El Consejo Real

El Consejo Real

Héctor se hallaba sumido en un cansino letargo. No estaba dormido, pero tampoco despierto. La cabeza le palpitaba sordamente y sentía los brazos y piernas pesados y densos, como si estuvieran recubiertos de plomo. A pesar de tener los ojos entreabiertos no veía más que sombras. De pronto escuchó voces aproximándose. Hablaban en un idioma que le resultaba desconocido.

Entre las tinieblas flotaron de repente dos rostros difusos, uno de ellos era demasiado grande como para ser humano, el otro parecía el de Denéstor Tul, aunque no hubiera podido asegurarlo a ciencia cierta. Ambos sostenían una agitada conversación y Héctor, pese a no entender ni una sola palabra, intuyó que hablaban de él. Al cabo de unos minutos, el que bien podía ser Denéstor se alejó de allí. El otro se marchó poco después. Había algo extraño en su forma de caminar, un curioso tambaleo.

Poco a poco, las sombras en su mente se fueron disipando. Se encontraba en un lugar frío y tenebroso, acostado en un incómodo camastro. Apenas podía moverse.

Fuera llovía con fuerza y de cuando en cuando se escuchaba el retumbar de un trueno.

De pronto se percató de que algo reptaba por su antebrazo. Durante un segundo pensó que era un mosquito enorme, pero luego se dio cuenta de que se trataba de una jeringuilla de madera, de unos seis centímetros de largo, con una aguja corta de cristal en un extremo.

Aquella cosa se desplazaba sobre su brazo remangado como un gusano por el tallo de una planta. Intentó moverse para espantarla, pero su cuerpo no respondió. La jeringuilla se levantó ligeramente al llegar a la altura de la articulación del codo, cabeceó y acto seguido hundió su aguja en una vena. Héctor no sintió dolor alguno, sólo una sensación de desagradable frialdad extendiéndose en torno al pinchazo. La jeringuilla se mantuvo inclinada sobre su carne durante un largo minuto. Luego desplegó dos alas transparentes y echó a volar bamboleándose de un lado a otro, como si le costara un gran esfuerzo desplazarse.

«Va llena de mi sangre», pensó Héctor, aturdido. Intentó seguirla con la mirada, pero llegó un momento en el que le resultó imposible hacerlo sin incorporarse, y su cuerpo seguía empeñado en no obedecerlo.

Aquello era tan absurdo que no podía estar pasando. Un hombrecillo color ceniza le había engañado para que abandonara su mundo. Y si debía creerle, sus criaturas, esos horribles cuervos, habían borrado todo rastro de su existencia en la Tierra. Era una locura. Una completa locura. Tenía que hacer algo: salir de allí, buscar ayuda.

Hizo un supremo esfuerzo y rodó sobre sí mismo hasta caer del camastro. El golpetazo contra el suelo fue mayúsculo pero apenas sintió dolor. Sus sentidos, sus nervios, todo su ser en definitiva parecía anestesiado. ¿Podía ser efecto del humo de la pipa de Denéstor Tul? Quizá. O quizá le habían suministrado algún tipo de narcótico para mantenerlo sedado. Después de mucho esfuerzo consiguió levantarse. Se sentía débil y mareado. Miró a su alrededor, con una mano apoyada en la cama, un simple jergón de madera.

La habitación era pequeña y húmeda, sin muebles ni adornos, y estaba iluminada por un par de mortecinas antorchas. El suelo era de piedra basta y las paredes habían sido construidas con grandes bloques de roca. Héctor pensó que aquel lugar tenía todo el aspecto de un calabozo. Respiró despacio. En la pared a su izquierda había un portón de madera reforzada con planchas de hierro. Estaba entreabierto, aunque no lo suficiente como para ver qué había al otro lado.

Dio un paso vacilante hacia allí sin dejar de apoyarse en el muro. Tenía la vista nublada y la boca le sabía a rayos. Definitivamente, le habían dado algo para mantenerlo inconsciente; pero fuera lo que fuera estaba dejando de surtir efecto. Atisbo por el hueco de la puerta. Daba a un pasillo en sombras, una estrecha y larga galería de techo abovedado. Frente a él descubrió un portón idéntico a aquél desde el que se asomaba y otro más unos metros adelante.

No se veía a nadie, ni se escuchaba otro sonido que el de la tormenta. Se arriesgó a abrir un poco la puerta y salió fuera.

