La cicatriz de Arax
—Impresionante —dijo Alexander.
Héctor pensó que esa única palabra bastaba para describir el nuevo portento que les mostraba Rocavarancolia.
Ante ellos se extendía lo que a primera vista podía tomarse por el cauce de un río seco. Era una enorme grieta quebrada que atravesaba de parte a parte la zona de la ciudad en la que se hallaban. La distancia entre ambos bordes variaba, aunque rara vez era menor de quince metros. Pero lo que movía al asombro no era la grieta en sí, lo que de verdad impresionaba era lo que contenía: cientos y cientos de esqueletos en confuso montón, un sinfín de huesos descarnados que se apilaban unos sobre otros, rebasando en ocasiones, sobre todo en la parte central, las paredes de la fosa.
Los chicos guardaron el más absoluto silencio, asombrados ante aquel río de osamentas. Y esa sensación, la de sentirse sobrepasado, la de estar contemplando algo que jamás había imaginado, comenzaba a resultarle molestamente familiar a Héctor.
En aquella fosa común había cráneos de monstruos de difícil descripción, costillares tan inmensos que ni doce hombres juntos hubieran podido abarcarlos de un extremo a otro, quijadas de seres temibles emergían entre docenas de esqueletos de apariencia humana… Vieron una calavera descomunal, con la mandíbula abierta en un bostezo amenazador que mostraba dos afiladas hileras de colmillos, largos y retorcidos. Aquello bien podía ser la osamenta de un dragón. Había más seres de los que podrían llegar a identificar. Y por todo el lugar, serpeando entre huesos y calaveras, desplegaba sus jirones la niebla negra del hechizo de dama Serena.
—Esto no es natural —dijo Bruno. Alexander soltó una carcajada irónica ante su comentario—. No es el lecho de un río, me refiero… —puntualizó entonces el italiano—. ¿Veis esas casas? —señaló hacia la izquierda; a unos quinientos metros de donde se encontraban se podía ver un montón de ruinas que se habían precipitado dentro de la grieta, formando un puente que comunicaba una orilla con la otra—. Sea lo que sea lo que provocó esto, se las llevó también por delante.
—Quizá hubo un terremoto… —aventuró Natalia.
—Existe esa posibilidad, es cierto —dijo Bruno mientras se acariciaba de forma maquinal la montura del cristal derecho de sus gafas—, aunque para ser sincero la considero muy remota. No soy entendido en seísmos, pero sospecho que un movimiento de tierra con la magnitud suficiente como para originar semejante brecha hubiera reducido a escombros los edificios colindantes. Por no mencionar la ciudad entera —su mano dejó las gafas para acariciarse el mentón—. A no ser, claro está, que fuera un terremoto inusualmente localizado.
—¿Y todos esos esqueletos, qué? —preguntó Adrián—. ¿De dónde han salido? ¿Los mató lo mismo que abrió la grieta?
—No puedo responder a esa pregunta —dijo Bruno.
—Claro que puedes —le corrigió Marco—. Tienes la respuesta ante tus mismas narices. La has visto antes, volando de un lado a otro… Y te ha sacado de tu casa para traerte aquí.
—¿Dama Desgarro? ¿Denéstor Tul?
—No, hombre, no. Se los cargó lo mismo que ha destrozado esta ciudad: la magia.
Eso que tenéis ante vosotros es la cicatriz de Arax, oyó de pronto Héctor en su mente. La voz intrusa le tomó tan de sorpresa que soltó un chillido ahogado. Sólo lo escuchó Madeleine. La pelirroja lo miró de reojo y aunque no hizo ningún comentario, la expresión de desdén de su rostro lo dijo todo.
Hubo una gran batalla hace treinta años, continuó la voz. Fue la última, la que puso fin a nuestros sueños de conquista. Durante tres largos días se combatió por toda la ciudad. Calle por calle, casa por casa. Nos derrotaron, por supuesto, sin piedad alguna… Pero el final fue algo digno de presenciar. La materia con la que se construyen las leyendas.
El aire hervía con el aliento de los dragones y los proyectiles enemigos. El combate ya había llegado hasta las faldas de la montaña. Rocavarancolia ardía. Llamaradas de magia pura consumían nuestros hechizos. El empuje del enemigo era brutal. Cuando desde las torres del castillo vimos llegar a la vanguardia del ejército adversario, supimos que todo estaba perdido.
Fue entonces cuando Su Majestad Sardaurlar salió del castillo en su halcón negro, con su espada Arax en una mano y las riendas de su montura en la otra. Cargó solo. No quiso que nadie lo acompañara en aquella última embestida. El rey se lanzó sobre el grueso del ejército enemigo mientras las saetas, los hechizos y los conjuros iban mermando tanto la protección mágica como física de su coraza. Dos dragones yeméis se abalanzaron sobre él. De un solo mandoble decapitó a uno y partió en dos al otro. Las flechas perforaban su armadura y los hechizos enemigos mordían su carne. Sardaurlar gritó, aunque no de dolor, fue un grito de desafío, de pura rabia. Otro dragón le arrancó de un bocado el ala a su halcón. Pero todo daba igual. El rey saltó sobre las huestes enemigas mientras su montura moribunda caía en espiral. Sabía que saltaba hacia la muerte, y no le importaba. Siempre fue muy dramático, ¿sabes? Sin embargo, no hubo nada heroico en su gesto, no te equivoques, el último ataque de Sardaurlar fue pura cobardía: no podía admitir ante sí mismo que lo habían derrotado y por eso acometió ese ataque suicida.
Lo mataron, por supuesto. Pero su objetivo no era sobrevivir, su objetivo era descargar un último golpe con Arax, su espada mágica. La grieta que contemplas la causó aquel mandoble. Sardaurlar murió, aunque se llevó con él a más de mil quinientos de nuestros enemigos. No fueron los suficientes para darnos una oportunidad de victoria, pero nos dio una leyenda que contar en las noches frías que siguieron a nuestra derrota…
Héctor no daba crédito a lo que oía. Había sido un hombre, un solo hombre, el que había causado aquella brecha en la tierra. Miró a sus compañeros, deseoso de compartir aquella información con ellos y, al mismo tiempo, sabedor de que no le estaba permitido hacerlo. Ellos hablaban en murmullos, sobrecogidos por aquel espectáculo dantesco y, por supuesto, ajenos por completo a la voz intrusa en su mente. En el cielo la bañera proseguía su lento viaje. Su sombra caía a plomo sobre el río de huesos, desplazándose por su superficie como un barco fantasmal. Cuando entraba en las zonas de tinieblas provocadas por el hechizo de dama Serena, la sombra desaparecía para reaparecer luego, reflejándose con terrible nitidez sobre la blancura del hueso.
