El torreón

El torreón

Había un reloj en la cúspide del torreón. Al menos se asemejaba mucho a un reloj. Era una gran esfera acristalada, colocada en la cara este, justo bajo la línea de almenas. En la parte superior de la esfera se podía ver una pequeña circunferencia roja y, en el lugar en el que un reloj de sol marcaría cerca de las cuatro y diez, la misma estrella escarlata que habían encontrado en la torre parda de la plaza.

—Otra vez ese símbolo —dijo Bruno.

—Ese punto de arriba… —murmuró Marco pensativo—. Dama Desgarro mencionó algo sobre una Luna Roja, ¿recordáis?

—Sí. Dijo que en los últimos treinta años nadie había vivido lo suficiente para verla… —señaló Héctor. Y ahora que Marco lo había mencionado sí que parecía que aquel punto representaba una luna, hasta se intuía algún accidente geográfico en su superficie: grietas y profundos cañones que se repartían sobre todo en la zona oriental del ecuador.

—Pero ¿qué se supone que es? —preguntó Adrián—. ¿Un reloj o un adorno?

—Puede que indique cuándo salen la Luna Roja y esa estrella —conjeturó Ricardo—. O cuándo tendrá lugar el próximo eclipse, o a lo mejor no tiene nada que ver con lunas ni estrellas. Yo qué sé…

Los once jóvenes estaban en lo alto del promontorio, contemplando el edificio desde el otro lado del foso, al pie del puente levadizo. Se trataba de un torreón de planta redonda, de muros oscuros mezclados con arenisca verde y cuatro pisos de altura. La única tara que se advertía en el edificio era un fuerte impacto en la cara norte; bien podía haber sido causado por un cañonazo que, aunque no había llegado a atravesar el muro, había logrado deformarlo; Héctor no pudo evitar pensar en un puño enorme golpeando contra la pared.

El puente levadizo era de gruesa madera oscura y medía seis metros de largo y cuatro de ancho. Las cadenas descendían desde dos aberturas situadas a ambos lados del portón de la torre para aferrarse a los anclajes del extremo del puente.

El foso que rodeaba el torreón no tenía fondo apreciable. Natalia había hecho ademán de ir a asomarse pero Ricardo la había cogido del cuello del blusón antes de que pudiera dar dos pasos. Héctor contempló aquella nueva brecha con aprensión. El recuerdo de la cicatriz de Arax y lo que contenía estaba demasiado fresco en su memoria. Y aunque allí no había ni rastro de la niebla de advertencia, tampoco olvidaba lo que la fantasma había dicho: la ausencia de oscuridad no implicaba que un lugar fuera seguro.

A sus espaldas se escuchaba el murmullo continuo del torrente que discurría en torno al promontorio. Sus aguas bajaban turbias tras la tormenta de la noche anterior, arrastrando pedazos de madera y escombros.

No habían tardado mucho en cubrir la distancia que separaba la plaza de la fuente del torreón. Habían avanzado deprisa, espoleados por la inminente llegada de la oscuridad. Marco había cargado a Rachel a su espalda sin que esta vez Lizbeth pusiera el menor reparo en ello. A mitad de camino, se habían topado con una descomunal escalinata de mármol negro. El último escalón servía además de puente para atravesar el río, aunque con la subida de las aguas se encontraba prácticamente sumergido. Una vez cruzaron a la orilla opuesta les fue fácil dar con el torreón.

Llevaban un rato parados ante el puente levadizo. Todos esperaban la señal de Ricardo para pasar al otro lado, pero el joven castaño estaba inmóvil observando la mole del torreón con desconfianza, como si pensara que aquel lugar también estaba ansioso por devorarlos.

—¿Qué hacemos, intrépido líder? —preguntó Alexander, volviéndose hacia Ricardo. Llevaba al hombro toda la fruta que quedaba, dentro de una camisola con las mangas atadas—. ¿Nos quedamos aquí toda la noche o cruzamos de una vez?

Ricardo resopló. Era evidente que no se sentía nada convencido.

—De acuerdo, vamos a entrar —concedió al fin—. Pero con calma y que nadie se separe demasiado del grupo. Vayamos donde vayamos, iremos todos juntos.

En ese preciso instante se escuchó un tremendo aullido. Procedía de las montañas, que en aquel momento no eran más que una densa zona de sombras contra el crepúsculo. Un segundo aullido se unió al primero. Y un tercero no tardó en seguirlos. Héctor sintió una punzada de miedo en la boca del estómago. Aquellos aullidos sonaban a hambre pura, a huesos roídos con rabia… Casi sin darse cuenta se fueron acercando los unos a los otros, buscando la sensación de seguridad que da la cercanía.

—No son lobos —dijo Lizbeth—. Los lobos no aúllan así.

Cruzaron el puente con rapidez, mirando de cuando en cuando a sus espaldas, como si temieran que algo fuese a darles alcance antes de atravesar la puerta del torreón. Héctor caminó por el centro del puente levadizo, sin mirar ni una vez al abismo que se adivinaba debajo. La explosión de adrenalina que había sentido en la cicatriz de Arax había quedado ya muy atrás.

Los aullidos continuaban, sonoros y temibles. Se habían impuesto con facilidad al gemido del viento.

—¿No suenan más cerca? —preguntó Adrián.

—No —le replicó Lizbeth—. Suenan igual que cuando han empezado. No se han movido.

—Yo los oigo más cerca. Estoy seguro.

El portón daba a un pasillo abovedado y sombrío que conducía hasta una segunda puerta, bastante más pequeña que el portalón que acababan de atravesar. En el techo del pasadizo se veían, a intervalos regulares, los dientes afilados de tres verjas alzadas, firmemente encajadas entre la mampostería.

Fue el mismo Ricardo quien abrió la segunda puerta. El chirrido que emitió al abrirse casó a la perfección con los aullidos lejanos y el gemir del viento.

Echaron un vistazo desde fuera sin hacer ademán de entrar. Sus ojos tardaron unos instantes en habituarse a la densa penumbra que se acumulaba tras la puerta, pero poco a poco las sombras del interior se fueron definiendo, convirtiéndose en mesas y sillas, en candelabros de pie y repisas inofensivas.

—Parece despejado —murmuró Ricardo, y traspasó el umbral. El resto no tardó en seguirlo. Lizbeth y Marina ayudaron a entrar a Rachel.

Sin separarse ni un metro unos de otros, echaron un vistazo a su alrededor. Natalia y Alexander empuñaban con fuerza sus varas.

La sala era enorme. Ocupaba la totalidad de la planta baja de la torre, y aunque estaba completamente desordenada, ese caos no parecía fruto de ninguna catástrofe, más bien daba la impresión de que alguien había usado el lugar como improvisado almacén, sin preocuparse de guardar un mínimo orden mientras iba amontonando cosas. Por todas partes había cómodas, mesas, sillas y anaqueles atestados de los más diversos enseres. Había linternas de cristal, candelabros, un sinfín de velas de todos los tamaños y colores, cuencos, vasos, platos de cerámica, cucharones, bandejas y hasta una olla. Y era tal la cantidad de polvo y telarañas que poblaba la estancia que ésta parecía amortajada.

