La agonía

La agonía

Héctor tenía un grito atascado en la garganta. Lo sintió nacer cuando Adrián se desvaneció ante la puerta. Y aunque quería soltarlo, no lo lograba; el grito permanecía tozudo enredado entre sus cuerdas vocales, negándose a salir. Era como un bostezo rebelde, como un estornudo del que no podía librarse.

Había estado a punto de conseguirlo cuando Ricardo subió corriendo las escaleras. Con sólo ver el rictus de consternación que se dibujó en su cara al descubrir a Adrián tirado en aquel charco de sangre, por puro reflejo, estuvo a punto de gritar. Pero entonces, a su espalda, escuchó un gemido, un leve quejido que delataba que aún quedaba vida en ese cuerpo apuñalado, y el momento pasó.

Ricardo cargó con Adrián en brazos hasta el torreón Margalar. Fue un trayecto de pesadilla a través de la ciudad en ruinas. Héctor marchó a su lado, sin apartar la vista del joven desmayado. Ricardo había hecho jirones su blusón para vendarle la herida, pero aun así fueron dejando un reguero de sangre tras ellos. A cada pocos pasos una nueva gota caía sobre el adoquinado, a veces era diminuta como una moneda, otras tan grande que a Héctor le traía a la mente la imagen de la luna roja que aparecía en el atlas y en la esfera de la torre. Por un segundo, estuvo tentado de decirle a Ricardo que estaban cometiendo un error, que no iban en la dirección correcta. Debían dar la vuelta y regresar a la cicatriz de Arax para arrojar allí a Adrián. Su lugar era aquel osario, no el torreón Margalar.

Y ahora volvía a sentir cómo aquel grito monstruoso se removía en su garganta al contemplar el fuego que ardía en la cocina. El humo se alzaba para volver a descender y perderse por las extrañas oquedades de ventilación que jalonaban la bandeja de la leña. Las lenguas de fuego teñían de rojo la hoja de la espada que calentaba Marco. Y Héctor sentía que no iba a poder contener durante mucho más tiempo ese maldito grito. Debía soltarlo o le devoraría.

—Tiene miedo al fuego —alcanzó a decir. Aquel resplandor rojo ahora mismo se le antojaba sangre, una hemorragia transformada en llamas—. No podéis hacer eso, tiene miedo al fuego… ¿No os dais cuenta?

—Así cauterizaremos la herida —le dijo Marco—. Y dejará de sangrar…

—¡Pero es que tiene miedo al fuego! —insistió.

—Héctor, si no te callas, te sacudo —le advirtió el otro. El reflejo de las llamas en sus pupilas le daba aspecto de demonio enloquecido.

—Pero…

—¡Héctor!

Natalia le pasó un brazo por la cintura y lo apartó de la cocina. Todavía quedaban grandes goterones oscuros en el suelo del torreón y en las escaleras, marcando el camino del herido. Héctor sacudió la cabeza al verlos, conmocionado. Apartó a Natalia y bajó al sótano. Rebuscó en los cestones de ropa hasta dar con la camiseta del dibujo animado manchada de sangre que había encontrado el primer día en el torreón. Subió de nuevo y usó la prenda para limpiar las manchas del suelo. Se mordió el labio inferior. La idea de limpiar la sangre de Adrián con aquella camiseta le había parecido brillante en un principio, pero ahora que estaba haciéndolo se sintió terriblemente estúpido. Se echó a llorar, sin dejar de frotar el suelo con fuerza, ocultando la sangre vieja de la prenda rasgada con la sangre recién vertida.

Alexander se acercó hasta él.

—Arriba, Héctor —le dijo mientras le tendía la mano.

Él la aceptó tras una leve vacilación y se incorporó despacio. El ambiente del torreón nunca había sido tan sombrío. En una de las habitaciones de arriba se encontraban Ricardo y Lizbeth cuidando de Adrián. El resto estaban desperdigados por la planta baja. Marco calentando la espada para cauterizar la herida; Natalia apoyada contra la pared, con los brazos cruzados y una expresión de impotencia y tremenda rabia en su rostro; Madeleine, Marina y Rachel estaban sentadas juntas en la mesa principal, cada cual más triste y desolada; Bruno, en la otra punta del torreón, apartado de todos, apoyaba las manos en la cubierta del libro que descansaba en sus rodillas. Parecía ansioso por abrirlo y aun así se contenía, como si se diera cuenta de que no era el momento más adecuado aunque no pudiese evitar la tentación de hacerlo.

Alex y Natalia cruzaron una mirada.

—Vamos a buscarlo —dijo el pelirrojo. Ella asintió y se apartó de la pared con decisión—. Tiene que pagar por lo que ha hecho.

—Nadie va a hacer nada de eso —les advirtió Marco sin apartar la espada del fuego.

—¡Ha apuñalado a Adrián! ¿Quieres que lo dejemos pasar así como así? ¡Ese tipo es un asesino!

—¿Y cómo piensas encontrarlo? —le preguntó Marco—. Por si no te has dado cuenta, Rocavarancolia es enorme. Además, el problema no será dar con él, el problema será evitar que las cosas que habitan esta ciudad te encuentren a ti mientras lo buscas.

—¡Sabremos defendernos!

—¡No! ¡No sabréis! ¡Si salís solos lo único que conseguiréis será que os maten! ¿Así es como pensáis ayudar a Adrián? ¿Dejándoos matar?

Alex gruñó y se desplomó en una silla, rabioso. Natalia fulminó a Marco con la mirada y subió las escaleras a toda velocidad.

—Pero ¿por qué lo ha hecho? —preguntó Marina—. ¿Por qué os atacó? No lo entiendo…

—Puede que tuviera miedo —murmuró Madeleine. Las dos muchachas habían entrelazado sus manos sobre la mesa.

—No —dijo Héctor. Se estremeció al recordarlo—. Yo lo vi. Y no tenía miedo. Estaba furioso. Por eso nos atacó.

—Esto ya casi está —Marco dio la vuelta a la espada. Héctor apartó la vista mientras el grito de su garganta pugnaba por salir.

—No servirá de nada —dijo Bruno—. Cauterizaréis la herida, pero los daños también son internos. Adrián va a morir. Lo mejor será que empecemos a hacernos a la idea.

—¡No pienso hacerme a la idea, listillo! —gritó Alexander. Se levantó de un salto de la silla y se acercó a grandes zancadas hacia él—. ¡Le prometí que lo llevaría a casa y voy a hacerlo! ¿Me oyes?

