La primera noche
Los cristales se apagaron de uno en uno. El primero en hacerlo fue el de Madeleine; luego el resto siguió su camino en el mismo orden en que los habían encendido. Pronto la oscuridad se hizo dueña y señora del torreón Margalar y era tan espesa que les costaba distinguir los rostros de los que estaban a su lado. Natalia y Ricardo intentaron encender de nuevo sus cristales, pero fue un derramamiento de sangre en vano: ni el más tenue resplandor surgió esta vez. Por lo que parecía, aquellos vidrios romboidales eran de un único uso. Alexander y Natalia se ofrecieron a ir a por más, pero Ricardo no se lo permitió, según dijo era demasiado arriesgado bajar por aquella retorcida escalera en la oscuridad.
Estaban tumbados formando un círculo sobre el caos de ropa que habían extendido en el suelo del último piso. En un armario de la planta baja habían encontrado varias mantas que se sumaron a aquel improvisado colchón comunal una vez Ricardo y Marco, bajo la atenta supervisión de Lizbeth, las hubieron sacudido bien en el patio.
En el exterior, los murciélagos llameantes seguían dibujando caracteres de fuego contra el cielo nocturno, pero su vuelo era ahora más errático si cabe, como si les costara trabajo mantenerse en el aire con las formidables rachas de viento que recorrían Rocavarancolia. La escasa luz que iluminaba el torreón procedía de los que se acercaban más a la fachada con sus frenéticos revoloteos. Uno de ellos había llegado al extremo de irrumpir a través de una tronera, provocando el consiguiente ataque de pánico de Adrián. El murciélago había salido al instante por otra ventana, pero eso no había impedido que el muchacho huyera aterrado de la habitación, dando gritos y sacudiendo los brazos desesperado. Ricardo fue tras él y tardó un tiempo considerable en traerlo de vuelta. Por una vez Alexander no recriminó a Adrián que hubiera roto su promesa de controlarse. Héctor supuso que el pelirrojo había comprendido que Adrián tenía fobia al fuego. Y ése era un miedo que en nada tenía que ver con Rocavarancolia.
—Tengo hambre —murmuró Alexander—. Me muero de hambre. Me comeré al primero que se duerma, lo juro. Duérmete, gordito: corre, corre.
Alex estaba acostado con los brazos en cruz a la derecha de Héctor, a su izquierda se encontraba Natalia, cubierta casi por entero por una manta negra. La chica había dejado su vara a mano, apoyada contra la pared, y había guardado el cuchillo en la camisa enrollada que le servía de almohada.
El estómago de Héctor, haciéndose eco de las palabras de Alex, se quejó con un largo gruñido. Antes de acostarse habían dado buena cuenta de las últimas peras que les quedaban, pero eso no había bastado para quitarles el hambre. Estaba claro que iba a ser una larga noche.
De nuevo se oyeron aullidos en la lejanía, mezclados con el cada vez más frenético bramar del viento. Héctor se estremeció bajo las mantas. La cabeza de Natalia, una sombra entre sombras, se giró hacia una tronera. Los sonidos que llegaban del exterior bastaban para inquietar al más valiente. Nadie dijo una palabra durante largo rato. Fue Lizbeth quien rompió el silencio; habló a tal velocidad que, como de costumbre, resultó difícil entenderla.
—Creo que éste es buen momento para plantearnos qué vamos a hacer mañana, ¿no pensáis lo mismo?
—Mañana —murmuró Madeleine. En sus labios aquella palabra sonó tan horrible como los aullidos de fuera.
—No haremos nada —anunció Ricardo—. Nos quedaremos aquí, sin más. Este sitio parece seguro y ya hemos visto que ponerse a vagar por la ciudad no es buena idea.
—Debemos ser precavidos —continuó Marco—, y no hacer las cosas a tontas y a locas. Mañana esperaremos a que las bañeras salgan del castillo, nos dividiremos en tres grupos para ir tras ellas y recogeremos las provisiones siempre y cuando no sea peligroso hacerlo. Después volveremos directamente al torreón.
—Entonces ¿no vamos a explorar la ciudad? —preguntó Alexander.
—¡No! —exclamaron al unísono Ricardo y Marco. A Héctor le tenía asombrado lo bien que se compenetraban los dos muchachos.
—Yo no quiero salir de aquí —murmuró Adrián. Le temblaba la voz. Aún no se había recuperado del ataque de pánico causado por la irrupción del murciélago—. No saldré de aquí jamás…
—Perdonad que discrepe —declaró Bruno. Su forma de hablar, pedante y a la par monótona, casaba a la perfección con aquel ambiente de tinieblas—. A mí en particular me gustaría explorar la torre del extraño emblema de la plaza. Ese símbolo quiere decir algo, y sospecho que puede ser importante averiguarlo.
Héctor resopló al recordar la intensa neblina negra que rodeaba aquel lugar. Cuando trataba de encontrar algo que decir para disuadir a Bruno, Ricardo se le adelantó:
—Nada de exploraciones —insistió con voz dura—. Por el momento nos limitaremos a quedarnos en la torre y conseguir alimento. Nada más, ¿vale?
—¿Recuerdas que dama Desgarro nos habló de maldiciones fulminantes? ¿Y de monstruos que viven entre las ruinas? —le preguntó Marco. Héctor escuchó cómo Adrián sofocaba un gemido entre las mantas—. No. Por mucho que nos mate la curiosidad no debemos entrar así como así en las casas de la ciudad. No podemos correr riesgos estúpidos…
—La biblioteca —dijo entonces Bruno—. Habéis comentado que encontrasteis una biblioteca. Y sabemos a ciencia cierta que ese lugar es seguro ya que a vosotros no os sucedió nada mientras lo explorabais. ¿Podría ir allí al menos?
