Epílogo I

LA GUERRA CIVIL EN EL SIGLO XX

La Guerra Civil española fue española en su carácter, y no debió de ser nunca identificada con los antagonismos europeos: Alemania y las potencias occidentales, fascismo, comunismo, capitalismo y socialismo. España era un país solitario y debió habérsele dejado en su soledad. Como conflicto interno español por completo, tal vez se hubiera resuelto más rápida y menos terriblemente. Golo Mann[1].

A menudo hablábamos de España, y recuerdo su observación cuando se sorprendió de ello: «¿Por qué pensamos tanto en ello? ¿Nostalgia de nuestra juventud? No. Fue una guerra de hombres, sin duda la última. Paul Nothomb y A. Malraux[2].

Los manuales recientes sobre historia del siglo XX parecen seguir el consejo de G. Mann de marginar la guerra de España. Así, en las mil quinientos páginas dedicadas al siglo XX en la Historia Universal dirigida por el propio Golo Mann y Alfred Heuss, dicha contienda sólo recibe dos cortos párrafos. La Historia Oxford del siglo XX apenas le hace unas referencias marginales, sin nombrar siquiera a figuras tan significativas como Azaña o Negrín, mientras aparecen Mugabe, Somoza, Elvis Presley, Trujillo, políticos secundarios anglosajones, etc. Franco recibe tres menciones, número alto, pues Churchill tiene cinco. La Historia general del siglo XX, de G. Procacci, le dedica un breve capítulo, citando una vez a Negrín, tres a Azaña y seis a Franco. La Historia del siglo XX, de E. Hobsbawm cita siete veces a Franco, más por su régimen que por la guerra, y ninguna a Azaña o a Negrín. Etc.

Sin embargo, en su momento, nuestra guerra tuvo una formidable resonancia mundial, suscitó pasiones y partidismos entre las masas y entre la intelectualidad europea y americana, e incluso asiática, como en la India o China. Decenas de miles de hombres vinieron voluntarios a luchar en uno u otro bando, de preferencia en el Frente Popular. Las potencias europeas tomaron posición, unas interviniendo con armas y soldados, y otras con un abstencionismo muy distinto de la inhibición.

La emocionalidad se ha prolongado en el tiempo, y ha producido una bibliografia inundatoria, una de las más nutridas sobre cualquier suceso del siglo XX. Aun hoy, más de sesenta años después, no da signos de cesar la fascinación, y siguen saliendo nuevos títulos, no sólo en español, sino en inglés, también en francés, con menos frecuencia en alemán o italiano, así como cientos de artículos en revistas especializadas y prensa común. Por consiguiente sigue hablándose mucho de aquella guerra, como hacía Malraux, y a veces con el mismo apasionamiento de antaño. El tema parece siempre inconcluso, y en torno a él continúan justificándose y peleando las ideologías y las propagandas, con frecuencia a costa del rigor historiográfico.

En el momento bélico, esa atención rompió una tendencia que justificaba las frases de Golo Mann separando lo español de lo europeo. Desde la guerra de Independencia, a principios del siglo XIX, España, sometida a graves agitaciones internas, pasó poco advertida en la escena del mundo, aunque resulta exagerado llamarle nación solitaria. En aquel siglo, el país había perdido la carrera de la revolución industrial, pero en el XX, especialmente bajo la dictadura de Primo de Rivera, empezaba a recobrarse de su rezago. Y si bien sufría una clara inferioridad respecto a las naciones ricas, no tanto al conjunto de Europa, pues ocupaba un buen puesto, probablemente detrás de Italia y Checoslovaquia, en el semicírculo de naciones extendido desde Irlanda a Finlandia por el Mediterráneo y el este europeo. También, perdidos los restos de su imperio en América y el Pacífico, retenía una presencia menor, pero significativa, en Africa. Había sido de los contados países europeos neutrales en la I Guerra Mundial, pero en agosto de 1917 había sufrido un movimiento revolucionario izquierdista, en la onda de las alteraciones continentales. La posguerra había visto el triunfo marxista en Rusia, movilizaciones extremistas en numerosos países, y, en parte como reacción, un deslizamiento hacia soluciones autoritarias o fascistas. España había participado de ambas tendencias, con la ola de terrorismo de los primeros años veinte y luego con la suave dictadura de Primo de Rivera, que había apuntillado al régimen liberal de la Restauración.

