LA GUERRA CIVIL EN LA HISTORIA DE ESPAÑA
La explosión de odios de la guerra ha generado una copiosa y jeremiaca literatura que la explica con invocaciones telúricas al carácter de los españoles y su violencia congénita. Hasta intelectuales de la talla de Menéndez Pidal cayeron en retóricas brumosas de ese jaez. Américo Castro, en particular, vio el guerracivilismo como una propensión de los españoles desde que éstos expulsaron a los más ilustrados componentes de su ser, el judaico y el morisco, para vivir luego en «un letargo sangriento y rencoroso». Dada la ignorancia de los españoles sobre sí mismos, sobre su verdadera y mutilada naturaleza tricultural, Castro los exhortaba a tomar «actitudes reflexivas» para que «los españoles, antes de matarse, miren lo que hacen», porque «se han matado unos a otros sin saber ni quiénes son, ni por qué se matan, ni por qué son tan duros … de convivir»[1]. Tiradas similares abundan, en competencia o compañía de las cocinadas con «lucha de clases».
Los españoles serían violentos por comparación con los «europeos», al menos los de la Europa occidental y rica. Así se dice, cerrando los ojos a hechos como la mucho mayor explosión de odio y sangre comenzada en 1939[2]. Sería difícil demostrar que los españoles son más –o menos– violentos que cualquier otro pueblo. En todo caso, como ha observado Julián Marías, España resultó, desde los Reyes Católicos hasta el siglo XIX, uno de los países internamente más pacíficos de Europa, aserto extensible a su enorme imperio de entonces.
Lucubraciones como las de Castro, sostenidas contra toda evidencia, emanan del resentimiento contra la cultura e historia propias, ya aludido al hablar de Azaña, y muy extendido desde el 98. Y no dejan salida. Si los hispanos son violentos, intolerantes y obtusos, el único remedio para las escasas personas lúcidas que lo han descubierto sería cambiar de nacionalidad, por no ser víctimas de sus intratables connaturales. Sin embargo, en lugar de tomar acuerdo tan sensato, casi todos ellos prefieren persistir en sus plañideras e inútiles censuras, lo que hace sospechar en ellos una inteligencia quizá no tan grande como la que se autoatribuyen. En contraste con la Edad moderna, la contemporánea sí ha resultado violenta en España, que en el siglo XIX sufrió constantes golpes militares y tres guerras civiles, las carlistas –si bien sólo la primera, de 1833 a 1840, tuvo verdadera amplitud–; y en el siglo XX una sola, pero trascendental. Opino que esas alteraciones se explican en muy buena medida por la irrupción de partidos revolucionarios jacobinos, y después obreristas. Tales partidos no aceptaban la realidad social del país para transformarla progresivamente, como hacía el liberalismo conservador, sino que la condenaban, y aspiraban a romperla y cambiarla de raíz. Como hasta la sociedad más tranquila y estable es un nido de tensiones e insatisfacciones, puede definirse la política normal como el arte de conducir esas tensiones, evitando su estallido. Por el contrario, el arte de la revolución consiste en exacerbar esas tensiones a fin de echar por tierra la sociedad execrada. El revolucionario cree poseer soluciones radicales para devolver al hombre a su naturaleza supuestamente auténtica, o a una especie de plenitud, emancipándolo de la opresión y alienación productos de una historia equivocada o algún poder siniestro, designado como «el capitalismo», la «reacción», etc. El grandioso objetivo justifica la mayor violencia. Ideas semejantes, referidas no a los hombres en general, sino sólo a algunos de ellos, aparecen en los nacionalismos de vocación balcanizante, producto también de la crisis del 98.
