Rocavarancolia

Rocavarancolia

Espabila, chaval, que vas a perderte el discurso.

Héctor despertó al oír una voz que no era suya dentro de su cabeza. Se incorporó en el camastro al instante, con los ojos muy abiertos y el corazón atascado en la garganta. La luz del día entraba a raudales por el muro derruido que tenía frente a él, pero era una luz tenue, difusa, sin fuerzas siquiera para deslumbrarlo pese a su repentino despertar.

Miró a su alrededor en busca de quienquiera que se hubiese dirigido a él de forma tan insólita, pero no había nadie cerca ni más voz en su mente que la de sus propios pensamientos. Estaba en otra mazmorra, tan ruinosa y sucia como las de la noche anterior. En ésta no sólo faltaba un muro, también había desaparecido buena parte del techo.

Héctor se levantó de la cama y se acercó a la pared derruida todo lo que su vértigo le permitió. Daba a un recodo de una angosta callejuela y al otro lado de la misma se disponían cuatro edificios idénticos, de fachadas estrechas y grandes ladrillos irregulares. Uno de ellos había sufrido un fuerte incendio en el pasado, como atestiguaban sus piedras ennegrecidas y maltrechas, dos estaban en relativo buen estado, y con respecto al cuarto… Resopló, incrédulo. Algo le había dado un buen bocado al cuarto, no había otra manera de describirlo. Gran parte de la azotea, y la tercera planta habían desaparecido y las huellas que quedaban en la piedra eran idénticas a las que se dejaban en un bocadillo al soltarle un mordisco.

Tragó saliva, incapaz de imaginar qué tipo de monstruo podía haber causado semejante destrozo. Aquellas marcas, más que cualquier otra cosa, le dejaron bien claro que el mundo normal había quedado muy atrás.

Miró hacia arriba. El edificio en el que se encontraba era el mayor de la zona y también el más castigado de todos. La fachada estaba agujereada y plagada de grietas, muchas calcinadas por los bordes, como si el causante de los destrozos hubiera estado al rojo vivo. Daba la impresión de que alguien se había ensañado a cañonazos con aquel lugar.

Denéstor Tul le había dicho que su reino se hallaba en ruinas y debía reconocer que eso al menos era cierto. ¿No había asegurado también que por juramento no podía mentirle? Héctor hizo una mueca. Quizá no le había mentido, pero estaba claro que no le había contado toda la verdad. No le había hablado, por ejemplo, de los pájaros de trapo que supuestamente iban a borrar todo rastro de su existencia en la Tierra, ni del humo de aquella pipa que al parecer tenía como función hacerlo «más receptivo a su propuesta».

De pronto, escuchó pasos en la callejuela e instintivamente se echó hacia atrás. Una figura vestida de negro caminaba con cautela calle abajo. Héctor estiró el cuello para ver mejor.

Era la joven que había encontrado en su escapada nocturna. La reconoció aunque sólo pudo verla un instante antes de perderla de vista al doblar la esquina. Estuvo tentado de llamarla, pero al final decidió que no era prudente hacerlo. No sabía a quién más podía alertar si se ponía a dar gritos. Se acercó a la puerta de la mazmorra, que, como las de la noche previa, no estaba cerrada. La abrió despacio y, tras asegurarse de que no había nadie a la vista, salió fuera.

No sabía si el pasillo en el que estaba era el mismo de la noche pasada; a la luz del día todo parecía diferente. Descubrió unas escaleras a su izquierda y hacia allí se dirigió. Llevaban a un amplio recibidor y, desde donde se encontraba, pudo ver una arcada que conducía a la calle. Bajó con cuidado, apoyándose en la pared; los peldaños estaban en tan mal estado que tenía miedo de tropezar y caer. El vestíbulo resultó más amplio de lo que había intuido desde arriba; en otros tiempos debió de estar embaldosado, pero de las losas no quedaba más huella que el dibujo de sus contornos entre el polvo.

Héctor se aproximó a la salida y se detuvo a medio metro del umbral, temeroso tanto de salir fuera como de permanecer por más tiempo allí dentro. En su imaginación creía ver ojos que lo espiaban desde cada ventana y cada callejón. Y todavía estaba fresco en su memoria el recuerdo de la monstruosa araña que le había dejado inconsciente la noche anterior.

Al final se armó de valor, tomó aliento y salió a la calle. Estaba muy mal empedrada y caminar por ella con los calcetines como único calzado era una auténtica tortura; cada dos por tres se le clavaba algún adoquín en la planta del pie; a veces de forma tan dolorosa que tenía que morderse el labio inferior para no quejarse en voz alta. Aun así avanzó todo lo deprisa que pudo, pegado siempre a la fachada del edificio.

Cuando llegó a la esquina por donde había desaparecido la chica, se detuvo y asomó la cabeza para ver qué iba a encontrar al otro lado. La calle descendía en una pronunciada cuesta hasta terminar en un muro de ladrillo rojo; la única dirección en la que se podía continuar era hacia la derecha y resultaba lógico pensar que la muchacha había ido hacia allí. Héctor no reanudó el camino de inmediato, al doblar el recodo había ganado perspectiva y ahora tenía una visión más amplia del lugar al que Denéstor Tul le había llevado.

