EL ENIGMA FRANCO
Si Negrín ha provocado opiniones apasionadas en pro y en contra, para ser luego olvidado y últimamente vuelto a reivindicar, Franco ha suscitado una enorme bibliografía, aun más apasionada y discrepante, que no ha hecho sino crecer en estos años, mientras se insiste, paradójicamente, en que su figura está olvidada. Baste mencionar las biografías o estudios biográficos de A. Bachoud, R. de la Cierva, S. Payne, J. P. Fusi, F. Torres, A. Vaca de Osma, H. Southworth, C. Blanco Escolá, P. Preston, E. González Duro, A. Moradiellos, A. Palomino, M. Vázquez Montalbán, R. Casas de la Vega, J. Descola, B. Bennasar, J. Tusell, L. Suárez, J. M. Carrascal, J. Bardavio y J. Sinova, etc., todos recientes, en una lista que no da señal agotarse, sumada a estudios o testimonios antiguos como los de B. Crozier, E Franco Salgado, J. Trythall, J. Arrarás, G. Hills, C. Martín, L. Galinsoga, P. Noury, M. Gallo, etc. Son incontables los artículos y libros relacionados, con abundancia de autores extranjeros, especialmente franceses y británicos.
La mayor parte de estos estudios, sobre todo en los últimos años, dan una imagen en extremo negativa de Franco. Las referencias en la prensa, la radio y la televisión, la literatura y el cine, tanto de izquierdas como de buena parte de la derecha, le denigran en una forma que alcanza a veces tintes cómicos y en los lugares más inesperados. Una periodista comentaba en una revista de automoción la obligación impuesta por Franco, por espíritu centralista y monopolista, de que los autobuses llevaran motores «Pegaso», en lugar de los extranjeros, mucho mejores, que llevan ahora (los motores Pegaso eran de patente inglesa, y resulta inimaginable que Franco se ocupara de tales cosas). Un reportaje conmemorativo del ferrocarril Madrid-Burgos, glosaba el aspecto satisfecho y contento de los obreros ferroviarios el día de la inauguración, comparándolo con la figura trágica y siniestra del dictador que inauguraba la línea[1]. He oído a una comentarista en la radio referirse a aquella época en que «estaba prohibido hablar, estaba prohibido cantar, estaba prohibido pensar… estaba prohibido todo». Curiosamente, hablaba de las canciones de los años cuarenta, una época dorada de la canción española, como es bien sabido.
Sería imposible abarcar en un corto trabajo los motivos de controversia en torno al personaje, por lo que me centraré en dos facetas, vueltas lugar común en la crítica: su ineptitud, o al menos mediocridad como militar y político, y su crueldad.
Franco debe ser el único militar de la historia que, habiendo ganado una guerra y casi todas sus batallas, recibe a menudo la sentencia de incompetente o, en todo caso, del montón, o bien de «buen táctico», pero casi nulo estratega. La paradoja ya lo convierte en un enigma. ¿Cómo puede admitirse tal contraste entre los éxitos y la incompetencia? Según los críticos, Franco dispuso de tal superioridad material y cualitativa sobre su enemigo, que cualquier jefe de mediano talento en su caso habría terminado la guerra mucho antes. Abonarían ese juicio ocasionales comentarios despectivos por parte de sus aliados extranjeros, como el que le califica de «mediocre general colonial, en cuya cabeza no cabe más de una brigada», hecha por alemanes de la Legión Cóndor. Su ineptitud para vencer pronto y con poca sangre, revelaría además su crueldad, pues habría alargado adrede la contienda como medio para ir realizando una salvaje represión en la retaguardia que le garantizase un poder irrestricto.