En la historia española de estos dos siglos observamos la acción revolucionaria detrás de todas las convulsiones. Se objetará que a su vez el empuje revolucionario reflejaba la insatisfacción y el sentimiento de opresión e injusticia de las masas. En parte es cierto, pero las realidades donde enraizaban tales sentimientos podían irse corrigiendo evolutivamente, aunque de modo parcial, pues no hay sociedad perfecta, y la solución de unos problemas y tensiones siempre abre la puerta a otros nuevos. Las masas, en general, preferían la evolución pacífica, como prueba el hecho de que los movimientos revolucionarios fueron muy minoritarios hasta la llegada de la república, naciendo su peligrosidad de su carácter extremadamente violento, y no de masas de seguidores. Justamente por su poca masividad, los jacobinos hubieron de recurrir constantemente al golpismo militar, y los obreristas al terrorismo o a intentonas combinadas con los primeros. Debemos insistir en el significado del golpe de Primo de Rivera, porque constituye una lección histórica: los revolucionarios tenían capacidad para arruinar el régimen constitucional, explotando sus libertades, pero no para sustituirlo. Pese a la mínima represión de Primo, los anarquistas y republicanos fueron reducidos a la pasividad, mientras los socialistas colaboraban con el dictador. Otro factor a tomar en cuenta es que, entre tanto, el liberalismo conservador que había articulado el medio siglo de la Restauración, se había podrido, por así decir. La agresión revolucionaria no debe hacer olvidar la otra cara de la moneda: la corrosión del sistema liberal por unos líderes intrigantes y sin altura de miras, los cada vez más impopulares «politicastros». Incapaces de abordar los problemas de fondo y de emprender las necesarias reformas de la época, ellos contribuyeron a liquidar la Restauración, y así, el golpe de Primo de Rivera, en 1923, mataba a un muerto. Por eso, cuando, al irse el dictador, las viejas fuerzas reemergieron para intentar una transición democratizante, sus jefes, faltos de confianza en sí mismos y convencidos de su propia flaqueza moral, hundieron la monarquía, más que los republicanos.
Y en la república tomaron forma, por primera vez, movimientos revolucionarios de masas que, si antes habían podido perturbar al poder, ahora se sentían con fuerzas para derrocarlo u ocuparlo. Eso y la quiebra liberal cambiaron la distribución de fuerzas con respecto a la época anterior. Frente a la revolución no pudo alzarse un partido liberal, y la resistencia vino de un sector católico moderado, pero convencido de que la hora del liberalismo había pasado. El otro gran partido moderado fue el republicanismo histórico de Lerroux, perdido su viejo jacobinismo y convertido en lo más semejante a un partido liberal conservador que hubo en esos años. Contra ideas muy comunes, la república sólo hubiera podido vertebrarse mediante la alianza de estos dos partidos, y no de jacobinos y revolucionarios: en octubre de 1934 y después, la democracia se sostuvo gracias a los moderados. Que fuera un conservador con pujos progresistas como Alcalá-Zamora, reliquia en muchos aspectos de la Restauración, quien echase por tierra la esperanza de estabilidad representada por ambos partidos, muestra hasta qué punto la historia llega a hacerse imprevisible. En sentido muy amplio, la guerra civil del siglo XX vino a concluir los procesos abiertos a principios del siglo anterior, que parecían resueltos por la Restauración. En sentido más estricto, fue la consecuencia última del fracaso de la Restauración. Tal desenlace no era ineluctable, pero ciertamente ocurrió. La república polarizó la sociedad entre el catolicismo y la revolución, pero fue esta última, y no una amenaza fascista o reaccionaria, la que exacerbó las tensiones hasta su decisión por las armas.
El enfrentamiento entre revolución y catolicismo (cada uno con sus matices y variantes) ha dado lugar a equívocos, bien visibles en el análisis de Orwell, donde catolicismo equivale a oscurantismo y atraso. Si ganaban las izquierdas, dijo, vendría una dictadura, pero «el régimen franquista sería peor. Para los trabajadores urbanos quizá la situación no cambiará, gane quien gane. Pero España es fundamentalmente un país agrícola y los campesinos sí se beneficiarían de la victoria del gobierno (…). El gobierno de posguerra sería, por lo menos, anticlerical y antifeudal (…). Modernizaría el país, por ejemplo, construyendo carreteras, y promovería la educación y la salud públicas. Algo se había hecho ya en esa dirección, hasta en plena guerra. Franco, en cambio, no sólo era un títere de Italia y Alemania, sino que estaba ligado a los grandes terratenientes feudales y representaba una rancia reacción clérigo-militar. El Frente Popular podía ser una estafa, pero Franco era un anacronismo. Sólo los millonarios o los románticos podían desear su triunfo»[3].