—No entenderás ni una palabra de lo que pone en esos libros —se apresuró a decir Héctor—. No están escritos en el idioma de la fuente —estaba convencido de que la intención de Bruno era volver a la plaza para entrar en la torre parda.
—Los libros no sólo contienen palabras —señaló el otro.
—Yo puedo acompañarle si se empeña tanto en ir —dijo Natalia. Héctor la miró frunciendo el ceño aunque no dijo nada—. Y la plaza no queda lejos. No debería ser peligroso, ¿no? Hemos ido y vuelto un par de veces ya…
—A mí también me gustaría volver a la plaza —anunció Madeleine—. Dejamos nuestra ropa mojada allí y quiero recuperarla. No es gran cosa, pero al menos tendré algo más que ponerme además de estos andrajos.
—Si os parece bien vamos a dejar esa discusión para mañana, ¿vale? —dijo Ricardo—. Lo primero que tenemos que hacer es conseguir comida. Cuando tengamos el estómago lleno ya pensaremos si nos acercamos a esa dichosa biblioteca o no.
—Desconocemos por completo todo lo que concierne a esta ciudad —Bruno parecía incapaz de aparcar el tema—. Si queremos sobrevivir necesitamos información, eso es algo que debería resultaros obvio a todos.
—Mañana —repitió Ricardo con más firmeza aún.
—¿Y el chico que falta? —Natalia se incorporó sobre el montón de ropa, provocando un pequeño derrumbe de mantas y cobertores.
—Si está vivo lo encontraremos.
—¿Y cómo vamos a hacerlo si ni siquiera lo buscamos?
—Él también puede encontrarnos a nosotros, ¿verdad?
—No crees que esté vivo —dijo Marina. Estaba recostada entre Madeleine y Rachel. Héctor no podía ver su cara en la oscuridad y, aunque fuera paradójico, aquello resultaba un alivio.
—No sé si está vivo o no —le replicó Ricardo—. No puedo saberlo. Lo que no quiero es que nos pase algo mientras lo buscamos.
—Es posible que haya preferido ir a su aire —opinó Lizbeth—. Quizá crea que así tiene más posibilidades de sobrevivir…
—Pues se equivoca si piensa eso —apuntó Alexander con rapidez—. Lo mejor es permanecer todos unidos. Así nos protegeremos unos a otros —se estiró hacia Adrián y alargó una mano en su dirección—. ¿Verdad, pequeñajo?
—Verdad —dijo Adrián, con poco convencimiento.
—Lo que yo no entiendo es qué tenemos que hacer aquí —dijo Lizbeth—. ¿Para qué se supone que nos han traído?
—Para reconstruir el reino, al menos en la medida de nuestras posibilidades —contestó Marco—. Eso ponía en el contrato que firmamos.
—Entonces ¿qué? —Alexander se sentó sobre el caos de ropa—. ¿Cogemos palas, cubos y escobas y comenzamos a barrer? ¿Nos ponemos a levantar casas? ¿Es eso lo que quieren? ¿Barrenderos y carpinteros?
—No nos han dado ninguna instrucción —señaló Ricardo—. Ni Denéstor ni esa espantosa mujer nos han dicho nada de lo que tenemos que hacer.
—Te equivocas —le dijo Natalia—. Sí nos ha dicho qué tenemos que hacer: mantenernos vivos durante todo el tiempo que podamos.
—¿Os habló a vosotros de potencial? —preguntó Marina entonces—. ¿De la magia que todos llevamos dentro?
Hubo un murmullo de asentimiento general.
—Me dijo que yo era especial —murmuró Adrián con un hilo de voz.
—Al menos en cuanto a pijamas, desde luego que lo eres —comentó Alexander.
—Especiales —murmuró Ricardo—. Pero ¿por qué? ¿Qué nos hace especiales?
Después de un rato de charla, lo único que les quedó claro era lo poco que tenían en común. Todos procedían de diferentes partes del mundo, aunque la mayoría eran europeos; Bruno comentó que aquello bien podía deberse a la casualidad o a que durante el tiempo que permaneció abierta la puerta entre Rocavarancolia y la Tierra, entrar a ese continente les resultaba más sencillo a Denéstor y a los suyos. Los únicos no europeos eran Héctor, Rachel y los dos mellizos, que resultaron ser de un pueblo perdido de Australia.
—Por no haber, no hay ni canguros allí. Es, con toda probabilidad, el lugar más aburrido del planeta —señaló el pelirrojo.
Sus edades también eran diferentes. Iban desde los trece años del más pequeño, Adrián, hasta los dieciséis de Ricardo. Lo que sorprendió sobremanera a Héctor fue averiguar que Marco, el inmenso y maduro Marco, sólo tenía catorce años, los mismos que Marina y Lizbeth y uno menos que el resto.
Héctor se giró hacia Natalia. Si había alguien realmente especial allí era ella: veía sombras que nadie más podía ver, las había visto en la Tierra y las veía ahora en Rocavarancolia. Notó cómo la joven se tensaba al darse cuenta de que él la miraba.
—No digas nada —le susurró, adivinando sus pensamientos, y le soltó una patada bajo las mantas.
—Tiene que haber algo que nos diferencie del resto de la gente —continuó Ricardo—. Algo por lo que nos hayan traído aquí. En mi caso no sé qué puede ser… Lo único en lo que he destacado siempre es en los idiomas. Se me dan bien. Mi padre es traductor y desde pequeño me animó a aprender otras lenguas. Pero no creo que eso me convierta en alguien especial.