—Buscad cerillas, mecheros… Cualquier cosa que pueda prender fuego —les pidió Ricardo—. Necesitamos luz.

—Y si encontráis armas o comida, avisad también —añadió Marco.

Los muchachos se repartieron por el lugar, abriendo cajones y revisando estantes, examinándolo todo sin alejarse mucho unos de otros. Pronto se encontraron avanzando casi a tientas en la semioscuridad de la sala. En el centro de la misma había una escalera de caracol, de peldaños estrechos y retorcidos que además de subir a las plantas superiores descendían hacia un nivel inferior. Hasta allí se acercó Héctor, con Adrián pegado a sus talones. Miró hacia arriba y hacia abajo por el hueco de las escaleras. Sólo parecía haber otra planta bajo la que se encontraban.

Junto a las escaleras había un gran cubo de madera del que sobresalían varios escobones, fregonas y cepillos. Héctor cogió una escoba y la usó para quitar las telarañas de un objeto cercano tan recubierto de ellas que era imposible adivinar de qué se trataba. Resultó ser un voluminoso arcón de madera. Dudó entre abrirlo o no, pero al final le pudo la curiosidad e hizo palanca con la escoba para levantar la tapa. El arcón estaba repleto de ropa, idéntica la mayor parte a la que llevaban. Pero también distinguió entre ella una colorida camiseta adornada con el protagonista de una serie de dibujos animados que había estado de moda hacía unos años. En el centro de la prenda había un gran desgarrón rodeado por una mancha oscura que bien podía ser sangre seca. Héctor se apresuró a esconder la prenda entre las demás.

—¿Has encontrado algo? —le preguntó Adrián.

—Nada —contestó él enterrando aún más la camiseta ensangrentada—. Más ropa. Sólo eso.

Adrián asintió y estornudó con fuerza. El deambular de los chicos por la habitación levantaba nubes y nubes de polvo.

—¡Ay! —se escuchó exclamar a alguien en la polvorienta oscuridad.

—¿Qué ocurre? —preguntó Ricardo, acercándose hacia la fuente del sonido.

—¡Que soy idiota! —exclamó Madeleine—. ¡Eso ocurre! Me he hecho un corte con un estúpido cristal. Tenía los bordes afila…

Sus palabras quedaron cortadas por un grito de asombro que coincidió con un súbito brillo en las tinieblas. Venía de la mano de la muchacha. Madeleine sujetaba aún el vidrio con el que se había cortado, un pequeño cristal romboidal de color azul claro, y era de ahí de donde surgía la luz. Daba la impresión de que Maddie empuñaba una resplandeciente esfera de medio metro de diámetro. La luz no bastaba para iluminar la sala, pero aclaraba las tinieblas.

—¡Has hecho magia! —exclamó Adrián, admirado.

—Lo que me he hecho ha sido daño —le replicó ella con sequedad—. Aquí hay más cristales, por si os interesa saberlo.

—Déjame ver —Alexander se acercó a su hermana y observó con el ceño fruncido el corte en el dedo pulgar de la joven—. No es nada, sólo un arañazo. Casi ni sangras.

—Pero duele… Y seguro que está llena de gérmenes y bacterias… ¡Enfermaré! —le tendió el cristal para que lo sostuviera él mientras ella misma examinaba la herida. No habían pasado ni dos segundos desde que Alexander lo había cogido cuando la luz se apagó.

—¡Vaya! ¿Ya lo he roto? Suelo tardar más en cargarme las cosas…

Madeleine se lo arrebató de la mano y la luz regresó otra vez.

—¿Sólo funciona conmigo?

Héctor y Ricardo examinaron el resto de cristales. Había varias docenas amontonadas en una bandeja de madera policromada. Eran todos idénticos en forma, aunque no en color; los había azules, verdes y anaranjados. Ricardo tomó uno azul entre sus dedos y lo examinó a la luz que arrojaba el de Madeleine. Luego se hizo un rápido corte en la yema de un dedo con él. El resplandor plateado afloró casi al instante en torno al cristal romboidal. Ricardo le tendió el cristal a Héctor y en cuanto cambió de manos la luz se disipó.

—Por lo visto los cristales sólo funcionan con quien los activa —comentó Bruno. Seleccionó un cristal de la bandeja y, sin pensárselo dos veces, lo hundió en la palma de su mano. Ni siquiera entonces varió la expresión de su rostro. Cuando el cristal se prendió lo alzó ante sus ojos para examinarlo mejor—. La sangre se cuela por los bordes y circula por el interior del cristal. Hay algo ahí. Un punto oscuro… Al alcanzarlo la sangre, el cristal se enciende.

Ricardo recuperó el cristal que le había dado a Héctor y de nuevo la claridad lo envolvió.

—Bien, ya tenemos luz —dijo—. El que quiera ya sabe lo que tiene que hacer. Pero tened cuidado, sería un fastidio que alguno se desangrase.

La luz ya era más que suficiente para alumbrar la sala con nitidez; aun así tanto Lizbeth como Marina prendieron dos nuevos cristales. Rachel dijo algo que nadie logró entender, para luego señalar con vehemencia hacia la bandeja y los cristales. Marina le acercó uno y la chica asintió complacida antes de cogerlo. A continuación se hizo un corte con él en el dorso de la mano, y aunque la sangre brotó y penetró en el cristal no hubo luz esta vez.

—Estará roto —conjeturó Marco. Cogió el cristal y se lo clavó en la yema del dedo pulgar. Al cabo de un instante, una burbuja de nítida luz perla rodeó su mano. Rachel resopló, disgustada.

Alex y Natalia fueron los siguientes en activar cristales. Los distintos focos de luz dotaban a los objetos de la habitación de sombras múltiples y movedizas como espectros de tinta que se alargaban o encogían en función de los movimientos de los muchachos. Héctor tomó un cristal del cesto y lo acercó a la yema de su dedo índice, pero no encontró valor suficiente para clavárselo; la idea de hacerse daño a propósito, aunque fuera a cambio de un poco de luz, le repugnaba. Resopló y devolvió el cristal al cestillo con rapidez. Miró a los que sujetaban esas esferas luminosas, aquella claridad les dotaba de una consistencia casi nebulosa, como si no terminaran de estar allí. Ricardo, con su propio cristal en las manos, se acercó a la escalera de caracol y les hizo una seña para que lo siguieran.

* * *

En el sótano de la torre encontraron las mazmorras. Ocupaban toda la mitad sur del torreón y eran tres celdas a las que se accedía a través de un enorme portón reforzado. De su cerradura sobresalía una llave de hierro que compartía argolla con otra docena de llaves más pequeñas.