Nada más distante de la realidad. El tan anacrónico régimen «títere de Italia y Alemania», perro guardián de la «rancia reacción clérigo-militar», etc., dejó un balance, a los 36 años, de neutralidad en la guerra mundial, tan de agradecer para los Aliados[4]; de transformación de un país agrario en industrial y de servicios, más próximo que nunca en los siglos XIX o XX a la renta de los países ricos de Europa; de erradicación del hambre y el analfabetismo, con una enseñanza superior de masas. Y una seguridad social cuyo éxito resume el haber llegado España, de ser una de las poblaciones europeas con menor expectativa de vida, a ser la de mayor, sólo detrás de Suecia, y delante de Gran Bretaña, Francia o Alemania. Y era acaso el país europeo con menos presos, proporcionalmente, aunque algunos de ellos fueran políticos.
Estas transformaciones obturan el caudal interpretativo que las tenía por imposibles bajo el franquismo; pero al ser indiscutiblemente ciertas, ha tomado vuelo la teoría, por así llamarla, de que ellas ocurrieron al margen o a pesar de la dictadura. Lo afirman historiadores, literatos y políticos… que no dejan de pintar al régimen como asfixiante y omnipresente. Pero, ¿pudieron las universidades o la seguridad social organizarse al margen o en contra del gobierno? ¿Funcionaron las empresas al margen o en contra de la política económica oficial? ¿Se multiplicaron los centros de enseñanza, y aprendieron a leer y escribir millones de personas desafiando las órdenes franquistas? ¡Se trataría de una dictadura no ya inefectiva, sino etérea! ¿Debe tomarse en serio una historiografía tan irracional?
El régimen pasó por tres grandes etapas de un decenio cada una, salvo la última, de 16 años. En la primera, los años cuarenta, debió afrontar la reconstrucción del país, sobre todo de la antigua zona populista, sumida en el caos[5]. No ayudaban las estrecheces impuestas por una guerra mundial en la que una neutralidad muy distinta de la de 1914-1918 excluía beneficios e incluía amenazas de invasión. Hacia 1944 estaba superada en buena parte la ardua posguerra, pero una segunda posguerra cayó sobre el país, impuesta por el boicot internacional, y la privación de los créditos del Plan Marshall, que tanto ayudaron a Europa Occidental a salir del marasmo, ofrecidos también a los regímenes comunistas, pero no al de Franco. Todo ello complicado con el maquis, guerrilla organizada por los comunistas, resueltos a recomenzar la guerra civil con la idea de ganarla esta vez gracias al respaldo de los vencedores en la guerra mundial[6]. Franco derrotó al maquis y resistió las presiones, viendo confirmada su tesis de que la alianza entre la URSS y los occidentales duraría poco. Fue una década de pobreza en un país exhausto, con dos fuertes repuntes del hambre en 1941 y en 1946, aunque sin llegar a la gravedad de la padecida en 1938 en la zona populista. No obstante, para 1948 el franquismo había superado en lo esencial la dura prueba.
Los años cincuenta vinieron a ser un período de transición. El progreso económico y social se acentuó, pero terminó frenado por una política económica de pretensiones autárquicas, fruto, por una parte, del aparente éxito del modelo alemán en los años de preguerra, y por otra del bloqueo exterior. A partir de 1959 el régimen cambió su política económica, liberalizándola. Franco, renuente al principio, aceptó los consejos de los expertos, con resultados espectaculares. El país llegó a tener los índices de crecimiento económico más altos del mundo, después de Japón y algún otro, al punto de que diversos analistas creían que en los años ochenta superaría en renta per capita a Italia y Gran Bretaña, pronóstico fallido por la crisis del petróleo de la segunda mitad de los años setenta, y por otros factores.
La historia del franquismo no es completa sin la del antifranquismo. Los dirigentes exiliados mantuvieron las viejas retóricas mientras se sumían en la pasividad y las querellas internas, y su recuerdo se diluía en el interior de España, donde perdieron todo apoyo. Hubo, sin embargo, unos años de esperanza para ellos, conforme los Aliados ganaban la guerra mundial y los exiliados confiaron en volver al poder sobre los tanques useños. También lo creyó buena parte de la derecha, hasta varios generales, aparte de Gil-Robles y Don Juan, el hijo de Alfonso XIII aspirante al trono. Proliferaron las maniobras y reagrupamientos políticos, acercamientos a la izquierda, en especial a Prieto, contactos con la embajada británica, etc. El régimen parecía agrietarse. Pero de nuevo Franco se salió con la suya pese a las pobres cualidades intelectuales y de carácter que le conceden sus agudos críticos, y Don Juan perdió en la apuesta sus opciones al trono. Ya en 1944 el Caudillo había advertido a Churchill del peligro soviético y la imposibilidad de mantener la alianza entre las democracias y Stalin, contra la visión opuesta del estadista inglés[7]. Los hechos justificarían al ferrolano, dando paso a la llamada guerra fría, y al fin del bloqueo y del aislamiento mundial del franquismo, convertido en aliado occidental contra la URSS.
