La cosecha
Eran cuatro, tres chicas y un chico, vestidos todos con ropas similares: calzones desgastados, blusones y camisolas de tela oscura. Atuendos que a buen seguro no eran con los que habían llegado a Rocavarancolia. Una de ellos, una joven desgarbada y delgada, de largo pelo moreno, estaba sentada en el suelo, con la espalda apoyada en la pared y descalza del pie derecho. Tenía ese tobillo terriblemente hinchado y por la expresión de su cara hasta el roce del aire parecía hacerle daño. A su lado se sentaba una chica robusta y feúcha, morena también, con unos enormes y expresivos ojos marrones. Ambas tenían el pelo mojado y despeinado.
Los otros dos, para sorpresa de Héctor, resultaron ser hermanos mellizos y de una belleza tal que oscurecían cuanto los rodeaba, como si absorbieran la luz del lugar para engalanarse ellos. Ella tenía el cabello pelirrojo recogido en una larga trenza a punto de deshacerse; él llevaba el pelo corto, dejando a la vista una frente altiva. Los ojos de ambos eran de un profundo color verde. Su presencia resultaba tan portentosa que ni siquiera las ropas viejas que vestían les restaban esplendor. Héctor se sintió insignificante a su lado.
—Y aquí tenemos a cuatro reclutas más de Denéstor Tul —les anunció Marco—. Los dos hermanos son Madeleine y Alexander.
El muchacho pelirrojo inclinó la cabeza en un gesto que casi era una reverencia.
—Yo soy Lizbeth Carroll, de Aberdeen, Escocia —dijo la chica poco agraciada, adelantándose a la presentación de Marco. Hablaba tan rápido que costaba distinguir unas palabras de otras—. No sabemos cómo se llama ella —añadió señalando a la herida—, todavía no ha bebido de la fuente.
—¿Vosotros ya lo habéis hecho? —preguntó Ricardo con cierta extrañeza.
—Fuimos los primeros en llegar —le contestó Alexander. En su voz se adivinaba una tremenda seguridad, como si para él todo lo que estaba sucediendo fuera perfectamente normal—. Y estábamos tan sedientos que casi nos tiramos de cabeza a la fuente. Ya sabéis cómo funciona esto. En cuanto le dimos un trago, nos pusimos a charlar en rocavarancolés o lo que demonios sea, como si lo hubiéramos estado haciendo toda la vida.
Bruno se arrodilló ante la chica lastimada mientras acababan las presentaciones. Llevaba agua de la fuente en el cuenco de sus manos y se la ofreció para que bebiera. Ella lanzó una mirada interrogativa a Lizbeth, que asintió con la cabeza. Sólo entonces bebió, a sorbos cortos, como un pájaro.
—Bien, creo que ya podemos darte de manera oficial la bienvenida a Rocavarancolia —le dijo Marco con una sonrisa.
Pero la expresión de perplejidad de la joven no cambió y, cuando habló, entrecortada y dolorida, de sus labios sólo surgieron sonidos ininteligibles para ellos. Miró de nuevo a su alrededor, tan aturdida como antes.
—No funciona —dijo Bruno. Por el tono monocorde de su voz era difícil precisar si estaba sorprendido o desanimado—. Es obvio que ni nosotros comprendemos lo que ella dice ni ella entiende palabra alguna de lo que decimos nosotros.
—Habrás hecho algo mal —comentó Natalia.
—Dar de beber a alguien es una operación relativamente sencilla, Natalia. Y te puedo asegurar que, dadas las circunstancias, la he llevado a cabo bastante bien.
—Quizá tenga que beber de la fuente ella misma —comentó Marina—. Puede que el hechizo no funcione si alguien la ayuda.
—Eso ya resulta más razonable. Lizbeth y Natalia ayudaron a la herida a levantarse y echaron a andar despacio hacia la fuente sujetándola entre ambas. Marco se ofreció a llevarla en brazos, pero Lizbeth dijo que no creía que fuera ni buena idea ni necesario.
—A mí no me gustaría que alguien que no conozco me llevase por ahí como si fuera una niña —dijo.
Héctor pensó que Lizbeth parecía precisamente eso: una niña pequeña con problemas de sobrepeso. Era más baja que Adrián y el doble de voluminosa. A pesar de sus rasgos poco agraciados, había algo en sus maravillosos ojos marrones que impedía considerarla fea, como si le fuera suficiente con la mirada para equilibrar los rasgos bastos y contundentes con que la naturaleza la había dotado.
Adrián había trepado de serpiente en serpiente hasta llegar a la cúspide de la estatua y desde allí, sentado a horcajadas en el cuello de la gigantesca pitón que remataba la fuente, vigilaba las evoluciones de los navíos voladores. Uno de ellos se aproximaba despacio hacia la plaza mientras los otros avanzaban en direcciones opuestas, hacia la derecha uno y a la izquierda el otro.