—Te oigo perfectamente, Alexander —contestó sin alterarse lo más mínimo—. Pero permíteme decirte que no veo manera alguna de que puedas ayudarlo, y menos llevarlo a casa —como siempre, el tono de su voz no varió ni un ápice. Héctor resopló, tan furioso con el italiano que lo hubiera abofeteado allí mismo. De hecho estaba deseando que Alex lo hiciera—. Si la pérdida de sangre no lo mata, la infección lo hará, eso es indudable. La cuestión es cuánto tiempo va a durar con vida. Unas horas o, como mucho, poco más de un día. Todo dependerá de qué órganos internos tenga dañados. Con el dolor que va a sufrir lo mejor para él será que todo acabe cuanto antes. Lo más misericordioso sería ayudarle a mo…

—¡Cállate! —le gritó Alex. Por un instante pareció realmente dispuesto a golpearlo, pero en lugar de eso le dio la espalda y se alejó a grandes pasos.

Mistral dio la vuelta a la espada. Pronto sería el momento de subir a la habitación y quemar la herida. Pero no se engañaba: Bruno tenía razón. No había manera de salvarlo, al menos no un modo natural de hacerlo. El rápido vistazo que le había echado a la herida había sido suficiente para hacerse una idea de su gravedad. El daño era tan grande que sólo la magia podría salvarlo. Los hechizos de curación no eran demasiado complejos, hasta él, con lo poco versado que estaba en hechicería, hubiera sido capaz de realizarlo. No obstante, eso habría significado quedar totalmente expuesto. No podía salvar a Adrián sin descubrirse. Y si lo hacía tanto su vida como la vida de los niños no valdrían nada. Sería el final.

Cambió de postura en la cocina. El calor era infernal y aun así tenía que obligar a sus poros a exudar un sudor que de otra forma no hubiera aparecido sobre su piel. Debía cuidar tantos detalles para no levantar sospechas ni entre la cosecha ni entre los habitantes de Rocavarancolia, que vivía con el miedo constante a ser descubierto. Cada vez con más frecuencia pensaba que había cometido un error, que debía haber dejado que las cosas fluyeran de manera natural y no inmiscuirse. Pero ya era tarde para echarse atrás; tenía que permanecer allí, incluso a pesar del riesgo. Por el reino, sí, y también por ese niño al que había asesinado para ocupar su lugar. Si desaparecía ahora, su muerte no habría tenido sentido alguno; ayudando al resto al menos lograba que tuviera significado.

«Muerte por vida», pensó Mistral, con los ojos fijos en la hoja de la espada. A veces todo resultaba tan sencillo como eso, a veces el mejor modo de enfrentar los problemas era simplificarlos. No había acudido a la reunión del Consejo Real por razones obvias y no había visto la medición que dama Araña había hecho de la esencia de los chicos, pero no le hacía falta para saber quiénes tenían más potencial. En los cinco días que llevaba allí, se había hecho una idea aproximada de eso. Y el potencial de Adrián era enorme.

Para Rocavarancolia sería una lástima perder tal caudal de poder. Mistral apretó los dientes y giró la espada de nuevo. Era sencillo salvarlo, sólo tenía que señalar en la dirección adecuada, pero sabía que de hacerlo otro de los niños moriría. Vida por vida, no quedaba otro remedio. Y aunque ése ya sería de por sí un cambio justo, racional, aún había algo más: si todo salía bien no sólo salvaría a Adrián, pondría en manos del grupo un poder que nunca había ostentado jamás cosecha alguna, al menos no tan pronto. Sus oportunidades de sobrevivir a Rocavarancolia se multiplicarían enormemente. Entonces ¿por qué dudaba? Le resultaba incomprensible, más si cabe teniendo en cuenta que tarde o temprano alguno de los muchachos señalaría justo en esa misma dirección. Y no podía permitir eso, porque si lo hacía, si él no controlaba la situación, el riesgo de que ocurriera una verdadera tragedia sería enorme.

—Ya está —retiró la espada del fuego. La hoja brillaba.

Héctor apartó los ojos cuando Marco subió las escaleras espada en mano. Miró a su alrededor, angustiado, asfixiado. El resplandor del arma se le había quedado prendido en la retina. Pestañeó para borrarlo, pero seguía ahí, brillando incandescente contra sus párpados cerrados. Necesitaba aire fresco. Salió al patio casi a la carrera. Alexander lo siguió poco después. Los dos caminaron el uno junto al otro, en absoluto silencio. El pelirrojo se mordió el labio inferior y golpeó con el puño el pedestal del rey arácnido cuando pasaron a su lado.

En ese momento se escuchó un grito de dolor proveniente del torreón Margalar. Sólo duró unos segundos, aunque fue suficiente para estremecerlos de pies a cabeza… Héctor sintió cómo su propio alarido se disponía a salir por fin de su garganta, pero justo en ese preciso instante Alexander le agarró del brazo con fuerza y el grito se replegó de nuevo, de vuelta al nudo atascado en su gaznate. Se volvió hacia el pelirrojo. Sus ojos brillaban con una fiereza animal.

—Allí… —gruñó.

Héctor siguió la dirección de su mirada. Más allá del muro y el foso, en la primera línea de tejados que se veía desde donde se encontraban, estaba el joven que había apuñalado a Adrián, en cuclillas, mirando hacia el torreón. Se levantó al verse descubierto, los observó unos instantes y desapareció después a la carrera, con su capa gris aleteando frenética tras él.

* * *

Cuando oscureció, la manada aulló como sólo lo había hecho durante la primera noche. Mistral frunció el ceño. Olían la muerte y la sangre derramada, y eso los volvía frenéticos. Y no serían las únicas criaturas a las que el olor a sangre humana habría alterado. Esperaba equivocarse, pero era probable que más de un carroñero rondara ahora por las cercanías del torreón Margalar. Debía extremar las precauciones. Evitar en lo posible, por ejemplo, que los chicos permanecieran solos en el patio. Había alimañas en Rocavarancolia capaces de saltar el foso o atacar desde el aire.

Lizbeth apareció por las escaleras, su semblante era de una seriedad terrible. Llevaba una palangana con un montón de vendas sucias. Abajo aguardaban los demás, sentados en torno a la mesa. Permanecían en silencio, mirando al vacío, sumidos cada uno en sus propios pensamientos.

—Tiene mucha fiebre —les dijo Lizbeth cuando se sentó a la mesa tras tirar los vendajes usados en un cesto y dejar la palangana junto a la cocina.

—¿Y qué hacemos? —preguntó Marina.

Ricardo se encogió de hombros. Tenía la nariz hinchada y amoratada después del golpe que le habían dado con la puerta.

—Ojalá lo supiera… —dijo. Estaba desolado. Nadie le había echado la culpa por lo ocurrido, aunque estaba claro que eso no servía para que se sintiera menos culpable. La idea de ir tras aquel joven había sido suya. Héctor sintió lástima por él, pero sabía que si intentaba consolarlo sólo empeoraría la situación.

—Vayamos al castillo —sugirió Natalia—. No pueden ser tan crueles como para dejarlo morir, ¿verdad?

Seguro que allí tienen un médico o algo parecido. Alguien que pueda curarlo.

—Es demasiado peligroso —dijo Marco.

