Capítulo 26

EL ENIGMA NEGRÍN

Las maniobras peneuvistas de Santoña, combinadas con el escaso ardor revolucionario de los santanderinos, permitieron, por primera vez en la contienda, el copo y captura de un ejército casi entero. Los franquistas desarticularon tres de los cuatro cuerpos de ejército del Norte, se apoderaron de 55.000 prisioneros y de una masa de armamento, habiendo destruido medio centenar de aviones enemigos.

Entre tanto, Negrín no desaprovechaba el tiempo, y concentraba en torno a Zaragoza diez divisiones, entre ellas las más prestigiosas del Ejército del Centro, incluidas dos internacionales. El objetivo estaba bien elegido, pues el frente nacional en Aragón, estimaban los informes, estaba guarnecido por «escasas fuerzas de no muy buena calidad», o «mal instruidas»[1]. El terreno era casi llano, de mala defensa, en particular contra los aviones, de los que el Frente Popular acumuló unos 200, con superioridad total. Zaragoza, una de las mayores ciudades del país, debía caer sin dificultad, abriendo un extenso boquete en las líneas enemigas, por el que debía proseguir un avance ulterior hacia Navarra. De paso, el ataque tendría que descongestionar el frente de Santander, obligando a Franco a volcarse en Aragón.

El 24 de agosto, casi en simultaneidad con el fracaso del pacto de Santoña, comenzaba la ofensiva… Para estancarse, otra vez, ante una defensa enconada. El mando izquierdista estaba resuelto a no repetir el error de Brunete, donde focos secundarios de resistencia habían absorbido la energía del ataque, y avanzar resueltamente sobre el objetivo principal, pero las resistencias parecían fascinar a los atacantes. Los avances fueron escasos, y a los seis días el ambicioso objetivo original cambiaba al mucho más modesto de conquistar Belchite, pequeña población de 2.000 habitantes donde quedaron cercados otros dos mil soldados nacionales, acometidos por dos divisiones. Bajo un calor tórrido, muy escasos de agua y entre el hedor de los cadáveres, la tropa y la población de Belchite, conscientes de estar salvando Zaragoza, pelearon casa por casa y barricada por barricada, haciendo pagar un alto tributo de sangre a sus enemigos. Todavía el 4 de septiembre la radio de los defensores comunicaba: «Aunque el agotamiento físico es extremado, la moral es elevada y estamos decididos a morir por nuestra patria». El pueblo quedó totalmente devastado por los bombardeos, incendios y voladuras[2]. En la noche del 5 al 6, perdidas ya todas las posiciones, los últimos defensores ilesos, unos 200, lograron romper el cerco y abrirse paso hasta los suyos.

En aquella ofensiva tuvieron parte importante, si bien no muy lucida, las Brigadas Internacionales y los asesores soviéticos, generales Shtern, jefe de los consejeros, Kléber, Walter y Montenegro. La dirección superior quedó encomendada a Pozas, comunista de conveniencia, y destacaron los también comunistas Modesto y Líster. Buena parte de sus adversarios, al mando del general Ponte, eran requetés y falangistas, muy motivados. En esta ocasión, al revés que en Brunete, Franco no desvió su atención del norte, limitándose a enviar a Zaragoza dos brigadas hispanoitalianas y un buen número de aviones. Los populistas sólo conquistaron algunos pueblos menores, para volver a perderlos en una contraofensiva algo posterior.

En cuanto al frente norte, pese a las tremendas desgracias sufridas en Santander, los izquierdistas asturianos decidían continuar la lucha, con auxilio de algunas unidades santanderinas y vascas que no se habían rendido. El Consejo de Asturias y León se declaró soberano. Con nueve divisiones (de 16 anteriores), en torno a medio centenar de aviones, y apoyándose en el terreno sumamente abrupto, combatieron tenazmente. Pero, en completa inferioridad de medios, su resistencia cesó el 21 de octubre, en el puerto de Gijón, entre escenas dantescas en la pugna por ocupar los pocos barcos disponibles para huir.

La campaña del norte decidió, en principio, la guerra: a lo largo de ocho meses, el Frente Popular había perdido sus mejores fábricas de armas, su industria pesada, minas fundamentales, el esfuerzo bélico y unos 200.000 soldados, la mitad de los cuales pasó a engrosar al ejército vencedor, más 200 aviones, dos destructores, cuatro submarinos y dos torpederos, medio centenar de tanques, medio millar de cañones, un cuarto de millón de fusiles, varios millares de armas automáticas y cien millones de cartuchos[3].