Frente al enorme edificio en el que había despertado no había más que montañas de escombros. Más allá se veían otras construcciones, apiñadas unas contra otras de manera desconcertante. Había torreones y casas de una sola planta, pabellones enormes, zonas amuralladas, chabolas y mansiones; todo en diferente grado de deterioro. Las calles que recorrían aquel lugar eran estrechas y retorcidas, con trazas de laberinto. Héctor tuvo la impresión de haber retrocedido en el tiempo para acabar en algún pueblo medieval asolado por un terremoto. Y en definitiva no podía estar seguro de que no fuera eso lo que había sucedido.

Vio movimiento más allá de las ruinas que quedaban a su derecha. Entornó los ojos y escudriñó en la distancia. Sí, era cierto, tras los escombros se adivinaba una plazoleta, y había gente en ella: al menos dos personas. Era difícil distinguirlos entre las ruinas, pero le dio la impresión de que se trataba de muchachos no mayores que él.

Echó a andar hacia allí. Y no había dado ni dos pasos cuando algo se abalanzó de repente sobre él y lo derribó. La caída lo dejó aturdido y sin aliento. Entrevió una puerta abierta, una silueta en el quicio, apenas una sombra, y una segunda figura que se tambaleaba más allá. Intentó levantarse, pero antes de conseguirlo le golpearon con saña en la frente; fue un golpe seco que restalló como un latigazo en el aire y le hizo ver las estrellas. Un segundo después la sombra de la puerta se lanzó sobre él y lo inmovilizó contra el suelo.

Se escuchó un grito y todo se detuvo. Héctor sacudió la cabeza. Tenía a alguien montado a horcajadas sobre él: era una muchacha morena, de pelo corto y mirada fiera, que empuñaba una vara de madera. En ese momento no le prestaba atención, miraba de reojo al joven que acababa de gritar. Estaba apoyado en la pared y se masajeaba el estómago, visiblemente dolorido.

Héctor se removió en el suelo para quitarse a la chica de encima. El brusco movimiento la desequilibró, pero no llegó a caer. Ella misma se apartó de él de un salto. Lo fulminó con la mirada, se giró hacia su compañero y le dijo algo que Héctor no logró entender. Parecía hablar en ruso o en algún idioma similar. El otro se encogió de hombros y le respondió en el mismo idioma, pero con la inseguridad del que habla una lengua que no domina. Los dos lo miraron a un mismo tiempo.

—No entiendo ni una palabra de lo que decís… —les advirtió él, jadeando—. No tengo ni idea de lo que estáis diciendo…

—Tú y yo, accidente —le dijo entonces el joven en inglés—. Salí, no te vi, chocamos —añadió con una sonrisa mientras señalaba con la cabeza en dirección a la puerta del edificio.

—Yo tampoco te vi —le aseguró Héctor, atontado todavía. Se incorporó hasta sentarse en el suelo. No había sido nada más que un golpe fortuito. La muchacha debía de haber creído que los atacaban y había actuado en consecuencia.

Héctor se llevó una mano a la frente y la retiró con un quejido. Dolía horrores. No sangraba, pero seguro que le iba a salir un buen chichón.

La joven seguía mirándolo con suspicacia. Sus profundos ojos oscuros parecían hechos para estar siempre enfadados, y ese aspecto sombrío y hosco se veía acentuado más si cabe por la suciedad que tiznaba su cara. El otro muchacho, en cambio, le miraba de forma francamente amistosa, pese a estar todavía medio aturdido por el golpe. Se acercó a él, sin dejar de frotarse el estómago, con una sonrisa en los labios. Era alto y atlético, de pelo corto castaño y ojos marrones.

—¿Os ha traído Denéstor? —preguntó mientras aceptaba la mano que le tendía para ayudarle a incorporarse.

El otro asintió y lo levantó sin apenas esfuerzo.

—Denéstor Tul. Dijo que yo era importante aquí. —Hizo un gesto de saludo con la mano al mismo tiempo que decía—: Me llamo Ricardo.

—Yo soy Héctor.

—Denéstor Tul —murmuró la joven junto a ellos y dio un golpe al aire con su palo, como si quisiera dejar bien claro qué pensaba hacer si se encontraba al hombrecillo color ceniza. Luego alzó la mirada—. Héctor —dijo y, tras soltar una larga frase en ruso, se señaló a sí misma y se presentó—: Natalia Denisova Shalikov.

—Se disculpa por el golpe —le tradujo Ricardo—. Denéstor la trajo también. A ella no le gusta este lugar. Quiere irse y volver a casa.

—Yo también quiero marcharme y cuanto antes —aseguró él—. Denéstor me engañó para que firmara su contrato. No dejó de fumar de esa pipa suya mientras hablaba y hablaba… Me atontó tanto que al final ya no sabía si estaba soñando o…

—Tú habla lento o yo no comprendo —le cortó el otro—. Tu idioma no hablo del todo bien… Yo soy español.

Héctor asintió y comenzó a hablar más despacio, pero no había dicho ni dos frases cuando Natalia le interrumpió con brusquedad y señaló a la plaza tras las ruinas, la misma hacia la que se dirigía Héctor antes del choque. Alcanzó a ver a un chico rubio encaramado al borde de una especie de fuente; llevaba puesto un pijama azul con estampados blancos.

—Otros —dijo Ricardo—. ¿Los trajo Denéstor Tul? ¿O viven ya en la ciudad?

—No creo que el tipo del pijama sea de aquí —comentó Héctor. Era evidente que aquellos chicos estaban tan fuera de lugar como ellos.

—¿Nos acercamos?

