Mistral

Mistral

Denéstor Tul dormía en el primer nivel de Altabajatorre, tirado cuan largo era en la hamaca donde Ujthan el guerrero le había dejado caer sin demasiadas contemplaciones hacía ya cinco días. El demiurgo permanecía en la misma postura desde entonces, con un brazo extendido sobre su cabeza y el otro doblado por encima del estómago.

Nada más atravesar el portón de Altabajatorre y alzar la vista quedaba claro que no se trataba de un edificio normal. Aunque medía más de treinta metros, la torre estaba formada por una única planta que se disparaba hacia arriba, sin techos ni división visible alguna, como un gigantesco cañón que apuntara a las alturas. Un verdadero caos de cuerdas, sogas y escalerillas caía desde las vigas, se deslizaba por los muros o parecía colgar del vacío por arte de magia. Los armarios, anaqueles y estantes estaban o bien clavados a distintas alturas en las paredes o firmemente atados a las cuerdas. Por todas partes deambulaban las creaciones del demiurgo: aves insólitas de mil colores, insectos de papel maché, cometas articuladas, autómatas y otros seres tan surrealistas que no se parecían a nada que hubiera existido jamás campaban a sus anchas por aquel territorio desplegado en vertical. El resto del espacio estaba copado por percheros, pajareras, casas de muñecas, sombrereros… Y en lo alto, más allá de todo ese desbarajuste de cuerdas, estantes y criaturas en movimiento, se veía el cielo claro de Rocavarancolia.

En cuanto la respiración de Denéstor varió, de camino al despertar, un reloj de arena vestido con un chaleco de lentejuelas saltó a uno de los cordajes, se afianzó a él con las cucharas que tenía por manos y tiró hacia abajo. El demiurgo abrió los ojos y bostezó.

Al poco tiempo una silueta gibosa y oscura se dejó caer desde el techo inexistente de Altabajatorre. Era dama Araña, deslizándose por un hilo de fina seda, en respuesta a la llamada del reloj de arena. Descendía cabeza abajo y en un prodigio de equilibrio llevaba en sus manos dos jarros, una tetera y una gran taza.

Denéstor observó su descenso recostado en la hamaca. Un sinfín de pensamientos acuciantes y urgentes rondaba su cabeza, pero decidió ignorarlos. Ya tendría tiempo de preocuparse luego. En torno a él varias de sus criaturas festejaban su despertar después del largo sueño. Denéstor se permitió otro bostezo y acarició una lagartija hecha de dedales y vidrios coloreados.

—Buenos días, buenos días —canturreaba dama Araña mientras maniobraba en su tela para aterrizar cabeza arriba a los pies de la hamaca. En el cambio de postura no vertió ni una sola gota de las jarras ya que fue girándolas a medida que ella misma lo hacía—. Es un placer tenerlo de regreso entre nosotros, demiurgo. Y nada como una poción vigorizante para que el cuerpo y la mente se afinen tras tan largo y merecido descanso —vertió el contenido de las jarras en la tetera y nada más cerrar su tapa se escuchó una pequeña detonación en su interior. Luego dama Araña llenó la taza con el líquido translúcido que salió de la tetera y se la tendió a Denéstor.

—Gracias —murmuró él con voz desabrida. Notaba los músculos entumecidos, la garganta áspera y un peso tremendo en el ánimo al que se resistía a prestar atención. El calor de la cerámica entre sus manos resultaba reconfortante. Y nada más dar el primer sorbo sintió una nueva fuerza fluir por sus venas. Saboreó el último instante de tranquilidad, suspiró y, a su pesar, hizo la pregunta que tanto temía realizar—: ¿Queda algún niño con vida?

—¿Alguno? ¡Todos! ¡La mayoría están felices y contentos en el torreón Margalar! ¡Juegan con palos y comen todo lo que les preparo!

—Pero ¿cuánto tiempo he dormido? —preguntó sorprendido. Debía de ser un error. Quizá aún no habían pasado más de unas horas desde que había caído inconsciente sobre la mesa del consejo. No, no era posible. Estaba casi restablecido y de las palabras de la arácnida se desprendía que había transcurrido cierto tiempo desde su desmayo.

—Cinco días han pasado desde la noche de Samhein —le informó ella—. Tu sueño ha sido profundo esta vez, demiurgo.

—Cinco días —murmuró, incrédulo. Salió de la hamaca. No puso un pie en el suelo, se limitó a afianzarse con una mano a una de las cuerdas que colgaban desde lo alto mientras enroscaba el pie en otra—. ¿Cinco días y ni un chico muerto? —no cabía en sí del asombro. No sabía cómo tomarse aquella noticia. Era demasiado buena para ser cierta.

—¿No es fabuloso? ¡Han superado las expectativas de todos! Hasta hubo quien apostó sobre cuántos morirían antes de la primera noche —dama Araña soltó una siniestra risita. Sus quelíceros se agitaron como cuchillos mal pegados a su faz—. Dama Desgarro fue la única que dijo que no moriría ninguno… ¿puede creerlo? Y para celebrarlo regaló una manzana de Arfes a cada niño.

El demiurgo frunció el entrecejo. Aquello no era propio de la comandante de los ejércitos y custodia del Panteón Real. Y definitivamente resultaba difícil creer que ni un solo muchacho hubiese muerto todavía. Denéstor comenzó a trepar de cuerda en cuerda mientras dama Araña lo seguía en su tela, manteniéndose siempre a su misma altura. Las creaciones del demiurgo capaces de volar o trepar por las paredes fueron tras ellos.

—Lo que me recuerda algo… —continuó la araña—. Tanto dama Desgarro como el ángel negro han solicitado verlo en cuanto estuviera despierto. Dicen tener asuntos de suma urgencia que tratar con usted.

—Que esperen —murmuró Denéstor. El interés de ambos por verlo sólo podía obedecer a un motivo: el regente seguía con vida. Y eso le alegraba. Huryel era uno de los pocos habitantes de Rocavarancolia por los que sentía verdadero afecto.