Pero si atendemos a la cronología y a la relación de fuerzas en cada momento, cosas poco atendidas por los críticos, la imagen cambia. Se recordará que el golpe de Mola falló —como Franco temía desde el principio de la conspiración—, dejando a los alzados ante una derrota prácticamente segura, según observaban, entre otros muchos, los expertos alemanes de la embajada. Ni el más exaltado de los heroísmos los habría salvado, en palabras de Prieto… a no ser por la resolución casi temeraria y la inventiva del futuro Caudillo. Y es cierto que su ejército de África, a cuya organización y espíritu él había contribuido tanto, demostró superior calidad -de forma que las milicias enemigas; pero también lo es que se trataba de unidades mínimas frente a un enemigo con muchos más medios, y expuestas al desastre por cualquier error o imprudencia. Los críticos, absolutamente seguros del triunfo, habrían volcado a aquellos pocos miles de hombres dotados de armamento ligero, en la conquista de Madrid, pero puede comprenderse que Franco pensara de otra manera. Y aunque fracasó en tomar la capital, lo conseguido en tan poco tiempo y con tan cortas fuerzas, sólo admite el calificativo de extraordinario.
La conquista de Madrid era entonces la clave de una guerra corta, y la conducta de Franco prueba que a ello aspiraba, aun si con cierto escepticismo. En el momento decisivo, los populistas cobraron aun mucho más poder, no sólo por las armas y las brigadas de Stalin, sino también por los excelentes militares soviéticos que, en conjunción con el Partido Comunista, impusieron un estilo de lucha sumamente enconado y sin concesiones. La fórmula del nuevo Ejército Popular era básicamente la misma que había dado la victoria a los bolcheviques en la guerra civil rusa contra ejércitos regulares auxiliados por Gran Bretaña, Francia, USA y Japón: unidades muy politizadas, con disciplina de hierro, y capaces de utilizar a los militares profesionales de las viejas fuerzas armadas.
Tal enemigo sólo pueden desdeñarlo críticos muy superficiales, y Franco pudo comprobar la eficacia del nuevo enemigo en las siguientes batallas en torno a la capital, que ya excluían una guerra realizada, como hasta entonces, con máxima economía de fuerzas. Pero él supo retener la iniciativa y adaptarse a la situación, movilizando un nuevo ejército de masas, en cuya organización lograría aventajar al contrario. Y percibió con realismo que la victoria rápida se había esfumado, como aclaró a Mussolini, algo ligero en sus observaciones pese a la severa lección administrada a sus soldados en Guadalajara.
El final de la trabajosa campaña del norte, en octubre del 37, dio a los nacionales, por primera vez, la superioridad material, estimada así por J. Salas: «En agosto de 1937 los potenciales de ambos Ejércitos podían medirse con un índice 100 para el Ejército Popular y 90 para el enemigo. A finales de octubre el Ejército Popular había perdido el 25% de sus efectivos y sus medios (…) que en parte recuperó con la organización de siete nuevas Divisiones, pasando su índice a 86; el coeficiente asignable al Ejército de Franco se elevó a una cifra cercana a la mitad de la perdida por sus adversarios en el Norte, por lo que pudo bien subir al valor 100. Una desventaja del 10% se traducía, pues, en una superioridad del 14%»[2]. Este balance pudo haber determinado el fin de la lucha, aunque la supremacía nacional, con ser importante, no bastaba para decidir una rápida victoria frente a un enemigo resuelto a combatir. Y resuelto estaba, pues volvió a imponerse la decisión stalinista de seguir en la brega a toda costa, con vistas a enlazar con la contienda europea, cuyo espectro ensombrecía el horizonte.
Franco consideró entonces dos líneas de ataque: por el valle del Ebro, para cortar la zona enemiga, o contra Madrid. Prefirió ésta, lo cual le ha sido criticado, por haber perdido la ex capital mucho de su valor estratégico. Pero eso, cierto en parte, también resulta discutible. Madrid, único gran fracaso «fascista», simbolizaba la resistencia y la esperanza revolucionarias, y su caída habría asestado a ambas un golpe terrorífico, aparte de acarrear la destrucción de su mayor y mejor grupo de ejércitos. Pero fueron Negrín y Prieto quienes tomaron la iniciativa, en Teruel, y Franco resolvió entonces dirigirse sobre el Mediterráneo. ¿Manifiesta ese cambio una flexible adaptación y visión de la oportunidad, o bien ineptitud para mantenerse firme en el objetivo designado? Al margen de lucubraciones, el hecho realmente significativo fue la victoria arrolladora de las tropas nacionales y su llegada al Mediterráneo.
