EL PACTO DE SANTOÑA
El curso de la guerra en la primavera de 1937, siguió de este modo: la lucha por la hegemonía en el Frente Popular, a lo largo del mes de abril del 37, coincidió con la campaña de Vizcaya, y tuvo una crucial consecuencia estratégica en el abandono de un vasto plan de Largo Caballero. Ya vimos cómo Franco, al desplazar al norte la lucha principal, asumía un riesgo muy serio de ofensiva populista en el centro, que podía desbaratar sus expectativas. Pues en el centro contaban los revolucionarios con un potente ejército, ya curtido, y capaz de la victoria de Guadalajara. Además, al concentrarse el grueso de la aviación nacional en el norte, la superioridad aérea izquierdista en el centro se había vuelto absoluta. Aprovechar esas condiciones para avanzar por Castilla o Extremadura habría sido mucho más eficaz que enviar al norte aeroplanos con poca probabilidad de supervivencia.
Y así lo vieron los populistas. Para desviar de Vizcaya a los franquistas, y en la onda del entusiasmo por la victoria de Guadalajara, atacaron el 10 de abril los cerros del Águila y Garabitas, en torno a Madrid, dos objetivos muy locales y de valor secundario, pero contra los cuales movilizaron tantas fuerzas como las dirigidas por Solchaga en Vizcaya en un amplio frente: el V Cuerpo de Ejército, a las órdenes del comunista Modesto. Su ventaja aérea, artillera y acorazada era aplastante. Pero, como había ocurrido en Villarreal de Álava y otros puntos, el avance se estrelló contra una resistencia inconmovible ante las embestidas de los tanques y el machaqueo artillero y aéreo, y se comprobó cómo los aviones tenían poca eficacia contra soldados con alta moral y psicológicamente preparados.
Entonces Largo decidió poner en práctica una ofensiva de mayor envergadura, pensada desde marzo y más tarde denominada «Plan P». Se trataba de aprovechar el saliente populista al sur del Tajo, que se extendía hacia Extremadura hasta aproximarse unos 150 km de la frontera portuguesa. Una embestida por allí, con 75.000 hombres, debía volver a cortar en dos la zona nacional. Los soviéticos acogieron bien la idea, aunque quisieron transformarla en varias ofensivas simultáneas sin mucho sentido. Pero, conforme tomaba cuerpo el designio comunista de derribar a Largo, resolvieron sabotear el plan, temiendo que su éxito salvase al defenestrable. Pudieron sabotearlo porque controlaban las fuerzas aéreas y acorazadas. Largo protestó al jefe efectivo de la aviación, Smushkévich (Douglas): «La aviación procede –igual que ocurre con los carros blindados– con una libertad de acción que escapa a la previsiones y hasta a las órdenes emanadas del Ministro.» Smushkévich había prometido 100 aviones para la ofensiva, pero a última hora sólo ofrecía 40, y replicó con una burla a la pregunta del jefe del gobierno sobre si serían suficientes: «lo serán si el enemigo no presenta aviación o ésta es en número inferior a la nuestra»[1].
Cuando la crisis de mayo, Largo, empeñado en sacar adelante la ofensiva, resistió, si bien infructuosamente, las maniobras de Prieto, Azaña y los comunistas. La crisis obligó a postergar los planes militares, pero luego el gobierno Negrín, con Prieto en el ministerio de Defensa[2], se afanó en recuperar el tiempo perdido. Renunció al plan anterior, por identificarlo con Largo, y lo sustituyó por el que daría lugar a la batalla de Brunete. La idea de Largo era mucho más ambiciosa y peligrosa para los nacionales, pues habría dividido su territorio, amenazado la Andalucía de Queipo y obligado a Franco a abandonar la ofensiva en el norte. Su anulación –aunque se volvería sobre él más adelante, en condiciones peores– tuvo la mayor relevancia estratégica. Por derrocar al Lenin español, los comunistas perdieron probablemente una gran ocasión.
El gobierno Negrín, autoproclamado «de la victoria», como el de Largo, se apresuró a hacer honor al título aplicando las normas emanadas, en definitiva, del Kremlin: unidad, producción de guerra, seguridad en retaguardia. Su primer intento fue un ataque por La Granja para capturar Segovia por sorpresa, acción novelada por Hemingway en Por quién doblan las campanas. La punta de lanza constaba de tres brigadas y una compañía de tanques, y debía envolver a las tropas nacionales de la sierra para, si todo iba bien, profundizar luego en Castilla la Vieja, descongestionar Vizcaya y servir de maniobra previa para una ofensiva superior en Brunete, al oeste de Madrid. La acción empezó el 30 de mayo, y consiguió parar momentáneamente la ofensiva nacional en el norte, pero pronto perdió filo, como siempre, ante una defensa empecinada.