Después, a principios de los años treinta, España se dotó de un régimen en principio democrático, la II República, a contracorriente del impulso autoritario europeo. La II República vivió cinco años entre crisis, insurrecciones y terrorismo. En aquel continente convulso, España lo era especialmente, sin por ello atraer mucha curiosidad del exterior. Sólo la insurrección de octubre de 1934, la «nueva Commune», despertó un momentáneo interés general.

Si la influencia política hispana tenía poca amplitud, mayor tenía la cultural. Europa vivía tiempos de extraordinaria creatividad, idos con la II Guerra Mundial para no volver luego, y España participaba de ella: Unamuno, Ortega, Picasso, Buñuel, Ramón y Cajal, Dalí, García Lorca, Baroja, Valle-Inclán y otros, gozaban de reconocimiento en el extranjero. Esta proyección ampliaría el eco mundial de un conflicto en un país políticamente marginal, pero no propiamente aislado.

La pasión por la guerra de España brotó, en primer lugar, del clima prebélico reinante en el continente europeo. La URSS nunca había ocultado su voluntad de extender su sistema por el mundo, empezando por Alemania, y a tal efecto había creado la Comintern (Internacional Comunista o III Internacional), conjunto de partidos manejados con puño de hierro desde Moscú. Las revoluciones parecían a la vuelta de la esquina. En el ambiente de frustración de los años treinta, causado o agravado por la depresión económica mundial, las naciones eran sacudidas por protestas y agitación de masas. Desde 1933, cuando Hitler llegó al poder, el fantasma de una guerra general empezó a dibujarse con creciente nitidez en el horizonte.

Los nazis aspiraban a convertir a Alemania en la potencia rectora de Europa, y a conquistar un inmenso «espacio vital» a costa, especialmente, de Rusia. Para cumplir sus planes necesitaban dar varios pasos previos, como la anexión de Austria y la ocupación de Checoslovaquia y Polonia, y al mismo tiempo rearmarse, rompiendo los tratados nacidos de la I Guerra Mundial. El auge nazi originó, a su vez, una carrera armamentista, y el continente se convirtió en un polvorín. En ese polvorín, la contienda española venía a ser una mecha encendida, amenazando hacerlo estallar, y de ahí la mezcla de excitación y miedo que suscitó.

En la I Guerra Mundial las masas habían ido alegremente a la batalla, pero la experiencia las había escarmentado, y pocos miraban con entusiasmo una repetición de la matanza. No obstante, y entre mil promesas de paz, el camino hacia la guerra parecía de obligado recorrido, y esta expectativa originaba cálculos diversos. Básicamente, si la contienda estallaba entre Alemania y las democracias (Francia y Gran Bretaña, ante todo), cabía esperar un mutuo desangramiento, y la rápida expansión de la planta revolucionaria en las ruinas de Europa occidental, para beneficio de la URSS; si, por el contrario, la guerra surgía entre Alemania y la URSS, ambos totalitarismos podrían agotarse, en provecho de las democracias. Esta alternativa motivaría, al menos en parte, la «comprensión» y «debilidad» de Londres y París ante la expansión nazi por Austria y Checoslovaquia. Y también explica el interés de Stalin por mantener encendida la mecha española, tratando de forzar el choque de las democracias con el nazismo, al tiempo que buscaba un acuerdo con Hitler.

En buena medida, la proyección exterior del conflicto español resultó de esa pugna entre la URSS y las democracias, la primera por extender la contienda a Europa occidental, y las segundas por evitarlo. Vista desde el Kremlin, la actuación de Italia y Alemania en España, país situado a espaldas de Francia y sobre vitales líneas de comunicación del Imperio Británico, parecía una amenaza crucial para los intereses de Francia y Gran Bretaña, y por tanto una magnífica ocasión para que todas ellas se enzarzasen. Pero las democracias, ansiosas por mantener aislada la llama española, diseñaron una política de «no intervención», asumiendo un cierto riesgo de expansionismo nazi por la Península Ibérica, en el cual tampoco creían demasiado. A Hitler, el escenario peninsular le interesaba para evitar una alianza francoespañola, como campo de entrenamiento militar, y para ganar un amigo, aunque el amigo mostrara pronto demasiada independencia. Para Mussolini, una España pro fascista aumentaría su influencia estratégica y comercial; pero Londres, y también París, deseaban atraerse al Duce, dada su peligrosidad y belicosidad muy inferiores a las germanas, y su régimen mucho más moderado, además de desconfiado hacia Hitler.