Desde ese momento, republicanos, socialistas, anarquistas y nacionalistas vascos y catalanes, desorganizados, sin espíritu de lucha ni apenas lazos con el interior, se hundieron en la inoperancia. En 1949 decía un desalentado Gil-Robles: «Nosotros no somos ya más que un recuerdo en la política española (…). Las nuevas generaciones nos resultan por completo extrañas»[8].
Lo mismo podían decir los demás exiliados. La idea, a menudo expuesta, de que ello se debió a que la represión había aniquilado a las personas de izquierda políticamente capaces, es una simple argucia: el número de víctimas derechistas durante la guerra fue aproximadamente igual, y si, como se pretende, representaban a una ínfima oligarquía, el exterminio de la derecha debió haber tenido efectos mucho más definitivos que el de la izquierda.
La excepción fue el PCE, que contra viento y marca persistió, a veces con auténtico heroísmo, en la ímproba tarea de organizar una oposición dentro de España. Vencido el maquis, su actuación se orientó a la infiltración en los sindicatos oficiales, en ambientes universitarios, intelectuales y artísticos, etc. El fruto de este esfuerzo oscuro y penoso iba a llegar muy lentamente. En 1947 había habido en Bilbao una huelga importante, y en 1951 un boicot al transporte en Barcelona, pero habían tenido carácter espontáneo, sin deber casi nada a ningún partido. En cambio las manifestaciones estudiantiles de Madrid, en 1956, aunque sin continuidad durante años, sí tuvieron relación con la labor comunista. De todas formas, su mensaje no cuajaba. La experiencia de la guerra estaba próxima, y a la gente le repugnaban unos lenguajes y consignas que la recordaban demasiado. Desde 1959, el panorama evolucionó. El régimen, más seguro de sí, adoptó medidas liberalizadoras, y el ambiente social, con el aumento de la riqueza, se abrió a nuevas ideas y tendencias. Los comunistas, tras algunas purgas internas, impulsaron movimientos como Comisiones Obreras, el Sindicato Democrático de Estudiantes o la Asamblea de Cataluña, de carácter abierto y actuación semilegal, con la aspiración de movilizar a amplios sectores sociales. Consiguieron poner en marcha también a grupos cristianos radicalizados, a nacionalistas catalanes, etc. Los resultados, sin ser desdeñables, tampoco hacían peligrar al régimen. Los antifranquistas más demócratas permanecían pasivos, y el comunismo, perceptible bajo las siglas y proclamas democráticas, seguía asustando y repeliendo a la población. Pues, en definitiva, aquellas organizaciones eran densamente antidemocráticas. Concebían las invocadas libertades como una palanca para abrir la puerta a un sistema de estilo soviético en España. Por entonces el comunismo se hizo respetable en casi todo el movimiento antifranquista, teñido fuertemente de simpatía hacia la URSS, Fidel Castro, Ho Chi-Min y otros sistemas y líderes totalitarios. Al calor de aquel ambiente y de la liberalización del régimen, resurgió el terrorismo hacia finales de los años sesenta, de la mano del nacionalismo vasco de izquierda –una novedad histórica–, en menor medida del catalán y del gallego, de los maoístas y de algunos anarquistas.