Tras el contratiempo de la marcha hacia Valencia, llegó la mayor batalla de la guerra, la del Ebro, donde la férrea conducción comunista brilló a su mayor altura. Pero sus notables éxitos iniciales fueron transformados por el Caudillo en una derrota definitiva, que él explotaría, como en Teruel, mediante una amplia maniobra sobre Cataluña.
Sólo le quedaba por conquistar la zona centro. Su superioridad se había vuelto aplastante de verdad, por primera vez. Ninguna situación más propicia a una fácil y brillante campaña de liquidación del enemigo. No obstante, prefirió favorecer las discordias populistas, para ganar la victoria final con un coste en sangre prácticamente nulo.
Podemos dividir la guerra, desde este punto de vista, en cuatro etapas: la lucha por una victoria rápida, frustrada ante Madrid por la intervención soviética, entre noviembre del 36 y marzo del 37, pero que no impidió a Franco retener la iniciativa; la lucha por la superioridad material y estratégica, coronada con éxito con la ocupación del norte cantábrico a finales de octubre del 37; la contienda, durante 1938, para acorralar al enemigo y quebrar sus intentos de rehacerse y tomar la iniciativa, culminada en noviembre, con la victoria del Ebro; y la campaña final, ya con superioridad incontrastable, en Cataluña y el centro, concluida a finales de marzo. Vistas en conjunto estas campañas, el modo como Franco logró superar una situación inicial al borde del abismo, cómo se adaptó a las circunstancias o cambió, siempre con éxito, la orientación estratégica cuando creyó advertir una buena ocasión en otra dirección, cómo convirtió en victorias propias las ofensivas contrarias, y las explotó en amplias maniobras, y cómo aprovechó, finalmente, las querellas en el campo enemigo, dejan una fuerte impresión de brillantez de concepción y flexibilidad. Añádase el capítulo de la lucha en el mar, que escapa a este libro, por no haber producido «mitos» especiales[3].
Sin embargo, bajo esta brillante superficie, los críticos divisan mil errores fundamentales… aunque, deben admitirlo, no ocasionaron una sola derrota importante al mediocre. Acaso el ejemplo más relevante sea el de la batalla del Ebro. Como se recordará, el ejército populista, tras sus avances de primera hora, quedó contenido al sur del río, sin que lograse cortar la retaguardia del ejército franquista desplegado contra Valencia. Así, tuvo Franco la ocasión de retener allí, con fuerzas menores, a su adversario, y cercarlo avanzando por el norte, por una Cataluña supuestamente desguarnecida: habría vencido al ejército del Ebro a un coste mínmo, en principio, arrastrando de paso la caída de Cataluña. Esa maniobra, cuyas ventajas saltan a la vista, la auspiciaron Yagüe y otros. Pero aquél impuso la operación más costosa y dificil: destruir al enemigo en una contraofensiva frontal, y sólo después atacar por Cataluña. No sabemos la razón de ello, y los críticos se inclinan a explicarlo por la ineptitud del general, y su afición a la sangre y la masacre.
Pero dificilmente dejaría Franco de discernir lo que está al alcance de cualquier aficionado, y la explicación debe tener en cuenta que en aquellos meses Europa estuvo al borde del cataclismo, y Francia muy cerca de invadir Cataluña. El Caudillo deseaba evitar a París cualquier pretexto para la invasión, y ello ayuda a entender tanto su conducta en el Ebro como su anterior decisión, tras llegar al Mediterráneo, de girar sobre Valencia, en lugar de hacerlo sobre Barcelona, objetivo militarmente muy superior. Mantener a sus tropas alejadas de la frontera francesa, creando al mismo tiempo condiciones, mediante el aplastamiento del Ejército del Ebro, para avanzar luego cómodamente por Cataluña, una vez superada la crisis internacional, concuerda con su cauta mentalidad. En cualquier caso, la aparente estupidez de la batalla del Ebro terminó en un nuevo y completo triunfo para él.
También debe señalarse que los alemanes o Mussolini erraron casi siempre en sus análisis sobre España, desde el primer mensaje de la embajada germana en Madrid, hasta Teruel o el Ebro, cuando creyeron que los populistas podían mantenerse indefinidamente, o incluso vencer a los nacionales.
