GUERNICA
A consecuencia de su fracaso ante Madrid, Franco comprendió que debía operar en lo sucesivo con un ejército numeroso, sustituyendo las columnas poco regulares por las grandes unidades clásicas: brigadas y divisiones. Obraba con algún retraso en relación a sus enemigos, pero lograría poner en pie un ejército más ágil y rápido en recuperarse, resolviendo problemas como la improvisación de mandos intermedios («alféreces provisionales») igual o mejor que sus contrarios («tenientes en campaña»).
Una segunda consecuencia fue el intento de tomar Madrid rodeándola. Tras una ofensiva por la carretera de La Coruña, en diciembre, que adelantó poco ante la eficaz defensa, los nacionales pensaron un ataque de cerco en tenaza desde el noreste y el sureste. Por falta de tropas suficientes, la operación se desdobló en dos sucesivas, perdiendo efectividad y dando lugar a las famosas batallas del Jarama, en febrero, y de Guadalajara en marzo. La primera se adelantó apenas a una ofensiva enemiga por la misma zona y con medios superiores, y terminó en tablas. La segunda, con tropas italianas, fue derrotada por los populistas gracias a su ventaja aérea, acrecentada por circunstancias meteorológicas. Curiosamente, los nacionales tendieron a considerarla un descalabro italiano y no propio, que también lo era. En ese período, la única victoria franquista importante fue la conquista de Málaga, en enero, en un frente secundario.
Madrid seguía siendo el eje de la guerra, por cuanto su captura supondría aniquilar el ejército del centro, el mejor de los ejércitos populistas, superior a los demás en armamento y, sobre todo, en disciplina y organización, acarreando por ello un probable y rápido fin de la guerra. Sin embargo el hueso resultó demasiado duro de roer, y sólo después de comprobarlo fehacientemente se resignó Franco a un cambio de estrategia, que explicaría al embajador italiano, Cantalupo, para que informara a un Mussolini descontento con su prudencia: «Las fracasadas ofensivas contra Madrid me han enseñado que debo abandonar todo programa de grandiosa e inmediata liberación total (…). No puedo tener prisa»[1]. Admitía que ello «me dará menos gloria, pero más paz». Prestó entonces mayor atención a objetivos parciales y a consolidar sus victorias mediante un programa de pacificación que combinaba la represión y la reorganización económica. La primera siguió siendo severa, pero ya muy alejada del furor de los primeros meses. La reorganización económica iba a tener notable éxito: el hambre y las enfermedades derivadas de la miseria fueron relativamente escasas en la zona nacional, mientras que en la populista irían en constante aumento.
Así pues, frustrado en Madrid, Franco cedió a las sugerencias de Vigón, Solchaga, Kindelán y los alemanes, y trasladó el centro de gravedad de la guerra desde el centro al norte de España. Podía hacerlo porque, pese a sus reveses, conservaba la iniciativa, pero el cambio de frente entrañaba un alto riesgo, pues dejaba a la espalda un ejército enemigo muy fuerte, imbatido y capaz de contraatacar masivamente. Por otra parte, si la captura del norte (Asturias, Santander y Vizcaya) suponía la de casi toda la industria pesada y de armas y explosivos del país, junto con las minas de hierro, carbón y cinc, y dejar fuera de combate hasta al 20 o el 25 por ciento de las fuerzas enemigas, las dificultades estaban a la altura: tropas enemigas numerosas y bien pertrechadas, amparadas por un terreno sumamente escabroso y favorable a la defensa. También contaban con algunos jefes excelentes, sobre todo el comandante izquierdista Juan Ibarrola, procedente de la Guardia Civil, y que iba a distinguirse en todos los frentes a lo largo de la guerra.
Pese a las dificultades, el mando nacional parecía confiado, en parte por creer poco probable que el PNV formara piña con los populistas, de quienes le separaban abismos ideológicos. En octubre se había formado un gobierno autotitulado vasco, aunque en realidad sólo controlaba casi toda Vizcaya más pequeñas partes de Álava y Guipúzcoa. Lo componían cinco ministros nacionalistas y seis de otros partidos (tres socialistas, uno comunista y dos de los dos principales partidos republicanos). La hegemonía nacionalista era total, empezando por la presidencia, encomendada al líder del PNV José Antonio Aguirre, que llegaría a asumir el mando supremo de las fuerzas armadas, pese a su ignorancia en la materia. Franco pensaba atraérselo, como se había atraído a los nacionalistas de Álava y Navarra, con lo que habría ganado Vizcaya sin apenas lucha. Los contactos fueron frecuentes, pero la esperanza sólo se cumpliría, y de mala manera, después de caída Vizcaya, como veremos en otro capítulo.
