Capítulo 24

GUERRA CIVIL EN LA GUERRA CIVIL:
MAYO DEL 37 EN BARCELONA

La revolución que el 19 de julio del 36 acabó con los restos de la república, había resultado inconclusiva, pues, no predominando en ella ningún partido, cobró un carácter anárquico y plagado de celos internos. El caos resultante esterilizaba la superioridad material sobre el enemigo y arriesgaba degenerar en una pugna de todos contra todos. Evitarlo exigía poner en pie un nuevo estado, y a esa urgencia respondió el gobierno de Largo Caballero, como hemos visto, constituido al mes y medio de la sublevación derechista. Largo trató de comprometer en la tarea al mayor número de fuerzas políticas, desde el PNV a la CNT, y de ofrecer al exterior una fachada de democracia y continuidad con la II República. La tarea inmediata del nuevo estado, construir un ejército, como garantía de la victoria, fue abordada exitosamente con la ayuda, o más bien la tutela, de la Unión Soviética.

En principio la unidad de aquellas fuerzas debía asentarse en el común rasgo democrático invocado para sí por casi todas ellas. Pero en realidad pocos creerían sinceramente en el democratismo del PCE, de la CNT, de Largo, o incluso de los republicanos. Otro factor de unidad, el sentimiento nacional, tampoco acababa de convencer, aunque fuera empleado sin tregua, incitando a la población a luchar por la independencia contra «el invasor italoalemán». En las doctrinas revolucionarias, «los obreros no tienen patria», y ni la Esquerra catalana ni el PNV disimulaban gran cosa su aspiración a desarticular España, mientras aprovechaban la guerra para implantar en sus territorios regímenes casi independientes. La actitud negativa de los jacobinos hacia la España histórica tampoco resultaba muy consoladora. Su convicción de encarnar la esperanza de redención y modernización del país podía ser tomada en serio o no, y los revolucionarios y nacionalistas no la creían demasiado.

Pero todos parecían persuadidos de representar al pueblo contra una mínima oligarquía de curas, militares y millonarios, con lo que bien podían atribuirse el «verdadero patriotismo» y la defensa de la «verdadera España». Sea de ello lo que fuere, sirvió de poco como factor de unidad, según expone desesperadamente Azaña: «Lo que me ha dado un hachazo terrible, en lo más profundo de mi intimidad es, con motivo de la guerra, haber descubierto la falta de solidaridad nacional. A muy pocos nos importa la idea nacional (…). Ni aun el peligro de la guerra ha servido de soldador»[1].

Tenida por nefasta la historia de España, desentenderse de ella resultaba al menos tan lógico como pretender regenerarla, tarea quizá imposible, de todos modos. El ideal patriótico surtía mayor efecto en el bando contrario, cuyas rivalidades políticas también habían llegado en otro tiempo a extremos suicidas.

Contra lo que dice Azaña, el peligro de la guerra sí sirvió de soldador, o fue el único soldador, aunque no muy firme. El primer antagonismo surgió entre partidarios y opuestos a profundizar la revolución. Los partidarios –ácratas, parte de los socialistas, y el pequeño POUM–, tenían en contra al PCE, y también, algo medrosamente, a jacobinos y nacionalistas. Según el PCE, el desorden anárquico impedía la victoria, y por tanto debía ser refrenado, y apuntalada la fachada de democracia ante el exterior.

Los revolucionistas propugnaban las milicias y rechazaban el ejército regular, querían completar la colectivización de la tierra y las empresas, y privar a cualquier gobierno de poder efectivo. Contra ellos, los comunistas consideraban las milicias una garantía de derrota; y los «ensayos» colectivizadores los describía así José Díaz: «Como primera providencia, se ha abolido el dinero –en algunos sitios se ha llegado incluso a quemarlo– por entender que no era necesario. Pues bien: ese “comunismo libertario” ha durado lo que ha tardado en vaciarse la despensa»[2].

El PCE propugnaba asegurar sus pertenencias a la masa de pequeños y medios propietarios, garantizar la propiedad extranjera, poner en pie un ejército centralizado y disciplinado, y reforzar algunas apariencias de democracia.