En conjunto, las izquierdas habían perdido un cuarto de su potencial bélico, y los nacionales adquirieron por primera vez una clara, si bien no muy acentuada, superioridad material [véanse mapas 6 y 7]. El gobierno de Negrín había llegado para proseguir la «lucha hasta la victoria, sin componendas ni amaños. ¡Nunca capitulación!»[4], pero después de aquel desastre su problema había cambiado: ya no se trataba de organizar y disciplinar unas fuerzas superiores para asegurar la victoria, sino de elegir entre la rendición, para ahorrar a la población sufrimientos inútiles, o la lucha a toda costa. El desánimo en su bando, y en el mismo gobierno, era profundo, pero Negrín eligió sostener la guerra, con el apoyo, sobre todo, de los comunistas. Ello beneficiaba a Moscú, al mantener abierta la llaga en el occidente europeo. Largo Caballero –y más tarde Prieto– terminó rebelándose contra la tutela de Stalin, pero Negrín iba a identificarse con los comunistas en cuerpo y alma, hasta el final.

Se mostró entonces el carácter enérgico del jefe populista, que impulsó un inmenso esfuerzo de reorganización, y, a pesar de sucesivos desastres, alimentó la hoguera bélica todavía un año y medio más. Negrín ha sido el personaje más polémico del Frente Popular, denostado con furia por numerosos socialistas, anarquistas y republicanos, empezando por Azaña, aunque éste lo recibiera al principio casi con alborozo; y defendido cerradamente por los comunistas y algunos intelectuales como Juan Marichal. En el posfranquismo, las izquierdas han preferido olvidarlo, hasta el punto de que S. Carrillo podía escribir, con razón, hace pocos años: «Don Juan Negrín es el gran silenciado de la reciente historia política de España. Pocas personas saben que existió un jefe del gobierno republicano durante la guerra que se llamó así (…). ¿Quién osa reivindicarle hoy?»[5]. Como haciendo caso a su denuncia, ha brotado últimamente una corriente de reivindicación del personaje, a cargo de grupos nacionalistas canarios y medios académicos. Su nombre se ha puesto a hospitales y cátedras de medicina, y con cierta asiduidad aparecen escritos y artículos elogiando su postura durante la guerra.

Negrín pudo prolongar la contienda gracias al firme respaldo de los comunistas y al más renuente de otros grupos y personajes, temerosos de la venganza franquista. En apariencia, la decisión de resistir era absurda, pero, aparte de que el Frente Popular disponía aún de cuantiosos medios y del apoyo soviético, respondía a una clara lógica en la situación internacional, pues, como explicaría Negrín: «Nadie podía prever cuándo la tormenta europea se desencadenaría, pero había de ser obtuso quien no la viera aproximarse»[6]. Si se conseguía mantener la lucha hasta ese momento, la guerra española enlazaría con la mundial, y entonces cabía esperar una intervención de Francia y Gran Bretaña a favor del Frente Popular, que volcase la balanza a su favor. La contienda resultaría mucho más larga y destructiva, pero entonces la victoria de las izquierdas quedaría asegurada: «Resistir es vencer».

A ese fin, caído el norte, fueron movilizados tres nuevos reemplazos para compensar los cuerpos de ejército perdidos, acercándose el total de los movilizados al millón de hombres. También el bando contrario reestructuró su ejército. Las unidades de voluntarios y tropas mal instruidas, no muy apreciadas antes, pero curtidas en los escenarios del norte, pasaron a constituir grandes unidades de calidad no inferior a las del ejército de África. Se constituyeron seis cuerpos de ejército de maniobra, los de Navarra, Galicia, Castilla, Aragón, el de Marruecos y el CTV. Los tres primeros, en especial, darían el tono de la guerra en los meses siguientes.

Tras una pausa impuesta por las necesidades de reorganización, el ejército de Negrín tomó la iniciativa en diciembre mediante un gran ataque contra Teruel, ciudad de 15.000 habitantes defendida por escasas fuerzas. Cercada fácilmente, los defensores, en condiciones durísimas por el frío excepcional de aquel invierno, y faltos de municiones, víveres y medicinas, terminaron por rendirse tras una empeñada resistencia. Por primera vez el ejército revolucionario conquistaba una capital de provincia, victoria aireada extraordinariamente en la propaganda interior e internacional, como augurio de un cambio profundo en el curso de la lucha. Italianos y alemanes, desagradablemente sorprendidos, criticaron a Franco, aunque éste no pareció preocupado. Rojo, principal planificador estratégico de las izquierdas, pensaba completar el golpe con uno más decisivo, retomando el plan de Largo Caballero de atacar por Extremadura para cortar en dos la zona nacional. Pero Franco se le adelantó con una gran contraofensiva sobre Teruel, que recobró en febrero del 38. Y a partir del 9 de marzo, hundió el frente enemigo en una amplia maniobra que le llevaría hasta el Mediterráneo, siendo la zona populista la que quedara cortada en dos [véase mapa 8].