—Esto no puede estar pasando —murmuró.

Avanzó despacio por el piso encharcado, pegado a la pared y alerta al menor ruido. Estaba descalzo y a cada paso que daba se le clavaban piedras en las plantas de los pies, pero eso no lo detuvo. Tenía que escapar. Las tinieblas se arremolinaban en el pasillo como algo vivo y malévolo. Aquel lugar no podía ser más tétrico.

Cuando se acercaba a una curva del pasillo, escuchó pasos que avanzaban en su dirección. Héctor se detuvo, aterrado. Luego recordó que acababa de dejar atrás una puerta entreabierta. Retrocedió hasta ella, veloz, la abrió y se coló dentro. Una fuerte corriente de aire frío lo envolvió al momento. Apenas tuvo tiempo de echar un apresurado vistazo en derredor, pero la habitación, por suerte, parecía desierta.

Cerró el portón despacio, intentando no hacer ruido. Los pasos se oían cada vez más cerca, y sonaban tan erráticos y descompasados que resultaba difícil saber si correspondían a dos personas o tan sólo a una. Contuvo la respiración, con la frente pegada a la puerta y los ojos cerrados. Unos segundos después escuchó los pasos al otro lado y el rumor de una voz que parecía estar hablando consigo misma. Pronto ambos sonidos se perdieron en la distancia. Héctor respiró aliviado, abrió los ojos y, tras hacer un supremo esfuerzo por serenarse, miró a su alrededor. La estancia a la que había ido a parar era idéntica a aquella en la que había despertado, salvo en un importante detalle: buena parte de la pared frente a la puerta se había derrumbado y a su través se veía el exterior. Fuera se extendía la noche, la tormenta, y las sombras de varios edificios, agazapados como bestias inmensas.

Héctor se acercó despacio a la brecha. La lluvia no tardó en calarle hasta los huesos, pero ni siquiera le prestó atención. Se asomó con precaución. La fachada daba a una callejuela mal empedrada, y aunque apenas le separaban cuatro metros del suelo, sintió tal ataque de angustia que se vio forzado a retroceder. Héctor tenía vértigo; lo sufría desde siempre y nunca había encontrado la manera de luchar contra él: sencillamente era algo superior a sus fuerzas. Se mordió el labio inferior y se obligó a examinar la pared que bajaba a la calle. La separación entre los ladrillos era más que suficiente para que una persona en un estado físico aceptable fuera capaz de descender con facilidad. Frunció el ceño. Aunque lograra sobreponerse al vértigo, cosa que dudaba, ése no era su caso. Estaba en tan mala forma que nunca podría conseguirlo. Y menos con aquella tormenta. Nada más poner un pie en la pared resbalaría y se abriría la cabeza contra el suelo, estaba convencido.

Resopló. No le quedaba más opción que buscar otra salida; con vértigo o sin él, nunca sería capaz de bajar por aquella pared. Se giró hacia la puerta, armándose de valor para salir de nuevo al pasillo. Y fue entonces cuando descubrió que no estaba solo en la habitación. Había alguien en el camastro situado junto a la pared opuesta a la grieta. Era una muchacha morena, de tez pálida, con un vestido negro de amplio vuelo. Yacía de costado y su cabello se derramaba sobre el lecho como un charco de sangre oscura. Apenas podía distinguir sus rasgos en la semioscuridad y mucho menos saber si estaba dormida o muerta.

Dio un paso vacilante hacia ella justo en el momento en que un relámpago iluminaba con violencia la estancia. El corazón se le disparó en el pecho. Era preciosa. Sólo había podido verla durante un instante, pero aquel rostro pequeño y redondo, de rasgos delicados, se le quedó grabado a fuego en la mente.

¿Denéstor Tul la habría engañado también? ¿Sería otra prisionera allí? Era absurdo. ¿Quién en su sano juicio encerraría a alguien en una celda con una pared reventada? Recordó entonces que la puerta de su propia mazmorra tampoco estaba cerrada. ¿Tanto habían confiado en lo que le hubieran dado para mantenerlo dormido? ¿O había algo más? No sabía qué hacer. Una gota de agua cayó sobre la frente de la muchacha y Héctor vio cómo sus labios temblaban ligeramente.

