Los expedicionarios
Eran los ojos más hermosos que había visto nunca. Y no se trataba sólo de su color azul y sus destellos violeta, era, más que nada, por la forma en que miraban. En aquellos ojos había dulzura y poesía, y una entereza sobrecogedora.
Marina estaba sentada frente a él y Héctor, aunque ponía todo su empeño para evitarlo, no podía dejar de mirarla. No lo hacía de manera directa, por supuesto; en el tiempo que llevaban en la plaza había encontrado cinco modos diferentes de observarla sin que resultara muy evidente o, al menos, eso quería creer. Se sentía estúpido, pero aquello resultaba superior a sus fuerzas.
Mordisqueó el hueso de la fruta a pesar de que ya no quedaba ni una hebra de pulpa adherida a él. Era la última que le correspondía y todavía seguía hambriento. En la maltrecha cesta que habían traído con ellos quedaba una pieza para cada uno, pero habían decidido que lo más prudente sería racionarlas. Esas frutas, una especie de pera enorme, de color verde oscuro, que no sabía a nada que hubiese probado antes, eran lo único que se había salvado de la voracidad de las alimañas que los habían atacado; por suerte para ellos, aquellas peras no debían de ser bocado de su agrado. Héctor tenía tanta hambre que aún no había podido decidir si le gustaban o no.
De pronto se dio cuenta de que la joven con el tobillo lastimado lo miraba con fijeza. El pelo moreno, largo y lacio, le caía sobre la cara como un cortinaje sucio. Estaba apoyada contra el muro de la fuente, con la pierna estirada por completo y el tobillo vendado. Ricardo había averiguado que se llamaba Rachel y que Denéstor la había traído desde Quebec; y por suerte había conseguido comunicarse con ella lo suficiente para tranquilizarla y hacerle saber que con ellos estaba a salvo. Héctor le sonrió. Ella le devolvió la sonrisa al instante, le guiñó un ojo y a continuación miró a Marina con picardía, dejándole claro que no había sido tan discreto como pensaba. Héctor enrojeció y se centró en roer el hueso de la pera como si el destino del universo dependiese de que lo dejara completamente limpio.
Los nueve muchachos estaban sentados en círculo junto a la fuente, aguardando con impaciencia el regreso de Ricardo y Marco. Ambos habían decidido, ante el espanto de la mayor parte del grupo, salir en busca de más provisiones. El joven alemán creía poder encontrar la zona en la que había aterrizado otra de las bañeras. Decía haberla visto descender cerca de tres altas torres situadas al sur, para luego elevarse de nuevo, ya desprovista de cestas, y poner rumbo al castillo. Habían insistido en ir solos aun a pesar de que Natalia, Marina y Bruno se habían ofrecido a acompañarlos.
«Iremos más rápido siendo sólo dos», dijo Ricardo. «Pero no os preocupéis. No correremos riesgos estúpidos. Nada de abalanzarnos hacia bestias salvajes dando alaridos… Volveremos cuanto antes». Una mirada hacia lo alto delató su inquietud. Héctor comprendió que no quería que la noche los sorprendiera en el exterior. Marco le había hablado del torreón sobre el promontorio y había coincidido con él en que podía resultar un buen refugio.
A Héctor no le gustaba el plan de los dos jóvenes, pero había preferido reservarse su opinión. Pese al hambre, creía que era más urgente encontrar un lugar seguro donde refugiarse y aguardar al día siguiente para buscar provisiones. El sol ya hacía largo rato que había comenzado su declinar y aquel extraño color azul de cielo se iba tornando cada vez más turbio. La cercanía del anochecer lo inquietaba y no sólo a él. Cada vez con más frecuencia las miradas de los demás se veían atraídas por la bóveda celeste. Si Rocavarancolia era un lugar temible durante el día, Héctor no quería ni imaginar en qué podía convertirse una vez el sol se hubiera puesto.
Un viento arisco y destemplado había comenzado a gemir como un alma condenada entre las ruinas. Héctor se envolvió lo mejor que pudo en el blusón gris que llevaba sobre el jersey. El tejido era desagradable al tacto y despedía el olor de las cosas viejas y abandonadas, pero servía para mantenerlo caliente. Alexander y Lizbeth habían traído tres cestones llenos de ropa de la casa donde habían rescatado a Rachel. En su mayoría era idéntica a la que ellos llevaban: blusas y pantalones de arpillera, camisas de estopa basta, camisolas, casacas y calzones, todo en colores oscuros. La habían repartido entre el grupo y aunque en primera instancia muy pocos habían estado dispuestos a ponerse aquellas feas prendas, a medida que la temperatura descendía habían ido dejando de lado su aprensión.