—¿Qué le ha pasado? —preguntó Héctor, señalando con la barbilla en dirección a la chica que avanzaba trabajosamente por la plaza…
—Fue al poco de llegar —le explicó Madeleine—. Todavía estábamos aturdidos con el cambio de idioma y todo eso, cuando oímos gritos…
Su hermano señaló hacia un edificio lejano, una casucha destartalada que se situaba entre el gran edificio en el que habían despertado todos y la plaza.
—Venían de allá —dijo—. Y eran cada vez más y más angustiosos. No entendíamos ni una palabra, claro, pero aun así echamos a correr hacia allí.
—La chica debía de estar deambulando por la casa cuando el suelo se vino abajo, con la mala fortuna de que fue a caer a un sótano inundado —continuó su hermana—. Apenas podía mantenerse a flote cuando llegamos —explicó. Se tocó el pómulo izquierdo con la palma de la mano derecha y luego el derecho con la izquierda, como si quisiera comprobar que todavía estaban allí—. Ay, Alex… Creo que tengo fiebre… —dijo. Luego soltó un cansado suspiro y retomó la historia—. Nos las vimos y deseamos para sacarla de allí… Terminamos todos empapados —señaló, aunque ella, en comparación con el resto, estaba bastante seca—. Por suerte encontramos cestos de ropa en esa misma casa y pudimos cambiarnos.
—Después llegasteis vosotros y al poco tiempo la burbuja verde con la malvada bruja del oeste.
—Qué curioso —murmuró Ricardo—. Me refiero a que seáis hermanos… ¿Denéstor os trajo al mismo tiempo?
—Sí —contestó Alex—. Aunque primero se me apareció a mí. Estaba en el salón viendo una peli y de pronto ese tipejo gris aparece de la nada en mi sillón. Casi me da un infarto, te lo juro —se echó a reír—. Pintó todo esto de manera tan emocionante que no tardó mucho en convencerme. Luego los dos hablamos con Maddie y fue coser y cantar. «¡Rocavarancolia, allá vamos!», nos faltó decir.
—Te das cuenta de que Denéstor no fue del todo sincero, ¿verdad? —le preguntó Héctor. El entusiasmo del pelirrojo resultaba más irritante aún que el de Adrián; al menos el otro se había dado cuenta de la gravedad de la situación con el discurso de dama Desgarro.
—No dijo nada que fuera falso —aseguró Alexander—. Está claro que se calló cosas, pero tampoco lo veo tan grave… Vale, no nos dijo que fuera a resultar tan peligroso, pero ¿qué es la vida sin un poco de emoción?
—Una maravilla —apuntó Héctor.
—Un aburrimiento —le corrigió el otro—. Míranos, chico. Ayer vivíamos unas vidas anodinas y grises y hoy estamos metidos de lleno en una aventura fantástica. ¿No es fabuloso?
—Mi vida no era ni anodina ni gris —apuntó Marina—. Y yo no estoy aquí por gusto, te lo aseguro.
—Entonces ¿por qué has venido? —le preguntó Alexander, extrañado.
—Porque no tenía otra opción —le dijo Ricardo, mirándolo de reojo—. Ninguno la teníamos.
—Te equivocas —replicó el pelirrojo, repentinamente serio—. A mí Denéstor me dejó bien claro que la decisión de venir o no me correspondía tan sólo a mí tomarla, que nadie me obligaría a hacerlo.
—Eso es lo que te hizo creer. Otra de sus medias verdades. No, no te engañes: no teníamos elección. Nos drogó, Alexander. Denéstor Tul nos drogó.
—¿Disculpa?
—El humo de la pipa que fumaba alteraba los sentidos —le explicó Marco—. Se sirvió de ella para atontarnos a todos y que no pensáramos demasiado en lo que estábamos haciendo.
Alexander pareció sorprenderse con la noticia, pero luego sonrió con desdén.
—Pues conmigo se podía haber ahorrado la pipa y el humo —abrió los brazos—. Por favor: mirad a vuestro alrededor. Estamos en otro mundo. ¡En otro mundo! ¿Cuánta gente de la Tierra mataría por tener la posibilidad de ver algo así? ¿Quién en su sano juicio puede decir que no a una oportunidad como ésta?
—Yo —murmuró Marina.
—Y yo —se apresuró a asegurar Héctor.
—Yo también —contestó Marco.
—He dicho «en su sano juicio» —señaló Alexander.
