Sombras
«… Vez».
Abrió los ojos sobresaltado. Por un momento sólo vio cielo, una interminable extensión de un azul descolorido que pendía sobre su cabeza. Creyó que flotaba en el vacío, perdido en las alturas por obra y arte del hechizo de la mujer fantasma, y el vértigo le hizo jadear. Luego el rostro de Marina entró en su campo de visión y la realidad tiró de él hacia abajo. No volaba, estaba tumbado cuan largo era en el suelo de la plaza, allí donde había caído desmayado. Se sentó despacio e hizo balance de los distintos dolores que sentía, por si se había lastimado en la caída. Pero no notaba más molestias que el golpe de Natalia en la frente.
Marina y Adrián se encontraban junto a él, acuclillada una y en pie el otro. El vuelo de la falda negra de la chica caía sobre su antebrazo cubriéndolo parcialmente. Héctor lo retiró de una sacudida, como si el contacto de la tela le quemara.
—Qué golpe te has dado. Has caído redondo —le dijo Adrián—. ¿Estás bien?
—Yo… —tragó saliva. Aún sentía el hechizo de dama Serena removiéndose en su mente. Había quedado reducido a unas finas espirales negras que se agitaban en el interior de su bóveda craneal sumidas en una danza espesa y lenta. «¿Qué me ha hecho?», se preguntó, inquieto—. Todavía estoy algo mareado…
—A mí también se me ha ido la cabeza durante un rato, no creas —dijo Adrián, y soltó una risilla nerviosa—. Os miro y sólo veo cadáveres… —simuló un escalofrío que no era tan fingido como parecía pretender.
—¿Está despierto? —preguntó Ricardo acercándose hacia ellos.
—No lo tengo muy claro —contestó el propio Héctor. Los tentáculos de oscuridad iban desapareciendo de su cabeza, pero el mareo persistía y además comenzaba a ver borroso, las imágenes ondeaban ante sus ojos como ocurre en los días de excesivo calor. Decidió que lo mejor que podía hacer era continuar en el suelo hasta recuperarse del todo. Se tumbó de nuevo, flexionando las piernas para que las rodillas quedaran altas—. ¿Cuánto tiempo he estado inconsciente?
—Unos minutos —le contestó Ricardo mientras se sentaba junto a él—. Y todavía estás un poco pálido.
—Sólo necesito descansar un rato —alzó la vista hacia el lugar donde había estado suspendida la esfera verde de dama Desgarro y dama Serena. Ya no había rastro de ella.
—Se marcharon al poco de desmayarte —le anunció Natalia tras seguir la dirección de su mirada—. Esa mujer horrible dijo que probablemente serías el prime…
—Olvídate de lo que dijo —la interrumpió Ricardo con brusquedad—. Olvidaos de todas las tonterías que soltó. Eso de que vamos a morir todos sólo era para meternos miedo.
—Pues conmigo lo ha conseguido —admitió Adrián.
«Probablemente será el primero en morir», eso era lo que dama Desgarro había dicho al verlo caer. Y Héctor no podía hacer otra cosa que darle la razón, aun a pesar de que su desvanecimiento hubiera sido culpa del hechizo y no por debilidad o por un ataque de pánico. Todo aquello le venía grande. Una cosa era imaginar que uno vivía peligrosas aventuras y otra muy diferente verse envuelto de verdad en ellas. Y él tenía el suficiente sentido común como para saber que no estaba preparado para hacer frente a lo que fuera que los aguardase allí.
Pero dama Serena había visto algo en él, algo que al parecer le diferenciaba del resto… «La última esperanza de Rocavarancolia», así le había llamado aquella fantasma. Recordó la jeringuilla de madera, bamboleándose hacia la puerta de la mazmorra. ¿Habrían encontrado algo en su sangre?
Suspiró, deseando que el hechizo con el que dama Serena le había vuelto la mente del revés sirviera para algo. Por el momento su única utilidad había sido hacerle perder el sentido y dejarlo todavía más confuso que antes.
—¿Qué dijo al final la mujer del saco? —preguntó.
—Estupideces y tonterías… —gruñó Natalia. Era la única que permanecía en pie. El resto del grupo se había ido sentando en el suelo alrededor de Héctor y Ricardo.
—Dijo que no tendríamos problemas de abastecimiento —le aclaró Bruno—. Por lo visto hay varios puntos en la ciudad donde nos irán dejando provisiones —se había quitado las gafas y las limpiaba con un pañuelo de papel que luego dobló con cuidado y se guardó en el bolsillo de su camisa de cuadros—. También nos avisó de que nuestras relaciones con los habitantes de la ciudad serán prácticamente nulas. Parece que por ley no pueden interferir en nuestros asuntos; no nos ayudarán pero tampoco harán nada para perjudicarnos.
—Según ella es probable que no veamos a nadie en todo el tiempo que estemos aquí… —apuntó Marco. El inmenso muchacho negro estaba sentado frente a Héctor y cuando sus miradas se cruzaron le dedicó una sonrisa tan radiante y sincera que sintió una profunda corriente de simpatía hacia él.
—¡Mejor! ¡Ojalá no vuelva a encontrarme a esa señora Desgarro en la vida! ¡Qué cosa tan horrible! —exclamó Adrián y se dejó caer él también de espaldas sobre el adoquinado.
—La otra mujer, en cambio, era bellísima —dijo Marina—. Pero parecía muy triste, ¿os disteis cuenta? Y ese verde que llevaba no era un verde alegre. Es el color de los campos que van a comenzar a marchitarse, como si de un momento a otro fuera a volverse gris… —de repente pareció percatarse del modo en que la miraban todos. Bajó la vista, ruborizada—. Lo siento, a veces hablo demasiado.
—Yo casi ni me fijé en ella —dijo Ricardo—. La otra era más llamativa, con esas cicatrices y marcas por todas partes…
—Este lugar es una pesadilla —dijo Héctor.
—Pues quedándonos aquí sentados no vamos a despertarnos —Natalia les dedicó a todos una mirada recriminatoria—. Lo que tenemos que hacer es ponernos en marcha y buscar el modo de volver a casa…
—No hay forma de volver a casa —dijo Marco.
—¡Eso no lo sabes! —exclamó Adrián. Resultaba chocante el cambio que se había producido en él desde el discurso de dama Desgarro. Poco quedaba ya del entusiasmo del que había hecho gala en los primeros momentos.
—Tiene razón, eso no puedes saberlo… —dijo Ricardo—. Y ésa es la cuestión: que no sabemos nada de nada. Tenemos un montón de preguntas, pero nadie a quien hacérselas: ¿por qué nos ha traído Denéstor?, ¿qué nos hace tan especiales?, ¿qué se supone que tenemos que hacer aquí?
