Piedra, fuego y magia

Piedra, fuego y magia

Héctor despertó bruscamente. Se incorporó con la manga de un jersey pegada a la mejilla, tan aturdido que por unos instantes no supo ni cómo se llamaba ni dónde estaba. Sentía una profunda pesadez en su sien izquierda, como si buena parte de su cerebro se negara a despertar y tirase de él de regreso al sueño.

Natalia estaba a su lado, y por su aspecto daba la impresión de acabar de despertarse tan desorientada como él. Su pelo moreno se alzaba en una conjunción de crestas y picos despeinados, dándole aspecto de pájaro estupefacto. Pareció sobresaltarse al descubrirlo junto a ella.

—¡Arriba, gandules! ¡Vamos, vamos!

Alex y Ricardo se encontraban en la escalera de caracol. Habían sido ellos quienes los habían despertado con sus gritos. Héctor gruñó y se dio un manotazo en la cara para librarse de la manga del jersey. La luz del día entraba tibia por las troneras iluminando la estancia y su caricia, aunque desangelada, resultaba extrañamente confortable. Vio a Adrián, que se frotaba los ojos, adormilado entre la ropa revuelta y a Rachel, que, fuera de toda lógica, continuaba dormida a pesar de las voces que daban los dos jóvenes. No había nadie más.

—¡Venga, dormilones! —insistía Alex—. ¡Nos han traído un regalo! ¡Salid de debajo de las mantas de una vez!

No fueron sus palabras lo que hizo que Héctor le prestara toda su atención, sino el sonido de un mordisco carnoso que terminó de despertarlo tanto a él como a su estómago vacío. Ricardo estaba comiéndose una manzana de un intenso color dorado, tan suculenta a la vista que comenzó a salivar en el acto. Alexander balanceaba en una mano una pequeña cesta de mimbre.

—¿Las bañeras? —acertó a preguntar Natalia. Se deslizó fuera del cobertor y avanzó de rodillas sobre las ropas revueltas—. ¿Ya han pasado las bañeras?

—No. La cesta estaba en el patio, junto a la estatua de la amiga de Héctor. Nos la debieron de dejar anoche.

—No es mi amiga —murmuró él, sin apartar la vista de la manzana de Ricardo. Cuando el muchacho volvió a morderla, Héctor inconscientemente imitó su gesto.

Alexander sacó una manzana de la cesta y se la lanzó. No pudo atraparla al vuelo y cayó entre la ropa. Cuando la cogió le sorprendió la suavidad de su tacto, sutil como la seda. Los rayos del sol hacían destellar la piel dorada.

—¿Y si están envenenadas? —preguntó Adrián mientras observaba reticente la manzana que Alex le acababa de lanzar.

—Pues si lo están, que lo estén, Blancanieves —le contestó el pelirrojo—. Es lo más delicioso que he probado en la vida. Si me matan, moriré feliz… Devuélvemela si no te fías.

Adrián negó con la cabeza y lanzó un bocado exploratorio a la manzana. Héctor hizo lo mismo. Sólo arrancó un pellizco de piel y pulpa, pero fue más que suficiente para comprender a qué se refería Alex. Jadeó en cuanto sintió el jugo de la fruta correr por su boca. Decir que estaba delicioso era quedarse corto. Nunca en la vida había probado nada tan maravilloso, nunca en la vida había imaginado que pudiera existir sabor semejante.

—¡Madre mía! —exclamó, y miró a Alexander y a Ricardo con los ojos muy abiertos. Los dos asintieron y se echaron a reír al mismo tiempo—. Es como comerse un pedazo de cielo…

—¡Tened cuidado y no os atragantéis! —les dijo Ricardo—. A Marco casi le da un ataque mientras se la comía. Se le saltaban las lágrimas.

—¡Está buenísima! —Adrián se levantó de pronto y comenzó a saltar sobre las mantas.

Natalia consiguió finalmente despertar a Rachel a base de sacudir su hombro. Alexander sacó las dos manzanas que quedaban y se las lanzó a las chicas. Ambas las atraparon al vuelo, con una soltura admirable. Natalia fue la primera en probarla y, nada más hacerlo, lanzó un escandaloso gemido y se dejó caer de espaldas. Rachel la contempló extrañada, bostezó varias veces y le dio un soberano mordisco a la suya. Al momento sus ojos se abrieron como platos. Miró asombrada a todos, dijo algo en su idioma incomprensible y procedió a devorar la fruta a toda velocidad.

Héctor en cambio hizo todo lo posible para hacerla durar. Cada bocado era una explosión de gloria directa a su paladar, pero es que, además, con cada uno de esos mordiscos notaba cómo el hambre se iba desvaneciendo. Cuando terminó la manzana se sintió completa y absolutamente satisfecho.

* * *

Se reunieron con el resto entre el caos de muebles y enseres de la planta baja que a la luz del día parecía más abarrotada aún. La luz se filtraba por unas diminutas aberturas que recorrían el muro a media altura, tan estrechas que la noche anterior no se habían percatado de su existencia. Todos estaban despeinados y sucios, excepto Alex y Madeleine, que parecían igual de resplandecientes que antes de acostarse.

—¿Cómo lo hacen? —le preguntó Natalia a Héctor en voz baja una vez ayudaron a Rachel a sentarse en un gran butacón—. Yo huelo a vómito de gato.

—Yo me siento como si fuera vómito de gato —dijo él.

Miraba a Marina. Estaba apoyada contra una mesilla alta. La noche había desordenado su cabello y parecía somnolienta, pero seguía estando preciosa. La joven se frotó los ojos y ahogó un bostezo contra el dorso de la mano.

—Escuchadme, escuchadme… —anunció Lizbeth con su voz acelerada, agitando las manos para llamar la atención de todos—: Por lo visto vamos a quedarnos aquí hasta que aparezcan las bañeras de provisiones. Para no estar mano sobre mano mientras tanto, os propongo que arreglemos un poco este lugar… Hay escobones y trapos y no debería costamos mucho trabajo siendo tantos como somos. ¿Os parece? —y sin ni siquiera hacer una pausa para que tuvieran la oportunidad de responder, continuó hablando. Cada una de sus palabras parecía fundirse con la anterior—: Y tenemos que hacer algo con los colchones de arriba para poder dormir en blando esta noche. Sacar el relleno, limpiarlo de bichos y repartirlo bien entre las fundas que estén en condiciones para… —de pronto se calló, consciente del modo en que la miraban todos—. ¿Qué pasa? ¿Tengo algo en el pelo? ¿Por qué me miráis así?

Hasta Rachel parecía atónita ante la capacidad verbal de la que acababa de hacer gala Lizbeth, y eso que no había podido entender ni una sola palabra de lo que había dicho. Alexander palmeó a Ricardo en la espalda y le susurró al oído:

—Ahora ya sabemos quién manda realmente aquí.

—¿Tenemos que ponernos a limpiar ahora? —preguntó Adrián—. No, ¿verdad? ¡Acabamos de levantarnos!

—Parece que no nos va a quedar más remedio —comentó Natalia, torciendo el gesto—. Pero espero que nos deje ir antes al baño o tendrá que limpiar más de lo que piensa.

El torreón Margalar pronto fue un hervidero de frenética actividad. Marco, Lizbeth y Ricardo se encargaron de sacar los colchones al patio mientras el resto, armados con escobas, trapos y cubos de agua del pozo, luchaba contra el polvo y la suciedad del último piso. Cuando acabaron allí, se trasladaron al caos que era la planta baja y fueron llevando muebles y trastos al primer piso y al sótano, en un intento de despejar el lugar. Los que eran demasiado grandes como para maniobrar con ellos por la escalera acababan en el patio.

En poco tiempo hubo dos grupos claramente definidos. El de los que de verdad se afanaban en la tarea, Héctor entre ellos, y el de los que se dedicaban a curiosear en cajones y armarios y a esquivar con más o menos sutileza el trabajo pesado. En ese último grupo estaban los mellizos y Adrián, y aunque en más de una ocasión Lizbeth les llamó la atención, poco se podía hacer para concentrarlos en la tarea. La única que tenía disculpa para vaguear era Rachel, que se pasaba la mayor parte del tiempo sentada donde menos estorbara. Ricardo había improvisado un par de muletas para ella con dos escobas viejas. Primero les arrancó todas las cerdas y luego envolvió ambos extremos con trapos para que no resbalaran en el suelo ni le hicieran daño en los brazos al apoyarse en ellas.

Mientras adecentaban la planta baja aprovecharon también para registrarla a conciencia, en busca de cualquier cosa que pudiera resultar útil, reveladora o simplemente curiosa.

Madeleine encontró un estrecho armarito de madera abrillantada repleto de medallones y colgantes. Todos estaban en un estado lamentable, fundidos, oxidados, ennegrecidos o las tres cosas a un tiempo. Y daba la impresión de que ni siquiera cuando habían estado en buenas condiciones podían haberse considerado hermosos. Más bien, todo lo contrario.

—Qué cosas más horribles —murmuró la pelirroja mientras sostenía entre los dedos un colgante que parecía la cabeza de un bebé de tres ojos que gritaba desencajado de miedo—. ¿Quién puede querer llevar esto al cuello?

—¿Arañas humanas? ¿Mujeres horrendas cubiertas de cicatrices? ¿Duendecillos grises mentirosos?

En una caja de madera cubierta por una alfombra vieja descubrieron otro montón de objetos en mucho mejor estado. Se trataba de juguetes, adornos, cuerdas, llaveros y un sinfín de trastos de uso incierto.

—Debieron de pertenecer a chicos que trajeron aquí antes que a nosotros —dijo Marina.

Todos dejaron de lado sus quehaceres para revolver en el interior de la enorme caja. Natalia sacó una curiosa arqueta de madera, de forma rectangular, que al agitarla emitía extraños sonidos, vagamente animales. Vieron anillos de todos los tamaños y metales, pulseras y collares, juguetes tan toscos que no eran más que madera mal tallada. Alexander cogió la burda representación de una criatura parecida a un caballo; tenía seis patas y una larga cola terminada en un aguijón curvo.