Novedad de los tiempos fue asimismo la radicalización de sectores eclesiásticos. La Iglesia, salvada de manera muy literal por el franquismo, había constituido uno de los pilares fundamentales de éste en los años cuarenta y cincuenta, pero a partir del Concilio Vaticano II crecieron en ella tendencias de afinidad con el marxismo. Los jesuitas, y no sólo ellos, ampararon con eficacia a comunistas e izquierdistas, desde Comisiones Obreras a los abiertamente terroristas. Un factor clave en la formación y asentamiento de ETA fue la «comprensión» de numerosos clérigos vascos. También parte del clero dejó su impronta en el renacimiento del nacionalismo catalán. Así, son discernibles cinco rasgos en el movimiento antifranquista de los años sesenta:
a) Lo principal de él giraba en torno a los comunistas.
b) También apoyó al terrorismo nacionalista vasco, aunque no a otros.
c) Simultánea y contradictoriamente, clamaba por la democracia y las libertades.
d) Las corrientes izquierdistas en la Iglesia le brindaron cobertura, justificación e impulso, y al paso agrietaban uno de los pilares esenciales del régimen.
e) Pese a algunos éxitos ocasionales, como la campaña pro ETA cuando el proceso de Burgos, en 1970, el antifranquismo no pasó de causar molestias al régimen.
Con estos rasgos, suena duro de creer que la democracia actual en España debiera mucho a aquella oposición, como a menudo se oye. Y, en efecto, le debió muy poco.
En años recientes ha habido empeño en destacar otro tipo de oposición, más o menos liberal, representado en el llamado, por el franquismo, «Contubernio de Munich», ocurrido en 1962. Consistió en una reunión de personajes monárquicos, ex falangistas, católicos, socialistas y nacionalistas vascos y catalanes, impulsada por Madariaga. Rasgo común a todos ellos era su incidencia en España, prácticamente nula. Gil-Robles, el personaje más destacado del encuentro, constituía para entonces una reliquia del pasado, y quienes sí tenían alguna organización, los comunistas, quedaron excluidos[9]. Como al terminar la II Guerra Mundial, los reunidos no hacían planes disponiendo de una fuerza apreciable, orgánica o de opinión, en el interior del país, sino especulando con presiones o intervenciones exteriores, en este caso del Mercado Común Europeo. Según el estudioso portorriqueño L. López Álvarez, siguieron seis meses de negociaciones, frustradas porque los republicanos no admitían una transición timoneada por Don Juan[10].
El régimen vio en la cita muniquesa un manejo para volver a la situación prebélica, e, impresionado por la aparente implicación del Mercado Común Europeo, desató una campaña de acusaciones contra los participantes, a varios de los cuales detuvo o desterró por un tiempo de sus lugares de residencia. Pero el «contubernio» no tuvo otra repercusión que la que quiso darle el franquismo, y quedó como un hecho aislado, sin peso discernible en la historia posterior. Como en el caso del antifranquismo de tendencia o simpatías comunistas, incomparablemente más activo, han menudeado los intentos de otorgar a la reunión de Munich una trascendencia decisiva –y harto improbable– en la la configuración del actual régimen democrático.
Por causas ya indicadas, el liberalismo, hundido con la monarquía en 1931, desempeñó un papel menor durante la república, nulo durante la guerra, y casi nulo como oposición a la dictadura. Unos liberales apoyaron al régimen, la mayoría se abstuvo de molestarlo, y casi ninguno le resistió con actos reseñables. Si después del franquismo fraguó una democracia, nada debió a una previa oposición liberal, sino a que aquél creó, por sus propios objetivos, las condiciones propicias.
Lo mismo cabe decir del retorno de la corona, que en 1931 pareció quedar desahuciada por la historia. Y que algunos, anacrónicamente, identifican con la democracia liberal, pues durante la república, la mayoría de los monárquicos abandonó el liberalismo, volviéndose francamente hostil a él, y sólo volvió a la vieja doctrina, y con grandes limitaciones, bajo la ilusión de que los Aliados expulsarían a Franco en 1945. Suele reprocharse al Caudillo no haber restaurado mucho antes la monarquía, pero él no tenía mayor obligación de hacerlo desde el momento en que, como hizo ver a Don Juan, el alzamiento de 1936 no tuvo carácter monárquico, aunque en él participasen grupos alfonsinos minoritarios. Sin Franco, favorable a una nueva restauración monárquica, aunque sin prisas, el trono habría tenido escasísimas posibilidades volver a España.