También abonaba el optimismo franquista el fracaso de la ambiciosa ofensiva vizcaína sobre Álava, en noviembre-diciembre anterior. El ataque, en combinación con Santander y Asturias, había aprovechado la batalla de Madrid. «Se inicia la reconquista», auguraba el periódico Euzkadi. Participaron unos 15.000 hombres con total superioridad material y aérea sobre los 4.300 franquistas en el frente alavés. Chocaron pronto con oposición en Villarreal, defendida al principio por 800 soldados. La pequeña población sufrió 11 bombardeos aéreos, 2.600 cañonazos de gran calibre, y constantes tiros de mortero, y Vitoria también fue bombardeada con aviones. Pero los atacantes debieron retirarse a las dos semanas, habiendo perdido en la segunda la superioridad aérea, y tras sufrir al menos 4.000 bajas, entre ellas 800 o 1.000 muertos[2]. Muchas de las bajas ocurrieron al sorprender seis aviones nacionales a un largo convoy de camiones con tropas, en una carretera encajonada y sin protección. Aguirre salió del empeño con el mote burlón de «Napoleonchu». Una vez más, la tenaz resistencia de un pequeño bastión frustraba planes ambiciosos. Otra ofensiva a principios de enero, naufragó sin pena ni gloria. Ello pudo inducir a los franquistas a un optimismo excesivo.
El gobierno de Aguirre había dedicado un gran esfuerzo a poner en pie un ejército, desobediente en la práctica al poder central, y en apariencia más disciplinado y organizado que el de los santanderinos y asturianos. Tras los descalabros citados, se centró en construir defensas «inexpugnables» en los accesos a la provincia, sobre todo el «Cinturón de hierro», sucesión de impresionantes fortificaciones en torno a Bilbao, que ayudaría a repetir las gestas del siglo XIX, cuando la liberal ciudad, aislada, había resistido duros asedios carlistas. Un golpe al proyecto fue el paso de uno de sus diseñadores, el ingeniero Goicoechea, a los nacionales.
Un punto débil de la zona norte era su estrechez (40 a 70 km). Por esa razón sus escasos aeródromos –que, imprevisoramente, no fueron aumentados– resultaban en extremo vulnerables, y situar aviones allí entrañaba un riesgo excesivo de perderlos, como vio pronto el gobierno de Valencia. En consecuencia, aunque fueron enviados, y perdidos, buen número de aparatos, siempre resultaron insuficientes para afrontar a sus enemigos, que pudieron así actuar con poco embarazo.
Una segunda desventaja de la zona cantábrica era su inferioridad naval, que permitió al enemigo organizar un bloqueo no muy estricto, por falta de fuerzas, pero suficiente para capturar presas valiosas, que aliviaban sus necesidades bélicas y castigaban en igual medida a los populistas. Como se recordará, Prieto había enviado, en septiembre, la mitad de su flota al Cantábrico, a fin, sobre todo, de reforzar la moral y voluntad de resistencia en Bilbao, de la cual se temía su entrega sin lucha, como había ocurrido con San Sebastián. Tras lograr el objetivo, si bien al precio de perder el dominio del estrecho de Gibraltar, la escuadra había vuelto al Mediterráneo, dejando algunos barcos en el norte, donde iban a mostrar una pasividad sorprendente.
Otra debilidad, en el fondo más peligrosa, eran las discordias entre los gobiernos de Santander, Asturias y Vizcaya, y la política de máxima independencia del PNV, que de inmediato vulneró sin contemplaciones el estatuto de autonomía, formando un ejército prácticamente separado.