En tal cúmulo de peligros y expectativas continentales se desarrollaba el conflicto español, y de ahí, en parte, la conmoción que produjo.

Pero por encima de los meros cálculos estratégicos y políticos, esta guerra adquirió una vasta dimensión ideológica y espiritual.

En España, como en el resto de Europa y de buena parte del mundo, la época posterior a la guerra del 14 contempló una crisis profunda del liberalismo y la democracia, y también de la religión. Mucha gente creía opuestas al progreso las ideas cristianas, y un residuo decimonónico las liberales, fardos del pasado a liquidar en el más avanzado siglo XX. Cristianismo y liberalismo habían perdido atractivo entre las masas obreras, parte de las medias y de la juventud, mientras diversos movimientos y organizaciones trabajaban con energía, y a menudo con violencia, por acabar de erradicarlos. Los valores de la familia, la propiedad privada, la religión y el estado liberal sufrían una profunda erosión. Cuando, a principios de los años treinta, la crisis ideológica se combinó con la económica, la balanza del destino pareció inclinarse definitivamente contra aquellas viejas herencias, mientras los totalitarismos nazi y soviético exhibían a los cuatro vientos sus triunfos económicos y sociales. Incluso sistemas de fuerte raigambre liberal, como el inglés, injertaban medidas e instituciones estatalizantes, para adaptarse a los nuevos tiempos.

Tanto el régimen nazi como el comunista, en disputa por decidir el futuro del mundo, tenían un fondo común de darwinismo, considerando la sociedad humana como el escenario de una lucha por la existencia. Esa lucha constituiría la única realidad histórica de fondo, con respecto a la cual las prédicas religiosas o la verborrea liberal y democrática constituirían velos hipócritas, encubridores de la explotación de las masas por los privilegiados, o de la opresión de pueblos enteros. El comunismo cultivaba el «ateísmo militante», y el nazismo un estilo neopagano y ateoide. Sus críticas, a veces agudas y siempre muy agresivas, desgarraban las ilusiones burguesas, tachadas de falsas e interesadas, y sacaban a la luz la verdad científica de la vida social: un combate despiadado, del cual debía salir triunfante el proletariado, según los comunistas, y una especie de aristocracia aria, según los nazis.

En esa pugna los prejuicios democráticos, las falacias religiosas sobre la compasión, la dignidad humana y similares estaban de sobra, constituían cadenas atadas a los pies de los mejores, el partido proletario o el de la raza aria, llamados a alumbrar un mundo nuevo inmensamente superior al entonces agonizante. Los métodos empleados en la URSS o en Alemania podían ser, se admitía, implacables y sanguinarios, pero les aureolaba el éxito, prueba de su carácter científico. Junto a su sugestión espiritual, otra causa de la fuerza expansiva de los totalitarismos radicaba en sus organizaciones disciplinadas y fanatizadas, volcadas en su causa con una entrega que aun mirada en la distancia infunde temor y asombro. Para millones de europeos, el camino y la esperanza estaban en aquellos movimientos.

Por esta razón, y pese a transcurrir en un escenario relativamente marginal, el conflicto hispano fue entendido y a menudo vivido como conflicto de fuerzas y tendencias mundiales, verdadero choque de civilizaciones, «lucha épica, y hasta bíblica, entre el bien y el mal», tanto para las izquierdas como para las derechas. Stalin definió el combate del Frente Popular como «la causa común de toda la humanidad avanzada y progresista», y la Comintern declaraba: «Por su heroica lucha por la libertad, el pueblo español se ha colocado a la cabeza de las naciones de Europa Occidental, encarnando la dignidad de Europa. Sus armas no salvaguardan solamente la libertad, sino el honor de un continente».