Al hundirse el frente, cundió el derrotismo en las izquierdas no comunistas, todavía más que tras la pérdida del norte. Sin embargo no faltaban razones para la esperanza, al oscurecerse el panorama europeo por la anexión de Austria al III Reich, el 12 de marzo. Por unos días la guerra europea pareció a punto de estallar. En Francia, Leon Blum, vuelto al poder tras la dimisión del gabinete Chautemps, planteó el día 13, en el Comité Permanente de Defensa Nacional, enviar a Franco un ultimátum concebido en términos que hiciesen imposible su cumplimiento, como pretexto para invadir Cataluña o bien ocupar las Baleares y las colonias españolas en África. Una intervención tal, capaz de frustrar sus victorias, era lo que Franco menos deseaba, y lo que más quería Negrín. El primero hizo saber a los franceses su intención de permanecer neutral en un conflicto europeo, deseando lo mismo de ellos en el conflicto español, si querían mantener una relación amistosa después de la guerra. Pero la amenaza se diluyó, porque los consejeros de Blum no creían a Francia preparada para una guerra general. Entre otras cosas, el país producía sólo 40 aviones al mes, frente a 250 Alemania.

Negrín, por su parte, viajó a París y obtuvo de los franceses el envío de 200 cañones pesados y todas las facilidades para importar material de otros países. Vencidas las dificultades de transporte y bloqueo «se anunciaba la llegada de una abundante remesa de material ruso» y de otros países, explica el político español. «Al regresar a Barcelona, las noticias del frente eran catastróficas. En realidad no había frente (…). Lo peor era que la retaguardia se desleía y descomponía, bajo la doble acción de una desaforada propaganda derrotista y una labor de intenso y profundo espionaje (…). Hice esfuerzos sobrehumanos para rehacer los ánimos decaídos. ¡Inútil intento! (…) Sometí entonces al presidente de la República el decreto en virtud del cual me encargaba del Ministerio de Defensa. Fue ésta una de las decisiones más penosas que he tomado en mi vida»[7].

La decisión de asumir dicha cartera significaba la exclusión de Prieto, que, con todo su pesimismo, había demostrado notable capacidad en su desempeño. Sin embargo se había enfrentado a los comunistas, al intentar impedir su proselitismo y desplazarlos de los órganos de mando en el ejército. El 6 de abril salía la lista del nuevo gobierno, que incluía de nuevo a la CNT, con un ministro, en un esfuerzo por dividir a esta central y debilitar a los prietistas. El día 15 llegaban los nacionales al Mediterráneo.

Al mismo tiempo, Negrín elaboró un programa de «Trece puntos», aprobado el 1 de mayo, sobre la base de la «independencia de España», una «democracia y legislación social avanzada», liquidación de la «vieja aristocrática propiedad semifeudal», etc., pero con promesas democráticas para calmar las suspicacias inglesas.

Cuando los franquistas, llegados al Mediterráneo, giraron hacia el sur en dirección a Valencia, toparon con una resistencia inesperada, apoyada en los montes del Maestrazgo, que sólo les permitió avanzar muy lentamente. Entre tanto, el gobierno de Negrín levantaba a marchas forzadas el ejército del Ebro, quizás el más preparado y comunistizado de los puestos en pie hasta entonces. Y el 25 de julio, ese ejército cruzó el río Ebro, a espaldas de los franquistas desplegados hacia Valencia. No tropezó en esta ocasión con belchites ni brunetes, y el primer día avanzó notablemente, conquistando unos seiscientos kilómetros cuadrados. Pero fue enseguida frenado por una rápida afluencia de tropas contrarias, para dar lugar a la batalla más larga y cruenta de la guerra: casi cuatro meses, hasta el 16 de noviembre, con más de 100.000 bajas entre ambos bandos, y la pérdida de 150 aviones por los populistas. Muchos tuvieron la impresión, al principio, de que el Frente Popular podía vencer todavía, o al menos hacer tablas, pero una vez más el intento concluyó en derrota. Fue el último gran esfuerzo del Frente Popular.

Durante la batalla, Negrín volvió a ver la esperanza en la escena internacional, cuando las exigencias alemanas sobre Checoslovaquia estuvieron a punto de provocar, por fin, la conflagración general. Para seguir la crisis de cerca, el gobernante español se trasladó a Ginebra, donde intentó un golpe de efecto: anunció, el 21 de septiembre, la retirada de las Brigadas Internacionales, que para entonces se habían convertido en un cuerpo profundamente desmoralizado y de muy pobre eficacia. Numerosos brigadistas serían evacuados en noviembre, en una operación muy aireada, pero sin inducir las esperadas presiones internacionales para el abandono de alemanes (aunque 10.000 italianos fueron devueltos a su país). Las democracias deseaban el final de la contienda cuanto antes y el vencedor sólo podía ser Franco.

