EL SALVAMENTO DE LAS OBRAS DEL MUSEO DEL PRADO
Y OTROS SALVAMENTOS
Al perder Teruel y ante el avance de los nacionales hacia el Mediterráneo, el gobierno del Frente Popular trasladó presurosamente a Cataluña un inmenso tesoro artístico guardado hasta entonces en Valencia, y ya anteriormente evacuado desde Madrid y otros lugares: obras de museos, de iglesias saqueadas, colecciones privadas, bienes y alhajas incautadas a particulares en las cajas de los bancos, etc. Entre abril y agosto de 1938, esos bienes fueron almacenados muy cerca de la frontera, en grandes depósitos en los castillos de Perelada y Figueras, y en las minas de talco de La Vajol. En el primero quedaron las principales obras del Museo del Prado, de la Academia de San Fernando, de El Escorial, Palacio de Liria, etc., así como libros raros, obras de orfebrería y tapices. Los otros dos recibieron también cargamentos de tapices, cuadros, documentos históricos, manuscritos, esculturas, alhajas, billetes de banco y valores diversos. Lo almacenado en La Vajol valía, informó Negrín a Azaña, 200 millones (más de 40.000 millones actuales)[1]. En varios depósitos menores había guardado la Generalidad obras de arte de Cataluña. El objetivo evidente de los políticos era llevar consigo fuera de España esas inmensas riquezas, en caso de derrota.
Y la derrota llegó, antes de lo previsto, tras el derrumbe de la ofensiva del Ebro y la victoria franquista en Cataluña. Son conocidos las lamentos de Azaña sobre los sucesos de principios de febrero del 39: «Los [cuadros] de Perelada estaban en grave peligro de bombardeo porque en los jardines del castillo ¡había un parque de material de guerra! (…) El 19 de julio del 39, en el Ayuntamiento de Barcelona, sostuve una conversación algo violenta por mi parte, con el ministro de Hacienda [Méndez Aspe]: “¿Puede usted dormir teniendo esa responsabilidad?” le dije. Aseguró que no dormía. Como el sujeto es morfinómano debía de vivir generalmente en una euforia provocada (…). Repetidamente le llamé la atención a Negrín. “El Museo es más importante para España que la República y la monarquía juntas” (…). De la verdadera situación de todo esto, no me enteré hasta que fui a residir a Perelada. Debajo de nuestro comedor estaban los Velázquez. En un edificio anejo, otro gran depósito. Cada vez que bombardeaban en las cercanías, me desesperaba (…). Tardíamente, cuando ni Álvarez del Vayo podía dudar de que los enemigos llegarían pronto a la frontera, dislocados todos los servicios, obstruidas las carreteras y bombardeadas, escasos los transportes, con el enemigo en los talones, se concertó el traslado arriesgadísimo de uno de los grandes tesoros del mundo (…). Algunas cajas de cuadros, no pudiendo utilizarse ya la carretera, pasaron de La Vajol a Francia, atravesando la montaña, llevados en hombros por los carabineros, que trabajaron con tanto tesón como si los cuadros hubieran sido suyos (…). Desde París les enviaron una recompensa en metálico, pero algún intermediario se guardó el dinero, y los pobres hombres, en recompensa por su servicio, han ido al infierno de un campo de concentración (…). El Cuartel General del Ejército del Este en retirada fue a parar precisamente a Perelada (…). Me comunicaron la decisión de instalarse allí. Hice notar que eso sería poner en peligro el edificio mismo y las valiosas colecciones de propiedad particular que guardaba. Alegaron “necesidades militares”, como si yo fuese algún bobo»[2]. Pero no hubo bombardeos, pues el mando nacional conocía la localización de los bienes, como muestra José Álvarez Lopera en su monografía La política de bienes culturales del Gobierno republicano durante la guerra civil española, que citaré ampliamente.
En más de dos mil cajones salió para Francia mucho de lo mejor del patrimonio artístico español. El contenido de La Vajol fue evacuado, y los franquistas, al ocupar las minas, creyeron que allí no podían haberse almacenado obras de arte, debido a la humedad; pero el desorden reinante, multiplicado desde el 4 de febrero, impidió trasladar más que una parte de los depósitos de Perelada y Figueras. Entonces el mando populista ordenó destruir ambos castillos. El de Figueras contenía un depósito de municiones, y la explosión retumbó en toda la comarca. Los nacionales, llegados enseguida, hallaron «la más espantosa confusión, como resultado de haber salido proyectadas a gran distancia la inmensa mayoría de las cajas y fardos en que se contenían todos estos objetos, mezclados con cientos de millones de títulos valores y billetes de banco de muy diversas condiciones, así como lingotes de plata y oro, monedas y otros objetos». Por suerte, consigna M. Chamoso Lamas, responsable de la recuperación de bienes culturales, sólo quedó destruida «una pequeña parte del inmenso tesoro allí almacenado (evacuado ya en gran parte) (…). Al penetrar los agentes (…), encontraron el enorme depósito ardiendo, procediendo con toda rapidez a la extinción del incendio». Parte del edificio de Perelada estaba en llamas, «las magníficas sillerías y muebles destrozados a culatazos, los cuadros acuchillados. Las arañas que pendían del techo igualmente destruidas (…). En el claustro, románico, hallaron los agentes 18 botellas con gasolina (…). La proximidad de las fuerzas nacionales, que ocuparon el puesto rodeándolo, no dio tiempo a verificar por medio del incendio la proyectada destrucción». Quedaba «enorme cantidad de cajones (…). El centro de la nave central se hallaba libre, comprobándose ser aquél el lugar donde habían estado los cajones conteniendo las obras más famosas y que fueron llevadas al extranjero»[3].