La cicatriz de Arax cruza la ciudad de este a oeste, continuó explicándole la voz, y en ella se encuentran los restos de los que murieron en la batalla de Rocavarancolia. Es un monumento a nuestra gloria pasada, a las leyendas que perecieron aquel día, a lo que pudo haber sido y no fue. Aquí yacen todos nuestros muertos y buena parte de los del enemigo: fueron tantas sus bajas que no pudieron llevárselos a todos. Y aquí están también los huesos de los muchachos que os precedieron.
Héctor sintió cómo una mano helada oprimía su corazón. Un soplo de puro hielo desplazándose por sus venas.
Y aquí acabaréis si Rocavarancolia puede con vosotros.
—¿Armas? —dijo Natalia en tono vacilante. Se acercó al borde de la grieta—. Eso que brilla ahí debajo, ¿pueden ser armas?
Alexander asintió con vehemencia al cabo de un momento.
—¡Es cierto! ¡Hay armas entre los huesos! Y de todas clases —se giró sonriente hacia Marco—. Espadas, hachas, lanzas… ¡Y armaduras! ¡Es un auténtico arsenal!
—No fue la magia lo que acabó con Rocavarancolia —dijo Héctor con voz ahogada. Tenía la vista fija en la hoja de una espada, tan grande como un árbol—. Fue algo mucho más humano que eso: fue la guerra.
—Qué profundo te ha quedado eso, gordito —se burló Alexander. Héctor le miró, aturdido aún por las palabras de dama Serena; ante toda aquella muerte y destrucción, ¿qué importaba un estúpido mote?—. Magia. Terremotos. Lo mismo da. La cuestión es que tenemos ante nosotros la respuesta a nuestras oraciones: armas.
—Enhorabuena, acabas de ganar a Héctor en pensamientos profundos —comentó Marco.
—Mirad: yo lo que tengo es hambre y… bueno, no sé mucho sobre el tema, lo reconozco, pero algo me dice que las espadas no se pueden comer —dijo Madeleine—. Mejor seguimos a la bañera, ¿vale? Dudo mucho que esas armas vuestras se vayan a mover de sitio mientras tanto.
Alex y Marco se habían acercado al borde de la grieta y miraban con cautela hacia el fondo.
—No sería difícil bajar —comentó el pelirrojo. La pared era prácticamente vertical, pero estaba llena de grietas y muescas de las que servirse para descender.
La voz regresó a la cabeza de Héctor:
Una última advertencia sobre la cicatriz. Ahí abajo no sólo hay huesos. Así que disuade a tu compañero de su empresa o preparaos para ver morir al primero de los vuestros.
Héctor se mordió el labio inferior. Alexander caminaba al borde de la grieta, en busca de un buen lugar desde el que comenzar el descenso. Desvió la mirada hacia la cicatriz de Arax. Los filamentos de oscuridad se estiraban perezosos entre los huesos y cráneos apilados.
—No creo que sea buena idea bajar ahí —advirtió. Le tembló la voz al hablar.
—Gordito, gordito, no te pongas nervioso. Tú te puedes quedar aquí arriba si quieres —le guiñó un ojo—. Te buscaré algo chulo, no te preocupes.
Adrián era el único que vigilaba el movimiento de la bañera en el cielo. El resto o estaba pendiente de Alexander o contemplaba todavía impresionado aquel río de huesos. Héctor dio un paso en dirección al borde, indeciso, sin saber qué hacer para evitar que Alex descendiese al foso. El pelirrojo no le resultaba simpático, pero no quería que le ocurriera nada malo. Y si bajaba allí le sucedería algo terrible. Estaba convencido.
—¿Estás seguro de lo que vas a hacer? —preguntó Madeleine. Por un momento, Héctor creyó que se dirigía a él y se giró hacia ella, aturdido.
—Sí —contestó Alex y levantó la cabeza para regalarle una sonrisa resplandeciente y perfecta—. Voy a conseguir armas para todos. Eso voy a hacer.
—Por aquí podremos bajar sin problemas —fue Marco quien habló, acuclillado junto a un saliente, con los antebrazos apoyados en las pantorrillas. La pared a sus pies mostraba tal cantidad de muescas, y tan próximas unas a otras, que cualquiera con un mínimo de agilidad podría usarlas de punto de apoyo—. Parece que lo han hecho a propósito.
Marco se incorporó y al hacerlo su pie derecho desplazó varias rocas situadas en el borde de la grieta. Una de ellas se precipitó al vacío y provocó una pequeña avalancha de huesos. El sonido puso los pelos de punta a Héctor.
—Bajaremos Alex y…
—Marco —le interrumpió Natalia. Señalaba con su palo al foso—. Lo mejor será que os quedéis aquí arriba.
—¿Qué?
La calma se había roto en la cicatriz de Arax. En diferentes puntos los montones de huesos habían comenzado a ondular, a bullir, empujados por algo que se deslizaba bajo la superficie, creando a su paso un tétrico oleaje de calaveras y armas viejas. El sonido de los esqueletos al removerse era una melodía delirante, un golpeteo alocado y estremecedor. Héctor contó siete estelas de hueso, y las siete avanzaban hacia el lugar donde había caído la piedra.
—Esto no me gusta —Adrián retrocedió un paso.
El brillo de una armadura al agitarse centelleó en el foso. Héctor vio emerger entre los huesos una blancura nueva: era un lomo lechoso, cubierto de pequeñas cerdas pálidas, que volvió a sumergirse a los pocos segundos de salir a la superficie.
Los gusanos de la cicatriz, le explicó la voz. Ciegos y sordos a todo excepto a los movimientos del río de cadáveres en el que habitan. Son como arañas a la espera de que alguna presa caiga en su tela.
Las olas de hueso confluyeron todas, casi a un mismo tiempo, en la zona donde había impactado la roca. Siete torbellinos de hueso y acero girando frenéticos, unos hacia la izquierda y otros hacia la derecha, tratando de encontrar lo que había caído de las alturas.
Poco a poco llegó la calma, el traqueteo de los huesos se fue apagando y, por fin, todo se detuvo. Pero esa tranquilidad y ese silencio pesaban aún más en el ánimo de Héctor que la vorágine de esqueletos al agitarse. Bajo aquella calma acechaban los espantos de Arax, y sin el movimiento delator de los huesos resultaba imposible saber dónde se encontraban. Podían estar en cualquier parte. Al acecho. Esperando.
Los muchachos tardaron unos instantes en reaccionar.
—Tiene que haber algún modo de cruzar al otro lado —dijo Marco, rompiendo el silencio pesado que había caído sobre el grupo—. Tenemos que ir tras la bañera, ¿recordáis?