—Será lo mejor —contestó—. Quizá sepan más que nosotros sobre todo esto.

Ricardo asintió y, tras intercambiar unas palabras con Natalia, echaron a andar hacia la plaza. Era rectangular y bastante amplia, con una gran fuente circular en el centro. Los dos muchachos que Héctor había visto en un primer momento sostenían una animada conversación con el que estaba subido a la fuente. La joven del vestido negro también se encontraba allí.

Héctor estaba dudando si era conveniente o no dar un grito para hacerse ver cuando se percató de que Ricardo y Natalia se habían quedado rezagados. Se giró para ver qué les ocurría y se quedó tan inmóvil y atónito como ellos. Ahora que ya no estaban enclaustrados entre las calles y las paredes del edificio agujereado, podían ver lo que quedaba a su espalda. Y era una visión que arrebataba el aliento: una impresionante cordillera de montañas quebradas se elevaba a menos de diez kilómetros de donde estaban, copando la mayor parte del paisaje tras ellos. La propia ciudad se asentaba en las estribaciones de una de las montañas, una mole gigantesca y oscura que salía disparada hacia arriba, superando en altitud a todas las demás. Su cumbre se asemejaba a una punta de lanza partida.

Y si la cordillera era imponente, no lo era menos la construcción que se erguía a las afueras de la ciudad. Se trataba de un edificio de más de cien metros de altura, con aspecto de catedral gótica. A su alrededor se disponía un sinfín de torres picudas, unidas al edificio central por estrechos contrafuertes plagados de lo que parecían espinas metálicas. El edificio entero tenía un color peculiar, un sucio tono rojo, como si hubiera sido construido enteramente con metal y éste se hubiese oxidado con el paso del tiempo. Héctor no había visto un edificio tan escalofriante en toda su vida.

Natalia murmuró algo sin apartar la vista de la catedral oxidada. Por la expresión de su cara era evidente que aquel lugar le agradaba tan poco como a Héctor.

—Es horrible —dijo Ricardo con el ceño fruncido.

—No me gusta este sitio —murmuró Héctor. Y no se refería sólo a la catedral, sino a la ciudad en conjunto. Hasta las montañas eran monstruosas, parecían más el esqueleto de un animal muerto que una auténtica cordillera.

De repente oyeron gritos desde la plaza. Los otros los habían visto al fin. El chico del pijama hacía señas en su dirección, agitando los brazos y saltando al borde de la fuente de forma tan alocada que Héctor temió que fuera a caerse dentro. No entendía ni una sola palabra de lo que decía. Hablaba en un idioma extraño, musical y brusco a un mismo tiempo. No se parecía a ningún lenguaje que hubiera escuchado antes y, a la vez, le traía recuerdos de todos.

Los otros dos muchachos los observaban alerta. Uno era un joven negro, tan alto y fornido que por un momento Héctor lo tomó por un adulto. Nunca había visto a nadie de piel tan oscura. El otro era un chaval de estatura mediana, con grandes gafas de pasta gris y el pelo moreno corto y rizado. La chica del vestido negro se acercó más a ellos al verlos aparecer.

—¡¿Os ha traído Denéstor?! —preguntó Héctor, haciendo bocina con las manos y olvidándose ya de toda precaución.

El del pijama asintió con fuerza, dijo algo en aquel lenguaje incomprensible y bajó de la fuente de un salto. Parecía a punto de echar a correr hacia ellos, pero el joven negro le puso una mano en el hombro y lo detuvo con firmeza. Hablaron un momento, luego el rubio se giró otra vez hacia ellos y les hizo gestos para que se aproximaran. Héctor pudo ver que los estampados blancos de su pijama eran borreguitos.

Hacia allí fueron, con Natalia y su palo en cabeza.

—Denéstor Tul —dijo Ricardo cuando entraron en la plaza. Levantó las manos, como para dar a entender que no tenían ninguna mala intención—. Nos trajo Denéstor Tul.

El muchacho negro asintió y señaló hacia la fuente a su espalda. Luego hizo un gesto con las manos, como si se llevara un vaso invisible a los labios y le pegara un buen trago. Volvió a señalar a la fuente y les dedicó una gran sonrisa.

Ricardo miró a Héctor de reojo.

—Quiere que bebamos —le dijo.

Él asintió y contempló la fuente, suspicaz. El cuerpo central era una escultura de cinco metros de alto, formado por una maraña de serpientes esculpidas en piedra, enredadas unas a otras en confuso desorden. Sólo los cuellos y las cabezas sobresalían de aquel caos. Era de sus mandíbulas entreabiertas de donde manaba el agua que llenaba la pila de la fuente.

—¿Habláis mi idioma? —preguntó Héctor. Ninguno respondió, se limitaron a mirarle y a indicar por gestos que bebieran de la fuente.

Ricardo le tomó el relevo y se dirigió a ellos en tres lenguas diferentes, pero lo único que logró fue que, a cada una de sus frases, ellos repitieran el mismo ademán, hecho cada vez con más insistencia. El rubio del pijama puso los ojos en blanco, como si le resultara sorprendente que no entendieran algo tan simple. Se acercó a Ricardo, le asió del antebrazo y tiró de él hacia la fuente sin dejar de hablar en aquella extraña jerigonza.