Los numerosos extranjeros partidarios del Frente Popular coincidían de lleno, y acusaban acerbamente a las democracias por no comprometerse a fondo en la lucha contra el fascismo y por la libertad de todos. En España, también las izquierdas daban a la confrontación un alcance histórico y global, expreso en mil frases: «En esta lucha titánica ventilamos el porvenir no sólo de España, sino del mundo entero. O el fascismo, que es la muerte, y el clero con su cruz ensangrentada, o el pueblo español, que es el progreso y la libertad.» «El Frente Popular defendía la causa de todos los pueblos, defendía la paz y la democracia.» El fracaso del asalto franquista a Madrid, en noviembre del 36 quedó como la primera derrota del fascismo en el mundo, lograda con el esfuerzo, no sólo de los españoles, sino de los soviéticos y de voluntarios llegados de decenas de países: «Madrid, en esta hora, es la patria del mundo y la madre gloriosa de los siglos libertadores».

De modo simétrico, los sublevados derechistas valoraban su lucha como una defensa de los valores religiosos, familiares y de la propiedad privada, tan en crisis por entonces; como una defensa de la cultura europea y cristiana: «Una mano secreta desde la noche oscura, ha ordenado una siega satánica de cruces», dice un famoso poema de J. M. Pemán. Para Franco: «estamos ante una guerra que reviste, cada día más, el carácter de cruzada, de grandiosidad histórica y de lucha trascendental de pueblos y civilizaciones. Una guerra que ha elegido a España, otra vez en la Historia, como campo de tragedia y de honor para resolver y traer la paz al mundo enloquecido de hoy día». El obispo catalán Pla y Deniel escribió en Las dos ciudades: «El año 1936 señalará época, como piedra miliar, en la historia de España (…). En el suelo de España luchan hoy cruentamente dos concepciones de la vida, dos sentimientos, dos fuerzas que están aprestadas para una lucha universal (…). Ya no se trata de una guerra civil, sino de una cruzada por la religión y la patria y la civilización».

En esa impresión intensamente emotiva también incidió la visión romántica de España y de su conflicto como «la última guerra de hombres», por su apasionamiento y porque todavía no intervinieron de lleno en ella las maquinarias militares abrumadoras, tecnificadas e impersonales, propias de las guerras modernas.

Así, en el escenario hispano combatían fuerzas presentes en el resto del mundo y determinantes de su evolución, y en ese sentido se encuadra, a despecho de G. Mann, en los conflictos y la crisis general de la época. No obstante, también tuvieron muy destacado relieve las particularidades hispanas, tales el carlismo o el anarquismo, ausentes o casi en el resto de Europa. Pero el rasgo más peculiar y crucial fue el estallido de una persecución anticristiana sin paralelo, salvo en la Revolución Francesa o en el Imperio Romano, la cual motivó una fortísima reacción en sentido contrario, y dio a la contienda un tinte religioso impensable en el resto de Europa. Incluso se ha hablado de «guerra de religión», retoño tardío de las europeas en los siglos XVI y XVII, de las que España se había librado. Esto es forzar mucho la nota, si bien con un componente de realidad.

El sello del catolicismo en la historia de España es profundo, y requiere aquí una breve digresión, porque ayuda a explicar un rasgo esencial de la guerra. En Irlanda o Polonia, otros países de frontera, esta religión también estuvo unida íntimamente a la forja de la nacionalidad: en Polonia, frente la ortodoxia rusa y el protestantismo prusiano, a cuyas manos sucumbió el país varias veces; en Irlanda, contra el protestantismo inglés, vencedor también por varios siglos. No obstante, el enemigo en estos casos era alguna variante cristiana; en España la diferencia cultural y política con el adversario había tenido mucho mayor calado, pues se trataba del islam, dominador de buena parte del país durante cinco siglos, y de un residuo considerable dos siglos largos más. España se había reconstruido en pugna con Al-Andalus[3], partiendo de unos mínimos núcleos de resistencia, y es quizá el único país del mundo que, habiéndose islamizado en gran medida, volvió al cristianismo y a la cultura europea. Esta larguísima pugna marcó la mentalidad popular, y creó una fuerte peculiaridad con respecto al resto de Europa, ajena a tal experiencia; aunque beneficiaria de ella, pues España, con su reconquista constituía una línea avanzada de defensa del continente[4].