Sobra discutir aquí si Franco descuella como un militar de primera clase en la historia. Baste indicar hasta qué punto es absurda la pretensión de pintarle como un inepto o un mediocre, no digamos la frecuente comparación con el talento, incluso la «genialidad» de sus enemigos, en especial Rojo (casi siempre se olvida a los consejeros soviéticos), que planteó bien sus ofensivas, pero no ganó una sola; o de considerarle simplemente un «buen táctico», cuando venció en una guerra tan complicada[4].
Complicada, porque los jefes en los dos bandos hubieron de resolver problemas que rebasaban muy ampliamente el terreno militar. Derrumbada la república, ambos precisaron construir sobre la marcha sendos estados nuevos, incluyendo ejércitos también nuevos; y tener muy en cuenta los objetivos económicos, especialmente arduos para Franco, así como la compleja y variable evolución europea, que pesaba sobre el Caudillo como una gran roca a punto de caerle encima. No menos ardua era la conducta a seguir con los respectivos aliados, potencias capaces de someterlos a sus intereses, limitando o anulando su independencia.
Pues bien, en la resolución de todos esos problemas Franco superó netamente a sus adversarios. El estado que formó, simple pero ágil, funcionó con eficiencia, y aseguró la regularización de la vida económica y el abastecimiento de la población. Esa hazaña, muy poco o nada citada por sus críticos, queda probada en el hecho de que en la zona nacional la sobremortalidad por hambre y enfermedad derivada de la miseria, fue muy escasa, mientras que en la populista creció hasta extremos pavorosos, sobre todo en 1938. Un caso indicativo es el de Asturias, Santander y Vizcaya: sobre una base 100 para la preguerra, en Asturias la mortalidad por enfermedad subió en 1937 a 120, en Santander a 156, y en Vizcaya a 138[5]. En 1938, ya todas en la zona nacional, el índice de sobremortalidad en el norte descendió respectivamente a 107,7, a 110,9 y a 92, esta última por debajo de la anteguerra[6].
Otro rasgo de la construcción del estado fue la capacidad de los dirigentes para mantener la cohesión de sus filas. Largo Caballero terminó fracasando en el empeño, y Negrín y los comunistas triunfaron hasta cierto punto, pero a base de una fuerte dosis de terror y provocación; Franco mantuvo la unidad con más eficacia y sin apenas derramar sangre. Su logro no debe darse por obvio ni mucho menos. Las intrigas podían tomar tintes catastróficos, y probablemente no había en el campo nacional otra persona capaz de concitar, por su prestigio y energía, la lealtad de políticos y grupos dispares, perfectamente capaces de apuñalarse entre sí[7].
También en la apreciación de la escena internacional acertó Franco y erraron sus enemigos. Como diría Negrín, si las izquierdas hubieran resistido sólo cinco meses más, la guerra civil habría podido eslabonarse con la mundial, pero no es seguro que en tal caso las democracias interviniesen a favor del Frente Popular. El previsor Franco había declarado la neutralidad española antes de y durante la crisis de Munich. Una España hostil era para las democracias sumamente peligrosa, y por ello su neutralidad les interesaba mucho más que aventurar fuerzas en ella. Para colmo, al empezar la guerra mundial con un increíble pacto entre Hitler y Stalin, los populistas se habrían hallado en una situación imposible.
La declaración de neutralidad de Franco prueba su fundamental independencia de Hitler y Mussolini, cosa tampoco obvia, pues al apoyarse en el crédito que éstos le concedieran, por carecer él de recursos financieros, estaba en posición muchísimo peor que los revolucionarios, amos de las reservas del Banco de España. Sin embargo el Frente Popular se enfeudó por completo a Stalin, mientras que Franco sorteó hábilmente ese peligro, combinando concesiones y firmeza, y obteniendo unas condiciones de pago óptimas, pese a su casi menesteroso punto de partida. Estos éxitos revelan cualquier cosa menos mediocridad.
Sólo en un terreno lo superaron sus enemigos: en el de la propaganda.
Queda la espinosa cuestión de la crueldad. Se compara a veces a Franco con Hitler, y he oído a una catedrática equipararlo a Stalin. Salvo entre sus escasos partidarios de hoy, su crueldad se ha convertido en tópico indiscutible en la izquierda y en la derecha. Y sin embargo, como tantos tópicos examinados en este libro, merece discutirse.