Mientras se acercaban a la pila, Héctor aprovechó para mirar de reojo a la joven del vestido negro. Tenía unos ojos preciosos, de un claro color azul con destellos violeta. Nunca había visto unos ojos semejantes. Por un segundo, Héctor sintió que aquella mirada lo arrancaba del suelo y lo mantenía en suspenso sobre la plaza. Sacudió la cabeza, turbado por aquella extraña sensación, y siguió su camino. El corazón le latía con fuerza.

Ricardo cedió al fin y bebió de la fuente, haciendo cuenco con las palmas de las manos. Abrió desmesuradamente los ojos en cuanto dio el primer sorbo, como si el sabor le hubiera cogido por sorpresa. Retrocedió un paso. Luego dijo algo con voz temblorosa. Y esta vez no habló en ruso ni en inglés: habló en el mismo idioma que los otros. El chaval del pijama celebró lo ocurrido dando una palmada y soltando una larga frase en ese mismo lenguaje. Ricardo asintió, le temblaba un poco el labio inferior.

«Magia», se dijo Héctor mientras contemplaba la superficie del agua de la fuente. El reflejo de su rostro le devolvió la mirada. «Si bebo entraré en el juego de Denéstor», pensó. «Será como firmar un nuevo contrato».

Natalia fue la siguiente en beber. Lo hizo de manera destemplada, como si quisiera quitarse de encima cuanto antes una obligación engorrosa. Se secó los labios con la manga del jersey y pronunció sus primeras palabras en la nueva lengua. Héctor no tenía modo de saber qué había dicho, pero por la expresión del resto debió de ser algo muy llamativo.

Suspiró y se acercó a la fuente. Tenía que beber, no le quedaba otro remedio. Retrasarlo era demorar lo inevitable.

Metió ambas manos en el agua. Estaba fresca sin llegar a ser fría. Sacó las manos y dejó que el agua se le escurriera entre los dedos. Las alzó entonces hacia el chorro que caía de la boca de serpiente más cercana y luego, sin tener muy claro si estaba haciendo lo correcto o no, bebió al fin. Sintió que el líquido no sólo bajaba hacia su garganta, sino que se extendía en ondas concéntricas por todo su cuerpo. Dio dos pasos hacia atrás. Algo ocurría con sus pensamientos. Dejó de pensar en su idioma natal para hacerlo en aquella nueva lengua. Se dio la vuelta, asombrado. Las palabras que los otros pronunciaban comenzaban a tener sentido para él. Estaba impresionado aun a pesar de que sabía lo que iba a ocurrir. Aquello era magia. Magia de verdad.

—Tómatelo con calma, chaval —le estaba diciendo el joven negro—. Es un poco chocante al principio.

—¿Chocante? Es increíble —dijo Héctor, y se quedó tan pasmado al pronunciar esas palabras en un idioma que hasta hacía unos segundos le era desconocido, que se tapó la boca con ambas manos. Las apartó despacio y repitió—: Es increíble, increíble, esto es imposible. No puede ser… —estaba casi en shock.

—¡Claro que lo es! —le gritó eufórico el rubio del pijama mientras le daba una fuerte palmada en la espalda—. ¡Estamos en Rocavarancolia, el más mágico de los reinos mágicos! ¿No te lo dijo Denéstor? ¡Le ayudaremos a convertir este sitio en un lugar maravilloso! ¡Y nosotros nos convertiremos en grandes magos!

—Este sitio apesta —Natalia lo fulminó con la mirada—. Denéstor nos ha engañado. Y si no lo ves es que eres tan tonto como aparentas.

—¡Oye! —le espetó el otro—. ¿A ti qué es lo que te pasa?

—Es por el pijama, Adrián —le dijo el chico negro, cruzándose de brazos y sonriendo conciliador—. Resulta muy poco serio.

—No es culpa mía, ¿vale? Es un regalo de mi abuela. Y Denéstor no me dio tiempo a cambiarme.

—He olvidado todos los idiomas que sabía —dijo de repente Ricardo. Tenía el rostro desencajado y se retorcía las manos con auténtico fervor—. No… no recuerdo ni una sola palabra de ellos…

—Parece tratarse de un efecto secundario inherente a beber el agua hechizada —le explicó el joven de gafas de pasta. Hablaba muy despacio y pronunciaba cada palabra con mucho cuidado—. Al aprender el lenguaje de la fuente, todos los conocimientos que puedas poseer de otras lenguas se desvanecen. Tal vez el nuevo idioma necesite ocupar el espacio cerebral que antes estaba reservado a los antiguos.

—Siempre habla así de raro —le susurró el muchacho del pijama de borreguitos a Héctor.

Héctor intentó pensar en inglés, pero no lo consiguió. Lo único que acudía a su mente eran palabras en aquella nueva lengua.

—Los he olvidado… —repitió Ricardo con un hilo de voz. Miró a su alrededor, ansioso, como si esperara toparse con los idiomas perdidos huyendo por la plaza—. Se han ido, ya no están…

—Nos ha pasado a todos —dijo entonces la joven de negro, mirando a Ricardo con una tímida sonrisa en los labios. Hablaba muy bajo, casi en un susurro. Se acercó despacio hacia él—. Mírame a mí. Sabía francés, inglés y algo de español y ahora no recuerdo ni una sola palabra de ninguno —le tendió la mano con una elegancia exquisita—. Me llamo Marina —se presentó.

—Ricardo —dijo él y sacudió la cabeza sin hacer caso a la mano tendida que la muchacha acabó retirando, azorada—. ¡Es increíble! Ni siquiera mi nombre suena igual que antes. ¡No recuerdo cómo era, pero no era así!