Miró indeciso hacia la puerta. ¿Qué debía hacer? ¿Escapar y dejarla allí? ¿Despertarla? Y de pronto, de forma tan repentina como absurda, le vino a la cabeza el cuento de la bella durmiente y se imaginó a sí mismo despertándola con un beso en los labios. Se sintió estúpido por tener semejante ocurrencia, pero no pudo evitarlo. Aquella muchacha parecía exactamente eso: un personaje escapado de un cuento, una princesa vestida de negro que había sucumbido a un hechizo maligno. De nuevo un relámpago iluminó la mazmorra y el rostro de la joven se llenó de luz. Sin saber muy bien lo que hacía, Héctor alargó una mano hacia su mejilla. Tenía que tocarla, tenía que asegurarse de que era real.

—¿Quién eres? —le preguntó en un susurro.

Y en ese mismo instante, la puerta de la mazmorra se abrió de un golpe. Héctor dio un grito y se giró con tal rapidez que a punto estuvo de caer al suelo. Por un momento no vio nada en el umbral. Luego algo entró despacio en la habitación, pero lo hizo desde arriba, caminando por el techo. Aquello cruzó con dificultad el dintel de la puerta. Primero pasó una pierna, y luego otra, y una tercera, y una cuarta. Y un brazo. Y otro. Y dos más.

Héctor retrocedió un paso. Una cabeza cubierta de un largo vello verdoso le observaba invertida desde el techo, en medio de aquel caos de extremidades que se balanceaban. No podía creer lo que estaba viendo. Era una araña inmensa, una araña de aspecto humano vestida con una levita gris remendada. Y llevaba un monóculo diferente en cada uno de sus ocho ojos.

—Un caballero no entra en la alcoba de una dama sin ser invitado —susurró aquella cosa bamboleándose en el techo. Sopló sobre la palma de una de sus manos peludas y una nube de polvo iridiscente rodeó a Héctor al instante.

«Otra vez no», alcanzó a pensar antes de desmayarse.

* * *

La tormenta había estallado hacía más de diez horas, justo en el momento en que las criaturas de Denéstor Tul salieron de Altabajatorre para poner rumbo al vórtice que conducía al mundo humano. Su búsqueda allí no terminó hasta que salió el sol en Rocavarancolia y la puerta hacia la Tierra comenzó a cerrarse. Sólo entonces las bandadas de aves de trapo iniciaron su retorno, graznando satisfechas tras haber cumplido su misión. Poco después de que la última traspasara el vórtice, éste se extinguió como si nunca hubiera existido, y la única luz que quedó en los cielos fue la de los relámpagos.

El gran portón de madera de Altabajatorre se abrió con un siniestro estruendo de poleas y cadenas. Denéstor Tul apareció tambaleándose en el umbral y se apoyó en el marco un instante. No podía más, estaba agotado. La noche de Samhein exigía tanto esfuerzo y concentración que tardaba una eternidad en recuperarse. El año anterior sin ir más lejos, se había desmayado al poco de amanecer y había pasado tres días sumido en un profundo sueño. Y eso que había sido una noche en la que apenas se requirió su presencia en la Tierra. No como la de ahora.

—En treinta años nunca ha habido una noche de cosecha como ésta —murmuró Denéstor. Tomó aliento y salió a la tormenta. De las sombras de la torre emergió un paraguas de color negro, de varillas retorcidas y oxidadas, que sobrevoló al hombrecillo gris resguardándolo como podía de la lluvia.

Denéstor bajó las escaleras y avanzó hacia el estrecho puente de madera que unía su torre con el resto de la fortaleza. La tormenta bramaba a su alrededor y era tan violenta que, a pesar de los esfuerzos del paraguas, acabó empapado en segundos. Atravesó despacio la pasarela, aferrándose a la cuerda que hacía de pasamanos y evitando mirar hacia abajo. Era una caída de más de doscientos metros. Al otro extremo del puente se encontraba el castillo, tan envuelto en la oscuridad que apenas se distinguía del macizo sobre el que se levantaba.

El portón enrejado de la fortaleza estaba custodiado por dos imponentes guardianes. Medían más de dos metros de altura, pero las aparatosas armaduras de color oro sucio que vestían los hacían parecer aún mayores. Sus yelmos tenían forma de cabeza de dragón, de fauces entreabiertas, e iban armados con alabardas de punta roja, el arma tradicional de la guardia del castillo.