—¿Quieres cruzar por ahí? —preguntó Adrián, horrorizado. Estaba pálido y temblaba de una manera tan exagerada que parecía a punto de sufrir un ataque—. Yo no pienso hacerlo. No. No quiero. Quiero irme a casa. Eso es lo que quiero. Irme a casa…
—¡Chico, chico, chico! —Alex se acercó hacia él, abriendo de par en par los brazos—. ¿Qué es lo que te asusta? —le preguntó—. ¿De verdad crees que vamos a dejar que te pase algo? ¡Tonterías! Aquí nos protegemos los unos a los otros, ¿vale? —puso las manos sobre sus hombros y adoptó un tono de voz tan serio que por un momento pareció otra persona—. Olvídate de lo que dijo la malvada bruja del oeste, ¿de acuerdo? Nadie va a morir. Nadie. No nos va a pasar nada. Y vamos a encontrar la manera de volver a casa, te lo prometo. Pero a cambio tú me tendrás que prometer algo: me tienes que jurar que no volverás a tener miedo.
—No puedo prometer eso —balbuceó Adrián.
—Tienes razón. No se le puede pedir a nadie que no tenga miedo —se rascó el mentón y guardó silencio un instante, luego sonrió satisfecho como si hubiera encontrado la solución a un problema sumamente complicado—. Ten todo el miedo que quieras —le dijo sonriente—, pero que no se te note, ¿de acuerdo? ¿Podrás hacer eso? Deja el miedo dentro, no permitas que salga.
Adrián asintió, dubitativo.
—Buen chico —Alex le revolvió el cabello con fuerza—. Y ahora a ver cómo nos las arreglamos para seguir al espantajo de la bañera…
—Podemos atravesar las ruinas —comentó Bruno señalando los edificios caídos en la grieta.
Héctor observó el lejano puente de escombros con desconfianza. Aun desde la distancia se podía ver que su superficie era irregular y peligrosa. Un resbalón o una piedra suelta los llevaría directos a la fosa y a sus moradores.
—Hay algo antes de llegar allí —murmuró Natalia—. ¿Lo veis? Como a mitad de camino, en el lugar donde se estrecha la grieta. Otro puente.
—¡Sí! —dijo Adrián—. ¡Yo también lo veo!
La distancia entre los dos márgenes de la cicatriz era mucho menor en la zona que señalaba Natalia. Una estrecha terraza de roca se estiraba desde la orilla opuesta hasta quedar cortada en seco a unos cinco metros del otro lado. Alguien había improvisado un puente con lo que aparentaba ser un tablón de madera, salvando la distancia que separaba aquella lengua de piedra de la orilla. A Héctor le parecía todavía más arriesgado usar ese paso estrecho que el montón de escombros, pero no dijo nada mientras se dirigían hacia allí. Su vista apenas podía apartarse de los huesos y las sombras que poblaban la cicatriz de Arax.
El puente se trataba, en efecto, de un largo tablón de madera oscura, bastante gruesa, de un metro de ancho. Estaba colocado en una ligera pendiente ascendente.
—Parece estable —dictaminó Bruno tras examinarlo en cuclillas. Se levantó y se aventuró a dar unos pasos por él. Héctor se mordió el labio inferior al verlo avanzar por el centro del tablón inclinado—. Y lo es. Aunque aconsejo que extrememos las precauciones al máximo y crucemos de uno en uno.
El primero en pasar fue el mismo Bruno, caminando como un autómata o un viejo juguete de cuerda. Adrián pasó el siguiente, a la carrera, rápido como una bala. Natalia caminó despacio, golpeando rítmicamente su vara contra el borde de la tabla. Marco avanzó con el cuello hundido entre los hombros, a grandes y lentos pasos, con la mirada fija al frente. Alex cruzó con aire despreocupado y hasta se detuvo a mitad de camino para barrer con la planta del pie una zona astillada del puente. Madeleine fue la siguiente en pasar, con un andar elegante y pausado, más propio de un salón de baile que de aquel lugar; el cabello pelirrojo le ondeaba al viento, cada vez más despeinado pero igual de hermoso.
Héctor no se movió cuando por fin llegó su turno.
—Venga, chico, te toca —le dijo Marco desde el otro lado.
Respiró hondo y trató de infundirse ánimos, aunque no era tarea sencilla. Le resultaba difícil creer que aquel frágil puente fuese capaz de soportar su peso; además, no podía quitarse de la mente la imagen de los huesos removiéndose allá abajo. Hizo amago de dar el primer paso, pero se detuvo. Le temblaban las piernas. El sudor le bañaba la espalda y las palmas de las manos; era un sudor resbaladizo y desagradable, como si le hubieran untado de aceite.
Natalia resopló al otro lado. Sacudió la cabeza y echó a andar por el puente en dirección a Héctor, tan cerca del borde del tablón que el joven se sintió enfermo.
—Es seguro —le dijo cuando llegó a su lado—. ¿Quieres que te lleve de la mano? Puedo hacerlo. El puente no se va a caer.
Héctor negó con la cabeza.
—Lo haré yo solo —afirmó sin que apenas le flaqueara la voz—. Yo solo, ¿vale?
Se agachó y aseguró con fuerza los trapos que rodeaban sus pies. No lo necesitaba, pero no quería que Natalia viera cómo le temblaban las manos.
—Pues hazlo de una vez, venga. Yo me quedo aquí hasta que pases.
Héctor se incorporó. Se limpió el sudor de la frente con el antebrazo y dio un paso inseguro hacia delante. Luego otro, ya sobre la madera. El crujido de la tabla en su imaginación sonó frágil y quebradizo, pero aun así continuó adelante, sabedor de la mirada de Natalia a su espalda y de la impaciencia del grupo al otro lado. Cuando dejó atrás el suelo firme y fue consciente de que lo único que lo separaba del río de huesos y de sus moradores eran unos pocos centímetros de madera, sintió el impulso de echarse al suelo y continuar el trayecto arrastrándose. De no haber estado el puente en cuesta lo hubiera hecho, pero temió perder el equilibrio.
—Mírame a mí, gordito, sólo a mí —le dijo Alex desde el otro lado, señalando sus propios ojos con los dedos índice y corazón—. Soy el centro del universo. No hay nada más que yo. Así que mírame y avanza.
—No me llames gordito —masculló entre dientes, y dio un paso más. Y luego otro.
Ames de darse cuenta se encontró caminando sobre tierra firme. La palmada de ánimo de Alex estuvo a punto de tirarlo al suelo. Sentía una mezcla de alivio por haber conseguido cruzar el puente y de tremendo enfado consigo mismo por haber dado el espectáculo otra vez. Tenía la impresión de que no hacía otra cosa que el ridículo desde que había despertado.
—No me gustan las alturas —murmuró con el ceño fruncido. Necesitaba justificarse. «No soy un estorbo», pensó enrabietado mientras miraba de soslayo a Natalia, que ya había cruzado otra vez.
La rusa ignoraba al grupo. Toda su atención estaba puesta en la bañera voladora.
—¡Está bajando! —dijo al tiempo que señalaba hacia arriba y avivaba el paso.