—¡Mirad esto! —exclamó Héctor. Había encontrado una tarjeta de plástico metalizado. Estaba grabada con caracteres ininteligibles y una curiosa fotografía parecía flotar a unos milímetros de la superficie del vértice superior izquierdo.

—Es algún tipo de holograma —dijo Bruno.

La criatura que aparecía retratada de cuerpo entero en aquella imagen flotante no era humana. Se trataba de un ser regordete, de patas cortas y gruesas y brazos tan planos que casi parecían alas. Tenía la cabeza achatada, cuatro ojos ovalados y una especie de pico romo en mitad del rostro. Era difícil distinguir si lo que recubría su cuerpo era plumaje o algún tipo de ropa.

—No traen gente sólo desde la Tierra —dijo Héctor. El holograma parpadeaba al moverlo, mostrando planos cortos del rostro de la criatura. Tuvo la sensación de que sonreía. Se preguntó si los huesos de aquel ser habían terminado también en la cicatriz de Arax.

Al retirar unos tablones apoyados contra el muro oeste descubrieron una curiosa cocina. Era una pequeña plataforma de piedra de casi un metro de alto sobre la que se disponían varios carriles metálicos. La superficie de la plataforma y los rieles estaban separados por un hueco de unos centímetros en el que aún se podían ver restos carbonizados de leña. Junto a la cocina había un armario repleto de sartenes, pucheros y vasijas llenas de aceite espeso.

Alex cogió una de las vasijas y subió a la última planta de la torre. Ricardo y Héctor fueron tras él. El pelirrojo saltó encima del barril colocado bajo la trampilla del techo y engrasó las junturas del enorme pestillo con un pañuelo embadurnado en aceite. Luego lo descorrió sin problemas. La portezuela se abrió hacia abajo y la claridad del día irrumpió con fuerza a través del hueco. Por unos instantes, el muchacho estuvo rodeado de un nimbo de luz dorada y polvo en suspensión.

En el revés de la trampilla había varias muescas horizontales que facilitaban el ascenso al almenar. Alexander trepó por ella y asomó la cabeza por la abertura.

—Parece seguro —anunció desde allí—. ¿Me da usted permiso para subir, intrépido líder?

—Sólo si luego saltas.

Alexander soltó una carcajada y se aupó fuera. Héctor sintió un pinchazo de inquietud al verlo desaparecer por la trampilla.

—Está asqueroso, pero no hay peligro de que nadie se caiga torre abajo —le escucharon decir al cabo de unos instantes—. Oh… La vista es magnífica… ¡Venga, subid! ¡Tenéis que ver esto!

Antes de hacerlo, Ricardo llamó al resto del grupo. Lizbeth y Rachel se quedaron en la planta baja, pero los demás no tardaron en arremolinarse en torno al barril, con los rostros alzados hacia la trampilla abierta. Subieron por ella de uno en uno. Héctor hubiera preferido esperar abajo, y si al final los siguió fue más por temor a lo que pudieran pensar de él que por verdadero convencimiento. La idea de estar en la azotea de la torre le ponía los pelos de punta. Natalia le dio la mano cuando asomó la cabeza por la trampilla y le ayudó a subir el último tramo. Por un momento quedó a gatas sobre el suelo, con las manos y las rodillas hundidas en un repugnante islote de excrementos secos de pájaros y murciélagos. Se levantó asqueado, limpiándose las palmas de las manos contra el pantalón.

La amplia azotea estaba rodeada por un muro de metro y medio de alto del que sobresalían, a intervalos regulares, las almenas. Más allá se extendía Rocavarancolia, con las montañas y el castillo al oeste. Pero la atención de todos estaba centrada en dirección opuesta.

—El mar —murmuró Natalia, emocionada. Le brillaban los ojos—. Nunca había visto el mar.

El inmaculado manto azul aparecía bruscamente ante la vista más allá de la última línea de edificios, como si estuviera separado de la ciudad por un acantilado, un dique o algo similar; luego se extendía en la distancia hasta confundirse con el cielo cerca de la línea del horizonte. La visión era prodigiosa. La superficie movediza del océano estaba salpicada de destellos y oscuridades, de sombras rutilantes y manchas de espuma. Casi creyeron escuchar el lejano rumor de las olas.

—Quizá podamos escapar por mar —murmuró Adrián, poco convencido—. Podríamos construir una balsa o algo así…

—Dama Desgarro dijo que la ciudad está rodeada de montañas y acantilados —le recordó Marco—. No creo que encontremos ninguna salida al mar. Y aunque diéramos con ella… ¿dónde iríamos? ¿O cómo?

Adrián se encogió de hombros.

—Un día mi padre me dejó al timón de su yate…

—¿Yate? ¿Tenéis un yate?

—La verdad es que tenemos dos.

Desde el almenar de la torre tenían una visión privilegiada de la ciudad. Los tejados y azoteas se desparramaban por doquier, sin orden ni concierto, como piezas de un juego de construcción desperdigadas por un niño travieso, entre un delirio de arcadas, puentes, escalinatas y plazoletas.

—No hay ni una brizna de hierba —murmuró Marina, asomada entre dos almenas. El viento agitaba su cabello revuelto—. No se ve ni una gota de verde. ¿Alguien ha visto un árbol o cualquier otra planta?

—Juncos raquíticos en el río y helechos muertos en un par de patios —contestó Ricardo—. Por ahora nada más.

—Qué lugar más terrible —dijo la muchacha dando un paso hacia atrás.

La catedral roja era el mayor edificio de Rocavarancolia; se alzaba hacia el sudoeste, terrible y funesta, rodeada por la densa cortina de sombras de dama Serena. No era la única gran construcción de la ciudad. A las tres torres a las que se habían acercado Ricardo y Marco el día anterior, había que añadirles otra docena de edificaciones que superaban con creces a las demás. Cerca de la propia catedral había un obelisco casi tan alto como ella.

—El aire alrededor del castillo está lleno de resplandores —comentó Adrián—. ¿Los veis?

Todos se desplazaron hacia la cara oeste del torreón para poder contemplar mejor las montañas. El muchacho tenía razón. En torno al castillo se observaban un sinfín de destellos relampagueantes e inquietos, la mayoría centrados ante su fachada. A Héctor le recordaron los típicos brillos que en las películas anuncian que alguien está espiando con prismáticos o apuntando un arma, aunque dudaba mucho que ése fuera el caso en esta ocasión. Había demasiados destellos y además estaban en constante movimiento.

—Vale, ¿y ahora qué serán esas cosas? —murmuró Alexander—. ¿Lámparas voladoras? ¿Pajarracos de cristal?

En ese preciso instante, como si el pelirrojo la hubiera invocado con su mención a las aves, una bandada de pájaros negros pasó volando sobre sus cabezas; sus graznidos eran ensordecedores, restallaban en el aire como carcajadas mezcladas con el tableteo de un arma de fuego. Los vieron perderse entre las ruinas, como una larga y caótica trenza negra.

Poco después decidieron proseguir con las tareas de limpieza. Adrián se quedó en el almenar, encargado de dar aviso si aparecían las bañeras. El muchacho estaba tan encantado con sus nuevas atribuciones que no pasaban ni dos minutos sin que anunciara a gritos que todo estaba despejado y en calma. Sólo se calló cuando Alexander amenazó con arrojarlo por las almenas si volvía a oírle gritar.

Abajo continuó la lucha contra el desorden y el polvo, bajo la dirección de Lizbeth. Cumpliendo sus órdenes, Héctor apiló candelabros, luchó contra telarañas, barrió y ayudó a transportar muebles escaleras arriba y abajo. Y siempre que le resultaba posible, espiaba a Marina, tan atareada como él. No podía evitarlo. Si bien era cierto que Madeleine la superaba en belleza, la hermosura de Marina tenía algo que trascendía a la de la pelirroja, un toque plácido y espiritual que, de alguna manera, había calado en Héctor. Y él era incapaz de resistirse a esa creciente atracción. Lo único que sabía era que no podía dejar de mirarla: necesitaba saber que ella seguía estando realmente allí, que no se había desvanecido sin más en el aire, que no era un sueño o un portento más de aquella ciudad hechizada.

De pronto cayó en la cuenta de que no recordaba haber hablado con Marina en ningún momento. Habían participado en conversaciones comunes, sí, pero nunca se había dirigido directamente a ella. Deambuló por sus cercanías, armándose de valor para decirle algo, cualquier cosa. Un simple cruce de palabras inofensivo, sólo eso. Sin embargo, algo le impedía dar ese sencillo paso. Las palmas de las manos le sudaban y se le formaba un nudo en la garganta. A veces se alejaba hasta la otra punta del torreón, consciente de que su comportamiento era absurdo, pero no tardaba en regresar a su órbita.

Cuando la vio aproximarse hacia una estantería que Ricardo había revisado y limpiado ya, vio su oportunidad: le diría que ya estaba limpia y luego, casualmente, le comentaría lo mucho que le había gustado el cuento de la reina fantasma. Se sentía estúpido planeando el desarrollo de la conversación así, pero no veía otra forma de conseguir reunir el valor suficiente para hablar con ella.

Cuando ya se acercaba hacia Marina, con el corazón en el puño y unos dedos fríos hurgándole en las tripas, desde las alturas del torreón Margalar llegó la voz de Adrián, gritando a pleno pulmón:

—¡Las bañeras! ¡Ya salen del castillo! ¡Ya salen del castillo!

* * *

Héctor y los dos mellizos avanzaban deprisa, pegados a las fachadas de los ruinosos edificios de una callejuela retorcida, atentos al menor ruido o movimiento. Se dirigían hacia las torres donde el día anterior Marco había creído ver descender una bañera. Y en efecto daba la impresión de que una de ellas avanzaba directa hacia allí; aunque todavía estaba lejos ya podían escuchar los cánticos de su piloto. Marco les había señalado qué camino debían evitar para no acercarse a la casa que había intentado devorarlos; en cualquier caso eso no tranquilizaba a Héctor. Podían esquivar ese peligro, pero muchos otros acechaban. La niebla negra estaba por todas partes. A su pesar, era él quien abría la marcha y no por valentía; quería impedir que cualquiera de los dos hermanos eligiera un camino que los aproximara demasiado a una zona de sombras.

