Samhein

Samhein

Era la víspera de Todos los Santos, la última noche de octubre, y una inmensa luna llena flotaba pálida y alta en el cielo. Pasaba la medianoche y el silencio se iba imponiendo a lo que había sido una noche de continuo escándalo. La mayoría de los niños estaban ya de regreso en sus hogares, pero aún se podía ver a algunos rezagados caminando por las calles nevadas, disfrazados de magos, vampiros y trasgos. Las arañas y esqueletos que adornaban las fachadas de las casas se mecían al viento, que todavía arrastraba consigo algún copo de nieve. En las ventanas espiaban las calabazas con sus sonrisas retorcidas y sus macabros ojos abiertos de par en par.

Por la avenida principal del pueblo marchaban dos hermanos: Héctor, un muchacho moreno y despeinado, y Sarah, una niña diminuta disfrazada de bruja que apretaba contra su pecho una bolsa repleta de caramelos. El joven caminaba unos pasos por delante, con la escoba de su hermana en la mano y el ceño fruncido. Llevaba disgustado todo el día y su humor no había hecho más que empeorar a lo largo de las horas. Se había pasado la semana esperando la noche de Halloween, pero no para ponerse a pedir dulces de casa en casa como si fuera un crío; lo que quería era ver el maratón de películas de terror que emitían en televisión. Habían sido sus padres quienes habían trastocado sus planes: a Sarah se le había antojado ir a pedir dulces y, según ellos, su hermano tenía la obligación de acompañarla, tuviera quince años o no. Cuando las cosas parecían ir ya lo bastante mal resultó que además, para tener contenta a la niña, debía cumplir la tradición de ir disfrazado. De nada le sirvió protestar. Su madre lo arrastró al desván y rebuscó en un arcón hasta dar con el disfraz del año anterior.

—No, imposible —dijo ella mientras sostenía el traje ante él, un disfraz de Batman que ya le había sentado fatal el Halloween pasado—, éste no te lo puedes poner. Te va a ir muy estrecho. Has crecido mucho en estos meses.

Héctor suspiró con resignación. Había ganado algo de peso en los últimos tiempos y que no pudiera ponerse aquel disfraz era buena prueba de ello, prueba que, por supuesto, no contribuyó en nada a mejorar su estado de ánimo.

—Mamá, esto no es crecer —le dijo, para que se dejara de eufemismos. Era mejor llamar a las cosas por su nombre—: Es engordar.

Al final su madre había improvisado una capa de vampiro con una gastada sábana negra. Héctor había conseguido evitar que lo maquillara, pero aun así se sentía tan ridículo envuelto en aquello que cuando una anciana le preguntó de qué iba disfrazado, contestó, de no muy buenas maneras, que iba de carpa de circo. Sarah tuvo que recurrir a su mejor sonrisa para que la mujer les diera algún dulce.

—¡Héctor, mira! ¡Un monstruo! —gritó la niña a su espalda. Él se giró sin dejar de caminar, pensando que su hermana debía de haber visto a alguien con un buen disfraz, no la soberana estupidez que él llevaba puesta. Pero Sarah señalaba hacia lo alto, más allá de los tejados y azoteas. Miró en esa dirección y se detuvo asombrado: una silueta humana, algo contrahecha, volaba en el cielo de un lado a otro. La sorpresa sólo duró un instante, el tiempo que tardó en distinguir qué era aquello en realidad.

—No, boba —le dijo—. Es una chaqueta. Estaría colgada en algún tendedero y se la habrá llevado el viento.

—¿No es un monstruo? —preguntó Sarah decepcionada, sin apartar la vista de aquella cosa marrón que aleteaba más allá de los tejados.

—Bueno, es una chaqueta bastante fea —era cierto, incluso a esa distancia se podía ver que era una prenda pasada de moda, con mangas forradas en piel y grandes botones de metal brillante—. Seguro que es el tipo de abrigo que les gusta a los monstruos.

Por un segundo, los dos hermanos contemplaron las evoluciones de la chaqueta en el cielo, hasta que Héctor se dio cuenta de que Sarah estaba tiritando aferrada a la bolsa de caramelos.

—¡Oye! ¡Estás muerta de frío! ¿Por qué no has dicho nada?

Ella lo miró con los ojos muy abiertos y se encogió de hombros. Héctor suspiró.

—Súbete a mi espalda y cógete de mi cuello, bruja malvada. Iremos más rápido.

—¿Y los caramelos?

—Yo los guardo. Tú procura no perder la escoba.

La niña trepó a su espalda y le pasó un brazo en torno al cuello. Héctor se la acomodó bien y echó a andar, intentando ignorar los esporádicos «arre, arre» que llegaban desde atrás y los golpecitos de escoba contra su cadera. A su pesar, el muchacho sonrió. La magia de Halloween todavía tenía embelesada a su hermana; Héctor no se arrepentía de haber puesto tanto cuidado en que la niña no se diera cuenta de lo enfadado que estaba; no hubiera tenido sentido amargarle la fiesta también a ella.

La nieve teñía de plata su camino por el pueblo. Sus sombras proyectadas contra el suelo y las paredes parecían fantasmas que los anduvieran siguiendo. Héctor aceleró el paso pensando que quizá aún tendría tiempo de ver el principio de la siguiente película del maratón. El reloj de la iglesia marcaba las doce y media y si no recordaba mal debía de estar a punto de comenzar.