—Eres un líder nato —apuntó Lizbeth—. Te has hecho cargo de nosotros. Y aunque apenas nos conocemos, nadie discute lo que decides. Bueno, al menos no demasiado —dijo lanzando un blusón enrollado hacia Alexander.
—Yo nunca discuto —protestó el pelirrojo—. Y por mí está bien que sean Marco y él quienes decidan qué hacer. Siempre es bueno tener a alguien a quien echarle la culpa si las cosas van mal —se encogió de hombros—. Pero no sé… ¿tener madera de líder es suficiente para que te metan en este berenjenal? Porque no veo por aquí a Amanda Cárter, mi delegada de clase, y ésa, amigos míos, sí que es alguien de armas tomar.
—¿Por qué crees que os han traído a ti y a tu hermana? —preguntó Lizbeth.
—Por nuestra belleza, ingenio y simpatía, ¿acaso lo dudabas? —se escuchó una sonora carcajada en la oscuridad; Héctor no pudo precisar su procedencia, Marco quizá—. No, hablando en serio. No tengo ni la menor idea de por qué Denéstor me eligió a mí. No soy nada especial. Pero Maddie sí lo es; aunque no lo parezca es una verdadera artista: pinta, pinta raro pero pinta muy bien…
—¡Por favor! —exclamó ella—. No le hagáis caso, no sabe lo que dice. Hace unos meses empecé un curso de pintura —les explicó—, y desde el primer día me dio por utilizar tonos cálidos en mis cuadros: rojos, marrones, ocres, colores así… Los mezclo casi al azar y luego dibujo un montón de líneas encima para que parezca que miras el lienzo a través de una telaraña o un cristal agrietado. Mi profesora dice que son pinturas potentes, pero ni yo misma estoy segura de que sean buenas.
—Sonar suena bien —opinó Marina.
Héctor se subió la manta hasta el cuello y cambió de postura para evitar un incómodo pliegue de ropa. Rachel estaba tumbada frente a él; vislumbró brevemente su rostro al resplandor de unas alas de fuego que batieron veloces ante una tronera. Héctor se preguntó qué estaría pensando en ese momento. Lastimada, alejada de todo lo que conocía y rodeada de extraños a los que no podía entender. Un nuevo murciélago voló cerca de la fachada y, a su luz, Héctor pudo comprobar que Rachel dormía profundamente. La expresión de su rostro era tan plácida que la envidió al instante. No fue el único en darse cuenta.
—Vale —dijo Ricardo—. Ya sabemos qué hace especial a Rachel: es capaz de dormir en cualquier situación y lugar.
—¿Está dormida de veras? —preguntó asombrado Adrián mientras asomaba la cabeza de entre las mantas.
—Pues es todo un don —comentó Alex—. ¿Alguien tiene algo más que contarnos? —preguntó—. ¿Algo que crea que le hace especial? ¿Canto, baile, ventriloquia? ¡Cualquier cosa nos vale! ¡Con suerte quizá podamos abrir un circo!
—¡No seas bobo! —le riñó Lizbeth entre risas.
—Marco es fuerte y rápido —dijo Adrián. Parecía que la conversación le iba animando por momentos—. Se lio a golpes con los monstruos que nos robaron la comida. Era increíble verlo en acción. Fue como estar en una película.
—Y voy a enseñaros a hacer lo mismo —le dijo Marco—. Ni un solo bicho se atreverá a acercarse a vosotros, ya lo veréis.
—¡Es verdad! ¡Vas a enseñarnos!
La conversación había relajado el ambiente. Eso y el hecho de que los aullidos hubieran cesado. Ahora sólo se escuchaba el viento, dando bandazos y gimiendo fuera; era como si en el exterior se estuviese librando una batalla campal entre gigantes.
—Yo también soy especial —dijo Héctor—. Ya lo habéis visto: me paso más tiempo rodando por el suelo que de pie. Mi profesor de educación física dice que no ha conocido a nadie tan torpe en toda su vida. De hecho no entiende cómo he sobrevivido durante quince años…
—Qué exageración. Tampoco te caes tanto… —señaló Lizbeth.
—El año pasado el profesor tuvo la genial idea de llevar la cuenta de todos los accidentes que sufrí durante su clase. Sí, oís bien: contó las veces que me caí, me golpeé contra los aparatos de gimnasia, puertas y paredes o choqué contra otros alumnos…
—¡No!
—Lo hizo. No miento —mintió.
—Me da miedo preguntar… —dijo Alexander—. Pero lo haré. ¿Cuántas fueron?
—Mil doscientas veintiocho —contestó—. Durante ese curso destrocé dos puertas, una colchoneta, saqué una ventana del marco y dejé en coma a un alumno de intercambio que, francamente, no le caía bien a nadie. Creo que si aprobé fue por eso.
Las carcajadas de los muchachos sonaron tan fuerte que varios murciélagos se alejaron de las troneras, espantados por el súbito estruendo. Hasta el viento pareció frenar un poco sus acometidas. Rachel abrió un ojo, murmuró algo ininteligible y volvió a cerrarlo.
—Yo… No sé si debería decirlo… —dijo Adrián al cabo de un momento. El tono de su voz era tan alegre que Héctor estuvo a punto de echarse a reír sólo con oírle hablar—. Tengo un poder secreto. Una habilidad especial…
Se llevó una mano a la axila y comenzó a bajar y subir el brazo produciendo un sonido de ventosa bastante desagradable.