El comunista José María Rancaño, relacionado con estas operaciones, escribía en un informe confidencial a su partido, en 1956: «En Figueras (…) pude ver el espectáculo de un ministro [Méndez Aspe], rodeado de funcionarios (…) y otras gentes, en una lucha angustiosa contra el tiempo, deshaciendo relojes y echando a un lado las tapas de oro o plata, y la maquinaria al suelo; destripando alhajas de toda clase; metiendo en maletas y cajas, empaquetando, ocupándose él mismo de todo, dando voces, presa del mayor histerismo. También estaban allí 17 o 18 cajas que componían el depósito cerrado de los condes de Heredia Spínola en el Banco de España, cajas que conocía yo muy bien (…) porque tuve que defenderlas contra la insensatez de unos intelectuales que pretendían que se las entregásemos en Madrid, cuando yo ejercía el control del ministro en el Banco, argumentando que (…) había en aquellas cajas autógrafos valorados en millones de libras –del Gran Capitán y de no sé quién más–, que fue justamente la razón por la que no se las entregamos». «El equipaje que arrastraba el ministro desde Madrid, enriquecido a su paso por las distintas provincias de España, incluía otros objetos de valor», como colecciones filatélicas raras[4]».
Tampoco logró la Generalidad evacuar varios de sus almacenes, pero en lugar de intentar destruirlos, dejó una guardia para entregarlos de forma ordenada a las tropas de Franco. Con muchas de las obras pasadas a Francia, entre ellas las más conocidas del Museo del Prado, entregadas a la Sociedad de Naciones en Suiza, y por ésta al nuevo régimen español, se organizó en Ginebra una magna exposición.
Curiosamente, Azaña no se pregunta qué hacían aquellos enormes depósitos por aquellos parajes, pero la extraordinaria peregrinación del patrimonio histórico-artístico, desde Madrid a Valencia, y luego a Cataluña, en condiciones a veces buenas y a veces muy malas, expuesto a mil peligros, provoca de inmediato la pregunta por el motivo de tan insólita conducta de las autoridades populistas. Éstas, acuciadas por las acusaciones del bando contrario, ofrecieron, oficialmente y por boca del artista José Renau, uno de los principales responsables de tales movimientos, una triple explicación[5]:
a) Los bombardeos aéreos enemigos «ponían en gravísimo peligro el patrimonio artístico español». Según Ossorio y Gallardo: «Mientras algunas gentes estúpidas o malvadas preguntan si es verdad que hemos vendido el Museo del Prado, nosotros defendemos tenazmente ese y otros tesoros bombardeados con predilección por los aviones fascistas»[6].
b) El duro otoño-invierno de 1936 cambió hasta límites peligrosos las condiciones ambientales de los museos en Madrid.
c) No existía ningún lugar en Madrid adecuado para preservar las obras de arte.
La segunda razón contradice a la primera, pues implica que si las condiciones ambientales no hubieran sido malas, las obras habrían seguido en los museos, y, a la inversa, si éstos sufrían tan rudamente los bombardeos, ¿qué importaban dichas condiciones? Por lo demás, se trata de una falsedad obvia. El museo del Prado, y tantos otros, habían conocido en su larga vida inviernos sin duda más rigurosos.
También es falsa la tercera razón. Según el subdirector del Museo del Prado por aquellas fechas, Sánchez-Cantón, que trató, en vano de impedir el traslado, el propio museo ofrecía refugio suficiente, y en él siguieron recogiéndose cientos de cuadros procedentes de otras requisas.
Y en cualquier caso, estaba la cámara acorazada del Banco de España, vaciada de sus reservas. Las autoridades populistas afirmaron haber guardado en dicha cámara algunas pinturas, cuyo deterioro por la humedad les disuadió de utilizarla; además, el diámetro de la entrada a la cripta impedía el paso de cuadros grandes. Pero las pinturas deterioradas no estuvieron en la cámara, sino en otros puntos del banco, y el paso de los cuadros apenas tiene más problema técnico que desarmar los marcos o despegar de ellos las telas. Madariaga es tajante al respecto: «El cacareado salvamento de los cuadros del Prado, lejos de ser tal salvamento, fue uno de los mayores crímenes que contra la cultura española se han cometido jamás (…). Madrid poseía precisamente la mejor cámara subterránea quizá entonces del mundo para la protección de tesoros artísticos, recién terminada con arreglo a la técnica más moderna a treinta metros de profundidad bajo el Banco de España. A los técnicos ingleses que visitaron España entonces se les enseñó un par de cuadros del Greco enmohecidos por la humedad para hacerles creer que esta cámara subterránea no era suficiente. A la sazón presidente de la Oficina Internacional de Museos de la Sociedad de Naciones, pude estudiar documentación suficiente para asegurar aquí que los cuadros del Museo del Prado no debieron haber salido nunca de Madrid, y que no hubieran salido de no haber predominado en el Gobierno de entonces la pasión política más miserable sobre el respeto a la cultura y al arte»[7].