Aquel singular bajel había desembocado en una pequeña plazoleta rectangular, situada a unos trescientos metros de la cicatriz de Arax y, en efecto, descendía. El espantapájaros maniobraba para virar la embarcación mientras la hacía bajar, presumiblemente para tomar tierra en el centro de la plaza. Era un lugar sombrío, rodeado de extraños edificios, tan angostos que en sus fachadas tan sólo había sitio para las puertas en la planta baja y una ventana en cada una de las alturas. Además, ninguna de las casas era recta, todas estaban torcidas en mayor o menor medida, como si los cimientos no fueran capaces de soportar su carga. A pesar del siniestro aspecto del lugar, no había ni rastro de niebla oscura.
La bañera maniobraba despacio, a sacudidas. Algo semejante a una manzana cayó de uno de los cestos y explotó contra el suelo con un ruido que a Héctor, tan hambriento como estaba, se le antojó suculento. Con un último bandazo, la barcaza se detuvo a unos cinco metros de altura. Todos los remos se irguieron a un mismo tiempo con un sonoro chasquido. Las cestas de mimbre se echaron a temblar y comenzaron a descender despacio, balanceándose de las cuerdas que ataban sus asas. El espantapájaros había dejado el timón para dirigirse al centro de la embarcación y desde allá se afanaba con algo que los chicos no alcanzaban a ver, probablemente con el mecanismo que hacía descender las cestas.
—¡Venid! ¡Venid! ¡Todo está listo ya! —cantaba el estrafalario marinero—. ¡Sesos de iguana y zumo de mantícora! ¡Esencia de cucaracha y lenguas de recién nacido! ¡Las más suculentas viandas de Rocavarancolia para los elegidos del amo Denéstor!
Echaron a andar hacia allí, a paso vivo, espoleados todos por el vacío de sus estómagos. No habían andado ni cien metros cuando Natalia, que iba en cabeza, se detuvo tan de improviso que Adrián chocó contra su espalda.
—No… —murmuró la rusa, aferrando el palo con fuerza—. ¡No! ¡No! ¡No!
—¿Qué? ¿Qué pasa?
La vara de Natalia señaló en dirección a una de las callejuelas que desembocaban en la plaza. Algo se aproximaba veloz desde allí. Volteó luego el palo para señalar hacia otra bocacalle donde se veía aún más movimiento. De la entrada de una de las casuchas emergió una sombra velluda, a tal velocidad que dio la impresión de que el edificio la había escupido. Otra criatura entró en la plaza. Y una tercera irrumpió al trote desde una callejuela, gruñendo y babeando.
—¡Ratas! —gritó Adrián, asqueado.
—No. No son ratas —murmuró Bruno. No había ni asombro ni sorpresa en su voz, sólo la misma monótona frialdad que de costumbre—. No sé lo que son. Pero no son ratas.
Aquellas criaturas peludas eran algo más grandes que gatos adultos. Tenían la cabeza casi plana, con dos ojillos de un negro intenso y una boca alargada repleta de dientes afilados. Las patas delanteras eran el triple de robustas que las traseras y tanto unas como otras estaban dotadas de unas garras cortas, que más parecían de pájaro que de mamífero. Sus colas eran largas y flexibles, recubiertas por un ramillete de espinas óseas que se espesaba en la parte final, dándoles aspecto de mazas erizadas. Entraban a la carrera en la plaza, con las cabezas alzadas en dirección a la barca flotante. Héctor contó una veintena de ellas.
Una pequeña y nerviosa, de pelaje gris, saltó hacia las cestas cuando aún se encontraban a más de dos metros del suelo, se aferró al asa de la más cercana con sus zarpas y se aupó hasta caer dentro. Las otras corrían de aquí para allá, sin perder de vista la bañera.
—¿Qué hacemos? —susurró Natalia, mirando primero a Marco y después a Alex.
—Nos vamos —ordenó Marco—. Nos vamos de aquí ahora mismo.
—Pero ¿y la comida? —preguntó Adrián.
—Como esos bichos nos descubran, nosotros seremos la comida —le contestó el muchacho negro con la vista fija en los espantosos seres que se habían dado cita en la plaza.
En cuanto las cestas estuvieron a su alcance, saltaron sobre ellas, derribándolas y haciendo rodar su contenido por el suelo empedrado. En sus ansias por conseguir la comida, arremetían unos contra otros, furiosos. Uno de ellos golpeó a otro con el extremo espinoso de su cola en pleno hocico. El agredido retrocedió y en represalia soltó una formidable dentellada en el lomo de su congénere más cercano.
Héctor vio aparecer a otras cuatro criaturas por una calle perpendicular a la plaza que apenas quedaba a cien metros de donde se encontraban, apretados unos contra otros al amparo de un muro. Corrían hacia el caos que se había formado bajo la bañera cuando la que iba al frente frenó en seco y giró su monstruosa cabeza hacia ellos. Sus ojos se desorbitaron al verlos. Soltó una especie de ladrido seco y, olvidándose de las cestas, echó a correr en su dirección, a más velocidad todavía. Las otras tres la siguieron al unísono, con las cabezas bajas y las fauces entreabiertas, mientras el resto en la plaza seguía dando cuenta de las cestas, ignorantes aún de la presencia de Héctor y los demás. Y en la bañera flotante, el espantapájaros continuaba con sus cantos, sin importarle en lo más mínimo lo que ocurría a sus pies.
Marco dio un paso hacia delante, dispuesto a enfrentarse a las bestias que se aproximaban frenéticas, aullando y lanzando dentelladas al aire.
—Atrás… Atrás… Hacia el puente, rápido —hizo gestos para que todos retrocedieran. No alzó la voz, casi hablaba entre dientes—. Corred al puente. Vamos…
Alexander y Natalia hicieron caso omiso a su orden y se colocaron a su lado, empuñando con fuerza sus varas de madera. El resto del grupo se alejó a trompicones, sin dar la espalda a sus compañeros, mirando aterrados a las furiosas bestias que se abalanzaban hacia ellos.
—No tengo miedo, no tengo miedo, no tengo miedo —repetía una y otra vez Adrián, pálido como un cadáver. No había tardado mucho en romper la promesa que le había hecho a Alex.
—¿Sabes usarlo? —le preguntó de pronto Marco a Natalia. Tenían prácticamente encima a los cuatro animales.
Ella lo miró perpleja, sin saber a qué se refería.
—¡El palo! ¿Sabes usarlo? ¿Sabes usarlo bien? —y como no obtuvo respuesta se lo arrebató de las manos de un violento tirón. En el mismo movimiento se abalanzó hacia delante, interceptando al primero de sus atacantes. Hizo girar la vara en el aire mientras se escoraba a la izquierda, esquivando una feroz dentellada, y descargó un potente golpe sobre el cráneo de la criatura. El animal cayó de costado y quedó inmóvil a los pies de Marco.
Las otras no frenaron su carrera, pero una de ellas, grande como un pastor alemán, esquivó con una finta a Marco para saltar sobre Alex, considerándolo quizá una presa más asequible.