—Los niños perdidos de Peter Pan —bromeó Alexander cuando todos estuvieron envueltos en las amplias blusas oscuras.
Lo que más agradeció Héctor fue el par de alpargatas que encontró en uno de los cestos. Eran unas zapatillas de paño grueso y suela de cuero. Le apretaban un tanto en el talón, pero suponían toda una mejora con respecto a los trapos mal anudados.
No podían saber cuánto tiempo llevaban esperando a Ricardo y Marco. De todos ellos sólo Bruno llevaba reloj, y éste se había parado en el mismo instante en que Denéstor Tul había trasladado al muchacho a Rocavarancolia. Era un viejo y feo reloj de cadena que Bruno guardaba en un bolsillo de su camisa, con la horripilante cabeza de un león tallada en la tapa dorada.
—Es un regalo de mi abuelo —les explicó, observando la esfera con tal concentración que parecía querer poner en marcha el reloj con la única fuerza de su voluntad.
—Pues no debe de quererte mucho —dijo Adrián—. Es muy feo.
Bruno alzó la vista para mirarle directamente a los ojos. La frialdad de su mirada resultaba perturbadora.
—Pero ¿cómo te atreves a decir que algo es feo llevando tú el pijama que llevas? —preguntó Lizbeth, provocando las carcajadas de Alexander.
—Déjalo, no tiene importancia —Bruno se levantó y se metió las manos en los bolsillos traseros de su vetusto pantalón de pana. El vuelo de su blusón negro aleteaba al viento—. Y tiene razón con respecto a mi abuelo —dijo—. No me tiene mucho aprecio. Denéstor se podía haber ahorrado el esfuerzo de borrarme de su memoria, estoy convencido de que le hubiera resultado agradable hacer ese trabajo por sí mismo —guardó un instante de silencio, con la vista perdida en los edificios que rodeaban la plaza. Señaló con la cabeza hacia la entrada de un callejón cercano y echó a andar hacia allí—. Necesito ir al servicio. Ahora vuelvo.
—No te alejes demasiado —le advirtió Lizbeth mirándolo preocupada.
Decidieron poner en común los objetos que llevaban en sus bolsillos, en busca de cualquier cosa que pudiera serles útil. El resultado fue bastante deprimente: varios juegos de llaves, tres paquetes de pañuelos de papel, monedas, y dos pequeñas piedras coloreadas de Natalia fueron todo el botín.
—Qué miseria —murmuró Alexander—. Aquí no hay nada que nos pueda servir…
—¿Y qué esperabas, Alex? —le preguntó su hermana—. ¿Una pistola?
—Con una navaja me hubiera conformado, listilla. Nos hubiera venido de perlas ahora.
Héctor aún tenía reciente en la memoria el ataque de pánico del pelirrojo. El joven se había rearmado de manera casi instantánea, pero durante unos segundos había mostrado toda su debilidad, todo su miedo. Recordó que le había hecho prometer a Adrián que, por muy asustado que estuviera, no se dejaría dominar nunca por el pánico, y se preguntó si Alexander no se habría hecho a sí mismo una promesa semejante.
Alzó de nuevo la vista. Hacia el oeste, entre los picos quebrados de la cordillera, comenzaba a asomarse el anochecer. Las cumbres de las montañas estaban rodeadas de remolinos de un intenso azul oscuro; manchas de color púrpura y escarlata prendían el vientre de las nubes. El crepúsculo, poco a poco, se iba derramando por el cielo.
—¡Bruno! ¡Ricardo nos ha dicho que no nos alejemos! —gritó de pronto Natalia, sacando a Héctor de su ensimismamiento—. ¡Vuelve aquí ahora mismo!
Bruno estaba inmóvil ante un torreón situado en un extremo de la plaza. Era el edificio de piedra parda rodeado de niebla oscura que Héctor había descubierto al poco de recuperar la consciencia. El italiano había atravesado la cancela del jardín y se encontraba ante la puerta. La cortina de sombras flotaba a apenas unos centímetros de él, como una malograda aurora boreal. Héctor se levantó de un salto.
—¡Bruno, vuelve! —gritó también, sobrecogido al verlo tan cerca de la bruma. Por un momento creyó ver cómo de esa densa oscuridad surgía una mano etérea, una garra de tinieblas que se cerraba peligrosamente cerca del rostro del joven.
—¡Creo que deberíais venir a ver esto! —gritó él, y para espanto de Héctor, sin dudarlo apenas un segundo, buena parte del grupo se levantó y fue hacia allí. Sólo Lizbeth y Rachel permanecieron sentadas, la una junto a la otra. Héctor frunció el ceño, sin saber qué hacer.