La ofensiva nacional podía empezar por Oviedo, Santander o Vizcaya. Fue elegida la última, porque en torno a ella estaban previamente desplegadas importantes fuerzas, en especial las navarras. Se trataba de tomar la gran ciudad industrial de Bilbao, lo cual podía intentarse desde el suroeste, por los valles del Nervión y del Cadagua, para aislar a Vizcaya de Santander y embolsar a todo el cuerpo de ejército vizcaíno; o bien combinando una penetración desde el sureste con un ataque por el este desde Guipúzcoa, a lo largo de la costa. Mola, jefe directo en el nuevo escenario bélico, prefirió la segunda vía, por falta de tropas para la primera. En el sector elegido, los centros de la primera defensa enemiga eran Durango y Guernica, situadas a sólo 25-30 km del frente. La ofensiva comenzó el último día de marzo, contando los nacionales con inferioridad en tropas (39 batallones contra 50), cierta superioridad artillera y una abrumadora superioridad aérea[3]. Una ruptura simultánea por el sur y el este habría sido lo más adecuado, pero la insuficiencia artillera obligó a dos intentos sucesivos, primero desde Álava y luego por Guipúzcoa, en dirección a Durango. Tal insuficiencia volvía más imprescindible el apoyo aéreo, cuyo efecto real resultó pequeño, aunque grande el psicológico[4].
Ese primer día la aviación italiana atacó Durango, donde ocasionó entre 170 y 200 muertos, cifra muy superior a la del más duro ataque aéreo sufrido por Madrid, que no había pasado de 62. La desproporción obedece a la sorpresa de la acción y a la imprevisión del gobierno vizcaíno, que no había construido refugios adecuados. La ofensiva progresó con gran dificultad en los días siguientes, frente a una resistencia empeñada, que explotaba diestramente las ventajas del terreno.
Desavenencias entre Mola y la Legión Cóndor, y luego un tiempo muy empeorado, difirieron la segunda ruptura, por Vergara, hasta el 20 de abril. El 25, la I Brigada de Navarra llegó al monte Oiz, a espaldas de la línea de defensa enemiga, amenazando con desarticularla. Estaba la brigada a igual distancia de Guernica y de Durango, separadas entre sí unos 20 km en línea recta, de norte a sur, y la primera junto a la costa, al final de la ría de Mundaca. En esa situación se produjo, el día 26, el bombardeo de Guernica, que redujo a pavesas casi toda la villa.
Al día siguiente, un comunicado del gobierno de Valencia declaraba: «Ayer por la tarde quedó reducida a ruinas y escombros la villa de Guernica. Su Casa de juntas, el árbol de su tradición, el caserío que formaban sus calles señeras (…). Entre sus ruinas sólo quedan cadáveres carbonizados en gran cantidad (…). Llegan a miles las mujeres y los niños que han encontrado la muerte entre sus escombros (…). Los mandos rebeldes, los directivos alemanes, han resuelto borrar al labrador y a cuanto represente el sentido Vasco de la Tierra». El nombre de la pequeña población, casi desconocido fuera de España, saltó a la primera plana de la prensa mundial, cuya impresión puede resumir un titular del diario uruguayo El País: «La población civil de Guernica fue aniquilada por la aviación rebelde». Acompañaban mil detalles macabros recogidos por cinco corresponsales extranjeros, entre los cuales destacó el británico, conservador, G. L. Steer. La cifra de muertos ofrecida por éstos subió rápidamente desde bastantes centenares hasta más de un millar.
La catástrofe desató una intensísima oleada de indignación en medio mundo, sin excluir un manifiesto de protesta de escritores católicos, encabezada por Maritain. El gobierno franquista trató de replicar a las acusaciones en un comunicado, el 5 de mayo: «Guernica ha sido destruida por el fuego y la gasolina. Ha sido incendiada y reducida a cenizas por las hordas rojas que están al servicio criminal de Aguirre (…). Aguirre ha preparado (…) la destrucción de Guernica para acusar luego de ella a su adversario y provocar una ola de indignación entre los vascos». La patraña se volvió rápidamente contra sus autores, al ser refutada fácilmente por diversos testigos, y utilizada contra aquellos como prueba de vileza añadida al crimen.
En estas circunstancias, reforzadas con la poderosa iconografía del cuadro de Picasso, uno de los más célebres del siglo XX, la destrucción de la villa foral surgió como un mito crucial no sólo de la guerra española y del nacionalismo vasco, sino del siglo, y retiene un extraordinario poder emocional. En un libro referido a los años 70-80, Memoria y olvido de la guerra civil española, la investigadora Paloma Aguilar afirma: «El día elegido para el bombardeo había resultado ser, para mayor tragedia, una jornada de mercado en la que los habitantes de los pueblos contiguos acudían a Guernica para comprar y vender productos alimenticios. Las bombas se habían lanzado sobre la población civil en un pueblo donde no había objetivo militar alguno. Por todo ello, la población indignada, y no sólo la de Guernica, que simbolizaba en general el drama del vencido, represaliado e injuriado por el vencedor, necesitaba una reparación urgente». Por lo cual, asegura, durante la transición democrática «el bombardeo y consiguiente destrucción de Guernica vino a ser el referente mítico de los vencidos, como había sido, y seguía siendo, el de Paracuellos para los vencedores [¿?]». Su presencia en la prensa que simpatizaba con la oposición democrática, como El País, fue abrumadora[5].