Las celdas eran grandes y húmedas, de gruesos barrotes de acero sin apenas separación entre ellos. La sensación de agobio y encierro que asaltó a Héctor en aquel lugar fue tremenda, tanta que sintió el impulso de echar a correr y no parar hasta encontrarse fuera de la torre. De los muros de la mazmorra central colgaban tres juegos de cadenas y grilletes. Había marcas de arañazos y golpes en la mampostería y manchas oscuras y turbias por todas partes.

—Este sitio me pone los pelos de punta —dijo Marina con un hilo de voz mientras retrocedía hacia la puerta—. ¿Podemos salir de aquí, por favor?

Héctor asintió. Aquel lugar estaba cargado de malignidad. Entre esas paredes habían ocurrido cosas terribles. Y hasta las mismas piedras se habían impregnado de aquellas oscuras resonancias.

—Sí —murmuró Ricardo. También parecía sobrecogido por las celdas—. Aquí no hay nada que ver. Vámonos.

Frente a las mazmorras, al otro lado de la escalera de caracol, había dos puertas más. Alexander abrió la primera y su rostro se iluminó en cuanto vio lo que había dentro.

—Por fin —musitó al contemplar la gran cantidad de armas que se apilaba en la habitación—. Por fin, por fin… —repitió mientras entraba ansioso.

—La armería de la torre —anunció Bruno.

Por doquier se esparcían armas de todo tipo y tamaño. Espadas, arcos, escudos, alabardas, aljabas llenas de flechas, hachas, ballestas, dagas… Estaban tiradas en el suelo, apoyadas en las esquinas o sujetas por abrazaderas a los muros. Prácticamente lo cubrían todo. En el centro de la armería había dos arcones abiertos, repletos de piezas de armadura. Entraron de uno en uno, en absoluto silencio. Las esferas de luz que portaban arrancaban destellos del acero y de los adornos de las vainas y empuñaduras. Héctor miraba a un lado y a otro, impresionado por tan tremenda cantidad de armas. Todo aquello estaba concebido para matar, pensó sobrecogido, en cada una de esas armas había una promesa de violencia a punto de desatarse. Se preguntó cuántas habrían matado ya.

Alexander se acercó a un enorme espadón a dos manos casi tan alto como él. Intentó blandirlo, pero ni siquiera logró moverlo de su sitio. Se decidió entonces por una espada mucho más pequeña que empuñó sin sacarla de su vaina. Logró levantarla, aunque no sin dificultades.

—Deja eso, haz el favor —le pidió Marco.

—Pero ¿qué dices? ¡Es lo que estábamos buscando! ¡Armas con las que protegernos!

—¿Sabes manejar una espada? ¡Mira cómo la empuñas! ¡Así lo único que conseguirás será destrozarte la muñeca!

—Es cierto, Alex —le dijo su hermana—. Pareces un payaso.

Alexander apretó los dientes y alzó la espada hasta apuntar con el filo envainado a la garganta de Marco. Su brazo temblaba pero ese temblor apenas se reflejaba en el arma que empuñaba. Las lenguas del cinturón de la vaina se agitaban en el aire como serpientes adormiladas.

—Puede que no sepa manejarla, pero aprendo rápido —le advirtió.

Marco entrecerró los ojos. Saltó hacia delante y golpeó con el antebrazo la espada mientras empujaba a Alexander. El arma cayó al suelo y el pelirrojo a punto estuvo de hacerlo también. El muchacho negro recogió el arma y la desenvainó con un movimiento fluido y elegante.

—¿Ves? Con una espada lo único que lograrías sería cortarte tú solo —la envainó de nuevo y ajustó las correas del cinto a su cintura. Héctor pensó que si alguien había nacido para llevar una espada, ése era Marco—. Buscad dagas y cuchillos. Y procurad que no sean ni muy grandes ni muy pesados. No os tiene que costar ningún esfuerzo empuñarlos.

—Mi madre me apuntó a un curso de esgrima, pero sólo fui a una clase. No me gustó nada —dijo Adrián. Alzó la palma de su mano abierta ante su rostro y comenzó a agitarla de un lado a otro—. Te ponen una máscara horrible en la cara… Era como estar dentro de un rallador de queso. Si me hubiera quedado… Si hubiera aprendido… —añadió malhumorado.

Se agachó y rebuscó entre un montón de armas hasta dar con un pequeño cuchillo de su gusto. La empuñadura tenía forma de dragón con las alas extendidas. Adrián se abrió la blusa y deslizó el arma en la cintura de su pijama. Marina se había acercado a un elegante arco de madera oscura y bordes rojos, dispuesto contra la pared. Acarició su superficie con delicadeza.

—Mi primo tiene un arco de competición —dijo—. No es como éste, claro… Está lleno de clavijas y cosas raras. El verano pasado me enseñó a tirar.

—¿Y lo haces bien? —le preguntó interesado Marco.

—No le di a la diana ni una sola vez —confesó ella—. Me cargué una ventana del cobertizo. Y maté un pato.

—¿Le apuntabas a él? —preguntó Alexander.

—¡No!

—Entonces busca un cuchillo —le dijo Marco.

Héctor al final se decidió por una pequeña daga de empuñadura retorcida. No tenía cinturón, pero un enganche en la parte trasera de la vaina le permitió colgarla del interior del blusón.

Lizbeth tomó a Ricardo de la muñeca y le hizo girarse hacia ella.

—¿Tú crees que es buena idea que vayamos por ahí armados? —le preguntó—. Al final alguien se hará daño, ya lo verás. Es una imprudencia.

—Necesitamos armas —le contestó él—. Eso está claro. Este lugar es peligroso y no nos va a dar ninguna ventaja… —se acercó a Marco, que estaba examinando la daga elegida por Madeleine—. ¿Aprendiste a manejar la espada en el gimnasio de tu padre?

—No exactamente… Aprendí kendo. Y nociones básicas de otras artes marciales. Pero no creas que soy un experto. Cualquiera con un poco de idea me daría una paliza.

—¡Que se lo pregunten a los bichos que nos atacaron! —exclamó Adrián, e imitó el gesto de golpear algo con un palo—. ¡Pum!

—Pues nosotros tenemos que aprender a defendernos y ese poco que sabes nos puede venir de perlas… —estaba diciendo Ricardo—. ¿Podrías enseñarnos?

—Por supuesto que sí —contestó Marco.

—Pero ¿cuánto tiempo creéis que vamos a pasarnos aquí? —le preguntó Natalia. Tenía una daga de hoja curva a medio desenvainar entre las manos.

—Si conseguimos salir de aquí mañana mismo, excelente —dijo Ricardo—. Aunque creo que deberíamos empezar a pensar que vamos a pasar una larga temporada en este sitio…

—¿Qué? ¡Yo no quiero pensar eso! —dijo Adrián—. Lo que quiero es volver a mi casa, ¿vale? Quiero volver con mi madre. Esto hace ya rato que no me divierte.

—Todos queremos volver a casa —dijo Lizbeth en tono consolador—. Y encontraremos el modo de hacerlo, ya lo verás.