En cuanto a los bombardeos, realizados «con predilección» sobre museos y centros culturales, al decir de Ossorio, Bergamín y tantos más, se mencionan los sufridos por el Museo del Prado, la Biblioteca Nacional, la Academia de San Fernando, o el Palacio de Liria. La monografía citada de Álvarez Lopera afirma: «Durante un mes [noviembre del 36] no se ahorró medio ni ocasión de sembrar el terror. No se buscaban objetivos militares. Los hospitales, los asilos, calles y barrios más poblados, fueron las primeras víctimas». «Sólo los [bombardeos] nocturnos de los días 8 y 9 produjeron 350 víctimas. Ahora se hicieron diarios (…) el 16, con una incursión que costó 250 muertos y 600 heridos empezaba, coincidiendo con la detención de la ofensiva [se detuvo el 23] la matanza metódica de la población civil. Las primeras bombas cayeron sobre el Hospital Provincial y el Hospital de San Carlos. Después, sobre todo el barrio comprendido entre Atocha y las Cortes. Otro día las bombas alcanzaron a caer a las tres de la mañana (…). Trabajo bien hecho, una siembra copiosa y cuidadosamente dosificada de todos los barrios del Centro (…). Las bombas explotan por todas partes (…). Ese mismo día comenzaba el martirio de los monumentos y museos»[8].
Visto lo cual, Álvarez se pregunta: «¿Fueron atacados el Prado y el edificio de la Biblioteca Nacional directa y deliberadamente o cayeron bombas sobre ellos por error? (…) No resulta fácil admitir la realización por españoles de semejantes atentados contra nuestro patrimonio (…). Quizá el escaso número de bombas caídas sobre ambos, y consecuentemente la poca entidad de los daños, haya sembrado el escepticismo ante las afirmaciones republicanas. Pero (…) recuérdese el tipo de estrategia empleada en esos momentos sobre el cielo de Madrid. Era el terror. Se atacaban preferentemente hospitales, asilos, los barrios más poblados». Se pretendía, dice Thomas, «ver la reacción de una población civil ante un intento cuidadosamente planeado de prender fuego a la ciudad, barrio por barrio. ¿En virtud de qué principios éticos o culturales se puede entonces esperar que los aviones nazis y fascistas hicieran una excepción con las pinturas y con las estatuas? ¿No es más lógico pensar que en su intento de que nada ni nadie pudiera sentirse seguro en Madrid, los mandos de la Legión Cóndor decidieran aumentar la tensión haciendo caer algunas bombas (…) sobre Museos?»[9].
Estas lucubraciones, montadas sobre otras lucubraciones, alzadas a su vez sobre datos falsos, son harto típicas, como hemos comprobado abundantemente. La Legión Cóndor no llegó a actuar en Madrid entonces, y la aviación soviética impidió moverse a su antojo a la de Kindelán (española, italiana y alemana). Hubo un ensayo de «bombardeo de desmoralización», ya señalado en el capítulo sobre la batalla de Madrid, pero los datos de la propaganda o de autores como Hemingway o Delaprée, citado por Álvarez merecen poco crédito.
Por fortuna subsisten en el Archivo Histórico Militar las estadísticas de los partes izquierdistas no destinados a publicidad. Sabemos por ellas que el primer bombardeo sobre Madrid, el día 7, ocasionó un solo muerto, con 37 más, y 97 casas alcanzadas, en los cinco días siguientes. Desde el 13, los ataques cobraron mayor fuerza, con 94 muertos y 239 edificios dañados en seis días. El 19 fue el primer ataque masivo y a continuación se sucedieron los ataques nocturnos, con 133 fallecidos en cuatro noches, aunque sólo 110 casas dañadas. En la última semana del mes, tras la renuncia a tomar la capital, la intensidad decreció: 47 muertos y 40 edificios dañados. En suma, 312 muertos y 486 casas dañadas en un mes y en una densa ciudad de un millón de habitantes sometida a una supuesta demolición e incendios sistemáticos, barrio por barrio. Ello reduce, una vez más, a sus auténticas dimensiones unos bombardeos incomparables con los de la guerra mundial, pero desorbitados por los impresionismos de la propaganda, repetidos sin cesar en nuevos comentarios y especulaciones[10].
En tal contexto, las bombas esporádicamente caídas sobre edificios culturales sólo pudieron provenir de errores de puntería. Y en las inmediaciones del Prado, debe recordarse, había objetivos militares, como los hoteles que hospedaban a numerosos consejeros soviéticos o, a pocos cientos de metros, en el Retiro, un parque de artillería[11]. De la excepción, el palacio de los duques de Alba, bombardeado a conciencia, nunca se ha dado explicación razonable, pero estaba prácticamente en la zona del frente, y todo inclina a pensar que los atacantes creían alojado en él algún organismo militar o político enemigo. Decenas de palacios y edificios históricos y culturales fueron incautados por las fuerzas políticas y militares populistas para sedes de sus actividades.
Por otra parte, la evacuación de las obras del Prado comenzó el 5 de noviembre, antes de los bombardeos, y sólo el día 16 cayeron sobre él tres bombas de escasa potencia, por lo que el peligro alegado es posterior a la acción. Y no debieron de creer mucho en tal riesgo los jefes populistas, cuando siguieron llevando al museo, durante el resto de la guerra, todo tipo de obras artísticas requisadas de otros lugares, «hasta alcanzar las 20.000», reconoce Álvarez[12].
Con todo esto, ¿cabe sostener que las autoridades populistas salvaron innumerables piezas artísticas? En cierto modo, sí, pese a haber expuesto el legado histórico artístico del país a cien contingencias. Pero no lo salvaron de los bombardeos ni de las malas condiciones ambientales, sino del vandalismo y la depredación de los partidos y fuerzas del propio Frente Popular.