En lo alto, la chaqueta oscura seguía bailando entre nubes claras.

Vivían en una casita blanca de dos plantas y tejado negro casi a las afueras del pueblo, rodeada por un pequeño jardín vallado. Nada más girar la esquina que conducía a ella y ver la luz del porche, Héctor supo que podía despedirse de la película. Su madre estaba en el quicio de la puerta, con los brazos en jarras.

—Pero ¿tú te has fijado en qué hora es? —le preguntó. Tenía puesto su grueso abrigo verde oscuro y la mirada. Héctor se mordió el labio inferior. Sí, no cabía duda: adiós a la película.

—Sarah no quería dejarse las casas del centro porque dan más caramelos, por eso nos hemos retrasado —le explicó. A su espalda su hermana asintió muy seria.

—Y claro, por eso os habéis quedado hasta tan tarde a pesar del frío que hace… A veces no sé dónde tienes la cabeza, hijo. Adentro, vamos —se hizo a un lado para permitirles el paso y luego cerró la puerta tras ellos.

—¿Han vuelto ya? —preguntó su padre desde el salón. Héctor escuchó un alarido procedente del televisor y suspiró apenado.

—Ya están aquí, sí; muertos de frío los dos —contestó su madre.

Sarah se revolvió en la espalda de Héctor para que la bajara, y justo en el momento en que puso el pie en el pasillo, para empeorar aún más la situación, estornudó tan fuerte que el gorro de bruja salió despedido de su cabeza.

—Lo que faltaba. La niña se ha constipado.

—¡No me he constipado! —aseguró ella, estornudó otra vez y echó a correr hacia su madre agitando la escoba al aire—. ¡Me han dado muchos caramelos y he dado muchos sustos! ¡Y hemos visto una chaqueta voladora! ¡Y…! —Sarah continuó parloteando mientras tiraba de la falda de su madre para que le prestara atención, pero ella estaba demasiado ocupada mirando ceñuda a Héctor.

—Te dije que como muy tarde a las doce en casa —comenzó.

—Y por mí hubiera estado en casa a las diez —gruñó Héctor—, pero como ya te he explicado, Sarah quería…

Su madre no le dejó continuar. Estaba claro que no tenía la menor intención de dialogar con él, sólo quería sermonearlo. Héctor respiró hondo y se preparó para aguantar el chaparrón de recriminaciones.

—Que no está el tiempo para ir de un lado a otro, hombre, con el frío que hace y con toda esa nieve… —le estaba diciendo—. Y además, la gente tiene que acostarse, seguro que más de uno se ha tenido que levantar de la cama para abriros la puerta. No, Héctor, no. Así no funcionan las cosas. Hay que tener un poco más de sentido…

Le zumbaban los oídos. Sarah estornudó otra vez. Del salón llegó un nuevo alarido, aún más espectacular que el primero. Su madre continuaba con la riña, alzando la voz más y más, con una mano en la cadera y la otra señalándolo con desaprobación. Él dio un paso atrás, el pie derecho se le enredó en el vuelo de la capa y cayó al suelo después de aletear desesperado en un vano intento por mantener el equilibrio. Los caramelos de la bolsa se desparramaron por todas partes. Héctor se levantó dando un bufido.

—¡Ya ves! ¡No sirvo ni para estar de pie! —gritó—. ¡Estoy harto! ¡Me voy a la cama!

Subió corriendo las escaleras sin hacer caso a los gritos de su madre, con la capa recogida en el antebrazo para no tropezar de nuevo. Entró en su habitación y cerró la puerta de un violento portazo. Dejó caer la capa, se descalzó y se tumbó sobre la cama, resoplando, sin saber muy bien con quién estaba enfadado en realidad, si con su madre o consigo mismo, lo cual le enfadaba todavía más.

* * *

Sobre los tejados del pueblo, la chaqueta continuaba con sus vuelos y piruetas; en más de una ocasión estuvo a punto de chocar contra una fachada o de enredarse en las ramas de un árbol, pero en el último momento siempre esquivaba el obstáculo con una pasmosa agilidad, como si diese un salto en el aire. No era el viento lo que la movía, sino su propia voluntad. La chaqueta estaba viva. Y vigilaba el pueblo. Planeó hacia la copa de un árbol moviendo sus brazos huecos. A medida que se aproximaba, aparecieron bajo su faldón dos garras retorcidas fabricadas en alambre y cuerda negra. La chaqueta se aferró con ellas a la rama más alta y allí quedó, bien erguida, contemplando el pueblo a su alrededor.

Emitió un lúgubre aullido y el cielo se llenó de alas. Alas oscuras y raídas que hendían el aire sin hacer el menor ruido. Un sinfín de engendros llegó desde la nada, atravesaron las nubes y se hicieron dueños y señores de la población. Se posaron en los tejados de las casas, en las curvas de las farolas, en las copas de los árboles. Eran enormes cuervos de alas de trapo. En las cuencas de sus ojos bailaban canicas y botones en llamas. Sus patas estaban hechas de alambre, sus picos eran suelas de zapato y las plumas que los recubrían estaban recortadas en papel negro. En aquella noche tan señalada, hasta los mismos pájaros parecían haberse disfrazado de monstruos.