—¡No, no lo encontraremos! —exclamó Marco. Todos lo miraron espantados ante aquella exagerada reacción—. ¡Y cuanto antes se os meta eso en la cabeza mejor! Pensar en volver a casa sólo os hará daño.

—Pero ¿qué dices? —le preguntó Marina, acercándose hacia él—. ¿Desde cuándo tener esperanza hace daño?

Marco sacudió la cabeza, como si se dispusiera a explicar algo tan obvio que le resultara inconcebible tener que expresarlo en palabras.

—Denéstor nos repitió una y otra vez que no podía mentirnos, ¿de acuerdo? —dijo alzando sus grandes manos—. Que por ley tenía prohibido hacerlo. Por lo tanto todo lo que nos dijo es cierto. Y algo que nos contó a todos es que no habrá modo de regresar a nuestra casa hasta dentro de un año, cuando las puertas entre nuestros mundos se abran…

Un incómodo silencio se cernió sobre el grupo. Adrián miró a Marco con los ojos muy abiertos.

—Puede que nos mintiera al decirnos que no podía mentirnos —le espetó con la voz quebrada—. ¿No has pensado en eso? ¿Eh?

—No, no… —Marina negó con la cabeza, incrédula—. No puedes fiarte de lo que nos dijo Denéstor, Marco. ¡No tiene sentido que le creas! ¡Por todos los cielos, él es el malo!

Ricardo suspiró.

—Si hubiera podido mentirnos de manera directa, no habría montado ni el espectáculo de la pipa ni el rollo del contrato —dijo apesadumbrado—. Marco tiene razón: Denéstor nos manipuló, pero no nos mintió.

—Me temo que así es —añadió Bruno—. Hasta en el contrato que firmamos venía recogida una cláusula que especificaba que al cabo de un año se nos daría la oportunidad de regresar a nuestro hogar. Por lo tanto tenemos que considerar como real el hecho de que no habrá posibilidad de regresar hasta transcurrido ese tiempo.

—Un año —murmuró Lizbeth.

De nuevo regresó el silencio a la armería, tenso y terrible. Los muchachos se miraban unos a otros. En sus ojos, Héctor leyó perplejidad y desánimo, excepto en la mirada de Bruno, vacía como de costumbre, y en la de Rachel, que asistía desconcertada de nuevo a una conversación de la que nada entendía. Adrián se mordió el labio inferior y resopló.

—Un año —repitió Alexander—. Un año no es tanto tiempo. Ya veréis. Pasará volando.

Como rúbrica a sus palabras, de nuevo se oyeron aullidos en el exterior. Héctor tragó saliva. La perspectiva de pasar todo un año en aquel lugar horrible era escalofriante. Frunció el ceño. Denéstor había dicho que les darían la oportunidad de volver a sus hogares al cabo de ese tiempo, era cierto, pero ¿a qué mundo regresarían? ¿A un lugar donde nadie los recordaba? ¿Hablando un idioma que nadie entendería? Héctor comenzaba a temer que la posibilidad de regresar a casa no fuera más que otra de las medias verdades de Denéstor Tul.

* * *

Una vez escogieron armas y Marco les hubo dado el visto bueno a todas y cada una de ellas, salieron de la armería. Lizbeth había preferido seguir desarmada y Ricardo al parecer no había visto motivo para sustituir la daga herrumbrosa que había encontrado bajo el cadáver alado. A Héctor el cuchillo que llevaba al cinto no le hacía sentirse más seguro. Y al parecer tampoco a Natalia ni a Alex, que continuaban con sus varas. El pelirrojo no había apartado la vista de las espadas de la armería; parecía un niño al que le hubieran prohibido tocar su juguete favorito.

Fue Bruno quien abrió la última puerta del sótano del torreón. La habitación a la que conducía tenía forma de media luna y era tan pequeña que la mayor parte del grupo tuvo que contentarse con verla desde fuera al no haber espacio para todos dentro. En la curva de la pared se disponían varias palancas y ruedas de metal y madera. Un pestilente olor a aceite y grasa lo llenaba todo.

—Desde aquí deben controlarse el puente levadizo y las verjas —dijo Ricardo examinando una de las palancas. Era grande y estaba carcomida por los bordes. Tiró de ella hacia abajo y al instante algo crujió entre los muros de la torre sobresaltándolos a todos.

—¡Levanta el puente! ¡Levanta el puente! —le pidió Adrián—. ¡Así los lobos no podrán entrar!

Ricardo hizo girar una rueda hacia la derecha y en la distancia se oyó otro fuerte crujido.

—No estaría mal que alguien fuera a echar un vistazo a la entrada —comentó Marco—. Para saber qué estamos haciendo y eso…

Héctor iba a quedarse abajo, pero al ver que con Adrián y Alexander subía Marina, decidió ir también. Los cuatro ascendieron las escaleras con rapidez y se acercaron a la puerta del torreón después de sortear el caos de enseres de la planta baja. Las luces de los cristales que portaban Alex y Marina alumbraron a la perfección el pasadizo de entrada. Más allá la noche era casi absoluta. Rocavarancolia no era más que un mar de sombras. Desde la puerta fueron informando a gritos a los de abajo de lo que iba ocurriendo.

—¡Habéis bajado la segunda verja! —dijeron cuando la reja descendió. Lo hizo de golpe y el chasquido de la base dentada al golpear el suelo de piedra resonó durante unos segundos en el pasadizo.

Al cabo de un momento el puente levadizo dio una fuerte sacudida. La herrumbre de los refuerzos de metal y el polvo acumulado entre la madera saltaron hacia arriba. Un fuerte crujido restalló en el interior del torreón seguido por un continuo repique de eslabones metálicos recogiéndose. Las cadenas se tensaron y comenzaron a alzar el puente entre quejidos de madera y temblores. Quedó a medio camino, inclinado como una enorme lengua burlona.

—¡Seguid así! —les animó Adrián. Tenía las mejillas enrojecidas por la emoción—. ¡El puente se está levantando! ¡Dadle fuerte! ¡Fueeeeeeeeerte!

Otro nuevo crujido llegó desde el interior de la torre y el puente se puso de nuevo en marcha entre el repicar de las cadenas y el crujido de la madera. Héctor sabía que era un sentimiento absurdo, pero a medida que el puente se alzaba se sentía más seguro, como si de verdad aquel foso pudiera protegerlo de los horrores que poblaban Rocavarancolia.

—¡Ya está! ¡Ya está! —gritó Adrián, dando saltos, cuando el puente cerró el portón principal de la torre. Dio una palmada a Héctor en un hombro y sonrió a Alexander—. Ahora estaremos a salvo, ¿verdad? —preguntó, y había tal ingenuidad y desamparo en su voz que Héctor sintió un nudo en la garganta.

—Por supuesto que estaremos a salvo —le aseguró el pelirrojo, con la vista fija en el portón cerrado. Las sombras en el pasadizo se habían hecho más oscuras.