Fallido el intento, Prieto acordó, pocos días después, presionar por Aragón, mediante la toma de Huesca, a partir del 13 de junio, cuando en Vizcaya los nacionales iniciaban el asalto al «Cinturón de hierro» bilbaíno. El objetivo era paralizar dicho asalto, y de paso demostrar la superioridad del ejército regular sobre las milicias anarcosindicalistas, tachadas de flojas e ineptas. A las órdenes del general Pozas, ingresado en el PCE, más por oportunismo que por convicción, como Miaja, se pusieron las unidades más distinguidas en los combates en torno a Madrid[3]. Acompañaban un centenar de aviones, la mitad pilotados por rusos, con algunos pilotos norteamericanos, y el resto por españoles. Huesca había sufrido ya otros ataques y muchos bombardeos, estaba casi rodeada, excepto por un estrecho pasillo muy vulnerable, y su conquista debía resultar fácil. Pero, una vez más, no fue así. La superioridad populista en cazas llegó a ser de cinco a uno, como la nacional en Vizcaya al principio, pero no logró barrer el grupo aéreo de García Morato, el as de la aviación franquista, cuya agresividad impidió al contrario adueñarse del aire. La patrulla de Morato hizo blanco en el coche de uno de los jefes de las Brigadas Internacionales, el general Lukacs, matándolo en el acto.
Los enconados combates parecieron en algunos momentos resolverse a favor de los atacantes, pero la ciudad aragonesa aguantó los envites. El día 19 entraban los franquistas en Bilbao, con lo cual la operación sobre Huesca perdía sentido, y fue abandonada.
Bilbao, donde el Frente Popular aspiraba a crear un segundo Madrid –también estaba allí de asesor Górief–, y emular los heroicos sitios del siglo anterior, había caído en sólo una semana. El día 16, todavía el periódico Euzkadi llamaba: «Momentos históricos. Con más fe y más ahínco que nunca, ¡a luchar!». A imitación de Madrid, el gobierno salió de la ciudad, dejando en ella una junta de defensa, pero la moral difería. Prieto, bilbaíno de adopción, invocó la «enorme responsabilidad» de entregar al enemigo «toda la potencia industrial de Vizcaya», y mandó «extremar la defensa de Bilbao», o, en caso de retirada, «inutilizar cuantos elementos industriales no puedan ser trasladados». Hubo también orden de «incendiar la ciudad vieja», señala Víctor de Frutos, comandante de la VI Brigada vasca y encargado de hacerlo, como se había hecho en Irún y en Éibar[4].
Pero el PNV impidió cualquier destrucción. Varios batallones nacionalistas, a las órdenes de la brigada enemiga «Flechas negras», mixta hispanoitaliana, y, protegidos por la artillería de ésta, defendieron los altos hornos «amenazados de destrucción por dos batallones de mineros asturianos». Otros cortaron los conatos de incendio de los barrios. «Todo se realiza con orden perfecto: los cuatro batallones ex enemigos (caso poco frecuente en la historia de la guerra), armados con todas sus armas y completamente encuadrados, asumieron así papeles combativos a las órdenes del vencedor, pasando a las filas de los prisioneros de guerra sólo después de cumplida su misión», señala satisfecho el coronel italiano Piazzoni[5].