—Además, el castillo es uno de los lugares prohibidos de la ciudad —le recordó Bruno—. Y no debemos llevarnos a engaño ni formarnos falsas esperanzas: dama Desgarro nos dejó meridianamente claro que no intervendrán aunque nuestras vidas estén en peligro. No pueden interferir, es su ley.

—Intentémoslo al menos —dijo Madeleine—. No perdemos nada. Y vale, nos han prohibido ir al castillo. Pero eso no significa que no podamos enviarles un mensaje, ¿verdad?

—¿Y cómo lo hacemos?

—Mañana, en las bañeras. Podemos dejar notas en las cestas explicando lo que ha ocurrido. Alguien las leerá, seguro. Puede que nos ayuden…

Héctor suspiró y se recostó sobre la mesa. Todo aquello era inútil. Primero porque era muy posible que Adrián muriera durante la noche, segundo porque dama Serena le había dejado claro que estaban solos, abandonados a su suerte en aquella ciudad en ruinas. Además, tenía la certeza de que en el castillo ya estaban al tanto de lo ocurrido. Debían vigilarlos de algún modo, quizá hasta las mismas sombras de Natalia se encargaban de informarles de lo que ocurría. No quiso compartir sus pensamientos y dudas con el resto del grupo; a pesar de lo que Bruno acababa de decir, en aquellos momentos era preferible abrazarse a cualquier esperanza, aunque ésta fuera falsa.

—Yo me quedaré con él durante la noche —dijo Lizbeth.

—Podemos hacer turnos —se ofreció Marina.

La otra negó con la cabeza.

—No hace falta. Además, sería incapaz de dormir… Yo me encargo, yo me encargo. Si hay alguna novedad os avisaré… —se le quebró la voz. Todos sabían a qué novedad se refería.

—Es extraño… —comenzó Marina—. Nos han metido un montón de miedo con esta ciudad. Nos han dicho que está llena de monstruos y peligros, de encantamientos y no sé cuántas cosas más… Pero no ha sido Rocavarancolia la que ha apuñalado a Adrián. Ha sido un chico, un chico como nosotros…

—¿Y eso te parece extraño? —le preguntó Marco—. Los seres humanos llevan masacrándose unos a otros desde el principio de los tiempos.

—Los monstruos más terribles son los que no lo parecen —murmuró Héctor.

Mistral miró al joven. Le costó un gran esfuerzo que su rostro no delatara la fuerte impresión que sus palabras le habían causado. Por un instante había estado convencido de que Héctor le había descubierto.

* * *

Era de madrugada profunda, pero aún faltaba mucho para el amanecer. Dentro del torreón la mayor parte de los muchachos se removían inquietos en sus colchones, incapaces de conciliar el sueño. En una habitación de la segunda planta yacía inconsciente Adrián; junto a su lecho estaba Lizbeth, medio adormilada en su silla pero atenta en todo momento al estado del herido. En Rocavarancolia reinaba el silencio. La manada había callado al fin.

Una nube de polvo negro recién llegada del oeste sobrevoló el foso. Era compacta y oscura y aunque avanzaba en brazos del viento no parecía plegarse a su capricho sino que se servía de él para avanzar hacia su objetivo. Durante unos segundos giró y danzó sobre el foso, saltando de corriente de aire a corriente de aire hasta dar con una que marchaba en la dirección deseada: hacia las troneras del torreón. El nubarrón de polvo se coló por una situada en la segunda planta y, una vez dentro, se comprimió y retorció; fue adquiriendo una vaga forma humanoide, algo a medio camino entre una sombra, un fantasma y un espejismo. Ganó definición a medida que caminaba hacia la puerta de la habitación vacía. Poco a poco, uno a uno, los rasgos de Enoch el Polvoriento se fueron dibujando en la cara de aquel ser. El vampiro estaba sediento. En sus ojos rojos brillaba una luz ansiosa.

Cuando salió de la habitación era prácticamente sólido. Sólo las plantas de sus pies tenían aún consistencia de polvo, acolchando de esa manera el ruido de sus pasos sobre el suelo de piedra. Olfateó junto a la escalera de caracol. Nada más oler la sangre se relamió. Avanzó deprisa; con tal avidez que a punto estuvo de resbalar. Intentó serenarse. Debía tener extremo cuidado ahora. No podía arriesgarse a que lo descubrieran o compartiría el destino de Roallen, el trasgo desterrado al desierto más allá de las montañas.

«Va a morir», pensaba el vampiro mientras seguía el rastro del olor a sangre hasta la habitación de Adrián. «Ese niño va a morir. Así que qué importa que beba un poco. Nadie lo sabrá nunca. Y yo tengo tanta, tanta sed…».

Se acercó hasta la puerta, apoyó las manos en ella y escuchó con atención. El chico no estaba solo, había alguien con él. El vampiro podía oír su respiración repleta de vida y el zumbar acompasado de la sangre que recorría sus venas. Por las arrugas de su rostro rodó polvo negro. Había cometido el error de reconvertirse demasiado pronto, debería haber esperado a comprobar que no hubiera nadie con el niño malherido. Ahora no le quedaba más alternativa que volver a transformarse, con el riesgo que eso conllevaba. Dada la extrema debilidad en la que se encontraba desde hacía tantos años, más le valía no abusar de aquella metamorfosis o podría acabar disgregado para siempre, sin posibilidad de solidificarse de nuevo. Pero no le quedaba otro remedio, no si quería seguir adelante. Y quería hacerlo. No había nada que deseara más.

Enoch sopló. De sus labios agrietados comenzó a surgir polvo oscuro, espirales de granulosa oscuridad. A medida que la nube de polvo en suspensión aumentaba, la masa de Enoch disminuía. El viejo vampiro se sopló a sí mismo, hasta que tan sólo quedaron dos labios llagados flotando en el vacío. Luego esa boca horripilante se desintegró también. Y de nuevo Enoch no fue más que polvo negro.

Se coló por las rendijas y grietas de la puerta, cuidadoso, a pocas cantidades cada vez. No debía llamar la atención. Pronto la mayor parte de su ser estuvo al otro lado del umbral. Serpeó por el suelo mientras se hacía una imagen de la situación.

En una silla cabeceaba la niña regordeta. En el colchón, con el rostro perlado de sudor, yacía el herido. La manta con la que le cubrían se había desplazado hacia un lado y su torso quedaba al descubierto. Las vendas eran oscuras y aunque debían de haberlas cambiado hacía poco, el vampiro pudo oler la sangre que las manchaba. Al otro lado de la cama, sobre una mesilla de madera vieja, había dos palanganas de agua, una de ellas turbia y ensangrentada. La riada de polvo se situó tras la silla de Lizbeth.

Ella abrió los ojos de repente. Echó un vistazo en derredor, aturdida, pero a la escasa luz de la lámpara de aceite que iluminaba la estancia no vio nada más que sombras y tinieblas. Se levantó para comprobar la temperatura de Adrián. Suspiró, le retiró el trapo húmedo de la frente, volvió a mojarlo en la palangana de agua limpia, le humedeció los labios y las mejillas con él y lo colocó de nuevo sobre los ojos del muchacho. Luego regresó a la silla. A su espalda, en un silencio estremecedor, la figura de Enoch comenzó a materializarse de nuevo.