Dicho periódico describía la destrucción de la villa foral como «un ataque masivo y deliberado (…) contra una ciudad que representaba simbólicamente la vieja tradición foral de los vascos»[6]. Aunque su autora fue la Legión Cóndor, Á. Viñas ha insistido, razonablemente en apariencia, sobre la responsabilidad de Franco como jefe último de ella. «Tanto España como Alemania habían estado manteniendo una calumnia [la de la quema de la ciudad por sus enemigos] durante décadas, lo cual es suficientemente grave.» «Historiadores como Tuñón de Lara y García de Cortázar se refieren, explícitamente, a la crueldad de Franco», observa Aguilar aprobatoriamente[7].
La vuelta del Guernica de Picasso a España motivó agrias polémicas. Unos, en línea con la voluntad del pintor, querían instalarlo en Madrid, y los nacionalistas vascos lo querían en la villa foral. Los vascos, llegó a clamar el PNV, ponían los muertos y Madrid se llevaba el cuadro. En bienintencionada opinión de P. Aguilar «la destrucción de Guernica acabó representando en la transición a todos los vencidos (…), símbolo nacional al que se aferrarán todos para demostrar la crueldad del régimen anterior y sus injurias (…). El reconocimiento del bombardeo serviría para rehabilitar a la población vencida en general y, a su vez, para reconciliar a los vascos [los nacionalistas, obviamente] con el resto de los vencidos españoles, con el fin de integrarlos mejor en el proceso democrático. No habría sido positivo para la transición que los vascos [nacionalistas] se hubieran apropiado del sufrimiento del vencido a través de la monopolización de un símbolo tan poderoso». De ahí el traslado de Madrid[8].
Sin embargo los nacionalistas vascos, no muy «reconciliados» con los vencidos populistas, hacen del bombardeo, aún hoy, un motivo permanente de victimismo. Reiteradamente han exigido que «el Gobierno de España se disculpe por el bombardeo de Guernica», y en las elecciones de 2001, el PNV abrió la campaña pidiendo responsabilidades al respecto. Un líder del partido más proterrorista, Batasuna, comparaba a la Audiencia Nacional, que juzga a los etarras, con la Legión Cóndor. Frases así menudean en dichos medios.
En fin, según El País, tras la larga ocultación de los hechos por el franquismo, urgía restablecer la verdad, porque «si las mentiras no se esclarecen, se pueden convertir en traumas síquicos de los que luego nacen las enfermedades colectivas»[9]. Esa verdad sostenida por El País y una gran cantidad de historiadores y políticos la resume con precisión J. Salas en los siguientes puntos:
1. Se bombardeó una villa abierta, de 7.000 habitantes, carente de interés militar.
2. Por ser lunes, día de mercado semanal, la población de hecho aumentó por los asistentes al ferial y los refugiados transitorios, de modo que 10.000 civiles estuvieron expuestos al horror. La presencia militar en la villa era prácticamente inexistente.
3. Aquel día, 26 de abril, el frente estaba muy lejano a Guernica. No constituía, pues, un objetivo táctico.
4. El ataque fue realizado, en exclusiva, por aviadores alemanes.
5. Duró más de tres horas, sin interrupción, desde las 16,30 a las 19,45, y se llegó al ensañamiento ametrallar a baja altura a la población civil en el interior de la villa.
6. La destrucción de la villa fue deliberada y se logró mediante una carga especial de bombas explosivas e incendiarias, cuidadosamente seleccionadas para provocar el desastre. Fue un experimento, un nuevo sistema de bombardeo.