—Pues no te va a quedar más remedio que acostumbrarte —le aconsejó el rubio del pijama—. Yo soy Adrián, de Copenhague. Y este de aquí es Bruno, creo que me ha dicho que es de Roma —señaló al joven de gafas, que casi se puso firme al escuchar su nombre—. Me lo encontré al poco de despertarme, y vaya susto que me dio. Estaba inmóvil ante mi puerta, quieto como una estatua —les dedicó una sonrisa de oreja a oreja—. ¿Y vosotros quiénes sois? ¿De dónde venís? ¿Qué os ha contado Denéstor Tul? ¡Ay! ¡Perdonadme! ¡Estoy tan emocionado!

—Yo soy Héctor —se presentó éste y, siguiendo la tónica inaugurada por Adrián, dijo el nombre del pequeño pueblo estadounidense donde vivía—. Y la simpática muchacha del palo es Natalia…

—Natalia Denisova Shalikov —se apresuró a completar ella, sin demasiado entusiasmo—. Rusa.

—Yo me llamo Marco, Marco Kretschmann —se presentó por último el joven negro—. Y soy alemán. Nací cerca de Munich, aunque he vivido toda mi vida en Berlín.

—Tú eres francesa, ¿verdad? —le preguntó Adrián a Marina.

—Sí, soy de París. ¿Tanto se me nota?

Antes de que el muchacho pudiera contestar, Natalia le interrumpió:

—Vale, todos tenemos nombres y sabemos de dónde venimos —gruñó—. Lo que importa ahora es averiguar dónde estamos y cómo salimos de aquí.

—¡Estamos en Rocavarancolia! ¡El más mágico de los reinos mágicos! —le respondió Adrián, exultante. Aquellas continuas muestras de euforia comenzaban a molestar a Héctor—. ¿Y salir de aquí? ¿¡Qué tontería es ésa!? ¿Quién va a querer marcharse de aquí?

—Si vuelves a chillarme en el oído, te las verás con mi palo —le advirtió Natalia, con el gesto crispado.

—Permíteme decirte que empiezas a resultarme cargante —le soltó Adrián con los brazos en jarra—. Imagino que Denéstor te lo dejó claro, ¿no? ¡Tenemos una dura tarea por delante! ¡Levantar el reino y convertirnos en magos!

—¿Te dijo en algún momento que iba a convertirnos en magos? —le preguntó Ricardo.

—No… Habló de potencial y de…

—¡Habló de tonterías! —le cortó Natalia.

—Entonces ¿por qué estás aquí, listilla? —le preguntó Adrián con desdén—. ¿Cómo te convenció para que vinieras?

Natalia resopló pero no contestó a su pregunta.

—El humo de su pipa aturde —dijo Héctor y todos se giraron hacia él. Nunca le había gustado ser el centro de atención y se le enrojecieron hasta las orejas, más si cabe al darse cuenta del interés con el que lo miraba Marina—. Y… bueno, no sé con vosotros, pero conmigo no paró de fumar y fumar… Creía que soñaba, que lo que estaba pasando no era real. No sabía ni donde tenía la cabeza. Acepté venir con él, pero no tenía muy claro lo que estaba haciendo… Luego vino mi hermana y Denéstor llamó a esos pajarracos de trapo…

—¿Pájaros de trapo? —preguntó Ricardo con el entrecejo fruncido—. Cuando Denéstor Tul y yo desaparecimos me pareció ver una bandada de pájaros negros acercándose a mi ventana.

—Son suyos. Él los invocó.

Héctor les contó entonces cómo Denéstor había usado a aquellos espantos alados para borrar todos los recuerdos que alguien pudiera tener de él.

—¿Nos han olvidado? —preguntó Marina, llevándose una mano al pecho. Había empalidecido—. ¿Mis padres no se acuerdan de mí?

Antes de que Héctor pudiera responder, Bruno se le adelantó:

—Es lógico suponer que si Denéstor lo hizo con él, debió de hacer lo mismo con el resto. Sospecho que la bandada de pájaros que Ricardo vio antes de desvanecerse se preparaba para borrar todo rastro de su existencia.

—Nos han borrado —murmuró Marco, dándose golpecitos en el labio superior y mirando pensativo hacia arriba—. Qué cosa tan curiosa…

—Vale, vale, vale. Pensadlo y veréis que no es tan raro —dijo Adrián. Se subió de nuevo de un salto al borde de la fuente—. Yo prefiero que mi familia no se acuerde de mí mientras estoy aquí —dijo—. Así no estarán preocupados buscándome por todas partes, pobres, lo pasarían fatal. Seguro que cuando volvamos a casa les devuelven los recuerdos a todos.

Héctor no estaba nada convencido de ello; la actitud y las palabras de Denéstor al invocar a los espantos de trapo le hacían sospechar que se trataba de algo permanente, sin vuelta atrás, pero decidió que era más sensato callarse su opinión. Decir eso sólo lograría poner más nerviosos a los demás. La explicación de Adrián sonaba convincente y parecía haber tranquilizado un poco los ánimos.

—Lo que está claro es que esto no es como me lo imaginaba —comentó Marco, cruzándose de brazos. El muchacho alemán era enorme, empequeñecía hasta al propio Ricardo, tanto en altura como en complexión atlética—. No —continuó—. No se parece ni de lejos. Y además, nos han dejado tirados en mitad de la nada… Si se supone que somos importantes, ¿por qué hacen eso? ¿No debería haber alguien con nosotros? ¿Alguien de la organización o algo por el estilo?