El vampiro tuvo un momento de duda una vez estuvo completo. Su primer impulso fue saltar sobre Adrián, desgarrarle el cuello y beber hasta que no quedara nada.

«No soy un animal», se recordó. «Tengo hambre… Sólo eso. Tengo hambre. Y el pobre chico está sufriendo. Le daré el descanso que se merece y yo a cambio saciaré esta maldita sed mía… No es interferir. Vamos a hacernos un favor los dos. Sólo eso. Sí. Sólo eso. Pero no me comportaré como un animal. Tengo dignidad…».

La saliva brillaba en las comisuras de sus labios y resbalaba por su mentón.

Se acercó al respaldo de la silla. Alzó la mano derecha, se inclinó hacia Lizbeth y le acarició el pelo con las yemas de los dedos. La joven se estremeció pero fue un toque tan sutil que ni siquiera se giró.

—Duerme, preciosa repleta de sangre y vida… Que nada perturbe tu descanso —susurró Enoch. Luego recitó las diecisiete palabras antiguas que componían el encantamiento del sueño. Lizbeth pareció hundirse en la silla. Su respiración se hizo lenta y pesada.

A continuación el vampiro se acercó al colchón. Los ojos le brillaban, fijos en las vendas al descubierto de Adrián. El olor a sangre era cada vez mayor. Tiraba de él, lo empujaba hacia el cuerpo tendido como una garra invisible que lo mantuviera apresado por las entrañas.

«Sólo quiero recordar lo que se sentía al estar saciado. Sólo eso».

Enoch el Polvoriento se cernió sobre Adrián: una sombra oscura rodeada de polvo en suspensión. Sus manos temblaban. Se inclinó, despacio, sobre la venda que cubría la herida. La sentía pulsar bajo los vendajes, como si ella también estuviese ansiosa de ser probada por sus labios.

En ese momento, Adrián despertó. El vampiro se incorporó al instante al notar el cambio en la respiración del herido. Los ojos claros del muchacho lo vieron alzarse ante él como una visión de pesadilla, una sombra oscura con una boca entreabierta rebosante de colmillos y dos ojos llameantes y hambrientos. Intentó gritar pero lo único que surgió de su boca fue un aterrado vahído.

—Quietud —ordenó Enoch. Y luego pronunció la única palabra antigua que hacía falta para consumar el hechizo. El cuerpo de Adrián se inmovilizó al instante: la boca entreabierta, los ojos desorbitados por el pánico.

Enoch escrutó su rostro, indeciso. Los ojos del niño seguían fijos en él. Pese a estar inmovilizado, todavía podía verlo. Y el vampiro podía ver a su vez el extraordinario terror que se reflejaba en esos ojos.

—Tengo hambre —dijo en un patético intento por justificarse—. ¿Lo entiendes?

Gimió. Llevaba tanto tiempo hambriento que hacía años que no podía pensar con claridad… En su cabeza apenas había lugar para pensamientos coherentes, todo estaba teñido de hambre y voracidad. Siseó y dio un paso hacia delante, con la mirada fija en las vendas negras. El vampiro se estremeció.

«No soy un animal», se repitió. «Soy Enoch. Y un día fui digno y temido. Un día mi nombre significó algo, movía al espanto y era pronunciado con temor en más de veinte mundos. Y no tenía que rebajarme a acudir al lecho de los moribundos para conseguir mi sustento. ¿Qué me ha pasado? ¿Desde cuándo me he convertido en un carroñero?».

Pero la tentación era tan fuerte…

El vampiro gruñó, cogió con violencia la palangana de agua ensangrentada y se bebió su contenido de un solo trago. La sangre aguada bajó por su garganta seca, arrastrando el polvo adherido a su gaznate. Enoch dio un paso atrás, sollozó desesperado y se deshizo en polvo ante la mirada aterrada del moribundo.

* * *

El grito de Adrián despertó a todo el torreón, fue corto pero terrible, un alarido entrecortado por el dolor y la agonía. Acudieron en tropel a su habitación para encontrárselo medio caído de la cama, con el rostro desencajado de miedo y señalando hacia un espacio vacío entre el lecho y la mesilla. A pesar del escándalo, Lizbeth continuaba profundamente dormida en la silla. Héctor fue el único que no entró en el cuarto, permaneció en la puerta, con una mano apoyada en el dintel. Sintió cómo una corriente granulosa rozaba sus pies desnudos. Miró al suelo, extrañado, pero no vio más que sombras entre sombras.

Adrián tiritaba. Su mano convertida en una garra aferró a Alexander de la pechera de la camiseta y tiró de él hacia abajo. A pesar de su debilidad casi derribó al pelirrojo sobre la cama. Le dijo algo, en voz tan baja que sólo Alex pudo escucharlo. Luego se desplomó sobre el colchón, inconsciente. Y aun desmayado temblaba, como si el miedo le hubiera seguido a la inconsciencia.

—Dice que un vampiro de polvo quería beberse su sangre —anunció el pelirrojo, confuso.

Mistral miró a su alrededor. Enoch el Polvoriento había estado allí, atraído sin duda por la sangre del niño. En cierto modo era una lástima que no hubiera terminado con Adrián; de haberlo hecho también hubiese puesto punto y final a sus dudas. Y como recompensa añadida, Rocavarancolia se hubiera librado al fin de aquel desagradable vampiro cuando el consejo lo desterrara.

Nadie tuvo ya la suficiente presencia de ánimo como para intentar dormir. Ni siquiera regresaron a sus colchones. Desayunaron sin apetito y se desperdigaron por la planta baja del torreón, a la espera de que amaneciese.

—Le ha subido la fiebre —dijo Lizbeth. La joven tenía mala cara. No lograba entender por qué no se había despertado durante el ataque de Adrián. Se sentó, con una mano en el pecho y expresión ausente. Todavía parecía aturdida.

—¿Creéis que vio eso de verdad? —preguntó Héctor—. ¿Un vampiro de polvo?

—Tal vez fuera un delirio fruto de la fiebre —intervino Bruno—. Pero teniendo en cuenta la naturaleza del lugar donde nos encontramos nada es descartable.

Héctor asintió. Por un instante había olvidado dónde estaba. En Rocavarancolia todo era posible. Absolutamente todo.