Héctor se sentía ridículo. Marchar envuelto en andrajos, con una daga envainada al cinto y un escudo redondo a la espalda, le resultaba casi tan irreal como la mayor parte de lo que les estaba ocurriendo. Lo del escudo había sido una inspiración de última hora de Marco. Antes de salir del torreón, les había hecho bajar a la armería y había seleccionado escudos para todos, en su mayoría pequeños y manejables. «Si aparecen los bichos de cola espinosa procurad cubriros bien con él», les aconsejó.

Los tres jóvenes llegaron a la esquina de la calle. Se detuvieron allí para cerciorarse de que el camino estaba despejado. Cuando comprobaron que así era, reanudaron la marcha, casi a la carrera, hasta parapetarse contra el muro de un patio.

En aquellos mismos momentos, Natalia y Marco debían estar encaminándose hacia el norte, hacia el lugar donde el día anterior se habían enfrentado con las alimañas; mientras, Ricardo, Bruno y Marina seguían el rastro del tercer velero, cuyo destino parecía estar situado también al otro lado de la cicatriz de Arax.

En el torreón se habían quedado Lizbeth, Rachel y Adrián. Habían intentado convencer al muchacho para que acompañara a Marco y a Natalia, pero todo había sido en vano. No quería ni oír hablar de salir de la torre; ni siquiera había querido estar presente cuando bajaron el puente levadizo. Se había ocultado en una habitación de la segunda planta y había dicho que sólo saldría cuando el puente estuviera izado de nuevo. Hasta Alexander parecía haberlo dejado por imposible. Lizbeth se había ofrecido a ir en su lugar, pero todos habían estado de acuerdo en que era preferible que ella se quedara al cargo de Rachel.

Lo que no convencía a Héctor era compartir aventura con los mellizos. Alexander ya no le caía tan mal como en un principio, aun a pesar de su obstinación en llamarlo «gordito»; pero no lograba olvidar su comportamiento desquiciado en la cicatriz de Arax. Héctor estaba convencido de que podía volver a perder el control en cualquier momento. Y no le gustaba la perspectiva de estar cerca cuando eso ocurriera.

Las tres torres hacia las que se aproximaban eran idénticas, al menos en cuanto a altura y forma; la base y los dos primeros pisos eran pentagonales aunque luego el resto del edificio era rectangular; todas las fachadas estaban salpicadas de grandes ventanales de arcos de medio punto, casi sin separación entre ellos, lo que otorgaba a los edificios un curioso aspecto liviano. En lo que las torres sí se diferenciaban era en los materiales en que estaban construidas. Una de ellas había sido erigida en mármol claro, otra parecía hecha de cristal y espejos y la tercera era de madera verdosa. La torre blanca y la torre de vidrio estaban bastante dañadas; la azotea de la primera parecía haber estallado hacia fuera, mientras la fachada norte de la segunda se hallaba en tan mal estado que la mayor parte de su superficie era una intrincada maraña de grietas. Los últimos pisos de la torre verde estaban rodeados por completo con la bruma negra de dama Serena.

Mientras se acercaban, vislumbraron en la lejanía el fulgor que despedía el barrio en llamas. No podían ver la zona en su totalidad, pero sí partes de ella tras las casas que se apiñaban al suroeste y los solares en ruinas, y ya sólo con eso Héctor se sintió, por enésima vez, superado por aquella ciudad tan horrible como portentosa. Allí se elevaban grandes columnas de fuego, tan altas como los edificios que consumían; llamaradas de un intenso rojo lamían las fachadas, tejados y cornisas, deshaciéndose en espirales interminables, clavadas a la nada; ríos de fuego quieto colapsaban las calles entre brasas y ascuas que se desplegaban en el aire como flores milagrosas; y todo ello, por supuesto, aparecía ante sus ojos manchado y punteado por la niebla negra de dama Serena. Aun así, Héctor no pudo negar que era un espectáculo hermoso. Más que fuego parecía cristal tallado. El resplandor del incendio inmóvil tiñó de rojo la quilla de la bañera que se aproximaba hacia las torres.

—La hoguera no debe apagarse nunca —recitó Alex.

—¿Otra vez El señor de las moscas? —le preguntó Héctor.

Alexander asintió, distante y frío.

—¿Los oís? —preguntó.

Héctor iba a negar con la cabeza pero de pronto él también pudo escucharlos. El viento traía consigo los alaridos de los que ardían en el barrio incendiado. Toda la aparente hermosura de aquel lugar se vino abajo al momento: aquella belleza no era más que otra trampa, otro espejismo asesino. Había gente allí, gente consumiéndose entre las llamas sin llegar a morir; su agonía detenida quizá por lo mismo que impedía que el incendio se propagara por la ciudad. Héctor se estremeció. A medida que se acercaban a las torres, el griterío se transformó en un murmullo persistente, un estremecedor zumbido al que era difícil no prestar atención. Al menos, al avanzar, perdieron de vista aquel barrio maldito.

Héctor centró su atención en el objetivo al que se dirigían y del que apenas los separaban ya doscientos metros. Se detuvieron en un gran socavón en mitad de la calzada que llevaba a las torres y desde ahí espiaron los alrededores. Una bandada de pájaros negros salió graznando de lo alto del edificio de mármol salpicando el día con sus carcajadas.

Había existido una cuarta torre junto a las otras pero de ésta sólo sobrevivía la primera planta. El resto del edificio había desaparecido sin dejar el menor rastro, ni siquiera un mínimo escombro; desde la distancia a la que se encontraban era difícil advertir de qué material había estado construido, lo que quedaba de él daba la impresión de ser hielo sucio.

Entre las tres torres y los restos de la cuarta se extendía una enorme plaza, repleta de estatuas blancas; la mayoría se encontraban en buen estado, aunque había bastantes hechas pedazos. Y hasta la última de las que permanecían en pie estaba inmersa en una impresionante e inmóvil batalla campal. Por todas partes se veían guerreros batiéndose, monstruos en poses amenazadoras o caídos por el suelo. Héctor descubrió representaciones en piedra de dos criaturas aladas semejantes a la que habían encontrado el día anterior; montaban a horcajadas sobre el lomo de un gigante de cabeza y brazos desproporcionados, acuchillándole la espalda con fiereza. El gigante se revolvía e intentaba alcanzar con su maza a sus atacantes, pero éstos se encontraban fuera de su alcance. La más asombrosa de todas las estatuas de la plaza era la de un enorme dragón que alzado sobre sus cuartos traseros lanzaba un zarpazo al grupo de jinetes que le azuzaba con sus lanzas. Durante unos instantes, Héctor no pudo apartar la vista de las fauces abiertas de aquella bestia y de las hileras de colmillos, tan grandes como su daga. Casi creía ver el aire tremolando en su garganta, como si de un momento a otro fuera a soltar una llamarada.

El velero se iba aproximando lentamente desde el oeste. Ya había dejado atrás el barrio incendiado y viraba despacio para esquivar la cima del torreón de cristal.

—Y si aparecen los bichos de las espinas ¿qué hacemos? —preguntó Madeleine.

—Nos daremos la vuelta y nos marcharemos sin hacer ruido —contestó Alex, y Héctor casi suspiró aliviado—. Nuestro intrépido líder ha dicho que nada de correr riesgos tontos y vamos a hacerle caso. Es sabio y valiente. —Gruñó antes de añadir—: Y estos escudos son muy pequeños…

—¡Venid! ¡Traigo esófago de lechuza y mal aliento de gorgona! ¡Dedos de serpiente y alas de pez espada!

El navío maniobraba ya sobre la plaza. Su piloto era idéntico al que habían visto el día anterior, hasta la voz sonaba prácticamente igual. Dejó el timón y procedió a bajar las cestas cerca de un curioso grupo de árboles próximos a la torre arruinada; medían más de veinte metros de altura y estaban esculpidos en la misma piedra blanca que la de los combatientes. Eran de tronco irregular, mucho más grueso en la parte baja que en la alta, y la base de su copa pétrea era completamente horizontal. Héctor se acarició el labio inferior mientras observaba descender las cestas. Esos árboles resultaban una incongruencia allí, en medio de aquella batalla quieta. Había algo en la plaza que le ponía los pelos de punta, aun a pesar de no haber rastro de niebla negra por ninguna parte.

Una de las cestas volcó al tocar suelo y una pieza de carne sujeta por una redecilla rodó por el empedrado hasta detenerse a los pies de dos guerreros. Los muchachos, que habían permanecido inmóviles y expectantes durante todo el tiempo que duró la bajada de las cestas, echaron a correr hacia ellas.

Había trozos de estatua esparcidos por todas partes. Pasaron a la carrera junto a un gigantesco torso tirado entre los restos de sus propios brazos y piernas. Y fue entonces, al mirar aquellos pedazos dispersos de piedra blanca, cuando Héctor se dio cuenta de lo que había sucedido de verdad en aquella plaza. Se frenó, horrorizado por lo que acababa de descubrir, y al hacerlo un mal paso le llevó a tropezar y caer al suelo. Su codo izquierdo chocó con fuerza contra el empedrado y una lanzada de intenso dolor le hizo apretar los dientes primero y chillar después.

Los dos hermanos desanduvieron el camino hacia él a toda velocidad.

—Mira que llega a ser torpe —murmuró Madeleine con desdén cuando llegaron a su lado.

—No le hagas caso. Ya sabes lo que dicen de las pelirrojas: son malas, muy malas —Alexander le tendió la mano mientras miraba de reojo a su alrededor. Estaba alerta, con una mano en la empuñadura de su daga—. ¿Te encuentras bien?

Héctor negó con la cabeza. Pero con su negación no se refería a su estado.

—No son estatuas —murmuró mientras señalaba un pedazo de pierna blanca. Estaba hueca y en el interior se podía ver claramente parte de una tibia y un peroné, truncados a la misma altura donde se cortaba la piedra—. Eran reales. Estaban vivos… Debían de estar combatiendo en la plaza y algo los transformó en piedra…

Madeleine ahogó un gemido contra la palma de su mano. Alex miró a un lado y a otro y, tras una ligera vacilación, se encogió de hombros, con la vista anclada en un guerrero sin cabeza.