Pronto llegaron al almenar de la torre y al estrecho saledizo que lo bordeaba. La claridad del día deslumbró al demiurgo después de tanto tiempo inmerso en las tinieblas del sueño. Se frotó los ojos. Un catalejo alado se acercó hasta ellos y a un gesto de Denéstor se colocó ante su cara. Pestañeó, trató de enfocar lo mejor que pudo la mirada y buscó a los muchachos en la ciudad en ruinas.

Al primero que encontró fue al que había traído desde Sao Paulo. Estaba en los tejados, descansando al resguardo de una chimenea derruida, envuelto en una capa cenicienta. Y aun dormido como estaba, su postura delataba una tensión absoluta, como si estuviera a punto de despertar y saltar hacia delante en cualquier momento. Su brazo derecho y la espada corta que empuñaba eran lo único que sobresalía de su capa gris. El demiurgo observó con interés la espada, si no se equivocaba era un arma hechizada, aunque con magia menor. No pudo menos que preguntarse dónde podía haberla conseguido. Denéstor apartó la mirada del joven dormido para fijar su atención en el torreón Margalar. Allí la mayor parte de los muchachos dormía también, juntos en la última planta. Sólo tres estaban despiertos. El italiano andaba enfrascado en la lectura de un libro en un cuarto de la segunda planta mientras los otros dos combatían con varas de madera en el patio.

En efecto, los doce seguían con vida. Denéstor frunció el ceño; ni viéndolo con sus propios ojos terminaba de creerlo. Y justo cuando apartaba la mirada del torreón, se dio cuenta de que algo no era como debía ser. Volvió a mirar, con redoblada atención. Y esta vez sólo le llevó un segundo comprender qué había sucedido. Sus manos buscaron el apoyo de una almena al instante, impresionado por su descubrimiento. Maldijo en voz baja.

—¿Ocurre algo? —le preguntó dama Araña, consciente de la repentina turbación del demiurgo.

Denéstor la miró un momento y luego negó con la cabeza.

—Nada —mintió—. No ocurre nada. Un ramalazo de repentina debilidad, mi querida dama Araña. Nada más.

Apartó el catalejo de un manotazo y dio la espalda a la ciudad en ruinas para regresar al interior de Altabajatorre. Sabía que no podía ser cierto. Por tradición, lo primero que exigía Rocavarancolia tras la noche de Samhein era un tributo de sangre. Y esta vez no había sido diferente. Dama Desgarro no había ganado la apuesta: uno de los doce muchachos había muerto al poco de llegar a Rocavarancolia. Y Mistral, el cambiante, había ocupado su lugar.

* * *

Héctor se desperezó en la cama. La luz del amanecer recién estrenado se colaba por las troneras. Del patio llegaba el sonido de pasos apresurados y madera entrechocando. Por lo visto, alguien había madrugado para entrenarse.

Miró a ambos lados mientras se frotaba un ojo y meditaba la posibilidad de volver a dormir. Los colchones estaban dispuestos siguiendo la curva de la pared, con mesillas y cómodas entre ellos. Había cinco vacíos, pero somnoliento como estaba no pudo ver a quiénes pertenecían. Uno era probablemente el de Bruno, aquel extraño muchacho apenas dormía. Bostezó de nuevo y cuando cerraba los ojos para intentar conciliar otra vez el sueño se dio cuenta de que necesitaba ir al servicio.

Se incorporó en el colchón, se calzó las zapatillas y salió despacio de la habitación, ahogando otro bostezo con la palma de la mano. La tranquilidad del torreón Margalar era un bálsamo a su alrededor. Le resultaba difícil creer que ya hubieran pasado cinco días allí, y todavía le resultaba más difícil asimilar el hecho de estar acostumbrándose a todo aquello. Y esa sensación le perturbaba, era consciente de que de seguir así las cosas pronto consideraría al torreón su hogar y no estaba convencido de que eso fuera buena noticia.

La ciudad en sí misma seguía siendo un enigma para ellos. Por el momento, sus salidas se habían limitado a recoger las provisiones de los veleros y, en una ocasión, una rápida visita a la plaza de la fuente para que Madeleine pudiera recuperar su vestido y Bruno echara otro vistazo a la biblioteca; esta vez el viaje había sido en vano, el italiano no había encontrado más libros de su agrado y tampoco hallaron rastro alguno del vestido de Maddie ni de las ropas del resto.

El ruido de lucha quedó amortiguado cuando Héctor comenzó a bajar por la escalera. A la par que ese sonido decrecía, otro comenzaba a hacerse audible: dos voces susurraban en la segunda planta. Al llegar allí descubrió que procedían de la habitación que quedaba frente a él. La puerta estaba ligeramente entreabierta y entre el hueco de la hoja y el marco Héctor pudo ver a Madeleine y a Marina. Habían dispuesto un enorme barreño en el centro de la estancia y Marina, de espaldas a la puerta, estaba vaciando en él un cubo de agua caliente. Ambas estaban desnudas de cintura para arriba.

Héctor tragó saliva, indeciso entre seguir su camino o quedarse allí. Su mente le instaba a marcharse, y sin embargo sus piernas se negaban a obedecer. Madeleine era hermosa de un modo demoledor. Era un deleite ver su cuerpo desnudo, como contemplar una espléndida obra de arte que de pronto hubiera cobrado vida. Pero al mirar a Marina se despertaba en su interior una sensación diferente, semejante a la que había sentido al morder la manzana dorada: sentía como si acabara de descubrir un mundo nuevo y magnífico que hasta entonces hubiera estado oculto.