Ricardo hizo una mueca, sacudió la cabeza y echó a andar a grandes pasos hacia la fuente. El resto del grupo no tardó en seguirlo. A medio camino se detuvo en seco, agitó otra vez la cabeza y se volvió hacia el pelirrojo, que caminaba tras él observándole con suma atención, como si intuyera que la conversación aún no había terminado.
—No somos voluntarios ni nada que se le parezca —le soltó Ricardo—. No estamos aquí por nuestra propia voluntad, pienses lo que pienses o diga lo que diga la tipa hecha pedazos. ¿No la oíste? Lo dejó bien claro: «La cosecha». Así nos llamó. Eso somos para ella. Y eso lo resume todo: no nos han traído a Rocavarancolia, nos han recolectado. Y hay una diferencia tremenda entre una cosa y otra.
—Supongo que todo es cuestión de perspectiva —murmuró Alexander.
—A mí no me gustó nada que la pluma de Denéstor me pinchara el dedo cuando firmé —comentó Madeleine—. Fue muy desagradable. Y antihigiénico, además. No me extrañaría que cogiera una infección… —suspiró mientras se tocaba de nuevo los pómulos—. Tengo fiebre, seguro que tengo fiebre.
—No funciona —les informó Natalia cuando llegaron a la fuente. Habían sentado a la chica lastimada en el suelo tras el segundo fracaso con el agua mágica—. O el hechizo ya se ha terminado o a la niña esta, vete a saber por qué, no le hace ningún efecto…
—¿Y cómo vamos a entendernos con ella? —preguntó Adrián desde arriba. Se había contorsionado entre las serpientes de piedra hasta terminar cabeza abajo, con la frente apoyada entre las colas entrecruzadas de dos víboras.
—Ya pensaremos en algo, no te preocupes —le dijo Ricardo—. Y deja de hacer el mono. Lo único que nos falta ahora es tener otro accidente.
Marco se acuclilló ante la chica sin nombre, le sonrió y le mostró las palmas inmensas de sus manos. Luego le indicó por gestos que pretendía examinarle el tobillo. Ella se estremeció pero asintió débilmente y le dejó hacer, y aunque tuvo que apretar los dientes en más de una ocasión, no se quejó ni una vez mientras Marco le palpaba el tobillo con una delicadeza impropia de unas manos tan enormes.
—No tiene nada roto —dijo finalmente el alemán—. Es sólo un esguince, aunque bastante fuerte. Necesitará un buen vendaje y mucho reposo.
—¿No eres demasiado joven para ser médico? —le preguntó Madeleine.
—Mi padre tiene un gimnasio en Berlín —le explicó mientras se incorporaba. El tamaño de aquel muchacho seguía impresionando a Héctor, debía de medir más de metro noventa—. Y paso tanto tiempo allí que he aprendido bastante de golpes.
—¿A darlos o a curarlos? —quiso saber Ricardo.
—Las dos cosas se me dan bastante bien —le contestó Marco con una gran sonrisa.
—¿No oís algo? —preguntó Marina en ese instante, inclinando un poco la cabeza—. ¿Como una música extraña?
Héctor prestó atención. Era cierto. Se escuchaba un murmullo lejano, una suerte de tonadilla infantil arrastrada por el viento.
—Viene del barco —murmuró Ricardo.
—No es un barco —dijo de pronto Adrián, encaramado de nuevo en posición vertical entre las serpientes—. Lo parece, pero no lo es.
Héctor y los demás aún tardaron un rato en averiguar a qué se refería: el tiempo que tardó la nave en entrar en su campo visual.
Efectivamente no era un barco, del mismo modo que los pájaros de Denéstor Tul no eran pájaros. El casco de aquel navío volador resultó ser una gran bañera de bronce, con patas en forma de garra de león. Habían perforado los laterales para sacar a través del metal varios escobones viejos que hendían el aire, haciendo las veces de remos. Entre escobas y fregonas se bamboleaban cuatro grandes cestas de mimbre, dos a cada lado de la bañera. Las velas estaban confeccionadas con camisetas y pantalones, cosidos unos a otros. Y en la proa, pilotando aquella locura, se encontraba un espantapájaros disfrazado de marinero.
—¡Ojos de esturión y sopa de medusa! —cantaba con una voz extraña, una voz que parecía hecha de hierbajos y paja—. ¡Es la hora de llenar las panzas! ¡Venid, venid, venid! ¡Traigo pasteles de rata y bollos de escorbuto! ¡Helados de lepra y escolopendras en conserva!
—Pellízcame —escuchó Héctor decir a alguien—. Esto es un sueño. Sólo puede ser un sueño.
—Es la comida.
—¡Qué asco! —exclamó Madeleine—. ¡No puede estar diciendo lo de los helados de lepra en serio! ¡Es repugnante!