—Mejor ellos que nosotros —señaló. La voz apenas le tembló. Suspiró y se pasó la mano por el pelo antes de volver a mirar a Héctor—. Si te vas a caer cada vez que nos encontremos algo sorprendente, pronto no te quedará ni un hueso sano.

—Pero ¿cómo puedes tomártelo así? —preguntó sin dar crédito a la frialdad de Alexander—. ¡Estaban vivos! —Héctor se incorporó sin hacer caso a la mano que volvió a tenderle el pelirrojo. Le dolía la pierna derecha y sentía el codo entumecido.

—Eso es. Estaban vivos, gordito, estaban… No puedes hacer nada por ellos y… la verdad… ninguno de estos tipos parece demasiado amigable… —apuntó—. ¿O es que preferirías encontrarte con esa cosa en carne y hueso? —preguntó mientras señalaba con la cabeza a un espantoso ser situado a su izquierda.

Era una criatura de casi tres metros de altura, delgada y fibrosa, con unas manos enormes de dedos largos y afilados, que asomaban de la densa mata de pelo que cubría sus antebrazos; su cabeza era casi esférica y de la parte alta caía una melena que parecía trenzada con un nido de culebras. Tenía la boca abierta y mostraba dos filas de colmillos estrechos y afilados como navajas. Aquel monstruo no era más horrendo que muchas de las cosas que ya había visto en Rocavarancolia, pero aun así había algo en él que le sobrecogía.

—¿Lo ves? —Alex sonrió y echó a andar hacia los víveres—. Vamos a por esas cestas. Me muero por probar ojos de mofeta y riñones de ardilla…

* * *

Alexander colocó las provisiones sobre la mesa que habían dispuesto ante la puerta principal del torreón Margalar. Eran los primeros en regresar y ahora, en ausencia de los otros, el lugar parecía extrañamente desierto. Además, Lizbeth había encendido varias velas y candelabros, y aquella conjunción de resplandores temblorosos, unida a la taciturna claridad del día que entraba por las rendijas de las paredes, hacía parecer más vacío aún el torreón.

Héctor se dejó caer en una silla, agotado y todavía dolorido tras el tropiezo en la plaza. Adrián estaba sentado en un peldaño de la escalera, taciturno y sombrío; ni siquiera las bromas de Alexander le habían hecho sonreír. Héctor sospechaba que se sentía avergonzado por no haber querido salir del torreón.

Lizbeth se encargó de hacer un rápido inventario de los víveres que habían traído. Por suerte, los cánticos de los espantapájaros no tenían nada que ver con el contenido de las cestas. En ellas había carne fresca y en salazón, rebanadas de pan duro con la corteza mohosa, fiambres, vegetales variados, queso, frutas y lo que parecía ser algún tipo de pescado recubierto de una sustancia gelatinosa.

—Todo tiene una pinta repugnante —se quejó Madeleine.

—A lo mejor preferirías los sesos de mono y las otras delicias que cantaban esos chalados.

—Si algún día me apetecen sesos de mono, sólo tendré que meterte una cuchara por la oreja.

Los siguientes en regresar fueron Marco y Natalia, cargados con dos cestas cada uno. No habían tenido ningún problema, ni para cruzar la cicatriz ni para recoger los víveres.

—Los bichos del otro día nos espiaban desde lejos —comentó Natalia mientras se sentaba en una silla junto a Héctor—, pero ni se nos han acercado. ¡Nos tienen miedo! ¿Os lo podéis creer?

Estiró los brazos todo lo que le daban de sí para desentumecerlos. Héctor estaba asombrado de la fuerza de la joven, más cuando a primera vista su delgadez la hacía parecer tan frágil. Él, dolorido y magullado como estaba, sólo había sido capaz de arrastrar una de las cestas, pero sabía que aunque se hubiera encontrado en perfectas condiciones ni por asomo hubiera podido con dos. Se acarició la frente. El golpe que le había dado Natalia aún le dolía.

Aunque el sol seguía alto, los escasos rayos que conseguían abrirse camino hasta el torreón comenzaron a menguar; Lizbeth, para luchar contra la creciente tiniebla, encendió unos cuantos candelabros más. La muchacha había encontrado varios mecheros dentro de una olla. Eran aflautados, de casi treinta centímetros de largo, y estaban fabricados en madera tallada; en uno de sus extremos se hallaba encajada una pieza de metal, con forma de cabeza de animal fantástico, una especie de lagarto picudo, de ojos redondos y saltones. Al presionar un pequeño cuerno situado en el extremo opuesto, la boca se abría y de ella brotaba una diminuta llamarada azul. Héctor no pudo evitar recordar al dragón petrificado de la plaza.

A medida que transcurría el tiempo, la preocupación por los ausentes crecía.

—¿Qué hora creéis que es? —preguntó Adrián.

—Por el sol, yo diría que media tarde —dijo Natalia—. Nos hemos pasado un montón de tiempo arreglando el torreón.

—Están tardando mucho.

—Nuestro valiente líder está con ellos. No les pasará nada, ya lo veréis.

—Pero ¿y si no vuelven?

—Volverán, angustias, volverán —contestó rotundo el pelirrojo.

Héctor se removió inquieto en su asiento. Cruzó una mirada con Marco. El alemán estaba tan tenso y preocupado como él. De pronto el enorme muchacho se levantó del butacón en el que estaba sentado, con la vista fija en la puerta y expresión decidida.

—Voy a buscarlos —anunció—. Y no quiero que nadie salga de aquí mientras estoy fuera, ¿me entendéis?

—Iré contigo —dijo Alexander.

—No, no vendrás —le espetó mientras comprobaba el cinto de su espada—. Te quedarás aquí y esperarás con el resto. Y como se te ocurra hacer el menor ademán de seguirme, te meteré en la mazmorra y la cerraré con llave, ¿te queda claro?

Antes de que Alexander tuviera oportunidad de replicar, se escuchó la voz de Ricardo desde el foso, pidiéndoles que bajaran el puente levadizo. Héctor suspiró aliviado. Lizbeth y Alexander corrieron al sótano para hacer descender el puente y en unos minutos Ricardo, Marina y Bruno atravesaron la puerta del torreón.

No traían cestas consigo, pero sí tres libros tan enormes y pesados que la muchacha se las veía y deseaba para avanzar con el que cargaba ella. Bruno, en cambio, caminaba con el suyo abierto, tan concentrado en sus páginas que parecía en trance. No hizo caso a nada ni a nadie; ni siquiera dirigió una mirada a las cestas o a las velas y candelabros encendidos, se limitó a buscar una silla libre, sentarse en ella y continuar enfrascado con el libro.

—¿Libros? —preguntó Alex—. ¿No son algo indigestos? ¿O es por la fibra?

Ricardo les explicó que mientras perseguían al tercer velero más allá de la grieta y sus esqueletos, se habían topado con una segunda hendidura en el terreno, una amplia fosa sin fondo aparente de casi cincuenta metros de diámetro. La bañera había ido a detenerse justo en su centro y había hecho descender las cestas en el vacío.

—No hay manera de alcanzarlas —dijo—. Llegamos hasta el borde pero estaban fuera de nuestro alcance. El piloto las soltó en el agujero y se marchó de vuelta al castillo… —señaló hacia Bruno. El italiano seguía inclinado sobre el libro; sus ojos, diminutos tras las gafas, se movían de manera vertiginosa. Más que mirar las páginas, parecía estar bebiéndoselas—. Como nos caía de camino, pasamos por la biblioteca para tener contento al niño. Por eso hemos tardado tanto. Le ha costado lo suyo decidir qué libros quería.

—Pues los debe de haber escogido al peso —dijo Lizbeth—. Qué pedazo de monstruos.

—No tenías que haberlo hecho, Ricardo —le recriminó Marco. Su voz había cobrado una seriedad terrible—. Dejamos bien claro que todo lo que se salga de nuestros planes es un riesgo que no nos podemos permitir correr.

—No vi peligro —Ricardo se encogió de hombros—. Fue entrar y salir. Y ya habíamos estado antes allí.

—Me da igual: no debiste hacerlo —repitió Marco.

Héctor se levantó de la silla y cojeó hasta la mesa para echar un vistazo a los libros que habían traído Marina y Ricardo. De reojo vio que en la encuadernación del de Bruno había grabados dos símbolos idénticos, colocados en el centro de cada cubierta. Era la misma estrella de diez puntas que habían encontrado tanto en la torre parda como en el extraño reloj de la fachada. Las del libro estaban recubiertas de un baño de plata tan resquebrajada que la que ocupaba el centro de la contraportada apenas era visible.

—¿Has encontrado algo interesante? —le preguntó a Bruno, quien no dio seña de haberle oído.

—Ni lo intentes —le advirtió Marina. Y al escuchar su voz, Héctor sintió una llamarada en la boca del estómago—. En cuanto ha cogido el libro ha desconectado. Lo ha venido leyendo desde que salimos de la biblioteca.

—¿Leyendo? —le preguntó él. Una insidiosa vocecilla en su mente no dejaba de repetir: «Estás hablando con ella. Lo has conseguido. Estás hablando con ella». Le costó trabajo no prestarle atención—. ¿Es que puede entenderlo?

—No. Bueno, al menos supongo que no… Pero está lleno de dibujos y grabados. Como los otros dos, por eso los hemos traído.

Ricardo se acercó a una de las cestas para examinar su contenido.

—Ya es mala suerte lo de la tercera bañera —comentó Lizbeth—. De todos modos creo que con la comida de las otras iremos bien… Al menos no pasaremos hambre.

—¿Y si les escribimos para pedirles que nos dejen esas provisiones en otro sitio? —sugirió Adrián. El joven permanecía todavía alejado del resto.

—Dijeron que no interferirán, ni para bien ni para mal —le contestó Lizbeth—. Lo que no entiendo es por qué dejan la comida en medio de un agujero… ¿qué sentido tiene eso? ¿Me lo puede explicar alguien?

—Los puntos de avituallamiento deben de estar fijados desde hace mucho tiempo, desde antes de que existiera esa fosa —dijo Marco—. Y los muy idiotas o no se han dado cuenta o no les importa.