Las guerras son siempre crueles, y quienes las dirigen rara vez pueden permitirse obrar con dulzura, pero hay gradaciones entre una violencia medida y una entrega al demonio de la sangre o la venganza. No observamos mucho de lo último en los combates de España. La suma de caídos en lucha, unos 150.000, es bastante baja comparada con la de los conflictos del siglo XX[8]. Aunque Preston y otros acusan a Franco de promover batallas de aniquilamiento, la cifra demuestra lo contrario, más aun al considerar que las bajas mortales enemigas superaron en sólo 10.000 a las propias, pese a resultar aquellas casi siempre derrotadas. A Mussolini le dijo el Caudillo que prefería conducir la lucha con calma y seguridad, aunque ello le reportase menos gloria. No hablaba por hablar, pues en la campaña final prefirió la contención, cuando tenía a mano el aplastamiento total del adversario, oportunidad que no habría dejado escapar un general cruel y obsesionado por cierta forma de «gloria». Lo mismo en su victoria en Vizcaya, fácilmente explotable mediante una persecución encarnizada de los vencidos, pero que él prefirió hacer menos sangrienta intentando la negociación con el PNV.
En cuanto a los ataques a la población civil, y salvo el «bombardeo de desmoralización» sobre Madrid, de corta envergadura, actos brutales como los de Guernica o Barcelona, fueron realizados por sus aliados, y contra su criterio, habiendo él frenado tales operaciones. Las mejores estimaciones sobre el número de civiles caídos, en los dos bandos, por tales acciones y por «daños colaterales», lo elevan a unos 15.000, un 10 por ciento de los muertos militares[9]. Compárese con lo ocurrido en la II Guerra Mundial, donde las víctimas civiles igualaron a las militares, proporción aumentada en las guerras de la segunda mitad del siglo XX. No obstante, nadie acusa de crueldad a los jefes de la contienda mundial, excepto a Stalin y a Hitler, por más que las acciones de las potencias anglosajonas fueran también horriblemente mortíferas para la población civil, en especial los bombardeos sobre las ciudades alemanas y japonesas.
Tampoco cabe detectar crueldad especial en el trato a los prisioneros. Gran parte del ejército derrotado fue internada en condiciones de vida muy duras, como por lo demás lo eran en toda la España de la posguerra, y contados miles fallecieron por enfermedades achacables a la penuria. Pero no existió nada parecido al exterminio deliberado de masas (contadas por cientos de miles y por millones) de prisioneros, por hambre o trabajos forzados, como ocurrió en los campos nazis, soviéticos, norteamericanos y franceses[10] en la guerra mundial.
Franco, pues, sale bien parado, en cuanto a crueldad, si lo comparamos con, por ejemplo, Churchill, Roosevelt o Truman, no digamos Hitler o Stalin. Y también con Negrín, que instauró un sistema brutal en su propio campo para mantener a toda costa una guerra perdida, y con el designio de volverla mucho peor al soldarla con la mundial.
No obstante, el nudo de la acusación radica en la represión de retaguardia. Como ya vimos al hablar de las matanzas de Badajoz y la cárcel Modelo de Madrid, los críticos achacan a Franco un terror deliberado, impuesto de arriba abajo como método para aplastar a un «pueblo» profundamente opuesto y enemigo. En contraste, el terror «republicano» habría sido «de abajo arriba», popular, espontáneo y provocado, además, por la rebelión derechista. Ya hemos visto la falsedad de tales asertos, cuyo sentido se aclara, nuevamente, al recordar el significado de «pueblo» y «popular» en la jerga revolucionaria, puerta de entrada a los laberintos de la demagogia. Esa jerga tiene la virtud ilusionista de diluir en las masas populares las responsabilidades concretas de los dirigentes, justificándolas de pasada, ya que la causa de «pueblo» es, por definición, la justa. Pero el pueblo real estaba dividido por la mitad, si atendemos a las elecciones de febrero de 1936 -y descontamos casi un tercio de abstenciones-. Y quienes armaron a las masas eligieron la revolución, haciéndose responsables de unas consecuencias más que previsibles. Además, el terror «popular» fue estimulado y organizado por los partidos y por el gobierno de Giral —algunas de las checas más siniestras salieron de sus organismos—; y no nació en julio de 1936, pues entonces sólo continuó, muy acrecentado, el que venían practicando las izquierdas desde el triunfo del Frente Popular. Esa represión careció de centro en los primeros meses, pues la practicaban a su aire partidos y órganos gubernamentales, pero ¿puede llamarse a eso «espontaneidad popular»?