—¡Casa por casa, sin dejar una! —graznó uno de ellos desde lo alto de la iglesia de la villa, posado en la veleta que coronaba el tejadillo—. Buscad, buscad… ¡Casa por casa! ¡Puerta por puerta!… ¡Samhein! ¡Samhein! ¡Samhein!

Todos repetían sin cesar la misma cantinela mientras volaban de edificio en edificio. Se acercaban a las casas agitando sus alas falsas y se quedaban suspendidos ante puertas y ventanas. Sus picos de cuero mal cortado se contraían como si estuvieran olfateando el interior de las viviendas. No permanecían mucho tiempo detenidos ante las fachadas: en cuanto comprobaban que lo que buscaban no estaba allí echaban a volar hacia otro edificio, dejando a su paso alguna que otra pluma de papel.

—¡Buscad! ¡Buscad! ¡Buscad! —cantaba otro mientras se deslizaba por el aire a tal velocidad que perdió uno de los botones que le hacían las veces de ojos. No se detuvo a buscarlo. No había tiempo. Era la hora de la cosecha y no había ni un minuto que perder—. ¡Samhein! ¡Samhein! ¡Samhein!

No era el primer lugar que visitaban. En aquella larga noche serían miles las ciudades y pueblos en los que se presentarían las aves de trapo. Buscaban y buscaban sin pausa ni descanso ya que habían sido creadas en exclusiva para eso y sólo durante aquella noche. Una vez saliera el sol, la vida que les habían prestado se desvanecería. Lo sabían, lo aceptaban. Lo único importante era cumplir la misión asignada. Las alas falsas batían el aire en silencio. Era magia, la magia de la última noche de octubre. La magia de la cosecha.

Por el momento no habían tenido suerte, ni en ésa ni en las anteriores ciudades donde habían buscado. Pero no desesperaban, y no lo hacían simplemente porque la «desesperación» no entraba dentro del pequeño catálogo de sentimientos con que su creador las había dotado. Lo único que conocían era el ansia de buscar, la necesidad de dar con la energía que les habían enseñado a detectar y que hasta el momento les estaba resultando tan esquiva.

Uno de los extraños pájaros sobrevoló el árbol donde unos minutos antes había estado posada la chaqueta. Olfateaba el aire con una concentración total y, al contrario que sus congéneres, marchaba en absoluto silencio. Había captado una pista tan prometedora que se había olvidado por completo del cántico. Sus ojos de cristal refulgían con un brillo nacarado. Sí, no cabía duda: era un rastro místico; podía verlo enredado ante él como una cinta esmeralda entre los escasos copos de nieve que caían del cielo. La criatura aceleró el vuelo. Poco a poco otras detectaron también aquel aroma y se lanzaron en su persecución, tan silenciosas como la primera.

Pronto todas ellas siguieron el mismo rumbo, todas en dirección a la misma casa de dos plantas, paredes blancas y tejado negro. Se posaron sobre ella donde pudieron, apretándose unas contra otras. Sus garras de alambre se aferraron a las tejas, a los canalones, a las escaleras, a los alféizares… La casa quedó cubierta por entero de engendros alados. Durante unos minutos, lo único que se oyó en la noche fue el olfateo conjunto de aquellos seres, cada vez más fuerte, cada vez más acelerado. Hasta que por fin todas las criaturas rompieron a volar y gritaron a la vez una única palabra:

—¡Samhein!

* * *

Héctor despertó de pronto. Abrió los ojos en la oscuridad con un nudo en la garganta. Nunca en su vida se había despertado de manera tan brusca. Estaba desconcertado. Notaba la boca seca y la cabeza pesada, cargada, como cuando tenía fiebre. Se incorporó en la cama. Todavía estaba vestido de calle, con los pantalones vaqueros puestos, la camisa y el jersey de punto negro. Un olor denso flotaba en el ambiente; era un olor a especias que le recordó el día en que Sarah vació el bote de orégano en el puchero de la sopa porque quería tomar zumo de pizza. Buscó a tientas la luz de la mesilla y tardó un buen rato en darse cuenta de que estaba buscándola en el lado contrario de la cama. En ese tiempo, sus ojos se acostumbraron lo suficiente a la penumbra como para hacer un descubrimiento sorprendente.

Había alguien sentado sobre su escritorio.

Pudo verlo a la luz lechosa de las farolas de la calle. Era un hombrecillo de apenas metro y medio de alto, vestido con una túnica blanca repleta de manchas negras. Estaba sentado sobre la mesa y fumaba con evidente placer una pipa de la que surgía un denso humo verde. Su rostro, estrecho y anguloso, se hallaba girado hacia la ventana, contemplando la noche y la nieve que ahora caía con fuerza. Sonreía.

Lo primero que pensó Héctor fue que aquel extraño personaje parecía muy amable. No se preguntó cómo había llegado allí, ni siquiera se le cruzó por la imaginación dar un grito y avisar a sus padres. Seguía notando la cabeza cargada, pero aunque resultase incongruente también notaba que era capaz de pensar con una rapidez y una claridad increíbles. Cuanto más respiraba el humo que surgía de la pipa, más valiente y seguro se sentía.

—¿Quién es usted? —preguntó al tiempo que encendía la luz, con el mismo tono autoritario de voz que usaba su madre para llamarle la atención—. ¿Cómo ha entrado en mi cuarto?