7. El número de víctimas resultó elevadísimo, citándose 1.654 y hasta tres mil muertos.
Amén de miles de artículos y comentarios, el bombardeo ha tenido una considerable bibliografía desde The Cree of Gernika, del periodista inglés Steer, en 1938, pasando por obras del padre Onaindía, Southworth, la documentada de V. Talón, Arde Guernica, Cástor Uriarte, César Vidal, etc., en su mayoría correspondientes a los años de la transición posfranquista y posteriores. Pero seguramente el más minucioso y documentado es el de J. Salas, Guernica, de 1987. El autor concluye, tras sintetizar los puntos básicos del mito: «El apasionamiento ha prevalecido sobre la razón en este caso. He estudiado a fondo todos estos aspectos parciales de la leyenda sin prejuicios, y he llegado a la conclusión sorprendente de que ni uno sólo se ajusta a la realidad»[10].
Así, la población de Guernica era de 5.000 habitantes, y no debieron aumentar con la feria, al ser ésta suspendida a mediodía por el delegado del gobierno. También se suspendió el partido de pelota de la tarde, que en otras ocasiones entretenía a parte de los feriantes. Además, la población se había visto mermada por la recluta de 400 jóvenes en las intensivas movilizaciones desde octubre.
En cuanto al interés militar de una población que contaba con cuarteles y fábricas de armas, es obvio, y figuraba entre los objetivos del ejército nacional. Ese interés había crecido enormemente en los días anteriores, cuando el frente, a sólo 25 km, se había roto y las tropas de Aguirre retrocedían en desorden. El día anterior al bombardeo los nacionales estaban a menos de 14 km, creando un serio peligro tanto para Durango como para Guernica, siendo esta última un centro clave de comunicaciones para la retirada. Por eso el bombardeo tenía, en principio, un valor militar elevadísimo.
Asimismo estaban acantonadas en Guernica tropas considerables: tres batallones. Contando con los tres hospitales de sangre allí instalados, pudo haber no menos de 2.000 soldados (con ellos, la población sí pudo llegar a los 7.000).
Los relatos de ametrallamientos en el casco urbano no son creíbles, pues sus calles estrechas y cortas no lo permitían. Sí tuvo que haber ametrallamientos en las carreteras de entrada «como fue costumbre a lo largo de esta guerra y ha sido norma en todas las demás (…). Si en estas carreteras se mezclaron personas civiles con militares, esta imprudencia es imputable a las autoridades locales de la defensa pasiva, si es que las había, o al gobierno si no las creó. El padre Onaindía, responsable a título personal de este tipo de imprudencia, asegura que, tras un ametrallamiento a un puente que le había servido de cobijo, vio el cadáver de una mujer junto al de un gudari»[11].
Aparte del principal ataque alemán, hubo uno por aviones italianos (negado por Southworth y Steer). La acción no pudo durar tres horas y cuarto, pues «La Legión Cóndor no tenía posibilidades de efectuar un bombardeo de saturación que excediera de unos pocos minutos[12]». Hubo tres bombardeos ligeros entre las 16,30 y las 18,00, con intervalos de media a una hora, y desde el primero la población corrió a los refugios o salió del caserío. Fue hacia las 18,30 cuando entraron en acción los Junkers 52, y la disposición de las huellas de las bombas indica que recorrieron la población en sentido aproximado norte-sur, en una franja de unos 150 m de ancho, localizándose la mayoría de los embudos, diecisiete, en las afueras de la población y cerca del puente sobre el río Oca, en apariencia el objetivo principal, pero que no fue alcanzado. Además hay trece embudos en el interior de la población atribuibles a los Junkers, lo cual indica, o bien que el puente y la carretera no fueron el único objetivo, o bien que la gran densidad de polvo y humo producido por los aviones de vanguardia habría impedido a los siguientes precisar el blanco.
A la acción de los Junkers se debió, indudablemente el vasto incendio. Con todo, los testimonios coinciden en que, una hora después del ataque, la mayor parte de la villa estaba en pie, encontrándose derruidas o en llamas en torno a un 18 por ciento del caserío. Avisados los bomberos de la cercana Bilbao (a unos 30 km) por el encargado del servicio contra incendios, Cástor Uriarte, aquellos llegaron entre las 9,30 y las 11,00 de la noche, según versiones. Para entonces los incendios se habían extendido mucho, y Uriarte, que encontró diversos problemas, como la rotura de cañerías en un parte de la villa, aunque disponía de agua sobrada de la ría, decidió concentrar sus esfuerzos en la parte alta de la villa, abandonando la baja al fuego.