Por eso los comunistas sufrían la acusación de contrarrevolucionarios, pero su visión era mucho más sutil. Buscaban, ante todo, ganar la guerra, pues «ganando la guerra hemos ganado la revolución (…). Ambas cosas son inseparables. Son dos aspectos del mismo fenómeno»[3].

La victoria podía exigir retrocesos en las conquistas revolucionarias de primera hora –debilitando de paso a sus rivales ácratas–, pero tales retiradas tácticas robustecerían al partido comunista, el único «auténticamente revolucionario». Las medidas para ganar la guerra debían hacer de él la fuerza decisoria, por eso eran «inseparables».

Por lo demás, bajo la equívoca palabra «revolución», latían muy distintas concepciones e intereses de grupo. Anarquistas y marxistas coincidían en aspirar a una sociedad casi mágica «sin clases, opresión ni explotación», pero cada cual excluía a sus rivales de la dorada sociedad prometida. Los ácratas veían en el marxismo una forma de opresión no menos temible que la burguesa, y los marxistas consideraban a los ácratas unos provocadores utópicos, saboteadores de la marcha práctica hacia el comunismo. En la URSS los anarquistas habían sido barridos a sangre y fuego, y el mismo destino habría cabido a los comunistas, de haber sido vencidos. En España, la cuestión se planteaba en términos similares.

Los defectos de la revolución de julio salieron pronto a la luz: las milicias se estancaban o cosechaban derrotas, las colectivizaciones funcionaban mediocremente o mal, y cientos de miles de pequeños propietarios echaban pestes. Tales inconvenientes, por supuesto, podían achacarse a una insuficiente profundización en el proceso revolucionario y a la necesidad de ir más allá todavía. Así lo pregonaban los ácratas y el POUM, pero la experiencia habida parecía a otros más que suficiente. El PCE, inspirado y respaldado por Moscú, recibió el apoyo de una masa de «pequeños burgueses» expoliados y vejados. Su éxito descansó en las importaciones soviéticas, pero más aun en su posesión de una estrategia definida, de una voluntad inconmovible de aplicarla, y de una organización combativa y militarizada. Lo cual faltaba escandalosamente al resto del Frente Popular, cuyas organizaciones, al lado de la comunista, daban impresión de ilusas y confusas, amén de intrigantes y oportunistas.

El PCE disimulaba sus designios hegemónicos bajo la consigna de la lucha «por la democracia». La tarea del momento no consistía en «construir el socialismo», sino en aplicar una «revolución popular», «democrática», para aniquilar a la «reacción» y al «fascismo». Venía siendo la misma política anterior a julio del 36, y significaba que, no sintiéndose fuertes para implantar de golpe su sistema, los comunistas buscaban el máximo apoyo político y social posible para avanzar por etapas hacia él. Pero la democracia sería, desde luego, «de nuevo tipo», con un «verdadero sufragio universal»[4]. En otras palabras: hegemonizada por los comunistas.

La estrategia comunista tenía su punto clave en el dominio de las fuerzas armadas, y a ellas consagró el partido sus mayores y mejores esfuerzos. Se trataba de poner en pie un ejército regular «único y disciplinado», con «dirección única y férrea». Proyecto con sentido común, pues sin él, estaba demostrado, toda la superioridad material no bastaba para aplastar al enemigo. No podía ser «un ejército a la antigua», advirtió José Díaz, sino «político», con vía libre a la agitación y proselitismo comunistas. «Queremos que sea lo que el Quinto Regimiento es en pequeño.[5]» El Quinto Regimiento era, en efecto, una agrupación «antifascista» y de «frente popular», pero en realidad dominada completamente por los comunistas, al modo de las Brigadas Internacionales. Ese ejército debía convertirse en el factor decisivo del poder cuando llegara la paz.