Héctor recordó entonces la voz que le había despertado. Había dicho algo sobre un discurso. ¿O no había sido más que un sueño?

—Hay movimiento en el castillo —anunció Bruno.

—¿Castillo? —preguntó Héctor—. ¿Hay un castillo?

—En la montaña —dijo Marco señalando hacia arriba—. Se ha encendido una luz en una torre.

A Héctor le costó distinguir el lugar señalado ya que el color de los muros y torreones de la construcción era idéntico al de la montaña. El castillo se levantaba sobre un amplio saliente situado en el primer tercio del camino hacia la cumbre. Contaba con cuatro torres, tres en el edificio principal y una cuarta tan separada de éste que quizá no formara parte realmente del castillo; hasta se apoyaba en otro promontorio diferente de la montaña.

Era en lo alto de la torre central de la fortaleza donde se podía ver un chispazo verde oscilando de izquierda a derecha. Todos miraban hacia allá.

—¿Será una señal para que nos acerquemos? —preguntó Adrián en voz baja.

—Lo ignoro —contestó Bruno. Miraba con atención el destello, sin parpadear apenas.

—Si fuera una señal, sería algo más llamativo, ¿no creéis? No un chispazo de mala muerte —dijo Marco.

—¡Se mueve! —gritó Natalia.

Así era. El destello esmeralda había comenzado a girar alrededor de la torre, cada vez más y más rápido, hasta que de pronto viró hacia la izquierda y salió despedido en dirección a la ciudad. En apenas unos minutos dejó atrás la montaña y se adentró sobre las ruinas de aquel lugar desolado, acercándose hacia la plaza. Pronto pudieron verla con más claridad: era una esfera de gran tamaño, translúcida, de un tenue tono verde.

—¡Eso sí que es magia! —gritó Adrián bajando de la fuente de un salto. Estaba tan entusiasmado como un niño que pisa por primera vez un parque de atracciones.

—Hay gente dentro —murmuró Ricardo.

Héctor se colocó una mano sobre la frente a modo de visera. Ricardo tenía razón. En el interior de aquella cosa viajaban dos personas. Las pudieron ver mejor cuando la esfera entró al fin en la plaza y, tras un brusco frenazo, se detuvo sobre una torreta medio derruida situada a unos veinte metros de la fuente de las serpientes. Un resplandor esmeralda bañó aquel edificio y buena parte de la plaza, dando a la escena un tono entre fantasmagórico y submarino. Los muchachos se acercaron los unos a los otros, despacio, sin apartar la vista de aquella burbuja y sus ocupantes. Se respiraba una atmósfera mezcla de expectación y miedo.

En la esfera viajaban dos mujeres. Una de ellas era delgada y esbelta, de cara ovalada y expresión dulce y melancólica. Iba vestida con un elegante traje de noche completamente verde, hasta su mismo cabello, largo y bien cuidado, era de ese color, idéntico también al de la esfera. La segunda mujer en nada se parecía a la primera. Era bajita y rechoncha, y su vestimenta se reducía a una especie de sayo de tela basta que más parecía un saco que ropa. Su pelo castaño se aferraba a su cabeza como un helecho moribundo, la mandíbula era prominente y cuadrada, la nariz chata, los ojos desiguales, uno era enorme mientras el otro no era sino una estrecha rendija malévola.

—¡Qué mujer más fea! —gritó Natalia.

Héctor la miró espantado. Hacía apenas quince minutos que la conocía y ya le había quedado claro que Natalia no se detenía a pensar en las consecuencias de lo que pudiera hacer o decir. Por suerte, las ocupantes de la esfera o no la oyeron o fingieron no hacerlo.

—¡Escuchadme todos! —exclamó la mujer baja en el idioma que acababan de aprender. Su voz resonaba y burbujeaba como si tuviera la boca llena de alquitrán caliente—. ¡Soy dama Desgarro, comandante de los ejércitos del reino y custodia del Panteón Real, y estoy aquí para daros la bienvenida a Rocavarancolia! Debería ser nuestro bienamado regente quien se dirigiera a vosotros, pero por desgracia su precario estado de salud se lo impide. Seré breve porque no tengo mucho más que añadir a lo que ya os ha contado Denéstor Tul.

»Lo primero que debo decir es que estáis aquí por vuestra propia voluntad. ¡Nadie, absolutamente nadie, os ha obligado a venir! Puede que alberguéis dudas al respecto, puede que penséis que de algún modo Denéstor Tul influyó en vuestra decisión… Sin embargo, sólo serán intentos estúpidos de negar la verdad. Estáis aquí, en Rocavarancolia, porque así lo habéis querido.

Natalia parecía a punto de interrumpirla pero Ricardo lo evitó tapándole la boca con firmeza. Le susurró algo al oído, unas palabras rápidas que hicieron que ella frunciera el ceño y asintiera con la cabeza. Cuando el muchacho retiró la mano, la joven permaneció en silencio, observando la esfera con aire sombrío.