—Las respuestas a esas preguntas tienen que estar en alguna parte de esta ciudad —dijo Bruno—. Lo único que debemos hacer es encontrarlas. De las palabras de dama Desgarro se desprende que nuestra presencia aquí no es circunstancial, forma parte de una tradición que se remonta a muy antiguo. Y siendo así no debería ser difícil encontrar información sobre ella… —su voz era lenta y cansina—. Pueden ser libros, grabados, pinturas, inscripciones o cualquier cosa semejante. Además, debo añadir, al desconocerlo todo sobre este lugar, cualquier información que consigamos nos aportará algo positivo.
—Antes de ponernos a buscar libros creo que deberíamos intentar encontrar al resto de gente que ha traído Denéstor —señaló Marco—. Si lo que nos ha contado dama Desgarro es cierto, hay otros cinco chicos dando vueltas por aquí…
—Puede que ya estén muertos —murmuró Marina.
—¡No digas eso! —gritó Adrián, espantado, incorporándose de golpe. Se había puesto pálido.
Héctor se sentó de nuevo, más erguido esta vez. Ya no estaba mareado y su visión se aclaraba por momentos. Se pasó una mano por el cuello mientras miraba alrededor. Su vista se detuvo en un edificio situado más allá de la plaza. Era una vivienda de tres plantas y paredes grisáceas, acabada en un tejadillo puntiagudo de madera, algo chamuscada. Salvando los daños en el tejado, la casa estaba en buenas condiciones. Pero lo que había llamado su atención no tenía nada que ver con la estructura o el estado del edificio, lo que llamó su atención fue que ante la puerta flotaba una columna de bruma oscura, un jirón de niebla que se alzaba hasta casi rozar la segunda planta. Héctor parpadeó varias veces, tomando aquella niebla por algún fenómeno óptico, atmosférico o, simplemente, una consecuencia de su desmayo. Estaba a punto de señalar la columna al resto cuando escuchó, de nuevo, aquella voz que no era suya en la cabeza.
La niebla negra, oscura y densa. Puedes verla, ¿verdad? Pues esquívala siempre, Héctor. Siempre. Marca lugares que debes evitar, sitios hechizados o puntos de la ciudad en los que nada bueno puede ocurrir… Huye de ella. Pero tampoco te confíes. Con mi hechizo serás capaz de distinguir los lugares de Rocavarancolia que sé a ciencia cierta que son peligrosos. El problema es que ni siquiera yo conozco todos los peligros que alberga esta ciudad. No lo olvides nunca: que un lugar esté libre de niebla oscura no significa que sea seguro.
Héctor recorrió con la mirada la plaza y los edificios que se entreveían más allá y fue descubriendo otras manchas de tenebrosa oscuridad. Localizó cerca de una docena en sólo unos instantes. Y una de esas columnas de humo era tan inmensa que casi ocultaba el edificio que se encontraba tras ella: un torreón de ladrillo pardo, rodeado de un jardín arruinado y situado en el otro extremo de la plaza.
Se estremeció. Por el momento era incapaz de pensar en lo útil que podía resultar aquel hechizo, lo único que tenía en mente era que la niebla negra estaba por todas partes. La sensación de amenaza era tan palpable que tuvo ganas de gritar. Se pasó una mano temblorosa por el pelo. Su confusión iba en aumento. Había tantas cosas que necesitaba saber, tantas preguntas por hacer… Y él, al contrario de lo que había dicho Ricardo, sí tenía a quién formulárselas.
«¿Me oyes? ¿Puedes oírme?», preguntó mentalmente. «¿Por qué nos habéis traído aquí? ¿Qué queréis de nosotros?».
No obtuvo respuesta. O la comunicación sólo era posible en una dirección o dama Serena le ignoraba. Frunció el ceño. La fantasma se había puesto en contacto con él en cuanto había descubierto la niebla negra. De algún modo había sabido lo que él estaba viendo. Entrecerró los ojos, apretó los labios y dio forma a una nueva pregunta: «¿Por qué me estás ayudando?». Se concentró en cada una de esas cinco palabras hasta que logró visualizarlas en su cabeza, dibujadas con caracteres de fuego.
—¿Estás bien? —oyó que le preguntaba Adrián—. Tienes pinta de necesitar ir al baño.
—¿Qué…? ¡No!
La voz regresó, pero no para responder a su pregunta:
Vas a tener que ser muy cuidadoso con la información que te proporciona el hechizo. No puedes desvelar que sabes más de lo que debes o te pondrás bajo sospecha. Y si alguien descubre que recibes ayuda…, odio repetirme, pero es algo que te tiene que quedar muy claro: si lo averiguan, te matarán. Es la ley.
Y ahora debo dejarte, Héctor. Procuraré hablar contigo más adelante, mientras la tormenta mágica aún se cierna sobre Rocavarancolia y sea seguro enlazar con tu mente.
Y la voz lo abandonó, dejando en su cabeza sólo espacio para sus propios pensamientos.
—También tenemos que encontrar el sitio donde se supone que nos van a dejar la comida —estaba diciendo Marco en aquel instante—. Empiezo a tener hambre.
—Y yo —murmuró Adrián, y por el tono de su voz parecía hasta sorprendido de ello.
Héctor asintió. Lo último que había comido habían sido un par de caramelos durante el paseo de Halloween con Sarah y no tenía modo alguno de saber cuánto tiempo había transcurrido desde entonces. Se estremeció al pensar en su hermana. Estaba tan lejos de su hogar que la distancia dejaba de tener sentido; Rocavarancolia era otro mundo, un mundo que en nada tenía que ver con la Tierra. Allí la magia era real, allí era posible que un fantasma se colara en tu cerebro y lo hechizara para que fueras consciente de la maldad que te rodeaba. Todo aquello daba vértigo.
A su alrededor seguían discutiendo qué hacer a continuación. Héctor apenas prestaba atención, sumido en un meditabundo silencio, con la vista fija en la enorme columna de humo oscuro tras la que se ocultaba el torreón pardo. Alzó la mirada. El cielo sobre su cabeza no era el mismo cielo de la Tierra, ahora podía verlo. Aquel tono azul era demasiado claro, casi blanco. Y el sol tampoco era el mismo sol. Se le veía mucho más pequeño y pálido que el terrestre. Pensó de nuevo en su hermana, en sus padres, en sus amigos, y en que probablemente nunca, jamás, volviese a verlos. Se le formó un nudo en la garganta.
—Vi una araña —dijo de pronto, interrumpiendo la conversación. Todos lo miraron, perplejos—. Era más grande que yo, vestía con levita y llevaba un monóculo en cada ojo… Me dejó inconsciente soplándome encima un polvo que olía a rayos… Y he visto una casa a la que algo le había dado un mordisco. Y un monstruo en una burbuja verde nos ha dicho que vamos a morir… —los miró a todos, de uno en uno—. Estoy harto de todo esto. Quiero salir de aquí. Quiero irme a mi casa…
Hubo un largo silencio, roto finalmente por Ricardo.