Como es bien sabido, aunque a menudo ocultado o disimulado, al caer la república en julio de 1936 prosiguió, en escala mucho más vasta, la destrucción de obras de arte, bibliotecas, edificios, etc., relacionados con la religión, ya comenzada en el primer mes de la república y recrudecida tras el triunfo del Frente Popular en febrero del 36. Desde el 19 de julio, los incendios, devastaciones y pillaje se extendieron a palacios, archivos, registros municipales, bibliotecas y colecciones privadas, y a cuanto oliera a «reaccionario»[13], lo cual suscitó en el exterior una pésima imagen, muy contraria a la culta y democrática pretendida por los gobiernos izquierdistas. Una mezcla de inquietud por esa imagen, y de sincera angustia ante la catástrofe cultural, movió a grupos intelectuales y políticos a salvar lo posible. En particular se ocupó de ello el Ministerio de Instrucción Pública, sobre todo desde septiembre del 36, bajo el ministro comunista Jesús Hernández, y la Alianza de Intelectuales Antifascistas[14].
La publicidad del PCE explotó con abundancia y destreza esa labor, presentándola como un salvamento del patrimonio nacional contra las asechanzas «fascistas». Pero la verdad reluce en las campañas de carteles, folletos, etc., llamando a los milicianos y a la población a respetar y entregar las obras de arte, con consignas como: «El Tesoro Artístico nacional te pertenece como ciudadano. ¡Ayuda a conservarlo!», «El arte y la cultura reclaman tu ayuda, ciudadano», etc. Estos llamamientos, como los destinados a aumentar la producción industrial o agrícola, tuvieron escaso efecto, de lo que da alguna idea esta carta de un responsable del tesoro artístico, Ángel Ferrant, en un momento tan avanzado como septiembre de 1938: «Todos los problemas son variaciones de uno mismo: se siguen destruyendo cosas y hay que evitarlo (…). Principalmente nos apresuramos a recoger todo lo que corre riesgo de que lo quemen cuando vengan los fríos. Sabemos por experiencia la cantidad de buenas imágenes y retablos que, sin poderlo evitar, corrieron esa suerte el año pasado (…). Es de lo más desolador enterarse constantemente de la desaparición de piezas importantes (…). Es una ceguera horrorosa la que se padece» [15] Mucho más eficaces que las exhortaciones resultaron las acciones y requisas directas de los diversos organismos.
Es lugar común atribuir las destrucciones a la «incultura» de las masas, haciendo recaer indirectamente la culpa sobre los «reaccionarios», responsables de su atraso. Pero no parece verosímil. Tales acciones nacían, por el contrario, de una cultura difundida de modo obsesivo por la prensa, las declaraciones, los folletos revolucionarios y jacobinos. Para esa propaganda, el patrimonio artístico, en particular el religioso, pero no sólo, expresaba una ominosa opresión que había «consumido durante siglos el alma y el cuerpo de la humanidad», en típica frase, ya citada, del diario azañista Política. Por otra parte, se insistía en que todos aquellos bienes habían pasado a propiedad «del pueblo», y como cada grupo político se veía a sí mismo como representante privilegiado del «pueblo», se sentía con pleno derecho a apropiarse y tratar a su gusto aquellas manifestaciones de un pasado lóbrego y oscuro. Recuérdese cómo la llamada «quema de conventos» de mayo del 31, tan aludida, inevitablemente, en este libro, fue atribuida al «pueblo», casi unánimemente, por la prensa de izquierdas. Y el pueblo, insistían todos, siempre tenía razón. Tanto quienes aniquilaban o robaban piezas del patrimonio histórico y artístico, como los ejecutores del terror, eran gentes muy politizadas e influidas por esas consignas, sin excluir a intelectuales[16].
Las mismas autoridades contribuyeron muy directamente a la destrucción de material histórico. Por ejemplo, una orden ministerial de Instrucción Pública, el 2 de septiembre de 1937, encargó reducir a pasta de papel buena parte del contenido de los archivos madrileños, destruyéndose 300 toneladas de documentación archivística de los Ministerios de Instrucción Pública (28 toneladas de papeles referidos al período entre 1842 y 1914, y veinte toneladas más de libros escritos «por elementos fascistas»), de la Delegación de Hacienda, del Archivo General Central de Alcalá de Henares y del Ministerio de Hacienda. Sobre este último tiene el mayor interés el informe del encargado de la tarea: «Ya es sabido que los numerosísimos fondos que constituían este Archivo fueron, casi en su totalidad, quemados en el mes de diciembre pasado, al necesitarse para servicios de guerra los sótanos en que estaban custodiados. De esta quema se salvaron solamente los legajos correspondientes a cinco de sus salas y algunos legajos (unos 3.000 aproximadamente) que fueron depositados en el Patio Árabe del Museo Arqueológico Nacional. Este papel salvado (…) estima el informante que puede ser todo considerado como inútil». El Ministerio de Hacienda había sido ocupado para el Estado Mayor de Miaja y Rojo durante los meses de noviembre, y al parecer el archivo fue utilizado para caldear el edificio en aquel frío invierno[17].