Se hicieron a un lado nada más verlo. La puerta enrejada soltó un chirrido y se abrió despacio, muy despacio, dibujando un surco en la tierra embarrada. Más allá de la entrada se escuchó un aullido. Una sombra enorme pasó a la carrera cerca de los barrotes y se perdió en la oscuridad del patio y el jardín. Un nuevo aullido surcó la tormenta. Entre los arbustos y los árboles se entreveían más sombras, deambulando de un lado a otro. La manada estaba inquieta.

«Pueden olerlo», pensó el demiurgo, «huelen el poder de los niños».

Denéstor siguió el camino de baldosas agrietadas que atravesaba el jardín. Un miembro de la manada lo acompañó por el borde del sendero, gruñendo amenazador. Otro trepó al tocón de un árbol muerto y lo vigiló agazapado desde allí. Un relámpago iluminó los cielos justo cuando puso un pie en la escalinata que conducía al portón principal. Las dos hojas se abrieron de par en par.

Denéstor se topó de bruces con uno de los pálidos criados del castillo, inmóvil en mitad de la entrada. Vestía de riguroso negro y era tan delgado que daba la impresión de que sus ropajes no tenían nada dentro. En el rostro consumido y macilento del sirviente resaltaban dos ojos enormes, vacíos de toda expresión.

—Le esperan en la sala del trono, amo Denéstor —le anunció.

El demiurgo asintió y se introdujo en la fortaleza. En la entrada quedó el paraguas, que se plegó de un golpe y se dejó caer en una esquina ante la mirada apática del criado. Denéstor Tul era capaz de dotar de vida a cualquier objeto inanimado, ése era el poder mágico que le había hecho demiurgo de Rocavarancolia hacía tantos años.

Avanzó cojeando por los corredores del castillo. Jadeaba a cada paso que daba. Aquella noche de cosecha le había agotado más de lo que quería admitir. Si aún permanecía consciente era por las pócimas vigorizantes que dama Araña le había ido suministrando.

«No cabe duda», pensó Denéstor con amargura, «estoy tan ajado y gris como toda Rocavarancolia».

Sus pasos despertaban ecos polvorientos por la fortaleza. Las armaduras de los grandes guerreros de antaño le contemplaban desde sus pedestales, torcidas y oxidadas. A la coraza de Vladimir el Quebrantalmas se le había caído un guantelete y, por lo visto, alguna pequeña alimaña lo había convertido en su madriguera. Ya apenas quedaba nada de la grandeza del castillo. No había cristalera que no estuviese rota, ni tapiz libre de polillas. La suciedad y la ruina campaban por doquier.

Subió por la escalinata alfombrada que llevaba a la sala del trono. Allí aguardaba otro sirviente, idéntico al que había dejado en la entrada, que abrió la puerta en cuanto lo vio aparecer jadeando por las escaleras.

El hombrecillo gris tomó aliento y entró en la sala.

La estancia era amplia y de techo alto. En otro tiempo los muros habían estado decorados con coloridos tapices, mosaicos y estandartes, pero ahora sólo mostraban la piedra desnuda, agrietada y negra de humedad. En el muro oeste, una veintena de estrechos ventanales se abrían a un precipicio sombrío. Los cortinajes negros que cubrían las ventanas se agitaban como fantasmas furiosos ante la embestida del viento. Hacía un frío glacial dentro de aquella sala, pero las bajas temperaturas importaban más bien poco a los que se hallaban sentados a la mesa de reuniones. Todos estaban bien protegidos contra las inclemencias del tiempo, unos gracias a la magia y otros a su peculiar naturaleza.

«Monstruos», pensó Denéstor mientras avanzaba hacia ellos, sintiéndose el centro de todas las miradas. «Eso es lo que somos. Monstruos y demonios. Engendros y fantasmas».

Casi todo el Consejo Real de Rocavarancolia estaba presente. Era la reunión más concurrida que el demiurgo recordaba en años. O presentían que aquélla había sido una noche especial o habían comprendido al fin que quedaban muy pocas posibilidades de salvar el reino.

Vio a los gemelos Lexel, sentados el uno frente al otro; el situado a la izquierda vestía por completo de negro y llevaba una máscara blanca en el rostro, sin rasgo alguno, mientras el de la derecha vestía de blanco inmaculado excepto por la máscara negra, también sin rasgos, que cubría su cara y que como a su hermano sólo dejaba la boca al descubierto. También estaba dama Serena, la única que permanecía en pie, con las manos entrelazadas a la espalda, meciéndose despacio de atrás adelante. Junto a dama Serena vio un guantelete flotando en la nada, aferrado a una copa de vino: ahí estaba Rorcual, el alquimista de Rocavarancolia, que se había vuelto a sí mismo invisible por accidente hacía más de veinte años y que no había sido capaz todavía de encontrar el modo de hacerse ver de nuevo. En total, eran ocho los seres dispuestos en torno a la gran mesa.