Para entender esta política debemos tomar en cuenta la posición peculiar del PNV, único partido fuertemente derechista y católico alineado con el Frente Popular. Dada la feroz persecución sufrida por la Iglesia, su actitud escandalizó a muchos peneuvistas, en particular los de Álava y Navarra, dos de cuyos dirigentes, J. Landáburu y M. Ibarrondo advertían a Aguirre, a principios de agosto del 36, que los jefes rebeldes estaban «seriamente preocupados por la suerte de Vizcaya y Guipúzcoa, y se extrañan de que los nacionalistas de ahí estéis de la mano de los rojos, cuando tantas cosas sagradas y fundamentales nos separan de ellos. Van a tener precisión, en el momento que consideren oportuno, de tomar esa tierra por las armas, y se lamentan de que tengan por enemigos a los nacionalistas vascos. Por eso, para evitar que vaya derramándose tanta sangre en nuestro País, nos han dicho que si los nacionalistas de ahí os limitáis, mientras ahí manden los rojos, a ser guardadores de edificios y personas, si no tomáis las armas contra el Ejército, seréis respetados cuando el Ejército se apodere de esa zona». Y le exhortaban a impedir «que en nuestra tierra vuelva a abrirse el surco de la guerra civil». Los mismos presionaban a Telesforo Monzón, otro líder peneuvista, con iguales argumentos: «Si no hacéis armas contra el Ejército (…) seréis respetados. De lo contrario, con harto sentimiento de esos mismos señores, las represalias tendrán que ser terribles». «Debes contribuir a evitar esta lucha fratricida, y a frenar a aquellos elementos afines que se hayan lanzado suicidamente a la lucha»[6].
Pero Aguirre, Monzón y otros muchos pensaban de distinta forma. En primer lugar creían poder vender a alto precio su colaboración con el Frente Popular, obteniendo una autonomía que se proponían empujar todo lo posible hacia la separación de España. El paso decisivo era, y a ello se aplicaron los nacionalistas rápidamente, la puesta en pie de un ejército propio –por supuesto no contemplado en el estatuto– apenas o nada obediente al gobierno. Prieto, indignado por los actos de Aguirre y la forma como éste los encubría, le recriminaba: «No llame usted con eufemismo abogadesco superación constitucional a lo que son vulneraciones constitucionales»; y criticaba sus pujos de política internacional independiente[7].
Con todo, el PNV ofrecía a sus aliados una compensación valiosa: su influencia en el Vaticano y en el mundo católico, empleada para obstruir el reconocimiento y las simpatías hacia el bando franquista, y para ocultar en lo posible la persecución religiosa. A ese fin, el PNV fue muy activo. El líder nacionalista Irujo, muy favorable al Frente Popular y ministro de Justicia con Negrín, propuso, por ejemplo, un decreto, con vistas a la imagen exterior, que afirmaba: «una parte de la Iglesia católica, concretamente la de Euzkadi, ha sabido en todo momento cumplir su misión religiosa con el máximo respeto al Poder civil (…). Por eso no ha sufrido el más leve roce con sus intereses». El resto de la Iglesia, implicaba, se había hecho acreedora a la persecución, pues «la pasión popular, confundiendo la significación de la Iglesia con la conducta de muchos de sus prosélitos, [hizo] imposible en estos últimos tiempos el ejercicio normal del derecho de libertad de conciencia y práctica de culto». El problema, así presentado, se reducía a la práctica del culto, quedando oscurecida la matanza de religiosos. Los mismos 55 sacerdotes asesinados en Euzkadi por las izquierdas no suponían «el más leve roce» para la circunspecta Iglesia nacionalista. El escrito empezaba: «La República española, respetuosa con las diversas creencias…», y proponía reabrir los templos. Ni aun así pudo aplicarse el proyecto de decreto, si bien fue abierta al culto alguna que otra iglesia, de lo que Irujo se felicitaba efusivamente[8].
El PNV luchó por facilitar al Frente Popular una buena imagen religiosa en el extranjero, favor no baladí, habida cuenta del efecto demoledor de la persecución para las pretensiones democráticas de dicho régimen. Por eso replicaba Aguirre a sus aliados, molestos por las «superaciones constitucionales»: «Euzkadi, sirvió con su ejemplo de único argumento en el exterior, invocado tantas veces en la Sociedad de Naciones y por numerosos políticos (incluso comunistas, v. gr. la señora Ibárruri) en sus mítines de propaganda exterior»[9]. Lo cual era cierto, pero los izquierdistas, no sin algo de razón, creían abusivo el pago que se tomaba Aguirre por ese servicio.
En la actitud de Aguirre y los suyos había, además, un segundo motivo, obvio, si bien rara vez señalado: creían en la victoria del Frente Popular, dada la correlación de fuerzas por entonces. Sin esa expectativa, su elección carecía de sentido. Cuando la victoria llegase, «Euzkadi» sería un oasis católico en un desierto religioso –desierto creado con la colaboración solapada de los nacionalistas, aunque según el maestro del PNV, Sabino Arana, España nunca había sido un país católico–, dispondría de un ejército propio (previsoramente, el PNV había exigido a los revolucionarios que sus tropas no fueran llevadas a combatir fuera de las provincias vascas y Navarra) y buenas relaciones internacionales, para asegurarse la separación definitiva.