—Pongámonos en marcha de una vez —se levantó de manera resuelta—. Vamos a ver qué encontramos en esta maravillosa ciudad.
* * *
El catalejo, una hermosa antigüedad labrada en plata, batió sus alas y descendió en espiral hasta posarse con el resto de sus congéneres en la balaustrada de la terraza. Allí había casi una docena, todos de diferentes formas y colores. Uno blanco y alargado, con finas alas de libélula, echó a volar en cuanto el catalejo de plata se posó a su lado; otro, de un brillante color negro y dotado con alas de murciélago, dejó su sitio en un extremo de la terraza para colocarse junto al recién llegado. Había catalejos dispersos por todo el castillo, posados en los ventanales y terrazas, deambulando por las almenas o revoloteando de un lugar a otro.
Dama Serena observó cómo el catalejo de plata se apoyaba ligeramente en el oscuro, como alguien cansado busca el apoyo de un hombro amigo. La fantasma se preguntó, y no por primera vez, qué grado de inteligencia tenían las creaciones de los demiurgos. ¿Eran capaces de sentir? ¿Cometerían el error de enamorarse unos de otros? ¿Tendrían sus disputas como el resto de criaturas vivientes? Una vez le había planteado esa cuestión a Denéstor Tul; el anciano hechicero había sonreído enigmáticamente antes de contestarle con un escueto «Eso sólo lo saben ellos». Los demiurgos eran magos muy celosos de su arte y sus misterios.
La mayoría de los catalejos en la balaustrada eran obra de Denéstor, sólo el de plata había sido fabricado por otro demiurgo, muerto décadas atrás. Ése era el motivo por el que ella lo había escogido para espiar a los cachorros de Denéstor, no se sentía cómoda usando nada creado por alguien que todavía viviera.
Una bandada de catalejos pasó volando ante la terraza de la torre, rumbo a la fachada principal del castillo. Sus lentes destellaban al sol. No se habían apagado los ecos de su revoloteo cuando una voz ajada llegó hasta ella desde atrás.
—Espléndida y radiante, como siempre, dama Serena. Tu presencia es un bálsamo para el alma.
La fantasma se giró. Alguien la observaba desde las sombras de la habitación. Reconoció la enjuta silueta de Enoch el Polvoriento. El vampiro estaba lejos de la puerta abierta, lejos de la luz del día, encorvado y con las manos entrelazadas ante el pecho.
—Tu alma está marchita, Enoch… —dijo ella, y con un elegante movimiento de manos invocó un jirón de noche profunda en torno a él—. Pero aun así eres bienvenido.
Enoch sonrió satisfecho y salió a la terraza bajo el amparo de aquella sombra. Alargó una mano esquelética hacia la balaustrada y al instante el catalejo de alas de murciélago echó a volar hacia él. A dama Serena le hubiera sorprendido que hubiese sido otro el que acudiera a su llamada.
El catalejo se colocó ante el ojo derecho de Enoch, batiendo sus alas con fuerza. El vampiro carraspeó y echó la cabeza hacia delante, entornando el ojo izquierdo.
—Se les ve tan llenos de vida —murmuró al cabo de unos instantes, con el mismo tono de voz con el que alguien alaba una mesa bien dispuesta—. Es él, ¿verdad? El niño moreno de pelo revuelto…
—Así es —dijo la fantasma—. Y es tan débil como nos advirtió Denéstor. Se desmayó durante el discurso de dama Desgarro.
—Oh… no, no, no… —el vampiro sacudió la cabeza, compungido—. Qué tragedia. Que un poder semejante venga contenido en un recipiente tan frágil…
—A fin de cuentas todos son frágiles, Enoch. Rocavarancolia los endurecerá o los matará en el proceso…
—Los hermanos Lexel han comenzado a cruzar apuestas sobre ellos —dijo él—. El gemelo blanco asegura que más de la mitad morirá antes de que anochezca. El negro, en cambio, dice que serán menos los que caigan, entre dos y seis, apunta; ésa es su apuesta… ¿Puedes creerlo, mi querida amiga? ¡Cuánta frivolidad! Jugando con las vidas de esos pobres niños, jugando con nuestras esperanzas…
—¿Qué hay en juego?
—Manzanas de Arfes. Han apostado diez piezas cada uno.
La fantasma sonrió. Hacía treinta años que se habían cerrado las puertas que unían Rocavarancolia con el rico mundo de Arfes, única fuente de aquellas frutas, y desde entonces el valor de las manzanas que aún quedaban en el reino se había multiplicado enormemente. Eran pocos los manjares que podían competir en exquisitez con ellas y, además, contaban con la característica singular de no marchitarse nunca. Daba igual si transcurrían siglos desde el momento en que eran recolectadas hasta que alguien las comía, su sabor permanecía inalterable, idéntico al que tenían en el momento de ser recogidas del árbol. Hasta dama Serena, que hacía mucho tiempo que no precisaba ni disfrutaba de los alimentos, atesoraba una pequeña cantidad de ellas. Para los habitantes vivos de Rocavarancolia aquellas frutas representaban una suerte de oasis, de viaje a tiempos mejores.
—Dama Desgarro está con nuestro bienamado regente, ¿verdad? —preguntó Enoch de pronto, con aire distraído, sin dejar de mirar por el catalejo.
—Así es. Está esperando a que despierte para ponerle al corriente de la situación.
—Estoy convencido de que le alegrará saber que la cosecha ha sido tan magnífica este año. Ojalá dé buenos frutos… Y ojalá él esté entre nosotros para poder verlos —murmuró. Luego, tras un lánguido gesto con el que despidió al catalejo, se giró hacia dama Serena. La sombra negra que lo rodeaba vibró ligeramente, amoldándose a su nueva posición—. Querida mía… ¿no crees que la noble dama Desgarro pasa demasiado tiempo con el regente?
—No —contestó ella de manera rotunda—. No lo creo, sobre todo si tenemos en cuenta que ella es una de las principales razones por las que aún continúa con vida. Sin sus cuidados y las pócimas de dama Araña, Huryel nos hubiera dejado hace mucho tiempo.
—Oh —Enoch el Polvoriento levantó las manos y compuso un gesto de gran sorpresa, como si hasta ese momento se le hubiera pasado por alto un detalle tan importante—. Cierto, cierto… Sin los amables cuidados de dama Desgarro, el regente ya no estaría con nosotros. Cuánta gentileza y qué altas cotas de misericordia para alguien que aspira a ocupar el puesto del agonizante, ¿verdad? —remató su frase con una sonrisa cargada de mala intención. Sus colmillos fulguraron en la burbuja de noche que lo rodeaba.