—Si tenemos en cuenta que nuestros víveres los trae una bañera voladora pilotada por un espantapájaros, creo que no debemos descartar, sin más ni más, la posibilidad de que esté diciendo la verdad —Bruno se golpeó la barbilla varias veces con el dedo índica—. Aun considerando el hecho de que debe de ser francamente difícil preparar un helado de lepra.
—¿Qué es una escolopendra? —preguntó Adrián desde las alturas—. ¿Una fruta?
—Un bicho.
—Un miriápodo, para ser más exacto —corrigió el italiano, con su cansino tono de voz.
La bañera voladora llegó a la plaza sin que diera la impresión de ir a aterrizar o a descargar las cestas de mimbre en las que suponían estaban las provisiones. Todos alzaron la vista cuando pasó sobre sus cabezas. La quilla resplandecía bajo el sol de Rocavarancolia.
Héctor contemplaba absorto la bañera cuando alguien le golpeó en un costado. Era Natalia, que señalaba a uno de los ruinosos edificios de la plaza…
—Allí —le indicó en un susurro—. ¿Lo ves?
El joven negó con la cabeza en primera instancia, pero luego frunció el ceño al detectar un movimiento rápido que no llegó a centrar. Podía haber sido una silueta que se ocultaba tras la esquina de la vivienda o quizá tan sólo el viento agitando desperdicios.
—No lo sé —contestó él, bajando también la voz—. No estoy seguro. ¿Puede ser una de esas sombras que nos acechan?
—¿Eres tonto? Ya te dije que tú no puedes verlas. Sólo yo puedo. No. Es otra cosa.
Natalia se desplazó hacia la izquierda para poder ver mejor. Al cabo de unos instantes regresó, encogiéndose de hombros y sacudiendo la cabeza.
—¡Traigo deleite y ambrosías! —cantaba el espantapájaros. Su cabeza era un enorme saco marrón raído, con dos botones desiguales por ojos y un tajo mal cosido como boca. Héctor nunca había imaginado que un espantapájaros pudiera resultar tan siniestro—. ¡Seguidme, seguidme! ¡Pronto podréis llenaros hasta reventar!
La nave los dejó atrás y continuó su marcha, adentrándose en la ciudad con bamboleante lentitud. Las escobas y fregonas hendían el aire, todas al mismo compás; la vela de ropa cosida se inflaba y desinflaba con una cadencia constante, como si un ente invisible soplara para hincharla y luego necesitase detenerse un instante para recuperar el aliento.
Ricardo y Marco mantuvieron una rápida conversación en voz baja, mirando de cuando en cuando, a veces uno, a veces el otro, el lento avance del barco sobre los edificios.
—Seguidme, seguidme —cantaba el espantapájaros.
—Lo mejor será dividirnos —dijo Ricardo al grupo, después de dar una palmada a Marco en el hombro—. Lizbeth, Marina y yo nos quedaremos con la chica herida. El resto seguirá a esa cosa. Con suerte puede que aterrice pronto y no tengáis que alejaros demasiado.
—Yo también me quedo —dijo Héctor—. No me encuentro demasiado bien —la perspectiva de adentrarse en Rocavarancolia le ponía los pelos de punta.
—No —le contestó Ricardo—. Tú te vas con los demás —el tono de su voz era cortante y no dejaba lugar a réplica. Héctor se le quedó mirando con la boca abierta, sorprendido por aquella repentina brusquedad—. ¿O es que también te da vértigo caminar? —quiso saber—. ¿O no te apetece gastar energías en algo tan absurdo como conseguir comida?
—¿Me estás echando la bronca? —le preguntó Héctor en voz baja, para que no lo oyeran los demás.
—Te estoy echando la bronca, sí —le confirmó Ricardo, también en un susurro.
—¿Así que tú eres el jefe? —preguntó Alex, con cierta sorna—. ¿Habéis votado antes de que llegáramos o te has elegido a ti mismo?
Ricardo lo miró de arriba abajo.
—¿Jefe? No, te equivocas, no soy el jefe de nada —le aseguró. Ambos sonreían como si fueran los mejores amigos del mundo, pero era evidente por su tono y su postura que se estaban probando el uno al otro—. Simplemente a Marco y a mí nos ha parecido que lo más oportuno ahora es separarnos. La chica no puede caminar y alguien tiene que quedarse con ella mientras los otros van tras… la bañera de las provisiones o lo que diablos sea eso… Si tienes alguna idea mejor, coméntala. La escucharemos.
Alexander se encogió de hombros sin dejar de mirar a los ojos a Ricardo. Estaba claro que la situación le divertía.
—No me entiendas mal, no tengo ningún problema con que seas el jefe… —dijo—. Sólo me ha llamado la atención lo rápido que te has puesto al mando. Nada más. —Le dedicó una brillante sonrisa antes de decir—: Te buscaré una caracola bonita para que la soples durante las asambleas.
