesinado en el castillo. Si es que de verdad se trataba de una casualidad.
—Vuelve a contármelo —le pidió al agitado sirviente.
—El amo Belisario nos mandó llamar para la sesión de lectura vespertina. Cuando llegamos aún vivía… —dijo con voz trémula. Estaba pálido y temblaba conmocionado. No era para menos. Todos los sirvientes de la fortaleza se encontraban enlazados mentalmente de una manera tan total que bien se podía decir que compartían un único cerebro. Aquella unión los hacía más eficientes en sus tareas y, en este caso trágico, también les había hecho vivir en primera persona la muerte de su camarada—. Nos pidió que encendiéramos candelabros y lámparas y cuando nos disponíamos a cumplir su cometido, alguien nos atacó —continuó—. Fue rápido, amo Denéstor… Muy rápido… El dolor que sentimos… —sacudió la cabeza, como si no hubiera palabras para expresarlo. El demiurgo no pudo evitar pensar en el joven que había muerto aquella misma tarde—. Tardamos unos momentos en sobreponernos… En cuanto recuperamos el control nos encaminamos hacia aquí en un intento de cercar al asesino. Pero ya había escapado.
—¿Quién más reside en esta parte del castillo?
—Sólo dama Sueño. Ocupa las estancias contiguas a éstas. Su mayordomo fue el primero en acudir. No vio ni oyó nada. Y la soñadora permaneció dormida en todo momento.
Denéstor asintió. Olfateó el aire del despacho. Aunque no captó el olor de la hechicería, eso no significaba que no se hubieran servido de ella en aquel asesinato, podían haberla encubierto con algún sortilegio de distorsión. Sería algo extraño, dadas las protecciones mágicas que imperaban en el castillo, pero no imposible. En cuanto regresara a Altabajatorre crearía un detector de magia para que analizase la estancia y sus cercanías.
—Dama Desgarro ha decidido quitar de en medio a los que apoyamos a Esmael —gruñó Ujthan—. Resulta obvio. Quiere ser regente a toda costa.
Denéstor negó con la cabeza. El lugar de Belisario en el consejo sería ocupado por Solberino, otro fiel seguidor del ángel negro. Y los dos siguientes en la lista para entrar en el consejo también eran partidarios de Esmael, así que la teoría de Ujthan no tenía mucho sentido, a menos que dama Desgarro estuviera preparando una auténtica masacre de partidarios del Señor de los Asesinos, lo cual, a pesar de la animadversión que aquella mujer sentía por Esmael, resultaba poco probable.
No, la muerte de Belisario no tenía nada que ver con la lucha por el poder. Pero ¿quién lo había asesinado? ¿Y con qué motivo? Dejó vagar su vista por la estancia. El caos de enseres, adornos y libros era mayúsculo. Era imposible saber si faltaba o no algo en aquel lugar atestado. Se podían haber llevado la mitad del contenido del despacho y todavía parecería el almacén de un buhonero. Lo único que se echaba en falta era la cabeza del sirviente.
El demiurgo suspiró y contempló los dos cadáveres. De existir algún nigromante activo en el reino, no hubieran tenido problemas en averiguar la identidad del asesino; aquellos magos tenían modos de hacer hablar a los muertos. Pero ya no quedaban nigromantes. El último, Annais Perlaverde, había caído en la defensa del reino, mientras protegía Rocavaragálago. Sería necesario recurrir a otras artes mágicas y, por el momento, todos los sortilegios que se le ocurrían requerían cierto tiempo de elaboración. No le quedaba otro remedio que consultarlo con el regente y dama Serena, más versados que él en esas lides mágicas. O con el mismo Señor de los Asesinos, si no había otra alternativa.
La caja de música seguía gritando en el suelo. Denéstor se agachó a recogerla y la cerró de un golpe. Se irguió tabaleando con los dedos en su pronunciada barbilla.
—¿Y dices que el aposento de dama Sueño es contiguo a éste? —preguntó al criado.
—Pared contra pared, amo Denéstor.
—Creo que sería buena idea hacerle una visita.