—Ten cuidado, no te muerdas la lengua o te envenenarás con tu propia sangre, querido Enoch.
El vampiro se echó a reír.
—El mal y la inquina corren por mis venas, cierto es —dijo entre risitas—. Pero conoces tan bien como yo el verdadero motivo por el que nuestra comandante se desvive para mantener con vida al regente.
Dama Serena no replicó. Enoch llevaba razón.
Una vez Huryel falleciera, el consejo de Rocavarancolia votaría para elegir a su sucesor. Por tradición sólo había dos candidatos posibles para ocupar el puesto de regente: el comandante de los ejércitos del reino y el Señor de los Asesinos, cargo que ostentaba Esmael, el ángel negro, desde hacía cuarenta años.
Era bien sabido que dama Desgarro apenas tenía partidarios en el consejo, a decir verdad la mujer nunca había despertado demasiadas simpatías en el reino. Pero tampoco despertaba el odio exacerbado que muchos profesaban hacia Esmael y ahí residían sus posibilidades de llegar a ser regente. El consejo se dividía entre los que apoyaban al Señor de los Asesinos y los que harían lo imposible para evitar que éste se hiciera con el poder, incluso votarla a ella como sucesora. Por el momento ambas fuerzas estaban en equilibrio. Y eso era lo que mantenía a Huryel, actual regente, con vida. Una vez la balanza se decantara con claridad hacia uno de los pretendientes, su vida llegaría a su fin. Si dama Desgarro se veía ganadora, sus atenciones se volverían lo suficientemente descuidadas como para que muriese sin que nadie pudiera señalarla como causante directa de su muerte; si en cambio era Esmael quien se veía ganador, se serviría de las habilidades que le habían llevado a ser Señor de los Asesinos para hacer una última y mortal visita a la habitación de Huryel; y tampoco nadie podría incriminarlo jamás en el fallecimiento del regente. El orden natural en Rocavarancolia estaba siempre regido por la crueldad y la sangre, pero cuando implicaba a las altas esferas era necesaria además cierta dosis de discreción.
—Los motivos de dama Desgarro para actuar como actúa son suyos, Enoch. Yo los desconozco —dijo dama Serena.
—¿Como desconoces aún a quién apoyarás cuando llegue la hora de elegir sucesor? —quiso saber.
La fantasma sonrió.
—El hecho de que no lo airee a los cuatro vientos no significa que no lo tenga decidido ya.
Aunque el voto del consejo era secreto, la mayor parte de sus miembros ya habían declarado públicamente a cuál de los dos candidatos preferían. Dama Serena era de los pocos que habían optado por mantener su decisión en secreto. Enoch el Polvoriento era, en cambio, un partidario declarado de Esmael. Lo cual resultaba comprensible si se tenía en cuenta que el puesto de Señor de los Asesinos sería suyo cuando éste quedara vacante.
Con un nuevo gesto de su mano, Enoch hizo regresar al catalejo negro. Durante unos minutos se dedicó a mirar por él en silencio. Dama Serena vio cómo sus labios se entreabrían en más de una ocasión. No pudo precisar si el vampiro se estaba relamiendo o si buscaba el modo de decirle algo.
—El ángel negro sería muy generoso si decidieras apoyarlo —dijo finalmente.
—Esmael no tiene nada que pueda interesarme.
—Oh. No, no lo tiene. Cierto es. Pero puede tenerlo.
—No te andes por las ramas, Enoch. Dime lo que hayas venido a decirme.
—Esmael ha conseguido cierto libro… —le explicó el vampiro tras una medida pausa—. Un antiguo y poderoso grimorio que contiene hechizos largo tiempo olvidados. Y entre ellos, mi muy querida y difunta amiga, está la Llamada de la Reencarnación —dejó el catalejo y se giró hacia ella—. Préstame atención, dama Serena: Esmael está en condiciones de prometerte la resurrección. Podrá traerte de nuevo a la vida, restaurar tu alma en un cuerpo vivo idéntico al que tuviste en el pasado.
Si la fantasma hubiera tenido corazón, éste se le habría disparado en el pecho. El asombro que se reflejó en su rostro hizo sonreír al vampiro.
—Pero para ello necesitaría fuentes de poder a las que sólo podría acceder siendo regente de Rocavarancolia —apuntó Enoch.
—Necesitaría las joyas de la Iguana… —murmuró dama Serena. Las joyas reales que en aquel momento estaban en poder del regente y de las que sólo él, en su calidad de dirigente del reino, podía servirse.
Un cuerpo de nuevo con el que tocar y ser tocada. La oportunidad de sentir otra vez el viento en el rostro, la calidez de la sangre en las venas, el suelo firme bajo los pies. La vida en suma, la vida en todo su esplendor… Eso era lo que le estaba ofreciendo Esmael por boca de Enoch. Pero ¿era eso lo que ella ansiaba?
Flotó hacia la balaustrada, confusa.
Había oído hablar de la Llamada de la Reencarnación; era un sortilegio mítico, uno de tantos hechizos que formaban parte de las leyendas. Según se contaba, se tomaba la esencia del espíritu y a partir de ella se reconstruía el cuerpo en el que una vez había morado para fundirlo después a él. Fuera como fuese, era un hechizo de los considerados perdidos. Nadie en siglos había sabido nada de él.
—¿De qué libro se trata? —preguntó dama Serena.
—No me lo ha dicho.
La fantasma guardó silencio. Su vestido, un reflejo de sus ropajes favoritos en vida, se agitaba como si contase con alma propia. No era el viento el que lo movía, sino su propia inquietud. Se sentía muy poco serena en aquellos momentos.
—¿Y bien? ¿Cuál será tu respuesta?
—¿Mi respuesta? Está bien, te la daré: dile que no quiero trato con mensajeros ni criados. Si tu amo y señor tiene algo que decirme, que venga él mismo a hacerlo… —replicó en tono cortante. La perspectiva de hablar con el ángel negro le desagradaba, pero necesitaba tiempo para aclarar sus ideas.
—Oh —el vampiro se removió incómodo ante la frialdad de las palabras de la fantasma—. Transmitiré sin demora tu mensaje a Esmael.
Salió de la terraza a grandes pasos, llevándose su oscuridad con él. Ella aguardó a que el vampiro cerrara la puerta antes de dirigirse a la otra presencia que se encontraba con ella en la terraza.
—Perdona que no te saludara antes, amigo Rorcual, pero intuí que no deseabas que Enoch supiera que lo andabas siguiendo —dijo. Consiguió que su voz no reflejara la agitación que sentía.