El pelirrojo flexionó las piernas, volteó el garrote desde abajo y lo proyectó contra el animal con tal fuerza que éste, tras recibir el impacto en la mandíbula, salió despedido hacia arriba girando sobre sí mismo. Cayó despatarrado unos metros más allá y no volvió a levantarse.
Las otras dos criaturas saltaron sobre Marco. Él se agachó para esquivar el furioso mordisco de la primera mientras lanzaba una patada a la otra en pleno vientre. Las dos bestias se rehicieron al instante y se arrojaron de nuevo contra él. Marco las esperaba completamente inmóvil, con los ojos muy abiertos y la vara empuñada a dos manos. De pronto pareció bailar entre ellas. Sus movimientos eran fluidos, hipnóticos, y la vara entre sus manos más parecía una prolongación de su cuerpo que un arma. Cuando aquel baile cesó, los dos seres yacían en el suelo y Marco, sin un rasguño, alzó la mirada, como si buscara nuevos enemigos que abatir. No tardó mucho en encontrarlos.
Una de las criaturas de la plaza sacó la cabeza del interior de una cesta rota y descubrió a los muchachos. Su gruñido alertó al resto. Hasta la última de las alimañas dejó lo que estaba haciendo para mirar en su dirección. Durante unos segundos todo fue quietud y silencio; los animales parecían congelados, estatuas de piel y huesos que los contemplaban con una expresión de hambre desoladora. Hasta el espantapájaros había dejado de cantar. De pronto, todas y cada una de las bestias echaron a correr hacia ellos. Era una confusa estampida de garras, dientes y espinas de hueso, que se abalanzaba en su dirección.
—¡Atrás! —ordenó Marco ya a gritos, señalando con vehemencia el puente—. ¡Atrás! ¡Todos al puente! ¡Corred!
Natalia agarró a Héctor del antebrazo y tiró de él para hacerle correr más rápido. Lo soltó en cuanto vio que el muchacho no sólo no ganaba velocidad sino que estaba a punto de perder el equilibrio. Permaneció a su lado hasta que consiguió estabilizarse y luego lo dejó atrás como una exhalación.
—¡Corre! ¡Corre!
Héctor no le reprochó que lo dejara solo. El ruido de la carrera y los aullidos de sus perseguidores eran atronadores y él poco a poco iba quedándose atrás. «El primero en morir, el primero en morir…, dama Desgarro dijo que sería el primero en morir…», iba pensando. Sintió un pinchazo en el costado.
Entraron a toda velocidad en la terraza de roca. Tras él sólo quedaba Marco y, más allá, sus hambrientos perseguidores, cada vez más cerca. Esta vez Héctor no vaciló cuando llegó al puente, la amenaza a su espalda le hizo olvidarse del vértigo y de lo que aguardaba en la cicatriz de Arax. Prácticamente voló sobre el tablón de madera y casi cayó de rodillas al llegar al otro lado. Alguien tiró de su brazo para levantarlo, pero, tan nervioso como estaba, no se enteró de quién había sido. Marco cruzó el puente tras él, con tal rapidez que a punto estuvo de arrollarlo. Alexander salió al encuentro del recién llegado, jadeante. Los dos intercambiaron una rápida mirada y asintieron a la par.
Se agacharon y aferraron el tablón, cada uno de un extremo. Natalia se acuclilló junto a ellos e introdujo los dedos entre el suelo y la madera. Las bestias se aproximaban a la carrera, soltando espumarajos. Cuando la primera llegó al puente, los chicos empujaron el tablón a un grito de Marco. El enorme madero dio una breve sacudida y las dos fieras que habían puesto pie en él perdieron el equilibrio y cayeron al vacío.
El resto retrocedió de forma tan atropellada que más de una estuvo a punto de seguir a sus congéneres al foso. Los tres jóvenes empujaron con todas sus fuerzas el puente. El largo tablón se derrumbó con estruendo, clavándose casi en vertical en el río de huesos.
Las criaturas que habían caído intentaban mantenerse a flote sobre los montones de esqueletos. Una aullaba de forma lastimera sin dejar de mirar desesperada a su alrededor. La otra se había afianzado sobre uno de los gigantescos cráneos y avanzaba con lentitud hacia arriba, gimiendo y agitando la cabeza de un lado a otro.
—Está llorando… —murmuró Héctor. Ver a aquel ser aterrado le perturbó enormemente. En Rocavarancolia hasta los monstruos podían tener miedo.
En el fondo de la cicatriz de Arax, los huesos comenzaron a agitarse otra vez. En varios puntos los esqueletos y armaduras temblaron, se alzaron y volvieron a caer. De nuevo las olas que provocaban los espantos de la grieta al desplazarse hicieron temblar la quietud de aquel inmenso cementerio. De nuevo vio Héctor los espinazos lechosos que asomaban entre tibias, costillas y cráneos, avanzando veloces hacia su objetivo.
El muchacho quería apartar la mirada, pero algo más fuerte que su voluntad se lo impedía, algo primario que hasta entonces había permanecido dormido en su interior.
En el foso resonó un chasquido terrible y una sombra blanca se catapultó entre los huesos, apresó por el cuello a una de las desdichadas criaturas y la arrastró a las profundidades, demasiado rápido como para hacerse una imagen clara de ella. El aullido del ser atrapado fue tan espantoso que Héctor se tapó los oídos con las palmas de las manos.
La segunda bestia, la que buscaba la seguridad en lo alto del gran cráneo, se tambaleaba muerta de miedo. De pronto la calavera sobre la que se apoyaba estalló en pedazos, embestida con fuerza desde abajo. Héctor tuvo un atisbo de unas mandíbulas desproporcionadas, repletas de cuchillas, que irrumpían entre las esquirlas despedidas al vuelo, atrapaban al animal por los cuartos traseros y lo arrastraban hacia abajo. Esta vez la víctima de los horrores de la cicatriz no tuvo ni siquiera tiempo para gritar.
Frente a ellos, al otro lado de la grieta, las bestias corrían de un lado para otro, sin importarles el destino de sus compañeras del foso.
—Vámonos —urgió Marco—. ¡Están buscando otro modo de cruzar!
—¡Que lo intenten y sabrán lo que es bueno! —gritó Alexander, agitando el garrote con el que había derribado a uno de aquellos seres. Estaba exultante.
Al otro lado de la cicatriz las bestias aullaban. Una de ellas se contoneaba al borde de la grieta, justo frente al pelirrojo. Había alzado su cola erizada y la agitaba adelante y atrás, cada vez más y más rápido. Los ojos del animal brillaban con una inteligencia aterradora.
—¡No! —gritó Héctor al comprender lo que estaba a punto de suceder. Echó a correr hacia Alexander—. ¡Al suelo! ¡Tírate al suelo!