El intruso dio un respingo sobre el escritorio y a punto estuvo de caer al suelo. Héctor sonrió. Lo había cogido desprevenido.

—Me has asustado, muchacho. Pensaba que dormías —dijo, mirándolo con dulzura. Sus ojos eran negros y diminutos; su voz, suave y melodiosa, como una canción de cuna apenas susurrada. Ahora que podía verlo mejor, Héctor descubrió que el hombrecillo era de color gris ceniza. Tenía el rostro surcado por cientos, no, miles de arrugas y todas ellas parecían aliarse para subrayar aún más su inmensa sonrisa. Definitivamente aquel ser le resultaba simpático—. Con sumo placer me presentaré: mi nombre es Denéstor Tul, y llevo tiempo buscándote —bajó de un salto del escritorio y se acercó a la cama. Héctor pudo ver que lo que había tomado por manchas en su túnica eran palabras escritas en caracteres diminutos.

—¿Buscándome? —trató de apartarse un mechón de pelo de la frente, pero incomprensiblemente falló. La habitación entera daba la impresión de haberse vuelto verde—. ¿Buscándome a mí?

—Por supuesto —le confirmó el llamado Denéstor—. Eres diferente a los demás. Ya sé, ya sé… —sonrió con benevolencia—. No te descubro nada nuevo. Siempre lo has sabido —el hombrecillo sujetaba la pipa con la comisura izquierda de sus labios mientras expulsaba humo esmeralda por la derecha—. Eres diferente, sí. Lo que no sabes es hasta qué punto.

—Bueno, yo… —Héctor se sintió azorado. Claro que era diferente. Él era… él era… Sacudió la cabeza, desorientado. Por un instante tuvo miedo, un miedo atroz, pero entonces el hombre color ceniza respiró humo verde en su cara y de nuevo todo tuvo sentido. Era obvio—: Soy diferente… —afirmó, asintiendo con fuerza.

—Diferente —subrayó Denéstor—. Especial, milagroso… Me atrevería a decir que único —pronunciaba cada palabra con singular afectación—. Pero ellos no lo entienden, ¿no es así? Ni tus padres, ni tu hermana, ni los que dicen ser tus amigos… Nadie ve lo que se oculta en tu interior.

—Ellos no me comprenden… —aseguró Héctor con un hilo de voz. Era tan injusto que nadie en toda su vida se hubiera parado a intentar comprenderlo. ¿Acaso les hubiera costado tanto? ¿Tan difícil era?

—Yo te comprendo —dijo Denéstor Tul y al momento Héctor sintió un tremendo alivio. El extraño hombrecillo se sentó al borde de la cama. Olía a sándalo—. Conozco tu vacío…, sé de tu angustia. A lo largo de los años me he encontrado con muchos como tú. Este mundo nunca te entenderá, no te entenderá jamás. ¿Y sabes por qué? —soltó otra bocanada de humo verde antes de contestar a su propia pregunta—: Porque este mundo no es el tuyo. Éste no es tu sitio. Y yo he venido a ofrecerte la posibilidad de escapar, de venir conmigo al único lugar de toda la existencia donde podrás ser quien realmente eres. He venido a invitarte a Rocavarancolia.

—Rocavarancolia… —susurró él. Era un nombre hermoso, musical, una única palabra que se deshacía entre sus labios como un dulce manjar. Era un nombre que sólo podía pertenecer a una tierra hermosa. «Un lugar donde podría ser quien realmente era…». De nuevo la angustia y la sospecha despertaron en su pecho. Estaba viviendo un tópico, un cliché; aquel hombrecillo y él estaban representando una escena que había leído y visto en el arranque de decenas de libros y películas y que se podía resumir con «Eres especial y tienes que venir conmigo». Héctor negó con la cabeza. Algo estaba mal en todo aquello, en Denéstor, en sus propios pensamientos—. Nunca he oído ese nombre. No… —se sentía perdido, aturdido—. No, no… ¿Qué es eso de que éste no es mi sitio? —preguntó—. Ésta es mi casa…

—Quiero que me escuches con atención, Héctor —le pidió Denéstor entre el humo verdoso. Las palabras de su túnica no se estaban quietas, se movían a distintas velocidades por la prenda, unas en una dirección y otras en la contraria—. Lo primero que tiene que quedarte claro es que nadie te va a obligar a hacer nada que no quieras. Venir conmigo o no será decisión tuya, sólo tuya. Pero antes de decidirte, permite que te cuente algo…

Héctor asintió, más tranquilo. No perdía nada por escucharle. Además, comenzaba a sospechar que aquello no era sino un sueño. Esas cosas no ocurrían en la realidad. En la vida real no hay seres cenicientos que te visiten de madrugada con propuestas descabelladas.

—Como muchas otras historias que parecen imposibles, esta historia es real —dijo Denéstor Tul—. Provengo de una tierra lejana, una tierra que, al igual que tú, no pertenece a este mundo. Vengo de Rocavarancolia, el reino de los milagros y los portentos —sus ojos brillaban y había tanta pasión en sus palabras que resultaba difícil no contagiarse de su emoción—. Era un lugar maravilloso, lleno de magia; un lugar habitado por seres tan poderosos y sabios que muchos abandonaban sus propios mundos para aprender de ellos. En Rocavarancolia se enseñaban ciencias y artes que hace tiempo que el hombre ha olvidado.