La crisis europea culminó en el último tercio de septiembre, con la claudicación de Munich, donde Chamberlain y Daladier, jefes de los gobiernos británico y francés, aceptaron la anexión al III Reich de la región checa de los Sudetes, poblada por alemanes, y la consiguiente desmembración de Checoslovaquia. Las ilusiones de Negrín acabaron de desinflarse cuando Franco anunció la neutralidad de España en caso de conflicto europeo, debilitando así los temores o las tentaciones de intervención de Londres o París. El anuncio del Caudillo fue recibido con indignación en Italia y por diversos jerarcas alemanes, pero Hitler, muy contento con su botín de Munich, lo despachó con un comentario desdeñoso: «Es una cerdada, pero ¿qué otra cosa podían hacer los pobres diablos?». A fin de cuentas España era para él un teatro secundario.

Por todo ello, la épica ofensiva y tenaz resistencia populista en el Ebro resultaron el canto del cisne de la política comunista. Luego, los nacionales pudieron planear tranquilamente la ofensiva en Cataluña. Negrín había hecho in extremis un gigantesco pedido de armas a Stalin, de más de 400 aviones y 2.000 cañones, etc., y el soviético lo atendió, pese a estar supuestamente agotado el tesoro español. Pero la rapidez del avance franquista en Cataluña impidió utilizar la mayor parte de la enorme remesa. Las armas, enviadas desde la URSS a Burdeos, se acumularon en Francia, y parte de ellas volvieron a la URSS o fueron malvendidas por Negrín. Azaña, tras salir por los Pirineos, dimitió finalmente, después de haber amagado hacerlo muchas veces. También los consejeros soviéticos salieron discretamente del país, señal de que la URSS abandonaba la partida, mientras sus acuerdos con Hitler debían de ir concretándose.

La derrota en Cataluña revistió proporciones apocalípticas, por la caótica huida de 400.000 personas, mitad soldados y mitad civiles, hacia la raya de Francia, mientras otras tantas recibían entusiásticamente a las tropas de Franco en Barcelona. De los emigrados, más de dos tercios volverían a España en el curso de 1939, quedando en torno de 140.000 exiliados (muchas historias hablan, incorrectamente, de medio millón, dando por permanentes los huidos del primer momento)[8].

Quedó entonces al Frente Popular una zona en el centrosureste de la península, todavía extensa, con buenos puertos, una flota potente, a la que habían sacado poco rendimiento hasta entonces, y un ejército cifrado en 800.000 soldados. En apariencia, los comunistas estaban resueltos a continuar luchando. Negrín dirigió a la población y a los partidos un llamamiento amenazador: «Si no queréis sucumbir como un rebaño de corderos o perecer en la extenuación y la miseria habréis de prestar oídos a mis palabras y obediencia a los mandatos del Gobierno.(…). De lo contrario, vosotros pagaréis vuestras culpas (…). Confío en que mi llamamiento será atendido, mas si tal no sucediera, el interés de todos y razones supremas de salud pública forzarán al Gobierno a aplicar con todo rigor las más severas medidas, sin contemplaciones ni debilidades»[9].

Sin embargo los partidarios de capitular se rebelaron, bajo las órdenes del coronel Casado, republicano sin partido, y de personajes tan significados como el anarquista Cipriano Mera o Besteiro, uno de los pocos dirigentes moderados del PSOE desde los días decisivos de 1933-34, cuando se opuso en vano a la dictadura del proletariado y a la insurrección. La rebelión originó una guerra civil dentro de la guerra civil, la segunda después de las jornadas de mayo del 37. Los comunistas tenían el control de la gran mayoría de las unidades militares y por tanto pudieron aplastar sin mucha dificultad a los rebeldes, pero tanto ellos como Negrín mostraron una extraña falta de energía e iniciativa, y se dejaron vencer con facilidad. Franco dejó madurar la situación, exigió la rendición incondicional, y la obtuvo finalmente sin ningún coste militar. En Alicante, donde se amontonaban miles de izquierdistas con esperanza de escapar, se repitieron las escenas de Gijón un año y medio antes. El 1 de abril de 1939 terminaba oficialmente la guerra.