Héctor abrió uno de los libros. Era un grueso volumen de tapas oscuras, adornadas con el dibujo de dos espadas entrecruzadas. El olor a polvo y abandono de las páginas apergaminadas le hizo arrugar la nariz. En cada hoja venía dibujada un arma, rodeada por completo de anotaciones en un lenguaje extraño. Al menos Héctor supuso que era un lenguaje; las palabras que lo formaban parecían más una procesión de insectos que palabras de verdad.

—¿Un catálogo de armas? —preguntó Natalia.

—Bruno se empeñó en traerlo. No sé por qué, a mí no me parece nada interesante —dijo Marina. Estaba tan cerca de Héctor que sus cuerpos casi se rozaban—. Pero mirad este otro —tomó el segundo libro y lo abrió sobre la mesa. La encuadernación, sin marcas ni dibujo alguno, crujió—. Es una especie de atlas, pero no de países ni continentes… Son planetas enteros.

Héctor tuvo que hacer un gran esfuerzo para apartar la mirada del pelo enredado de la joven y dirigirla al libro abierto. La mayoría de los chicos pronto se acercó a curiosear. El grueso volumen se dividía en capítulos de ocho páginas, cada uno de ellos, como bien había dicho Marina, dedicado a un mundo diferente.

Las dos primeras páginas de cada capítulo las ocupaba un mapa general del planeta en cuestión; una representación burda de sus continentes y sus mares, repleta de anotaciones. En las tres siguientes se podían ver tablas y más tablas de texto incomprensible. A continuación aparecía un segundo mapa: el plano de una ciudad esta vez; quizá la más importante o la más representativa de ese mundo, y, para terminar, las dos últimas páginas venían ilustradas con grabados de sus habitantes. En la mayor parte de los casos se trataba de seres idénticos al hombre o con diferencias mínimas, pero en otros no se asemejaban en nada a ellos. En un mundo atestado de bosques y selvas habitaba una raza de humanoides de largas extremidades y orejas en punta; en otro en el que apenas se veía tierra firme, la especie dominante era un pueblo de sirénidos de color verdoso; su ciudad parecía excavada alrededor de arrecifes sumergidos y selvas de algas y coral. Había tierras pobladas de centauros y unicornios, planetas enteros infestados de reptiles y criaturas draconianas, mundos de minúsculas criaturas aladas que vivían en palacios de madera y pétalos…

—Nuestras leyendas —murmuró Bruno. Había dejado sobre la silla el libro que le había tenido tan ensimismado y ahora contemplaba el atlas con la misma expresión vacua de siempre—. Aquí están recogidos muchos de los mitos y leyendas de nuestro planeta. Sirenas, duendes, hadas…

La Tierra también se encontraba allí, en el centro exacto del libro, aunque el mapa que la representaba daba la impresión de ser bastante antiguo. Bruno señaló algunos lugares mientras Ricardo estudiaba las anotaciones escritas junto a ellos, como si intentara distinguir los nombres de esas ciudades en aquellos extraños caracteres. Allí estaban Roma, Londres, Moscú, Berlín, Praga…

Los grabados que aparecían en las últimas páginas dedicadas a la Tierra mostraban así mismo a individuos arcaicos, hombres y mujeres vestidos con ropas medievales, largas túnicas o desastrosos harapos. Uno de ellos montaba a caballo y tanto el animal como él iban embutidos en pesadas armaduras.

—Los mapas y dibujos muestran cómo era nuestro mundo hace siglos —dijo Bruno.

—Pero ¿cuánto tiempo llevan raptando gente estos locos?

La última sección del libro estaba dedicada a la propia Rocavarancolia. El mapa de la ciudad no les iba a servir de ayuda para orientarse, puesto que era más un grabado artístico que un plano de verdad. La perspectiva en el dibujo cambiaba y el tamaño de algunos edificios parecía exagerado a propósito para resaltar su importancia. Ahí estaban las montañas, oscuras y abruptas, el castillo y la imponente catedral roja de las afueras. Pero lo que más llamó la atención del grupo fue que también se podían ver edificios flotando en el aire: minaretes y torres en su mayor parte; la más alta de todas ellas parecía elevarse directamente sobre la plaza que habían visitado los mellizos y Héctor hacía bien poco.

—¿Alguien ha visto algún edificio flotando por ahí? —preguntó Alexander.

—Creo que me hubiera dado cuenta si lo hubiese hecho —murmuró Ricardo.

—En Delirio… la ciudad que inventé en mis cuentos, había edificios voladores —dijo Marina—. Estaban construidos en piedra liviana y, aunque la mayor parte del tiempo permanecían fijos sobre la ciudad, podían ser trasladados de aquí para allá.

—Delirio es Rocavarancolia —dijo Natalia—. Escribías cuentos sobre esta ciudad.

—¿Antes de conocerla? —Marina negó con la cabeza—. No, tiene que ser una coincidencia, nada más.

—¿Y dónde están ahora esos edificios voladores? —quiso saber Adrián.

—Debieron de llevárselos —contestó Marco—. O quizá algo los destruyó.

El mapa del planeta en el que se encontraba Rocavarancolia mostraba tres grandes continentes. Uno de ellos ocupaba casi por entero el hemisferio norte; los otros dos, mucho más pequeños, estaban situados al sur, separados por un océano retratado con tonos de azul violento, repletos de torbellinos y dibujos de monstruos marinos. En un primer momento fueron incapaces de encontrar la ciudad allí. Fue Ricardo quien dio al final con ella, al comparar el texto que encabezaba el plano de Rocavarancolia con las anotaciones del mapa general. La ciudad estaba situada en el extremo oeste de uno de los continentes del sur.

En las dos últimas páginas correspondientes a ese mundo, no había grabados de sus habitantes. En vez de eso, ambas hojas estaban ocupadas por una inmensa luna roja, tan perfectamente dibujada que más parecía una fotografía que una ilustración. Las marcas y fallas que se veían en su superficie formaban una compleja malla de cicatrices en la zona oriental del ecuador del astro. Aquella luna era prácticamente idéntica a la que se veía en el reloj del torreón. Guardaron silencio durante unos instantes.

—No me gusta nada el aspecto de esa cosa —murmuró Natalia—. Pero nada de nada.

Bruno parecía de su misma opinión, porque retrocedió una página para regresar al plano de Rocavarancolia. Señaló una torre con el dedo. Era pequeña en comparación con la catedral y las montañas, pero estaba claro que el dibujante había querido resaltarla entre los edificios que la rodeaban. En su cúspide redondeada había una estrella de diez puntas. Por su situación, Héctor comprendió que se trataba del torreón pardo de la plaza de la fuente. Bruno señaló otras cuatro torres idénticas a aquélla, esparcidas por la ciudad, tres en su superficie y una sobrevolándola. En todas aparecía el mismo símbolo.

—Esa estrella aparece también en la encuadernación del libro que he traído. Y ya he averiguado lo que significa —cogió el volumen que había dejado en la silla y lo colocó junto al atlas mientras anunciaba con su voz carente de emoción—: Significa magia.

—¡Magia! —Adrián se acercó por fin al grupo. Los ojos le brillaban.

—¿A qué te refieres, Gandalf? ¿A varitas, chisteras y conejos? —preguntó Alexander—. ¿O a juegos de manos y cartas?

—Me estoy refiriendo a magia real, Alexander. No a magia de broma o de salón. Y tengo la fundada sospecha de que este libro enseña cómo practicarla.

Bruno fue pasando hojas al azar. En aquel avejentado volumen se alternaban páginas repletas de diagramas e ilustraciones con otras llenas de texto sin sentido. El italiano señaló una secuencia de viñetas en las que se veía de un modo burdo y caricaturesco cómo a un diablo zanquilargo se le iba abriendo una herida brutal desde el pecho hasta el ombligo, sin que en ningún momento pudiera verse qué la provocaba. Cada uno de esos recuadros estaba complementado con un segundo dibujo en su parte alta: una mano humana de dedos anillados colocada en distintas posiciones. En uno de los dibujos se la veía en horizontal con la palma medio abierta y dos dedos estirados; en otro se encontraba en vertical con los dedos flexionados a diferentes alturas. Bruno tenía razón. Aquel libro enseñaba magia. Esas manos explicaban los movimientos que debían hacerse para abrir una herida mortal a un adversario.

—Los pasos están explicados a la perfección —comentó Bruno—. Podéis observar que sobre cada dibujo hay varias líneas de texto. Sospecho que son las palabras que deben recitarse cuando se efectúa el correspondiente movimiento de manos.

—¿Y sólo con eso partirías a alguien por la mitad? —Lizbeth estaba espantada—. ¿Moviendo las manos y diciendo unas palabras?

—No puedo saberlo a ciencia cierta, pero todo parece apuntar en esa dirección.

—Pues gracias al cielo que no entendemos lo que pone o acabaríamos todos destripados…

En muchas páginas se repetía el mismo esquema con la secuencia de dibujo, posición y postura de manos y, sobre éstas, el texto que se debía recitar. Pero había otras ilustraciones mucho menos explicativas. En una página se veía un complicado diagrama formado por octógonos y pentágonos de distintos tamaños y colores, colocados en diferentes posiciones entre un sinfín de extraños bosquejos que parecían representar espirales, ojos a medio cerrar o desorbitados, marcas de arañazos, velas apagadas y encendidas… Otra página estaba ocupada por entero por el dibujo de una calavera en la que habían practicado múltiples incisiones y sobre la que habían clavado lo que bien podía ser un corazón humano.

—La estrella de diez puntas significa magia —repitió Bruno al cabo de un rato—. Estoy convencido de ello.

—Entonces… el torreón de la plaza… —comenzó Adrián.

—¿Una torre mágica? —aventuró Alex.

—O tal vez el torreón de un hechicero —murmuró Natalia.

—Sea lo que sea, deberíamos…

—¡No! —exclamó Héctor, interrumpiendo a Bruno de manera tan violenta y sorpresiva que Madeleine y Marina retrocedieron sobresaltadas—. ¿Quieres ir al torreón de un mago si es eso lo que es? ¿Eso vas a decir? ¿Y si ese símbolo significa torre encantada? ¡No puedes saberlo! ¡No sabes qué hay ahí dentro!