Tras unos instantes de silencio se escuchó un carraspeo incómodo procedente de una esquina de la terraza.
—No era mi intención molestaros, dama Serena —aseguró el alquimista, completamente invisible sin su guante—. Descubrí a Enoch husmeando por los pasillos y decidí seguirlo para ver qué tramaba… Espero… espero que ni por un instante contempléis la posibilidad de aceptar el trato que os propone. Sabéis tan bien como yo que Esmael no es de fiar.
«Ni tú, sanguijuela invisible, ni dama Desgarro, ni nadie», pensó ella.
—Se acerca el final de Rocavarancolia —dijo en cambio—. ¿Importa acaso quién lleve el timón del barco mientras nos hundimos?
Escuchó los pasos del alquimista aproximándose hacia ella.
—Están los niños de Denéstor… —dijo con vehemencia—. ¿Quién asegura que esto sea de verdad el final? Si un solo niño sobrevive será un nuevo comienzo… ¡Lo sabéis! ¿Y de verdad os gustaría que el ángel negro nos guiara entonces? Si resurgimos de nuestras cenizas ¿en verdad desearíais que fuera bajo el mando de una criatura tan sanguinaria y abominable?
Dama Serena no contestó. Permaneció pensativa con la vista perdida más allá del caos de ruinas que era Rocavarancolia. Pensaba en el ángel negro, en que en todos sus años de existencia, tanto viva como muerta, no había conocido a un ser tan monstruoso como él. Esmael era capaz de cometer las más terribles atrocidades sin inmutarse lo más mínimo, no había aberración o crimen que no estuviese dispuesto a realizar. Por eso había logrado el puesto de Señor de los Asesinos, el cargo que designaba al más despiadado de los seres que campaban en el reino. Se decía que sólo los reyes arácnidos y Hurza Comeojos, primer Señor de los Asesinos, le habían superado en crueldad. Entregar las riendas de Rocavarancolia a Esmael era dar el gobierno del reino a la oscuridad más total, al mal sin límite.
—¿Dama Serena?
—Esmael puede devolverme la vida, Rorcual —dijo simplemente.
—¡Para arrebatárosla en cuanto os la dé!
—Alquimista… —dijo con voz pausada—. Has expresado con toda claridad mi mayor deseo: quiero morir. Y para conseguirlo necesito estar viva.
* * *
—¿Qué demonios es eso? —preguntó Natalia haciendo una mueca mientras señalaba la mancha grisácea que se habían topado en el suelo al abrir la puerta.
—Parece una alfombra podrida… —respondió Ricardo tras unos instantes de duda—. Al menos espero que sea una alfombra podrida.
—Odio este sitio —gruñó Natalia.
—Eso ya lo has dicho —comentó Héctor mirando en el interior de la habitación. Estaba en tan mal estado como el resto del edificio.
—¡Es que lo odio! —insistió la joven—. ¡Lo odio mucho!
Héctor asintió de manera desganada y entró en la estancia intentando no pisar la repugnante mancha del suelo. Llevaba los pies envueltos en varios trapos que había encontrado en una alacena de la planta baja. No resultaba muy cómodo caminar así, pero lo prefería a andar descalzo. Por el momento aquellos trapos eran lo más útil que habían encontrado.
Ricardo entró tras él mientras Natalia aguardaba en la puerta, con su perpetuo ceño fruncido.
La habitación estaba hecha pedazos. Había muebles destrozados por toda la estancia, la mayoría apilados contra una esquina en confuso montón.
Héctor se agachó para recoger uno de los muchos libros tirados en el suelo, entre los restos de una estantería. Se trataba de un volumen de buen tamaño, con las tapas tan arruinadas que no alcanzaba a distinguirse ni el título ni el dibujo de la cubierta. Las páginas se habían fundido unas con otras hasta convertirse en un amasijo grisáceo. Lo dejó caer y se acercó a una ventana sin prestar atención al resto de libros esparcidos a sus pies. Necesitaba respirar aire fresco.
La ventana daba a la plaza, ahora desierta. Al final habían decidido que lo mejor era dividir el grupo en dos; mientras unos se dedicaban a investigar los edificios que aún quedaban en pie en torno a la plaza, los otros exploraban las calles aledañas, sin alejarse mucho del primer grupo. El único que había puesto pegas a aquel plan había sido Marco, pero al final no le había quedado otro remedio que ceder.
Desde la ventana, Héctor podía ver la fachada del torreón envuelto en niebla negra. Debía encontrar el modo de evitar que entraran allí y, además, tenía que hacerlo sin levantar sospechas. Nadie debía saber que contaba con ayuda. Dama Serena se lo había dejado muy claro. Pero ¿y si la ayuda de aquella fantasma no era tal? ¿Cómo sabía que podía confiar en ella? ¿Y si la bruma no era más que un truco para despistarlo, para evitar que se acercasen a lugares realmente útiles? El único modo de averiguarlo que se le ocurría consistía en entrar en una de las zonas marcadas, y no era una opción que le agradase demasiado.
Ricardo deambulaba por la sala, examinándolo todo con atención.
—Qué raro —murmuró pensativo.
—¿Perdona?
—Este destrozo… Es raro… Fíjate, fíjate bien.
Héctor miró a su alrededor. Todo estaba patas arriba. No sabía a qué se refería Ricardo.
—Yo sólo veo una habitación hecha pedazos…
—Sí, pero el destrozo sigue una dirección bastante clara, mira —caminó de espaldas hacia la ventana donde se apoyaba Héctor, señalando primero hacia los restos que salpicaban el suelo y luego hacia la esquina cubierta de muebles rotos—, allí se amontona la mayor cantidad de trastos, ¿lo ves? Es como si algo hubiera arrojado todo lo que había en la habitación contra la pared y de muy malos modos, además. Hay hasta pedazos de madera clavados en la piedra.
Héctor asintió.
—Vale. Lo veo. Tienes razón. Algo cogió la habitación y la tiró al otro lado. ¿Y qué?
—Ayudadme —pidió, y se acercó a la esquina.
Agarró un listón de madera y tiró de él, haciendo que buena parte de aquel caos se derrumbara por el suelo. Ricardo dio un brinco, sobresaltado por la repentina avalancha. Luego soltó una carcajada y siguió retirando restos de muebles rotos, envuelto en una nube de polvo. Natalia se acercó a él, dejó el palo apoyado contra la pared y se unió a las tareas de desescombro. Ricardo canturreaba y la chica gruñía.
—Estáis locos, ¿sabéis?
—No quieres ayudarnos porque eres un flojo —le recriminó Natalia.
—No soy un flojo. Lo que pasa es que no quiero malgastar mis energías haciendo cosas sin sentido… Es estúpido. Y cansa.