—¿Visitar a esa loca? —Ujthan ese removió incómodo—. ¡No entraría en la habitación de una soñadora dormida ni aunque me fuera la vida en ello!
Denéstor se encogió de hombros. Él no pensaba limitarse a entrar en la habitación de una soñadora demente: iba a entrar en sus mismísimos sueños.
* * *
El viento aullaba como una bestia recién liberada, se asomaba a los balcones, furioso; saltaba de fosa a grieta, derribaba piedras y maderos, sacudía los huesos de la cicatriz de Arax para enloquecer a los gusanos que moraban entre ellos. Su frenesí era aún mayor que otros días, como si se esforzara en esparcir por toda Rocavarancolia las cenizas de Alexander. Algunas todavía conservaban el calor de lo que había sido un cuerpo y brillaban con un tenue resplandor rojizo, pero la mayoría no eran más que hebras grisáceas, materia muerta que había olvidado que una vez estuvo viva.
Esmael, en lo alto del faro de Rocavarancolia, cogió un puñado de cenizas cuando éstas pasaron volando ante él. Brillaban como ascuas. Las contempló durante unos segundos en su palma extendida, luego sacudió la mano y dejó que continuaran su trayecto hacia el mar.
El viento siguió aullando su réquiem por la ciudad encantada.
* * *
Héctor subió despacio las escaleras del torreón Margalar. Se sentía ajeno a sí mismo, como si no fuera más que un espectador que contemplara, sin mucho interés, cómo aquel chaval envuelto en ropajes oscuros avanzaba a duras penas escalones arriba. Resultaba curioso, pero no podía reconocerse como la misma persona que sólo unos días antes caminaba por calles nevadas con su hermana disfrazada a la espalda. En cierto modo, aquel muchacho estaba tan muerto como Alexander.
Cuando llegó a la segunda planta entró en la habitación de Adrián y Natalia sin titubear. Ni siquiera logró recordar qué motivo le había impedido hacerlo hasta entonces. Lo había olvidado, si es que alguna vez lo había sabido.
Adrián hablaba en sueños, perdido en su delirio.
—Los caballos se queman… —murmuraba en voz tan baja que Héctor tuvo que inclinarse para poder oírlo—. Están ardiendo, mamá… ¡Mamá! —abrió los ojos y buscó la mano de Héctor con la suya. La fiebre y la agonía brillaban en su mirada—. Hacía tanto frío en el establo… Tanto frío… Perdóname, mamá… Pero los caballos… tenían frío y yo… yo… Perdóname, por favor, por favor, por favor…
Luego volvió a sumirse en aquel sueño inquieto, lleno de dolor y sufrimiento. Héctor soltó su mano al cabo de unos instantes y, después de apartarle el cabello del rostro, se acercó a la cama de Natalia. La joven dormía profundamente, tumbada sobre el costado sano, con el brazo herido extendido.
Héctor se tocó la cara y, para su sorpresa, descubrió que estaba llorando. Lo curioso era que no sentía tristeza alguna. Se hallaba sumido en una desagradable calma, una serenidad vacía. Cerró los ojos y suspiró. Podía escuchar los llantos y la desolación que llegaban desde la planta baja, junto a palabras de consuelo pronunciadas con voz quebrada. Aquellos sonidos venían de otro mundo, tan extraño para él como el chaval disfrazado de vampiro que pedía caramelos por las casas o como las lágrimas que le mojaban el rostro.
La habitación olía a sangre y sudor. Olía a enfermedad, a veneno, a dolor… Pero también olía a vida. Ése era el olor principal. Vida que se negaba a ceder, vida que se aferraba con uñas y dientes a la luz.
Abrió los ojos y contempló a Natalia y al mirarla, por vez primera, fue consciente de lo preciosa, mágica y frágil que es la existencia. Se sintió conmovido por aquella revelación tan mínima y, a la par, tan majestuosa. Se demoró largo rato a la cabecera de la cama de su amiga, contemplándola en su sopor. Sus labios a veces se movían, como si estuviera a punto de hablar en sueños. «Todos mueren», había dicho Bruno la primera noche en Rocavarancolia. Y era verdad, pero no era la única verdad.