Ello es bien conocido, pero suele prestarse menos atención a otro largo proceso histórico no menos crucial. La cima de la reconstrucción de España, alcanzada entre finales del siglo XV y principios del XVI, coincidió con una nueva oleada de expansión islámica, esta vez de la mano del Imperio Otomano, la auténtica superpotencia de la época, que no ocultaba su designio de devolver España al islam y dedicar a pesebres para los caballos las aras del Vaticano. El Magreb se convirtió en una base de piratería e incursiones turco-berberiscas, mientras Italia y las posesiones españolas en ella sufrían la constante amenaza del turco, dueño del mar. España, entonces, volvió a hallarse en primera línea, país de frontera nuevamente. El poderío otomano tenía ímpetu bastante para extender sus brazos no sólo por el Mediterráneo sino también por el continente, desde los conquistados Balcanes hacia el centro de Europa. La segunda línea expansiva también afectaba a España, por la alianza familiar de los Habsburgo y por una percepción del peligro más aguda que en otros países, y así este país asumió la defensa de Europa desde Viena al Magreb, convirtiéndose en el principal freno al expansionismo musulmán[5].

Esa lucha, de por sí muy ardua, lo fue más con la escisión protestante y las guerras consiguientes entre cristianos. También entonces tomó el país sobre sí la defensa de lo que consideraba la unidad cristiana, tanto en el campo político y militar como en la promoción de la Reforma católica, culminada en Trento. La unidad cristiana urgía tanto más a los españoles frente a un islamismo a la ofensiva, pero no lo apreciaban de igual modo los «herejes», que sentían la amenaza musulmana mucho más remota, al no encontrarse en primera línea ni sufrir directamente sus embates.

Es más, los protestantes buscaron permanentemente la alianza con los turcos, para atacar a la católica España, cuya lucha en dos frentes, agotador cada uno, se complicó en sumo grado. Peor: la católica Francia aunó su fuerza con la otomana y a veces con la protestante, convirtiéndose en una verdadera plaga para el esfuerzo hispano[6].

Otro grave peligro nacía de la presencia en territorio español de una quinta columna formada por una masa de población musulmana, añorante de Al-Andalus, esperanzada en el poderío turco, y presta a apoyar las incursiones magrebíes[7]. La gran rebelión morisca en Granada, en 1568 contó enseguida con la ayuda de protestantes y turcos.

Contra enemigos tan numerosos y potentes, España tenía la ventaja de su imperio ultramarino, del cual extraía cuantiosos recursos financieros, si bien en contrapartida se veía obligada a dispersar por medio mundo sus no muy nutridas fuerzas. Y podía reclutar tropas y medios en Alemania, Italia, Flandes y otros lugares, pero en conjunto la tarea necesariamente la desbordaba, pues el país no era de por sí una gran potencia. Su población no pasaba de la mitad de la vecina Francia, con una administración mucho menos centralizada, y, en tiempos de economía fundamentalmente agraria, tenía suelos peores y mucha menos agua que Francia, Inglaterra, Países Bajos o Alemania. En realidad, España era inferior materialmente al Imperio Otomano (el sultán percibía rentas dobles que Carlos I) y a Francia, no digamos al conjunto de sus enemigos, y su defensa fue siempre precaria y difícil. A duras penas lograba defender su litoral frente a la piratería incesante turco-berberisca y a la frecuente de los ingleses, y en 1560 llegó a quedar desguarnecida, a merced de un gran ataque por el Mediterráneo, aunque los turcos no llegaran a aprovechar su magnífica oportunidad, quizá por no haberla percibido a tiempo.

Sorprende cómo una nación con tales desventajas logró sostener durante un siglo y medio una lucha de frente y por la espalda, por así decir, infligiendo a sus enemigos más reveses que los sufridos de ellos, y marcar los límites a la expansión turca, francesa y protestante, desarrollando al mismo tiempo una brillante cultura. Pero así ocurrió, según todo indica. En cambio perdió desde muy pronto la batalla de la propaganda política, que en sus formas modernas nació entonces, y nació en gran medida como propaganda antiespañola, consolidada en la llamada «Leyenda negra», compuesta con algunas verdades y muchas exageraciones. A su vez, aunque España nunca fabricó una propaganda similar contra sus adversarios, la experiencia de aquel siglo y medio motivó en ella un cierto desprecio y resentimiento hacia el norte de los Pirineos[8].