—Quédate con ella, ¿vale? —le pidió a Lizbeth antes de acelerar el paso para alcanzar a los demás.
El torreón pardo tenía cuatro plantas; las tres primeras eran rectangulares, de ventanas estrechas, construidas con pequeños bloques de granito. La última planta, en cambio, era tan distinta en cuanto a forma y material de construcción que no encajaba en absoluto con el resto, como si fuera parte de otro edificio que alguien hubiera colocado allí por error. Ese último piso parecía construido de una sola pieza esférica, plana en su parte superior, sus numerosas ventanas eran amplias y ovaladas, con alféizares curvos. Las primeras plantas tenían un aspecto macizo y rotundo mientras que esa última parecía etérea, como si en vez de aposentarse sobre las otras flotara sobre ellas.
El jardín que rodeaba al edificio había quedado reducido a polvo y tierra yerma. En algunos puntos asomaban unos maltrechos hierbajos que parecían a punto de desintegrarse.
—Este sitio es horrible —murmuró Marina mientras contemplaba con desagrado un helecho muerto.
—¿Y qué se supone que tenemos que ver aquí? —preguntó Alexander—. Es otra casa espantosa en la ciudad más espantosa del universo.
—Sospecho que éste es un edificio especial —les dijo Bruno—. Mirad: en otro tiempo hubo estandartes allí —señaló hacia los mástiles situados en la parte alta del portón—. Y observad bien el símbolo sobre la puerta… Mientras perseguíamos a la bañera pude verlo en otro edificio, idéntico en diseño a éste.
Se arremolinaron tan cerca de la bruma de advertencia que Héctor sintió la imperiosa necesidad de apartarlos a empujones. Se limitó a aproximarse más que nadie a la sombría oscuridad interponiéndose en el camino de cualquiera que intentara avanzar hacia los escalones del portón. Si alguien hacía el menor ademán de entrar, lo derribaría al momento, decidió. Intentaría que pareciera un choque fortuito: un tropiezo más del torpe del grupo. Él también se tiraría al suelo y simularía hacerse daño para que no les quedara más remedio que centrarse en él y olvidar la torre. Casi se sorprendió de la rapidez con la que trazó su plan.
El símbolo sobre la puerta era una estrella de diez puntas, de un sucio color rojo. Sus ocho brazos horizontales se curvaban un tanto hacia fuera, mientras los brazos verticales se prolongaban rectos desde los extremos del óvalo alargado que era su centro. Tenía el aspecto de un insecto extrañamente simétrico que se hubiera posado a descansar unos instantes en la pared de la torre.
—¿Qué querrá decir? —preguntó Adrián.
—Lo desconozco. Puede que indique la naturaleza del edificio. Un símbolo gremial o algo de esa índole.
—O puede que sea una advertencia —murmuró Héctor, ansioso por evitar que a alguien se le ocurriera la genial idea de ponerse a explorar la torre—. El equivalente de «Peligro. No entrar».
—Sólo hay un modo de averiguarlo —anunció Alexander, y dio un paso hacia la escalera.
Héctor lo miró atónito, incapaz de creer que fuera siempre el mismo quien parecía ansioso por atravesar las brumas de dama Serena. Ya se preparaba para derribar al pelirrojo cuando desde la plaza se escuchó un potente silbido. Miraron hacia allá sobresaltados. La que silbaba era Rachel. Se había llevado dos dedos a los labios y emitía un prolongado sonido que sorprendía tanto por lo agudo como por lo persistente.
—¡Santo cielo! —exclamó Madeleine—. ¡Qué pulmones!
—Y qué mala idea silbar de ese modo en este lugar —dijo Bruno—. Ese silbido se habrá escuchado en toda Rocavarancolia.
Lizbeth debía de pensar lo mismo, porque hizo callar a Rachel con rapidez para luego, una vez vio que la atención de todos estaba fija en ellas, señalar hacia una de las bocacalles que conducían a la plaza. Ricardo y Marco se acercaban desde allí a buen ritmo. No llevaban cesta alguna consigo.
Héctor suspiró aliviado cuando salieron del jardín de la torre parda para ir al encuentro de los recién llegados.
* * *
—Este lugar es una locura —afirmó Marco mientras se dejaba caer en el suelo empedrado.
Ricardo lo imitó. Tenía una expresión ausente. Se llevó las manos a la cabeza y las restregó con violencia en su pelo, como si intentara secarlo o apartar alguna idea desagradable de su pensamiento. Luego resopló, alzó la vista y miró a todos y cada uno de los presentes como si fuera la primera vez que los veía.