—¡Eso es asqueroso! —se escuchó decir a Maddie sobre las risas de los demás—. ¡Para ya!
—No puedo evitarlo… Me picó un pedo radiactivo cuando era pequeño… —dijo Adrián, muy serio, mientras seguía haciendo gala de su poder. Héctor reía tanto que las lágrimas le rodaban por las mejillas.
—Pues ya sabéis lo que dicen —dijo Alexander—. Un gran poder conlleva una gran…
—¡Basta! ¡Basta! ¡Basta! —gritó Natalia. Se había sentado sobre el caos de ropa y movía los brazos con energía—. ¡Esto no es una broma! ¿No veis lo serio que es? ¿¡Cuándo vais a dejar de comportaros como críos?!
Tras un segundo de incómodo silencio se oyó decir a Adrián:
—Es que somos críos…
—¡Tú lo serás!
—¿Quieres dejar de estar angustiada, por favor? —le preguntó Alexander—. ¡No puedes estar tensa todo el día o acabarás rompiéndote! ¡Relájate un poco, vamos, no es pecado!
—¿Podéis hacerme el favor de bajar un poco la voz y no dar esos gritos? —suplicó Madeleine—. Vais a dejarme sorda…
—¿De verdad estamos discutiendo si podemos hacer chistes o no? —quiso saber Ricardo—. Qué ridiculez.
Alexander saltó sobre Héctor para poder hablar con Natalia en voz baja. El peso del pelirrojo le dejó sin respiración un segundo y lo hundió en la confusión de ropa y mantas.
—Relájate, angustias —Alex puso su mano sobre la de Natalia—. El pequeñajo estaba tranquilo al fin y tú lo vas a poner otra vez de los nervios. Vale que estamos en aprietos, pero no hace falta que lo repitas una y otra vez. Eso no hará que las cosas mejoren…
—Perdona —susurró Natalia, avergonzada.
Alex volvió a su sitio para alivio de Héctor. Pero la atmósfera de buen humor que había reinado entre ellos se había disipado. De nuevo la amenaza de Rocavarancolia se hizo presente y pesada. De nuevo el sonido del viento se hizo insoportable.
—¿Alguien tiene algo más que contar? —preguntó Ricardo.
Héctor vio cómo Bruno se sentaba sobre la ropa. Hasta creyó adivinar que se disponía a hablar, pero otra voz se le adelantó y el italiano volvió a recostarse.
—Bueno… —carraspeó Marina—. No creo que lo que yo hago me convierta en especial… pero… creo que sí hay algo raro en ello, sobre todo si tenemos en cuenta lo que está pasando… —se incorporó a medias en la oscuridad—. Veréis: me gusta escribir. Lo hago desde pequeña… cuentos y poesías… nada demasiado largo porque me aburro enseguida. No soy demasiado constante. La cuestión es que desde hace poco he empezado a escribir una especie de… ¿saga? No, no lo llamaría así… Son cuentos ambientados todos en una misma ciudad, ¿comprendéis? En una ciudad mágica.
—¡Ay! —exclamó Madeleine—. ¿No se llamará Rocavarancolia?
—No, no. Se llama Delirio. Bueno… en mi imaginación es muy parecida a Rocavarancolia, aunque no está en ruinas, claro. La habitan un sinfín de criaturas extrañas; algunas malvadas, pero otras benévolas y pacíficas… Es, no sé… la ciudad en la que me gustaría vivir. Llena de magia y fantasía y aventuras y… —suspiró—. Ésta bien podía ser mi ciudad, ¿sabéis? Y da como vértigo pensarlo… Porque me muero de ganas de salir de aquí.
—¿Qué tipo de historias escribías? —preguntó Marco.
—Tampoco he escrito muchas, no creas —contestó ella—. Había terminado dos cuentos y tenía uno a medias y un principio de idea para otro… Todos muy fantásticos… Para que os hagáis una idea, en el que todavía no había acabado aparecía un cementerio donde los muertos no paraban de hablar entre ellos y con todo el que se acercara.
—¿Puedes contarnos uno? —preguntó Maddie.
—¿Un cuento? —dijo sorprendida—. ¿Queréis que os cuente un cuento?
—Sí, por favor —la animó Lizbeth—. Una historia antes de dormir.
—Bueno, si a nadie le importa puedo intentarlo —dijo con timidez—. Aunque os aviso que se me da mejor escribirlos que contarlos.
—Pero que no sea el del cementerio de los muertos que hablan —le rogó Adrián—. Ése no, por favor…
—Vale. Os contaré otro entonces… —dijo—. El segundo cuento que escribí sobre Delirio. Sí, ése estará bien; además, no es demasiado largo. —Se puso cómoda entre la ropa y las mantas y, después de unos instantes de silencio, comenzó la historia—: Se titula Por amor y es la historia del rey y la reina de Delirio —les explicó—. Se habían conocido cuando apenas eran unos niños y nada más verse tuvieron claro que estaban destinados a estar juntos. «Cuando crezca me casaré contigo», fue lo primero que él le dijo, y ella simplemente contestó: «Lo sé». Tenían siete años.
—¡Una historia romántica! —exclamó Alex, horrorizado—. ¡No, por todos los cielos! Tendré pesadillas si cuentas una historia de amor a estas horas, me subirá el azúcar y no podré dejar de…
—¡Cállate! —le espetaron a un mismo tiempo Lizbeth, Madeleine, Natalia y Marco. Adrián se echó a reír ante semejante respuesta conjunta.