—Va a ir a peor —escuchó decir de pronto. Ricardo estaba en la puerta. Su gesto era de una seriedad demoledora. Con la nariz hinchada tenía aire de boxeador a punto de caer noqueado.
Héctor supo que con sus palabras no se refería al estado de Natalia ni al de Adrián. Se refería a todos ellos, a Rocavarancolia, a todo lo que estaba ocurriendo. Héctor asintió. Estaba de acuerdo: iba a ir a peor.
—Vamos a regresar a la torre —dijo Ricardo—. Bruno dice que puede desactivar el hechizo de la puerta. Necesitará que Rachel le ayude desde dentro pero cree que puede funcionar… —suspiró—. Puedes venir o quedarte aquí con las chicas y Adrián…
—Voy con vosotros —dijo. Se limpió las lágrimas del rostro y echó a andar hacia la puerta, todavía ajeno a sí mismo. Cuando llegó junto a Ricardo, que ya se giraba para buscar las escaleras, le preguntó—: ¿Has leído El señor de las moscas?
Ricardo asintió sin mirarle.
—¿Qué le ocurre al final al chaval regordete? —preguntó. Tenía un nudo en la garganta pero su voz fue firme.
—¿De verdad quieres saberlo? —le preguntó el otro.
Héctor suspiró. ¿Importaba acaso?
—No… Supongo que no.
* * *
Era una cama enorme, con un aparatoso dosel del que caía un cortinaje negro festoneado de hilo de plata. Medía cuatro metros de largo por tres de ancho y en su mismo centro, empequeñecida entre las montañas de sábanas y un sinfín de almohadones y cojines negros, yacía dama Sueño.
Denéstor Tul, demiurgo de Rocavarancolia y custodio de Altabajatorre, se sentó en un cómodo butacón rojo dispuesto a la derecha de la cama. Junto a él se encontraba otro criado. Llevaba un humeante cáliz preparado por dama Araña.
El rostro de la anciana dormida parecía cincelado en piedra. Denéstor contempló la intrincada red de arrugas que cubría aquella cara y suspiró. Hizo un gesto al criado y éste le tendió la enorme copa. El demiurgo la sostuvo entre sus manos, dubitativo. Luego se bebió el contenido de dos tragos. Al instante sintió cómo un profundo sopor lo invadía; una tibieza lánguida le fue trepando por las piernas y los brazos arrastrándolo a la inconsciencia. Abrió la boca para bostezar. Cuando la cerró ya estaba dormido. La copa vacía cayó de sus manos y rodó por la alfombra.
Denéstor empezó a soñar dentro de un sueño que no era suyo. Soñaba en el sueño de la anciana dormida. Se vio a sí mismo en una gigantesca estancia de mármol azul, con grandes columnatas rectangulares dispuestas entre piscinas de agua clara colocadas a diferentes alturas. Avanzó por el suelo de mosaico, escuchando el eco de sus pasos y el murmullo cantarín del agua. Una risa infantil le salió al paso unos segundos antes de que apareciera ante él una niña de pelo claro y ojos azules, vestida con un camisón blanco y dorado. Era dama Sueño, tal y como había sido quince décadas antes.
—¡Denéstor Tul, demiurgo de Rocavarancolia y custodio de Altabajatorre! —anunció la niña, haciendo una grácil reverencia ante él—. ¡Viene a vernos! ¡Aún está vivo y huele a menta y a paciencia! ¡Venid! ¡Venid todas!
Un tropel de mujeres se fue aproximando a él. Salían de las piscinas, de detrás de las columnas azules o aparecían directamente ante él desde la nada. El demiurgo pronto estuvo rodeado por una multitud formada por niñas pequeñas, jóvenes de las edades más dispares, mujeres adultas hechas y derechas, ancianas en distintos grados de decrepitud. Todas tenían el pelo claro y los ojos azules. Todas eran dama Sueño. Y todas estaban locas. Denéstor tragó saliva soñada. Ya se estaba arrepintiendo de visitar el sueño de la anciana.
«¿Aún está vivo?», pensó el demiurgo con un escalofrío.