—No es una locura. Es una pesadilla —aseguró, y sonó tan inexpresivo como Bruno—. Eso es lo que es: una pesadilla.
—Pero ¿qué pasa? —preguntó Adrián—. ¿No habéis encontrado comida?
Marco negó con la cabeza. Ricardo miró hacia lo alto.
—¿Qué es lo que habéis visto? —le preguntó Lizbeth llevándose una mano al pecho, como si se preparara para resistir una terrible impresión.
Ricardo volvió a resoplar y se pasó una mano por la frente. El pelo castaño cayó sobre sus ojos. Cuando habló no lo hizo para contestar a Lizbeth.
—Nadie entrará en ningún edificio hasta que estemos convencidos de que es un lugar seguro —dijo. Su mirada se había endurecido. No había traza alguna de amabilidad ni en sus palabras ni en sus gestos. Héctor comprendió que tenían ante sí al mismo Ricardo que le había ordenado de manera tajante ir con los demás tras la bañera—. Nadie irá solo a ningún lado, como mínimo iremos en parejas… —continuó—. No nos adentraremos en la ciudad si no es necesario. Intentaremos encontrar los lugares donde esos locos nos vayan a dejar las provisiones y ya está. Nada de aventuras, ni exploraciones, ni tonterías… Este sitio es peligroso.
—Lo sabemos, intrépido líder —Alexander se golpeó el pecho justo en el punto donde le había acertado la espina de la alimaña—. Un bicho asqueroso casi me deja tieso en el sitio.
—Créeme: esos bichos van a ser la menor de nuestras preocupaciones… —terció Marco.
—¿Qué habéis visto? —insistió Lizbeth. Habló muy despacio y con un tono tan serio que casi parecía amenazante. Se había colocado delante de Ricardo y le observaba ceñuda, con las manos apoyadas en las caderas. A Héctor le recordó la pose que adoptaba su madre cuando le reñía.
—Yo… —Ricardo rehuyó la mirada de la joven. Toda la seguridad de la que acababa de hacer gala se había desvanecido. Bajó la cabeza como si estuviera terriblemente cansado.
—No ha sido sólo una cosa —les explicó Marco ante la falta de respuesta de su compañero—. Ha sido una sucesión de… no sé cómo llamarlo… Este lugar es imposible, puede con cualquiera… No sé, no sé ni por dónde empezar. —Miró a su alrededor, como si buscara inspiración. Luego suspiró y comenzó a hablar—: Al poco de dejaros nos encontramos con el patíbulo de un ahorcado. No quedaban de él más que huesos y… se movían… No paraban de moverse… Creíamos que era el viento, pero no. Era otra cosa. El esqueleto estaba infestado de insectos, habían hecho del cadáver su nido… Vivían dentro de sus huesos. Y nos vigilaban, nos vigilaban desde las cuencas vacías. Y eso…, eso no es todo —tragó saliva y señaló a su espalda, aunque era evidente que por mucho que miraran hacia allá no iban a poder ver lo que señalaba. Puso los ojos en blanco y resopló—. La ciudad está ardiendo, ¿sabéis? A unos cinco kilómetros hay una gran zona en llamas. Pero no, no os preocupéis, el incendio no llegará hasta aquí… Está inmóvil, ¿comprendéis? Las lenguas de fuego están congeladas, quietas… ni siquiera hay humo. Y sin embargo ahí está: ardiendo. Las calles y los edificios están envueltos en llamas, todos a medio consumir… Hay gente gritando allí… Y sea lo que sea que hace que las llamas no avancen, también mantiene con vida a los que arden. No paran de gritar. No sé cuánto tiempo deben de llevar en ese infierno, quemándose vivos…
—Cállate —dijo Adrián, tapándose los oídos con fuerza—. Cállate. Cállate.
—¡Oye! —Alexander se giró hacia él. A pesar del frío el pelirrojo tenía la frente bañada en sudor—. ¿Qué me habías prometido, pequeñajo? Puedes tener todo el miedo que quieras, pero no se te tiene que notar. ¿Vale?
Adrián le miró con los ojos desorbitados.
—¡Pues que se calle! —exclamó.
—¡Oh! ¿Creías que esto iba a ser un paseo? ¡Ya sabes que no! ¡No es una excursión, es una aventura! ¡Y las aventuras son peligrosas!
—¡Callaos los dos! —gritó Lizbeth sin apartar la vista de Ricardo—. ¿Qué es lo que has visto tú? —le preguntó.
El joven bajó la mirada. Cuando habló lo hizo despacio, sin levantar la cabeza.