Entre tanto habían llegado a Guernica los corresponsales extranjeros, que marcharían hacia la una de la noche. A esa hora los incendios ya no permitían cruzar, como hasta poco antes, el casco de la población, según señala el padre Onaindía. Hacia las tres de la noche Uriarte dio orden de desistir en la lucha contra las llamas, creyendo inútil la tarea, dificultada además por un vientecillo que se había levantado. Los bomberos volvieron a Bilbao. Quince de los veintidós testimonios recogidos en el informe Herrán[13] califican la actuación de bomberos y tropas como «pasiva» o con adjetivos más duros.
Del propio relato de Cástor Uriarte se deduce que no acudieron todos los bomberos de Bilbao, que no se pidió apoyo a las fuerzas militares de Guernica y que la ayuda de la capital vizcaína se marchó pronto[14].
El intento de apagar el incendio no parece haber sido excesivamente empeñado, y el resultado final, pero probablemente no deliberado, del ataque alemán, fue la destrucción del 71 por ciento de la villa.
Tan tremenda devastación dio lugar a la versión de que los alemanes habían empleado una nueva combinación experimental de bombas para lograr tal efecto, y a la contraria, según la cual el pueblo había sido abrasado con gasolina[15]. Ambas versiones son falsas. La combinación de bombas explosivas e incendiarias fue la misma empleada en Madrid, el Jarama, etc. Los efectos asoladores en la villa foral deben atribuirse a la concentración del bombardeo de los Junkers, a la densidad urbana y la abundancia de madera en la construcción de las casas, a la escasez de medios locales contra incendios, que impidió apagar éstos al principio, y a la tardía llegada de los bomberos de Bilbao, y su abandono quizá prematuro. Tampoco se recurrió a los explosivos para crear cortafuegos en torno a los focos.
La secuencia de los hechos vuelve muy improbable el número de víctimas ofrecido, no ya los 3.000 que han llegado a citarse (60 por ciento de la población de Guernica), sino los 1.654 (33 por ciento), dados por verídicos en innumerables estudios[16].
La prensa anglosajona habló de cientos de muertos, para concretarlos enseguida en 800 y luego en un millar, mientras el diario comunista francés L'Humanité, a partir de una entrevista con el sacerdote nacionalista Alberto Onaindía, subía las víctimas mortales a 2.000. Southworth afirma que Leizaola declaró por radio, el 4 de mayo, que habían muerto 592 personas en los hospitales de Bilbao, pero en realidad habló ese día de dos muertos de una lista de 30 hospitalizados y sólo bien avanzado mayo el periódico Euzko Deya, en traducción inglesa, daría la primera cifra, que el gobierno de Valencia subió a 690. Los periódicos de Bilbao, al reproducir las crónicas extranjeras, censuraron tales datos, increíbles para los testigos, pero Aguirre y La Pasionaria, el día 29, hablaron vagamente de «gran número», lo que, dice Salas «permitía no desmentir ni confirmar las absurdas cifras manejadas en el extranjero, que no hubieran podido reproducirse en Bilbao, pues los guerniqueses allí residentes sabían que eran falsas, pero convenía que siguieran circulando por el exterior».
¿Es posible conocer la realidad? Salas utiliza para ello los testimonios y la lista de enterramientos en los días siguientes, y de los heridos trasladados al hospital de Basurto, en Bilbao. Ya C. Uriarte indicó que las víctimas mortales no debían de pasar de 250. Los testigos sólo mencionan cifras notables de víctimas en tres lugares, el refugio de Santa María, el Asilo Calzada y el arranque de la carretera a Luno. Se conservan también las listas de enterramientos de los días 26 al 29, antes de la toma del pueblo por las brigadas navarras, así como de los fallecidos en el hospital bilbaíno de Basurto. Entre todos suman 75.Tras la entrada del ejército nacional, se rescataron 25 cadáveres del refugio de Santa María, que sumados a otros dos identificados, sumarían 102. Hubo 18 inscripciones tardías en el registro civil, probablemente parte de unos cincuenta no identificados nominalmente en los primeros momentos, pero que, si se quieren añadir como nuevos, aumentarían el total a 120. En su libro, Salas pide a quien tenga datos de otras víctimas le informe, pero nadie lo ha hecho. Los heridos fueron sorprendentemente pocos: 30, con tres fallecimientos, reforzando la idea de que los muertos no pudieron ser muchos. También apoya los datos de Salas el cuadro de ciudad vacía y sin actividad al día siguiente: el entierro de mil cadáveres, no digamos 3.000[17], habría obligado a un movimiento considerable.