Al fallecer Franco, en noviembre de 1975, el régimen se encontró en un dilema. En él subyacían dos concepciones: una lo tenía por alternativa superadora del comunismo y también de la democracia liberal, y otra lo entendía como un expediente pasajero, nacido de la crisis revolucionaria de los años treinta. Para ésta, el franquismo no debía sobrevivir a la figura de su jefe, «irrepetible», se insistía, lo cual obligaba, tras la muerte del Caudillo, a la homologación política del país en la Europa occidental, a cuyo ámbito económico y cultural pertenecía. En los años setenta, la primera opción parecía agotada, y la segunda terminó imponiéndose. El propio Franco debía de ser cada vez más escéptico sobre la perduración de su régimen, como indican diversas expresiones suyas, entre ellas la conocida respuesta al enviado norteamericano V. Walters[11].
Para esa homologación, la oposición antifranquista no inquietaba, excepto el PCE: ¿había cambiado, o seguía siendo el viejo lobo con piel de cordero? También ETA, con su corriente de apoyo, suponía una nube en el horizonte. El régimen prefería otros grupos, y toleraba, si es que no alentaba, la reorganización de un PSOE teóricamente marxista, en realidad sometido a las directrices de la socialdemocracia alemana.
En todo caso la corriente del régimen opuesta a su supervivencia, resultó muy mayoritaria. Juan Carlos, el rey designado por Franco por encima de su padre Don Juan; Torcuato Fernández Miranda, destacada figura intelectual y política del franquismo; Adolfo Suárez, ex jefe del partido único o Movimiento Nacional; y bastantes jefes más, encontraron escasas resistencias a su plan de reformas, votado muy mayoritariamente por las Cortes franquistas, que aceptaron su propia disolución para dar paso a las libertades políticas. La transición se haría mediante una reforma, rápida pero ordenada, «de las leyes a las leyes», sin ningún azaroso vacío de poder[12].
Ese camino disgustaba a la oposición, pues en definitiva legitimaba al franquismo desde la democracia. A la vía de la reforma opuso la de la ruptura, como si creyese en una derrota del régimen anterior o quisiese reducir a éste a un paréntesis entre la república y la nueva situación, consagrando algo así como un triunfo póstumo del Frente Popular. Persuadida de la fragilidad del proyecto franquista (Juan Carlos «el Breve», solía llamar al rey), la oposición desplegó a lo largo de 1976, en práctica legalidad, una intensísima agitación y movilización de masas, en un pulso entre la ruptura y la reforma, que debía culminar en una magna huelga general, en noviembre. La huelga fracasó y el pulso lo ganó la reforma, votada masivamente en el referéndum de diciembre de 1976, poco después de que uno de los grupos izquierdistas más exaltados, el maoísta PCE(r)-GRAPO, secuestrase a Antonio María de Oriol, patriarca de una de las familias industriales y financieras más poderosas del país y ex ministro de Franco, y luego al general Villaescusa[13].
Comparando esta transición con la posterior a Primo de Rivera, notamos cómo en 1930-1931 el monarquismo liberal fue desbordado por una oposición pequeña e improvisada, pero sumamente activa y diestra en la explotación del clima de inseguridad anejo a los períodos provisionales. En 1976-1977, por el contrario, los reformistas del régimen, cuyo ánimo liberal se manifestaría enseguida, retuvieron la iniciativa, y eso ha sido, a mi juicio, el cimiento de la estabilidad democrática actual. Percibiremos el peligro entrañado en la «ruptura» si reparamos en la heterogénea y vaporosa composición de sus organismos, la Junta y la Plataforma democráticas: comunistas, socialistas, democristianos, nacionalistas catalanes, maoístas y personajes de variada adscripción, todos faltos de arraigo popular o de organización sólida, con la excepción del PCE. Ni por consistencia política ni por espíritu democrático, ausente en la mayoría de ellos, podían aquellas fuerzas garantizar una democracia libre de las viejas epilepsias. Al no reproducirse el desfallecimiento conservador de 1931 en el arriesgado proceso de transición, a la oposición le tocó una función auxiliar, más positiva, aunque la cumpliera a regañadientes. Su triunfo llegaría después, en la batalla de la propaganda, y hoy predomina en la desorientada memoria colectiva la idea de que fueron los antifranquistas quienes forzaron y protagonizaron la transición, con algunos sectores del franquismo en posición auxiliar.