* * *

Cuando el puente estuvo izado y las tres verjas bajadas, retomaron la exploración de la torre. Las dos plantas siguientes estaban divididas en habitaciones comunales, cuatro por piso, con ocho toscos jergones en el suelo de cada una. Los colchones eran poco más que sucias fundas de estopa desgastada, mal rellenas de paja. No había rastro de muebles y el polvo y las telarañas lo cubrían todo. En cada cuarto había tres troneras, demasiado estrechas como para mantener ventiladas las habitaciones.

—¿Dónde nos has traído? —preguntó Alex, mirando a Marco con una ceja enarcada—. ¿Al hostal Rocavarancolia?

El muchacho se encogió de hombros y le dedicó otra de sus impresionantes sonrisas.

—Hay que reconocer que el sitio no está mal, si no nos fijamos en el polvo y la mugre, claro… —dijo Ricardo—. Lo más probable es que no seamos los primeros en refugiarnos aquí.

Héctor pensó en la camiseta ensangrentada del arcón, pero no dijo nada.

Adrián se acercó a uno de los colchones y le propinó un ligero puntapié, como si quisiera probar su consistencia. Algo se removió al instante bajo la funda. Torcieron el gesto al ver cómo varias arañas salían entre los desgarrones de la tela, agitadas por el repentino movimiento.

Madeleine dio un grito y retrocedió un paso, retorciéndose las manos a la altura del cuello.

—¡Están llenas de bichos!

—No son bichos. Son arañas —dijo Marina y se acuclilló junto al colchón. Una de las arañas, de un vivo color verde, correteó sobre su zapato sin que a ella pareciera importarle.

—¿Se parece a la que viste anoche, Héctor? —le preguntó Ricardo.

—Tiene un aire. Aunque la mía era un poco más grande y vestía mejor.

—No aconsejaría que durmiéramos en eso —comentó Lizbeth señalando a los mugrientos jergones—. A no ser que queráis que los bichos os coman vivos.

—Encontré un cajón con ropa abajo —dijo Natalia, y Héctor rezó por que no fuera el mismo que había encontrado él—. Podemos extenderla en el suelo a falta de algo mejor.

—Dormir en el suelo… —dijo Madeleine como si la idea le pareciera completamente absurda e irracional. Miró a su hermano y sacudió la cabeza—. Este lugar resulta cada vez más y más desagradable…

—Nadie dijo que fuera a ser fácil —replicó Alex.

—Y nadie dijo que fuera a ser tan horripilante como está resultando ser —le espetó ella con frialdad—. Y tú me metiste en esto, te lo recuerdo. Una aventura, dijiste… Una pesadilla, digo yo…

Alexander frunció el ceño pero no replicó.

—No estás aquí por culpa de tu hermano —terció Héctor—. Estás aquí por culpa de Denéstor. Él fue quien nos engañó a todos.

—No te metas donde no te llaman, gordito —le soltó el pelirrojo saliendo de la habitación sin mirarlo. Casi arrolló a Marina y a Rachel a su paso.

—Tu hermano es algo idiota, ¿no? —preguntó Marina.

—Tiene sus momentos.

Héctor resopló.

La última planta de la torre era casi el reflejo opuesto a la primera. Como aquélla, se trataba de una única habitación que ocupaba todo el piso, pero mientras la de abajo estaba atiborrada de muebles y enseres, en ésta, en cambio, sólo había un solitario barril de madera colocado en el centro mismo de la estancia, lo que acentuaba todavía más la sensación de vacío. Y justo en la porción de techo que quedaba sobre el barril se podía ver una trampilla rectangular atrancada por un gran pasador metálico. Marco se subió al barril para intentar descorrer el pestillo, pero todos sus intentos fueron en vano.

—Está atascada —dijo bajando de un salto—. Debe de dar a la azotea y al almenar.

Lizbeth estaba dibujando garabatos con el pie en el polvo del suelo mientras miraba a su alrededor.

—Este sitio está un poco mejor que las habitaciones de abajo —dijo—. Deberíamos quedarnos aquí esta noche, ¿qué os parece?

—Polvoriento y feo —murmuró Madeleine—. Pero eso sí: menos polvoriento y feo de lo que hemos visto hasta ahora.

Héctor se acercó a una de las troneras. El ambiente en el torreón estaba bastante cargado y se agradecía el poco aire fresco que se colaba por las estrechas ventanas. Miró fuera y ante su vista se extendió una amplia panorámica de la ciudad en ruinas. Los edificios, que ahora no eran más que informes masas de oscuridad, se apilaban caóticos sobre aquel terreno quebrado que tan pronto se alzaba como descendía. Respiró hondo y, para su sorpresa, el aire trajo consigo un intenso olor a mar.

—¡Un patio! ¡Hay un patio ahí debajo! —exclamó de pronto Adrián. Estaba mirando desde una tronera situada en el lado opuesto de la torre. Hacia allí se dirigieron todos. Las esferas de luz que llevaban en sus manos crearon una cortina de sombras movedizas.

El patio ocupaba más extensión de terreno que el propio torreón, su superficie era irregular, como parecía la tónica general en Rocavarancolia, y estaba protegido del foso por un muro almenado de dos metros de altura al que se podía subir por una escalera situada en el centro. Faltaban tantas piezas en el empedrado que Héctor tuvo la sensación de estar contemplando un puzzle a medio montar.

—Hay un pozo en un lado —murmuró Marina—. Y… ¿qué es eso? ¿Una estatua?

—¡Qué cosa más fea! —exclamó Adrián.

Había un pedestal de roca púrpura en el centro del patio y sobre él, esculpido en ese mismo tipo de piedra, se alzaba la estatua de una criatura arácnida de pie sobre una montaña de cráneos, con cuatro de sus ocho extremidades levantadas hacia el cielo en señal de oración o de desafío. Llevaba puesta una complicada armadura sembrada de aguijones, púas y garfios, y aunque el yelmo ocultaba su cabeza se adivinaba que ésta era monstruosa.

—Ésa sí que se parece a la araña que vi anoche —dijo Héctor.

* * *

Una vez conocieron su existencia, no tuvieron problemas para encontrar la puerta al patio cuando bajaron otra vez a la planta baja. La habían pasado por alto al estar semioculta tras una estantería. Lizbeth y Rachel se quedaron arriba; la muchacha no estaba en las mejores condiciones como para forzarla a bajar y subir de nuevo por aquella escalera y Ricardo no había creído que corrieran ningún riesgo quedándose solas.

Entre todos hicieron a un lado la estantería sin muchos problemas. La puerta que quedó al descubierto era idéntica a la principal. En cuanto la abrieron, un agradable soplo de aire fresco entró en el torreón; había cambiado de dirección y ya no quedaba en él ni rastro de olor a mar.