—¿Se enseñaba magia? —preguntó Héctor.

—Desde luego. Pero no sólo magia. Se enseñaban maneras de enfrentarte a la vida que a buen seguro te sorprenderían. Se enseñaba también a no temer a lo que habita en la oscuridad. Y lo que quizá sea más importante: se enseñaba que hay más caminos de los que los simples mortales ven y que ésos, amigo mío, son los que merece la pena tomar…

—Suena muy bien —murmuró Héctor. Alzó una mano para atrapar una nube de humo verde que se le deshizo entre los dedos.

—Sin duda. Rocavarancolia era gloriosa, magnífica… —la sonrisa de Denéstor se vino abajo. Agachó la cabeza con pesadumbre—. Hasta que una terrible tragedia la asoló.

—¿Qué ocurrió? —se apresuró a preguntar él.

Denéstor Tul suspiró.

—El rey de Rocavarancolia se volvió loco. Quiso más poder del que podía manejar y su ambición destruyó el reino… Poco queda ya de la gloria de antaño, poco queda ya de la tierra de los milagros y los portentos… —agitó la cabeza entristecido—. Pero no nos rendimos —le aseguró—, y no lo haremos mientras aún quede esperanza. Por eso estoy aquí, Héctor: porque esta noche es la noche de Samhein, el único momento del año en que una de las puertas que aquel loco contribuyó a destruir se abre y podemos acceder a este mundo en busca de gente como tú. Gente que nos ayude a recobrar la gloria perdida… Te necesitamos, Héctor. Rocavarancolia te necesita… ¿Vendrás conmigo?

El joven, en un impulso, a punto estuvo de aceptar. Estaba más convencido que nunca de que todo era un sueño. En el último segundo algo lo contuvo.

—Pero ¿por qué yo? ¿Qué tengo de especial? —quiso saber.

—¿Que qué tienes de especial? —Denéstor Tul abrió mucho los ojos, como si no se esperara esa pregunta; como si, de hecho, no esperara ninguna pregunta más—. ¿Que qué tienes de especial? ¡Mucho! Te lo explicaré —se acomodó en la cama y aspiró con fuerza de su pipa. Exhaló el humo en una rápida bocanada, luego continuó hablando—: Todo ser nace con cierta cantidad de energía en su interior; puedes llamarlo magia si te apetece, aunque ése no es el término exacto. La mayoría ignora durante toda su vida el poder que atesora en su interior y ese potencial acaba desperdiciándose. Y aunque fueran conscientes de su existencia, no sabrían cómo servirse de él. En Rocavarancolia se enseñaba el modo de aprovechar esa energía, se enseñaba a canalizarla para realizar todo tipo de proezas… Y sólo se pedía a cambio que una parte de ella, una parte ínfima, se usara por el bien del reino. Necesitamos esa magia, Héctor, la necesitamos de manera desesperada…

—Magia… —susurró. La cabeza le daba vueltas—. Tengo magia dentro.

—Entonces, ¿vendrás conmigo? —le preguntó Denéstor con tal ansiedad que daba la impresión de que su vida dependía de la respuesta.

Héctor dudó. Estaba casi convencido de aceptar la oferta del hombre gris, pero había algo en su interior que le aseguraba que, a pesar de lo que pudiera pensar, no estaba soñando.

—No, no… Lo siento, pero no puedo ir… No es…

Rompió a toser con tal fuerza que perdió el hilo de lo que decía. Denéstor le había echado tanto humo a la cara que durante unos segundos lo único que vio fue una inmensa mancha verde. El olor a especias se hizo tan intenso que le lloraron los ojos.

—Si ésa es tu última palabra, no hay nada más que hablar —dijo Denéstor, levantándose de la cama—. Ha sido un verdadero placer charlar contigo, Héctor. Perdona las molestias que te haya podido ocasionar —echó a andar despacio hacia la ventana. Caminaba encorvado, como un hombre que lo ha perdido todo—. Ahora me marcho. Todavía queda mucha noche por delante y mucho camino que recorrer —suspiró con amargura—. Espero tener más suerte que aquí… Adiós, Héctor, nunca más volveremos a vernos —le dedicó una pequeña reverencia y se giró para tomar la manilla de la ventana.

—Yo… esto… —Héctor agitó la cabeza. ¿Por qué le estaba dando tanta importancia? Era un sueño, nada más que un sueño—. No es que no quiera ir, me encantaría, pero… es que mis padres… —murmuró—. Ellos no me dejarían marcharme así como así…

Denéstor Tul se frotó los ojos con la palma de la mano. Luego le dedicó otra magnífica sonrisa.

—Te puedo prometer que si vienes conmigo no se darán cuenta de que te has ido. Nadie, absolutamente nadie, se enterará de que te has marchado.

—Si acepto, si voy a ese lugar… ¿cuánto tiempo estaría fuera? —buscaba de manera desesperada excusas para no ir o, quizá, más razones para abandonarse a aquel sueño y aceptar la propuesta de Denéstor. Quería estar muy seguro de lo que hacía.

El hombre gris sonrió de nuevo. Era una sonrisa conciliadora, como si se hubiera percatado de su lucha interior y se mostrara comprensivo.