—Me callo —anunció Alexander teatralmente—. Sé cuándo estoy en desventaja. Puede usted continuar, encantadora asesina de patos.
Marina retomó la historia:
—Desde el primer momento, como digo, había quedado claro que aquellos niños estaban hechos el uno para el otro. Prácticamente, aseguraban todos, era como si hubieran nacido ya casados. Eran la pareja perfecta. Los años pasaron, se convirtieron en reyes de Delirio y ambos continuaron igual de enamorados que el primer día. Bajo su gobierno el reino prosperó como nunca antes lo había hecho. Fueron años magníficos, espléndidos; todo era felicidad y dicha. Hasta que un asesino llegó a la corte, un asesino enviado por un país vecino con la orden de acabar con el monarca. Pero cometió un error y en vez de verter el veneno con el que pretendía consumar su crimen en la copa del rey, lo hizo en la de la reina… —Héctor escuchaba con toda atención la historia de Marina. La voz de la muchacha lo tenía tan hechizado en aquellos momentos como lo habían tenido sus ojos durante todo el día—. La reina cayó mortalmente enferma. Mientras agonizaba, el rey, enloquecido por el dolor y la pena, juró que ni siquiera la muerte los separaría y acudió a la torre del más poderoso hechicero del reino para suplicar su ayuda… —guardó unos instantes de silencio antes de continuar—: El mago le dijo que no podía hacer nada por salvarla; el veneno del asesino era tan potente que no había magia ni en Delirio ni en ningún otro mundo capaz de ayudarla. Pero sí había una cosa que podía hacer: un sortilegio sumamente peligroso ya que desequilibraba la esencia misma de la magia; velaría a la moribunda, le explicó, y, justo en el momento exacto de su muerte, cuando el alma de la mujer escapara de su cuerpo, se haría con ella y usaría todo su poder para transformarla en fantasma.
—Eso ya pasaría cuando muriera, ¿no? —preguntó Adrián—. La reina se convertiría en fantasma ella sola.
—No —le contestó Marina—. En el mundo mágico que me he inventado al menos las cosas no funcionan así. Son muy pocos los que al morir se transforman en espíritus. Y ése no era el destino de la reina; su alma, simplemente, iba a desaparecer para siempre… Y como el rey no podía soportar esa idea, le pidió al mago que realizara el hechizo sin importarle que éste le advirtiese de lo complicado y peligroso que era. El rey juró darle la mitad del reino si conseguía devolverle a su esposa aunque fuera convertida en fantasma.
—Qué bonito —dijo Madeleine—. Eso sí es amor.
—El mago aguardó en la habitación de la reina hasta el instante en que exhaló su último aliento. Entonces, cuando el alma de la mujer abandonaba su cuerpo, se hizo con ella, la llevó a su torre y allí realizó el sortilegio que la convirtió en fantasma. Pero ocurrió algo que nadie podía esperar: la transformación enloqueció a la reina; no podía comprender que, aunque fuera por amor, el rey la hubiera condenado a ser un fantasma para siempre… «No podía vivir sin ti», le dijo él. «¿No lo entiendes? Vivir sin ti no era vida». Ella no le escuchó. La rabia la consumía. Y cegada por ella lo hirió de muerte. «Manda buscar al hechicero», le rogó el rey de Delirio mientras agonizaba a sus pies, «que me transforme también a mí… y así estaremos juntos hasta el fin de los tiempos». Pero ella se limitó a contemplar cómo moría. «Me has condenado, necio», le dijo. «Por amor me has condenado a una vida que no es vida, por amor me has arrojado a la eternidad y a la desdicha perpetua… Maldigo tu amor. Llévatelo contigo a la oscuridad, llévatelo contigo al olvido. Y yo me quedaré aquí para siempre, maldiciendo tu nombre y maldiciendo el día en que te conocí».
—El asesino debía saber que eso iba a pasar —dijo Ricardo—. Seguro que no se equivocó al envenenar a la reina en vez de al rey. A veces el modo más simple de acabar con alguien es destruir lo que ama.
—¿Ya está? —preguntó Adrián. Parecía decepcionado—. ¿Ya se ha terminado el cuento?
—Sí —contestó Marina—. Acaba con él muerto y ella condenada a ser un espíritu durante toda la eternidad.
—Qué historia más triste… —murmuró Lizbeth.
—Todas las historias son tristes —señaló Bruno y su voz desapasionada hizo aún más rotunda esa afirmación.
—¿Todas? ¡¿Pero qué dices?! —exclamó Lizbeth—. ¡No! Hay historias alegres. Y muchas, muchísimas, tienen final feliz.
—No —replicó—. No las hay. No hay historias alegres. No existen los finales felices. Es mentira. Son espejismos. Esas historias a las que te refieres están incompletas. No te cuentan la última parte. No te cuentan que siempre, al final, todos mueren.
* * *
La habitación infinita estaba contenida en una diminuta esmeralda engastada en un muro de la torre central.
Dama Serena vagaba por ella con caminar lento y fatigoso. Por mucho que avanzara, jamás encontraría el final de aquella estancia. Los muros y el techo de la misma se perdían entre brumas grisáceas, mientras en el suelo se retorcían remolinos de niebla espesa. Mirara donde mirara, dama Serena sólo veía fantasmas. Había quien aseguraba que la misma habitación era un espectro, el espíritu de una ciudad arrasada por las huestes de Rocavarancolia.