Su advertencia llegó tarde. La criatura dio una última sacudida con su cola y una de sus espinas salió disparada como una flecha. Cruzó la grieta con un penetrante silbido y se clavó en el pecho de Alex. El chico se tambaleó hacia atrás, luego hacia delante, en dirección al foso, y por fin, en el más absoluto silencio, cayó al suelo, apenas a unos centímetros de la grieta.
—¡Alex! —Madeleine echó a correr desesperada hacia su hermano.
Héctor fue el primero en llegar. Tomó a Alexander de las axilas y, sin comprobar siquiera si estaba vivo o muerto, tiró de él para alejarlo del borde. Al otro lado la criatura había retomado su danza, dispuesta a disparar de nuevo. Otras dos se unieron a ella, agitando frenéticas sus colas erizadas. Pronto más espinas surcaron el aire.
—¡Alejaos de la grieta! —gritó Marco, y propinó un soberano empujón a Adrián, que se había quedado pasmado mirando al caído.
—¡Suéltame! —exclamó Alex, revolviéndose en brazos de Héctor. Había pasado de una quietud de muerte a una tremenda agitación—. ¡Madeleine! ¡Madeleine! —estaba terriblemente pálido. Lo que se adivinaba en su rostro no era miedo: era pavor—. ¿Dónde está mi hermana? ¡Maddie! —aulló tan fuera de sí que ni siquiera se daba cuenta de que ella estaba junto a él, con las manos convertidas en puños a la altura de la boca.
Alexander derribó a Héctor en sus ansias por levantarse. Se incorporó tambaleándose, con el rostro convertido en una máscara de puro pánico. Aún no se había afianzado del todo en la vertical cuando Madeleine se echó en sus brazos. El pelirrojo apenas pudo resistir el impulso de otro cuerpo contra el suyo y a punto estuvo de caer de nuevo.
—Estoy bien, estoy bien —le aseguró. Se giró para interponer su espalda entre las criaturas y Madeleine. Sus ojos brillaban con un fuego cercano a la locura. Y con alivio.
Alexander se apartó de su hermana, se abrió el blusón y la espina de hueso cayó a los pies de Héctor. Había conseguido atravesar la ropa, pero no había tenido suficiente fuerza para traspasar la carne. Justo sobre el corazón se veía un diminuto círculo de carne enrojecida. Si la criatura hubiera estado sólo un metro más cerca, Alex estaría muerto.
—¡Salgamos de aquí! ¡Rápido! —gritó Marco, frenético, a pesar de que las espinas apenas llegaban con fuerza desde el otro lado y ellos ya se encontraban fuera de su alcance—. ¡Están pasando sobre el puente de escombros!
Sobre las ruinas de los edificios caídos en la grieta saltaban varias alimañas. Héctor, todavía en el suelo, contó ocho afanándose entre fachadas, muros y pilares derrumbados. Natalia le tendió una mano para ayudarlo a levantarse, él la tomó pero antes, en un impulso, cogió la puntiaguda espina de hueso que había estado a punto de matar al pelirrojo.
—¡Vienen a por nosotros! —gritó Adrián.
—Que vengan —murmuró Alex, pero ya no había jactancia en sus palabras, sólo rabia. Se encaró hacia el puente de escombros. Las primeras ya estaban llegando al final del mismo—. ¡Que vengan y les daré su merecido!
—¡Deliras! ¡Nos vamos de aquí ahora mismo! —volvió a gritar Marco agarrándolo con fuerza del antebrazo.
Alex se libró de él de un fuerte tirón y recogió su vara del suelo. Estaba completamente fuera de sí.
—¡Que vengan! —repitió, y antes de que nadie pudiera reaccionar echó a correr hacia el puente de escombros, enarbolando su arma y gritando como un poseso.
—¡Alex! —le llamó su hermana.
—¡Está loco! ¡Lo van a matar! —Marco se llevó las manos a la cabeza.
—¡Alex! —gritó de nuevo Madeleine y cayó de rodillas.
Marco soltó una maldición y echó a correr tras el pelirrojo con la vara de Natalia en la mano. Gritaba aún más alto que Alexander.
—¡Oye! ¡Ése es mi palo! —exclamó Natalia. Miró en derredor. Se agachó para coger una roca del suelo, la sopesó un momento, asintió con la cabeza y salió gritando ella también tras los dos jóvenes.
Héctor los siguió. Actuó por impulso, sin pensarlo un solo instante. Antes de darse cuenta de lo que hacía ya estaba corriendo. En la mano derecha empuñaba la espina de hueso. Volvió a sentir un pinchazo en el costado izquierdo pero eso no importaba, lo realmente importante era el latido acompasado de su corazón y de sus sienes, esos tambores de guerra que acababan de despertar en su interior y que lo impulsaban a ir tras Alex, Natalia y Marco, gritando como un loco. Ya no había miedo, ni inseguridad, ni siquiera vértigo. Lo único que importaba, lo único real, eran las criaturas que bajaban ya de entre los montones de escombros y cargaban contra ellos.
Hasta que de pronto, cuando sólo faltaban unos metros para que se produjera el encontronazo, una de las alimañas se detuvo de manera tan brusca que resbaló. A continuación graznó asustada, volvió grupas y echó a correr en dirección contraria. Las otras la imitaron al momento, tan aterradas como la primera. Fue una desbandada general. Durante unos segundos, los chicos fueron en persecución de las bestias que huían.
—¡Volved! —gritaba Alexander, golpeando el aire con su palo—. ¡Volved aquí, cobardes! ¡Volved!
Se detuvo, jadeante. Dejó caer el garrote al suelo y se inclinó, con las manos en las rodillas.
—¿Has visto? —Natalia se giró hacia Héctor, le brillaban los ojos—. ¡Han huido de nosotros! ¡Los hemos espantado!
—¡Sí! —Héctor estaba eufórico, a punto de ponerse a dar saltos de pura alegría—. ¡Han echado a correr! ¡Nos tenían miedo! ¡A nosotros!
—¡Sííííííííííííííííí! —Natalia se acercó a él y le abrazó con todas sus fuerzas. Héctor dudó un instante, aunque finalmente respondió al abrazo. El cabello de la chica le hizo cosquillas en la cara. Los dos olían a sudor y suciedad, pero eso tampoco importaba. Habían ganado. Habían hecho huir a las bestias. Ya no había ni rastro de ellas. Ni siquiera se las veía al otro lado de la grieta.
Cuando Natalia se apartó de él para ir al encuentro de los otros dos, a Héctor le fallaron las rodillas. La enormidad de lo que acababa de suceder se le vino encima como un alud. No quería ni pensar en lo que hubiera podido ocurrir si aquellas fieras no hubiesen retrocedido.
Y como si fuese un eco de sus pensamientos, aquella voz que no era suya volvió a resonar en su cabeza:
No te lleves a engaño. Habéis tenido un golpe de suerte, nada más. Lo normal es que hubierais muerto todos. Absolutamente todos. Este ataque ha sido una locura, una completa locura…
—Ha funcionado —dijo él. Se levantó y se acercó hacia los otros. Marco abrazaba a Natalia con tal ímpetu que la había levantado del suelo. Ella se reía y le golpeaba en los hombros, pidiéndole que la bajara.