El vapor que surgía del barreño se deshacía en lentas nubes blancas sobre ellas. El agua hacía brillar sus cuerpos y las antorchas y velas los teñían de un suave resplandor rosado. Toda la escena irradiaba calidez. Marina se inclinó hacia la bañera, mojó una esponja en el agua y frotó su costado, desde la curva de la cintura a la axila. Héctor estaba hipnotizado tras la puerta. Ni siquiera prestaba atención a lo que las chicas decían. Sus ojos iban de una a otra y no podía dejar de pensar que se moriría al instante si Marina se daba la vuelta y lo descubría allí espiando. Y aun a pesar de eso, deseaba con todas sus fuerzas que la joven se girara para poder verla mejor.

Madeleine se estiró al otro lado de la bañera, desató el nudo de su falda y con un rápido movimiento de caderas dejó que se deslizara hasta sus tobillos. Héctor sintió que el aire le faltaba, buscó el apoyo de la pared, su mano aleteó en el vacío a unos centímetros de su objetivo, se giró para orientarse, perdió pie y rodó con estrépito escaleras abajo. El torreón entero se despertó ante tal estruendo de golpes y gritos. Se escucharon pasos a la carrera tanto en las plantas de arriba como en la baja.

Héctor quedó dolorido en mitad del último tramo de escaleras. No tenía nada roto pero distintos dolores pulsaban por todo su cuerpo.

—Ay —se quejó.

—Lo tuyo empieza a ser problemático, gordito —le dijo Alexander, mirándolo desde arriba con los brazos en jarras. Llevaba una vara de madera en una mano y un escudo en la otra—. La gravedad debe de odiarte mucho.

—Tropecé, estúpido imbécil de pelo rojo —dijo él, aturdido y avergonzado. Desde donde estaba alcanzó a ver a Madeleine y a Marina, envueltas ya en sus blusas, mirando asustadas hacia abajo. Apartó la vista de inmediato al ver las piernas perladas de humedad de la pelirroja.

—¿Estás bien? —Marco le tendió la mano para ayudarle a levantarse. Héctor se incorporó torciendo el gesto. Tenía la sensación de pasarse la vida entera rodando por el suelo. Y esta vez sentía que se lo merecía.

—Pero ¿qué ha ocurrido? —preguntaron desde arriba.

—¡Nada! ¡Héctor se ha vuelto a caer!

El aludido resopló y se marchó cojeando con la poca dignidad que le quedaba a tirarse en uno de los sillones.

* * *

Adrián le embistió por el flanco izquierdo tras amagar un ataque al derecho. Héctor apenas tuvo tiempo de detener el golpe con su escudo. El impacto lo cogió mal posicionado y fue de tal calibre que a punto estuvo de derribarlo. Lanzó una estocada desesperada a su adversario mientras recuperaba el equilibrio. Adrián la detuvo sin contemplaciones y, no contento con eso, le desarmó de un certero mandoble. El palo de Héctor salió volando, dando vueltas en el aire.

—¡Estás muerto! —exclamó Adrián, y apoyó el extremo de la vara en su pecho.

Héctor resopló. Adrián le había matado ya cinco veces en lo que iba de mañana. Un índice de mortalidad demasiado elevado hasta para él. Marco detuvo su combate con Alexander, recogió el palo de Héctor y se lo devolvió.

—No intentes anticiparte a sus movimientos —le dijo—. Limítate a defenderte de lo que ves, para empezar será más que suficiente. Y levanta un poco más el escudo.

Héctor se encogió de hombros. No estaba prestando demasiada atención a la lucha, y Adrián se aprovechaba de ello. Aún tenía la cabeza puesta en la escena que había entrevisto en aquella habitación. Durante buena parte de la mañana no había podido evitar sonrojarse cada vez que Madeleine o Marina se cruzaban en su camino. Y a su pesar la vista se le iba tras ellas cada dos por tres.

Natalia y Ricardo, en cambio, parecían tan centrados en su combate que daba la impresión de que para ellos el mundo a su alrededor había dejado de existir. Sus movimientos delataban cierta torpeza e ingenuidad, pero había que reconocer que superaban con creces a los demás. Héctor había sido el contrincante de Natalia la primera mañana y había recibido tal cantidad de golpes que acabó envuelto en una auténtica constelación de moratones. Al día siguiente, Marco emparejó a la rusa con Ricardo y a Héctor con Adrián, en un intento de compensar las parejas. Héctor se encontró con un adversario menos peligroso pero tan entusiasta que el número de golpes que se llevaba apenas varió. En todo caso, al menos lograba la satisfacción de alcanzar de cuando en cuando a su oponente, lo cual servía para mantener su orgullo más o menos intacto.

Pero de todos ellos, Alexander era quien más se esforzaba en aprender a luchar. Pasaba la mayor parte del tiempo en el patio y, si no lograba convencer a nadie para que se enfrentara a él, se dedicaba a combatir enemigos invisibles con su vara y su escudo. Quería una espada, una espada de verdad. No dejaba de repetirlo tantas veces como veces le repetían Ricardo y Marco que aún no estaba preparado para llevarla. La mañana anterior, mientras curioseaba por enésima vez en la armería, Alex había encontrado en un arcón la que según decía iba a ser su espada. Se trataba de un arma a una mano, de hoja verde y empuñadura negra, perfectamente equilibrada. El pelirrojo la había blandido a la primera, aún dentro de su vaina. Aquella espada parecía hecha a su medida.

—Todavía no, chaval —le había dicho Marco—. Si logras vencerme una sola vez, te dejaré llevarla al cinto. Mientras tanto, confórmate con el palo y la daga.

—Lo primero que haré con mi espada será ensartarte como a un pavo, maldito aguafiestas.

Junto al arma había encontrado un escudo rectangular, también en verde y negro, con el dibujo de una salamandra envuelta en una llamarada esmeralda, y un casco a juego. Adrián se había encaprichado de ellos y, a pesar de formar conjunto con la espada, Alex no puso ningún reparo en dárselos. El escudo era bastante ligero para el tamaño que tenía, y aunque el casco le venía un poco grande, Adrián se empeñaba en llevarlo siempre puesto.