Sin embargo la campaña de Vizcaya les había ido convenciendo de que la victoria populista, y con ella la separación de «Euzkadi», tornábase muy incierta. Por tanto, mientras mantenían la lucha, negociaban con el enemigo una posible rendición por separado, catastrófica para las izquierdas. Pocos días antes del bombardeo de Guernica parecían llevar buen camino los tratos, a espaldas de sus aliados, aunque vivamente sospechados por ellos (Largo había enviado como agente a Galo Plaza, dirigente de la CNT, para averiguar cuanto pudiese); pero la acción de Richthofen los arruinó[10]. No obstante, en mayo continuaron. De puente en las negociaciones servían el Vaticano y el gobierno italiano, desempeñando el papel de intermediarios los padres Onaindía y Pereda, nacionalistas. A principios de mayo, Franco llegó a ofrecer excelentes condiciones: no sólo facilidades para la salida de los dirigentes, libertad para los soldados y milicianos que se entregasen, y respeto a vidas y haciendas, sino incluso una descentralización administrativa como las de Álava y Navarra. Según Onaindía, la alternativa sería el arrasamiento de Bilbao al estilo de Guernica, cosa no muy probable, pues, como ya hemos visto Franco reafirmó por entonces la orden de no bombardear centros de población[11]. Pero las dilaciones nacionalistas impacientaban al Caudillo, cuyas concesiones se fueron haciendo cada vez menos amplias.
Al caer Bilbao, el PNV se erigió en «guardador de edificios y personas», como les habían exigido los franquistas, entregando a éstos, intacto, un colosal botín en fábricas y altos hornos, magníficos para el esfuerzo bélico[12].Tal entrega por parte del PNV llegaba tarde, a los ojos de Franco, pero éste aceptó aún nuevos intentos de pacto. Los tratos se anudaron principal, aunque no exclusivamente, a través de los fascistas italianos, en parte porque el PNV se hacía la ilusión de que éstos actuaban con independencia del mando franquista. Mussolini en persona tomó interés en el asunto. A un largo telegrama suyo del 6 de julio, respondió Franco que «la entrega de los vascos, si se lleva a cabo, facilitaría la guerra grandemente», aunque manifestaba escepticismo sobre el desenlace[13]. Los italianos parecían haber llegado a un acuerdo definitivo con el PNV para resolver la situación entre el 14 y el 15, pero Aguirre siguió dando largas, quizá porque estaba en marcha la ofensiva de Brunete, cerca de Madrid, en la que el Frente Popular depositaba vastas esperanzas. Desencadenada el mismo día del telegrama de Mussolini, iba a durar tres semanas, paralizar las operaciones en el norte, y ocasionar casi tantas bajas como los tres meses de lucha en Vizcaya.
Y el día 19, Aguirre visitaba en Valencia a Azaña, ante quien admitió: «Mucha gente se ha pasado [a los franquistas]», pero negó que lo hubieran hecho «unidades en masa».
Según la explicación del jefe del PNV, los nacionalistas «no tienen más que una palabra», y si habían impedido la destrucción de la industria era «porque pensamos volver a nuestro país», y estaban decididos a «defender el País [Vasco] fuera de él»[14].