—Esta ciudad devastada será vuestro hogar de ahora en adelante —siguió diciendo aquella mujer horrible con su voz burbujeante—. Enfrentaos a vuestra vida aquí como mejor podáis. Seguid juntos si es vuestro deseo o buscad vuestro destino por separado, sin contar con los demás. Tanto da una cosa como la otra… El único consejo que puedo daros es muy simple: manteneos vivos todo el tiempo que podáis. Y es un consejo difícil de seguir, os lo aseguro. Porque esta ciudad hará todo lo posible por mataros. Y no lo hará por crueldad, no. Lo hará porque ése es su deber.

—¿Matarnos? —preguntó Adrián tirando de la manga a Marco—. ¿Dice que la ciudad quiere matarnos?

El otro le hizo callar con un gesto. Dama Desgarro continuaba hablando:

—El tiempo de la cosecha ya ha pasado. Ahora llega la hora de la criba, la hora de separar el grano de la paja. Y de eso se encargará Rocavarancolia. Sólo aquellos que sean dignos de servir al reino sobrevivirán. El resto verá cómo sus huesos se pelan al sol en esta ciudad arruinada. En treinta años nadie ha merecido ser digno del alto honor de servir a Rocavarancolia. En treinta años nadie ha vivido lo suficiente como para ver la Luna Roja…

Héctor no podía apartar la vista de dama Desgarro. Sus palabras eran hipnóticas, su borboteante viscosidad lo llenaba todo.

—Hubo un tiempo en que la cosecha significaba algo… Cientos de jóvenes se apiñaban en las plazas y en las calles de la ciudad, ansiosos por comenzar el largo camino que los conduciría a la gloria o a la muerte. Cientos os digo… Valientes y dispuestos a todo… —hizo una mueca de desprecio que aún desfiguró más sus rasgos. Su ojo abierto se abrió de una manera tan desmesurada que dio la impresión de que el globo ocular iba a rodar cuenca abajo—. Y ahora… ¿qué tengo ante mí? Doce niñatos muertos de miedo…

—Doce… —murmuraron a un mismo tiempo Ricardo y Marco. En aquellos momentos eran siete en la plaza. En alguna parte debía haber otros cinco muchachos.

—Y dicen que debemos estar contentos, que desde hacía años la cosecha no era tan fructífera. Dicen que debemos tener esperanza… —soltó una carcajada sin rastro alguno de humor. Su cabeza pareció brincar ligeramente, como si no estuviera del todo pegada al cuello—. Necios… —escupió.

—Su garganta —susurró Marco—. ¿Habéis visto su garganta?

Héctor entrecerró los ojos. Una gran cicatriz recorría el cuello de la mujer de lado a lado. Y no era la única marca, un sinfín de cicatrices surcaban sus manos, brazos y piernas.

—Dama Desgarro… —murmuró Héctor, con un nudo en el estómago. Desde luego, hacía justicia a su nombre.

—Necios, sí —prosiguió la mujer marcada—. Porque sólo los necios se aferran a la esperanza cuando todo está perdido. Desde hace años ni uno solo de los cachorros de Denéstor ha vivido lo suficiente como para resultarnos útil. ¿Por qué iba a ser diferente ahora? —suspiró, y el sonido de su suspiro fue como el gruñido de una bestia cansada—. Pero lo que yo piense no importa. Lo realmente importante es que estáis aquí: en Rocavarancolia.

»Sólo hay tres lugares que os están prohibidos: el edificio rojo de las afueras, el cementerio de la hondonada y, por supuesto, el castillo en la montaña. El resto de la ciudad es vuestro: alojaos donde queráis, usad lo que encontréis como se os antoje…

»Pero tened cuidado. Rocavarancolia está plagada de peligros. Todavía quedan maldiciones activas en los lugares más insospechados, entre ellas hechizos letales que os matarán al instante o sortilegios de demencia que os volverán el cerebro del revés… Y ni siquiera nosotros sabemos qué extrañas criaturas campan entre las ruinas. Aquí la muerte tiene mil rostros diferentes, no lo olvidéis jamás, no os confiéis o estaréis perdidos. Esta ciudad podrá ser vuestro hogar, pero nunca será vuestra amiga. Existe para probaros.

—Un sitio encantador —murmuró Ricardo. Le temblaba la voz.

—Rocavarancolia está situada entre la cordillera que queda a vuestra espalda y los acantilados del este. No hay otro modo de salir de aquí que atravesar los tortuosos pasos de las montañas. Son la única salida de la ciudad. Y si alguno quiere tomarla puede hacerlo, nadie se lo impedirá, aunque debo advertiros que con eso sólo cambiaréis una muerte más que probable por una muerte del todo segura. Porque tras las montañas se encuentra el desierto Malyadar, donde nada vivo puede sobrevivir mucho tiempo; es un erial que se extiende durante jornadas y jornadas en todas direcciones, un vasto infierno en el que ni siquiera los dragones se atrevían a entrar… Tendríais las mismas posibilidades de sobrevivir si saltarais desde los acantilados.

Dama Desgarro es tan, pero tan dramática…, dijo de pronto una voz en la cabeza de Héctor, la misma que le había despertado en la mazmorra.

El muchacho dio un respingo y miró a su alrededor, sobresaltado.

Estoy en la esfera. Soy la guapa, la que no está hecha trizas.

La mujer de verde parecía mirarlo directamente. Era hermosa, pero su belleza tenía un aire triste, un aura de pesadumbre que ni siquiera la sonrisa de sus labios lograba suavizar. Héctor balbuceó algo que sonó como un eructo entrecortado y dio un paso hacia atrás, chocando contra Ricardo, que ni se inmutó de tan absorto como estaba.