Tan sólo un mes y medio después se producía una significativa polémica epistolar entre Negrín y Prieto, ya en el exilio mejicano, en que ambos se acusaban mutuamente de la responsabilidad por la catástrofe. Prieto se asombra: «Después de haber presidido tan colosal desastre, después de haber originado, con el uso de un poder personal, ejercido en beneficio exclusivo de determinada agrupación [alude al Partido Comunista], disensiones hondísimas que condujeron a millares de hermanos de lucha a despedazarse entre sí y teniendo todavía ante los ojos el espectáculo de medio millón de españoles fuera de su Patria debatiéndose en la miseria y sometidos a las más viles humillaciones, de las que una elemental previsión reiteradamente aconsejada les hubiera librado, después de todo eso ¿se atreve usted a decir que yo incubaba la catástrofe? Jamás conocí sarcasmo tan terrible como el del contraste entre sus inmensas responsabilidades y su jactanciosa actitud que le permite condenar caprichosamente a los demás y encima exigir, a guisa de premio, el reconocimiento de su jefatura de Gobierno con carácter permanente por indefinido»[10].

Negrín, desde luego, veía las cosas de otro modo. Había sostenido una resistencia obligada «porque sabíamos cuál sería el final de la capitulación». «Sea usted franco y un poquitín generoso, no lo he hecho tan mal a pesar de la descomunal empresa, y si se toma en cuenta las condiciones en que los profesionales de la política me traspasaron el cometido, y la forma en que entorpecieron mi labor». Pues «si a la superioridad del enemigo y a otros factores materiales y políticos no se hubiera sumado la envidia, la traición y la cobardía de gentes de nuestras filas, no presenciaríamos hoy el desgarrador espectáculo». «A nuestra causa no la han vencido los facciosos. No. La han vencido las asechanzas de unos cuantos malandrines», de los cuales «durante casi dos años he tenido que sufrir sus tretas y sus inquinas. Hasta que, por fin, me derrotaron», señala en referencia a la sublevación de Casado. En una carta a Stalin, «insigne camarada y gran amigo», había indicado, en diciembre del 38: «Por influjos exteriores; por influjo de la propaganda enemiga; por celos de partidos que han perdido su vitalidad o no han encontrado arraigo en el pueblo, sigue manteniéndose una enconada y dura campaña contra los comunistas (…). Hoy no podemos responder aún de forma adecuada, porque implicaría crear un nuevo conflicto». Pero aquellos enemigos se habían adelantado a su respuesta. Ellos, los intrigantes y derrotistas, habían causado la catástrofe: «Si aún hoy estuviéramos en guerra (…) ¿qué duda cabe, al contemplar el panorama actual del mundo, que nuestra situación sería (…) más prometedora que nunca?». Pese a todo, él había logrado «retrasar un año la hecatombe», a lo que replica Prieto: «¡Triste, tristísima confesión! Sí, retrasó usted la hecatombe, agigantándola siniestramente»[11].

En rigor, la discusión tenía poco sentido, pues, bajo los equívocos, Negrín la planteaba desde la necesidad y posibilidad de ganar la guerra, y Prieto desde la inevitabilidad de su pérdida. El primero tenía razón, indudablemente, cuando aludía a las jugadas e intrigas que él y los comunistas debieron soportar. Así, por ejemplo, Azaña actuó a menudo a sus espaldas, como había hecho a espaldas de Largo Caballero, en pro de una paz de compromiso –que posiblemente hubiera consagrado la división del país– a través de París o de Londres, y hay fuertes indicios de que Prieto mismo quiso tentar a Londres con un protectorado sobre España, para sacudirse el protectorado soviético. Un informe, probablemente de A. Marty a la más alta dirección soviética daba cuenta del comentario «ampliamente divulgado» de Prieto a unos marinos británicos, hacia febrero o marzo de 1937, todavía bajo el gobierno de Largo Caballero: «Si vuestra visita no hubiera sido de protocolo, yo les habría ofrecido un trato: quédense con Cartagena, quédense con algo más, pero ayúdennos a echar a los fascistas, alemanes e italianos».

La idea debió de seguirle rondando, porque su ayudante, el capitán Bayo, y Vidarte, también prietista, informan de una propuesta hecha por aquél a unos enviados británicos, ya bajo Negrín: «Si Inglaterra nos da el triunfo, si su país inclina los platillos de la balanza en nuestro favor, que puede hacerlo en cuanto quiera y que debe hacerlo para que nada tengamos que deberle a Rusia (…). España, por mi mediación, entregará a Inglaterra las soberbias rías de Vigo, donde puede cobijarse la escuadra inglesa entera, con holgura, la base naval de Cartagena, inexpugnable, y la soberbia base de Mahón, única en el Mediterráneo. Con estos tres puntos, Inglaterra vería su poderío reforzado en el Mediterráneo y en el Atlántico, y España quedaría agradecida bajo la protección inglesa, sacudiéndonos para siempre toda posibilidad de influencia rusa». El testimonio de Bayo, publicado en 1944, no fue desmentido por Prieto. El concienzudo historiador norteamericano Bolloten, escribió a uno de los oficiales ingleses implicados para confirmar el dato, pero éste lo remitió al Foreign Office. De no haber existido oferta, habría bastado una simple negativa[12]