El PCE, decía superar los 200.000 militantes para finales de 1936, y no debía de exagerar mucho. Ya no era un partido secundario sino, de hecho, el rector del Frente Popular, aunque obligado a contar con otras fuerzas tan masivas como la socialista y la libertaria. Sus competidores percibían su designio dominador bajo las consignas de unidad y disciplina, pero no acertaban bien a oponerse, una vez fallidas las milicias y llegada la aportación soviética. Con el paso de los meses cobraban un timbre más agudo las protestas por el «proselitismo militar» comunista, ejercido, decían, por medio del chantaje y el terror. Algunas campañas exaltaban la ayuda mejicana, en un patético empeño por contrarrestar el prestigio soviético. Largo, cada vez más alarmado, ponía mil trabas al PCE, y planeó extirpar su influjo en el comisariado.

Otro punto crucial de la línea del PCE seguía siendo la fusión con el PSOE, «nuestro norte», en palabras de José Díaz[6], que le habría convertido de golpe en un poder casi absoluto. Esa política había complacido a Largo cuando creía que la superioridad numérica y la veteranía socialista absorberían al joven y pequeño PCE, pero salió de su error al comprobar cómo la fusión de las juventudes de ambos partidos, bajo el nombre engañoso de Juventudes Socialistas Unificadas, colocó a éstas bajo control del partido «hermano». Largo quería mucho a sus juventudes, punta de lanza de la revolución de octubre del 34, y en las posteriores disputas con Prieto. También en Cataluña, y con el título igualmente engañoso de Partido Socialista Unificado (PSUC), los stalinistas habían absorbido a los socialistas. Y en la UGT habían creado una dinámica corriente interna de presión.

A lo largo del otoño de 1936, Largo Caballero fue sintiendo y resintiendo cómo los comunistas se convertían en los auténticos jefes, y resolvió, como último recurso, impedir la unión de ambos partidos, desafiando el incansable apremio de los soviéticos y de sus agentes españoles. Él mismo explica cómo los dos embajadores, Rosenberg y su sucesor Gaikis, le presionaban «con audacia inconcebible» en pro de la fusión; hasta el embajador español en la URSS, Pascua, le transmitía las mismas directrices, de parte de Stalin. «¿Qué designios tenebrosos se perseguían con esa inusitada tenacidad? Seguramente hacer lo que con las juventudes y el Partido Socialista de Cataluña, absorberlos y encuadrar a todo el proletariado español bajo las inspiraciones y las órdenes de Stalin»[7].

Y así Largo, antes principal aliado del PCE, iba tornándose un estorbo para éste, y crecía constantemente la irritación mutua. Los comunistas empezaron a criticar su conducción de la guerra y a sus asesores, en especial al general Asensio Torrado, cuya expulsión lograron aprovechando la caída de Málaga, en enero del 37. El Lenin español recibía ahora los epítetos de «senil», «vanidoso», «inepto», etc.

No preocupaban menos al PCE los anarquistas, que se consideraban a sí mismos tanto el motor de la revolución como los vencedores del golpe de Mola, y durante un tiempo no escatimaron desdenes hacia los stalinistas y sus pujos de protagonismo… hasta darse cuenta, un poco tarde, de la calidad de sus rivales.

Los documentos publicados en Spain betrayed prueban que desde muy pronto el PCE había visto en la CNT un enemigo apenas menor que el «fascismo», asimilable también al trotskismo, es decir, al POUM. Díaz afirmaba: «Trotski es un agente directo de la Gestapo». «El trotskismo no es un partido político, sino una banda de elementos contrarrevolucionarios. El fascismo, el trotskismo y los incontrolables [otro nombre para los anarquistas, o parte de ellos] son, pues, los tres enemigos del pueblo que deben ser eliminados de la vida política.» En diciembre del 36, el diario soviético Pravda, órgano del PCUS, escribía: «La limpieza de trotskistas y anarcosindicalistas debe ser realizada con la misma energía que en la URSS».