La habitación había sido construida hacía más de quinientos años, cuando resultó evidente que la proliferación de espíritus en el reino se había convertido en un serio problema; era tal su número, que resultaba imposible dar dos pasos sin toparse con algún espectro doliente o con algún fenómeno paranormal provocado por ellos. Por eso se construyó la esmeralda, para mantener encerrados allí a la mayor cantidad posible de espíritus. La estancia los atraía como la luz a los insectos y, una vez dentro, la mayoría no podía abandonarla jamás; sólo unos pocos privilegiados eran capaces de resistirse al embrujo de la esmeralda y vagar a su antojo por Rocavarancolia. Dama Serena, dada su peculiar condición, era uno de ellos; sólo en contadas ocasiones se dejaba atraer por la llamada de aquel lugar. Hoy caminaba por ella a la espera de que llegara la medianoche y con ella el hechizo de Esmael. La inquietud poblaba de chispas los antebrazos del espíritu, daba la impresión de llevar las manos enfundadas en relámpagos.
Ante ella caminaba el espectro de un ahorcado, con la soga sujeta aún del cuello; a su izquierda, un músico con su acordeón, tocando sin entusiasmo una canción de amor traicionado. A la derecha se arrastraba el espectro de un hombre lobo; la muerte le había sorprendido a medio cambio y ahora era una mezcla incongruente entre bestia y hombre, sin que quedara muy claro dónde empezaba una y terminaba el otro. Si miraba hacia atrás, dama Serena podía ver una gran silueta informe avanzando tras ella, el espíritu de un ser inmenso cuya cima se perdía entre la niebla. Legiones y legiones de fantasmas los rodeaban. Las alturas también estaban tomadas por bandadas de espectros, flotando sobre sus cabezas como un mar de nubes inquietas.
Llegó y pasó la medianoche, sin que nada variara en el interior de la esmeralda. Los fantasmas continuaron con su lento caminar por la habitación infinita, ajenos a todo salvo a ellos mismos y sus pesares. Dama Serena se detuvo y miró alrededor mientras los espíritus la atravesaban como si no existiera.
—Vamos, Esmael —murmuró—. ¿Qué tienes para mí?
Atravesó el suelo de cristal y apareció al otro lado de la esmeralda, en una habitación octogonal situada en el primer nivel del castillo. Dama Serena se deslizó entre las paredes, mirando de izquierda a derecha cuando desembocaba en una sala o en un corredor.
—Esmael, Esmael… ¿Con qué intentarás convencerme?
Asomó la cabeza a través del muro exterior. Hasta la noche parecía expectante. Volvió dentro y siguió explorando la fortaleza, atravesando muros, vigas y tabiques.
De pronto quedó inmóvil en mitad de un pasillo. Había sentido una extraña punzada en su interior, un súbito aguijonazo que, de algún modo, le recordó sensaciones olvidadas a las que ni siquiera podía poner ya nombre. Miró hacia la gran puerta que se situaba al final del corredor. Daba al salón del trono.
Hacia allí fue, recubierta casi por entero de chispazos de inquietud. Se deslizó a través del muro.
Lo primero que vio fue que las telarañas que habían cubierto el Trono Sagrado durante años se habían venido abajo. Ahora, por primera vez en lustros, el asiento real quedaba a la vista. Y siendo grandioso como era, se veía empequeñecido por el entramado de tentáculos que surgían de sus brazos y su cabecera. Eran unos seudópodos metálicos, de casi metro y medio de largo cada uno, que daban al trono un vago aspecto de disparatada y amenazadora estrella de mar. Aquellos tentáculos despedazarían a cualquiera que se sentara en el trono sin ser el legítimo soberano de Rocavarancolia. A lo largo de la historia del reino, muchos habían muerto despedazados bajo su abrazo. Unos al intentar demostrar que ellos eran los que debían portar la corona y otros forzados a hacerlo.
Dama Serena vio cómo se removían inquietos en el aire. Daban la impresión de estar desconcertados.
Luego vio al hombre.
Estaba de pie ante uno de los ventanales del salón contemplando Rocavarancolia desde allí, con los hombros hundidos, encorvado, como si le consumiera un gran pesar. Vestía una elegante armadura de gala, revestida de tatuajes cambiantes. El cabello rubio y largo le caía sobre la espalda y le llegaba casi a la cintura. Las puntas de su melena eran de color negro azabache. Dama Serena había peinado ese pelo centenares de veces.
Se sintió perdida, condenada más de lo que ya lo estaba. No acudieron lágrimas a sus ojos porque los fantasmas estaban más allá del llanto, pero la pena, el dolor y una intensa culpa la desgarraron por dentro. Ya no le quedaba ninguna duda: Esmael tenía en su poder el grimorio del primer Señor de los Asesinos; estaba convencida de que dama Desgarro encontraría ese hechizo dentro del libro de Hurza cuando consultara los listados y compendios de los grimorios conocidos.
—Maryalé —llamó. Su voz tembló al pronunciar el nombre de su esposo, el hombre al que había asesinado hacía más de seiscientos años.
Él se dio la vuelta. El rostro que tantas veces había besado y acariciado estaba surcado por un auténtico torrente de lágrimas. Maryalé no era un fantasma, era real. Esmael lo había revivido. Los ojos negros, la fina línea de las pestañas, las arrugas nobles y altivas surcando su frente, el mentón afilado… Era él. Tal y como lo recordaba, tal y como lo había visto por última vez en vida. Hasta con lágrimas idénticas a aquéllas corriendo por sus mejillas, lágrimas que en aquel entonces había vertido mientras dama Serena agonizaba envenenada. Pero esta vez no lloraba por ella, comprendió. Lloraba por lo que acababa de ver tras la ventana: lloraba por Rocavarancolia.