Ni más ni menos «popular» que en la zona contraria. Las instrucciones de Mola preveían una violenta represión inicial. Esa norma ha sido mil veces enarbolada como prueba de un terror deliberado y desde arriba, pero, como ya quedó también indicado, se trata de una norma general en las insurrecciones, incluida la del PSOE de 1934, citada en Los orígenes de la guerra civil. Su intención es paralizar la reacción enemiga y reducir, gracias a ello, la matanza. Como en la zona populista, el terror nacional en los primeros meses fue en buena medida desordenado, mezclándose la aplicación de la directriz de Mola con venganzas particulares o de partido.
En otoño del 36, conforme en los dos campos tomaba cuerpo el estado y la autoridad central se afirmaba, la represión fue reordenada, los crímenes irregulares disminuyeron, aunque continuaran algunos como los asaltos a las prisiones en Vizcaya y otros puntos, y los tribunales militares o «populares», según los casos, tomaron las riendas. La nueva justicia fue muy severa, pero las ejecuciones descendieron mucho. En esa normalización influyeron las denuncias internacionales, y sobre todo la necesidad de asegurar la autoridad de los nuevos poderes. El campo izquierdista conoció una forma de terror entre sus propios partidos, inexistente en el contrario, y del que hemos visto algunos ejemplos.
La mayor centralización y moderación no debe, con todo, llamar a engaño. En los primeros cuatro o cinco meses, los dos bandos habían logrado romper el espinazo de reales o eventuales «quintas columnas», limitadas en lo sucesivo a una labor cautelosa de espionaje o desmoralización, y por tanto la intensidad represiva decayó por sí sola. No obstante, los dos pensaban cobrarse el terror sufrido mediante un ajuste de cuentas general al acabar la guerra. Sólo el vencedor tuvo ocasión de hacerlo, pero el vencido dio clara muestra de su intención en sucesos como la matanza de prisioneros, entre ellos el obispo y el heroico defensor de Teruel, respectivamente Polanco y Rey d'Harcourt, al retirarse de Cataluña. La junta del republicano Casado, a su vez, fusiló a comunistas, después de que éstos fusilaran a varios casadistas, y no es dificil imaginar qué habría pasado a éstos de haber llevado la peor parte. Y si las izquierdas llegaban a usar la tortura y el fusilamiento entre ellas, ¿qué suerte habrían corrido los franquistas, de haber perdido?
El día siguiente al final de una guerra es muy triste para el vencido. Se ceban en él muchos vencedores que han sufrido directamente sus violencias, y sobre todo muchos que no han sufrido gran cosa, pero aprovechan la ocasión para satisfacer sus peores instintos o para mostrar devoción al nuevo régimen. Un sacerdote escribía de una zona de Castilla: «A los pobres desgraciados (…) les obligan a volver a los pueblos, donde por aquella parte les espera una muerte crudelísima a palos y golpes». «En toda aquella zona impera la barbarie y la venganza; sólo seis rojos han llegado hasta ahora al pueblo, y han asesinado a cuatro de ellos, dejando malheridos a otros dos.» Como los curas condenaran tales crímenes, «nos dicen que procedemos con tal nobleza porque no nos han hecho nada los rojos; los comentarios son que si queremos irnos, otros vendrán, que no ir a la iglesia, etc». Una instrucción del obispo de Ávila, a finales de marzo de 1939, denunciaba «hechos dolorosos y sangrientos» en algunos lugares, y en casi todos «hostilidad y malos tratos». «Pues bien, ante este desbordamiento de pasiones, odios y rencores, es preciso que el sacerdote recuerde a todos, y mantenga con suave energía la verdadera doctrina.» Sacaba a relucir asimismo cómo muchos que «ahora vociferan y toman terribles represalias», habían tenido responsabilidad en el desencadenamiento de la guerra, por sus abusos contrarios a la «justicia social». Etc.[11]
