Vórtice

Vórtice

La ciudad estaba inquieta.

Era noche propicia, tiempo de cosecha, y el crepitar de la magia lo poblaba todo. En las alturas centelleó un relámpago y un instante después estalló el trueno; resonó en la oscuridad como el rugido de una bestia inmensa.

Llegaba la hora.

Millares de sombras aladas se hicieron dueñas y señoras de los cielos; formaban nubes movedizas que graznaban sinsentidos mientras se desplazaban enloquecidas de un lado a otro.

En los ventanales del castillo se dejaban ver, de cuando en cuando, las siluetas de sus moradores. Algunos se limitaban a echar un vistazo fugaz; otros permanecían más tiempo en las ventanas, contemplando el ir y venir de la figura que se recortaba en lo alto de una torre cercana. Se trataba de un hombrecillo diminuto que caminaba encogido contra la tormenta. Parecía tan frágil que daba la impresión de que el viento lo arrastraría de un momento a otro por los aires. El almenar de la torre donde se encontraba estaba salpicado de percheros, todos con un único chaquetón colgando de su extremo, y él iba de uno a otro, sin dejar de canturrear.

Alta sobre la torre, brillaba una brecha de un intenso color rojo. La mayor parte de las sombras aladas se concentraban en torno a aquel desgarrón en el cielo, girando a su alrededor como remolinos tenebrosos.

El hombrecillo levantó la mirada hacia la grieta. Sacudió la cabeza, y apresuró el paso hasta la chaqueta más cercana. La acarició de arriba abajo mientras canturreaba. De pronto, la prenda se irguió en el perchero y agitó sus mangas ante él, como si pretendiera abrazarlo. El hombre gris hizo una mueca, fruto del agotamiento, y pasó al siguiente abrigo.

Poco después, un nuevo trueno retumbó en las alturas, una verdadera explosión que reverberó durante largo rato entre los riscos. La brecha del cielo cambió de color, del rojo pasó al azul y del azul al negro intenso. El hombrecillo cerró los ojos, intentó controlar su respiración y alzó los brazos. Había llegado el momento.

Las chaquetas abandonaron los percheros todas a una y volaron hacia la grieta: sus mangas y faldones aleteaban frenéticos en la tormenta. Entraron por la brecha y desaparecieron, devoradas por las tinieblas del otro lado. Hasta la última de las sombras que volaban en las montañas puso el mismo rumbo. Una verdadera riada de oscuridad se vertió a través de la grieta, sin dejar de gritar ni por un segundo. Sus graznidos se habían convertido en palabras:

—¡Samhein! ¡Samhein! ¡Sin descanso! ¡Sin respiro! ¡Samhein! ¡Buscad, buscad, buscad! ¡Hasta que la muerte nos reclame y el olvido nos condene! ¡Buscad!

El hombre gris bajó los brazos y se tambaleó de un lado a otro, al límite de sus fuerzas. Se apoyó en el borde de la almena y volvió a mirar hacia los cielos. La grieta todavía fulguraba en mitad de la noche, pero ya no había ni rastro de sombras voladoras ni chaquetas.

Más allá del castillo y las montañas, la ciudad en ruinas aguardaba. Sus calles tortuosas se abrían camino entre edificios desarbolados, torres a punto de venirse abajo, plazas desiertas y montañas de cascotes. La tormenta, hasta entonces centrada en las montañas, extendió su manto y cubrió la ciudad entera. La oscuridad se hizo total. Varias voces comenzaron a susurrar en la negrura; se oían amortiguadas, como si llegaran de lo más profundo de la tierra.

—Volad, volad, pajaritos, volad al mundo de los hombres… —canturreaba una de ellas. Era una voz rancia y ajada, una voz sobre la que se derramaban gusanos y podredumbre—. Traednos alegría. Traednos esperanza. Traed luz a las tinieblas.

—O traednos alaridos —continuó otra—. Masacre y destrucción. Muerte y horror. Traednos el aroma del miedo y el siseo de la sangre al verterse.

—Sí, por favor…

—Traednos algo por lo que merezca la pena estar muertos.