—Serena —dijo el antiguo rey muerto, alargando una mano temblorosa en su dirección—. Mi reino… ¿Qué le ha pasado a mi reino?
* * *
La noche había traído consigo una pesada oscuridad de ataúd y mortaja. En el castillo de la montaña los monstruos no dormían. Hasta dama Sueño permanecía despierta en su habitación, con los ojos secos muy abiertos, mirando con fijeza de reptil las grietas del muro, como si algo allí llamara irremisiblemente su atención. Al otro lado de esa misma pared, en la habitación contigua, el anciano Belisario, envuelto en su sinfín de vendas, se sentaba a una mesa atestada de los más diversos enseres; junto a él, de pie y taciturno, uno de los criados pálidos de la fortaleza iba tomando uno a uno los objetos de la mesa y los acercaba a la cara del anciano, para que su vista poblada de velos y cataratas pudiera distinguirlos bien. Belisario se estremecía con cada recuerdo que pasaba ante sus ojos. El criado le mostró una cajita de música, el regalo de un viejo amor. Luego un cuerno de hueso gris, una promesa incumplida aún. Después un viejo collar de cuentas, robado a una niña que él mismo había asesinado. Recordar el pasado era lo más parecido a soñar que conocía Belisario.
Los hermanos Lexel se hallaban sentados el uno frente al otro en sus aposentos de la torre norte. No dejaban de mirarse. Se habían quitado las máscaras y se contemplaban con un odio enfermizo y completo. Muchos en el castillo estaban convencidos de que los gemelos se alimentaban únicamente del odio que se profesaban el uno al otro. Pasaban largas noches en vela, observándose con ojos asesinos. En el suelo, bajo la mesa, se encontraba una cesta vacía que hasta no hacía mucho tiempo había contenido varias manzanas de Arfes.
En el salón del trono, un rey revivido se desvaneció en la nada cuando el hechizo que lo había resucitado finalizó. Dama Serena permaneció largo rato contemplando el vacío, flotando a unos centímetros del suelo. La fantasma temblaba.
Rorcual, el alquimista, estaba de pie ante el gran espejo del armario de su cuarto, observando su inexistente reflejo. Llevaba tantos años sin ver su rostro que había olvidado cómo era; ya no recordaba siquiera el color de sus ojos. Se acarició el mentón, sin afeitar, cuarteado. Luego se sirvió otra copa de vino y, tambaleándose, se dejó caer en su lecho.
En uno de los sótanos del castillo, dama Araña preparaba con mimo los nuevos víveres que saldrían mañana rumbo a la ciudad en ruinas. Carne en salazón, fruta recreada, embutidos, pan seco; todo eso pasaba por sus cuatro brazos mientras lo iba depositando en las cestas. Cuando terminara allí, acudiría a rendir visita al regente, postrado en la última planta de la torre principal, le haría beber uno de sus bebedizos fortalecedores y se retiraría a descansar por fin a su telaraña. Los espantapájaros observaban sus evoluciones, firmes en sus puestos, con las manos rellenas de paja aferradas con determinación a los timones de sus navíos.
Fuera, la manada deambulaba por los arruinados jardines del patio exterior, trepaban a los retorcidos árboles muertos y desde ahí miraban hacia la ciudad en ruinas. Sentían la llamada de la nueva sangre. El líder de la manada, un gran macho oscuro con una tremenda cicatriz marcando su ojo derecho, alzó su cabeza hacia la noche cerrada y aulló largamente. El resto no tardó en seguirlo.
En Altabajatorre, Denéstor Tul dormía de forma tan profunda que bien podía haber pasado por muerto. A su alrededor deambulaban una multitud de sus más absurdas creaciones, velando juntas el sueño de su creador. La mayoría amaba ciegamente al demiurgo. Hubieran dado por Denéstor la vida que él mismo les había concedido sin dudarlo un solo instante. Un antiguo fusil de pólvora con una docena de tijeras a modo de extremidades trepó a la hamaca donde el demiurgo dormía y se hizo un ovillo junto a su costado.
Más allá del castillo y las montañas, entre las ruinas de Rocavarancolia, vagaba Enoch el Polvoriento, olfateando el aire en busca de alguna presa a la que desangrar. En su camino pasó cerca de la hondonada del cementerio. El Panteón Real, un edificio de mármol negro, con una cúpula central y cuatro anexos piramidales, ocupaba el punto medio del camposanto. El resto del terreno estaba cubierto por centenares de tumbas y mausoleos. Enoch se detuvo un instante a escuchar la animada charla de los muertos. Estaban inquietos. Hasta a ellos les había alterado la llegada de la nueva cosecha. Sus conversaciones eran una incongruente algarabía.
La puerta principal del Panteón Real se abrió para dejar salir a dama Desgarro, furiosa y más despeinada de lo habitual.
—¡Queréis callaros de una vez! —gritó a los parlanchines pobladores del cementerio—. ¡Quiero dormir! ¡Callaos u os juro que bajaré tumba por tumba y os cortaré vuestras malditas lenguas agusanadas!
—Duerma, señora, duerma —le contestó uno de ellos, el cadáver de un antiguo hechicero de escaso poder. La voz sonó ahogada por el ataúd y la tierra que lo cubría—. Y perdone nuestra osadía. Deje que reparemos nuestra afrenta ayudándola a conciliar el sueño…
Y los muertos comenzaron a cantar una canción de cuna, tan desafinada que hasta el propio Enoch rechinó los dientes. Dama Desgarro soltó una maldición, se arrancó las orejas, las guardó en los bolsillos de su raído camisón y regresó al interior del Panteón Real agitando la cabeza malhumorada. Bajo tierra, cientos de bocas muertas rompieron a reír al mismo tiempo.