—¡Defiéndete, cobarde! —le gritó a Héctor antes de abalanzarse de nuevo sobre él. Héctor suspiró, paró el golpe y lanzó otro directo al casco. Adrián lo detuvo casi por reflejo, alzando el escudo. Era el ataque que Héctor más repetía. No podía evitarlo. Le encantaba el sonido de la vara al golpear contra el casco.

Resultaba sorprendente el cambio que se había operado en Adrián en las tres últimas jornadas. De nuevo parecía entusiasmado de estar metido en aquella alocada aventura, hasta tal punto que el día anterior se había atrevido a salir por fin del torreón en busca de provisiones.

Había marchado con el escudo en ristre, la daga desenvainada y el casco inclinado hacia la izquierda, mirando en todas direcciones en un permanente estado de alerta que era más pose que real. Pero por mucho valor que pudiera haber ganado, cuando caía la noche era el primero en buscar el refugio del torreón, antes incluso de que el primer murciélago llameante surcara el cielo. Héctor no se llevaba a engaño, aquel cambio de actitud era fruto de la inconstancia del joven; para él, de nuevo, todo aquello no era más que un juego y así seguiría siendo hasta que algo le metiese otra vez el miedo en el cuerpo.

Desvió con dificultad una nueva acometida de Adrián e intentó prolongar ese movimiento con un golpe a su costado. Pero fue demasiado lento y su vara hendió el vacío a más de diez centímetros de su blanco.

De pronto, el chasquido de una flecha al clavarse contra la madera resonó en la mañana con una claridad inaudita, sobre todo porque nadie había esperado oírlo.

—¡Le di! —anunció Marina, entusiasmada, levantando el arco en señal de triunfo—. ¡Por fin le di! ¡Ja! ¡Le acerté! ¿Habéis visto?

Era la primera vez en tres días que conseguía clavar una flecha no ya en la diana, sino en la enorme tabla donde estaba dibujada. El resto de proyectiles o bien se habían perdido por encima del muro o bien habían terminado rotos o mal clavados en la piedra.

Marina se había decantado por el arco en cuanto quedó claro que lo suyo no era el cuerpo a cuerpo. Había escogido un precioso arco largo de la armería, de madera pintada en negro con ribetes dorados, pero había tenido que devolverlo en cuanto comprobó lo difícil que resultaba tensarlo. Tuvo que conformarse con un arco corto, mucho más sencillo de manejar.

—¡Le di! —repitió. A continuación colocó una nueva flecha en el arco tensado. Apuntó y disparó. Esta vez la flecha se perdió zumbando sobre el muro.

—Bien hecho, ojo de halcón —dijo Alexander.

Marco había colocado el tablón con la diana en el punto más alejado de donde impartía lo que él llamaba clases de «manejo básico de armas», para evitar en lo posible que la mala puntería de Marina acabara con alguno de sus alumnos. Ella no era la única que no participaba en aquellos combates mitad entrenamiento mitad juego. A Rachel le hubiera gustado hacerlo, pero su tobillo no estaba en condiciones y debía contentarse con ejercer de espectadora. Había intentado tirar con arco y, aunque parecía imposible, su puntería resultó aún peor que la de Marina; tanto que Marco le había prohibido terminantemente que se acercara a menos de dos pasos de una flecha.

En cuanto al resto, Lizbeth y Madeleine habían dejado muy claro que no tenían la menor intención de empuñar nunca una espada ni nada que se le pareciera; Maddie, además, señaló su profundo desagrado ante toda aquella exhibición de bárbara violencia. Bruno fue mucho más parco en su negativa: cuando el primer día Marco repartió las varas de madera, se limitó a negar con la cabeza y a sentarse en una silla con el libro de magia.

Cada día que pasaba, la antipatía que Héctor sentía por Bruno iba en aumento. Su frialdad y su extraño comportamiento le ponían nervioso al mismo nivel en que le inquietaba la ciudad. Procuraba esquivarlo siempre que podía. Y no era el único en hacerlo, casi todos lo evitaban por sistema. A Bruno no sólo no parecía importarle, sino que él también hacía lo posible por mantenerse alejado de ellos. En aquel instante, debía de estar encerrado en alguna habitación del torreón con la nariz metida en aquel libro polvoriento. Rara vez se separaba de él, a pesar de que, por lo que contaba, no había logrado sacar todavía nada en claro de sus páginas, descontando, por supuesto, la invocación de aquella siniestra esfera viviente. Ricardo le había pedido que no repitiera el hechizo y Bruno le había asegurado que no tenía intención de hacerlo.

«Resultaba evidente que la esfera estaba molesta por haberla convocado y la barrera idiomática hacía imposible todo intento de comunicación con ella», dijo. «Volver a llamarla sería una niñería sin sentido».

Héctor repelió un nuevo ataque de Adrián, sintió un pinchazo de agotamiento en un costado, dejó caer el palo y levantó las palmas, en señal de rendición.

—Vale, se acabó, se acabó —dijo, inclinándose hacia delante y colocando las manos en las rodillas—. No puedo más. Estoy agotado.

No recordaba haber hecho tanto ejercicio en su vida. Se retiró hasta la única mesa que todavía quedaba en el patio y se dejó caer en una silla junto a Rachel. Ricardo y Marco habían convertido en leña el resto de muebles que habían sacado del torreón, despejando el lugar y consiguiendo varios sacos de madera con los que alimentar el fuego de la cocina.

Marco emparejó a Adrián con Alexander y siguió dando consejos mientras observaba las dos peleas que se desarrollaban en el patio. Héctor los siguió con la mirada, sumido en sus propios pensamientos. Poco a poco todo iba tomando el aire de monotonía y calma que conlleva toda rutina. Quizá no resultara demasiado emocionante vivir prácticamente encerrados en el torreón Margalar, pero si eso los mantenía con vida, él no pensaba quejarse. No quería vivir una aventura, tan sólo quería vivir. Y volver a casa.