Las críticas a la CNT eran muy claras: «La socialización y colectivización precipitada de las fábricas o de las tierra (…) sólo han servido para desorganizar la producción (…). Ponen en peligro la economía del país y la situación de los frentes de batalla». Equivalían a «complicidad con el enemigo». La clara amenaza se combinaba con intentos conciliadores. Sin embargo la receta de Pravda podría aplicarse al débil POUM, pero de ningún modo, por el momento, a la potente CNT.[8]

Pese a algunos intentos de arreglo, la aversión entre PCE y CNT crecía. El 5 de marzo del 37 declaraba Díaz: «Nuestros enemigos han hecho circular la especie de que entre los comunistas y los anarquistas habrá choques sangrientos e inevitables, y que el problema se plantea necesariamente así: quién dominará a quién. Se habla de la segunda vuelta y nosotros hemos de manifestaros que quien tales especies propaga es enemigo nuestro y enemigo también de los camaradas anarquistas». Pero tales «enemigos» decían simplemente la verdad. El inglés George Orwell, voluntario en las milicias del POUM, describe la «sensación inconfundible y escalofriante de rivalidad y odio político» en Barcelona, ciudad donde iba a reventar la infección[9].

En Cataluña la CNT dominaba la situación desde el principio, pero pronto el comunista PSUC, muy débil inicialmente, despegó de modo espectacular como partido del orden y de la pequeña y media propiedad, frente a la arbitrariedad libertaria. Al enfrentarse a la CNT, el PSUC se ganó la gratitud de la Esquerra, pues hacía lo que ésta deseaba, pero no osaba hacer. Los nacionalistas trataron de utilizar al combativo PSUC desde una cómoda penumbra, para recobrar parcelas del poder.

En la primavera del 37, mientras el centro de gravedad de la guerra pasaba de Madrid a Vizcaya, las rivalidades entre el PCE por un lado, y la CNT y Largo por otro, subieron de tono. Un interesante documento de finales de marzo, posterior a la batalla de Guadalajara, escrito por un informador político de la Comintern, quizá A. Marty, y enviado como «alto secreto» por Dimitrof al mariscal Voroshílof, que era como enviárselo a Stalin, recogía la opinión de los jefes comunistas españoles: «La creciente perspectiva de ganar la guerra provoca ansiedad en ciertos elementos sobre cómo repartirse el botín, la gloria y el crédito político por la victoria. Hay también creciente presión de Francia, y sobre todo de Inglaterra»[10].

De esa ansiedad brotaban campañas anticomunistas, intentos de dividir las Juventudes Socialistas Unificadas, y una larga serie de intrigas por parte de anarquistas y republicanos. La peor oposición venía de Largo Caballero, y el PCE veía muy clara la situación: «Caballero no quiere la derrota, pero teme la victoria. La teme, porque ella significa un reforzamiento aun mayor del Partido Comunista en España. Esto [el reforzamiento] es algo natural e indiscutible. La indiscutible perspectiva horroriza a Caballero. ¿Y sólo a Caballero? No, esa perspectiva da miedo también a los anarcosindicalistas. Y, sobre todo, la perspectiva de una victoria militar final sobre el enemigo –una victoria que sería ganada sólo gracias al Partido Comunista; una victoria que garantiza su posición preeminente– da miedo también a la burguesía reaccionaria francesa y sobre todo inglesa».

Largo obstruía la renovación del alto mando militar deseada por los rusos, y la victoria de Guadalajara había reforzado su obstinación: «No entiende la peligrosa situación creada por la inercia de la industria militar y la falta de suficiente personal cualificado». Por todo ello el viejo socialista bolchevique «se ha convertido objetivamente de símbolo del Frente Popular en el mayor obstáculo en la senda de la victoria sobre los rebeldes»[11].

Entre los comunistas, hastiados de las zancadillas, la ineptitud y las vacilaciones de sus aliados, cundía a veces la tentación expresada a Stalin por Krivoshein, jefe de los carros soviéticos: «La España revolucionaria necesita un gobierno fuerte capaz de organizar y garantizar la victoria de la revolución. El Partido Comunista debe llegar al poder incluso por la fuerza, si es preciso»[12]. Esto, sin embargo, no convenía, pues su superioridad en el Frente Popular no era aún lo bastante firme, y, sobre todo, tendría repercusiones internacionales muy negativas para la estrategia de Stalin. No había más remedio que encarar con paciencia los obstáculos y explotar las hondas rencillas entre sus aliados-rivales, apoyándose ora en unos, ora en otros.