—Parece que al gordito le ponen nervioso los abracadabras.

—Héctor tiene razón —dijo Ricardo—. Puede ser peligroso entrar en esas torres. Lo mejor será que las olvidemos.

—Pero… —empezó Bruno.

—Al menos de momento —le atajó el otro.

—Mirad, mirad este dibujo —dijo Adrián. Señalaba hacia lo que parecía ser un hechizo explicado en tan sólo una viñeta. En ella se veía una esfera oscura que flotaba a media altura contra un fondo blanco. El movimiento de manos relacionado con ese sortilegio estaba descrito en la parte superior del recuadro y se limitaba a dos posiciones—. No tiene texto. ¿Será un hechizo que funciona sin palabras mágicas?

—¿Y para qué sirve? ¿Para hacer flotar pelotas?

Bruno realizó los movimientos de manos tal y como se explicaban en el libro. Lo hizo con una rapidez y una soltura increíbles. Nada ocurrió. Adrián no tardó en imitarlo, de manera más torpe y desgarbada, pero con idéntico resultado.

—¿Qué esperabais? —preguntó Madeleine—. ¿De verdad creíais que iba a ser tan fácil? ¡Qué pánfilos!

En ese mismo instante se escuchó el sonido de un fuerte mordisco. Todos miraron hacia las cestas. Allí estaba Rachel, apoyada en las muletas y con una enorme pera en la mano. Miró a todos, sonrió y dijo con la boca llena:

—Abracadabra.

* * *

Esmael caminaba entre los muertos. Marchaba sin acelerar el paso, con los ojos entornados y las alas respetuosamente plegadas a su espalda. El Panteón Real era terreno sagrado y hasta él debía guardar las formas allí. En aquel mausoleo yacían la mayor parte de los reyes de Rocavarancolia, junto a todos los que, por sus servicios al reino, se habían ganado el alto honor de acompañarlos. Los monarcas estaban sepultados en tumbas majestuosas, adornadas con estatuas sedentes que los representaban con tal fidelidad que era como si hubiesen cobrado vida y se hubieran detenido a descansar en las cabeceras de sus propias lápidas. El resto de difuntos del panteón descansaba en grandes nichos en las paredes, cada uno con su correspondiente placa donde, junto a su nombre, se daba cuenta de sus principales hazañas.

El ángel negro también tenía reservado un lugar entre aquellos muros, aunque, por supuesto, no le corría prisa alguna el ocuparlo. Y además albergaba la esperanza de que a su muerte no fuera un simple nicho mortuorio lo que le aguardara allí, por magníficos que éstos fuesen. Su intención era ganarse el privilegio de descansar en la tumba de un rey, con su propia estatua velando su sueño. Ése era su mayor deseo, lo que ansiaba sobre todas las cosas: convertirse en rey de Rocavarancolia; pero no se engañaba, sabía que su ambición era prácticamente imposible de alcanzar: nunca un ángel negro se había sentado en el Trono Sagrado y había sobrevivido para contarlo. No obstante, eso no le detendría.

En toda su vida, sólo se había atrevido a confesar su secreta ambición a una persona, a dama Fiera, ángel negro como él y muerta en la batalla que trajo la condenación al reino. Habían pasado más de cincuenta años desde la noche en que, empujado por un repentino impulso, le habló de su sueño.

«Olvídalo», le aconsejó dama Fiera mientras se levantaba del lecho que acababan de compartir. «Muchos de los nuestros lo han intentado y todos han terminado igual: descuartizados en el salón del trono».

Esmael estaba al tanto del sangriento listado de ángeles negros que habían creído merecer la corona. Dentrelar, el mejor de todos ellos, el comandante que había guiado a los ejércitos de Rocavarancolia durante veinte gloriosos años y que nunca conoció la derrota, decidió que había llegado la hora de asumir el mando del reino cuando murió Jeremías el Inacabado. No había nadie en toda Rocavarancolia que lo mereciera más, dijo. Por desgracia para él, el Trono Sagrado no fue de su misma opinión y acabó hecho pedazos. Cien años después, Molev, el héroe de las mil batallas, el ángel negro que había traído a Rocavarancolia la cabeza del cíclope Leviatán y las entrañas del Duque de los Infiernos, en un rapto de locura decidió que el trono debía ser suyo y no del cobarde que por aquel tiempo lo ocupaba. También quedó hecho pedazos. Y el mismo destino corrieron Dronte y Veronés. Y Kanchal y dama Estilete. Y tantos, tantos otros… La lista era interminable.

«Muchos lo han intentado y ninguno lo ha conseguido, Esmael», le dijo dama Fiera aquella lejana noche. «Y así debe ser. Los ángeles negros no estamos hechos para llevar corona; somos lo que somos, criaturas salvajes, hechas para la sangre y la matanza, no para el gobierno con sus intrigas y sutilezas. Nuestro reino es el campo de batalla y así», remarcó, «es como debe ser».

Nunca más volvió a hablar con ella sobre el tema. Estaba tan seguro de que dama Fiera se equivocaba que no le vio sentido alguno a discutir sobre ello. Y ahora, casi cincuenta años después de aquella charla, estaba más convencido que nunca de que él podría ser el primero de su especie en sentarse en el Trono Sagrado sin ser despedazado. Era cierto que nunca un ángel negro había sido rey de Rocavarancolia, pero nunca antes un ángel negro había sido regente y él estaba muy cerca de conseguirlo.

Esmael se adentró aún más en el intrincado laberinto que formaban los pasillos del Panteón Real. Notaba el peso de la historia a cada paso que daba, en cada hálito de aire que penetraba en sus pulmones. Mientras avanzaba por las entrañas del panteón, los nombres de los héroes de antaño salían a su encuentro desde las planchas de oro blanco de sus nichos: Valente Rufio, dama Escoria, Verban Dolomí, Dentro Matadragones, recordados todos, pero no venerados como se veneraba a los reyes y reinas de Rocavarancolia. En su camino, el ángel negro pasó también junto a ellos, celoso de su grandeza, ávido de su leyenda; Esmael caminó a la sombra de Su Majestad Boronte Glaco, el primer rey gigante de Rocavarancolia, cuya estatua magnífica alcanzaba los veinte metros de altura; pasó ante el rey Ronces el Decapitador, que empuñaba las dos hachas que le habían hecho célebre; contempló de nuevo la feroz majestuosidad de Castel, el octavo rey trasgo de Rocavarancolia, el carnicero destructor de mundos. Sí, la historia lo rodeaba.

«La historia está hecha de muertos», pensó el Señor de los Asesinos.

De pronto escuchó ruido de pasos aproximándose y, un instante después, llegó hasta él el rancio olor a podredumbre que despedía dama Desgarro. Esmael había dejado el sigilo de lado en esta ocasión. No lo necesitaba en el Panteón Real y, de hecho, estaba deseando ser descubierto. La victoria no era suficiente para él: necesitaba regodearse. Sonrió con malevolencia y continuó su camino, ignorando con toda intención el torpe trote con el que la mujer trataba de darle alcance. Dama Desgarro aún tardó unos instantes en ponerse a su altura.

—¿Vienes a recoger el mal que has sembrado, ángel negro? —le preguntó. Algo en el tono de voz de la custodia del Panteón Real le inquietó, un punto de sarcasmo apenas contenido que ensombreció el excelente humor con el que se había adentrado en el mausoleo. Se giró con medida lentitud hacia ella y le dedicó una mirada de desprecio.

—Vengo a hablar con un miembro del Consejo Real que sé que se encuentra aquí. Y a presentar mis respetos a los muertos, por supuesto —añadió con una sonrisa malintencionada. Estaba claro que a esas alturas dama Desgarro debía estar al tanto de lo sucedido la noche anterior. Y por si pudiera quedarle alguna duda, el siguiente comentario de la mujer marcada las despejó por completo.

—Por supuesto, por supuesto. Ambos sabemos lo respetuoso que puedes llegar a ser con ellos —de nuevo detectó en su voz el mismo tono de burla.

—¿Hay algo que quieras decirme? —le preguntó con desidia—. Tengo prisa y muy pocas ganas de malgastar mi tiempo contigo.

—No, Esmael, no te entretengo más. Haz lo que tengas que hacer.

El ángel negro esbozó una mueca, se giró y continuó su camino. Poco después encontró lo que buscaba. Dama Serena estaba en el centro de una intersección de pasillos, flotando a dos metros de altura ante la estatua sedente del vigésimo sexto monarca de Rocavarancolia: Su Majestad Maryalé. La expresión de la fantasma era indescifrable.

Esmael sonrió al verla, olvidada ya la inquietud que le había provocado el breve encuentro con dama Desgarro. Era consciente de haber cometido un tremendo error al traer de vuelta a aquel reyezuelo llorón, estaba convencido de que al hacerlo había predispuesto a la fantasma más en su contra de lo que ya estaba. Y aun así era un error que no le pesaba haber cometido. Había resultado tan tentador que hubiera sido un insulto a su naturaleza dejarlo pasar. Además, jugaba con la tremenda ventaja de tener el libro de Hurza en su poder. La aversión que dama Serena pudiera sentir por él no le haría olvidar ese importante detalle. Estaba seguro de ello.

—Dama Serena… —la llamó.

Ella desvió la mirada una fracción de segundo hacia él, luego volvió a contemplar ensimismada la tumba de Maryalé.

—¿Sí, Esmael? ¿Qué deseas? —preguntó con voz carente de interés.

—Lo que llevo persiguiendo todo el día, mi apreciada amiga: mantener una pequeña charla contigo; aunque no sé por qué tengo la curiosa sensación de que has estado evitándome. Espero equivocarme.

—No te equivocas, Esmael. Ha sido un día largo. Si te sirve de consuelo, no sólo te esquivaba a ti, esquivaba a Rocavarancolia entera. Tenía mucho en lo que pensar y he buscado la soledad a propósito.

—Lo supongo —Esmael sonrió. Sus colmillos resplandecían en su rostro oscuro. Debía contener las ansias de relamerse—. Estoy seguro de que la demostración que hice anoche en tu honor fue más que suficiente para convencerte de que en verdad poseo el grimorio de Hurza.