—¡Al fin se digna presentarse! —exclamó uno de los gemelos Lexel mientras aplaudía burlón la llegada del demiurgo—. ¡Hace más de una hora que ha amanecido, Denéstor!

—Gracias por la información, con la tormenta no me había percatado del detalle —rezongó él mientras se dejaba caer en su silla. El enorme butacón situado a la cabecera de la mesa se encontraba vacío; era el lugar destinado al regente de Rocavarancolia, a quien su grave y larga enfermedad le impedía asistir a la reunión. «Treinta años sin rey y pronto nos quedaremos sin regente», pensó Denéstor con amargura.

Su vista se dirigió entonces al estrado que presidía la sala. Allí se encontraba el Trono Sagrado de Rocavarancolia, tan cubierto de telarañas que ni se distinguía su forma. Hacía más de tres décadas que aquel trono no tenía más dueño que las arañas que tejían sus telas sobre él.

—¿Y bien? ¿Cómo ha ido? —quiso saber dama Serena. Sus enormes y hermosos ojos verdes le observaron con interés.

—Mejor de lo que nadie podía esperar —anunció el demiurgo—: He conseguido doce niños.

El revuelo causado por sus palabras fue general. No era de extrañar. La mayor cosecha en los últimos treinta años no había llegado a la media docena de jóvenes.

—Mmmm mmmmmmmm grmmmm —murmuró el anciano Belisario, que se sentaba a la izquierda del lugar reservado al regente, un lugar de privilegio en honor a su edad. Sus palabras resultaban incomprensibles al ser pronunciadas tras el sinfín de vendas que le cubrían la boca. Todo su cuerpo estaba envuelto en metros y metros de vendajes raídos y sucios que le daban el aspecto de una momia harapienta. Era el habitante más viejo de Rocavarancolia. Si era cierto lo que se contaba, tenía cerca de siete siglos de edad.

—El noble Belisario dice que el número es impresionante, pero que de nada servirán si sus esencias son débiles —fue dama Serena quien tradujo las palabras del vetusto anciano—. Así que dinos, Denéstor: ¿son fuertes?, ¿nos servirán de algo?

—¡Saca tus canicas de una vez, demiurgo! —le espetó el gemelo blanco agitando una copa de vino en su dirección—. ¡Veamos qué nos has traído!

Denéstor introdujo su mano derecha en la manga izquierda de su túnica y fue extrayendo, una a una, las doce esferas metálicas que guardaba entre los pliegues de su ropa. Cada una de ellas estaba grabada con un símbolo diferente y todas contaban con un diminuto émbolo en su superficie. A medida que las sacaba, las fue repartiendo entre los presentes, haciéndolas rodar por la mesa. Se reservó dos para él.

Dama Araña había analizado la esencia mágica de los especímenes que Denéstor había conseguido en el mundo humano. Como exigía la tradición, primero les habían extraído una muestra de sangre y luego una pizca de alma para comprobar la calidad y cantidad de la esencia que atesoraban en su interior. Los resultados del análisis estaban recogidos en esas bolitas metálicas.

El guantelete de Rorcual tomó una de ellas, apretó el pequeño émbolo y quedó envuelto al instante por una resplandeciente esfera de unos quince centímetros de diámetro. Era una pulsación transparente de un suave tono dorado. Dama Sueño, que se sentaba junto a Denéstor, activó la que tenía en la mano y una nueva esfera, ligeramente mayor que la primera, apareció a su alrededor. El resplandor dorado bañó la cara de la anciana. La mujer tenía los ojos cerrados y roncaba suavemente, aunque sujetaba la bolita con mano firme. Su estado normal era ése: estar dormida.

—Ji, ji, ji —deliró en sueños—. Esencia de mora y sombra. Las tinieblas caminan de cara a la pared y sólo ella las puede ver.

Pronto todas las canicas que Denéstor había repartido por la mesa estuvieron rodeadas de su pertinente esfera dorada. Había tres que resaltaban sobre las demás, pero todas tenían un nivel más que digno. La mayoría de los presentes estaban satisfechos.