Aun así se acercó, pero de manera reticente, dándoles tiempo a que llevaran a cabo el grueso de la tarea antes de echarles una mano. Justo cuando iba a hacerlo se produjo un nuevo derrumbe que prácticamente despejó por completo la esquina.
—Al final no va a hacer falta que os ayu…
Algo cayó al suelo con estrépito, arrastrando consigo los últimos maderos que quedaban apoyados en la pared. Se levantó una tremenda polvareda y una repentina oleada de aire fétido los envolvió a los tres. Héctor y Natalia se retiraron tosiendo. Ricardo, en cambio, permaneció clavado en el sitio, con el asombro y la sorpresa reflejados en su rostro tiznado. Entre maderas rotas y astillas yacía el esqueleto de una criatura humanoide, enfundada en una armadura abollada de color gris. Medía poco más de un metro y era de extremidades cortas. El cráneo era chato y picudo, con una mandíbula prominente repleta de afilados colmillos. La parte de atrás de la coraza estaba perforada para dejar libres el par de alas con el que aquel ser estaba dotado. Sólo una permanecía entera, simple cartílago quebradizo, y era descomunal en comparación con el resto del cuerpo.
—La pared —acertó a musitar Natalia.
En el muro hasta entonces oculto se podía ver la silueta del cadáver, profundamente grabada en la piedra. Y allí, a la derecha, extendida por completo, se encontraba el ala que faltaba.
—Tenías razón, le tiraron todo encima —dijo Héctor con un nudo en la garganta—. Lo clavaron a la pared…
El otro asintió y se acuclilló junto al cadáver. La armadura se hallaba en muy mal estado, tan destrozada que en algunos puntos dejaba ver el esqueleto que había debajo. Ricardo lo giró para ponerlo boca arriba. La calavera de aquel ser quedó ladeada mirando a Héctor. Parecía sonreír. Bajo el cuerpo descubrieron una daga de unos veinte centímetros de longitud. Ricardo la empuñó y la examinó con detenimiento. La hoja estaba mellada y cubierta por una repugnante capa de óxido.
—No es gran cosa —murmuró—. Aunque puede que nos sirva para algo…
—Sí, para que pilles una infección como te cortes —dijo Natalia—. Pero ¿qué clase de bicho es?
Ricardo se encogió de hombros y se dedicó a frotar la daga contra la pared. Una fina lluvia de herrumbre se desprendió de la hoja.
—Un bicho que no debió meterse en una habitación cerrada —contestó al cabo de unos segundos—. Algo con esas alas no está hecho para maniobrar entre cuatro paredes; debería haberse quedado al aire libre…
Se incorporó, guardando la daga entre el cinto y el pantalón, y miró en derredor. Su vista se paseó por los libros del suelo, tan arruinados como el que había cogido Héctor, y sacudió la cabeza.
—Aquí ya hemos terminado —dijo—. Vayamos a la planta de arriba, si no me equivoco es la última…
Natalia siguió a Ricardo fuera de la habitación; Héctor, en cambio, se quedó donde estaba, con la vista fija en el esqueleto y la armadura. No podía dejar de mirarlo. Aquel esqueleto era lo más cerca que había estado nunca de un cadáver, pero no era eso lo que le impresionaba, lo que de verdad le tenía paralizado era el hecho de tener delante los restos de un acto de violencia desmedida. Algo o alguien había aplastado literalmente a aquel ser contra la pared de la estancia. Como si fuera una mosca.
De nuevo desvió la mirada hacia la ventana. Alcanzaba a ver los restos de un torreón medio derruido y, un poco más allá, las ruinas de una casa quemada. Desde que había despertado no había lugar donde mirara que no estuviera manchado por la mano de la violencia. Algo terrible había asolado aquel lugar.
—¿Vienes o qué? —le preguntó Natalia desde la puerta.
Héctor asintió y fue tras ella, echando un último vistazo al esqueleto antes de salir de la habitación. La sonrisa del cráneo tenía un aire malévolo, la pose presuntuosa y malintencionada del que desea hacerte saber que conoce un secreto que tú ignoras.
* * *
Lo primero que llamó su atención cuando Ricardo abrió la puerta fue la iluminación de aquella sala. Además de entrar a través de los ventanales de la pared opuesta, la luz llegaba también de varias antorchas fijadas en pebeteros a media altura en los muros. Aquel fuego ardía con inusitado vigor, arrojando sombras inquietas de un punto a otro de la estancia.
—Creo que al fin hemos dado con algo —anunció Ricardo.
Estaban en la entrada de una gran biblioteca. La mayor parte de las estanterías se encontraban vacías, pero todavía quedaban bastantes libros en algunas baldas. En el centro de la sala se desplegaban varias mesas de estudio rodeadas de sillas macizas. El lugar no parecía muy dañado en comparación con el resto del edificio: alguna grieta en la pared, un par de estanterías tumbadas y poco más.
Los tres jóvenes entraron en la sala. La luz de las antorchas multiplicó sus sombras sobre las paredes y la gruesa capa de polvo del suelo. Ricardo miró hacia el pebetero que quedaba a su izquierda. Tenía forma de brazo erguido, pero donde debería haber estado la mano habían esculpido el soporte de la antorcha. El resplandor de las llamas tiñó de rojo su rostro dándole un aspecto demoníaco.
—Alguien ha debido de estar por aquí hace poco —dijo Héctor señalando las antorchas encendidas.
—No puede ser —rechazó Ricardo—. Fijaos en la capa de polvo del suelo. Aquí no ha entrado nadie en mucho tiempo.
—Puede que entrara volando, encendiera las antorchas y se fuera —comentó Natalia.
Ricardo se acercó al pebetero.
—Arde pero no da calor —señaló y acto seguido colocó su mano sobre la llama. Héctor silbó entre dientes, sobresaltado por su gesto—. ¡Y no quema! Es un fuego mágico.
—No se lo digas a Adrián o se pondrá a dar palmas —dijo Natalia.
—Rocavarancolia, el reino de los milagros y portentos —gruñó Héctor. Todavía estaba impactado por el descubrimiento del esqueleto en la habitación de abajo. No podía quitarse de la mente la imagen de esa perpetua sonrisa. Se palpó el rostro y notó la dureza de su propia calavera. Apartó la mano veloz. Sus pensamientos se estaban volviendo demasiado sombríos.
—Quizá encontremos el modo de regresar a casa en algún libro —aventuró Natalia. No sonaba muy convencida.
—Mucha suerte sería eso —murmuró Ricardo encogiéndose de hombros—. Pero bueno, no perdemos nada por echar un vistazo.
La muchacha se aproximó a una estantería y cogió el primer libro de la balda. Era un gran volumen con tapas de cuero coloreado, cubierto de polvo. Sopló para limpiar la cubierta. Entrecerró los ojos y sacudió la cabeza.