* * *

Cuando avistaron los veleros, se dividieron de nuevo en dos grupos para ir a por las provisiones. A Héctor le acompañaban esta vez Ricardo, Natalia, Lizbeth y Adrián, que estaba todavía más ansioso por salir que el día anterior. Llevaba puesto el casco y se abrazaba con todas sus fuerzas al escudo con el dibujo de la salamandra. Parecía aún más pequeño envuelto en los andrajos negros y grises que todos llevaban.

Salir del torreón Margalar siempre les ponía nerviosos. Era inevitable. Habían llegado a considerarlo como una especie de santuario en el que nada malo podía sucederles; más allá del portón se extendía la ciudad y ése era territorio hostil. Pese a no haber tenido encuentros peligrosos en los últimos días, cuando salían del torreón la sensación de amenaza era siempre constante. Y el mero hecho de bajar el puente levadizo ya les hacía formar parte de aquel paisaje inquietante, de aquel terreno poblado de sombras al acecho.

Se reunieron en la entrada del torreón, charlando animadamente con el afán de ocultar su nerviosismo. A más de uno se le fue la mirada hacia el extraño reloj que coronaba la fachada. En los cinco días que llevaban en Rocavarancolia, la estrella se había desplazado hasta un poco más allá de las cuatro y veinte. El símbolo de la Luna Roja, en cambio, se mantenía inamovible en la cúspide de la esfera. El día anterior, Bruno había calculado que, a la velocidad con la que se movía la estrella, debían de faltar más de doscientos días para que ambos símbolos coincidieran.

—¿Y qué pasará cuando eso ocurra? —preguntó Adrián.

—Es imposible saberlo con certeza —había contestado Bruno—. Pero si tuviera que apostar al respecto diría que ése será el instante en el que salga la Luna Roja o cuando alcance su plenitud.

—A lo mejor nos dejan volver entonces a casa…

—Lo dudo. Un año. El contrato estipulaba un año como estancia mínima en Rocavarancolia y, como digo, la confluencia entre los dos símbolos tendrá lugar varios meses antes de finalizar ese plazo.

Una docena de mariposas azules revolotearon en torno al torreón, en un frenesí de zigzagueos y piruetas. Alex bromeaba con Adrián mientras intentaba hacer cosquillas a su hermana. Ella se revolvía, malhumorada, e intentaba zafarse de sus acometidas con afectada dignidad, aunque no podía evitar que se le escapara la risa.

Natalia estaba un poco más adelantada en el puente levadizo con una cesta vacía en la mano. Se retiró el pelo moreno de la frente y frunció el ceño. Llevaba unos pantalones anchos de color rojo sucio y una larga casaca negra sobre una camisola gris. Sus ojos oscuros miraban hacia un punto de la ciudad que Héctor no podía ver, probablemente vigilaba a la legión de sombras que según ella los acechaba.

Héctor miró a su alrededor, preguntándose, como hacía a menudo, dónde se encontraría la que le seguía a todas partes. En su imaginación, aquella sombra era un ser muy parecido a los borrones de oscuridad que dama Serena había instalado en su mente, sólo que contaba con un par de piernas y dos largos brazos. Se lo imaginaba desplazándose como un cuadrúpedo inusualmente elástico, capaz de amoldarse a los más pequeños recovecos de las paredes y de caminar por los techos como un repugnante insecto. Cuando le preguntó cómo eran en realidad, Natalia se encogió de hombros.

—Son todos diferentes. Unos parecen escupitajos de alquitrán y otros son como nubes que se arrastran…

Dos días antes Natalia había ido en el grupo encargado de recoger los víveres de la plaza de las torres. A su regreso le contó que la torre de madera estaba llena a rebosar de sombras negras.

—Estaban amontonadas en las ventanas y las fachadas. Y no dejaban de mirarme… me dieron ganas de gritar, te lo juro. Las había a docenas y todas me tenían puesta la vista encima.

—A mí ese sitio me dio mala espina —dijo él, recordando que las últimas plantas de aquel lugar estaban rodeadas de la niebla negra de dama Serena.

—A ti todo te da mala espina.

—También es verdad.

Los dos grupos echaron a andar puente levadizo adelante. Alexander seguía persiguiendo a su hermana, haciéndole cosquillas en la cintura cada vez que la cercaba. Ella se giró, harta ya, e intentó golpearlo con la cesta que llevaba. El pelirrojo se zafó con un salto y le hizo una elegante reverencia que le colocó entre Marina y Ricardo. Después de una rápida mirada de complicidad, ambos cayeron sobre él y le devolvieron con creces las cosquillas que había hecho a su hermana. Alex se retorcía, al borde de las lágrimas, avanzando a trompicones mientras sus compañeros le atacaban.

Héctor sonrió, sacudió la cabeza y avivó el paso hasta alcanzar a Natalia, que miraba sobre su hombro el vuelo errático de las mariposas azules. Más allá del puente aguardaba Rocavarancolia. Los ecos de las carcajadas de Alexander los perseguían, frenéticos, alegres, llenos de vida. Héctor recordaría esa risa durante muchísimo tiempo. A partir de aquel día habría pocos motivos para reír.

* * *

Denéstor Tul, demiurgo de Rocavarancolia y custodio de Altabajatorre, llevaba casi dos horas revoloteando en torno al torreón Margalar.

En apariencia no era más que otra mariposa azul volando entre mariposas azules; había que fijarse mucho para percatarse de que no se trataba de un insecto real. Las alas estaban hechas de papel, el cuerpo, de miga de pan coloreada, y las patas, de pelo de rata endurecido. Denéstor la había fabricado con premura y aun así había resultado ser una de sus obras más perfectas, como si la agitación hubiera refinado su talento natural. Le había costado mucho más esfuerzo conferir su conciencia al interior de la criatura. A pesar de ser un hechizo frecuente entre demiurgos, Denéstor no se sentía restablecido del todo de la noche de cosecha y realizarlo había requerido más concentración de la que solía ser necesaria.