—Es una cosecha excelente —comentó el gemelo de los ropajes negros asintiendo complacido—. Felicidades, demiurgo. La noche ha sido propicia.

—Todavía no he terminado —afirmó Denéstor y les mostró la primera de las dos canicas que se había reservado para él—. Ésta pertenece a un muchacho que he encontrado en las calles de Sao Paulo. Un ladronzuelo que malvivía entre cartones… No tuve que ejercer ningún tipo de influencia para convencerlo de venir a Rocavarancolia. Su vida ha sido tan miserable que en cuanto le di la oportunidad de cambiarla aceptó sin pensarlo —suspiró e hizo rodar la canica por el dorso de sus dedos, primero hacia la izquierda y luego hacia la derecha—. Es peligroso —señaló—. La vida le ha castigado tanto que está lleno de rabia.

—¡Excelente! —le cortó Ujthan, el grandioso guerrero que se sentaba frente a él—. ¡Eso es justo lo que necesitamos aquí! ¡Carácter! —golpeó la mesa con su enorme puño. Estaba tatuado de los pies a la cabeza y hasta el último de sus tatuajes representaba un arma; apenas se veía piel entre espadas, arcos, cuchillos y hachas.

—Te puedo asegurar, mi querido Ujthan, que lo que tenemos entre manos es algo más que carácter —dijo Denéstor mientras apretaba el émbolo de la canica. La esfera de brillante luz que emergió de ella rodeó al demiurgo casi por entero. El nivel de esencia mística del joven era diez veces superior al mayor que habían visto hasta entonces.

El alboroto que se montó en la mesa fue impresionante. Todos hablaban a la vez. Enoch el Polvoriento, un hombre esquelético vestido de negro y cubierto de polvo de los pies a la cabeza, se levantó de su sitio y acarició la esfera que representaba la energía del muchacho. Sus ojos, redondos y rojos, brillaban con ansia.

—Oh. Delicioso… —murmuró mientras se pasaba la lengua por los labios. Dos colmillos afilados quedaron al descubierto durante un instante.

Denéstor los hizo callar a todos con un gesto y apagó la esfera. Lanzó la última canica al aire y la atrapó con un vigoroso ademán.

—Eso no es todo —el tono de su voz hizo que los demás lo miraran expectantes. Sólo Enoch permaneció con la vista ausente, impresionado aún por lo que acababa de ver—. Hay otro ejemplar aún más prometedor… —continuó el demiurgo—. Nunca he visto a nadie resistirse tanto al humo de Morfeo, nunca. Y según me acaba de informar dama Araña, el muchacho en cuestión se despertó hace menos de una hora y se puso a explorar las mazmorras. Ha sido necesaria una segunda dosis de polvo de sueño para pararle los pies y poder terminar de examinarlo.

—Qué joven tan fascinante —murmuró Enoch tomando asiento de nuevo. La voz le temblaba de ansiedad—. ¿Podemos ver su esencia, mi apreciado Denéstor? ¿Podemos? El demiurgo asintió, colocó la bolita metálica ante él y la hizo rodar sobre la mesa después de apretar el émbolo. Una inmensa esfera de luz dorada se proyectó en la sala. Era tan enorme que rozaba el techo, atravesaba el suelo y casi llegaba hasta los muros que tenían a izquierda y derecha. Todos los presentes quedaron dentro de aquel inmenso círculo de luz dorada.

—Es… —comenzó el gemelo blanco.

——… imposible —terminó el gemelo negro.

—Tiene que haber algún fallo en el análisis —se oyó decir a Rorcual, el alquimista invisible. Cogió la canica con la mano enguantada y la luz que los rodeaba tembló levemente. Parecían estar sumergidos en un mar amarillento—. No puede haber nadie con tal esencia. Nadie.

—Mmm mmmm. ¡Mmmmmm! —señaló Belisario, inclinándose hacia delante en su silla, tan emocionado que los extremos de las vendas mal atadas se agitaban en el aire—. ¡Grmmm mmmmmmmm uffffffffff!

Esta vez no fue dama Serena quien tradujo sus palabras, una voz dura y fría más allá de las cortinas se le adelantó.

—Belisario dice que la última vez que vio algo semejante, pronto hubo un nuevo rey sentado en el trono de Rocavarancolia. Eso que estáis contemplando es esencia de reyes.