Y así lo hicieron con la mayor habilidad. Procedieron a «usar la necesidad de unidad política como base para romper todas las maniobras». «Prevenir a los comisarios políticos» sobre las medidas que pensaba tomar Largo, fomentar «los contactos leales y fraternales con el Partido Republicano y con Azaña mismo»[13]. Cortejaron a la Esquerra y, en especial, desviaron hacia Prieto, antes tan denostado, el apoyo concedido a Largo hasta entonces. El PSOE seguía siendo un partido dividido y desorientado, falto no ya de estrategia, sino de una idea clara y compartida sobre la guerra y su desenlace. Prieto, Azaña y otros se dejaron querer. Estaban cansados del Lenin español, y los comunistas les prometían un trato más amigable y victorias militares. Largo tanteó una improbable coalición anarquista-socialista y, señala Marty, «Los republicanos, aterrados por el chantaje y el espectro de un bloque CNT-UGT, vacilaron al principio, pero ahora se declaran una piña con el PCE»[14].

A finales de marzo, los comunistas decidieron «ir de manera decisiva y consciente a la batalla contra Caballero y su círculo», y no «esperar pasivamente una salida natural de la oculta crisis gubernamental, sino acelerarla y, si es necesario, provocarla a fin de llegar a una solución del problema». Acerca de ello pedían consejo a Moscú, pues «La situación es muy complicada, muy seria»[15]. No sabemos qué consejo recibieron, pero sí la sucesión de los hechos, sobradamente ilustrativa.

En abril proliferaron los choques entre comunistas y anarquistas, especialmente en Cataluña, con mutuos asesinatos. Y el 3 de mayo, una semana después del bombardeo de Guernica, los comunistas, de acuerdo con la Esquerra, llevaron guardias de asalto a ocupar la Telefónica en Barcelona, un centro clave del poder libertario, desde el cual controlaba la CNT las comunicaciones de los demás partidos. El asalto fue repelido, y en breve la ciudad se llenó de barricadas, choques y asedios entre los anarquistas y el POUM, por un lado, y los guardias de la Generalidad y comunistas por otro. En medio quedó Azaña, en situación angustiosa, pues temía ser asesinado. Él había rechazado, hasta con amenaza de dimisión, la entrada de los anarquistas en el gobierno, aunque en vano, y éstos le odiaban desde la matanza de Casas Viejas en 1933. Largo apenas se preocupó del presidente de la república, aunque sí lo hizo Prieto[16].

El POUM comprendió que estaba en juego su supervivencia y presionó por llevar el combate hasta el final, aunque, curiosamente, sin mucha energía. La CNT –salvo el grupo Los Amigos de Durruti– parecía menos consciente de la apuesta, y la unión entre ellos y los trotskistas nunca tuvo solidez. La revuelta se vino abajo cuando los ministros anarquistas, en especial García Oliver, llamaron a los suyos a terminar la lucha, y llegaron fuerzas numerosas del gobierno de Valencia, vista la incapacidad de las de la Generalidad para reprimir los disturbios. En menos de cuatro días se produjeron entre 218 y 1.000 muertos, según estimaciones, aunque la realidad debe aproximarse a las cifras más bajas. Los comunistas ganaron. Y ganaron en toda España, y en una escala inimaginable meses antes.

Se ha discutido sobre si estos sucesos surgieron de forma espontánea a partir de unas tensiones insoportables, o, por el contrario, fueron el fruto de una provocación comunista claramente concebida. La diferencia tiene muy poca importancia real, y en cualquier caso todo indica lo segundo. El documento citado de Spain betrayed deja claro que los comunistas pensaban desde hacía semanas en fabricar la crisis, y la forma como se produjo el asalto a la Telefónica, mandado por el comunista Rodríguez Salas, con autorización del consejero de Seguridad, Aiguadé, de la Esquerra, y sin previa noticia oficial a la Generalidad –obviamente para no prevenir a la CNT–, tiene el sello de la provocación deliberada. Hábilmente, la propaganda comunista transformó la resistencia a su golpe en un «golpe trotskista-fascista» contra el Frente Popular, y comenzó una durísima represión contra el POUM y contra los anarquistas[17].