—Lo fue, lo fue. Sin duda lo fue —dama Serena se giró otra vez y lo contempló desde las alturas. No había palabras para describir el odio que sentía por la despreciable criatura que tenía ante ella. Haber hecho regresar al hombre que había amado y asesinado sólo para demostrarle que tenía aquel maldito libro en su poder era un acto de tal vileza que no se le podía ni poner nombre. Pero lo que más la consternaba era que, después de todo el tiempo transcurrido desde la muerte de Maryalé, aún lo seguía odiando por lo que le había hecho. Si no hubiera desaparecido al poco de encontrarlo, lo habría asesinado de nuevo. Y eso hacía que odiara todavía más a Esmael: le había mostrado en qué clase de ser se había convertido.

—Es uno de los hechizos menores del libro —le explicó el ángel negro, ignorando la furiosa mirada de la fantasma—. La Resurrección Breve, lo llaman. Y aun siendo un hechizo menor necesité buena parte de mi poder para realizarlo.

—También estoy al tanto de eso. La Resurrección Breve, sí… La necromancia de Hurza Comeojos puede resucitar por un corto lapso de tiempo a cualquiera siempre y cuando quede alguien cerca que lo recuerde con detalle.

—Ésa eras tú, por supuesto.

—Por supuesto.

—Entonces ¿crees que sería posible que mantuviéramos ahora esa pequeña charla de la que te hablaba? —preguntó el ángel negro—. Quizá este lugar no sea el más indicado para ello… No sabemos qué oídos podrían estar escuchando —de hecho sabía a ciencia cierta que dama Desgarro estaba cerca, muy atenta a la conversación.

Dama Serena lo miró de arriba abajo antes de responder. El tono de su voz fue de una amabilidad engañosa. Cada palabra estaba bañada de veneno.

—No. No será necesario que vayamos a ningún otro lugar —dijo. Sus labios moldearon una sonrisa sarcástica—. De hecho, nuestra conversación va a resultar mucho más breve de lo que imaginabas —su sonrisa se iba haciendo mayor a medida que hablaba—. Resulta sorprendente la cantidad de información que recogen los compendios mágicos, ¿sabes, Esmael? —comentó con fingida desgana—. En el de Valcoburdo, por ejemplo, no sólo vienen consignados los hechizos de la mayoría de grimorios conocidos sino también una buena cantidad de curiosidades respecto a ellos.

Esmael cerró los ojos y se pasó una mano por la frente. Ahora comprendía el porqué del tono de burla de dama Desgarro. Maldijo su estupidez. Ni siquiera se había molestado en averiguar qué información venía recogida en los compendios sobre el grimorio del Comeojos.

—Sólo puedes usar el libro de Hurza si sigues siendo el Señor de los Asesinos —prosiguió la fantasma—. Como regente no podrías cumplir tu promesa de darme la vida. ¿De qué te serviría el poder de las joyas de la Iguana si ni siquiera serías capaz de leer el hechizo? —y ambos sabían que nadie podía lanzar un sortilegio escrito en un grimorio sin leerlo del propio libro; no había modo de copiarlos ni mente alguna capaz de memorizarlos—. Por lo tanto, mi querido amigo, lo que de verdad me interesa ahora es que permanezcas en tu actual cargo… ¿Quién sabe? Quizá con el tiempo logres acumular el poder suficiente para ese hechizo que con tanta amabilidad te ofreciste a lanzar sobre mí…

—Eres una arpía, dama Serena —gruñó Esmael.

Sus miradas se cruzaron, rebosantes de ira. Se hallaban en terreno sagrado, el único lugar de Rocavarancolia donde la violencia estaba prohibida. La magia que protegía el Panteón Real impedía que nada ni nadie hiciese daño a quien hubiera traspasado sus puertas, pero eso no evitó que la postura de ambos estuviera cargada de amenaza, de ansias de saltar.

—Y tú un estúpido —le escupió la fantasma—. Y un estúpido no puede llevar nunca las riendas del reino, aunque sea un reino abocado a la perdición como éste —añadió antes de levantar el vuelo y, sin mirar atrás, atravesar los muros del Panteón Real.

Dama Desgarro, que había observado todo desde la distancia, con los brazos cruzados y una desagradable sonrisa en sus labios maltrechos, no pudo evitar aplaudir la salida de escena de la fantasma. Esmael clavó su mirada negra en ella. Ardía de furia. Apretó los puños con fuerza. De no haber sido por su piel coriácea sus uñas afiladas habrían atravesado las palmas de sus manos de parte a parte.

* * *

—Mesa —dijo Ricardo dando una palmada sobre ella.

Rachel asintió, y repitió con sumo cuidado la palabra que acababa de oír. A continuación añadió otra en su propio idioma y Ricardo trató de repetirla con escaso éxito. La joven se echó a reír ante su intento.

—Mesa —repitió. Cogió el tenedor con el que acababa de comerse un surtido variado de frutas y lo volteó en el aire, señalando a Alexander con él—. ¡Abracadabra! —exclamó.

El pelirrojo dejó caer la cabeza y comenzó a croar muy bajito, abriendo y cerrando los ojos al compás.

—Es lo más sensato que te he oído decir desde que te conozco —dijo Lizbeth.

Hacía sólo unos minutos que habían terminado de cenar, reunidos en torno a una de las mesas que habían sacado al patio. No habían encontrado nada tan delicioso como las manzanas doradas, pero todos quedaron bastante satisfechos con la comida, todos excepto Madeleine, por supuesto, que protestó por sistema bocado tras bocado. A Héctor le había gustado sobre todo el queso, tenía un sabor que recordaba a la miel sin llegar a resultar empalagoso.

En una de las cabeceras de la mesa se sentaba Bruno. Había comido de manera frugal, casi con desgana, con el libro de magia abierto sobre las piernas. Cada poco tiempo le veían ensayar los movimientos de mano; casi siempre eran los mismos que aparecían sobre el dibujo de la extraña esfera flotante, pero a veces se embarcaba en complicados y largos movimientos correspondientes a otros hechizos.

El viento comenzó a soplar de nuevo, ligero al principio, pero ganando velocidad y furia después, exactamente igual que el día anterior. Y como aquél, a medida que transcurrían las horas, la temperatura fue descendiendo. Muchos de los que se habían desprendido de camisas y blusones fueron envolviéndose de nuevo en capa tras capa de ropa. Sólo Marco permaneció ataviado con una fina camisola de manga corta.

Tras la cena se dispersaron en pequeños grupos por el patio. En la mesa sólo quedaron Marco, Bruno con su libro, Ricardo y Rachel, que seguían enseñándose palabras el uno al otro. Adrián se sentó en el escalón de entrada a la torre atento siempre al cielo. Héctor supuso que a la menor señal de murciélagos flamígeros pasaría dentro.

La noche caía sobre Rocavarancolia, la segunda para ellos en la ciudad. Héctor se encontró caminando solo por lo alto del muro que rodeaba el patio. Se detuvo a contemplar las siluetas sombrías de los edificios más allá del foso, apoyado contra la defensa almenada. La noche creciente era como un océano de tinta que se fuese derramando poco a poco allí fuera, zonas y zonas de negrura difusa entre arrecifes de una oscuridad más profunda aún. Al otro extremo del muro se encontraban Marina, Alexander y Lizbeth. De cuando en cuando se escuchaba la risa de las chicas. El encanto del pelirrojo era abrumador. Y Héctor tenía que reconocer que sin él y su desquiciado sentido del humor, aquellos dos días hubieran sido mucho peores. Alexander hizo una exagerada reverencia ante ellas y dijo algo que volvió a hacerlas reír.

Podía haberse unido a ellos, pero en aquel instante prefería estar solo. Miraba hacia la ciudad envuelta en noche, aunque su mente flotaba muy lejos de allí. Pensaba en su casa, en su familia. Se preguntó si en el tiempo que llevaba en Rocavarancolia habrían pensado en él un solo instante. Sabía que no quedaba en ellos recuerdo alguno de su existencia, pero aun así… ¿En algún momento habrían echado a faltar algo sin saber exactamente qué? ¿Una ausencia a la que no eran capaces de poner nombre?

Héctor suspiró. Se sentía pequeño y perdido. En ese instante, mientras contemplaba la ciudad poblada de sombras, se dio cuenta de lo mucho que echaba de menos a su familia. De repente recordó que la última vez que había hablado con su madre había sido a gritos, con los nervios de punta tras la riña por llegar tarde. Sacudió la cabeza, incapaz de creer que se hubiera enfadado por aquella niñería, por aquella estupidez. No podía ser cierto. No podía ser verdad que la última imagen que su madre había tenido de él hubiera sido verle gritar fuera de sí.

«¿Y qué importa si ya no me recuerda?», pensó, al borde de las lágrimas.

—No hay estrellas —murmuró alguien a su izquierda. Natalia estaba apoyada en el almenar del muro con la vista alzada hacia el cielo, a sólo dos metros de donde él se encontraba. No la había oído llegar.

Héctor levantó la vista. El cielo estaba despejado pero no se veía estrella alguna. La noche era de una profundidad insondable, una sima hambrienta que parecía descender sobre sus cabezas. Aquel vacío le entristeció aún más.

—Echo de menos a mi familia —dijo.

—Yo no mucho —la joven se encogió de hombros—. Los quería y eso, pero nunca me he sentido demasiado unida a ellos, ¿sabes? Siempre he tenido la impresión de que no estaba donde debía estar. Y no, ni me lo preguntes, no creo que este lugar horrible sea mi sitio.

—Tenías tus duendes…

—Y me los quitaron con pastillas.

—Deberías contárselo a los demás.

Natalia negó firmemente con la cabeza.

—No van a creer que estás loca. ¿Cómo van a pensar eso con todo lo que está pasando? —insistió Héctor.

—Ya sé que no van a creer que estoy loca. Pero prefiero no decírselo, ¿vale?

—Pues no lo entiendo. No tiene sentido que no lo hagas. Quizá si averiguamos por qué nos han traído aquí, sepamos qué quieren de nosotros… Y puede que esos duen…

—Eres un pesado —le cortó ella—. Eres tonto y pesado.