Los soñadores eran unos seres inquietantes, criaturas de inmenso poder pero tan desapegadas de la realidad que resultaba difícil tratar con ellos. Todos los magos del sueño terminaban locos tarde o temprano: vivir la mayor parte del tiempo en contacto directo con su propio subconsciente y el subconsciente de los demás los enloquecía sin remedio. Y esa locura, unida al dominio del sueño, los hacía aún más poderosos. Y todavía más impredecibles.
Pero Denéstor no había acudido a la anciana para servirse de sus poderes de soñadora. Sólo quería formularle una sencilla cuestión y su deseo era hacerlo cuanto antes. La alternativa de esperar a que dama Sueño despertara era un riesgo que no quería correr, podían pasar días o semanas para eso, y cuanto más tiempo transcurriera menos posibilidades tendría de obtener una respuesta coherente.
—¿Qué te trae a nuestro mundo, demiurgo? —le preguntó una bella dama Sueño, vestida con sus mejores galas. El pelo rubio le caía hasta la cintura en dos elaboradas trenzas.
—Una nimiedad, mis bellas damas —aseguró—. Sólo vengo a preguntar si en las últimas horas habéis escuchado algún ruido que llamara vuestra atención —cabía la posibilidad de que hubiese alcanzado a oír algo que se le hubiera escapado a su sirviente.
—Escuchamos el sonido que hace una gota de incendio al llamar a su madre —contestó una de ellas.
—Oímos el llanto de la piedra que no quiere ser piedra y al violín que grita porque no puede volar más rápido —dijo otra.
—Un aullido fuera de tiempo y una canción quebrada… —dijo una tercera—. Eso oímos, demiurgo. Y el silencio de los muertos y los pasos de los olvidados… La charla de las maripo…
—Mis queridas damas —se apresuró a interrumpir Denéstor—. Me refiero a un sonido fuera del sueño. Me veo en la penosa necesidad de informaros de que el anciano Belisario ha sido asesinado hace escasas horas. Pensé que quizá vosotras podíais haber…
—¿Belisario? ¿Todavía no había muerto? —dijo una niña de apenas ocho años. Hizo un mohín y pateó el suelo—. ¡Consternación, maleficios y maldiciones para todos! ¿Tan poco tiempo hace que estamos dormidas?
Denéstor frunció el ceño. No le gustaba nada el cariz que estaba tomando aquella conversación.
—Vuestro mayordomo me informó de que fue hace dos días cuando le anunciasteis que os ibais a sumir en un sueño prolongado, aunque no supo decirme hasta cuándo habíais decidido dormir —le contestó.
—¡Hasta que todo acabe! ¡Sí, sí, sí! —contestaron todas a una—. Es lo mejor. No llamaremos la atención si somos pequeñas como ratones. Habitaremos entre los cabellos del sueño y quizá así sobrevivamos… ¡Oh, Denéstor! ¡Pobre Denéstor! ¡Ojalá pudiéramos acogerte con nosotras! ¡Ojalá pudiéramos salvarte!
Un frío glacial se extendió por el cuerpo soñado del demiurgo y se prolongó en su cuerpo real en la butaca.
—¿Que acabe qué? ¿Qué es lo que va a pasar?
Todas lo contemplaron con idéntica expresión de desolada tristeza, pero ninguna hizo ademán de contestar. De pronto, una a una, fueron estallando en diminutas partículas brillantes, explosiones de agua y cristal. Y mientras se desvanecían no dejaban de mirarlo apenadas. Cuando ya no quedaron damas Sueño en la gran estancia, las piscinas y columnas se desintegraron también en aquella llovizna lenta. Y de pronto Denéstor Tul se encontró flotando en el vacío.