Alex se enderezó y miró tras él. Madeleine, Adrián y Bruno se aproximaban con rapidez. Por un segundo en el rostro del pelirrojo no hubo expresión alguna, sólo un intenso vacío. Sólo fue un momento y sólo Héctor pudo verlo. Luego el brillo regresó a los ojos verdes de Alexander y con él la alegría.
—¡Corrían como conejos! —aulló y se puso a patear el suelo—. ¡¿Te lo dije o no te lo dije, pequeñajo?! —preguntó, saltando y señalando con la vara de madera a Adrián—. ¿Miedo? ¿Quién tiene miedo?
Adrián rompió a reír.
—¡No vuelvas a hacer algo así! —le gritó Madeleine a su hermano, dándole un puñetazo en el hombro—. ¡Estás loco! ¡Me has dado un susto de muerte!
¿Recuerdas lo que te conté sobre el último rey de Rocavarancolia? ¿Eso de que no fue el valor ni el heroísmo lo que le llevó a cargar contra una fuerza a la que no podía derrotar? Pues acabas de asistir a una reconstrucción de aquello. A pequeña escala, por supuesto. Y con un idiota pelirrojo en el papel de Sardaurlar… Porque tampoco ha sido la valentía ni el heroísmo lo que ha llevado a tu amigo a correr hacia la muerte. Me pregunto qué habrá podido ser… Y lo más importante: ¿qué ha provocado que tú lo siguieras?
Héctor no podía responder a la segunda pregunta. Pero sí sabía qué había espoleado a Alex para comportarse así: había sido el miedo, pero el miedo puro, el que te puede llegar a enloquecer y hacerte perder el control.
Las miradas de ambos jóvenes se cruzaron. Alex sonrió y le hizo la señal de la victoria. Héctor le devolvió la sonrisa y luego apartó la mirada, incómodo. En el cielo, al otro lado de la grieta, la bañera izaba las cuerdas que habían atado las cestas y se preparaba para partir.
Héctor bajó la vista. Aún tenía la espina de hueso en la mano.
* * *
—Increíble —alcanzó a murmurar dama Serena, todavía asombrada del modo en que los cachorros de Denéstor habían hecho huir a las colaespinas—. Realmente increíble.
A través del catalejo plateado podía ver cómo ahora avanzaban sobre el puente de ruinas que comunicaba las dos orillas de la cicatriz de Arax. El joven negro iba en cabeza, guiando al grupo por las zonas más seguras. Tanto él como el pelirrojo ayudaban al resto cuando se encontraban con alguna dificultad en la marcha. Sorprendentemente, Héctor no necesitó ayuda en ningún momento. Avanzaba con ciega determinación, siguiendo sin problemas la estela del grupo.
La fantasma escuchó una ligera tosecilla en las alturas. Dama Araña, después de hacer patente su presencia, se descolgó de la parte alta de la terraza gracias al fino hilo de seda que segregaba su abdomen. Parecía como si un confuso montón de extremidades mal pegadas a dos sacos informes se estuviera dejando caer de manera desmañada, pero lo que en un primer momento se podía calificar como torpeza no era tal, sino el modo más efectivo con el que dama Araña, dada su peculiar anatomía, podía moverse.
Aterrizó ante dama Serena y asintió con la cabeza repetidamente, como si estuviera satisfecha del trabajo realizado. Había sustituido dos de sus monóculos por un par de prismáticos espejados.
—Todo marcha como es debido —cloqueó, moviendo su monstruosa cabeza de izquierda a derecha. Su voz era vibrante—. Todos los polluelos siguen vivos y contentos. Y Huryel duerme de nuevo, sano y salvo, en su lecho.
—Alguien debería tomarse la molestia de enseñarte de una vez a usar las puertas —dijo dama Serena, y despidió al catalejo con un elegante gesto.
—Las arañas nunca usamos los caminos normales. No, no, no. Es en los senderos abruptos y complicados donde se encuentran las moscas más jugosas.
—¿Y has encontrado alguna?
—Hace un rato descubrí a un curioso ejemplar rondando las almenas, una mosca de alas rojas y piel brillante. La dejé ir. Era demasiado grande para mí.
—Hiciste bien. Se te hubiera atragantado.
Llamaron a la puerta y, casi al instante, sin esperar respuesta, la abrieron desde fuera. Dama Desgarro entró en la estancia, con su paso inseguro y vacilante. Parecía que en vez de avanzar caminando marchara de tropiezo en tropiezo, siempre a punto de caer y siempre testarudamente en pie. Dama Serena la saludó con la cabeza y se giró de nuevo hacia la araña vestida con levita.
—¿Cómo está Huryel?
—Vivo —respondió ésta.
—Vive. Vive —corroboró dama Desgarro saliendo al aire fresco de la terraza. Donde antes tenía el ojo izquierdo ahora sólo se veía una grotesca cuenca vacía—. Cada día nos cuesta más esfuerzo mantenerlo así, pero no cejamos en nuestro empeño. Testarudas e irreductibles. Así somos.
—Esmael ha estado aquí —le comunicó la fantasma.
—¿Dónde? —preguntó, y como si temiera que el ángel negro pudiera estar tras ella, giró sobre sus talones a tal velocidad que la cabeza se le desprendió del cuello, cayó al suelo y rodó por la leve cuesta de la terraza hasta topar con la balaustrada.
El cuerpo decapitado se acercó al murete de dos zancadas, recogió la cabeza y volvió a acomodarla en su sitio. Chasqueó la lengua. Estaba acostumbrada a las pequeñas incomodidades que de cuando en cuando le deparaba el maltrecho estado de su cuerpo, pero aun así le desagradaba en sumo grado que la cabeza se le cayera. Le hacía parecer poco respetable. Y además, la mareaba.
—Vino a hacerme una oferta difícil de rechazar. Por no decir imposible —le explicó la fantasma.
—¿Y qué puede ofrecerte Esmael? —preguntó dama Desgarro.
Dama Serena les hizo saber lo que primero Enoch el Polvoriento y después el mismo ángel negro habían ido a contarle.
—El grimorio del Comeojos, nada más y nada menos… —murmuró dama Desgarro después de escucharla. Entrelazó las manos, pensativa—. No es el más poderoso de los antiguos libros, pero sí lo suficiente como para ser un objeto temible… ¡Qué molestia! —rezongó—. Debemos hacernos con él, nada bueno puede ocurrir si ese loco tiene semejante poder en sus manos.
—Si es que de verdad cuenta con ese grimorio —apuntó dama Araña, ansiosa por participar en la conversación, aunque a ella, a fin de cuentas, poco le importaba quién fuera el regente o qué ocurriera con ese libro de hechizos. Se limitaba a cumplir lo que se le ordenara, estuviera quien estuviera al mando.