Cuando llegó el amanecer, Adrián se sumió en un estado de febril semiinconsciencia. Rara vez parecía percatarse de lo que sucedía a su alrededor. Siempre había alguien a su lado, aunque eran Lizbeth y Rachel las que más tiempo pasaban con él, ambas se habían echado sobre sus hombros la responsabilidad de cuidarlo. Héctor era el único que todavía no había ido a verlo; no había entrado ni una sola vez en aquella habitación ni tenía intención de hacerlo. Cada vez que pasaba cerca de la puerta sentía un mordisco acerado en las entrañas, un latigazo mezcla de angustia, pena y miedo que le hacía acelerar el paso y alejarse de allí. Cuando Natalia le dijo que Adrián, en uno de sus raros momentos de lucidez, había preguntado por él, se limitó a encogerse de hombros. Se negaba a ver agonizar a su amigo. No tenía el valor suficiente para entrar en la habitación y decirle adiós. Y aunque eso le destrozaba, no podía evitarlo.

* * *

Mistral alzó la cabeza. Un ruido vago e inidentificable acababa de llegar hasta él. Demasiado tenue como para que los demás pudieran escucharlo, pero no para escapar a su fino oído. Procedía del interior del torreón, de algún lugar en la primera planta. El cambiante se levantó de la mesa y echó a andar hacia la escalera, sin apresurarse ni mostrar signo alguno de inquietud. No quería alarmar a Madeleine y Marina, que eran quienes estaban con él en aquel momento. Aquella misma mañana, había visto carroñeros merodeando más allá del foso, atraídos a buen seguro por la agonía de Adrián, y aunque dudaba mucho que alguno hubiera encontrado el modo de entrar al torreón sin ser visto, no le quedaba más alternativa que extremar las precauciones. Ya en la primera planta, siguió el sonido hasta dar con la puerta tras la que se originaba. Había alguien llorando al otro lado. Era un llanto tan bajo que resultaba evidente que quien estuviera allí intentaba contra viento y marea no ser escuchado. Mistral retrocedió, incómodo. Aquello no era asunto suyo, no pensaba entrometerse en la intimidad de nadie. Si alguien quería llorar sin ser visto estaba en todo su derecho a hacerlo. Ya se disponía a irse cuando el llanto cesó de repente. A continuación se oyeron pasos. Quienquiera que estuviese dentro se disponía a salir. El cambiante retrocedió con rapidez pero no tuvo tiempo de llegar hasta la escalera.

Para asombro de Mistral, fue Alexander quien apareció al abrirse la puerta. Salió frotándose los ojos contra la manga de su camisola. Detuvo su gesto al descubrirlo inmóvil en mitad del pasillo.

—¿Qué haces aquí? —le preguntó con brusquedad. A pesar de sus esfuerzos por ocultarlo, era evidente que había estado llorando y que se sabía descubierto.

—Te buscaba —mintió Mistral, y al ver la alarma del joven se apresuró a añadir—: ¡No! Sigue vivo, Adrián sigue vivo… Sólo quería saber dónde te habías metido, nada más —estaba tan aturdido por toparse con él en semejantes condiciones que no se le ocurrió ninguna excusa mejor—. Oye, ¿te encuentras bien? —le preguntó.

Alex asintió y echó a andar a buen paso rumbo a la escalera.

—¿Estás seguro? —insistió Mistral cuando pasó junto a él.

—¿No tienes ojos en la cara o qué? —le preguntó enrabietado—. Claro que no estoy bien. No estoy nada bien. Nada de esto está bien. —Se mordió el labio inferior con furia antes de continuar hablando—: Va a morirse, Marco. Y no hay nada que nosotros podamos hacer para evitarlo. Nada.

—Estamos intentándolo —dijo él.

—¿Intentándolo? —hizo una mueca—. ¿Y qué es lo que se supone que estamos haciendo? ¿Sentarnos a ver cómo muere le servirá de algo? Maldita sea, ¿no nos ves? Estamos metidos en una situación que nos supera —miró a Mistral con rabia. El cambiante sólo lo había visto tan alterado en otra ocasión: cuando echó a correr hacia las colaespinas en la cicatriz de Arax. Pero ahora el pelirrojo no tenía nada contra lo que luchar, nada contra lo que revolverse—. Adrián va a ser el primero en morir —le dijo en un susurro, un hilo de voz que contenía un grito—, y no será el último. Lo sabes tan bien como yo. Caeremos todos. No podemos sobrevivir a esto.

El cambiante negó con la cabeza.

—Si piensas eso ya estamos perdidos —le dijo—. No le des esa ventaja a esta ciudad. No podemos rendirnos. No, no podemos. Tenemos que seguir luchando.

La mirada de Alex recobró la lucidez. Dio un paso atrás y se llevó una mano a la frente. La rabia pareció esfumarse. Asintió con la cabeza.

—Lo sé, lo sé… lo sé… Dios… No sabes lo difícil que es esto para mí…

—Para todos.

—Para todos, sí —murmuró—, pero vosotros no metisteis a vuestra propia hermana en este embrollo. Eso lo hace aún peor, ¿sabes? No dejo de pensar en ello. No dejo de pensar en que por mi culpa ella está aquí. Ni siquiera fue Denéstor Tul quien la convenció de venir, ¿comprendes? Fui yo. Sólo yo.

—No puedes echarte la culpa de eso —le dijo—. Denéstor hubiera terminado convenciéndola tarde o temprano, o con su palabrería o con el humo de su pipa.

Alexander sacudió la cabeza.

—No, te equivocas. Es tozuda como ella sola. Si dice que no, es que no. Hazme caso. Nunca da su brazo a torcer… —sonrió con tristeza—. No sé si es una virtud o un defecto, pero mi hermanita es así… No. Denéstor no la hubiera convencido si ella hubiese dicho que no —a pesar de todo lo que pudiera decirle Alexander, Mistral sabía que eso no era cierto: la voluntad de la pelirroja se habría doblegado de todas formas a las artes del demiurgo—. Está aquí por mi culpa —insistió Alex—. Y… si le pasara algo… Santo cielo… yo… no podría soportarlo, te lo juro… —se echó hacia atrás y apoyó la espalda en la pared—. Y cada día aquí es una tortura porque no hago otra cosa que fingir ser quien no soy. Finjo que todo va bien, que soy fuerte y que puedo con todo… —tenía los ojos llorosos, pero Mistral estaba convencido de que no lo vería llorar—. Y oye, no se me da mal. Me mantengo firme y sigo adelante… Pero… —se mordió otra vez el labio inferior, luego miró a Mistral a los ojos—. Pero hay veces que no puedo más —le confesó—. Hay veces que no puedo soportarlo… porque estoy cansado de ser siempre firme, de estar siempre ahí, entero, incombustible…

Estoy cansado de tragarme las ganas de gritar y de ponerme a dar golpes a todo lo que se mueve —suspiró con desdén—. A veces sólo quiero rendirme.

—Aun así no lo haces. Y eso es lo que importa.

Alexander hizo ademán de echarse a reír, pero en cambio señaló con la cabeza hacia la habitación de la que acababa de salir.