Una figura sombría entró por uno de los ventanales, tan empapada de lluvia que relucía. Dos alas de un intenso color rojo sacudieron el aire entre las cortinas, provocando un intenso aguacero sobre el embaldosado. Era un ser con forma humana, alto, de piel negra salpicada por lo que parecían ser diminutos diamantes engastados en su carne. Plegó las alas rojas a su espalda y avanzó con decisión hacia la mesa. Pronto él también quedó dentro de la gigantesca esfera dorada. Su rostro ovalado, lampiño, de orejas pequeñas y ojos rasgados, mostraba una expresión inidentificable, algo a medio camino entre la apatía y el desdén. Era Esmael, el ángel negro, el Señor de los Asesinos de Rocavarancolia.

Denéstor frunció el ceño. Esmael le desagradaba profundamente y se había sentido aliviado al ver que no estaba en la reunión; debía haber imaginado que no podía andar muy lejos. Al menos, dama Desgarro no se hallaba presente. Siempre que esas dos criaturas se encontraban en un mismo lugar saltaban chispas, a veces de forma literal. Ambos querían ocupar el puesto del regente una vez éste muriera y no se detendrían ante nada para conseguirlo.

—¿Nos espiabas, Esmael? —preguntó Rorcual. El guantelete del alquimista invisible se había aferrado a la mesa, tenso. Era bien conocido que no sentía simpatía alguna por el recién llegado.

—Sobre todo a ti, Rorcual. Siempre es un placer no verte —sonrió, mostrando dos hileras de afilados dientes.

El alquimista bufó, pero Esmael no le prestó más atención. Sus ojos recorrieron la curva de la esfera que proyectaba la canica.

—¿Podéis verlo, ángel negro? —preguntó Enoch, que no hacía otra cosa que relamerse una y otra vez, estudiando extasiado el fulgor dorado que los rodeaba.

—Lo veo —contestó el aludido—. Y aun así me cuesta creerlo. ¿Cómo es el muchacho dotado de tal esencia? —preguntó, mirando a Denéstor Tul.

—Frágil —tuvo que admitir el demiurgo. Se echó hacia atrás en la silla. Estaba agotado.

—Entonces olvidémonos del asunto, Belisario. No habrá rey que se siente en el Trono Sagrado —sentenció Esmael, tomando sin contemplación alguna la canica de la mano invisible de Rorcual—. El chico morirá y con él se extinguirá esta llama —apagó la esfera. Había sido tal su resplandor que, por unos instantes, Denéstor tuvo la impresión de haberse quedado ciego.

—No tiene por qué ser así —señaló dama Serena—. Odio esa maldita costumbre tuya de cavar las tumbas antes de tiempo, Esmael.

—¿Cuántos han sobrevivido en los últimos años? —preguntó él.

Todos los allí presentes conocían muy bien la respuesta. En los últimos treinta años, ni un solo niño había vivido lo suficiente como para resultarles útil. Sin ir más lejos, los dos muchachos conseguidos por Denéstor en la última cosecha habían muerto nada más llegar a Rocavarancolia. El trasgo Roallen se había ocultado en las mazmorras y los había devorado mientras dormían. Como castigo, Roallen había sido desterrado de Rocavarancolia. No pareció importarle mucho. «Estamos acabados», les había dicho antes de adentrarse en el desierto Malyadar. «Todos lo estamos y lo sabéis. Yo al menos me he permitido el placer de darme un último banquete antes de morir».

—No es un rey lo que necesitamos, Esmael —dijo Denéstor. Se pasó una mano por la frente, tratando de aclarar sus pensamientos. Dudaba que pudiera permanecer despierto mucho más tiempo—. Rocavarancolia se muere. Nuestra única posibilidad es que alguno de estos niños sobreviva, con esencia real o sin ella… Si queremos salvarnos, necesitamos que al menos uno continúe con vida cuando salga la Luna Roja…

—¿Salvarnos? Ya es tarde para eso, demiurgo —dijo el gemelo negro. Tomó la copa que tenía ante él y la apuró de un trago—. No hay salvación posible para nosotros… Dices que Rocavarancolia se muere, pero te equivocas: Rocavarancolia está muerta. Murió hace treinta años cuando nos derrotaron, cuando de un solo golpe nos arrebataron todo nuestro poder y nuestra gloria.

—¡Mmmmmmmm! —dijo el anciano Belisario, asintiendo con la cabeza envuelta en vendas.