La luz de los cristales parecía diluirse en el patio. Mientras unos se encaminaban al pozo situado en un extremo, el resto, con Héctor a la cabeza, se dirigió a la estatua arácnida. En la base del pedestal encontraron una placa deteriorada que Marina leyó en voz alta a la luz del vidrio romboidal:

—«A la macabra gloria de Su Majestad… —tomó aliento antes de continuar—: Arachnihentheradon, bajo cuyo próspero y agresivo mandato fue erigido el torreón Margalar». Hay otro texto en letra más pequeña, parece que añadieron algo después a la placa —entornó los ojos—: «Que los dioses lo maldigan mil veces» —leyó.

—Por lo visto alguien no le tenía demasiado aprecio —murmuró Héctor.

—Y no me extraña. Ese bicho es casi tan feo como su nombre —bromeó Alexander.

La estatua medía unos tres metros de altura y estaba labrada con gran detalle. El autor había perfilado hasta la última de las escamas de la cota de malla que se entreveía por los huecos de la armadura, hasta la última espina que recubría sus placas; había llegado a tal extremo que se podían distinguir los ocho espeluznantes ojos tras las rejillas de la visera del yelmo, rodeados de pelillos púrpura.

—¿De verdad te encontraste con un bicho como éste? —preguntó Adrián, intranquilo.

—Era de la misma especie, pero no parecía tan peligroso —le contestó él.

—Os juro que yo me hubiera muerto de miedo —aseguró Marina.

—¿No te gustaban las arañas? —le preguntó Alexander.

—Sólo las que son más pequeñas que yo.

Al otro extremo del patio, Natalia, Bruno y Ricardo habían apartado la tapa de madera que cubría el brocal del pozo y ahora examinaban la polea sobre la que discurría la cuerda atada al asa. Se les oía discutir si sería arriesgado o no beber esa agua.

Héctor echó un vistazo al muro que rodeaba el patio. Estaba construido con el mismo tipo de piedra del torreón y a lo largo de su perímetro se veían varias puertas de madera de aspecto endeble, la mayor parte entreabiertas. Contó cinco. El muchacho se acercó a la más cercana y la abrió por completo. Se encontró ante un habitáculo pequeño, oscuro y maloliente. En el suelo había un agujero que iba a dar directamente al foso.

—Creo que he encontrado el baño —anunció, torciendo el gesto.

Madeleine se asomó sobre su hombro y arrugó la nariz, espantada ante el hallazgo. Héctor pensó que era realmente asombrosa la cantidad de muecas que podía hacer aquella chica.

—¡Qué asco de sitio! —exclamó con ofendida dignidad—. ¡Yo no pienso entrar aquí, os lo aseguro!

—Pues tú sabrás lo que haces, guapa —le dijo su hermano, mientras le pasaba un brazo sobre los hombros—. Pero algo me dice que ese bonito agujero va a ser lo mejor que vas a encontrar por aquí —le guiñó un ojo a Héctor—. Y ahora si me permitís… Creo que voy a ser el primero en estrenar los baños del hostal Rocavarancolia.

—¡Eres repugnante! —dijo la pelirroja mientras se apartaba de él.

Héctor hizo una mueca y retrocedió para dejar paso a Alexander. Luego echó a caminar sin rumbo por el patio, indeciso entre volver a la estatua o acercarse al pozo. El viento había remitido y ahora se respiraba una sensación de profunda calma. Cerró los ojos y dejó que aquella paz lo envolviera. Las voces de los demás sonaban lejanas, ajenas a él. Escuchó reír a alguien, a Adrián tal vez, y por un momento pensó que se encontraba en casa, en el jardín, escuchando los ruidos de la casa vecina, y que todo lo que había ocurrido no era más que una ensoñación, un rapto de loca fantasía con la que haría reír a Sarah a la hora de la cena. Luego abrió los ojos y Rocavarancolia volvió a desplegarse en torno a él, un mundo hecho de ruinas y tinieblas, de sombras y espantos. El viento eligió ese preciso instante para recobrar su fuerza y gemir entre las casas abandonadas y los escombros como un monstruo agonizante.

Héctor sacudió la cabeza y miró en derredor. Al hacerlo captó un brillo sutil en el cielo. Entrecerró los ojos. El chispazo de luz caía en vertical hacia tierra. Por un instante lo tomó por una estrella fugaz, hasta que aquella cosa cambió de dirección y volvió a remontar el vuelo.

—¡Mirad! —exclamó Natalia, señalando hacia otro punto, distinto al que había visto él, pero igual de luminoso—. ¿Son luciérnagas?

Poco a poco el cielo comenzó a poblarse de inquietos resplandores. Fue Alexander, después de salir del servicio, el primero en descubrir de qué se trataba.

—¡Madre mía! —exclamó—. ¡Son murciélagos con alas de fuego! Pero ¿es que en este manicomio no hay nada normal?

—¿Murciélagos?

Habían aparecido a decenas, punteando la oscuridad con el resplandor de sus alas. Volaban sobre los tejados, hacían piruetas en el aire o simplemente se limitaban a revolotear sin rumbo aparente. Adrián soltó un chillido y echó a correr hacia el torreón, agitando los brazos sobre su cabeza como si temiera que los murciélagos fueran a abalanzarse sobre él. El resto permaneció en el patio, contemplando atónitos el vuelo de aquellas criaturas.

Héctor vio pasar uno a apenas dos metros de donde se encontraba y asombrado comprobó que se trataba, en efecto, de un murciélago. No medía más de diez centímetros de largo y sus alas eran dos llamaradas de un vivo color rojo. Se quedó mirándolo con la boca abierta.

—No puedo creerlo —murmuró Ricardo.

—¿Los veis? ¿Los veis? —gritó Lizbeth desde la tronera del último piso.

—Asombroso —comentó Bruno—. Observadlos bien. Con el resplandor de sus alas atraen a los insectos y los calcinan para luego comérselos.

Héctor vio cómo uno de aquellos murciélagos hacía un picado para atrapar a la polilla que acababa de abrasar. Estaba encandilado, como la primera vez que sus padres lo habían llevado a ver fuegos artificiales y fue incapaz de apartar la mirada un solo segundo de los ramilletes de fuego y pólvora que florecían en las alturas.

—Es hermoso —repitió Marina.

Héctor miró a Marina y vio cómo el juego de resplandores de los murciélagos se reflejaba en sus ojos, tan abiertos y asombrados como los de él. Y no le quedó más remedio que darle la razón: aquel baile de criaturas extraordinarias era de una belleza embriagadora. Sintió un soplo de optimismo recorriendo su ser, tan fuerte y repentino que lo dejó casi sin aliento. Si hasta en un lugar tan horrible como aquél había espacio para la hermosura, siempre quedaría esperanza.