Así, con su atrevido ataque, el PSUC derribó la hegemonía anarquista en Cataluña, incontrastable en apariencia, y lo hizo hasta el punto de que en agosto, sólo tres meses después, la CNT soportaba sin casi rechistar el mayor ultraje: tropas del PCE, al mando de Líster desmantelaban manu militari las comunas anarquistas de Aragón, el símbolo más alto de las conquistas ácratas, detenían a sus jefes y llevaban a varios de ellos ante los tribunales por robo y saqueo. Tampoco salió bien parada la Esquerra, que esperaba sacar la mejor tajada amparándose en el PSUC, como antes lo había hecho en la CNT. Su incapacidad para controlar la revuelta obligó a trasladar a Barcelona importantes fuerzas de Valencia. Buena parte de la población las acogió con entusiasmo, y con alivio la misma Generalidad. Pero era el fin de la casi separación política instaurada al abrigo de la guerra por la Esquerra y la CNT, tan perjudicial para el esfuerzo bélico, a juicio del gobierno. El estatuto de autonomía, vulnerado sin tasa por los nacionalistas en los meses anteriores, iba a ser recortado ahora en la práctica, originando un sordo resentimiento de la Esquerra. Se había avanzado grandes tramos hacia el objetivo comunista de un «mando único y férreo» y un «gobierno que gobierne».

Pero, ¿qué gobierno? No el de Largo. Con la mayor presteza, los comunistas y sus mentores convirtieron la revuelta de Barcelona en palanca para derribar al ex Lenin español. Según ellos, lo sucedido había sido un golpe del POUM en combinación con los servicios secretos franquistas y la Gestapo. Se imponía, pues, una represión ejemplar, empezando por proscribir al POUM y depurar la retaguardia de traidores. Largo no quería oír hablar de ello, y adoptó un escrúpulo legalista. El tiempo urgía al PCE, porque para el 15 de mayo tenía previsto el jefe del gobierno aplicar su plan de erradicación de la influencia comunista en el ejército. El ministro comunista jesús Hernández, a quien Largo califica de «verdadero tipo de chulo de casa de prostitutas»[18], desató el ataque desde la prensa. Acto arriesgado, pues se creía que el atacado conservaba gran popularidad en los sindicatos y había el temor a una alianza entre él y la CNT. El 13 de mayo, Hernández y su camarada el también ministro Uribe, exigieron la persecución del POUM y un giro en la conducción de la guerra. Ante la negativa de Largo, salieron del consejo. Su acuerdo previo con Prieto y Azaña ofrece pocas dudas. Largo quiso seguir la reunión, pero Prieto, en su papel, advirtió que, rota la coalición, el jefe del gobierno debía consultar con Azaña. Éste fingió templar gaitas, y pareció posible aplazar la crisis, pero entonces tres ministros socialistas secundaron a los comunistas en su abandono del gabinete. Unos y otros decían no querer echar a Largo de la presidencia del gobierno, sino sólo del ministerio de la Guerra, sabiendo que él rechazaría tal solución. Por fin, el viejo líder bolchevique dimitió, y Azaña confió la formación de un nuevo gobierno a Negrín, el principal autor del envío del oro a Rusia, y muy afecto a los comunistas. Bolloten, en el capítulo 44 de La guerra civil española, trata con detalle estas decisivas intrigas, que merecerían una monografía a fondo.

Así, en una rápida serie de golpes audaces y maniobras magistrales, el PCE culminaba su carrera, reduciendo a la impotencia a las otrora invencibles CNT, UGT-PSOE de Largo, y a la Esquerra, y demoliendo al POUM. Su posición en el ejército se había hecho imbatible, y también en el gobierno, dirigido ahora por un socialista muy de su confianza. Por fin conquistaba la tan anhelada unidad política y militar, indispensable para la victoria destinada a alumbrar una «democracia de nuevo tipo».

Como anticipo de esa democracia, iba a producirse una violenta represión, con torturas y asesinatos. El POUM fue desarticulado, y sus miembros acosados sin piedad. Se adueñó de Barcelona, escribe Orwell «[una] atmósfera de sospecha, temor, incertidumbre y odio velado». «La policía llegó a sacar de los hospitales a milicianos [del POUM] gravemente heridos.» «Muchos de los arrestos eran abiertamente ilegales, y diversas personas cuya liberación fue dispuesta por el jefe de la policía, se vieron arrestadas otra vez (…) y llevadas a prisiones secretas.»