Ahora volaba en torno al torreón, esperando el momento en que pudiera abordar a Mistral con seguridad. Vio cómo llegaba la ocasión cuando finalmente los muchachos salieron tras los navíos y el cambiante se quedó en la torre, junto a la niña herida. La mariposa en la que viajaba la conciencia del demiurgo revoloteó sobre los chicos que avanzaban por el puente levadizo. Natalia levantó la vista y se fijó en él durante unos instantes, y Denéstor temió haber sido descubierto, pero al final habían continuado su camino, charlando entre bromas y risas. En eso tampoco se parecían a los grupos de años anteriores, no eran tan sombríos ni tristes como aquéllos. «Aún no han probado el verdadero sabor de Rocavarancolia», pensó el demiurgo, «aún no saben lo que les aguarda».

La mariposa que era Denéstor Tul esperó a que Mistral izara el puente levadizo, batió entonces sus alas de papel, se encaramó a una nueva corriente de aire y se dejó llevar hasta las troneras del torreón Margalar. Entró por una de ellas y fue a parar a una habitación de la segunda planta. Allí estaba la niña lastimada, hojeando con expresión aburrida un antiguo atlas de los mundos vinculados. La joven le descubrió revoloteando por el techo y sonrió maliciosamente, hizo una bola con un viejo pergamino y se la lanzó con fuerza. Denéstor tuvo que hacer un rápido quiebro para evitarla, descendió y salió por la puerta entreabierta justo cuando un nuevo proyectil pasaba a su lado.

No halló a Mistral en esa planta. Revoloteó a través de la escalera de caracol hasta el último piso del torreón y se encontró con la trampilla del almenar abierta. Subió por ella. Allí estaba el cambiante, apoyado en una almena y oteando las ruinas de Rocavarancolia con aire ausente.

—Mistral… —dijo Denéstor desde la mariposa. La voz del demiurgo apenas era un susurro, pero el cambiante no tuvo problemas para escucharla. Sonrió. Su sonrisa estaba a medio camino entre la amargura y la melancolía.

—Empezabas a preocuparme, Denéstor. No sueles tardar tanto tiempo en despertar —dijo Marco.

—¿Qué es lo que has hecho, insensato?

Mistral se encogió de hombros.

—¿No es evidente? La noche de Samhein maté a uno de tus cachorros en las mazmorras, arrojé su cadáver a la cicatriz de Arax y luego adopté su apariencia… —alzó una mano ante su rostro y la mariposa se posó al momento en la punta de su dedo corazón—. Eso hice, demiurgo… —Denéstor creyó escuchar un deje de tristeza en su voz.

—Estás loco, Mistral. No me esperaba esto de ti. De cualquier otro sí… pero ¿de ti?

—Lo he hecho por el reino. No quedaba otra salida —levantó la mano con la mariposa en el dedo para poder mirarla de frente—. Hay momentos en los que es preciso olvidar la ley y la tradición y actuar según el dictado del sentido común.

—El consejo se enterará de esto. Te desterrarán al desierto Malyadar como desterraron a Roallen. Será tu final.

—¿Me delatarás, Denéstor? —preguntó Mistral. Por un momento su cara burbujeó y un vestigio de su verdadero rostro se asomó a ella—. ¿Eso harás?

—No me queda otro remedio. Lo sabes.

—Es cierto. Es cierto. Eres Denéstor Tul, demiurgo de Rocavarancolia y custodio de Altabajatorre. Defensor a ultranza de las leyes y tradiciones de este reino moribundo. Hazlo, Denéstor, hazlo. Delátame y condénanos de una vez por todas. Pero qué absurda paradoja el hecho de que seas tú quien ponga el último clavo a nuestro ataúd.

Y de pronto Denéstor Tul comprendió el dilema en el que le había puesto Mistral. Era algo tan obvio que lo había pasado por alto. El consejo, por ley, no sólo debería desterrar al cambiante. El consejo estaba obligado a matar a todos los muchachos a los que había ayudado. Mistral había interferido en la cosecha y ahora ambos estaban mancillados.

—¿Lo ves? —le preguntó Mistral—. No es tan sencillo como parece. Los he mantenido con vida, Denéstor. Si no hubiera sido por mí las colaespinas los habrían devorado el primer día. ¡Corrieron hacia ellas, por todos los infiernos! ¿Te lo puedes creer? Daban gritos y alaridos, como si así fueran a espantarlas… —bajó la voz hasta convertirla en un susurro—. Si esas malditas alimañas no hubieran intuido mi verdadero ser, ahora todos estarían muertos… Y mira dónde los he traído: al torreón Margalar, el lugar más seguro para ellos de toda Rocavarancolia. ¿Tú dirías que he influido en el desarrollo de los acontecimientos? ¿Tú dirías que he interferido en la criba?

Denéstor suspiró. Diez de los once muchachos supervivientes serían ejecutados si el consejo se enteraba de la osadía de Mistral.

—Estas loco, cambiante —fue lo único que se le ocurrió decir—. Loco…

—Lo estoy, lo estoy. Tan loco como el trasgo Roallen, lo admito. Pero al menos mi locura es benigna para el reino.

—No podrás mantener este engaño eternamente. Alguien te descubrirá.

—Lo tengo todo previsto, Denéstor. En cuanto se puedan valer por sí mismos desapareceré. Simularé mi muerte. Me dejaré caer a la cicatriz de Arax y me escabulliré por los pasajes subterráneos. Todos creerán que he sido devorado por los gusanos… —Mistral sonrió con amargura al percatarse de la paradoja que aquello representaba. El chico al que había dado muerte había tenido ese mismo final—. Confía en mí, por favor. Tu lealtad al reino es ciega, lo sé, lo comprendo y lo admito. Pero no le debes lealtad a las leyes que nos llevarán a la extinción. Permíteme mantenerlos con vida… Permíteme salvarnos…

La mariposa azul suspiró. Mistral parecía tenerlo todo bien pensado. ¿Y qué podía hacer él? Agitó las alas y echó a volar alrededor de la cabeza de Marco.