—Si por mí fuera, podrías dejar Rocavarancolia siempre y cuando te apeteciera —dijo—, pero como te he dicho, la puerta hacia tu mundo sólo se abre una vez al año; sólo durante la noche de Samhein, lo que vosotros llamáis víspera de Todos los Santos. Lo que te puedo asegurar es que si dentro de un año deseas marcharte, podrás hacerlo con plena libertad. Nadie en Rocavarancolia te impedirá partir. Como puedes ver, todo son facilidades. Nos gustaría que te sintieras muy a gusto entre nosotros. ¿Qué me dices?

Y en aquel momento, aturdido, con el pleno convencimiento de que soñaba y, a la vez, con la certeza absoluta de que todo lo que estaba ocurriendo era verdad, pronunció las palabras que sellaron su destino:

—Iré contigo.

—¡No sabes cuánto me complace oír eso! —Denéstor se aproximó casi a la carrera hasta la cama—. ¡Qué alegría! ¡Qué inmensa alegría me das! —continuó, sin dejar de asentir con la cabeza—. ¡Ahora sólo faltan un par de detalles por concretar y podremos marcharnos! —Denéstor aferró una esquina de su túnica y todas las palabras que revoloteaban en ella acudieron hacia allá en tropel. Cuando hasta la última palabra estuvo allí, dio un fuerte tirón y la túnica se rasgó.

Denéstor agitó el retal arrancado y luego lo enrolló y desenrolló varias veces hasta desplegarlo por última vez ante Héctor. Ya no quedaba ni una sola palabra en la túnica, todas estaban sobre aquel pedazo de tela, bien alineadas y muy quietas.

—Tenemos que poner el acuerdo por escrito —dijo—. Es un formalismo sin importancia. Léelo con atención —le tendió el pergamino y una larga pluma que había surgido como por ensalmo bajo una manga—, y si estás de acuerdo, fírmalo.

Héctor tuvo que parpadear varias veces para centrar su visión. Tardó casi diez minutos en leer todo el texto:

Por la presente yo, Héctor S. W., de 15 (quince) años, nacido en la Tierra, en el país conocido como Estados Unidos de América, aseguro:

Haber accedido por voluntad propia a acompañar a Denéstor Tul, demiurgo y custodio de Altabajatorre, a la ciudad de Rocavarancolia, capital del reino del mismo nombre. En ningún momento se me ha coaccionado para ello, ni obligado en modo alguno. Todas mis preguntas han sido contestadas y hasta mi última duda ha sido resuelta.

En Rocavarancolia me enseñarán a aprovechar todo mi potencial y a desarrollar todo mi poder; como contraprestación yo me comprometo a ayudar, dentro de mis posibilidades, a la reconstrucción del reino.

Cada año, coincidiendo con la noche de Samhein, se me ofrecerá la posibilidad de regresar a casa o, si ése fuera mi deseo, permanecer en Rocavarancolia.

Firma:

—Las palabras no cambiarán de pronto, ¿no es así? —quiso saber. Había recordado con qué alegría se movían antes en la túnica—. No se desordenarán para que luego resulte que estoy firmando algo diferente, ¿verdad?

—No, no cambiarán —le aseguró Denéstor. No parecía sorprendido por su pregunta—. Te doy mi más solemne promesa de que ni en mis palabras ni en ese pergamino hay engaño alguno. Por juramento y por ley no podemos mentir a nuestros aspirantes —señaló en un tono tan serio que Héctor supo, sin ningún género de dudas, que le estaba diciendo la verdad.

El joven acercó la punta de la pluma a la tela; había llegado el momento de poner en marcha el sueño. Comenzaba a estampar su nombre cuando sintió removerse algo bajo el talle de la pluma. Alzó una ceja, miró inquieto a Denéstor y, un instante después, un fuerte pinchazo en la yema de su dedo índice le hizo dar un grito y soltar la péndola. Ésta se mantuvo erguida sobre el papel como si una mano invisible la sujetara. Dos gotas de sangre resbalaron por su tronco y cayeron sobre la tela. La pluma, por sí misma, imitando a la perfección la letra de Héctor, firmó en su nombre con tinta y sangre.

—Me ha mordido… —dijo, mirando alternativamente al hombre gris y al corte de su dedo—. La pluma me ha mordido…

En los ojos de Denéstor se dejó entrever un brillo de tremenda satisfacción. Alzó una mano y tanto el pergamino como la péndola saltaron hacia él. Uno se metió por la manga izquierda y la otra por la derecha. Héctor, aturdido, pensando aún en el mordisco de la pluma y en que nada bueno se podía firmar con sangre, vio cómo del desgarrón de la túnica de Denéstor se descolgaba un tropel de arañas plateadas que tejían y tejían reconstruyendo con su tela la parte arrancada. Sólo que no eran arañas, eran dedales de los que surgían docenas de agujas enhebradas.

—Cuánto trabajo me has dado, niño… —dijo Denéstor. Su voz había cambiado: ya no resultaba tranquilizadora, ahora sonaba como un repique de campanas oxidadas—. Creía que no lo iba a conseguir. El regente estará satisfecho. Muy satisfecho —alzó las manos como si se dispusiera a dar una palmada y justo entonces llamaron a la puerta de la habitación.

—¡La chaqueta del monstruo está en mi ventana! —dijo Sarah desde el pasillo. A veces tenía pesadillas y Héctor la dejaba dormir con él—. ¡Viene a por nosotros! ¡Héctor! ¡Héctor!