—Te equivocas. ¿Qué crees que acabo de hacer en esa habitación? ¿Qué crees que hago allí dentro una docena de veces al día? Rendirme. Eso hago. Entro y me rindo. Una y otra vez. Cuando nadie me mira, cuando sé que todos estáis lejos entro en esa maldita habitación y me vengo abajo. Y después me pongo la sonrisa en la cara, salgo fuera y finjo ser un héroe.

—¿Y cuál es la diferencia? —quiso saber Mistral—. El resultado es el mismo, ¿no es así? ¿Qué importa ser un héroe o fingirlo?

—Que yo sé que miento —dijo.

* * *

Como cada día, los veleros con las provisiones salieron del castillo a media tarde. Marina y Madeleine habían preparado ocho notas para colocarlas en cada cesta de las bañeras. Tenían poca esperanza en recibir ayuda del castillo, pero necesitaban sentir que estaban haciendo algo por Adrián. La alternativa era permanecer mano sobre mano a la espera de que todo acabara y eso resultaba más frustrante todavía. Esta vez, Héctor, Marco, Bruno y Madeleine fueron los encargados de ir a por las provisiones que las barcas dejaban más allá de la cicatriz de Arax. Durante todo el camino estuvieron más pendientes de la tercera bañera y de los edificios que sobrevolaba que de la que ellos esperaban. Sin embargo, el joven no apareció. Por primera vez en todas sus salidas por la ciudad, Marco cargaba con un arco y un carcaj bien provisto de flechas. Parecía más alerta que nunca, como si esperara un ataque en cualquier momento. Aun así nada ocurrió. Recogieron las provisiones, colgaron las notas de las asas de las cestas antes de engancharlas de nuevo a las cuerdas y regresaron al torreón, sin novedad ni encuentro alguno.

Lizbeth bajó el puente levadizo y salió a su encuentro en la puerta.

—Sigue igual —les dijo. Se había recogido el pelo revuelto en una trenza desordenada—. Ahora no hace otra cosa que llamar a su madre. Rachel está con él.

—¿Todavía no ha regresado mi hermano? —preguntó Madeleine mientras dejaba una cesta sobre la mesa. Lizbeth negó con la cabeza. La pelirroja frunció el ceño. La plaza de los petrificados estaba mucho más cerca que la cicatriz de Arax. El grupo que se encargaba de las provisiones de esa zona llegaba siempre antes que el otro. La joven se acercó a Marco, que se disponía a cerrar la puerta.

—Déjala abierta, por favor —le pidió, y se quedó en el umbral, como si aguardando allí pudiera acelerar el regreso de Alexander.

Bruno dejó su cesta sobre la mesa y fue directo a la silla donde había dejado el volumen de magia. Se sentó con las piernas cruzadas y el libro abierto sobre ellas. De pronto se escuchó un prolongado gemido proveniente de la escalera de caracol. Un escalofrío recorrió la espalda de Héctor. El grito se removió en su garganta.

—Pronto morirá —dijo Bruno sin ni siquiera levantar la vista del libro—. Será lo mejor. Dejará de sufrir.

—¿Puedes dejar de ser tan siniestro sólo por un minuto, por favor? ¿O es mucho pedir? —le preguntó Maddie desde la puerta—. No he conocido a nadie tan amargado y raro como tú… Seguro que por eso te ha traído Denéstor. En esta ciudad te sentirás como en casa…

—Es que estoy en casa —aseguró él—. Estoy donde debo estar. Como lo estáis vosotros. La única diferencia es que yo conozco la razón por la que Denéstor me ha traído y vosotros no.

Hubo un largo silencio. Todos observaban perplejos a Bruno. Sus ojos tras los cristales sucios de las gafas parecían pequeños y distantes.

—¿Sabes por qué te han traído? —le preguntó Héctor al fin—. ¿Eso es lo que acabas de decir?

La mirada imperturbable del italiano abandonó el libro para mirarlo con apática fijeza. Luego asintió despacio.

—Estoy aquí porque allí donde voy la gente muere —explicó—. Por esa razón me ha traído Denéstor. Atraigo la mala suerte.

—¿Qué significa eso? —quiso saber Madeleine al cabo de otro largo silencio.

—Imagino que habrá quien me defina como gafe. Mi abuelo es un poco más extremo, asegura que estoy maldito.

—¿No me dirás que crees en esas tonterías? —le dijo Lizbeth.

—No es una tontería, es un hecho real y difícilmente discutible. Traigo mala suerte. Y ha sido así desde el momento en que nací: mi madre murió en el parto y mi padre al poco tiempo. Mi abuelo dice que murió de pena.

—¡Pero tú no tuviste la culpa! —Lizbeth parecía espantada de las palabras de Bruno—. Perdona que te diga que no me creo que Denéstor te haya traído aquí porque seas gafe —se llevó las manos a las caderas y se inclinó hacia delante—. Eso es una bobada. ¿Me oyes? Una bobada.

—No te precipites en tu juicio. Aún no conoces el resto de la historia —le advirtió Bruno—. Cuando me convertí en huérfano quedé bajo el cuidado de mis tíos. Ambos murieron poco después en un accidente de coche: los alcanzó un rayo en medio de la carretera y mi tío perdió el control del vehículo. Sus dos hijos murieron también en el siniestro. Hasta aquí todo podría no ser más que una trágica cadena de coincidencias, lo admito. Pero todavía hay más.

»Mis abuelos maternos se encargaron de mí tras la muerte de mis tíos. Vivían en un palacete a las afueras de Roma. La muerte me siguió hasta allí. Mi abuela murió de un infarto al poco de llegar yo a la mansión, y para mi abuelo, hombre supersticioso ya de por sí, aquello fue la gota que colmó el proverbial vaso. Si no hubiera sido porque yo era el último descendiente de su linaje, estoy seguro de que habría encontrado el modo de librarse de mí. En cambio, me acogió en el palacete y me dejó al cuidado de los criados. Dos de los cinco sirvientes que trabajaban en la casa en aquel tiempo murieron en los meses siguientes, uno de una repentina y fulminante enfermedad y otro en un accidente doméstico. Los otros abandonaron el trabajo: ellos también creían que yo estaba maldito.

Héctor asistía atónito a aquella historia. No había la menor inflexión de voz en Bruno, el menor rasgo de emoción. Su narración era un monótono sonsonete, un zumbido constante que iba desgranando frase a frase aquella extraña historia de su vida y las muertes que lo rodeaban.

—Tres niños de mi jardín de infancia fallecieron de distintas enfermedades en mi primer mes allí. Mi abuelo me sacó de la guardería y las muertes cesaron. Desde entonces y durante la primera mitad de mi vida encargó mi educación y cuidado a diversos tutores, niñeras y criadas. Los despedía invariablemente al cabo de unas semanas, en un intento de protegerlos de mi perniciosa influencia. A él casi nunca lo veía. Vivíamos en distintas alas de la mansión, separados por puertas siempre cerradas con llave.