Por otra parte, el salvamento de miles de pinturas y obras de arte, libros, etc., tuvo su lado extremadamente oscuro. Si apenas puede dudarse del carácter ficticio de los motivos aducidos por Renau y los organismos oficiales para la evacuación del patrimonio, debemos preguntarnos por las razones verdaderas. Sánchez-Cantón, el ya citado subdirector del Prado en la época, afirma que la finalidad era meramente financiera: vender las obras cuando se considerase oportuno. Unos intelectuales «antifascistas» le habrían comunicado, en diciembre de 1937: «Salido de Madrid, hace meses, el oro del Banco, el que queda es el Museo. Sobre él pueden obtenerse empréstitos. Con las divisas habrá cañones y aeroplanos. Sería tonto dejárselo a los rebeldes».
Álvarez Lopera encuentra el testimonio increíble, pues «¿cómo iban los intelectuales antifascistas a revelar unos planes de esta naturaleza a un hombre en el que, según él mismo, veían un enemigo, sospechoso de connivencia con el alzamiento? ¿Y por qué no dice quiénes fueron esos intelectuales?». Quizá tenga Álvarez razón, y quizá no. Propósitos mucho más graves que los de dichos intelectuales se hicieron públicos en la prensa izquierdista de la época, incitando incluso a la asolación del patrimonio «reaccionario»; y de la excusa para la destrucción de tales bienes al uso práctico de ellos como medio económico, sólo hay un corto y racional paso. Álvarez cita, por ejemplo, estas frases de El Socialista, del 17 de agosto del 37, bien expresivas de un talante: «El Palacio de Alba y los cuadros cuya guarda interesa tan extraordinariamente en Londres valen mucho. Pero los muertos del País Vasco, las mujeres y niños sacrificados en el exilio de Málaga, las víctimas inocentes ocasionadas en los bombardeos de Madrid valían mucho más. Bastante más, moralmente sobre todo, que todos los Museos del Mundo». El aserto, con su tosco sentimentalismo y mezcla ilógica de cosas incomparables, implica, obviamente, que el arte bien podría invertirse en la meritoria tarea de obtener medios para combatir a los asesinos de «mujeres y niños, e inocentes». Las víctimas causadas por las izquierdas, ni las menciona.[18]
Y aunque, como apunta Álvarez, el ex subdirector del Prado no demuestra su afirmación sobre el fin económico del «salvamento» del patrimonio, no hay otra explicación con sentido. El mismo Álvarez manifiesta su extrañeza ante unas palabras de Renau justificando el traslado por nunca aclarados «motivos políticos y militares del Gobierno». Señala también una orden de la Dirección General de Bellas Artes, según la cual era «criterio del Gobierno de la República, compartido por esta Dirección General, que todas las obras de arte y objetos de valor integrantes de nuestro Patrimonio Artístico deben estar depositadas en el sitio donde él resida»[19]. Tampoco se aclara esta súbita pasión de los políticos por el arte.
Aún más ilustrativo resulta el cambio de la autoridad sobre el patrimonio, desde el Ministerio de Instrucción Pública, al… ¡de Hacienda!, por decreto reservado de 9 de abril de 1938. ¡Qué suceso podría ser más revelador de la intención financiera del «salvamento», hasta entonces disfrazada a medias por el primer ministerio, dirigido por los comunistas! El propio Álvarez observa: «La medida quedó en la penumbra, dado el desprestigio que podía acarrear a la República y la dificultad de justificación cara al exterior. De haberse aireado, no cabe duda que todos los análisis hubieran coincidido con el de Sánchez-Cantón recién acabada la guerra: la estimación que merecía a los que gobernaban el patrimonio histórico de España era el de una suma de efectos cotizables en el mercado»[20]. No debe creerse que el cambio de autoridad mermara el influjo comunista, pues el Ministerio de Instrucción Pública acababa de pasar bajo la dirección del anarquista Segundo Blanco, a quien, desde luego, se trataba de excluir del control de la operación. También vale la pena advertir que por aquellas fechas se estaba agotando, oficialmente, el oro llevado a la URSS, y el gobierno de Negrín comenzaba a pedir a Stalin armas a crédito. Hacienda aceleró todavía el ritmo de las evacuaciones, exigiendo, entre otras, 120 nuevas pinturas del Prado[21].
No es fácil imaginar otra razón que la económica para los azarosos viajes del tesoro histórico-artístico. Pero Álvarez Lopera opone a ello el argumento de que, en todo caso, el tesoro no llegó a venderse. Esto, sin embargo, no es cierto, y la solución del problema nos devuelve a la polémica Negrín-Prieto en Méjico, abordada en el capítulo anterior.
Las acusaciones cruzadas entre los líderes socialistas por la pérdida de la guerra y por el dominio comunista, pese a su interés histórico, encubren la causa real de la disputa: Negrín solicitaba a su «querido amigo Prieto» una entrevista para arreglar un negocio algo oscuro. Prieto rechazó la entrevista y la amistad, y admitió sólo contacto epistolar. El fondo de la cuestión lo expone así Negrín: «Queda un asunto esencial. En marzo de este año (…) el ministro de Hacienda [Méndez Aspe], de acuerdo conmigo, y conforme a un plan minuciosamente estudiado y preparado desde hacía, mucho tiempo, trató de asegurar en países, o por procedimientos en que nuestro derecho sobre los recursos del Estado republicano no pudieran ser puestos en peligroso litigio, todos los medios utilizables para remediar, en lo posible, el infortunio de nuestros compatriotas en la emigración (…). Gracias a nuestra previsión y diligencia han podido salvarse elementos tales que en su cuantía no lo hubieran soñado quienes hace dos años aseguraban que la guerra estaba a punto de terminar por agotamiento de nuestros recursos y daban el insensato consejo, cuando aún la guerra podía y debía ganarse, de situar fondos en el extranjero, por estimar seguro un desenlace contrario, sin reflexionar que el sigilo de tales movimientos (…) es muy difícil guardarlo y que el conocimiento de tal medida hubiera tenido resultados catastróficos (…). Por fortuna, la decisión sobre esta materia estuvo en manos de hombres (…) no impulsivos, precavidos, además, contra la improvisación incompetente y amantes de la cavilación, del estudio y del asesoramiento técnico. Así, con cautela y rapidez, sin precipitaciones ni atolondramientos, se ha podido salvar lo que se ha salvado, resguardado por una posición jurídica, la más sólida dentro de lo viable»[22].