* * *

El ángel negro volaba sobre la ciudad en ruinas. Se deslizaba en al aire con una gracia etérea, mágica, sin aparente rumbo fijo. Varios murciélagos flamígeros seguían su estela, chillando de placer al compartir el vuelo del Señor de los Asesinos. Esmael podría haberlos dejado atrás con facilidad, pero de momento les permitió seguirlo, aunque hicieran visibles para cualquiera sus movimientos. Estaba seguro de que lo vigilaban desde el castillo. Dama Desgarro y sus aliados debían de estar ya al tanto de su conversación con la fantasma. Y una vez demostrara que de verdad tenía en su poder el grimorio de Hurza, harían todo lo posible para arrebatárselo. Torció el gesto al pensar que lo que iba a demostrar era, en todo caso, que tenía acceso al libro, lo de «tenerlo en su poder» era otro asunto.

No hacía el menor ruido al desplazarse. Los únicos sonidos que se escuchaban eran el ir y venir del viento y el aullido ocasional de la manada en el castillo, alterada por la presencia de sangre joven en la ciudad.

Esmael contempló la urbe que se extendía ante él. Habían transcurrido treinta años, pero aún no se había acostumbrado a aquella terrible desolación. Todavía recordaba Rocavarancolia tal y como era antes de la guerra, y el contraste entre la ciudad de su memoria y la que ahora sobrevolaba le pesaba en el ánimo de forma devastadora. El Señor de los Asesinos suspiró en las alturas y batió una sola vez sus alas para cambiar de rumbo. La horda de murciélagos lo siguió como una estela de estrellas fugaces.

En la noche destacó la silueta herrumbrosa de Rocavaragálago, la gigantesca construcción roja que se levantaba a las afueras de la ciudad. Ni el paso de los siglos ni la guerra habían dejado la menor huella en su estructura. Se mantenía exactamente igual a como se veía en los grabados y pinturas más antiguos. Para aquel edificio el tiempo parecía no transcurrir. La fortaleza en la montaña podía ser el cerebro del reino, el lugar donde se dictaba el rumbo que se debía seguir, pero aquella construcción de piedra lunar era el verdadero corazón de Rocavarancolia. Un corazón despiadado que hasta el Señor de los Asesinos temía.

Giró hacia el norte. Entre las sombras reconoció la cicatriz de Arax, surcando la ciudad de oeste a este. La blancura de los miles de esqueletos que se apilaban en ella emitía un mortecino fulgor, una leve fosforescencia que se hacía más nítida de noche. Esmael desvió la mirada, repelido por aquella nauseabunda visión. En esa fosa yacían todos a los que una vez había llamado amigos; allí estaban Dionisio y Bocafría, Amaranto y Dorna el Sombrío. Y dama Fiera… Esmael se mordió la lengua con fuerza y el repentino relámpago de dolor evitó que su mente se perdiera en pensamientos que ahora mismo no necesitaba. No era el momento de pensar en el pasado. Era la hora de construir el futuro.

Su vista se fijó entonces en el torreón Margalar, el lugar donde se habían refugiado casi todos los cachorros de Denéstor. Lo curioso de la situación era que ése y precisamente ése había sido el propósito original de aquella torre: albergar a los distintos ejemplares que llegaban a Rocavarancolia en las noches de cosecha. Había habido otros quince emplazamientos como aquél repartidos por la ciudad, pero de todos ellos era el único superviviente, el resto habían sido destruidos en la última batalla. Y ahora once de los doce muchachos se refugiaban de nuevo entre sus muros. De haber sido de naturaleza optimista habría llegado a pensar que aquello era un buen augurio. Como el hecho de que ni un solo niño hubiera muerto en sus primeras horas de estancia en Rocavarancolia.

De pronto aceleró el vuelo, se convirtió en un borrón de oscuridad y los murciélagos flamígeros se desbandaron al ser incapaces de seguir su ritmo. Esmael voló hacia el este, batiendo sus alas con fuerza, veloz como un relámpago negro. Luego realizó un rápido quiebro hacia el norte. Nada ni nadie podría localizarlo ahora. Volvió a cambiar de rumbo al azar una docena de veces antes de enfilar hacia su verdadero destino: la torre parda en la plaza de las serpientes.

Entró como una exhalación por un ventanal de la última planta. Plegó sus alas rojas y miró a su alrededor. Se encontraba en una gran estancia heptagonal, decorada con un sinfín de alfombras y tapices. Las antorchas iluminaban los anaqueles repletos de libros, las mesas de estudio y los negros estantes llenos a rebosar de redomas, amuletos y los más diversos objetos de naturaleza mágica. Había dos antiguos guerreros aldarkenses disecados en el centro de la estancia; los habían inmortalizado en postura de combate, cruzando sus sables estriados. El polvo lo cubría todo; en el aire todavía se agitaban los remolinos que Esmael había originado con su entrada.

Enoch estaba apoyado en la mesa central del estudio. Tenía una mano en el cuello y el rostro aún más descompuesto de lo habitual; estaba tan pálido que se entreveía la sombra de los huesos bajo la piel. El vampiro giró la cabeza hacia Esmael al percatarse al fin de su presencia y ese sencillo movimiento le hizo torcer el gesto más todavía.

—La maldición de la entrada me desordena por dentro, mi señor… —le explicó entre jadeos—. Es una sensación sumamente desagradable, como si me cambiaran las entrañas de sitio para luego volver a colocarlas en su lugar… —murmuró—. Dadme un instante para recuperarme, por favor…

«¿Y tú vas a ocupar mi puesto como Señor de los Asesinos?», pensó Esmael. El servilismo de aquel ser le ponía enfermo. Hasta hacía poco no había perdido la oportunidad de mostrar su desprecio por él siempre que tenía ocasión, pero las circunstancias habían cambiado y ahora no le quedaba más remedio que tratar a aquel repugnante vampiro con tacto.

—Da gracias a los infiernos de ser un no muerto o ahora mismo estarías clavado en el hechizo de la puerta aullando de dolor.

—Lo sé, lo sé —el pálido vampiro soltó una risilla infantil entre dientes. Sus amarillentos colmillos quedaron al descubierto durante un instante—. Empujé a muchos durante mi juventud contra puertas malditas, era divertido verlos retorcerse y gritar y gritar… Tardaban tanto en morir…

El ángel negro lo miró con desprecio.

—Me enterneces, Polvoriento.

—Oh. Me halagáis sin merecerlo, mi señor —afirmó el vampiro sin percatarse del sarcasmo de Esmael. La expresión de su rostro se dulcificó antes de preguntar—: ¿Ya contamos con el apoyo de nuestra querida fantasma?

—Lo tendremos en cuanto le demuestre que el grimorio está en nuestro poder. Por eso te he citado aquí. Será necesario hacer una pequeña demostración en su honor.

—¡Entonces ya es un hecho! ¡Con dama Serena apoyándoos, todo se decantará a vuestro favor! —el vampiro se estremeció de placer—. ¡La regencia será vuestra!

—Yo no estaría tan seguro.