»Una vez cumplí los siete años, no hubo más niñeras ni preceptores para mí, tan sólo un criado y una cocinera a los que, por supuesto, mi abuelo reemplazaba con frecuencia. La gran biblioteca de la mansión fue mi tutora desde entonces. Era enorme y estaba tan bien surtida que no me hubiera faltado lectura durante años. Allí he pasado buena parte de mi vida. Toda el ala norte de la mansión era mi refugio, mi hogar; en contadas ocasiones salía de la casa, y cuando lo hacía permanecía siempre bajo la supervisión de un criado con órdenes de no permitirme acercarme a nadie.

»La última vez que vi a mi abuelo fue hace tres años, en mi duodécimo cumpleaños. Fue entonces cuando me regaló el reloj. Sospecho que intentaba demostrarme algo con ese presente; quizá que me había derrotado, que mi maldición no había logrado alcanzarle… No lo sé. No me importa.

—¡Dios mío! —exclamó Lizbeth cuando quedó claro que Bruno no iba a seguir hablando—. ¿No has tenido nunca amigos? ¿Gente de tu edad con la que jugar?, ¿con la que hablar? —tragó saliva y dio un paso en dirección al italiano, alargó la mano como si pretendiera tocarlo pero no llegó a hacerlo—. ¿Nadie que te quiera?

Bruno se encogió de hombros.

—Desde que tengo memoria mi mundo se ha reducido a la mansión y su biblioteca. No he mantenido contacto con más personas que los tutores e institutrices de mi primera infancia. Apenas veía a los criados o a las cocineras, sospecho que mi abuelo les ordenaba limitar su trato conmigo al mínimo —los miró a todos con su mirada vacía, con aquella expresión que era más una máscara que un verdadero rostro—. Pero esa etapa de mi vida ya quedó atrás. Denéstor vino y me trajo al lugar donde me corresponde estar. Aquí seré feliz.

—Aun así… —murmuró Lizbeth—. Aun así… No me lo creo, no me lo puedo creer… Vale, tu vida ha sido muy rara, eso lo puedo admitir… Pero no me creo que Denéstor Tul te haya traído aquí porque… des mala suerte…

—Se lo pregunté —contestó el italiano—. Le pregunté si el hecho de que la gente muriera a mi alrededor estaba relacionado con los motivos por los que me quería en Rocavarancolia. Y contestó que sí. Y no podía mentirnos, recuérdalo, Lizbeth. No podía mentirnos.

Héctor tragó saliva. Natalia y sus sombras, Bruno y la mala suerte. ¿Y el resto? ¿Qué los hacía especiales? ¿Los cuadros de Madeleine? ¿Las historias de aquella ciudad encantada que Marina había inventado y que recordaba tanto a Rocavarancolia? ¿Y a él? ¿Por qué le había traído Denéstor? ¿Y para qué?

Contempló al joven italiano, intentando imaginarse lo que debía ser vivir en un aislamiento semejante. Eso le impresionaba casi tanto como la propia confesión de Bruno. La mayor parte de su vida había sido prisionero en su propia casa y, por lo que contaba, nunca había conocido el cariño o el más simple y esencial contacto humano. ¿Eso le había convertido en aquella criatura fría y desapasionada? ¿O su comportamiento estaba relacionado con la maldición que al parecer le perseguía?

—¡Ya vienen! —exclamó Madeleine, apartándole de sus pensamientos. En la voz de la joven no había alivio, sino inquietud—. ¡Ha pasado algo! ¡Hay alguien herido! —anunció y salió a la carrera del torreón.

Todos la siguieron fuera. El grupo de Alexander se aproximaba ya al puente levadizo después de cruzar el riachuelo. Y era evidente que habían sufrido algún percance. Ricardo cojeaba y usaba una vara a modo de bastón. Marina cerraba la marcha, con el arco cargado y caminar inquieto. Pero para lo único que tuvo ojos Héctor cuando salió fue para Natalia: Alexander la llevaba en brazos y esa visión, unida al recuerdo de Ricardo llevando a Adrián a cuestas, hizo que se le encogiera el alma.

—No —murmuró y aceleró el paso—. No, no, no, no…

Con cada negación el grito atascado en su garganta se hacía más y más fuerte. Con cada paso que daba hacia su amiga sentía cómo se abría camino al fin, lo notaba ya en la boca, caliente y denso, arrastrándose con furia hasta sus labios, ansioso de estallar definitivamente. Estaba convencido de que si eso ocurría, nunca podría dejar de gritar. Él mismo se convertiría en grito.

—¿Qué tiene? ¿Qué le pasa? —preguntó cuando llegó hasta ellos. La muchacha abrió los ojos en brazos del pelirrojo y murmuró algo incomprensible. Héctor sintió tal alivio al ver que estaba viva que el grito volvió a quedar cortado. La manga izquierda del blusón de la joven estaba empapada en sangre.

—Nos atacó una maldita iguana del tamaño de un caballo, ¿te lo puedes creer? —dijo Alex. Tenía un corte en la mejilla y un moratón en la frente.

Ya en el interior despejaron una mesa y tumbaron encima a Natalia. La joven estaba extrañamente rígida. Marco le rasgó con cuidado la manga empapada y luego hizo lo mismo con las dos camisolas que llevaba debajo. Todos pudieron ver la salvaje dentellada marcada a sangre en su carne. Una constelación de heridas en forma de media luna cubría todo su antebrazo desde la muñeca hasta la articulación del codo. Eran incisiones profundas y en torno a ellas se distinguía con toda claridad un cerco de un sucio color verde.

Mistral resopló. Ya sabía qué criatura había atacado al grupo, había sido un drago de chumera. Eran seres híbridos creados por los genemagos del mundo de Alais a partir de los inofensivos dragones autóctonos y de quimeras venenosas. La caballería de ese mundo las había usado como monturas en la guerra contra Rocavarancolia y en el caos de la batalla muchos ejemplares se habían perdido en la ciudad. La mayoría habían muerto ya, pero unos pocos sobrevivían como podían entre las ruinas. El veneno de su mordedura no era mortal, aunque causaba una fuerte parálisis de la que la víctima no podía salir por sí sola. Necesitaba el antídoto adecuado o un hechizo sanador. Sin ninguna de esas cosas, Natalia moriría. Tardaría en hacerlo, pero moriría.

Mistral maldijo en voz baja y observó al resto del grupo. Alexander estaba bebiendo agua, sin apartar la mirada de Natalia. Bruno se encontraba más apartado, más cerca del libro de magia que de ellos. El cambiante sacudió la cabeza y bajó la vista. Tenía que hacerlo. No quedaba otro remedio. Si no actuaba pronto, corría el riesgo de que fuera Bruno quien tomara la iniciativa. Y si eso ocurría y algo le pasaba al italiano, todo estaría perdido.

Rachel apareció en la escalera, apoyándose en sus muletas. Al ver la escena que tenía lugar abajo, se llevó una mano a la boca, sorprendida. Luego se apresuró a bajar las escaleras para intentar ayudar.