Tranquilízate, Héctor. Nadie sabe que estoy en tu cabeza y, por nuestro bien, nadie debe saberlo. Así que relájate y escucha.

Miró de reojo al resto de sus compañeros. Todos seguían atentos al discurso de la mujer marcada, ajenos por completo a la persona que hablaba en su mente. Héctor estaba tan nervioso que los dientes le castañeteaban.

Soy dama Serena, la consorte de la nada y la ausencia, el espectro de la vigésima sexta reina de Rocavarancolia…, se presentó la voz. Y aunque está terminantemente prohibido, estoy aquí para ayudarte. Eres lo más importante que le ha sucedido a Rocavarancolia en treinta años. Y si el reino quiere sobrevivir, te necesitamos vivo.

Así que vamos a hacer trampas.

Héctor tenía la garganta seca. Dama Desgarro seguía hablando, pero él ya no la oía, sólo podía prestar atención a esa voz que llenaba su cerebro, a esa voz que decía venir, ni más ni menos, que de un fantasma. Y no le quedaba más remedio que creerla. La figura de la mujer esmeralda se transparentaba ligeramente y daba toda la impresión de ser menos densa de lo que debería. Dama Serena no dejaba de moverse, sus manos se desplazaban despacio por toda la superficie de la esfera, acariciándola. El joven comprendió que era ella quien había creado aquella burbuja de luz verde que las había traído desde el castillo.

Pero intentar mantenerte con vida va a ser una empresa complicada, se proyectó en su mente. Vas a tener que poner mucho de tu parte para conseguirlo. Y por desgracia mi ayuda va a ser mínima, y no por gusto, te lo aseguro… Si alguien descubre lo que estoy haciendo estaremos perdidos. A ti te matarán y a mí me desterrarán de Rocavarancolia. Es la ley. Por eso debes guardar absoluto silencio. Por eso no debes contarle a nadie, absolutamente a nadie, lo que estoy apunto de hacer… Porque en esta ciudad hasta el mismo viento tiene oídos.

Alguien resopló junto a Héctor, sobresaltándolo. Era Adrián.

—¡Basta! ¡Basta ya! —gritó dando un paso adelante y señalando con rabia hacia la esfera de luz. Se notaba que estaba aterrado, pero Héctor no pudo menos que admirarle por sobreponerse a su miedo y dar ese paso al frente.

Dama Desgarro lo miró desde lo alto con expresión de divertida curiosidad.

—¡Quiero volver a casa! ¿Me oyes? ¡Quiero regresar a mi casa! —exclamó Adrián con el tono de voz de un niño que no está acostumbrado a que le lleven la contraria—. ¡Esto ya no es divertido! ¡Denéstor no dijo que pudiéramos morir!

Dama Desgarro sonrió y fue la sonrisa más perturbadora que Héctor había visto jamás. Una lengua amoratada se movió con la rapidez de una serpiente entre sus labios.

—¿No te lo dijo? —preguntó imitando el tono de voz de Adrián. El efecto fue aterrador, el gorgoteo horripilante de un monstruo enfermo—. Todo lo que está vivo puede morir, mi joven amigo. Absolutamente todo… Denéstor no te advirtió de que podías morir aquí del mismo modo que no te advirtió de que te mojarías si llueve o de que debes respirar para mantenerte vivo…

Adrián balbuceó algo incomprensible y dio un paso atrás. El labio inferior le temblaba de manera incontrolada, parecía a punto de echarse a llorar. Alguien le pasó un brazo sobre los hombros.

No te encariñes demasiado con tus compañeros, Héctor, dijo la voz en su cabeza. Como bien dice dama Desgarro, la mayoría morirá pronto…

Pero debemos apresurarnos. Para el hechizo que voy a realizar es necesario tener contacto visual con el objetivo y no tenemos mucho tiempo. Mi compañera pronto terminará su discurso y será la hora de regresar al castillo.

—¿Qué vas a…?

Silencio, Héctor. Silencio, le cortó la voz. Voy a hacer magia. Un hechizo sólo para ti. Es arriesgado, pero necesario. En la ciudad hay criaturas tan sensibles a la magia que son capaces de detectar el sortilegio más minúsculo, pese a todo, hoy no les debería resultar fácil hacerlo. La apertura del vórtice que unió nuestros mundos ha creado tal tormenta mística que ahora mismo Rocavarancolia hierve de magia por sus cuatro costados…

Así que respira hondo, Héctor, porque lo que viene a continuación no va a ser agradable.

—Y yo os miro y no veo más que debilidad y miedo —estaba diciendo dama Desgarro en lo que parecía la parte final de su discurso—. Os miro y no veo más que cadáveres que aún no saben que están muertos… Ojalá me equivoque. Ojalá consigáis lo imposible…

Algo entró en la mente de Héctor. Era una ola densa y abrumadora, una sombra reluciente que se extendió por su cabeza como una bocanada de humo grasiento. Durante un segundo tuvo dificultades para pensar. Al segundo siguiente ya no sabía ni quién era. Su identidad, su ser, hasta el último de sus pensamientos se habían perdido en la niebla negra que llenaba su cerebro. Hasta que de pronto esa oscuridad invasora se fue condensando y ganando cuerpo. Héctor volvió a recuperar la noción de sí mismo y, a la vez, sintió cómo la conciencia se le escapaba.

«No. No. No… Por favor. No puedo desmayarme otra…».