—No hemos encontrado rastro de cestas aunque tampoco hemos buscado demasiado… —empezó—. Queríamos volver cuanto antes y bueno… el barrio en llamas nos había puesto los pelos de punta. Cuando regresábamos nos hemos topado con una casa de ladrillos blancos y tejado negro, con tres ventanas en la parte de delante… —los ojos de Ricardo brillaban húmedos de lágrimas que no llegaban a caer—. En el alféizar de la ventana del centro había una maceta con un arbolito retorcido, un bonsái seco… —se pasó una mano por la frente, muy despacio—. Era mi casa… El bonsái me lo regaló mi madre hace dos años y se me murió… Fue por mi culpa, era de exterior y yo me empeñé en tenerlo en mi cuarto. Era un regalo de mi madre y quería tenerlo cerca, ¿sabéis? —las lágrimas seguían sin caer. Héctor estaba asombrado, las veía temblar pero permanecían afianzadas al párpado inferior. Tan congeladas como las llamas de las que acababa de hablar Marco—. Cuando lo saqué fuera ya era tarde.
—¿Tu casa? ¿Viste tu casa?
Marco le pidió silencio con un gesto. Ricardo no había terminado de hablar:
—La ventana de mi habitación se abrió de pronto y apareció mi madre. Me gritó que dejara de jugar y que volviera dentro, que ya estaba bien, que se estaba haciendo muy tarde y que había que cenar… Y estaba a punto de hacerlo, ¿sabéis? Si Marco no me hubiera detenido, lo habría hecho…
—¡No entiendo nada! —se quejó Natalia.
—Yo no vi la casa de Ricardo —dijo Marco—. Vi la entrada del gimnasio de mi padre, con sus carteles de cursillos y el programa de combates de boxeo para el fin de semana. Y a él en la puerta, llamándome para que terminara de fregar el pasillo de una vez. Yo también me lo creí… Sé que ahora mismo puede parecer imposible, pero os juro que estuve a punto de entrar… Me acercaba ya a la puerta cuando de repente vi otra cosa. Mi padre y el gimnasio parecieron parpadear y pude ver lo que proyectaba esas ilusiones… —guardó un instante de silencio—. Es difícil de describir… Parecía una enorme cabeza que saliera del suelo, con una boca grande y desencajada y unos ojos gigantescos. Pero no era una cabeza: era una casa; una casa viva y hambrienta. La enorme puerta era la boca y los dos ventanales de su fachada eran esos ojos que nos miraban… Si hubiéramos entrado nos habría devorado, estoy seguro.
—Como una planta nepente —dijo Bruno de improviso. Al ver la expresión de los demás añadió—: Son plantas carnívoras que atraen con su olor a los insectos. Igual que esa casa, aunque en vez de un estímulo olfativo al parecer usa uno visual…
—Lo que sea —gruñó Ricardo malhumorado—. Marco tuvo que tirarme al suelo para que no entrara. Y de pronto una especie de lengua negra salió disparada por la puerta y dio un latigazo cerca de nosotros… Estábamos fuera de su alcance, sólo por centímetros. La maldita casa soltó un gruñido y yo pude ver al fin cómo era de verdad… Y mi madre se desvaneció…
Un silencio incómodo flotó sobre el grupo. Todos sabían que aún faltaba algo por contar.
—Murió hace dos años —murmuró—, al poco de regalarme el bonsái… Un estúpido accidente de coche, un borracho chocó contra ella y todo acabó… Y he tenido que venir a este infierno para volver a verla… —las lágrimas, por fin, comenzaron a fluir por sus mejillas.
—Ésa no era tu madre, Ricardo —le dijo Marina—. Sólo su imagen.
—¡No me importa! —gritó incorporándose con violencia—. ¡Se han metido en mi cabeza! ¡¿Pero quiénes se han creído que son para hurgar en mi mente?! —se giró para quedar encarado hacia el castillo en la montaña—. Nos engañaron para traernos a este sitio asqueroso… Me han hecho olvidar todos los idiomas que sabía y ahora se atreven a jugar con el recuerdo de mi madre… ¡Malditos sean! —apretó los dientes. Héctor comprendió que sus lágrimas no eran de dolor ni de tristeza, eran de pura rabia—. Había olvidado su cara, ¿lo comprendéis? —les soltó con furia—. ¡No la recordaba! ¡No recordaba a mi propia madre! Dios… Las fotos que teníamos de ella no le hacían justicia. Era preciosa… y yo lo había olvidado… La había olvidado… —cerró los puños con fuerza y se mordió el labio inferior—. Les voy a hacer pagar por esto. Os lo juro. No sé cómo, pero pagarán…