—Y torpe, y tengo vértigo. Y mil defectos más. Pero no estamos hablando de mí, estamos hablando de…

—¡Que no se lo voy a decir!

—Pero ¿por qué no?

Natalia bufó y lo fulminó con la mirada.

—Porque desde que te lo he contado a ti, tienes siempre a una de esas sombras detrás, ¿vale? ¿Estás contento? ¡Ya lo sabes! Te sigue a todas partes. Y no quiero que les pase a los demás.

Héctor tragó saliva, sobrecogido. Estuvo tentado de mirar de reojo a su espalda.

—¿Dices que una de esas cosas me sigue? —alcanzó a preguntar con un hilo de voz.

—¿No me has oído? Te lo acabo de decir. Sí. Te sigue. Cuando te fuiste a por la comida fue detrás de ti.

Héctor resopló. Se disponía a preguntarle dónde se encontraba ahora esa sombra cuando, de pronto y sin poder evitarlo, se echó a reír. Era absurdo. Visto en conjunto todo aquello era absurdo: sombras que los perseguían, oscuridades terribles instaladas en su mente por arte de magia, bañeras voladoras pilotadas por espantapájaros cantarines, murciélagos flamígeros, pájaros de trapo… Nada tenía sentido. Era como estar en el reverso tenebroso de un parque de atracciones. A Héctor se le saltaban las lágrimas.

Natalia lo miraba perpleja.

—¡Santo cielo! ¡El gordito se ha vuelto loco! —exclamó Alexander—. ¡Poneos a salvo! ¡Corred! ¡Corred!

Héctor lo miró, doblado por la risa. Y la visión del pelirrojo, envuelto en aquellos harapos negros, con la daga al cinto, como recién salido de alguna película de bajo presupuesto, hizo que sus carcajadas se redoblaran.

El cielo se llenó de murciélagos en llamas. De la montaña llegó el primer aullido de la noche. Y Héctor siguió riéndose.

* * *

Volvían todos juntos hacia el torreón, cuando vieron cómo Bruno se levantaba de un salto de la silla, dejando caer el libro de magia al suelo, y echaba a correr como alma que lleva el diablo dentro del edificio.

—¿Qué le pasa? —le preguntó Alex a Marco cuando llegaron junto a él.

—Creo que ha sido culpa mía… —confesó el otro—. Se ha puesto como loco cuando le he dicho que la mano de ese dibujo raro lleva una pulsera con un cristal parecido a los que encendimos anoche…

Héctor recogió el libro del suelo y buscó la página en cuestión. Marco estaba en lo cierto. Una pulsera adornaba la mano del dibujo, y de ella colgaba un cristal romboidal que parecía una reproducción exacta de los que habían usado para iluminarse la noche anterior. Desde dentro del torreón llegaba el sonido de pasos apresurados y de cajones que se abrían y cerraban. Oyeron cómo Bruno preguntaba por los cristales a Adrián, quien, como Héctor había supuesto, se había refugiado en el torreón nada más ver aparecer el primer murciélago. Unos minutos después, Bruno salió por la puerta con un puñado de vidrios romboidales en la mano.

—Faltaba un elemento. Por ese motivo no funcionaba el hechizo —los ojos le brillaban, no era un brillo demasiado vívido pero resultaba perturbador en contraste con su frialdad habitual. Héctor tuvo la impresión de que alguien o algo ajeno al Bruno que conocía se estaba asomando a través de aquella máscara inexpresiva—. Quizá se trate de un catalizador, o de una forma de amplificar el hechizo. No lo sé. No lo sé… —se clavó con tal fuerza uno de los cristales en el dorso de la mano izquierda que al instante un reguero de sangre corrió por su muñeca y manchó la manga de su blusón.

—¡Qué bruto! —exclamó Madeleine.

La esfera de luz brotó alrededor del cristal antes siquiera de que Bruno se lo desclavara provocando una leve llovizna roja sobre el adoquinado. El joven arrebató sin contemplación alguna el libro de manos de Héctor y realizó los movimientos con la mano derecha mientras con la izquierda, bañada en sangre, sujetaba el tomo y el cristal luminoso a un mismo tiempo. No ocurrió nada. Volvió a repetirlos hasta en tres ocasiones.

—No puede ser —murmuró.

—Eres un animal —le dijo Lizbeth acercándose hacia él. Se había sacado un pañuelo blanco del bolsillo de su falda—. Menudo tajo te has hecho. Deja que te vea eso…

—No es necesario —replicó Bruno mientras retrocedía un paso para apartarse de ella; la esfera de luz proyectaba su sombra contra la fachada del torreón de un modo grotesco—. Debe de haber un error. He debido de pasar algo por alto —la mirada del italiano iba de forma alternativa del cristal al libro abierto. De pronto el brillo de sus ojos repuntó—. Ya lo sé, ya lo sé: confundimos el síntoma con la función. De eso se trata —los miró con su acostumbrada fijeza y Héctor se estremeció—. El propósito de estos cristales no es el de iluminar; la luz no es más que un síntoma, la señal de que el cristal está trabajando. ¿Comprendéis? Es un indicador. Al activarlos con nuestra sangre se puso en marcha algún tipo de proceso en su interior y cuando éste finalizó la luz se apagó.

—A mi teléfono móvil se le enciende una luz roja cuando lo pones a cargar —dijo Adrián—. Y se apaga cuando ya está recargado.

—Cargas —murmuró Bruno—. Es una posibilidad. Sí. Es factible. Los cristales quizá actúen como baterías y éste se está cargando precisamente en estos precisos instantes —agitó la mano que portaba la esfera de luz. Nuevas gotas de sangre cayeron al patio—. ¿Alguien tiene algún cristal de los que encendimos anoche? —preguntó.

Marco le arrojó el suyo prácticamente al instante.

—Sí, sí, sí —repetía Bruno, ya con el cristal de Marco en la mano—. Eso es. El hechizo necesita una fuente de energía para funcionar.

Su mano derecha hizo los dos movimientos tal y como venían reflejados en el libro. Y de nuevo no ocurrió nada. Bruno ni se inmutó. Repitió el movimiento en dos ocasiones más, pero el resultado siguió siendo el mismo. Lo repitió de nuevo, una y otra vez. La expresión de su rostro no varió, pero algo en su postura dejaba entrever una tremenda frustración.

—Es inútil —dijo Lizbeth—. Olvídalo por un rato y deja que te cure.

—A lo mejor se te ha roto la varita —comentó Alexander.

—No comprendo qué ocurre —dijo Bruno mientras repetía por enésima vez los dos gestos—. Debería funcionar. Estoy seguro de que el procedimiento es el adecuado. Quizá haya factores que no he tenido en cuenta o tal vez un solo cristal no sea suficiente —conjeturó. Dejó el libro y el cristal sobre la mesa y permitió que Lizbeth le tomara la mano herida. El brillo que se había dejado entrever en su mirada comenzaba a apagarse—. No lo entiendo —repitió—. Estaba convencido de que lo conseguiría.

Marco se acercó al libro y le echó un vistazo mientras Lizbeth vendaba la herida de Bruno con un pañuelo.

—En el gimnasio de mi padre teníamos varios libros de artes marciales en japonés —dijo—. Y no se leen como los leemos en Occidente, de izquierda a derecha, se leen al revés: de derecha a izquierda. Nos equivocábamos cada dos por tres con los ejercicios. ¿Por qué no pruebas?

Bruno se lo quedó mirando largo rato, sin parpadear. Parecía estar procesando la información que acababa de recibir. Luego asintió despacio, apartó con más lentitud si cabe su mano de la de Lizbeth, cogió de nuevo el cristal y repitió los gestos que tantas veces le habían visto hacer en los últimos minutos, invirtiendo esta vez el orden. Y nada más terminar el segundo todos notaron un repentino crepitar en el ambiente.

Una zona vacía del patio, a metro y medio de altura, se convirtió en un vórtice de oscuridad. El aire se pintó de negro, se agrietó y crujió. Todos retrocedieron unos pasos, todos excepto Bruno, que permaneció inmóvil, observando aquel fenómeno que teñía su rostro de reflejos sombríos. De repente aquella zona de negrura eclosionó. En su lugar apareció una esfera escarlata, de unos cuarenta centímetros de diámetro, que giraba lentamente en el vacío.

Todos observaban estupefactos aquella cosa aparecida de la nada. Su superficie parecía carnosa y estaba cubierta de pliegues arrugados. Mientras la miraban, en medio de la esfera se abrieron tres orificios, dos pequeños y paralelos en la parte alta y uno más largo y en horizontal bajo aquéllos. Una voz grotesca y borboteante surgió de la horizontal.

—Está viva —murmuró Madeleine—. Esa cosa está viva…

Nadie entendió ni una sola palabra de lo que dijo la esfera, pero por el tono parecía ser una pregunta.

—¿Qué ha dicho? ¿Qué es lo que ha dicho? —preguntó Adrián desde el quicio de la puerta, donde se había refugiado.

En las ranuras altas de la esfera afloraron dos chispazos turbios. Giró en dirección a Adrián y se desplazó a gran velocidad hacia él, repitiendo de nuevo sus palabras. El muchacho dio un grito y echó a correr torre adentro. La esfera se detuvo en la puerta, volvió a girar y miró a Bruno. Habló de nuevo.

—No te entiendo —dijo el italiano—. No sé qué estás diciendo.

Aquella criatura se proyectó hacia él. Se detuvo a poco menos de un centímetro del rostro de Bruno, que apenas parpadeó ante la acometida de la esfera viva. Volvió a hablar, más despacio ahora, en aquel lenguaje incomprensible. Pero por el tono de la voz, Héctor supo que aquella cosa estaba furiosa. Rompió a temblar, agitándose de izquierda a derecha y de atrás adelante. Por un instante pareció a punto de estallar. Y, a continuación, se desvaneció. Simplemente dejó de estar allí. Bruno reculó, sorprendido, y tuvo que apoyarse en la mesa para no caer.

Todos se miraban, atónitos ante lo que acababa de ocurrir.

—Abracadabra —dijo Alexander.

—Abracadabra —repitió Héctor. Buscó con la mano el apoyo del respaldo de una silla y luego se sentó en ella, muy despacio. Las piernas le temblaban.