El crimen más resonante fue el cometido con el líder poumista Andreu Nin. Su secuestro, tortura y asesinato mostraron cómo la policía secreta soviética actuaba en España con independencia del poder oficial, y dirigía a su vez a la policía española o a parte de ella. La desaparición de Nin fue atribuida por sus autores a la Gestapo o a la policía franquista. Con todo, España no era todavía Rusia, y el hecho tuvo cierto eco internacional, suscitó protestas, y obligó a los stalinistas a refrenarse un poco, si bien los intentos de investigar el crimen por autoridades del Frente Popular quedaron abortados con escasa dificultad[19].

Los sucesos probaron la eficacia de la propaganda soviética entre las izquierdas burguesas: su versión del golpe «trotskistafascista» recibió amplio crédito, pese a su poca verosimilitud, y la respaldaron importantes intelectuales. Los testimonios veraces sufrieron un silenciamiento asfixiante, para desesperación de los vencidos. Y no sólo en España: el libro de Orwell, Homenaje a Cataluña, hoy considerado un clásico sobre la guerra, y prueba del carácter revolucionario del POUM, y de la provocación y el terror comunista, padeció el boicot de las editoriales y prensa de la izquierda inglesa, hasta el punto de vender sólo 600 ejemplares en doce años. Comenta el autor: «Lo que se ha escrito sobre el tema alcanza para llenar muchos libros, pero sus nueve décimas partes –creo que no exagero al afirmarlo– son falsas. Casi todos los reportajes periodísticos publicados en esa época fueron realizados por periodistas alejados de los hechos, y no sólo son inexactos, sino intencionalmente engañosos. Como de costumbre, sólo se permitió que una versión de lo ocurrido llegara al gran público»[20].

Las observaciones más interesantes del libro de Orwell se refieren al decurso de la revolución. Él llegó a Barcelona en diciembre del 36, cuando aún permanecía bastante del primer fervor. El escritor describe con mucho agrado la camaradería igualitaria reinante en la ciudad, los carteles inflamados, las canciones de combate entonadas sin cesar por los altavoces, la exaltación, la ausencia de estilo burgués en indumentarias, saludos y conductas. Percibe, no obstante, algún retroceso: si en las primeras jornadas se habían apuntado bastantes milicianas, en diciembre quedaban «algunas, pero no muchas», y «a los milicianos se les prohibía acercarse a la escuela de equitación mientras las mujeres se ejercitaban, porque se reían y burlaban de ellas»[21].

Cuando Orwell volvió del frente a la ciudad, en abril, sólo cuatro meses después, el ambiente era otro: «El uniforme de la milicia y los monos azules habían desaparecido casi por completo. La mayoría parecían usar esos elegantes trajes veraniegos españoles (…). En todas partes se veían hombres prósperos y obesos, mujeres bien ataviadas y coches de lujo. Los oficiales del nuevo Ejército Popular, un tipo que casi no existía cuando dejé Barcelona, ahora abundaban en cantidades sorprendentes». «La indiferencia generalizada hacia la guerra causaba sorpresa, asco, y horrorizaba a quienes llegaban a Barcelona procedentes de Madrid o de Valencia.» «Nadie quería perder la guerra, pero la mayoría deseaba, sobre todo, que terminara (…). La gente con conciencia política se interesaba mucho más por la lucha intestina entre anarquistas y comunistas que por la guerra contra Franco.» «Por debajo del lujo y de la creciente pobreza, de la aparente alegría de las calles con puestos de flores, banderas multicolores, carteles de propaganda y abigarradas multitudes, se percibía el clima inconfundible de la rivalidad y el odio políticos.» En una frase: «la atmósfera revolucionaria ha desaparecido»[22].