Lo «salvado» con tan sagaz previsión fue una ingente suma de obras de arte, joyas, metales preciosos y valores diversos, mediante la requisa y el pillaje de templos y de bienes privados. Ya el 3 de octubre de 1936 el gobierno emitió un decreto obligando a los particulares a entregar al Banco de España y sus sucursales todo el oro y las divisas y valores extranjeros de que dispusieran. Los desobedientes serían perseguidos por delito de contrabando y considerados «enemigos del régimen a todos los efectos» cosa en extremo peligrosa. El escritor mexicano Alfonso Junco señala cómo al acercarse los nacionales a Madrid, el 6 de noviembre de 1936, Méndez Aspe, director general del Tesoro, mandó vaciar las cajas de seguridad del Banco de España, unas 4.000, y 2.000 depósitos de alhajas, y después las cajas de los demás bancos. Dos decretos de agosto de 1937 trataron de obligar a la población a depositar en los bancos las joyas y gemas que les quedaran. Y «el 23 de marzo de 1938, una orden del ministro de Hacienda –entonces ya Francisco Méndez Aspe [«sujeto morfinómano», según Azaña]– hablaba en estos términos merecedores de esculpirse en mármol: «Con el fin de salvaguardar los intereses de los titulares de cajas y depósitos de toda la banca acreditada en territorio leal al Gobierno de la República, procede que unos y otros pasen inmediatamente al Estado, para que el Ministro de Economía adopte las precauciones indispensables que garanticen en todo momento la integridad del contenido de dichas cajas y depósitos». Ello permitió descerrajar muchas más cajas, incluso las de los Montes de Piedad, con los objetos de valor de personas humildes[23].
El citado Rancaño corrobora: «Entre estas alhajas estaban las alianzas de boda de centenares de gentes modestas, leales, además, a la República, y los recuerdos familiares de cientos de familias [sacados] de los Montes de Piedad, donde estaban empeñados. Primero salió la disposición –decreto o lo que fuera– ordenando la entrega de las alhajas (…) en los bancos (…). Después se bloquearon las cajas de alquiler y los depósitos de los bancos, así como las existencias de los Montes de Piedad (…). Y en los primeros días de noviembre (…) se procedió a abrir con soplete las cajas de alquiler». No se hizo relación del contenido de cada saca así llenada, por lo que Rancaño supone que muchos géneros «desaparecerían»[24].
También fue afectado el Museo Arqueológico. El 6 de noviembre de 1936, explica el catálogo de la exposición De gabinete a museo, se recibió «la orden de incautación de las monedas de oro (…). El personal facultativo, ante una orden terminante, pero contraria a su cometido, consiguió salvar algunas importantes piezas, burlando con grave riesgo personal la vigilancia de la entrega, escondiéndolas entre sus ropas y en los recipientes más a mano, para posteriormente, envueltas en sus papeletas, ocultarlas incluso enterradas en el jardín. Las monedas de oro incautadas fueron 2.796: 60 griegas antiguas, 830 romanas, 297 bizantinas, 322 hispanovisigodas, 585 árabes, 94 españolas medievales y modernas, 543 extranjeras y 67 medallas»[25]. De ellas se sabe que las hispanovisigodas las compró el gobierno mejicano al gobierno republicano en el exilio, y parte de las árabes la Hispanic Society. El paradero del resto se desconoce. Fue el intelectual marxista Wenceslao Roces, a la sazón director general de Bellas Artes, quien se presentó en el museo al mando de unos milicianos, para efectuar la faena.
Las ambiciones de Negrín llegaban más lejos, como señala Rivas Cherif en su biografía de Azaña. Ya en el exilio, en febrero del 39, «el Ministro [Méndez Aspe] se presentó (…) con la pretensión de que el Presidente le firmara dos decretos: el uno, enajenando todos los bienes muebles e inmuebles del Estado español en el extranjero a una sociedad anónima. El segundo, cediendo a la URSS, en no sé cuántos millones, unos barcos surtos en puertos rusos, detenidos, creo, en prenda de deudas de material de guerra». Azaña rubricó el segundo, pero se negó resueltamente a hacerlo con el primero, pese a presionarle también el jurista Sánchez Román, que había elaborado el programa del Frente Popular para las elecciones de 1936, y luego había rehusado firmarlo. Y es que a Azaña, observa expresivamente Rivas, «le repugnaba profundamente el aparecer a última hora como salteador» de unos bienes pertenecientes a la nación[26].
Gracias a estos métodos pudo escribir Negrín: «Nunca se ha visto que un Gobierno o su residuo, después de una derrota, facilite a sus partidarios, como lo hacemos, medios y ayuda que ningún Estado otorga a sus ciudadanos después de una victoria»[27]. Palabras difíciles de creer, si no las hubiera escrito él mismo.