—No entiendo nada —dijo. Apoyó el libro en la estantería y pasó varias páginas—. Nada de nada.
Héctor revisó los lomos de la media docena de libros que se apretaban en una de las baldas de otra estantería. Los títulos estaban escritos en caracteres extraños para él, casi parecían más pictogramas que letras.
—Desde luego no están escritos en el lenguaje de la fuente… —anunció.
—¿Y si sólo nos han enseñado a hablarlo y no a leerlo? —preguntó Ricardo desde otra estantería. Sus manos iban de un libro a otro a una velocidad de vértigo.
Héctor escribió su nombre sobre el polvo que cubría la balda que tenía delante. Su dedo, como su lengua y su cerebro, era capaz de expresarse en aquel nuevo idioma con toda fluidez. Y sus ojos no tuvieron el menor problema en leerlo.
—No. Nos han dado la lección completa.
—Por aquí todos están escritos con letras raras. Parecen jeroglíficos egipcios. O chinos.
—Igual que éstos…
—Galimatías sin sentido… —dijo Ricardo—. No… No entiendo nada… Ni una palabra, si es que son palabras —su voz reflejaba un profundo desánimo. Se irguió de pronto y miró con desdén a su alrededor—. Esto es una pérdida de tiempo —murmuró—. Vámonos de aquí. Todavía queda una habitación en esta planta. Echémosle un vistazo…
Ricardo salió veloz de la biblioteca. Héctor pensó que casi parecía estar huyendo de aquel lugar.
La habitación contigua era un dormitorio comunal. Contaron quince camas dispuestas en hilera contra la pared. No eran más que armazones desarmados, sin rastro de nada que se pudiera tomar por un colchón o una almohada. Frente a cada cama había un armario, todos en diversas fases de decadencia. También había una montaña de pequeñas cómodas apiladas contra una pared. Por un momento, Héctor temió que alguien las hubiera arrojado contra otro guerrero alado, pero al ver el tragaluz situado justo encima comprendió que habían apilado los muebles allí para alcanzar la ventana del techo.
Ricardo trepó de mueble en mueble y asomó la cabeza por el tragaluz abierto. Sobre sus hombros cayó una lluvia de polvo y telarañas, aunque no pareció importarle.
—El tejado no está en malas condiciones —dijo desde fuera—. Y hay una especie de desván exterior a unos metros. Subamos a echar un vistazo.
—Yo no voy a subir al tejado, esté o no esté en buenas condiciones —le advirtió Héctor. La mera idea de hacerlo le mareaba—. Tengo vértigo y tendencia a caerme. No es buena mezcla.
—Está bien. Quédate con él, Natalia. Subiré yo solo.
—¡No! —replicó ella—. ¿Por qué tengo que hacer yo de niñera?
—¡Oye!
—No me voy a ir demasiado lejos, tranquilos —dijo Ricardo—. Si me necesitáis pegad un grito. Y si soy yo quien grita os quiero aquí arriba a toda velocidad, con vértigo o sin él, ¿vale?
Desapareció por el tragaluz tan rápido que pareció que algo lo hubiera succionado desde arriba. Por unos instantes no se escuchó sonido alguno y Héctor temió que le hubiera ocurrido algo. Pero unos segundos después escucharon sus pasos en el tejado, lentos e inseguros en un principio, firmes y confiados después.
—Odio este lugar —gruñó Natalia mirando a Héctor.
—¡Vale ya! —le soltó él, harto de escuchar siempre la misma cantinela—. ¡A mí tampoco me gusta y no lo voy repitiendo a cada paso!
—¡Yo al menos intento ser útil! ¡Tú no eres más que un estorbo!
—¡Oh, sí! ¡Ya veo lo útil que eres! —dijo Héctor señalando el moratón de la frente—. ¡Casi me dejas seco de un golpe!
—¡Porque eres un estorbo que no mira por dónde va!
—¡Y tú una loca peligrosa!
Natalia le lanzó una mirada de tal furia que pensó que iba a golpearlo de nuevo. Pero lo que hizo a continuación le cogió completamente desprevenido: la muchacha rompió a llorar. Era un llanto desolador que le hacía temblar de pies a cabeza. Fue como si una Natalia triste irrumpiera como un obús a través de la Natalia furiosa, como si algo en su interior hubiera cedido de pronto. Héctor dio un paso hacia ella, indeciso, sin saber qué decir o cómo actuar.
—No estoy loca —balbuceó Natalia.
—Yo… —murmuró Héctor—. Lo siento, no tenía que haberte insultado…
—No… no lo entiendes —dijo ella negando con la cabeza. Le temblaba el labio inferior—. ¡Denéstor me engañó!
—Nos engañó a todos…
—No, no, no… —negó con más vehemencia si cabe. Héctor vio cómo una lágrima salía despedida en parábola, una estrella fugaz de agua salada—. ¡Me dijo que mis duendes estaban aquí y no es cierto! ¡Me engañó! ¡Maldito mentiroso! ¡Me engañó!
Héctor se quedó mirando a la joven, sin comprender absolutamente nada. Hubiera preferido mil veces que lo golpease con el palo, así al menos no estaría tan perplejo.
—¿Tus… duendes?
—Me daban pastillas, ¿sabes? Mis padres me daban pastillas porque decían que no estaba bien, que mi cabeza no funcionaba como debía… —se pasó una mano por el pelo. Lo tenía tan enmarañado que por unos instantes pareció que la mano iba a quedar atrapada allí—. No estoy loca. Veo cosas, las veo desde siempre, desde que era pequeña. Los llamo duendes aunque no se parecen a los duendes de los cuentos. Son como sombras que se doblan y retuercen… Se esconden siempre en lugares donde sólo yo puedo verlos. Se meten bajo mi cama, o en el armario, o tras los sillones… Y… me hablan… Me cuentan cosas de la gente… Dónde han ido, qué han hecho… Lo que dicen de mí… También me traían cosas, cosas que encontraban donde nadie miraba. Me gustaban —le confesó, con los ojos brillantes por las lágrimas—. Yo los quería. Eran mis amigos… Pero mis padres no lo… no lo en tendieron. Creyeron que me pasaba algo, ¿comprendes? ¡Creyeron que estaba loca! Y cuando les enseñé todas las cosas que los duendes me habían regalado… todos los anillos, los pendientes, los colgantes, las pulseras… ¡pensaron que los había robado!
Héctor miró dubitativo hacia el tragaluz, deseando que Ricardo se dejara caer por ahí para librarle de aquella situación tan embarazosa. Pero ni siquiera se escuchaban ya sus pasos en el tejado. Natalia había apretado los puños y sacudía la cabeza cada vez con más fuerza. Era difícil entenderla entre sus sollozos y gemidos.