Los datos de Salas, ya adelantados varios de ellos por Vicente Talón, empiezan a abrirse camino en estudios especializados del País Vasco, como el de la asociación Gernika Zaharra, sin que ello trascienda por ahora al público general, sometido aún a una intensa propaganda. De todas formas, 102 o 120 muertos no es una cifra baladí, en realidad resulta muy elevada para una población de 5.000 habitantes, pero pareció escasa a los propagandistas, en particular los anglosajones, que inmediatamente la multiplicaron a instancias de su fantasía o de su interés. El principal impulsor de la leyenda, animada con numerosos detalles claramente inventados, fue el inglés Steer y otros conservadores. Esto parece chocante, pero por una parte Steer era muy pro PNV, y por otra, los conservadores ingleses buscaban crear un ambiente popular favorable al rearme, ante la indudable agresividad alemana, pues el pacifismo laborista seguía pesando en la opinión pública. Se trataba de advertir a los británicos de lo que les esperaba, como así llegaría a ser, aunque la realidad de Guernica no tuviera el carácter atribuido. También por eso adjudicó Steer a los alemanes el bombardeo de Durango, a sabiendas de su autoría italiana.
Otro punto clave de la leyenda, la suposición de una ofensa deliberada a los simbólicos roble y Casa de Juntas queda desmentido por el hecho de que ninguno de ellos fue atacado, pese a haber instalado los nacionalistas, imprudentemente, el cuartel del batallón Loiola muy cerca de ellos. Al entrar en la villa los nacionales, un falangista navarro tuvo la idea de talar el árbol de Guernica, pero los requetés instalaron inmediatamente en torno a él una guardia de honor y protección, ya que para los carlistas el simbolismo de la villa foral tenía tanto valor como para los nacionalistas.
Reducido el mito a sus proporciones y circunstancias aproximadas, queda la cuestión del origen del bombardeo. Los novelistas ingleses Gordon Thomas y Morgan-Witts cuentan en su libro El día que murió Guernica, una reunión en Burgos, la víspera del bombardeo, entre altos mandos y los jefes de una inexistente «División de Navarra» y de las brigada navarras, pero no de Mola ni de el jefe de la aviación italiana y con Richthofen, jefe del estado mayor de la aviación alemana, para planear la aniquilación de la villa, que habría sido, así, un designio compartido por españoles, italianos y alemanes. La citada P. Aguilar toma, un tanto a la ligera, el libro de ambos autores por una investigación fidedigna, pero, como demuestra Salas, la reunión no pasa de ser un inverosímil adorno novelesco por parte de personas mal enteradas de la situación militar y política del momento. Los Cuadernos de guerra de Vigón, nada instructivos sobre los sucesos de esos días (ni siquiera mencionan a los alemanes o el bombardeo), dejan en claro que ese día estuvo en Guipúzcoa y visitando a unos familiares en el convento de misioneras de Bérriz. En cuanto a Richthofen, su diario prueba que pasó la jornada en el frente oriental vasco, e intentó luego reunirse en Vergara con Vigón, sin lograrlo hasta el día siguiente, y de quien logró un acuerdo no muy preciso de acción: «Imprimirá a sus tropas un ritmo tal, que todas las carreteras al sur de Guernica quedarán bloqueadas. Si lo conseguimos, tenemos metido al enemigo en la bolsa alrededor de Marquina»[18].
El teniente coronel Wolfram von Richthofen es precisamente el hombre clave de todo el asunto. No sólo dirigía con gran autonomía la Legión Cóndor, a las órdenes de Sperrle, jefe máximo de ella, responsable a su vez ante Franco, sino que coordinaba toda la aviación en el norte, italiana y española. Esa supremacía, pese al no muy brillante rendimiento de sus aviones en los meses anteriores, se debió quizá a su mayor número de aparatos y al descontento de Mola con la aviación italiana en Guadalajara. Richthofen, militar apolítico, muy profesional y capaz, si bien de notable arrogancia, tuvo roces enseguida con Mola y otros españoles, de quienes habla con desdén en sus diarios, aunque encajó bien con Vigón. El alemán se ufana en sus diarios de tomarse atribuciones excesivas, cosa que tanto Sperrle como los españoles solían consentirle, en parte por su reconocida valía militar y sus ideas sobre cooperación aérea, y en parte, en el caso de los españoles, por su posibilidad de vetar el empleo de la Legión Cóndor en operaciones concretas.