Los nacionalistas catalanes y vascos hicieron jugarretas similares. Negrín, receloso de ellos, dijo a Azaña: «Aguirre no puede resistir que se hable de España. En Barcelona afectan no pronunciar siquiera su nombre. Yo no he sido nunca lo que llaman españolista ni patriotero. Pero ante estas cosas, me indigno. Y si esas gentes van a descuartizar a España, prefiero a Franco. Con Franco ya nos las entenderíamos nosotros o nuestros hijos, o quien fuere. Pero esos hombres son inaguantables. Acabarían por dar la razón a Franco»[13]. Negrín ignoraba, evidentemente, el alcance de la traición de Aguirre en Santoña, y el representante del PNV, Irujo, siguió tranquilamente como ministro de Justicia hasta diciembre del 37, cuando dimitió alegando falta de garantías judiciales en la represión, para volver como ministro sin cartera en abril de 1938.

En cuanto a los nacionalistas catalanes, tras invadir en los primeros tiempos todas las competencias del gobierno central e intentar crear un ejército independiente de hecho, habían retrocedido tras las sangrientas jornadas de mayo del 37 en Barcelona, y se resentían vivamente. El 31 de octubre del 37, poco después de la caída del norte, el gobierno se había trasladado de Valencia a Barcelona, cosa que la Esquerra entendió como una especie de ocupación. Azaña refiere en sus diarios las amenazas de Companys de dar algún gran escándalo. Recoge de Prieto: «Companys está loco, pero loco de encerrar en un manicomio». En una comida con más de treinta personas se desató en imprecaciones y quejas contra el Gobierno, en lamentos sobre su situación personal, que estima desairada e insostenible. Apuntó el deseo de recobrar el Orden público». En otra parte señala: «El ánimo de Negrín respecto de los asuntos catalanes está justificado en general (…). La defección de Cataluña (porque no es menos) se ha hecho palpable. Los abusos, rapacerías, locuras y fracasos de la Generalidad y consortes, aunque no en todos sus detalles de insolencia, han pasado al dominio público.» En septiembre cita de Martínez Barrio: Companys decía soportar «un ejército de ocupación» y relacionaba la situación con la guerra en tiempos del Conde Duque de Olivares: «hubo alguien que no se conformó, Clarís, que se entendió con Richelieu para hacer la guerra a España». Y comenta Azaña: «Poco encubierta amenaza, y amenaza de traición. “¿Quién sería ahora Richelieu?”, pregunta Martínez Barrio. “Acaso Mussolini”, le respondo (…). Martínez Barrio cree, por sus informaciones personales, que en Cataluña dominaba la opinión favorable a concluir la guerra de cualquier modo, y gran resistencia a incorporarse a filas»[14]

La confianza mutua era, pues, endeble. Desde junio de 1938, los nacionalistas vascos y catalanes emprendieron gestiones en Londres, con ignorancia del gobierno al que teóricamente pertenecían. A finales de agosto, en plena batalla del Ebro retiraron a sus ministros en protesta por lo que consideraban ataques a la autonomía. Acaso trataban de forzar una crisis, de acuerdo con los republicanos, que permitiera a Azaña retirar su confianza a Negrín. Pero, reaccionando con rapidez, los comunistas llenaron Barcelona de tanques y su cielo de aviones, en clara advertencia contra tal maniobra. Azaña amagó dimitir, pero, como siempre, no pasó de ahí.

Corrían rumores de tratos entre los nacionalistas catalanes y París, con vistas a una paz separada. El 12 de octubre, todavía en plena batalla del Ebro, Aguirre como «presidente de Euzkadi» y Companys como «presidente de Cataluña», hacían llegar al gobierno británico sendos memorandos, en los cuales felicitaban a Chamberlain por su claudicación en Munich ante Hitler, al recoger el «derecho a la autodeterminación» de los Sudetes y salvaguardar así la paz europea; y expresaban el mismo deseo para sus respectivas regiones, que quedarían bajo protección de Gran Bretaña y de Francia respectivamente. Políticos de ambos nacionalismos ofrecían las mejores garantías para Francia y sus líneas de comunicación con África; incluso Luis Arana, hermano del fundador del PNV, habló de una federación catalanoaragonesa que garantizaría a Gran Bretaña un territorio adicto entre el golfo de Vizcaya y el Mediterráneo. Estos planes de desmembrar España no prosperaron. Al parecer, el realismo británico los consideró un enredo más dentro de los muchos que sufría la Europa de entonces[15]