¿Cómo había podido decaer tanto el poder de la CNT, casi absoluto durante los primeros meses en Cataluña? Aunque sus rivales, sobre todo el PSUC y la Esquerra, lo habían socavado sin tregua, la razón principal quizá estribe en el natural cansancio tras la explosión de euforia de las primeras semanas. Las doctrinas revolucionarias achacaban la culpa de la pobreza, la escasez, la opresión y todos los males de la sociedad, a la reacción, al fascismo, y por consiguiente, el derrocamiento de éstos debía abrir automáticamente todos los horizontes, aparte del placer de ajustar cuentas a los culpables designados. Ese sentimiento de liberación se ostentaba en la alegría, la fraternidad más o menos auténtica, pero una explosión tal nunca se sostiene largo tiempo: exigiría una maravilla tras otra, y lo que realmente ocurría bajo la superficie, pocos lo considerarían maravilloso.

Además estaba el derroche y la arbitrariedad económica asociadas a la euforia, cuyas consecuencias pronto harían estragos. Orwell no alude, seguramente no pudo percibirlo, al terror organizado por las izquierdas contra los vencidos de julio del 36, pero sí vio, ya en diciembre, cómo «las tiendas, en su mayoría, estaban vacías y poco cuidadas; la carne escaseaba y la leche había desaparecido prácticamente; faltaba carbón, azúcar y gasolina, y el pan era casi inexistente (…). Las colas para conseguir pan alcanzaban a menudo cientos de metros». Esto, en la región más rica y mejor organizada de España. Orwell creía ver contento y esperanza, pese a todo; pero acaso no hubiera tanto. Algo indica el que allí, como en el resto del país, surtieran poco efecto los constantes llamamientos del gobierno, de los sindicatos y de los partidos, espoleando a la gente a trabajar de firme por una causa supuestamente suya[23].

Frente al declinante fervor revolucionario, los comunistas auspiciaban un programa nuevo y racional, cuya capacidad de persuasión aumentaba por las malas experiencias militares y económicas anteriores. A pesar de las proclamas altisonantes, tanto la CNT como el POUM confiaban cada vez menos en sí mismos, y probablemente viene de ahí su reacción inesperadamente débil al asalto comunista.

Orwell no entendió bien esto, como otros aspectos cruciales de la vida española, pero sí intuyó muy agudamente el significado del stalinismo y su aventura española fructificaría en libros posteriores como Rebelión en la granja o 1984, obras maestras de denuncia de los sistemas totalitarios, tal como Homenaje a Cataluña lo es de la represión y la propaganda comunistas.

En realidad, la revuelta de mayo manifiesta la incompatibilidad entre las distintas concepciones revolucionarias, cada una de las cuales implicaba la aspiración a un poder absoluto. Largo había alcanzado cierta unidad entre los partidos, bajo la presión del avance rebelde, pero, ausente otro motivo de tolerancia mutua, los antagonismos empujaban irresistiblemente a una confrontación por la supremacía. Ni siquiera el miedo al enemigo común logró impedir el estallido, que se reproduciría en 1939 para poner fin a la contienda.

Un problema parejo había sido superado, también con derramamiento de sangre, en el bando nacional. La jefatura de Franco había permitido superar la dispersión del mando, pero las fuerzas políticas nacionales sostenían divergencias de cierto calado. Entre las dos formaciones más aguerridas y en apariencia más importantes, Falange y el carlismo, habían surgido roces, y el Generalísimo resolvió anticiparse a cualquier empeoramiento, afirmando, de paso, la base del nuevo estado. No encontraba entre ambas doctrinas diferencias de enjundia, y en todo caso opinaba que, de haberlas, debían sacrificarse a la causa común. Por ello decidió unificar a carlistas y falangistas bajo su propia jefatura… sin ser él falangista ni carlista.

Y, bien porque unos y otros personificasen en Franco un interés patriótico superior, o por otras causas, la unificación fue aceptada, con escasos incidentes. Entre los días 16 y 19 de abril, las pugnas entre falangistas ocasionaron dos muertos. Nazis e italianos intentaron jugar alguna baza en la querella, pero su posición no tenía la más mínima comparación con la de los soviéticos en el otro bando, y su influencia careció de peso. El problema quedó resuelto con muy poca violencia en comparación con la precisada en el Frente Popular. La antigua CEDA, por boca de Gil-Robles, se adhirió también a la jefatura de Franco y no le puso el menor obstáculo, como tampoco se la pusieron los monárquicos alfonsinos.