—¡No entres, Sarah! —gritó él. Se volvió enfurecido hacia Denéstor Tul. El dolor en el dedo le había despejado por completo. Aquello era real, no estaba soñando—. ¿Qué me has hecho? —contuvo el aliento. Ahora lo veía claro—: ¡El humo! ¡La pipa!

—Está llena de picadura de Morfeo —le explicó Denéstor con su nueva voz de calavera rota. Aún mantenía las manos en alto, a punto de dar la palmada interrumpida—. Embota los sentidos y hace pensar al que respira su humo que está soñando.

—¡Héctor! —gritó la niña tras la puerta. En la lejanía se escuchó el murmullo de las voces de sus padres, despertados por el alboroto—. ¿Con quién hablas? ¿Quién está ahí?

—¡No entres! —le gritó a su hermana—. ¡Me has engañado! —le gritó a Denéstor.

—En absoluto —contestó éste—. Todo lo que te he dicho es cierto. Absolutamente todo. Mi pipa sólo te ha hecho más receptivo a mi propuesta. Rocavarancolia no puede permitirse el lujo de perder un ejemplar como tú.

—¿Ejemplar?

Sarah eligió ese momento para abrir la puerta de la habitación. Nada más ver al extraño hombre gris envuelto en niebla verde comenzó a chillar con todas sus fuerzas. Del pasillo llegó una voz alarmada que preguntaba qué ocurría. Era su madre.

—No te preocupes, niño —le dijo Denéstor, alzando la voz para oírse sobre los chillidos de Sarah y los pasos a la carrera que llegaban por el pasillo—. No te mentí: nadie sabrá nunca que te has marchado —y Denéstor Tul, al fin, dio su palmada—, porque nadie sabrá que has existido…

Las ventanas de la habitación se abrieron de par en par y un torrente de criaturas aladas entró en la casa, como una tromba de murciélagos furiosos. Sus ojos falsos brillaban como ascuas. No dejaban de gritar:

—¡Samhein! ¡Samhein!

—¡No! —gritó Héctor cuando vio que buena parte de esas criaturas se abalanzaban hacia Sarah. La niña desapareció de su vista, rodeada por una densa cortina de espantos voladores. Estaban por todas partes. Sarah gritaba. Héctor escuchó a sus padres dando voces en la puerta pero no pudo verlos. Denéstor Tul permanecía impasible en el centro de la habitación, con su túnica agitándose de aquí para allá por el viento que creaba el batir de tanta ala. Llovían plumas de papel.

Héctor bajó de la cama. Quería llegar hasta la puerta, pero era tal el caos de criaturas que iban y venían que resultaba imposible avanzar. Una chocó contra su pecho y a punto estuvo de derribarlo. Otras dos se arrojaron sobre el póster de la Tierra Media que colgaba en la pared y comenzaron a devorarlo a bocados. Héctor atrapó a una por el ala y se le deshizo en las manos. En su puño sólo quedó una alpargata de fieltro, con un botón rojo que parecía mirarlo furioso. Soltó la zapatilla y trató de avanzar, resguardándose el rostro de las embestidas de los seres convocados por Denéstor.

—¡Samhein! ¡Samhein!

Varias docenas de espantajos se arrojaron sobre su escritorio, cubriéndolo por completo con sus alas de trapo. Cuando se apartaron, al cabo de un segundo, no quedaba ni rastro del mueble, ni siquiera sus marcas en el suelo. La boca de Héctor se desencajó. Aquellos seres se estaban comiendo su cuarto.

—¡Sarah! ¡Mamá! —gritaba mientras trataba de llegar a la puerta. Garras hechas de alambre, cuerda y madera se le enganchaban en el pelo y tiraban de él hacia atrás.

—El olvido… —susurraba Denéstor Tul, con los ojos muy abiertos y los brazos extendidos—. Traed el olvido al mundo. Que hasta el más mínimo recuerdo de este niño se desvanezca de la faz de la Tierra. Que no quede nada.

Ésa era la nueva misión de las criaturas de Denéstor Tul, demiurgo de Rocavarancolia y custodio de Altabajatorre: borrar todo rastro de la existencia de Héctor. Lo borraban de los álbumes de fotos que su madre guardaba en el salón, de la mente de su hermana que chillaba y chillaba, dando golpes al aire en un vano intento de zafarse de los horrores que se le enredaban en el pelo; de la memoria de sus padres que miraban aterrados a su alrededor sin comprender qué ocurría. Donde hubiera la menor huella de la existencia de Héctor, hacia allá iban los pájaros de trapo, dispuestos a eliminarla sin dejar rastro. Y no sólo en la casa.

La borraron de los expedientes del colegio, de la memoria de sus profesores y de sus compañeros de clase. Hasta el último de sus familiares y el último de sus conocidos recibió la visita de los espantos voladores, sin importar dónde estuvieran. Las distancias no significaban nada para las criaturas de Denéstor Tul. Un aleteo bien podía empezar en un continente y terminar en otro. No había lugar fuera de su alcance. Se asomaban a las mentes y barrían con todos los recuerdos que tuvieran la más pequeña relación con Héctor. Lo eliminaron de todas las grabaciones existentes de un programa de televisión al que había acudido con su clase para hacer de público. Lo arrancaron de la foto que una familia había tomado en un parque de atracciones, y en la que él sólo aparecía por casualidad. En apenas unos minutos, Héctor dejó de existir para el mundo.