Esmael contaba con los apoyos de Ujthan el guerrero, de la balbuceante momia que era el anciano Belisario y del propio Enoch. Dama Desgarro tenía de su lado al maldito alquimista invisible, a dama Sueño y a Mistral, el cambiante, ese estúpido paranoico que permanecía oculto por miedo a que Esmael lo matara para inclinar así la balanza a su favor. También formaban parte del consejo los gemelos Lexel, pero dado su antagonismo natural cada uno de ellos votaría a un candidato diferente, así que sus votos se anulaban entre sí. De los dos miembros del consejo que aún no habían hecho pública su decisión, Esmael sólo estaba seguro de poder convencer a dama Serena, siempre y cuando el libro de Hurza se mantuviera en su poder. Denéstor Tul sería mucho más difícil de atraer a su bando. Al demiurgo no le gustaba ninguno de los dos candidatos, pero Esmael temía que al final acabara apoyando a dama Desgarro. No sería extraño. A fin de cuentas sus cargos en Rocavarancolia eran diametralmente opuestos: el demiurgo se dedicaba a dar vida y el Señor de los Asesinos a arrebatarla.

Esmael maldijo por enésima vez la voracidad de Roallen. El trasgo había formado parte del consejo hasta el año anterior, cuando en un rapto de locura había devorado a los dos únicos ejemplares que había cosechado Denéstor del mundo humano. Roallen había sido desterrado de Rocavarancolia y Mistral había ocupado su puesto en el consejo. El trasgo había sido un fiel seguidor del ángel negro, con él en el consejo su elección hubiera resultado más sencilla.

—Prométeme que no te comerás a ninguno de los cachorros de Denéstor —le pidió a Enoch, consciente de pronto de que los instintos asesinos del vampiro no tenían nada que envidiar a los del trasgo.

—Oh —se llevó una mano al pecho—. Jamás pondré un dedo encima a esas tiernas criaturas, os lo juro.

—No es a tus dedos a lo que temo, es a tus colmillos… —Esmael sonrió con desgana—. Hagamos lo que hemos venido a hacer, vampiro: el libro. El hechizo debe tener lugar a medianoche, no quiero hacer esperar a la dama, sería muy poco caballeroso.

—Por supuesto, por supuesto —canturreó Enoch. Se separó de la mesa y cojeó hacia un atril semioculto entre dos estanterías. Era un soporte tallado en hueso de metro y medio de altura, barnizado con pintura ocre. El grimorio de Hurza Comeojos se encontraba firmemente encajado entre los ocho esqueléticos dedos de la descomunal mano que coronaba el atril.

El libro estaba encuadernado en sangre eternamente fresca. Fluía por las tapas y por el lomo en lentas espirales concéntricas, como remolinos en un lago inquieto; de cuando en cuando alguna burbuja asomaba a su superficie para estallar al cabo de un segundo. El movimiento resultaba tan hipnótico como malsano. Aquélla no era la cubierta original del grimorio de Hurza, sino un añadido posterior, un modo de evitar que nada que no fuera un vampiro pudiera usar el libro. Cualquier otra criatura que pusiera las manos sobre él caería fulminada en el acto, asesinada por la potente magia que emanaba de la encuadernación sangrienta. No había hechizo capaz de abrir el libro o desencantar aquella cubierta.

Había sido Enoch quien lo había encontrado hacía menos de un mes, durante una de sus habituales cacerías nocturnas. El vampiro se pasaba noches enteras deambulando por la ciudad, en busca de cualquier cosa que tuviera sangre en sus venas. Enoch llevaba treinta años hambriento, subsistiendo a base de alimañas. Ya ni recordaba lo que era estar saciado. Aquella noche en cuestión, al pasar junto a una torre derruida le había asaltado un aroma tan intenso a sangre que enloqueció al instante. Había algo enorme bajo los cascotes de aquella torre, algo repleto a rebosar de deliciosa sangre fresca. Enoch apartó los escombros con tal frenesí que se rompió varios dedos. La desilusión que le embargó al descubrir que el olor provenía de pilas y pilas de libros encuadernados en sangre fue indescriptible. Rompió a llorar como un niño. Cuando al cabo de largo rato logró serenarse, examinó lo que había encontrado.

Los libros eran en su mayoría obras sin importancia, tratados históricos, diarios de vampiros olvidados o grimorios de escaso poder. Pero uno en concreto llamó poderosamente su atención dado que hasta la última de sus páginas estaba en blanco. Había algo extraño en aquel libro vacío: ¿qué vampiro querría proteger algo que no contenía nada? Esa misma noche enseñó su descubrimiento a Esmael.

El ángel negro creyó estar siendo víctima de algún tipo de broma aun a pesar de saber que el vampiro no tenía la imaginación necesaria como para hacer algo así. Enoch se dedicaba a pasar página tras página del libro mientras repetía una y otra vez que no tenía sentido que estuvieran en blanco, cuando a los ojos de Esmael cada una de esas páginas se hallaba repleta de dibujos, esquemas, diagramas y texto manuscrito. Sólo cuando en uno de los márgenes del libro descubrió el sello tradicional del Señor de los Asesinos, comprendió qué estaba ocurriendo.

En aquel grimorio había dos protecciones en marcha, una impedía que cualquiera que no fuera un vampiro pudiera manejar el libro y otra, más antigua, ocultaba el texto a los ojos de todo aquel que no ocupara el cargo de Señor de los Asesinos de Rocavarancolia. La última sorpresa fue descubrir que aquel grimorio era el del primero de todos ellos: el libro de hechizos de Hurza Comeojos, uno de los fundadores del reino.

Resultaba evidente que en algún punto de la historia de Rocavarancolia, un vampiro ambicioso que había logrado auparse al cargo de Señor de los Asesinos había realizado aquel encantamiento sobre el libro de Hurza y, era más que probable, sobre todos los grimorios a su alcance. Seguramente lo había hecho con vistas a intentar convertir en tradición el que un miembro de su especie ocupara ese alto rango en el reino.

Para desazón del ángel negro, la curiosa naturaleza del grimorio había hecho que Enoch y él se convirtieran en aliados, aunque Esmael se había guardado muy mucho de compartir con el vampiro demasiada información sobre el libro. Enoch era maligno, pero limitado de inteligencia e imaginación, eso le hacía terriblemente aburrido aunque fácil de manejar.

El vampiro tomó el libro de Hurza entre sus manos. En sus ojos rojos brillaban torbellinos de sangre turbia. Abrió el libro con afectación, sabedor de la importancia que había cobrado para Esmael. Se permitió una sonrisa mientras mostraba las páginas una a una al ángel negro. Éste apoyó una mano en la espalda de Enoch. Para acceder al poder encerrado en el libro, debía estar en contacto físico con el vampiro, y eso hacía la situación aún más desagradable.

—¿Veis algo que os complazca? —preguntó Enoch al cabo de un rato, con una mano alzada en espera de pasar otra página, al ver el brillo de satisfacción que cruzaba la mirada del ángel negro.

—Sí —contestó Esmael—. He encontrado algo que, sin lugar a dudas, sorprenderá sobremanera a dama Serena.

Y en lo alto de la torre parda, el Señor de los Asesinos se inclinó sobre el grimorio de Hurza con una sonrisa maléfica en sus labios.