El ambiente de desquite debió de causar decenas o cientos de crímenes en el primer momento, pero pronto tomaron cartas las autoridades y los tribunales militares. También aquí cabe la comparación con lo ocurrido en otros países. Al terminar el conflicto bélico mundial en Francia o Italia, donde la invasión externa se había doblado de una pequeña guerra civil, hubo relativamente pocas ejecuciones legales, pero fueron liquidados irregularmente miles o decenas de miles de fascistas reales o supuestos. En ambos países las nuevas autoridades optaron por un período corto, pero intenso, de ajustes de cuentas en la oscuridad, evitándose engorrosos y largos procesos judiciales. Franco obró al revés: eligió la represión judicial, permitiendo comparativamente pocas venganzas espontáneas. De esa forma, las sentencias y ejecuciones prosiguieron durante años, y se reprodujeron en la época del maquis, con los costes políticos y de todo tipo anexos; pero en la mentalidad del Caudillo, era el método adecuado[12]. A su juicio, las convulsiones del país arraigaban en las continuas amnistías e indultos, que volvían muy barata la rebelión. Dice mucho su respuesta a Sanjurjo cuando éste le pidió defenderle: «Se ha ganado usted el derecho a morir». Las condenas a muerte en la posguerra subieron a unas 50.000, con la mitad ejecutadas, y conmutadas las restantes por cadena perpetua. En su mayoría, la «perpetua» no duró más de seis u ocho años.
Fue, desde luego, una represión muy dura. Para entenderla es preciso referirse a la revolución de octubre del 34. Entonces Calvo Sotelo y el político moderado Melquíades Álvarez habían mencionado los miles de fusilamientos ordenados por Thiers después de la Comuna de París, aduciendo que ellos habían salvado la república francesa y la paz para muchos decenios. Franco debía de pensar igual. Además, la propaganda nacional exageraba enormemente el número de víctimas del terror contrario, cifrándolo en 400.000. El Caudillo no tenía la menor intención de dejar impunes a los autores, ni mostró al respecto la menor hipocresía. Y había capturado a la mayoría de ellos.
La izquierda, aún más exagerada, atribuía al terror franquista hasta un millón y más de asesinatos y ejecuciones, 200.000 de ellos sólo en la posguerra. Cifras así circularon muchos años, hasta que en 1977 Ramón Salas Larrazábal, en Pérdidas de la guerra, obra extraordinariamente cuidadosa y documentada, probó su gratuidad. En cuanto a la represión contraria, la Causa General había rebajado nada menos que en cinco veces la cifra de sus víctimas, hasta 85.000, y la investigación del obispo A. Montero sobre la persecución religiosa, en 1961, había reducido ésta de 12.000 y hasta 25.000 clérigos presuntamente exterminados, a 6.832, cifra revisada luego al alza, pero ligeramente.
Salas cuantificaba la represión izquierdista en 72.000 muertes, y la derechista en 35.000, más 23.000 en la posguerra, hasta un total de 58.000. Aunque esos datos han sido corregidos posteriormente, el trabajo de Salas marca un antes y un después, y los más acérrimos defensores de las viejas cifras han tenido que trabajar en torno a las suyas… excepto Preston, que con desparpajo reintrodujo ¡en 1993! los pretendidos 200.000 fusilados de posguerra, entre otras perlas de rigor historiográfico.
Las correcciones a Salas han sido principalmente las recogidas en el libro coordinado por Santos Juliá Víctimas de la guerra, y las de A. D. Martín Rubio, en Paz, piedad, perdón… y verdad, y en Salvar la memoria. El de Juliá, indisimuladamente panfletario, habla de más 130.000 víctimas de los nacionales y menos de 50.000 de los populistas, pero al menos ha de girar sobre el estudio de Salas, sin las desorbitadas exageraciones tradicionales. Los autores de Víctimas intentan reiteradamente desprestigiar a Salas, pero cualquiera que tenga ocasión de leer ambos libros constatará de inmediato la muy superior valía científica y ecuanimidad del de Salas.