Por tanto, Negrín tenía bastante razón para quejarse de los manejos de sus aliados. Pero también es verdad que éstos encontraban cada vez más insufrible la hegemonía comunista y la tutela soviética. El empleo del terror contra poumistas, anarquistas y socialistas recalcitrantes fue muy frecuente, según testimonian numerosos informes. El anarquista Abad de Santillán menciona jóvenes libertarios torturados y asesinados[16], Peirats afirma que con Negrín «las mazmorras de la GPU se multiplicaron como infiernos de Dante», y sus descripciones de aquellas cárceles secretas coinciden con las hechas por los franquistas después de su victoria. Otros señalaban cómo los oficiales opuestos a la labor proselitista del PCE eran a menudo asesinados por la espalda y luego acusados de intentar pasarse al enemigo, hasta el punto de que en algunas unidades los oficiales socialistas y anarquistas se negaban a ir al frente. Las quejas de todos los partidos por los métodos terroristas del PCE para imponerse en el ejército son constantes y bien conocidas. En cuanto a la facción de Largo Caballero, todavía influyente en la UGT, le fue cortada toda posibilidad de expresión y confiscados sus medios económicos y sedes, atropellos que, como lamenta Largo, nunca se habían atrevido a realizar los gobiernos burgueses.

Instrumento especial de la represión comunista llegó a ser el SIM (Servicio de Investigación Militar). Curiosamente, Prieto lo creó a instancias de Alexandr Orlof, jefe de la policía política stalinista (NKVD) en España y autor de la tortura y asesinato de Nin. El organismo fue creado el 9 de agosto de 1937, cuando aún Prieto y Negrín se llevaban bien, después de la maniobra para expulsar a Largo Caballero. Pero el SIM, a pesar de los esfuerzos de Prieto, cada vez más hostil a la hegemonía del PCE, cayó rápidamente bajo control de los comunistas, y sus tentáculos se extendieron tanto a las unidades militares como al mundo civil, disponiendo de sus propias cárceles y de una autonomía extraordinaria. Sus métodos, reconocidamente brutales, no fueron sólo aplicados a la «quinta columna» derechista, sino también a los aliados de izquierda disconformes con el rumbo seguido por el Frente Popular.

La perspectiva cada vez más nítida de un régimen al estilo soviético, cuyas características se dibujaban claramente en España a pesar de todos los empeños por disimularlas, llevaba a la desesperación a los partidos no comunistas, que tampoco podían esperar de Franco un trato misericordioso. La alternativa la expresa muy bien una conversación de Azaña con Vidarte sobre la posibilidad de enlazar la guerra de España con la europea. «Si esa catástrofe es inevitable –dice Vidarte– sería lícito procurar que ella pudiera aprovechar a un país como el nuestro?». Pero Azaña lo dudaba: «Suponga usted que el final de la guerra fuera la implantación del comunismo en la Europa occidental como el final de la anterior fue su implantación en la Europa oriental. A la mayoría de los republicanos y supongo que también a los socialistas, les repugnaría esta solución». De hecho, Azaña manifiesta en sus diarios una progresiva aversión a la continuación de la guerra, y multiplica los dicterios contra Negrín y los suyos. En la evacuación de Cataluña, comenta: «El ministro era un loco, que no (…) preveía la gigantesca catástrofe que se nos echaba encima. Estaba muy optimista pensando en la inminente guerra general». De Álvarez del Vayo, ministro procomunista, cuenta que, estando ya en Francia, aseguró a unos funcionarios: «Nunca hemos estado más cerca que ahora de ganar la guerra». Por primera vez, un empleado tuvo el valor de protestar contra la insania». Y así otros comentarios[17].

La repugnancia y el miedo a la hegemonía comunista terminaron prevaleciendo sobre el temor a Franco. Los partidarios de Negrín y los comunistas han afeado a menudo a los socialistas, anarquistas y republicanos sublevados con Casado, el haberse entregado a un enemigo que no manifestaba disposición a la clemencia, pero el reproche es falso. Franco no los engañó al respecto, y sabían lo que hacían: simplemente, entre una resistencia que sólo podía multiplicar las penalidades y acrecentar el dominio comunista, y la persecución esperada de Franco, eligieron la última. Por lo demás, tanto los dirigentes casadistas como los negrinistas, con la excepción de Besteiro, supieron ponerse a salvo, dejando atrás, como en una ratonera y sin previsión alguna de evacuación u ocultamiento, a decenas de miles de correligionarios, muchos de ellos complicados en el terror contra la derecha, y sobre quienes iba a caer la justicia o la venganza de los vencedores. Prieto lo había pronosticado tras el asesinato de Calvo Sotelo: «Será una batalla a muerte, porque cada uno de los bandos sabe que el adversario, si triunfa no le dará cuartel».