—Vendas y agua limpia —ordenó Lizbeth—. Quiero limpiar ese desastre. Luego la subiremos arriba. ¡Vamos! ¡Moveos!

Poco a poco se fueron haciendo una idea de lo que había sucedido. Al parecer aquella criatura, un enorme lagarto con aire de iguana y caimán, los había sorprendido en la plaza. Al primero en derribar fue a Ricardo, con un potente golpe de cola que lo dejó fuera de combate durante el resto de la refriega. Los demás no tardaron en reaccionar. Alexander y Natalia habían saltado sobre la bestia, apuñalándola con furia, pero sus armas no eran suficientes para luchar contra aquel espanto. El muchacho recibió un golpe en la cara cuando el monstruo se revolvió para responder al ataque. Luego le tocó el turno a Natalia.

—Le mordió en el brazo y la zarandeó como si fuera un muñeco. Derribó a Alexander de una coz y retrocedió con Natalia entre los dientes —contó Marina—. Yo no sabía si disparar o no, tenía miedo de darle a ella… Pero entonces pasó algo extraño. De pronto me pareció ver una sombra que se arrojaba sobre el lagarto y lo cubría por completo. Se retiró tan rápido que no tuve tiempo de ver qué era, si es que de verdad era algo y no un espejismo. Aquella cosa barritó como si fuera un elefante, arrojó a Natalia contra una criatura de piedra y echó a correr. Disparé una flecha pero no le di…

Héctor contempló el cuerpo paralizado de Natalia. Una de sus sombras la había defendido del ataque del monstruo. Aquella revelación era sorprendente. Ella creía que aquellas cosas los odiaban, pero habían acudido en su auxilio.

—¡Espadas y lanzas! —gritó Alexander—. ¡Eso es lo que necesitamos para enfrentarnos a cosas como ésas! —arrojó el vaso contra la pared. La cerámica se hizo añicos—. ¡Si hubiéramos acabado con ella a la primera, esto no habría pasado! ¡Maldita sea!

Subieron a Natalia a la segunda planta una vez lavaron y vendaron su brazo. Cada vez estaba más paralizada y tuvieron que proceder con inmenso cuidado por aquella escalera estrecha para llevarla arriba. Marina y Lizbeth habían dispuesto otra cama más en la habitación de Adrián y en ella acostaron a Natalia. Adrián apenas se movió, permaneció tumbado de costado, con los ojos entreabiertos, mirando al vacío. Héctor se quedó fuera. Ni siquiera ahora tenía fuerzas para traspasar ese umbral. El olor a muerte que emanaba era demasiado intenso. No, no tenía valor para ello.

—¿Viste las manchas verdes alrededor de las heridas? —le preguntó Marina.

—Es veneno —contestó él sin mirarla—. Esa cosa la ha envenenado…

—¿Qué le va a pasar? —No lo sé. No lo sé…

* * *

Mistral vio cómo Alexander bajaba las escaleras. Aguardó unos instantes y fue tras él. El pelirrojo no se detuvo cuando llegó a la planta baja y siguió camino hasta el sótano. El cambiante lo perdió de vista enseguida, pero era evidente que iba a la armería. Aceleró el paso.

Era el momento. Todos los demás estaban arriba. Se aproximó al libro de magia que Bruno había dejado en la silla. No era un auténtico grimorio, por supuesto; nadie se hubiera arriesgado a dejar un objeto de tal poder al alcance de la cosecha. El libro que Bruno había encontrado en la biblioteca no era más que un tratado sobre la evolución de las artes mágicas durante el reinado de los reyes arácnidos. En él venían recogidos, a modo de ejemplos, varios hechizos. En concreto el que Bruno había realizado era un sortilegio de invocación de lacayos grotescos. Aquella esfera viva había llegado desde otra dimensión dispuesta a cumplir el encargo que el mago tuviera para ella. La esfera se había puesto frenética cuando Bruno no había respondido al saludo tradicional y se había desvanecido de vuelta a su realidad al cabo de unos instantes, completamente fuera de sí.

Mistral pasó las hojas del libro, en busca de un hechizo en concreto; en el trayecto se topó con una ilustración que le hizo pasar de página con tal premura que el pergamino se rasgó en una esquina. Escuchó a Alex regresar del sótano. Miró de reojo en su dirección y luego alzó la vista hacia la escalera de caracol, para cerciorarse de que nadie bajaba. Hubiera sido arriesgado implicar a alguien más. Volvió a fijar su atención en Alexander. Estaba ajustando la hebilla de la vaina de la espada verde al cinto.

—He descubierto algo —murmuró. Alex se encogió de hombros y continuó su camino hacia la escalera—. Deberías verlo. Podría ser importante… —el pelirrojo le miró con el ceño fruncido pero no hizo ademán de acercarse—. Este libro no se lee como los nuestros, de izquierda a derecha, ¿recuerdas? Es en el sentido contrario: de derecha a izquierda…

—¿Y a mí qué más me da eso ahora? —le preguntó Alex de malas maneras.

—¿No lo entiendes? Lo que vale para el texto también vale para los grabados —alzó el libro para sujetarlo ante él, abierto en la página que mostraba cómo una herida se abría, dibujo a dibujo, en el vientre de una criatura demoníaca. Golpeó con el dedo índice sobre la primera ilustración—. El hechizo que se explica aquí no está hiriendo al demonio, ¿comprendes? ¡Está curando la herida! ¡La cierra! ¡Es un hechizo de curación!

Alex se acercó al libro y estudió los dibujos atentamente.

—Pero con eso no conseguimos nada —dijo al cabo de unos instantes—. Seguimos sin entender ni una sola palabra de lo que pone, ni leyéndolas de izquierda a derecha ni al revés significan nada… —levantó la vista del libro para mirar a Marco. El rostro se le iluminó—. ¡El torreón de la plaza! Tenemos que entrar allí. Si es una torre de hechicería debería haber más libros, puede que encontremos uno que entendamos…

—Es demasiado peligroso, Alex —Mistral negó con la cabeza—. Ricardo no querrá ni oír hablar de ello. No se arriesgará a que nada malo le pase a…

—Me da igual lo que piense —le cortó—. Hemos hecho todo lo que ha dicho hasta ahora y Adrián y Natalia se están muriendo ahí arriba.

—Eso no es justo. Él no ha tenido la culpa de lo que ha pasado.

—No… —suspiró—. Tienes razón, tienes razón… —se pasó una mano por la cabeza, revolviéndose el cabello. Cuando volvió a mirarlo en sus ojos brillaba una fiera determinación—. Vayamos ahora —dijo—. Tú y yo. No hace falta que se lo digamos a nadie más. Si corremos peligro, lo correremos nosotros solos.

El cambiante lo miró de arriba abajo. Hizo que aquel rostro que no era suyo mostrara dudas, para luego hacerlo asentir con resolución.

—Vamos allá —dijo. No le tembló la voz.