—No marees con tus tonterías, Alex —le riñó su hermana—. Siempre estás igual. ¿Podemos ir tras ese trasto, por favor? Me muero de hambre.
* * *
Los catalejos de la balaustrada echaron a volar despavoridos en cuanto Esmael descendió en picado sobre la terraza.
Dama Serena retrocedió un paso, sorprendida ella también por la repentina irrupción del ángel negro. Era un experto en aparecer de improviso, como no podía ser menos dada su condición de Señor de los Asesinos. Se jactaba con frecuencia de que nadie podía verlo si él no deseaba ser visto. Y no era hechicería ni alquimia ni cualquier otro tipo de arte mágico, sino la destreza y el sigilo llevados a la máxima expresión. «Muchos que son ahora fantasmas se preguntan todavía qué los mató», solía decir.
El ángel negro se acuclilló sobre la balaustrada, con las alas rojas completamente desplegadas y la cabeza inclinada hacia dama Serena. El brillo del sol hacía centellear las piedras brillantes incrustadas en su piel.
—¿Una reverencia? ¿Eso es una reverencia para mí? —preguntó la fantasma. A su pesar se sentía halagada. Esmael podía ser un asesino despiadado y cruel, pero también era una criatura hermosa. Y dama Serena, pese a estar muerta, no era ajena a la belleza—. ¡Qué honor inmerecido!
—Quiero disculparme por mi falta de tacto. No tenía que haber enviado a Enoch. Ese vampiro estúpido ha tergiversado mi mensaje.
—Al contrario. No lo ha podido dejar más claro: si respaldo tu camino hacia la regencia, como recompensa, me devolverás la vida.
—Lo que sospechaba… —Esmael sacudió la cabeza, compungido—. Ha transmitido el mensaje al revés… Yo jamás intentaría comprarte, te respeto demasiado para eso. Lo único que debía decirte ese idiota es que existe la posibilidad de que pueda conseguirte un nuevo envoltorio mortal. Y lo haría ahora mismo si pudiera, te lo aseguro, sin importarme en lo más mínimo cuál vaya a ser tu decisión sobre el sucesor de Huryel…
—Pero necesitas más poder del que posees, ¿no es así? Necesitas las joyas de la Iguana y sólo podrás poner tus manos sobre ellas si eres regente de Rocavarancolia.
Esmael suspiró con tristeza mal fingida.
—Así es, mi dama. La mayoría de los hechizos del libro necesitan un caudal de energía que supera con creces al que yo puedo generar.
—¿De qué libro se trata? —preguntó ella en tono casual.
Esmael guardó silencio un instante, como si meditara si era conveniente o no responder a esa pregunta.
—Es un texto oscuro y sangriento —contestó finalmente—. Necromancia y magia negra tan monstruosa que hasta a mí me espanta. Es el grimorio de Hurza Comeojos, el primer Señor de los Asesinos de Rocavarancolia y uno de los fundadores del reino.
—El grimorio de Hurza se perdió hace siglos.
—Y perdido estuvo durante centurias, mi dama. Hasta que yo lo encontré.
—¿Dónde?
—¿Importa eso? El libro de hechizos del primer Señor de los Asesinos está en mi poder. Y entre los sortilegios que contiene se encuentra la Llamada de la Reencarnación: el modo con el que pretendo devolverte a la vida.
—Siempre y cuando consigas tu propósito de alcanzar la regencia y las joyas de la Iguana.
—Acabamos de trazar un hermoso círculo en nuestro diálogo, mi dama. Pero sí. Así es exactamente.
La fantasma flotó hasta colocarse a la misma altura que Esmael.
—¿Cómo sé que de verdad cuentas con el grimorio de Hurza? —le preguntó con sequedad—. ¿Cómo sé que no intentas embaucarme?
—Porque te doy mi palabra.
—Y yo no dudo de ella, ángel negro, pero me gustaría tener algo sólido que la respaldara. Llámame desconfiada, si quieres, pero creo más en acciones que en juramentos —miró a Esmael a los ojos. La profundidad de aquella mirada era insondable, dos pozos negros de iniquidad—. Muéstrame el grimorio y así no me quedará ninguna duda.
Esmael se removió incómodo. Torció el cuello a izquierda y derecha y luego miró más allá de la balaustrada, hacia la ciudad en ruinas.