Puede decirse que la guerra civil marcó un antes y un después en la historia de España desde la invasión napoleónica o, en todo caso, en el siglo XX. Su efecto inmediato, la llamada «era de Franco» por el economista R. Tamames, desembocó en una sociedad nueva, con problemas nuevos, propicia a una democracia estable. La decisiva mutación se refleja en las fuerzas políticas actuales, tan distintas de las de preguerra: los republicanos jacobinos y los anarquistas desaparecieron a efectos prácticos. El PSOE volvió, tras un eclipse de 36 años, pero poco tenía ya en común con el partido de Largo, Prieto y Besteiro. El naufragio comunista ofrece un curioso paralelismo, acaso superficial, con el de la Falange: destacado protagonismo en la guerra y la dictadura, para diluirse rápidamente después. El carlismo padecía en 1975 una crisis demoledora, caído en un peculiar izquierdismo. La democracia cristiana, cuyo precedente sería la CEDA, no cuajó en la transición. Tampoco existe un partido monárquico, aunque sí un sentimiento monárquico extendido, habiendo recuperado el trono su popularidad gracias a la manera como orientó la democratización. No cabe conceptuar el franquismo como un paréntesis oscuro y vacío entre la república y la democracia actual, pues ésta procede directamente de él, y su estabilidad descansa en la base social y económica creada por él, que facilita encauzar las tensiones sociales sin demasiados sobresaltos. Al revés de la republicana, la nueva Constitución ha nacido de un amplio consenso, el violento y turbio anticlericalismo de antaño ha casi desaparecido, y el clima político actual, salvo excepciones como la del terrorismo nacionalista vasco, está muy lejos de la crispación y el enfrentamiento, a menudo feroz, típicos de la república. Pese a ello pervive en la izquierda, por legado del antifranquismo de los años sesenta y setenta, una identificación sentimental con la catastrófica II República, un empeño en pintar de rosa a ella y al Frente Popular, indistinguibles en la propaganda, y en desfigurar justificativamente la historia. Esas tendencias constituyen una rémora para la democracia, y no hace falta mucha sagacidad para percibir cómo ahí enraízan las conductas más perturbadoras de estos años: el terrorismo, la pretensión de «enterrar a Montesquieu» degradando el poder judicial, los nacionalismos balcanizantes, la oleada de corrupción de los años ochenta, etc. Esas amenazas, en especial el terrorismo, han engendrado reacciones igualmente peligrosas, como la intentona golpista de 1981.
El franquismo, régimen peculiar, no se deja etiquetar fácilmente. Con su retórica antijudía, ayudó a los judíos perseguidos por Hitler más, probablemente, que cualquier otro país, y siguió haciéndolo frente al extremismo musulmán, aunque, nuevo matiz, se negara a reconocer al estado de Israel; antiobrero, según sus enemigos, estableció la legislación laboral más favorable a los obreros que haya existido antes o después en España… Y, en fin, sin ser liberal ni democrático, ha desembocado en una democracia liberal, básicamente por su propio impulso. ¿Cómo fue posible esto, máxime cuando la oposición activa no era democrática, y la democrática no era activa? A mi juicio, la clave yace en su carácter autoritario, pero no totalitario. El autoritarismo limita seriamente las libertades políticas, sin extender la política sobre toda la actividad humana; el totalitarismo no limita, sino proscribe las libertades, y al teñir de política toda la vida humana, reduce a muy poco la libertad personal, que el franquismo apenas atacó. La diferencia resalta en las transiciones de los países socialistas y la de España. Ésta ha resultado bastante sencilla, mientras que las primeras han chocado con mil complicaciones y obstáculos, y en muchos de esos países no se han completado trece años después de la caída del muro de Berlín.
Por lo demás, la rebelión del 36 no fue contra la república o lo que de democrático quedaba en ella, sino contra la revolución, aunque en su impulso arramblara con otras muchas cosas. En ese sentido, la reforma del franquismo, en 1976, abría paso a una especie de segunda Restauración, pero en una situación, creada por aquel régimen, incomparablemente mejor que cualquiera de preguerra. No me parece exagerado decir, como ya señalé en De un tiempo y de un país, que la victoria de Franco en la guerra civil salvó a España de una traumática experiencia revolucionaria, y que su régimen la libró de la guerra mundial, modernizó la sociedad y asentó las condiciones para una democracia estable. Con todos sus elementos negativos, y a pesar de la imagen nefasta cultivada por sus enemigos en estos años últimos, su balance final me parece muy positivo, e infundada la mayoría de las críticas a él que hoy circulan como verdades inconcusas[14].