Hubo diversos tesoros así acumulados. El reunido en Guipúzcoa, Vizcaya y Santander fue embarcado en esta última ciudad cuando iba a caer en manos de Franco. Probablemente el buque navegaba hacia la URSS, pero los bancos afectados reclamaron, y al arribar aquél al puerto holandés de Flesinga, el cargamento fue embargado, y sus propietarios pudieron recuperarlo. Quedó de relieve entonces la necesidad de buscar un país inmune a tan «peligrosos litigios» como decía Negrín. Ese país podía ser la URSS, o bien Méjico, sometido de hecho a un régimen de partido único, con una especie de corrupción institucionalizada. Era el ideal, pues resultaba arduo alcanzar la URSS a través de países poco favorables y del bloqueo franquista. Uno de los mayores depósitos, aunque no el único, fue trasladado en el yate Vita, bajo pabellón useño, al puerto mejicano de Tampico. El género iba consignado a nombre del doctor Puche, ex rector de la Universidad de Valencia y hombre de confianza de Negrín, pero éste cometió el error de encomendar su custodia a los célebres guardaespaldas de Prieto, los de la «Motorizada», según informa Rancaño. Prieto, advertido, estaba ya en Méjico, y sustrajo habilidosamente el tesoro, el más famoso de todos por las querellas originadas en torno a su posesión[28].
Y así, continuaba amargamente Negrín en su misiva a Prieto: «Lo que estos hombres previsores no supieron adivinar, ni para ello existe reactivo que lo delate, es hasta qué punto la infidelidad y deslealtad de unos guardianes podrían malograr sus cálculos. La situación resultante de nuestro error ha sido que una buena parte de esos caudales, por la intervención personal de usted, o por su consejo, se encuentra hoy no sabemos ni en qué manos ni en qué sitio, bajo su custodia o a sus órdenes.
»Le ruego a usted que me comunique si está dispuesto a dar las órdenes o consejos procedentes para que las cantidades, valores y objetos detectados sean puestos a la disposición de las personas responsables de su envío y gestión (…). Ante el doctor Puche y el señor Méndez Aspe ha manifestado usted, después de negarse a dar cuenta de la situación de los fondos, que éste es un asunto que lleva usted directa y personalmente y que nada hará sin recibir determinadas instrucciones».
Negrín acusaba a Prieto de cínicos manejos: «Promueve usted una reunión de los diputados aquí presentes y elude el invitar a nuestro compañero señor Bugeda, quien, experto en algunas cuestiones que allí se tergiversaron, podía haber aclarado los hechos y desbaratado sus planes; les insinúa que mi acogida en los círculos oficiales y altas esferas de México parece haber sido fría y poco cordial (cosa del todo falsa); abusa del deslumbramiento que su imponente personalidad y prestigio produce en ciertos bienaventurados amigos; aprovecha el natural descontento de los que no comprenden cómo habiendo fabulosos tesoros han de sufrir privaciones (…); trata de provocar desde aquí la venida a México de la Diputación permanente (organismo al que usted reconoce o no personalidad, según cuadre a sus designios), a la que usted espera, valiéndose de sus preciados resortes oratorios, hacer marchar tras sí, dando la sensación de que le empujan, esto es, sin responsabilidad; discute mi persona y mi gestión sin osar citarme a comparecencia; suscita la venida de otras personalidades para fecha en que sabe he de estar ausente. ¿Quiere decirme qué significa todo esto?»[29].
Naturalmente, Prieto niega cada una de las imputaciones, o las presenta al revés, y tras anunciar que sería «conciso y discreto (…) porque lo exige la naturaleza de los asuntos ante la posible difusión de esta correspondencia», invoca el acuerdo de una Diputación permanente de las Cortes, algo fantasmal, de «delegar en el señor Prieto, con amplias facultades y con los auxilios personales que estime precisos, para que custodie en su nombre los intereses hoy a su cargo». Por tanto, rehusó dar explicación alguna a quien había juntado los caudales y organizado su embarque. Además, Prieto se había adelantado a negociar con el gobierno mejicano, el cual «trató conmigo asunto con nobleza y generosidad loabilísimas»[30], si bien a duras penas tal generosidad habrá dejado de ser recompensada con una buena tajada de la mercancía del Vita. Frente a los hechos consumados y a la complicidad del gobierno mejicano, Negrín debió claudicar.
La posesión de los dineros tenía la mayor importancia, pues ella podía asegurar tanto la adhesión de muchos izquierdistas en torno a un gobierno en el exilio, como la impotencia de los irreductibles. Negrín había montado, para ayudar a los exiliados, el Servicio de Evacuación de Republicanos Españoles (SERE), cuyo funcionamiento y fondos siguen envueltos en el misterio. Los peticionarios de ayuda debían firmar una nota: «Considero al SEBE como el único organismo habilitado para administrar los fondos recibidos de la solidaridad internacional y que administra el último Gobierno constitucional de España, y declaro no tener ninguna relación ni percibir fondos de otras organizaciones similares al SERE»[31]. De ahí el duro esfuerzo de Negrín por recuperar los bienes del Vita, sin atender a su propia dignidad personal, como él mismo señala, y también la rotunda negativa de Prieto, que tenía sus propios designios políticos.