—No lo haré —dijo—. No es seguro. El grimorio debe permanecer donde está. Pero sabrás que lo tengo, te lo prometo. Hay ciertos hechizos en sus páginas que sí puedo ejecutar. A medianoche te daré la prueba que deseas. Ejecutaré uno de los hechizos olvidados. Sólo para ti, mi dulce dama…
—Esperaré con impaciencia esa prueba —dijo el espíritu. Luego desvió la mirada también hacia la ciudad en ruinas—. El viejo Belisario aseguró que la esencia de uno de los niños es esencia de reyes —señaló—. Resultaría paradójico, ¿verdad? Tanto tiempo anhelando ser regente de Rocavarancolia y ahora que existe la posibilidad de que lo consigas, también existe la posibilidad de que no disfrutes durante mucho tiempo del cargo. No hace falta regente cuando un rey se sienta en el trono.
—Para eso el chico debe sobrevivir —dijo Esmael.
—Y ésa es una posibilidad muy remota, pero real. A no ser, claro está, que tú no quieras que sobreviva. Entonces nada ni nadie podrá salvarlo.
Esmael sonrió.
—Me maravilla el bajo concepto que tienes de mí —se enderezó cuan alto era sobre la balaustrada—. ¿Insinúas que sería capaz de anteponer mi ambición al beneficio del reino? ¿Tan demencial aparezco ante tus ojos que de verdad imaginas que sería capaz de asesinar a un rey legítimo? ¿Tan desalmado me crees que piensas que podría alzar mi mano contra alguien bendecido con sangre real?
Dama Serena no respondió. Su rostro lo hizo por ella. Una frialdad pétrea se extendió por todos sus rasgos, congelando su expresión en una mueca de odio y desprecio.
—Oh —murmuró Esmael, llevándose la palma de la mano a la boca y abriendo sus ojos en una malévola imitación de sorpresa—. Qué insensato. Qué osadía. Olvidé que tú, precisamente tú, acabaste con la vida de Su Majestad Maryalé. Que no sólo era tu rey, sino también tu amado esposo. ¿Cómo he podido ser tan insensible?
—Porque eres un canalla, Esmael… Porque sólo existes para hacer daño —si la rabia que sentía hubiera sido fuego, habría calcinado en un instante la montaña entera.
—De nuevo no me queda otro remedio que suplicar tu perdón… Pero que no te ciegue lo que sientes por mí, que el odio no desvíe tu atención de lo que en verdad importa. Piensa en el libro, mi dama. Piensa en lo que ambos podríamos obtener si alcanzo la gran dignidad de ser regente.
Y Esmael, el ángel negro, echó a volar. Sus alas, rojas como la sangre recién vertida, sacudieron el aire y se lo llevaron de allí, dejando a su espalda a dama Serena temblando de furia.
* * *
A medida que avanzaban tras la insólita nave, Héctor pudo comprobar que el caos era el estado natural de Rocavarancolia. Y no era sólo porque gran parte de la ciudad estuviera en ruinas; daba la impresión de que el desorden era algo innato a aquella urbe, anterior incluso al desastre que la había asolado.
En primer lugar, el terreno sobre el que se asentaba era tan irregular que parecía imposible que alguien en su sano juicio hubiese edificado allí una ciudad. El suelo era una sucesión de quebradas, grietas, promontorios y hondonadas, en la que resultaba difícil encontrar un solo metro cuadrado de terreno llano. Los edificios se iban disponiendo como podían sobre aquel desorden geográfico, apoyando sus cimientos en montículos pedregosos o acechando desde el fondo de barrancos poco profundos; las calles y callejuelas, en su mayoría estrechas y tortuosas, se amoldaban a los accidentes del terreno con desigual fortuna, como un traje confeccionado por un mal sastre para un cliente deforme.
Y si el terreno era un prodigio de rarezas, lo mismo podía decirse de las construcciones que conformaban la ciudad. No había patrón ni norma urbana, como si hubiese sido diseñada por una legión de arquitectos de los estilos más diversos. Caminar por Rocavarancolia era caminar por cien ciudades diferentes a un mismo tiempo, todas milagrosas y, a la vez, siniestras y absurdas. Las casuchas más destartaladas convivían en una misma calle con auténticas obras de arte arquitectónicas, edificios tenebrosos se agazapaban bajo las sombras de torres tan delicadas que parecían esculpidas en el aire. Todo era un sinsentido, una locura.
Para completar el caos de aquel paisaje estaba la negrura mágica que dama Serena había instalado en su cerebro. Flotaba ante puertas de edificios en apariencia inofensivos, se estiraba como un gato en tejados y ventanas, acechaba en las entradas de los callejones… Era una presencia constante en la que Héctor comenzaba a pensar como un ente vivo; hasta el modo en que esos tenebrosos jirones se contraían y distendían le recordaba a una respiración fatigada. Al poco de iniciar la marcha, descubrió un pozo cegado sobre el que flotaba un gran jirón de niebla oscura y, algo más allá, una estilizada torre coronada por un cerco brumoso, como si de una antorcha de fuego negro se tratara. De todas formas la mayor concentración de oscuridad quedaba a su espalda, rodeando por completo a la catedral roja de las afueras. Aquella mole inmensa parecía aún mayor envuelta en tinieblas. Héctor no se hubiera acercado allí por nada del mundo.