—Y un médico estúpido me dio pastillas —le dijo, abriendo los ojos desmesuradamente—. Y los duendes se fueron, ¿sabes? Desaparecieron sin dejar rastro. Las pastillas los echaron… Y desde entonces las sombras no han sido más que sombras y eso es lo más triste que me ha pasado nunca. Hasta creí… creí… que ellos tenían razón, que estaba loca y que los duendes eran producto de mi imaginación… —tragó saliva—. Y anoche… llegó Denéstor con sus cuentos y su pipa… Y yo ya no sabía qué pensar… Cuando me dijo que yo era especial y que nadie se había dado cuenta… ¡creí que era por mis duendes! ¿Sabes el alivio que sentí? ¡Le pregunté si los duendes estaban en Rocavarancolia y me contestó que sí! ¿Cómo no iba a querer ir con él? ¡Iba a llevarme de nuevo con mis amigos! ¡Con mi familia! ¡Pero no están aquí! ¡Me mintió!
Se desplomó de rodillas, rendida por el llanto.
Héctor se acercó despacio a ella. Natalia temblaba; era un temblor incontrolado, casi una convulsión. Se arrodilló a su lado y, torpemente, pasó un brazo en torno a su hombro. Ella se precipitó contra su pecho, llorando a lágrima viva. Héctor la abrazó, pero sin demasiado entusiasmo. Se le daba muy mal consolar a la gente.
—No se lo digas a los demás, por favor —le rogó Natalia—. No les digas que estoy loca. Por favor, por favor, por favor…
Él pensó en la araña que había puesto fin a su escapada, en Denéstor y dama Desgarro, en las aves de trapo devorando los recuerdos de su familia. Pensó en el esqueleto alado de la habitación de abajo y en su eterna mueca sonriente. Abrazó a la joven con fuerza. La sintió cálida y temblorosa entre sus manos, toda huesos y llanto bajo el jersey espantosamente grande que llevaba.
—No estás loca —le aseguró con voz firme al cabo de un rato. Y realmente creía en ello. Realmente creía que aquellos duendes que habían acompañado a Natalia a lo largo de toda su vida eran reales—. Yo te creo —le aseguró.
Ella sorbió por la nariz. Se limpió el rostro con la manga.
—No me crees —replicó, y sonrió un poco—. Lo dices para que me sienta mejor.
—No, no. Lo digo en serio. Te creo. Y tienes razón. Denéstor te engañó. Dijo que no podía mentirnos y a ti te mintió. Aquí no están tus duendes.
Natalia negó con la cabeza y enterró el rostro aún más en el jersey de Héctor.
—No, no me dijo la verdad pero no mintió… —matizó ella, y, acto seguido, miró de reojo hacia el fondo de la habitación. Algo en su mirada y en el tono de su voz indicó a Héctor que no le iba a gustar lo que la chica estaba a punto de decir—. Porque aquí también hay sombras… Están ocultas por todas partes. Pero no son las mías; aunque se les parezcan, no lo son. No hablan. Se limitan a vigilarnos. A acecharnos. Mis duendes eran amables, me querían… Estas sombras… quieren hacernos daño, Héctor. Lo sé. Estoy segura —se separó de él y agarró el palo con fuerza—. No les gustamos.
—¿Ahora hay algún duende con nosotros? —quiso saber, sin quererlo realmente.
Natalia asintió. Levantó el palo con mano temblorosa y señaló a un armario caído junto a un ventanal.
—Hay dos agazapados allí, en un extremo… No dejan de observarnos. Tú no los ves porque te los tapa el armario… Si te mueves, ellos retrocederán… Siempre quedarán fuera de tu vista… Sólo yo puedo verlos. Sólo yo…
Héctor no dijo nada. Él también veía cosas que los demás eran incapaces de ver. ¿Estaría Natalia asimismo bajo un hechizo? Pero, de ser así, el sortilegio debería haber tenido lugar mucho antes de que ella pusiera un pie en Rocavarancolia.
De pronto escuchó voces y pensó que eran las sombras de Natalia, mascullando fuera de su vista. Sin embargo, los sonidos procedían de la plaza.
—¿Oyes? —preguntó Natalia.
Héctor asintió. Había un considerable revuelo allí fuera.
—Son Marco y los otros. Nos llaman.
Se oyeron pasos a la carrera sobre sus cabezas. Ricardo se dejó caer por el tragaluz, sin aliento.
—¡Han encontrado a los otros! —les avisó. Se percató de que ambos estaban en el suelo, sentados apenas a unos centímetros el uno de la otra y con las mejillas encendidas—. ¿Qué hacéis?
—¡Nada! —exclamó Natalia. Se levantó de un salto y se pasó el antebrazo por el rostro para limpiarse las lágrimas.
Héctor se incorporó también. Se acercó a una ventana, mirando de reojo a la zona donde Natalia le había dicho que los duendes los acechaban. No encontró nada allí, pero tampoco esperaba hacerlo. Se asomó al exterior. Las voces llegaban directamente desde abajo, aunque no alcanzó a ver a nadie. Debían de estar aguardando a la puerta del edificio.
—Está aterrada —escuchó decir a Marina.
—¿Tú no lo estarías? —preguntó una voz que no llegó a identificar.
—Yo ya lo estoy —contestó ella—. Pero al menos entiendo lo que dicen los demás y eso ayuda.
Héctor se alejaba de la ventana cuando un inesperado brillo en la lejanía le hizo detenerse. Fue un fulgor broncíneo, un chispazo de sucia claridad que flotaba ante la fortaleza de la montaña. Entrecerró los ojos y distinguió otros dos destellos, uno a cada lado del primero. Y se movían. Avanzaban mucho más despacio que la esfera de dama Serena, pero era obvio que se aproximaban hacia la ciudad.
—¿Bajáis de una vez? —preguntó Marco a gritos desde la primera planta—. ¡Tenemos visita!
—¡Ahora mismo vamos! —le contestó Ricardo. Estaba tras Héctor, con la vista fija en los brillos del cielo—. Pero ¿qué diablos es eso?
—Barcos —anunció Natalia desde otra ventana—. Son barcos.
Y Héctor vio entonces las velas extendidas al viento. Hasta alcanzó a distinguir el movimiento acompasado de los remos a ambos flancos. Eran tres veleros que surcaban el aire como si se tratase del más apacible océano. Uno avanzaba directo hacia ellos mientras los otros viraban a la izquierda y a la derecha. En la proa del primero se distinguía la silueta difusa de un hombre.
—Es imposible —murmuró Ricardo.
—Ya no hay nada imposible —dijo Héctor, admirado a su pesar—. Estamos en Rocavarancolia. El reino de los milagros y portentos… —y en eso tampoco había mentido Denéstor Tul.