—¿Y qué propones, Lexel? —le preguntó Denéstor—. ¿Que nos rindamos? ¿Que nos demos un último banquete como hizo Roallen el año pasado? —ahora fue Enoch el Polvoriento quien asintió con fuerza. Sus ojos rojos se habían abierto como platos—. No. Yo no me rendiré. Al menos mientras quede esperanza… —dijo echándose hacia atrás en la silla. Su última frase no había sonado demasiado convincente, le podía el cansancio. El efecto de los licores de dama Araña estaba desvaneciéndose ya. No tardaría en desmayarse.

—«Esperanza» es una palabra vacía —dijo Esmael, con los brazos cruzados bajo el pecho—. Ni se puede comer ni volverá a hacernos grandes.

—Pero la esperanza es lo único que nos queda, ángel negro —dijo dama Serena—. Son doce. Alguno sobrevivirá, estoy segura. No pueden morir todos, no podemos tener tan mala suerte…

—Oh, sí que pueden —dijo Ujthan—. Rocavarancolia es cruel.

—Sólo uno —murmuró Denéstor Tul. Los ojos se le cerraban—. Sólo necesitamos uno, que los otros mueran si no hay más remedio, pero uno tiene que sobrevivir… Es necesario.

El demiurgo de Rocavarancolia y custodio de Altabajatorre miró a su alrededor: la sala fría y húmeda, las grietas en las paredes, el Trono Sagrado cubierto de telarañas, el polvo y la suciedad… Por todas partes veía decadencia y podredumbre.

—Una vez fuimos grandes… —murmuró apenado, y recorrió con la mirada a todos los presentes—. Una vez, el nombre de Rocavarancolia fue temido y odiado de un confín a otro de la creación. Ahora ya veis: vestimos con harapos y vivimos entre ruinas… Esto tiene que acabar, de un modo u otro… Tiene que… —los ojos se le cerraron, rendido al fin por el cansancio, y se desplomó hacia delante.

—Llévalo a su torre, Ujthan —ordenó Esmael—. Ha sido una noche larga y nuestro demiurgo está agotado.

El guerrero tatuado asintió, se levantó de la mesa y tomó al demiurgo en brazos, como si se tratara de un niño pequeño. Denéstor cabeceó sin llegar a despertar y apoyó la cara en la cota de malla de Ujthan.

Estaba soñando. En el sueño, un ejército de monstruos bramaba a las puertas del castillo y a los pies de las montañas. Había tenido ese mismo sueño centenares de veces a lo largo de los años. En él, columnas y columnas de engendros de todas las especies entrechocaban sus armas con la vista fija en la balconada de la gran torre de la fortaleza. Allí debía aparecer el rey de Rocavarancolia para impartir las últimas órdenes antes de que los ejércitos de espantos se pusieran en marcha. Todos aguardaban expectantes. Denéstor y el resto de los demiurgos, montados a lomos de dragones de hierro y piedra, sobrevolaban las torretas del castillo. El cielo estaba infestado de seres voladores: había dragones de carne y hueso, mantícoras, vampiros, tiburones alados y arpías, hipogrifos y quimeras…

Y la tierra bullía de monstruos. Por todas partes se escuchaban los gruñidos de la manada y los aullidos de los licántropos puros. Los gigantes golpeaban sus mazas contra el suelo. Legiones de muertos vivientes aguardaban inmóviles la orden de avanzar. Los trasgos bailaban y se lanzaban zarpazos unos a otros, deseosos de entrar en combate.

Todo el reino era un clamor de voces, gritos y gruñidos.

Las puertas de la balconada se abrieron. Denéstor sabía lo que iba a ocurrir a continuación. Lo había soñado cientos de veces. Ahora el rey de Rocavarancolia saldría a la terraza, inmenso y terrible en su armadura roja, y la multitud lo jalearía. Luego el monarca daría la orden de avanzar y saltaría sobre el lomo de su gigantesco halcón negro.

Pero esta vez no sucedió así. No fue un monstruo lo que salió a la balconada, sino un muchacho regordete, mal vestido, con el pelo negro revuelto. El joven levantó los brazos en señal de saludo a los ejércitos que se reunían ante él y éstos respondieron como un solo ser. El rugido de la multitud se hizo tan fuerte que hasta las mismas montañas temblaron.

Y Denéstor Tul, en los brazos de Ujthan el guerrero, sonrió en sueños.