—Veremos con qué hechizo nos sorprende esta noche —dijo dama Desgarro. En la terraza flotaba el denso aroma de la custodia del Panteón Real y comandante de los ejércitos del reino. Olía a podredumbre de bosque, a moho y flores muertas—. En los compendios de Valcoburdo aparece un listado exhaustivo de los grimorios conocidos y sus sortilegios, y a buen seguro que el libro del Comeojos estará entre ellos —dijo—. Los consultaré en cuanto pueda.
—Como comprenderás, daré mi voto a aquel que tenga el libro en su poder —señaló dama Serena.
—Por supuesto, por supuesto. Es comprensible y natural. ¡Qué contratiempo! —se acarició la cuenca vacía, taciturna, con su mano plagada de cicatrices. El movimiento de su dedo asustó a una diminuta mariposa azul que se había refugiado dentro—. Pero hablemos de cosas más agradables: la cosecha de Denéstor. ¿Los has visto? Han espantado a gritos a esas sucias alimañas. ¿Quién lo hubiera dicho? Aún no me puedo creer que todavía estén todos vivos…
—Los hermanos Lexel… —comenzó la arácnida.
—Sí, sí —le cortó ella—. Cruzan apuestas sobre cuántos morirán antes de que caiga la noche. Lo sé —su cara, fea y deforme, tan surcada de cicatrices y marcas que parecía el mapa de un país sumamente accidentado, se torció en lo que se podía considerar como un gesto pícaro—. Hasta yo misma me he atrevido a apostar con ellos parte de mi pequeña reserva de manzanas de Arfes. Yo digo que ni uno solo morirá hoy. Mañana tal vez. Pero no hoy.
—¿Y ese arranque de optimismo? —preguntó dama Serena, asombrada.
Dama Desgarro no contestó. En cambio soltó una tremenda carcajada desde la caverna que era su boca y entrecerró su ojo derecho.
En la cúspide de un alto edificio se posaba uno de los pájaros de Denéstor. En forma y tamaño era casi idéntico a los que habían volado la noche anterior al mundo humano. Pero los materiales con los que el demiurgo lo había construido eran muy diferentes. El cuerpo del ave estaba hecho con alambre retorcido y vuelto a retorcer, su cabeza era una diminuta bola de cañón recubierta de plata, sus ojos, rodamientos de acero, y su pico, cuero curtido forrado de aluminio. Se trataba de un magnífico ejemplar, y además estaba hecho para perdurar, no como sus congéneres, que una vez cumplida su misión habían regresado a su categoría de materia inerte.
El pájaro, espoleado por el deseo de dama Desgarro, dio unos pasos hacia el borde de la azotea, moviendo su cabeza de izquierda a derecha y de derecha a izquierda. En el pico, con exquisita suavidad, portaba el ojo izquierdo de la comandante de los ejércitos del reino.
Y no perdía detalle de lo que ocurría con Héctor y los demás.
—Los veo —murmuró dama Desgarro, arrastrando las palabras como si éstas fueran cieno y su boca un pantano—. Han llegado al otro extremo del puente y se encaminan hacia las cestas. Poco encontrarán, pobrecitos, pobrecitos. El hambre dormirá con ellos esta noche. Los veo, dama Serena —una nueva mueca removió los rasgos de la mujer rota, una mezcla de sentimientos encontrados a los que ni siquiera ella se atrevía a poner nombre—. Los veo —repitió.
—¿Qué? —preguntó dama Araña, enfocando con sus prismáticos hacia la plazoleta—. ¿Qué es lo que ves?
—Veo un grupo. Aún no formado, pero en ciernes. Veo dos líderes fuertes, el muchacho recio que se quedó en la plaza y el joven de piel oscura. Se han echado a la espalda la responsabilidad de cuidar de los demás. Y lo han hecho inmediatamente, sin pensarlo siquiera. Y casi todos se han reunido ya a su alrededor. Sólo uno de los cachorros de Denéstor ha optado por la soledad…
—¿Y qué ves en Héctor? —preguntó dama Serena.
—Potencial dormido. Fue el primero en ver lo que iba a hacer la colaespina. Y a pesar del miedo, siguió a los otros a la lucha. Es torpe, insensato, y puede que algo estúpido… Pero tiene madera, sin duda.
—¿Lo dices con orgullo?
—¿Orgullo? No. Digo lo que veo. No voy más allá, cielos e infiernos me libren de tener imaginación… —chasqueó la lengua, disgustada—. ¿Esencia de reyes? ¿Quién puede asegurar eso a estas alturas? El camino acaba de empezar, y nadie puede saber lo que nos aguarda al final.
—Pero… ¿Y si sobrevive? ¿Y si realmente hay esencia de reyes en él? Esmael aseguró que le permitiría sentarse en el trono. Aunque ni en mis más enfermizos delirios me lo imagino dejando a un lado la regencia para entronar a ese mocoso…
—Yo no voy a mentirte, querida amiga. Una vez todo acabe, si el niño sigue vivo y existe la más mínima posibilidad de que se convierta en rey, lo mataré… Sin dudarlo un segundo, sin que me tiemble la mano… —dijo dama Desgarro mientras observaba cómo los muchachos rebuscaban entre las cestas destrozadas—. Tú mejor que nadie sabes hasta dónde llega la locura de los reyes de Rocavarancolia. La esencia da poder, pero también enloquece. Ahora no es tiempo de reyes ni de locura. Es hora de crecer, de medrar, abrir puertas, construir…
Vio en la distancia cómo Héctor hacía una pausa en la recolección de restos para dar un rápido bocado a una fruta rojiza, golpeada y maltrecha. Dama Desgarro entró de nuevo en su mente. Lo hizo con la misma facilidad con la que lo había hecho para despertarlo o cuando había enlazado sus mentes desde la esfera de dama Serena. Fue como penetrar en un inmenso mar de luces pardas.
La tormenta de magia se apacigua, no puedo arriesgarme a seguir en contacto contigo. Y no sé cuándo tendré la oportunidad de volver a hablarte. Eso fue lo que pensó dama Desgarro. A continuación tomó sus pensamientos de las cavernosas circunvoluciones de su polvoriento cerebro y los arrojó a la mente del muchacho.
Héctor se irguió como un palo, sorprendido de nuevo por la voz que resonaba en su cabeza y que él creía de dama Serena. La fruta se le cayó de la mano y Natalia le riñó por su torpeza.
Ya he hecho por ti todo lo que está en mi mano. Ahora estás solo. No te confíes, niño, y vigila siempre tu espalda. Siempre. Esquiva la niebla oscura. Y no te fíes de nadie. Dama Desgarro pasó una lengua violácea entre sus dientes quebrados mientras seguía en contacto con Héctor. La sierra rota que eran sus colmillos le arañó la lengua pero ni una gota de sangre brotó de ella. Absolutamente de nadie.