—Si te descubren…

—No lo harán —le aseguró el cambiante—. Y en cuanto termine de enseñarles los rudimentos del acero los abandonaré a su suerte. Míralos ahora. Atraviesan la ciudad sin miedo y esta vez yo no voy con ellos. Pronto dejaré que vuelen solos, te lo prometo.

—Las colaespinas… —recordó de pronto Denéstor. Sin Mistral en el grupo que iba hacia ese punto, las alimañas sin duda atacarían.

—Muertas. Anoche salí del torreón mientras todos dormían, busqué el nido y acabé hasta con la última de ellas. Un peligro menos para la cosecha. Otra interferencia más.

—No podrás mantenerlos vivos a todos, ¿lo sabes, verdad?

—Ni lo pretendo. Sólo al mayor número posible. Y me iré mucho antes de que salga la Luna Roja. Te lo prometo, Denéstor. ¿Me guardarás el secreto?

—Parece que no me queda otra alternativa.

Mistral sonrió. El anciano demiurgo no pudo evitar recordar al muchacho que había traído consigo y que el cambiante había asesinado aun antes de que despertara en Rocavarancolia. En apariencia era muy similar al que tenía delante, aunque Mistral era algo más voluminoso. Y aquel otro joven despedía un brillo especial. Había resultado fácil hacerle aceptar venir a Rocavarancolia. Era un soñador, un chico ansioso por conocer y vivir. Su sonrisa era franca y alegre y en sus ojos vibraba una fuerza interior fuera de toda medida.

—¿Por qué elegiste a éste? —preguntó la mariposa azul—. ¿Por qué no a otro?

—Fue por el color de la piel —le contestó el cambiante. Se encogió de hombros—. Me pareció hermosísimo. No pude evitarlo.

—No se lo merecía… —dijo Denéstor. La voz de la mariposa sonó más clara de lo que hubiera sonado de surgir de la propia garganta del demiurgo, que en aquellos momentos, en Altabajatorre, estaba atenazada por la pena—. No se lo merecía…

—Ninguno se lo merece, Denéstor. Pero ¿qué otra cosa podemos hacer? —suspiró con la vista fija en los muchachos que avanzaban hacia la cicatriz de Arax—. Somos monstruos.

* * *

Más tarde, Héctor fue incapaz de recordar qué le había llevado a mirar hacia la tercera bañera, la que dejaba las provisiones en el foso del noroeste.

La cuestión fue que mientras la contemplaba vio cómo una figura se incorporaba de pronto sobre la línea de tejados y echaba a correr hacia ella a gran velocidad. A su espalda aleteaba lo que daba la impresión de ser una corta capa gris y un saco vacío. A pesar de lo rápido que iba y la distancia, Héctor no tuvo problemas en distinguir que se trataba de un joven de su edad. El chico llegó al final de la azotea sin frenar ni un ápice su carrera, saltó con una agilidad pasmosa, surcó el vacío que le separaba de la bañera y cayó dentro. El navío se bamboleó de un lado a otro ante la súbita invasión, pero no tardó en estabilizarse. El piloto ni se inmutó, la llegada del nuevo pasajero le había cogido a media estrofa y continuó con ella como si nada hubiera sucedido.

—¿Habéis visto eso?

—¿Qué? ¿Qué? —preguntó Adrián mirando en todas direcciones.

Héctor señaló a la barca y explicó lo que acababa de ver.

—¡Tiene que ser él! ¡El chico que falta! —dijo Lizbeth—. ¡Lo hemos encontrado!

—¡Es cierto! ¡Está ahí! —gritó Adrián mientras se echaba hacia atrás el casco esmeralda. Todos miraban en dirección a la bañera. Allí estaba el muchacho, de pie sobre la cubierta, registrando con calma las cestas de comida.

—¿Qué hacemos? ¿Le llamamos?

Ricardo negó con la cabeza.

—No podrá oírnos desde tan lejos —dijo. Héctor sabía que ése no era el motivo. La cuestión no era si él podía o no escucharlos, sino a qué otras cosas podrían alertar de su presencia si se ponían a dar voces.

—Entonces ¿qué hacemos? —insistió Adrián.

Ricardo contempló la distancia que los separaba de la bañera. Luego volvió la vista en dirección al torreón Margalar. Se hallaban a medio camino de la cicatriz de Arax y el velero del que estaban encargados ni siquiera había llegado hasta ellos. Se pasó una mano por la frente, encrespando con los dedos su pelo castaño. Se le veía indeciso.

—Héctor, ven conmigo —dijo finalmente—. Los demás encargaos de las provisiones y tened mucho cuidado, ¿vale? Nosotros vamos a ver si podemos hablar con el saltimbanqui ese…

Natalia frunció el ceño cuando se separaron, como si todo aquello no le pareciera buena idea, pero no dijo nada.

Ricardo y Héctor avanzaron con rapidez por las calles retorcidas, rumbo a la bañera volante. Procuraban mantenerla siempre a la vista, pero a veces los edificios y la disposición de las callejuelas la ocultaban a sus ojos. El joven seguía a bordo, hurgando en las cestas y metiendo en su saco los alimentos que eran de su agrado.

De pronto, escucharon pasos a la carrera a su espalda. Se giraron al unísono, Ricardo con la daga ya a medio desenvainar. Era Adrián. Llegó corriendo hasta ellos, jadeando y con el rostro enrojecido.

—¡Quiero ir con vosotros, no con las chicas! —les dijo.

Ricardo soltó una maldición. Miró de nuevo hacia la bañera, volvió a maldecir.

—Vamos —dijo. Y por el tono de su voz, Héctor adivinó que comenzaba a arrepentirse ya de haber dividido el grupo—. Pero no te separes de mí ni un centímetro o te las verás conmigo, ¿de acuerdo?