Víctimas utiliza estudios provincia por provincia, de autores para quienes el terror populista era «popular» y el derechista «antipopular». Ello aparte, observa Martín Rubio, «no resulta legítimo elaborar una suma a partir de trabajos tan diferentes en su metodología científica ni en los criterios empleados. Habrá que precisar en primer lugar qué se entiende por «represión», delimitar después el marco cronológico, hacer homogéneos los resultados de las monografías provinciales y llevar a cabo, sólo entonces, la valoración final. Y, sobre todo, habrá que poner un nombre detrás de cada cifra, evitando así que se diga haber identificado a miles de víctimas de la represión que no existen más que en la imaginación de misteriosos testigos (sean anónimos o no), en la llamada «voz popular», o en difícilmente justificables estimaciones.
Corrigiendo a Salas, Martín Rubio rebaja a unos 60.000 los muertos por el terror izquierdista y aumenta los del nacional hasta 83.000, incluyendo entre 25.000 y 30.000 de la posguerra. Estos datos, probablemente los más cercanos a la realidad, indican que la terrible siega durante la guerra fue bastante pareja en los dos campos, si bien más intensa en el populista, al haberse ejercido sobre la mitad del territorio nacional, y no sobre la totalidad, como pudieron hacer los vencedores. A las cifras izquierdistas debieran sumarse las de la represión entre ellos mismos, muy poco estudiadas.
La crítica a la represión de posguerra debe tener también en cuenta que, si bien hubo inocentes entre sus víctimas, la mayoría fueron condenados, muy probablemente, por crímenes a veces horrendos. Pero esta distinción no suele hacerse, y los críticos acostumbran meter en el mismo saco a ajusticiados tipo García Atadell con represaliados tipo Besteiro, condenado a prisión con evidente injusticia.
En años recientes, autores y grupos variopintos han recurrido sin tasa a una visión unilateral y exagerada del terror franquista para crear en el público una definitiva imagen de Franco y de su conducta bélica. Víctimas de la guerra ha disfrutado de extraordinaria difusión y apoyo, tanto en la izquierda como en la derecha, recibiendo mil elogios en la prensa, la radio y la televisión. Por el contrario, Salvar la memoria, mucho más ecuánime y ajustado, quedó sumido en un silenciamiento opresivo y manipulador, y su difusión apenas ha pasado de los especialistas. La casi totalidad de los periodistas y creadores de opinión pública en torno a estos temas sólo han leído una versión. Y el esencial libro de Salas resulta inencontrable, por supuesto.
El tema ha pasado a la literatura y el cine, siempre con la misma mezcla de ignorancia y sectarismo, mientras asociaciones diversas promueven campañas de propaganda en torno a tal o cual «fosa común» descubierta, en torno a la identificación de tal o cual cadáver, sin olvidar la referencia constante a García Lorca, a fin de mantener abierta la llaga so pretexto de «recuperar la memoria histórica»… tratando de sepultar en el olvido, claro está, a las víctimas contrarias, sacrificadas, en definitiva, por la «indignación popular».
Vista la cuestión en perspectiva, resulta más que dudoso que la crueldad y la responsabilidad de Franco fueran mayores, en todo caso, que las de los dirigentes contrarios, y causa pasmo oír tales acusaciones en boca de historiadores y comentaristas cuyos modelos y héroes han sido personajes incomparablemente más sanguinarios, como Stalin. Volvemos a comprobar cómo subsiste en ciertos ámbitos una mentalidad de guerra civil, con los viejos clichés apasionados y fanáticos, inmune a la crítica y al examen de los hechos. El supuesto de que Franco se habría rebelado contra un gobierno legítimo, y aplastado una república democrática, es la base que parece justificar todos los denuestos y maldiciones. El mismo supuesto permite, por el contrario, glorificar sin tasa a Azaña, Negrín o Prieto, según preferencias, o excusar cualesquiera de sus errores. Sin embargo Franco no creía haberse rebelado contra una república democrática, sino contra un extremo peligro revolucionario. ¿Tenía razón? Si los datos expuestos en esta investigación son correctos, como confío, no puede haber la menor duda de que la tenía.