—Es la cosa más horrible que he visto nunca —le dijo Natalia cuando Héctor se giró en dirección a la catedral por enésima vez.
—Pienso lo mismo —respondió él—. Parece hecha a propósito para meter miedo, ¿no crees?
—Toda la ciudad parece hecha para eso —gruñó ella.
El sol había alcanzado su punto más alto en el cielo y comenzaba a descender sobre la ciudad en ruinas. Había charcos por todas partes, recuerdo de la tormenta de la noche pasada. La bañera de bronce, con las cuatro cestas bamboleándose a sus flancos, marchaba tan despacio que no tenían el menor problema en seguirla. Por el momento no daba la impresión de ir a descender. Continuaba su testarudo rumbo noreste a golpe de fregona y escobón.
Era difícil calcular el tiempo que llevaban tras ella, pero a Héctor, agotado y hambriento como se encontraba, se le estaba haciendo eterno. Además, cada dos por tres debía detener la marcha para envolverse bien los pies en los trapos que le hacían de calzado improvisado. En dos ocasiones había estado a punto de irse al suelo.
—¡Ar! —gritó de pronto el extravagante timonel. Agitó su cabeza de paja y se puso a cantar de nuevo—: ¡A bordo no hay cañones pero sí moras y murciélago tierno! ¡Las bodegas están vacías de ron y llenas de ambrosía y caldo sangriento! ¡Venid! ¡Venid!
—¿Tú crees que va en serio lo del murciélago tierno? —le preguntó Adrián mientras se ataba de nuevo aquellos mugrientos trapos alrededor de los pies.
—Como si está duro como una piedra —contestó él—. Tengo tanta hambre que pronto me pondré a roer los adoquines del suelo.
Y como remate a su frase, su estómago se quejó larga y sonoramente.
Adrián rompió a reír. El sonido de su risa parecía tan fuera de lugar en aquel sitio como su pijama. Héctor ató los dos extremos del trapo de su pie izquierdo y siguió caminando.
Avanzaban por una estrecha avenida en cuesta abajo. Los edificios a su izquierda daban la impresión de que se habían ido derrumbando uno tras otro como si de fichas de dominó se tratara. En cambio, al otro lado de la avenida la hilera de casas, serias y dignas construcciones de tres plantas, se erguía en perfecto estado. Desde sus fachadas polvorientas los vigilaba un ejército de gárgolas contrahechas y monstruos de piedra.
Marco había alcanzado ya el otro extremo. Detenido sobre una roca, observaba algo situado a la derecha y que quedaba todavía oculto a los ojos de Héctor. La inmovilidad del joven negro era tal que parecía más emparentado con los seres esculpidos en piedra que coronaban los edificios que con el resto del grupo.
Se fueron arremolinando a su alrededor a medida que llegaban a su altura. Marco señaló hacia el este. No muy lejos de donde se encontraban, se levantaba una torre de piedra de un sucio tono verde; era una construcción maciza de cuatro pisos situada en lo alto de un promontorio. Estaba rodeada por un foso y por un pequeño riachuelo que fluía con increíble tesón por el suelo pedregoso. Había dos puentes dispuestos uno frente al otro: el primero cruzaba el río y el segundo, una aparatosa pasarela levadiza, salvaba el foso.
—No sé cuánto tiempo vamos a pasar en esta ciudad —dijo Marco—, pero está claro que vamos a necesitar un lugar donde meternos mientras estemos aquí. Y esa torre me gusta. Está bien situada y además tiene un foso alrededor. No sé, me da buena espina… ¿Qué decís?
—A mí me gusta el color —dijo Alexander. El pelirrojo empuñaba un palo de madera blanca que había sacado de entre un montón de escombros y se entretenía golpeando un adoquín suelto con él—. Pero tendremos que consultarlo con nuestro intrépido líder cuando volvamos. Él manda, nosotros obedecemos.
Héctor escrutó en la distancia. No había rastro de niebla negra en la zona del torreón y era cierto que se levantaba en una ubicación privilegiada. Además, no había edificios cerca y cabía suponer que alguien situado en las almenas podría vigilar una gran extensión de terreno.
Cuando se pusieron de nuevo en marcha, Alexander se retrasó un poco para caminar junto a Héctor.
—¿Has leído El señor de las moscas? —le preguntó, doblando el brazo izquierdo por encima de su cabeza y masajeándose el cuello.
—¿Qué? —Héctor lo miró vacilante.
—El señor de las moscas. El libro. ¿Lo has leído?