Los tres siguieron camino por la ciudad en ruinas. Cuando llegaron a la cicatriz de Arax, la bañera volante y su polizón sólo les sacaban ya unos doscientos metros. El joven seguía en cubierta, dedicado a su tarea con una calma tremenda. Estaba claro que no era la primera vez que tomaba al abordaje uno de aquellos veleros. Héctor se preguntó qué motivos le habían llevado a no unirse al grupo o por qué al menos no se había presentado a ellos aunque no quisiera quedarse en el torreón. No tendría que jugarse la vida asaltando bañeras a la carrera, habrían compartido de buen grado las provisiones con él. Su comportamiento no tenía ningún sentido.

El segundo navío, el que iba en dirección a Lizbeth y Natalia, los sobrevoló justo cuando atravesaban la brecha. Lo hicieron sobre una montaña de ruinas que hacía las veces de dique entre los montones de esqueletos. La quilla del velero destelló cegadora bajo los rayos del diminuto sol de Rocavarancolia.

—Va a hacer algo —murmuró Adrián cuando llegaron al otro lado.

Tenía razón. El joven había cerrado su saco y ahora se apoyaba en el reborde de la bañera, mirando hacia la izquierda. Tenía todo el aspecto de alguien que espera en el autobús a que llegue su parada. La barca entraba en ese momento en una amplia avenida. Sólo había edificios en uno de los lados de la calle: casas estrechas, de seis plantas de altura. La práctica totalidad de la fachada de una de ellas se había venido abajo y se podían ver claramente las habitaciones interiores, como si se tratara de una casa de muñecas abierta al exterior. Comprendieron lo que se proponía aun antes de verle tomar impulso en la bañera al llegar a la altura de ese edificio. Saltó a él con una limpieza impecable. En la quietud de la tarde se escuchó el ruido blando del joven al aterrizar en una de las habitaciones de la quinta planta. Giró sobre sí mismo y los descubrió avanzando a la carrera avenida arriba. Los miró indeciso, sacudió la cabeza y desapareció en el interior de la casa.

—¡Espera! —gritó Ricardo—. ¡Oye! ¡Sólo queremos hablar contigo!

Corrieron hacia la entrada. No había ni rastro de la bruma de dama Serena y eso tranquilizó en parte a Héctor. Una alta escalera conducía hasta la puerta del edificio. Ricardo subió el primero, con los otros dos siguiendo sus pasos a corta distancia. Héctor marchaba agarrado a la barandilla de hierro y en todo momento evitó mirar hacia abajo: aquella escalera era demasiado alta para su gusto.

Todo sucedió a una velocidad de vértigo. Ricardo empujaba ya la puerta cuando desde el otro lado se la arrebataron de las manos y terminaron de abrirla con tal rapidez y violencia que el joven no pudo apartarse de su trayectoria. La puerta golpeó a Ricardo en plena cara y lo derribó. Héctor y Adrián se apartaron para no verse arrastrados por su amigo, que rodaba aparatosamente escaleras abajo. Ricardo consiguió aferrarse a la barandilla y quedó tendido a unos pocos escalones del suelo.

En el marco de la puerta apareció un muchacho fibroso y moreno, de tez bronceada, nariz aguileña y ojos oscuros.

—¡Fuera! ¡Fuera! ¡Apartaos de mi camino! ¡Fuera! —aullaba frenético. Blandía de un lado a otro una espada corta.

Con el afán de apartarse de él, Adrián y Héctor chocaron entre sí, entorpeciéndole aún más el paso. El muchacho saltó hacia delante justo cuando Ricardo, unos escalones más abajo, se incorporaba. Héctor se llevó una mano a la daga, pero antes de poder desenvainarla el puño de su atacante impactó de lleno contra su mentón. Lo último que vio antes de caer fue a Adrián junto a él, protegiéndose el rostro con el escudo y un rápido brillo metálico a media altura. El joven pasó como una exhalación junto a Héctor, se apoyó en la barandilla ruinosa y saltó a la calle.

—¡Imbécil! —Ricardo echó a correr tras él, salvando las escaleras de un solo salto. Pero el otro le llevaba tal ventaja que se dio por vencido apenas unos pasos después de iniciar la carrera. Se llevó una mano al costado y se acuclilló en el suelo, dolorido, sin aliento.

Héctor se levantó apoyándose en la barandilla. El mentón le pulsaba sordamente. «Llevaba una espada», pensó aturdido, «podía haberme matado, podía haberme matado…».

—Hec… —escuchó a su espalda, y sintió una corriente de fuego helado descendiendo, una a una, las vértebras de su columna—. Héctor…

Adrián estaba caído, con la espalda apoyada contra la barandilla, una palidez terrible se asomaba a su rostro desencajado. Se aferraba el vientre con ambas manos, aunque sus esfuerzos eran inútiles: la sangre fluía entre sus dedos, mansa pero constante. La mancha en el suelo se extendía a ojos vista, una incontenible marea roja que trazaba arabescos en las hendiduras e irregularidades de la escalera. Héctor dio un paso hacia él y al ver su propio reflejo en el charco de sangre sintió que se ahogaba.

—¿Héctor? —repitió Adrián. Su boca se abrió y cerró. Héctor pensó en un pez asfixiándose fuera del agua—. El escudo… —murmuró con una voz cada vez más débil. Apartó una mano de su vientre para señalar el escudo caído fuera de su alcance, unos escalones más abajo. La sangre fluyó ahora a más velocidad—. Por favor… Se me ha caído… el escudo… —le miró con una urgencia desoladora.

Héctor notó cómo las rodillas le fallaban.

—¡Ricardo! —gritó.

Adrián pestañeó varias veces. Miró a su alrededor, como si no reconociese la realidad que lo rodeaba, como si fuera algo totalmente ajeno a él. Luego sus ojos se cerraron. Despacio, muy despacio. Una lágrima con reflejos ensangrentados rodó por su mejilla.