—¡Mamá! —gritó cuando llegó al fin hasta la puerta. Las aves de trapo parecían haberse tranquilizado y la mayoría permanecían posadas en el suelo o colgaban del techo cabeza abajo, agitando satisfechas sus plumas de papel. Sólo unas pocas hostigaban aún a su familia, borrando los últimos recuerdos que ésta tenía de Héctor.

El muchacho sacudía los brazos y daba voces para tratar de espantarlas, pero sus padres ya no le prestaban atención, ni a él ni a las criaturas que volaban en torno a ellos. Estaban aturdidos y miraban a su alrededor como si acabaran de despertar de un profundo sueño. Sarah se aferraba con todas sus fuerzas a la pierna de su madre, pero de pronto se soltó, frotándose los ojos con los puños y bostezando ruidosamente.

—¿Mamá? —preguntó, indecisa—. ¿Qué hago aquí?

—Vaya susto que nos has dado, hija —contestó la mujer, arreglándose el cuello del camisón y mirando intranquila a la niña—. Vamos a tener que atarte a la cama para que no te levantes por la noche. Qué gritos pegabas, qué gritos… ¿Tenías una pesadilla, cariño?

Sarah asintió vacilante.

—¡Mamá! ¡¿No me ves?! —gritó Héctor—. ¡Estoy aquí! ¡Sarah! ¡Sarah!

—Era un sueño horrible —le estaba explicando la niña a su madre, ignorando por completo los gritos de su hermano—. Una chaqueta mala quería entrar en casa y rascaba en mi ventana…

Héctor notó cómo las fuerzas le abandonaban y cayó de rodillas. Ni siquiera tenía la posibilidad de engañarse y pensar que en cualquier momento iba a despertar de esa pesadilla. Lo que estaba ocurriendo podía parecer imposible, podía parecer un sueño, pero era real. Terriblemente real.

Su padre agitó la cabeza y miró en dirección a Héctor, sin verlo. Casi fue capaz de notar cómo su mirada lo atravesaba.

—¿Papá? —le llamó, con un hilo de voz.

—No pueden verte —le explicó Denéstor a su espalda. «Olvidar. Olvidar. Olvidar», canturreaban ahora los espantos de trapo, muy bajo, meciéndose de izquierda a derecha—. Mis criaturas están alterando sus percepciones. Tan pronto te ven, olvidan que te han visto… Para ellos no hay nadie en la habitación. Si tratas de tocarlos no sabrán que los tocas. Si los llamas, no te oirán.

—Tenemos que hacer algo con este cuarto —dijo su padre, mirando dentro de la habitación llena a rebosar de aves negras que él no podía ver—. Es un desperdicio tenerlo vacío.

—¿Por qué? —preguntó Héctor con la voz rota—. ¿Por qué a mí? ¿Qué he hecho yo?

—Nada, niño —le contestó Denéstor Tul—. Esto no es por nada que hayas hecho, esto es por lo que puedes llegar a hacer.

—¡Un cuarto de juguetes! —pidió Sarah—. ¡Quiero un cuarto de…! —calló de pronto, con la sensación de que faltaba algo. Entornó los ojos. Por un momento había creído ver a alguien de rodillas en la puerta. Una silueta entretejida en humo verde.

—Mamá, papá, por favor… Estoy aquí… —Héctor se echó a llorar, desesperado—. Estoy aquí…

—Sarah, venga, a la cama. No son horas.

Héctor los vio alejarse con varios pájaros de trapo volando aún sobre sus cabezas, picoteando aquí y allá.

—Es hora de irnos —Denéstor apoyó la palma de la mano sobre el hombro de Héctor. El joven la apartó de un golpe.

—¡Deshaz lo que has hecho! —gritó. Encontró fuerzas para levantarse de un salto. Denéstor retrocedió, sorprendido por el rápido movimiento—. ¡Deshazlo!

—Ya es muy tarde para eso. No hay vuelta atrás.

—¡He dicho que…!

Los pájaros de trapo cayeron sobre él y taparon sus palabras con su alocado griterío. Héctor gritó a su vez y comenzó a lanzar golpes a izquierda y derecha, tratando de defenderse del torbellino de plumas negras que lo rodeaba, que lo asfixiaba. A través de los resquicios que dejaba aquella tormenta veía su habitación vacía y, a la vez, como si una imagen se estuviera superponiendo a otra, veía otro lugar, un lugar sombrío que iba ganando en detalles y definición a medida que su cuarto se desdibujaba. Se estaba marchando, comprendió Héctor. Lo estaban arrancando del mundo. De pronto sintió que el aire le faltaba. No podía respirar. Se llevó una mano a la garganta y cayó al suelo entre el batir de un millar de alas. Lo último que vio fue su habitación desnuda, desvaneciéndose entre tinieblas.

Denéstor Tul se quedó solo en la estancia. Miró a su alrededor lentamente, como si intentara atesorar cada detalle de la habitación para guardar en su memoria una imagen perfecta de aquel lugar. Luego sacudió la cabeza.

—Samhein… —musitó apenado con su voz de cristales rotos.

Y desapareció.