Enoch siguió su camino, con el viento agitando el vuelo de su polvorienta capa. Un atisbo de sangre cálida llegó a sus fosas nasales al cabo de un rato. Venía de la segunda planta de un edificio semiderruido. Allí estaba el último cachorro de Denéstor, el único que no se había refugiado en el torreón Margalar. El vampiro trepó por la fachada de la casa como una incongruente lagartija y espió al joven a través de una ventana con los ojos entrecerrados. El chico se encontraba acuclillado ante una hoguera, concentrado en la tarea de asar una rata ensartada en su espada. En el suelo, junto a sus pies descalzos, había ya un buen montón de huesecillos roídos.
Enoch se relamió. Sería tan fácil abrirle la garganta y beber su sangre…, su deliciosa y maravillosa sangre…
De pronto, el joven alzó la vista y miró en su dirección. Las llamas de la hoguera se reflejaron con una intensidad pavorosa en sus ojos. El vampiro, sobresaltado, se dejó caer a la acera y echó a andar a paso rápido, casi a la carrera, mirando de cuando en cuando hacia atrás como si temiera que el muchacho marchara en su persecución. Se echó a reír, consciente de lo absurdo de su miedo. Era un niño, un cachorro de Denéstor. ¿A qué se debía ese absurdo ataque de pánico? Enoch agitó la cabeza, volvió a reír y siguió caminando, más despacio ahora.
Sólo miró hacia atrás una vez más.
En lo alto del faro, de espaldas a Rocavarancolia, se sentaba Esmael, el ángel negro, con la mirada perdida en el horizonte movedizo del mar. De cuando en cuando destellaba el haz de luz del faro y se proyectaba sobre el océano en dirección este, reflejándose de paso en la pedrería natural que recubría la carne del ángel negro. A los pies del acantilado, entre los arrecifes, flotaban los restos de las docenas de barcos que habían naufragado engañados por la traidora luz del faro de Rocavarancolia.
La cúpula del mismo se había convertido en los últimos tiempos en el lugar favorito de Esmael. Le gustaba sentarse allí y dejar vagar la vista por la superficie inquieta del mar. Le tranquilizaba escuchar el oleaje rompiendo contra las rocas y los barcos naufragados. A veces se preguntaba cuánto tiempo sería capaz de volar mar adentro antes de que el agotamiento le venciera. En más de una ocasión había estado tentado de hacerlo: levantar el vuelo por última vez y avanzar hacia el horizonte lejano en un viaje sin retorno. A lo largo de los siglos no habían sido pocos los Señores de los Asesinos que se habían dado muerte a sí mismos, unas veces por deshonor, otras por simple hastío. De hecho, su primer impulso tras la derrota que puso fin a las ambiciones de Rocavarancolia había sido ése: adentrarse en el mar y no regresar jamás.
Esmael suspiró con la mirada perdida en el horizonte. Luego volvió la vista en dirección al torreón Margalar.
Allí la mayoría de los muchachos dormía. A Héctor le asombraba que hubieran podido conciliar el sueño, pero el sonido acompasado de sus respiraciones no dejaba lugar a dudas. Él, en cambio, se había resignado a pasar la noche en vela. La mente le bullía con todo lo que había vivido en las últimas horas. Era como si en su cerebro estuvieran pasando una película acelerada y mal montada de lo ocurrido. Denéstor, dama Desgarro, la araña humana, la cicatriz de Arax, las tinieblas que dama Serena había injertado en su mente…
Cada cierto tiempo los ruidos del exterior le hacían girar la cabeza hacia la ventana. El viento gemía allí fuera con mil voces diferentes. Se escuchaba también el repiqueteo de las tejas, el ruido de entrechocar de piedras y, de cuando en cuando, los siniestros aullidos desde la montaña… Rocavarancolia de noche era más ruidosa que de día. Y más siniestra. A veces hasta creía oír pasos en el exterior y su imaginación se llenaba de criaturas al acecho, de hordas de espantos que trepaban por los muros.
Los lobos, si eran lobos, volvieron a aullar y él se estremeció de nuevo en la oscuridad.
—¿Duermes? —escuchó que le preguntaba Natalia.
—No —susurró él. Alguien masculló algo en sueños—. No puedo dormir. He intentado contar ovejitas pero llegan los lobos y se las comen…
—Eres tonto —le dijo ella entonces. Y aunque no pudo ver su rostro, Héctor adivinó que Natalia sonreía—. Si quieres puedes coger mi mano —le ofreció—. Por si tienes miedo, digo.
Héctor sonrió. En la oscuridad de la habitación se coló por un instante el resplandor de uno de los murciélagos flamígeros que revoloteaban en torno al torreón. Alargó la mano, en busca de la de Natalia. Cuando la encontró entrelazaron los dedos con fuerza. Sentir la calidez de la mano de la chica en la suya fue un bálsamo, un respiro. Permanecieron en silencio, sin soltarse, sumidos cada uno de ellos en sus propios pensamientos. Y para sorpresa de Héctor él también comenzó a deslizarse hacia el sueño; a pesar de los sonidos del exterior y de toda la tensión, el agotamiento se había presentado a pasar su factura.
En lo último que pensó antes de quedarse dormido fue que hubiera preferido estrechar la mano de Marina. Fue un pensamiento que le avergonzó al instante, pero ni pudo ni quiso evitarlo. Marina tenía los ojos más hermosos del mundo.
Y fuera el viento aullaba.