En los siglos XIX y XX la «Leyenda negra» caló también en España, y de modo muy pronunciado tras la crisis moral del 98 y la pérdida de las últimas colonias en América y el Pacífico. El rencor por la decadencia, atribuida al catolicismo, unido a las prédicas de la masonería y el liberalismo jacobino, hicieron de la Iglesia, en la mentalidad de las nuevas fuerzas revolucionarias y republicanas, el obstáculo principal a la modernización del país. Había que romper con la historia de España, y particularmente con su componente religioso. Como expresó Azaña, «Nada puede hacerse de útil y valedero sin emanciparnos de la historia. Como hay personas heredo-sifilíticas, así España es un país heredo-histórico».

Creo que sin atender a la historia anterior no se entendería el peso del factor religioso en la guerra civil, ni su eco externo. Como herencia de aquellos siglos, el país conservaba en el XX, pese a su relativa marginalidad, una proyección mundial, manifiesta en hechos como el ser su idioma el segundo más hablado de Occidente. También heredaba de los países del norte una buena tanda de desprecios: «África empieza en los Pirineos», «Ese trozo de África pegado a la inventiva Europa», «Una gran ballena varada en la costa de Europa», y otras expresiones conocidas revelaban una opinión hostil y despectiva muy extendida[9], con toda la carga de desdén y animosidad suscitados por la palabra África en aquellos europeos. Esa hostilidad venía compensada en parte por una cierta simpatía de los católicos, por visiones románticas, o por una vaga mala conciencia, expresada, por ejemplo, por H. de Montherlant: «España es una de las naciones más odiadas de Europa porque es diferente y porque es noble, dos rasgos que sólo se le perdonarían si tuviera poder, y no lo tiene.»

Así, al componente de las tensiones internacionales y la lucha de ideologías, la guerra hispana añadía el matiz, diluido y a veces no muy consciente, pero detectable, de un ajuste final de cuentas por los hechos de los siglos XVI y XVII, de una revancha definitiva sobre el «oscurantismo católico»; o bien, al contrario, de una victoriosa reivindicación del catolicismo, aunque fuera en un país muy venido a menos material y políticamente.

Terminado el conflicto en abril de 1939, con la victoria del bando derechista o nacional, quedó claro el error de Franco al considerar que la experiencia española traería la paz «al enloquecido mundo de hoy», pues sólo pasarían cinco meses hasta que una guerra mucho más brutal y arrasadora estallara en Europa. Por simple razón de proximidad temporal, la contienda española ha sido considerada el prólogo de la mundial, o incluso su primera batalla. Desde luego muchas de las fuerzas presentes en España lo estuvieron también en la guerra subsiguiente, pero lo hicieron en forma y proporciones demasiado distintas. Nazis y soviéticos, enfrentados radical, aunque indirectamente en España, aparecieron cinco meses después repartiéndose amistosamente Polonia. Las democracias no se implicaron en España, pero sí contra Alemania, mientras la URSS se abstenía. En su segunda fase, la guerra mundial tomó la forma de una alianza entre las democracias y la Unión Soviética contra Hitler, disposición nada común con la ocurrida en España. Finalmente, España permaneció neutral, y en la posguerra el régimen de Franco, sometido a presiones y amenazas en apariencia irresistibles, aguantó, y no sufrió el destino de los regímenes nazi y fascista, a los cuales lo asimilaban muchas gentes. Por tanto, la identificación entre ambas guerras resulta arbitraria[10].

No por ello dejó de tener influencia el resultado del conflicto español en el mundial, al ser precisamente la victoria de los nacionales lo que permitió la neutralidad posterior de España. Ya antes de su triunfo declaró Franco su neutralidad para el caso de una guerra europea, y obró en consecuencia llegado el caso, fueran cuales fueran sus tentaciones o vacilaciones. De haber ganado las izquierdas, Alemania habría invadido la península y con toda probabilidad cortado el estrecho de Gibraltar, vital para Gran Bretaña.