—No, no lo he leído.
—Pero ¿sabes de qué va?
Tenía un recuerdo vago y lejano de empezar a ver una película basada en esa historia. Trataba de un grupo de niños que tras un accidente de avión acababa en una isla desierta, no había adultos con ellos y tenían que valerse por sí mismos.
—Empecé a ver la película cuando era pequeño, pero no la terminé —contestó mientras intentaba hacer memoria—. No la recuerdo bien, creo que en algún momento algo me dio miedo y cambié de canal… ¿Por qué lo preguntas?
—Me recuerdas un poco a un personaje del libro —le contestó, guiñándole un ojo—. Aunque tú no llevas gafas…
Héctor enarcó una ceja. Recordaba que uno de los protagonistas era un muchacho regordete del que todos se burlaban. Y era el único que llevaba gafas.
—¿Estás intentando insultarme o algo así? —le preguntó—. Porque si es lo que intentas lo haces fatal…
Alexander se echó a reír. De algún modo la risa del pelirrojo, al contrario que la de Adrián, casaba perfectamente con Rocavarancolia; había un punto de locura en ella, de desorden.
—No, no, no —le dijo—. No te lo tomes a mal. En cierta manera todo esto me recuerda un poco al libro, ¿sabes? Chicos perdidos en un lugar salvaje, sin adultos… Por eso lo digo. El libro tenía algunas partes bastante duras… No he visto la película, pero supongo que a alguien sensible le podría llegar a asustar.
—No soy sensible.
—Yo no he dicho eso.
Héctor le miró con cara de pocos amigos. No sabía a qué venía esa conversación. Estaba cansado e irritado, y aunque hacía poco que conocía a Alexander, ya le resultaba antipático. Se acuclilló para revisar los trapos de sus pies, más por zanjar aquella conversación absurda que porque le hiciera falta. Alex siguió la marcha y al ver que Héctor se retrasaba se giró a él para gritarle:
—¡Vamos, gordito! ¡Se nos va a escapar la bañera!
Héctor sacudió la cabeza, perplejo.
—¿Me acaba de llamar gordito? —le preguntó a Natalia, que justamente pasaba a su lado.
—Sí. Eso mismo te ha llamado. Olvídalo. Es idiota.
—No, no es idiota —le replicó Madeleine—. Nunca se acuerda de los nombres de nadie y por eso va siempre poniendo apodos ridículos. ¿Os podéis creer que durante años me llamó Alexa? —suspiró—. No os lo toméis en serio, por favor. Alex puede ser irritante, pero es inofensivo…
Héctor resopló, dio un fuerte tirón al trapo de su pie derecho y continuó caminando. Algo en el cielo llamó su atención por un instante, fue un brillo fugaz que surcó el espacio entre dos edificios lejanos. No se repitió y Héctor no tardó en desviar la mirada hacia Alexander, todavía con el ceño fruncido. El pelirrojo caminaba ahora junto a Marco, charlando ambos animadamente. El alemán señaló hacia la bañera y el otro asintió con la cabeza y dijo algo a lo que Marco respondió con una sonora carcajada. Adrián caminaba tras ellos, con la cabeza baja, muy atento al movimiento de sus pies; parecía todavía más pequeño en aquella postura. Más allá marchaba Bruno, algo apartado del resto, muy erguido; daba la impresión de estar embutido a presión en la camisa a cuadros y los pantalones de pana que llevaba puestos. En Bruno había algo de caduco, de vetusto, y no sólo por sus ropas, que parecían sacadas del fondo de armario de un anciano, era algo que se adivinaba también en su forma de andar, lenta y metódica, y hasta en su manera de expresarse.
Justo delante de Héctor caminaban Madeleine y Natalia, una junto a la otra, pero sin dirigirse la palabra. La hermana de Alex se movía como si el mundo le perteneciera; Natalia, en cambio, marchaba en absoluta tensión, como si esperara un ataque en cualquier momento. De cuando en cuando la veía mirar hacia los callejones oscuros con los ojos entrecerrados, vigilando, quizá, a aquellas sombras que sólo ella podía ver.
En la plaza habían quedado otros cuatro: Ricardo, que desde el primer momento se había puesto al frente de todo; Marina, preciosa con su vestido negro, sus ojos azules y su languidez; Lizbeth, la muchacha regordeta de la que aún no había podido forjarse opinión alguna; y, por último, la chica sin nombre de la que nada sabía. Eran once. Y todavía faltaba uno para completar los doce que según aquella monstruosa dama Desgarro habían sido recolectados por Denéstor del mundo humano.
«¿Y para qué?», se preguntó Héctor por enésima vez. «¿Por qué nos han traído a este lugar infernal? ¿Qué es lo que quieren de nosotros?».