En realidad sus intenciones eran exactamente las contrarias. La conversación, relatada por Azaña, es digna de recuerdo. «Me pregunta qué tal estaría traer unas divisiones vascas a Huesca, para emplearlas en esa zona. Sin pararme a examinar los motivos de la propuesta, –si es que tales divisiones no hacen falta donde están, cosa poco creíble– le opongo la imposibilidad de realizarla: «¿Por dónde iban a venir? Por mar, es imposible, y por Francia no lo consentirían.» «¡Qué sé yo…! Como heridos…» «¿Heridos? También son combatientes, si no quedan inútiles. Y a nadie le haría usted creer que íbamos a transportar quince o veinte mil heridos de una región a otra.» «Pues es lástima. El cuerpo de ejército vasco, ya reorganizado, rehecha su moral, se batiría muy bien poniéndolo sobre Huesca. Se enardecería en cuanto le dijésemos que íbamos a conquistar Navarra». «¿Navarra?», pregunta incrédulo el alcalaíno, que añade: «No dije nada. Recordé las frívolas expansiones de Irujo, este invierno, cuando para después de tomar Vitoria y Miranda, me prometía la conquista de Navarra (…). Y ahora este Gobiernito vasco, derrotado, expulsado de su territorio, sin súbditos, apenas con tropas, y desmoralizadas, se encandila y cree que encandilaría a sus gentes (…) pensando en la “conquista" de la provincia limítrofe y rival». Las propuestas de Aguirre generaban una desconfianza bastante lógica: las tropas del PNV estaban al lado mismo de Vizcaya, encuadradas en un ejército del norte todavía poderoso, y lo lógico sería que aspiraran a reconquistar desde allí lo perdido, en lugar de marchar a otra región abandonando y debilitando a asturianos y santanderinos, que se habían batido codo a codo con ellas en defensa de «Euzkadi». Según Aguirre, Azaña le dijo: «Para comprenderle a usted no hace falta más que saber geografia». Era una ironía clarísima, pero Aguirre la tomó al pie de la letra y la cita con orgullo en sus memorias[15]
El día 22, consigna Azaña: «Ayer por la tarde vino Aguirre, a despedirse. Ha estado en Madrid (…). Naturalmente, las obras de fortificación que ha visto son muy inferiores a las que habían hecho ellos en Vizcaya (…). Asegura que Prieto ha encontrado bueno el proyecto de traer al frente de Aragón unas divisiones vascas, y que le ha autorizado para que busque los medios de realizarlo (…). Aguirre cree que los rebeldes han fusilado a poca gente en Bilbao (…). Se ha mantenido en el terreno de las generalidades vagas, superficiales (…). No me ha dicho más que una mínima parte de lo que sabe, y nada de lo que verdaderamente piensa». La sospecha de Azaña estaba mucho más fundada de lo que él pudiera creer. Pese a sus enfáticas protestas de lealtad y cumplimiento de palabra, el PNV había resuelto evacuar sus fuerzas de cualquier modo, y no precisamente para llevarlas a combatir a ningún otro sitio.
Entre tanto, el respiro otorgado por la batalla de Brunete había permitido al ejército del norte, a cargo de Gámir Ulíbarri, reorganizar sus fuerzas, todavía muy nutridas y bastante bien armadas: 100.000 hombres, 30.000 de ellos nacionalistas e izquierdistas vascos, con una respetable masa artillera y carros, aunque siempre inferiores en el aire. No podían contar con vencer, pero sí con resistir unos meses hasta que el mal tiempo y las nieves de otoño frenasen las operaciones. Ello exigía la máxima lealtad de los grupos políticos, pero el PNV iba a mostrarse muy poco fiable. En un momento de euforia, Ulíbarri se sintió capaz de lanzar dos contraofensivas, una para conquistar por fin Oviedo, y otra hacia Vizcaya, a cargo sobre todo de los nacionalistas. El 26 comenzaba la segunda, por el macizo de la Nevera y la Ermita. El PNV la saboteó, como consta en informes de los comisarios nacionalistas Víctor Lejarcegui e Ignacio Ugarte: «La operación se inició pero, preparados oportunamente nuestros batallones de hacer que hacían y no hacer nada, fracasó (…). Al día siguiente se pretendió seguir la operación, pero nosotros nos opusimos a ello decididamente, y pasara lo que pasara dimos orden a nuestros batallones para que no actuasen, cumpliéndose la misma y haciendo fracasar totalmente los intentos de lucha»[16].
El informe parece chocar con otros, como el del líder peneuvista Leizaola al gobierno de Valencia: «Una vez más sólo fuerza Infantería vasca ha sabido responder abandonada totalmente por la Aviación (…) dándose triste caso de que vierta sangre en la mayor esterilidad y desamparo». Sancho de Beurko, escribe: «Todas las proximidades de la Ermita son como una pared y hay que maniobrar al descubierto (…). Durante toda la noche continúa el combate y el enemigo, entre tanto, recibe refuerzos. Al amanecer había gran cantidad de gudaris muertos en las alambradas». Y el parte franquista del 29 señalaba: «El enemigo ha efectuado un ataque con grandes masas (…) siendo rechazado en los seis intentos (…) haciéndoseles una verdadera carnicería y abandonando más de 1500 muertos en las laderas y llevándose recogidos 504 cadáveres en las propias alambradas. Los prisioneros cogidos aseguran que los lanzan al ataque amenazándoles con ametralladoras»[17]
Las dos cosas parecen ciertas: los batallones nacionalistas sabotearon las órdenes, pero algún día debieron de haber sido obligados a avanzar, en un ataque casi suicida, instalando ametralladoras detrás de ellos. Y la ofensiva llegaba tarde: cuando, terminada la batalla de Brunete los nacionales devolvían al norte las tropas de allí distraídas.