Otro aspecto de la polémica es la jactancia de Negrín contra sus enemigos internos: «¿Por qué no se atrevieron a desplazarme? Por miedo. Yo estaba con el pueblo. Tenía confianza en nuestra gente y por creer en las masas les supe insuflar fe en el triunfo, necesario aunque costara cualquier sacrificio y les hice admitir con estoicismo que con pan o sin pan había que resistir»[18].

La realidad difiere algo de estas palabras. Ya en la batalla de Brunete, en junio de 1937, consigna Azaña, un número muy alto de las bajas habían sido «desertores más o menos disimulados». A lo largo de 1938 el entusiasmo de las masas izquierdistas, sometidas al hambre y las privaciones, se había debilitado aun más, como demostraba el torrente de deserciones y la escasa atención a las campañas que llamaban a incrementar la producción industrial, o la cosecha. En Cataluña, los desertores y prófugos llegaron a formar guerrillas en la retaguardia para afrontar las expediciones enviadas para capturarlos. A fin de paliar esa descomposición, Negrín y Prieto reforzaron la disciplina con medidas francamente terroristas, castigando la deserción en los familiares –hasta de tercer grado– del culpable, y dando las mayores facilidades a los mandos para ejecutar a los soldados considerados desafectos. En la batalla del Ebro, Líster profirió amenazas de fusilar sobre la marcha a quien retrocediese, y existen fotos de tiradores de ametralladora muertos al lado de su máquina, a la que estaban encadenados. El comisario socialista del Ejército del Centro, Piñuela, denunciaba: «La responsabilidad por las derrotas se exige cada día más estrechamente al soldado, sobre el que se hace caer duramente (…) el código de justicia Militar, interpretado con excesiva rigidez por los Tribunales Permanentes. La responsabilidad, que debe ser mayor cuanto más alta es la jerarquía, va difuminándose hasta desaparecer conforme ascendemos en la escala jerárquica». Estas medidas se complementaron con una intensísima propaganda y adoctrinamiento de la tropa, y fue la combinación de ambos métodos la que aseguró la disciplina indispensable. Al rebelarse Casado, el ejército simplemente se desintegró. «El pueblo» no estaba con Negrín tanto como éste presume[19].

La auténtica cuestión subyacente a la polémica entre Negrín y Prieto, por ninguno de ellos tocada, era la de la tutela soviética, manifestada, entre otras cosas, en la prepotencia comunista. Principal artífice del envío del oro a Moscú, Negrín quedó indisolublemente comprometido con sus efectos, y no vaciló en seguir la política de Stalin y los comunistas, en quienes veía, o quería ver, la garantía para el triunfo de lo que él llamaba la «causa de la libertad y la democracia». El enigma creado en torno a su actuación es en buena medida artificioso, como otros relacionados con la guerra. Negrín, simplemente, era consecuente con la situación creada, y en diversas ocasiones expresó su fervor por Stalin y los comunistas: «Stalin, el gran amigo de España, guía de un magnífico pueblo hermano (…) paladín de una nueva civilización; Stalin, con quien, sean cuales sean las discrepancias ideológicas, todos los hombres liberales y demócratas compartirán el común anhelo de encontrar para la humanidad módulos nuevos de civilización y progreso». O bien: «De una manera desinteresada, sin reclamar, ni siquiera insinuar, compensaciones que comprometieran nuestra orientación nacional, y mucho menos pretender ingerirse en nuestros asuntos de orden interior, sin formalizar convenios o tratados políticos, procuró la URSS dar satisfacción a las demandas de suministro de material y recursos, de asesoramiento técnico y de apoyo diplomático». Etc. ¿Era sincero al hablar así? Cuesta mucho trabajo creerlo, pero en la práctica importa poco. Negrín, sincero o no, fue sin duda el hombre de Stalin en España[20].

En esa función procuró conscientemente llevar hasta el final su política sin el menor reparo en los sufrimientos de la población o en el empleo del terror contra sus aliados. Pero dentro de ello no es posible negarle la grandeza de la consecuencia y la firmeza frente a quienes, habiendo contribuido también a crear tal situación, se rebelaban patéticamente contra las consecuencias de sus actos, pretendiendo descargar en él unas responsabilidades compartidas.