Con sus nuevas riquezas, Prieto organizó un organismo de ayuda rival del SERE, la Junta de Auxilio a los Republicanos Españoles (JARE), que tuvo una vida tormentosa. Tras insistentes denuncias de corrupción hechas por otros exiliados, y presiones de grupos económicos y políticos del régimen mejicano, ávidos de controlar los fondos, el gobierno del país acogedor disolvió el organismo en 1943, demostrando hasta qué punto tenía bajo su férula a los políticos españoles exiliados. La JARE fue sustituida por la CAFARE (Comisión Administradora del Fondo de Auxilio a los Republicanos Españoles), fuertemente mediatizada por dicho gobierno, aunque bajo la administración nominal del azañista Carlos Esplá, que ya lo había sido de la JARE. Prieto se hizo, además, con valores a disposición del embajador en Washington, Fernando de los Ríos, y de la reventa a Méjico de un importante material aéreo (15 aviones Bellanca y 150 motores de aviación) comprados por el Frente Popular en Usa, y tres aviones Boeing.
Hubo también, según informó el diario Excelsior, «una fuerte suma de oro» depositada por el gobierno revolucionario español en Méjico[32].
Los fondos expoliados sirvieron para promover empresas, la mayoría de las cuales quebraron, y algunas inversiones de tipo cultural o asistencial muy valiosas; también sirvieron como medio de corrupción y presión política, o para facilitar la emigración desde Francia a América, en lo cual desempeñó un papel importante la dictadura dominicana de Trujillo. Tanto Negrín como Prieto hablan de atender las necesidades de los exiliados, pero las ayudas llegaban con preferencia a ex altos cargos del régimen populista, que no sufrieron los campos de concentración franceses, o pronto salieron de ellos; y apenas, o nulamente, a las masas de «a pie». En su competencia por atraerse a las personas decisivas, la JARE les pasaba la alta asignación mensual de 5.000 francos, doble que el SEBE (que dejó de funcionar a mediados de 1940), mientras innumerables solicitudes eran denegadas por falta de fondos[33], como muestran los balances de la organización. En el primero de ellos, de septiembre de 1939, la cantidad dedicada a socorros a los refugiados de tropa apenas sobrepasa el 10 por ciento, mientras que las habilitaciones de la Diputación Permanente de las Cortes y de la Generalitat ocupan casi dos tercios del total gastado[34].
Todos estos hechos, que buena parte de la historiografía sigue tratando con la misma discreción que Prieto creía conveniente, necesitan aun hoy una monografía detallada, por más que en líneas generales y en algunos aspectos son bien conocidos.
Distinta suerte corrieron las obras maestras del Prado, los tapices gobelinos del Palacio Real, y otras. Enviadas a Ginebra, y allí expuestas de junio a septiembre del 39, con éxito multitudinario, volvieron a España justo antes de la guerra mundial. Estas obras, demasiado famosas en todo el mundo, no podían venderse como las del Vita. ¿Por qué, entonces, fueron acarreadas en pos del gobierno y expuestas a mil avatares, habiendo sufrido varias de ellas deterioros sensibles? No existe explicación clara, pero sí cabe aventurar al menos una hipótesis racional: podrían estar destinadas a la URSS. Como se recordará, Stalin no admitió la concesión de préstamos sobre la garantía del oro español, sino la consunción directa de éste. Increíblemente, cambió de opinión a última hora, cuando la guerra estaba perdida por los «republicanos», y el oro oficialmente agotado. Entonces envió, a crédito, una masa de armamento por valor de más de cien millones de dólares, gesto inutilizado por la veloz progresión franquista. Pero aún sin dicha progresión, nadie esperaría que las nuevas armas sirvieran más que para retrasar algo la derrota, y por tanto la URSS no podía contar con el reembolso del enorme dispendio. La extemporánea rumbosidad del Kremlin no ha sido aclarada por políticos ni historiadores, y resulta desde luego enigmática… salvo que los jefes populistas hubieran comprometido en garantía lo mejor del patrimonio artístico español. Luego, la rapidez de los sucesos y el caos de la retirada habrían impedido completar la operación. Como en el caso del asesinato de Calvo Sotelo, me limito a exponer una hipótesis que creo razonable y digna de investigación.
Pese a los hechos, aquí muy resumidos, los gobiernos «republicanos» han recibido alto crédito por su rescate de bienes culturales, hazaña sin parangón, si hemos de creer a los propios implicados, como Alberti, María Teresa León, Bergamín, Renau etc., cuyos autoditirambos han merecido acríticas loas de incontables historiadores y políticos, de izquierda y de derecha. El último drama escrito por Buero Vallejo, Misión al pueblo desierto, en el año 2000, la película La hora de los valientes, o una novela recientemente premiada, encomian los pretendidos salvamentos.
Más aun, ha sido común la atribución al bando nacional de las destrucciones y peligros del patrimonio del país, cuando la evidencia prueba taxativamente sus esfuerzos por preservar ese patrimonio, al que ocasionaron los mínimos daños esperables en una contienda así. Por poner algunos ejemplos, la encargada del departamento de Goya en el Museo del Prado en 1999, atribuía en ABC los deterioros de La carga de los mamelucos, de Goya, al viaje de vuelta de Ginebra, y otras inexactitudes parecidas. Las referencias a los bombardeos, en la línea de la monografía de Álvarez, proliferan.
Debe admitirse que si el supuesto salvamento del tesoro artístico por los «republicanos» constituyó una hazaña dudosa, por decirlo de alguna manera, no tuvo nada de dudosa la hazaña de su propaganda, tan exitosa en presentar la realidad al revés exactamente de como fue.