Para entonces, los nacionalistas habían acordado ya entregarse a los italianos el 31 de julio, indicándoles por dónde debían ser atacados sus aliados: «El ejército de Franco y las tropas legionarias para tomar Santander no atacarán por el frente de Euzkadi (…). Su ofensiva [irá] por Reinosa y el Escudo para ocupar Torrelavega y Solares, los dos puntos estratégicos de las comunicaciones con Santander y Asturias, y de esta manera copar al ejército de Euzkadi en su demarcación territorial». Aguirre había señalado a Azaña: «Si los rebeldes consiguen dar un corte, por ejemplo hacia Reinosa, se producirá un desastre incalculable». ¿Había hablado inocentemente? Es difícil creerlo[18] [véase mapa 5].
Pues, en efecto, los batallones nacionalistas habían pedido ocupar, y ocupaban, el frente oriental desde la costa al interior, mirando a Vizcaya. Así podían abrir una enorme brecha en la defensa de sus aliados, y disimular su responsabilidad si un ataque franquista desde el sur y el oeste, a sus espaldas les dejaba «copados», según ellos mismos habían indicado, obligándoles a una rendición en apariencia inevitable. Sus aliados, entonces, no podrían estar seguros de haber sido traicionados, e incluso podían ser culpados por el PNV de la derrota, por no haber impedido el envolvimiento. Naturalmente, los revolucionarios percibían en los nacionalistas muchos actos sospechosos, pero ignoraban el alcance de sus acuerdos con el enemigo.
Como siguiendo aquellas sugerencias, la ofensiva franquista, iniciada el 12 de agosto, avanzó hacia Santander desde el sur, por Reinosa y el puerto del Escudo, derrotando a los revolucionarios y copando a los nacionalistas, cuyo frente permanecía pasivo. El 14 los italianos avanzaban en el frente oriental, sin resistencia pero sin rendición de su amable enemigo peneuvista, que no acababa de cumplir su palabra.
Y el 18, conforme iban siendo efectivamente «copados», los nacionalistas recibieron de los italianos la promesa de vía libre marítima entre los días 21 y 24. Pero, por ineficacia de las gestiones emprendidas desde Francia por el PNV, los barcos no llegaban. Entonces, el 23, varios batallones nacionalistas (también izquierdistas, ajenos a los tratos con los italianos), replegados en Santoña, Laredo y otras pequeñas localidades, se sublevaron y declararon allí la «República de Euzkadi». La misma jornada huían Aguirre, Telesforo Monzón y otros, quedando Ajuriaguerra para firmar la rendición a los italianos. Las explicaciones dadas por los sublevados peneuvistas son realmente típicas. Afirmaron haberse rebelado «1) Porque entienden que meterlas en Santander sin salida hacia Asturias es un caso de traición combinado con el enemigo. 2) Que eso parece dirigido contra los vascos, que son los destinados a sufrir las consecuencias de la confusión (…). Que confían, en vista de que todo está perdido, en que se envíen barcos que los recojan para llevarlos a Francia. De lo contrario se impone la capitulación». Así, quienes realmente estaban en connivencia con el enemigo, y resueltos a no replegarse hacia Asturias, y a promover la confusión, acusaban de todo ello a sus aliados izquierdistas[19]
No menos típica es la falsa información de Aguirre, una vez llegado a Francia, a su correligionario Irujo, ministro de justicia en Valencia: «No hubo sublevación, sino resistencia a evacuar a Asturias porque no se podía llegar a tiempo como la realidad ha demostrado y varios jefes militares afirmaban lo mismo [en realidad la salida a Asturias no se había cortado hasta el día 24]. Envíame copia de cuantos informes lleguen porque no estoy dispuesto a tolerar que los insignes fracasados intenten manchar nuestro nombre, respetado por todos»[20]. Aguirre, sabiendo que las izquierdas, aunque barruntaran algo, ignoraban sus negocios con los fascistas y los nacionales, intentaba hacer pasar al PNV por víctima ofendida de los manejos y la inepcia de sus traicionados aliados. ¿Por qué obraba así, en lugar de romper definitivamente un pacto tan extraño? Sólo puede entenderse recordando que, en fin, habían elegido al Frente Popular, y su suerte dependía del triunfo izquierdista. Creían en él cada vez menos, pero no perdían nada manteniendo una alianza aparente que les permitiera beneficiarse de la victoria, si llegaba, dejando a los revolucionarios el peso de la lucha. A su vez, la permanencia del PNV en el gobierno convenía a las izquierdas por razones de imagen ante el exterior. Irujo, por supuesto, continuó en su ministerio en Valencia. Y ya en el exilio, el PNV aprovechará los lazos con los compañeros de lucha «republicanos» para espiarlos por cuenta de la CIA, como revela el caso Galíndez.