No siempre se ha apreciado debidamente la trascendencia de la neutralidad española en la guerra mundial. Dada su debilidad, España representaba poco como aliada para las democracias, pero no así para Alemania, debido a su posición estratégica, a espaldas de Francia y sobre líneas de abastecimiento muy fundamentales del Imperio Británico. Tras la derrota de Francia en 1940, que dejó a Gran Bretaña contra las cuerdas, y luego durante las campañas de Libia y Egipto, el control del estrecho de Gibraltar tuvo un valor crucial, y volvió a tenerlo ante el desembarco anglouseño en el Magreb, a finales de 1942. El paso de ese control a Alemania habría sido un auténtico desastre, de imprevisibles consecuencias, para las democracias. Por eso la neutralidad española rindió a los Aliados un beneficio estratégico muy de primer orden, y a las potencias fascistas sólo ventajas tácticas menores, como facilidades de información y aprovisionamiento, insignificantes al lado del anterior.

Pese a ello, al terminar la guerra mundial, el régimen franquista sufrió el boicot y la hostilidad de los vencedores, con especial empeño de Stalin, que había sufrido en España un descalabro no por indirecto menos doloroso, y luego había soportado la presencia de la División Azul en su territorio. Franco calculó que la alianza entre las democracias y Stalin sería pasajera, y acertó. Logró resistir y superar el bloqueo internacional, y luego participar en la guerra fría contra la URSS.

Por lo demás, el régimen franquista se presentaba no sólo como vencedor de la revolución, sino como alternativa a la democracia liberal «inorgánica», y por tanto como un modelo político con capacidad de proyectarse fuera de sus fronteras. Sin embargo la aplastante superioridad material de sus adversarios en la posguerra hacía inviable cualquier intento de expansión ideológica, y forzó al régimen a replegarse sobre sí mismo. Aparte de simpatías en algunos países y sectores políticos americanos, europeos y árabes, la influencia exterior del régimen como modelo político fue insignificante.

Mucho más relieve tuvo su proyección indirecta a través de la Iglesia mundial, durante los años cuarenta y cincuenta. España conservaba un prestigio notable en esos medios, y fue un gran venero de actividad misional. De ahí que al comenzar el Concilio Vaticano II, en 1962, auspiciado por Juan XXIII, las delegaciones españoles acudieran creyendo representar un ejemplo. Cuál no sería su sorpresa cuando la doctrina prevaleciente fue la del grupo de presión «Alianza Europea», con especial relieve del obispado alemán proclive a una «puesta al día», a sustituir la condena al marxismo por el diálogo, etc. Por entonces el comunismo había cubierto media Europa y buena parte de Asia, presionaba con dureza en los principales países euro occidentales, especialmente Francia e Italia, ponía pie en el continente americano a través de Cuba, pesaba fuertemente en los nuevos países de Asia y en los movimientos anticoloniales de África, lograba triunfos técnicos como el primer satélite artificial o el primer hombre en el espacio, disponía de inmenso poderío militar y atómico, y manifestaba, en general, un dinamismo expansivo apabullante. Muchos, en el mundo católico, creían probable su triunfo general en plazo más o menos largo, y esa impresión debió de influir en el lanzamiento de una política crudamente distinta a la sostenida por la Iglesia española salida de la guerra civil. La postura hispana, más tradicional y avalada, en su propia opinión, por sus miles de mártires y su éxito social, influía poco, incluso en el sector conservador del «Grupo Internacional de Padres».

Con ello, el ascendiente español fue diluyéndose también en el orden religioso durante los años sesenta, en medio de una aguda crisis del catolicismo en el mundo. El papa Juan Pablo II orientó más tarde un relativo cambio de rumbo, contrario a las corrientes izquierdistas abiertas por el Concilio Vaticano II, y manifiesto, entre otras cosas, en la beatificación de numerosos mártires cristianos de la guerra civil.

Si examinamos la proyección exterior de la contienda española en el siglo XX, encontramos, en suma, una influencia pasiva, pero muy relevante, en el curso de la guerra mundial, un influjo político muy débil del régimen resultante de la guerra, y un eco religioso difuso, si bien considerable, hasta los años sesenta. Pero sobre todo, ha quedado, para unos, como la «herida incurable», por la que consideran derrota de una democracia progresista a manos de la reacción y el fascismo; y para otros como la primera gran victoria sobre el comunismo, que habría contribuido a salvar de la revolución no sólo a España sino a la civilización cristiana y occidental; preludio de la victoria definitiva, llegada muchos años después, hacia finales del siglo XX.