Flotaba sobre Rocavarancolia. Y la ciudad ardía. Hordas de espantos cercaban Rocavaragálago, el monstruoso edificio construido con pedazos de la Luna Roja. Vista desde el cielo la construcción tenía forma de estrella de diez puntas. Una miríada de criaturas golpeaba y arañaba sus muros. Por doquier se escuchaba el sonido de la guerra. Los movimientos de los ejércitos, apenas visibles a tanta altura, eran como ríos que se perseguían unos a otros a través de las callejuelas de Rocavarancolia. Se escuchaban trompetas y alaridos. Explosiones y el entrechocar de las armas. La manada aulló como sólo aullaba en el combate. Denéstor Tul, demiurgo de Rocavarancolia, escuchó, treinta años después, el bramido de un dragón. Sintió tal alivio que a punto estuvo de echarse a reír. Los soñadores a menudo mezclaban presente, pasado y futuro y a duras penas lograban distinguir unos de otros.
—¡Te equivocas, dama Sueño! ¡Esto no va a pasar! ¡Ya ocurrió! ¡Hace treinta años de la batalla que destruyó la ciudad!
—No estás contemplando el ayer, demiurgo —la voz de dama Sueño resonó sobre el fragor del combate—. Es el mañana cercano lo que tienes a tus pies. La guerra vuelve a Rocavarancolia, Denéstor Tul. Una batalla nueva se gesta en las entrañas del reino y estallará pronto.
—Es imposible. No estamos preparados para una nueva guerra —sacudió la cabeza. Eso no tenía ningún sentido. No, no podía ser. Además… ¿contra quién iban a guerrear? ¿Y con qué ejércitos se defenderían? Estaba atrapado en un delirio de dama Sueño. Ésa era la única explicación: delirios de una soñadora loca.
—La palabra imposible nunca ha significado nada aquí, Denéstor —su voz se dulcificó con el tono de una anciana orgullosa de sus nietos—. Y menos ahora con ellos en danza: míralos, míralos, ¿no son hermosos?
La escena había cambiado. Ya no volaba sobre la batalla, ahora flotaba a escasos metros de la planta esférica del torreón pardo y la ciudad estaba en calma. Era de noche y se sorprendió al ver allí a los muchachos habiendo ya oscurecido. ¿Lo que estaba contemplando ahora sería una visión del futuro por venir? ¿Habría sucedido ya o sería un nuevo delirio de dama Sueño?
—Es el hoy —dijo la voz soñada de la anciana—. Es ahora.
La muchacha impermeable a la magia estaba inmóvil en el umbral. La comezón que le producía el hechizo de protección era de tal calibre que no podía dejar de rascarse. Al pie de las escaleras se apiñaba el resto del grupo, todos con antorchas y las armas desenvainadas. Mistral estaba junto a ellos, aunque les daba la espalda para vigilar la noche cerrada que los rodeaba, con el arco dispuesto y la expresión alerta.
La joven neutra estaba siguiendo las indicaciones que le daba el inquietante muchacho de gafas. Buscaba piedras sueltas en el arco interno de la puerta, cualquier elemento susceptible de ser retirado del circuito mágico. Estaban tratando de desactivar el hechizo del umbral, comprendió Denéstor, y no supo si sentirse admirado o temeroso ante tamaña osadía. Ninguna cosecha había accedido nunca a las torres de hechicería en su primera semana en Rocavarancolia. Miró a Mistral con ira. ¿Hasta dónde pensaba llegar por protegerlos? ¿Cuántas locuras más pensaba cometer?
La muchacha salió del torreón, rascándose sin cesar el hombro. Llevaba en la mano una diminuta calavera que antes había estado engastada en la piedra. Se la tendió a Bruno y luego entró y salió varias veces por la puerta, mirando a su alrededor con el ceño fruncido. Asintió con la cabeza. El hechizo había desaparecido.
Denéstor los vio entrar de uno en uno a la torre. El último en hacerlo fue el italiano; cuando traspasó el umbral, el demiurgo vio cómo sus labios dibujaban una extraña mueca que no llegaba a formarse del todo: la sonrisa de alguien que no ha sonreído jamás.
—Denéstor. Mi querido Denéstor… —la voz de dama Sueño lo rodeó como una caricia, como un soplo de viento tibio—. No puedes oírlo, ¿verdad? El rugido, la muerte, la batalla. La sangre, el fuego y los dragones. ¿No los oyes? Oh, mi maravilloso demiurgo. Aún no sabes lo que nos has traído desde el reino humano…
»… Nos has traído el final.