Al no llegar los barcos, se acordó la rendición el día 25 al amanecer. Pero, una vez más, la entrega de las tropas no se efectuó, pues los nacionalistas esperaban todavía poder escapar por mar, y se apoderaron de todos los pesqueros y otras embarcaciones surtas en el puerto. Franco, harto de dilaciones, y a la vista de que los tratos no le habían ahorrado la ofensiva, ordenó cesar los contactos. No obstante los italianos, que entraron ese día en Laredo, siguieron negociando. A medianoche se entrevistaron Ajuriaguerra y Roatta, jefe militar fascista. El segundo recordó el incumplimiento de lo pactado, y Ajuriaguerra alegó la «nobleza» con que habían actuado sus batallones –se habían rendido ya diez de ellos–, y pidió una prórroga. El 26 los italianos ocuparon Santoña, y obtuvieron la rendición de los batallones peneuvistas e izquierdistas, prometiendo garantías de que no habría represalias, que serían presos exclusivamente de los italianos, y que se permitiría embarcar a muchos de ellos, en los pesqueros y en dos barcos ingleses llegados por fin. El 27 comenzó el embarque, supervisado por los fascistas, mientras los pesqueros se colmaban de prófugos. Pero enterado Franco de esa desobediencia, ordenó el desembarque de las tropas enemigas, como efectivamente se hizo. Al parecer, el teniente coronel italiano Farina, muy implicado en los tratos, estaba indignado: «Es lamentable contemplar cómo un general italiano no puede mantener una promesa que ha hecho. No había ocurrido otro tanto a lo largo de toda la Historia». Y así concluyó el que ha pasado a los libros como «Pacto de Santoña».
Significativamente, la literatura del PNV ha querido crear el mito de la traición de los italianos, centrando la atención en si los mussolinianos cumplieron su palabra o no, al permitir que los de Franco desembarcasen a los nacionalistas y luego se hicieran cargo de los prisioneros. El padre Onaindía opina que no hubo traición: «A petición nuestra, los italianos lograron que del día 21 al 24 de agosto el mar se encontrase libre (…). El problema se planteó al no llegar los barcos, sin que jamás se haya podido saber el por qué (…). Los italianos (…) no fueron traidores. Fueron las circunstancias que se les echaron encima a ellos y a nosotros». Pero Beurko y la mayoría afirman que sí hubo traición italiana, profusamente lamentada a lo largo de muchos años. En realidad los nacionalistas llevaban meses dando largas e incumpliendo los plazos, por una razón o por otra, y los italianos habían prolongado las conversaciones contra la orden de Franco, por lo que es difícil imaginar qué otra cosa podía haber pasado.
Pero la cuestión de fondo, claro está, nada tiene que ver con la conducta de los italianos hacia el PNV, sino con la de éste hacia sus aliados del Frente Popular, que le habían concedido la autonomía, tolerado sus vulneraciones de ésta, y defendido Vizcaya a un alto coste, incluida la sangre de muchos izquierdistas vascos, asturianos y santanderinos. Todo, para ser finalmente víctimas de unas maniobras políticamente muy hábiles, pero no tanto desde el punto de vista ético.
La represión franquista sobre el PNV, aunque dura, fue mucho menor que sobre, por ejemplo, los izquierdistas asturianos, a pesar de que el terror contra la derecha en Vizcaya –bajo autoridad de los nacionalistas, aunque sin mucha participación directa de ellos– había sido más mortífero que en Asturias. Pero, después de todo, Franco no dejaba de tener motivos de agradecimiento hacia los nacionalistas vascos.