Las diferencias entre Richthofen y Mola surgieron desde el principio, pues el alemán, cuyos aviones podían actuar con plena libertad gracias a la casi ausencia de aviones rusos, exigía un ritmo más vivo a la ofensiva, sin atención a la superioridad numérica de un enemigo asentado en posiciones consideradas por éste inexpugnables, y muy difíciles de expugnar en todo caso (el alemán suele zaherir la «flojedad» de los españoles para avanzar y aprovechar las situaciones). Otra desavenencia vino por el aplazamiento, exigido por Richthofen, alegando insuficiente concentración artillera, de la ofensiva sobre Vergara, planeada por Mola para el 11 de abril. Sperrle acudió al arbitraje de Franco. Éste cedió a favor de los alemanes, para alegría algo caprichosa de Richthofen, pues la consecuencia de su éxito fue el aplazamiento de la ofensiva, no uno o dos días, sino diez, hasta el día 20, a causa de un fuerte temporal. El retraso dio un respiro a los defensores y multiplicó las dificultades de los atacantes.
Cuando, entre los días 23 y 25, los nacionales lograron situarse, como hemos dicho, a espaldas de la defensa y a igual distancia de Durango y Guernica, se abría la posibilidad de mantener la progresión principal sobre Durango, según el plan inicial de Mola, o de cambiar éste y volcar el esfuerzo sobre Guernica. Lo último habría cortado la retirada a una docena de batallones enemigos, copándolos contra la costa y facilitando una pronta caída de Bilbao. Así pensó Richthofen, que en este caso tenía probablemente razón. Pero Mola prefirió ceñirse al plan primitivo, y ordenó avanzar sobre Durango, y aplazar unos días la ocupación de Guernica, como así ocurrió. Con ello, el bombardeo de esta villa perdía casi todo su valor militar, que, de haberse combinado con su ocupación por la infantería, habría decidido, muy posiblemente, la campaña vizcaína [véase mapa 6].
Pues bien, Richthofen mantuvo su orden de bombardeo, teóricamente para cortar la retirada del enemigo, pese a conocer la decisión de Mola, que volvía inútil tal acción. ¿Por qué lo hizo? Se ha invocado que en la mañana del día 26 habría llegado a un acuerdo con Vigón para modificar la orden de Mola, pero la misma siguió en vigor, y la modificación habría tenido que ser respaldada por Mola o por Franco, de lo que no existe la menor prueba. Es difícil ver el asunto de otra forma que como una manifestación de arrogancia del alemán, quizás para dejar bien claro el error de Mola. Conocidos los efectos del bombardeo, sin duda inesperados, los mandos de la Legión Cóndor ordenaron a las tripulaciones de los Junkers no hablar de él, o negarlo, y trataron de ocultar la verdad también a sus superiores españoles y a Berlín[19].Tal actitud no puede ser más indicativa.
A ese extraño comportamiento se le han buscado diversas explicaciones. El estudioso J. M. Riesgo ha combinado recientemente tres motivos: el militar, por los objetivos bélicos allí existentes; el político, como resarcimiento del desairado papel jugado por aquellos días en Salamanca por el embajador Von Faupel y otros líderes nazis, en las querellas causadas por la unificación de Falange y el carlismo; y el de la venganza, por el asesinato, el 4 de enero, de un aviador de la Legión Cóndor, que, yendo a un bombardeo, había tenido que tirarse en paracaídas en Bilbao, y había sido atado con una soga y arrastrado y golpeado hasta morir (horas más tarde, en represalia por el bombardeo, que causó cinco muertos, fueron asaltadas las cárceles bilbaínas y asesinados 224 presos)[20].
Parecen demasiados motivos, y ninguno consistente. La supuesta relación con el fracaso de Von Faupel en Salamanca no es fácil de entender, y los objetivos militares de Guernica (cuarteles y fábricas de armas) podían haber sido atacados en otros momentos, y no lo fueron en aquel; y el principal valor del ataque real desapareció, como hemos indicado.
En cuanto al móvil de la venganza, suena poco creíble, sobre todo si se liga, como han hecho algunos, a una supuesta decisión tomada en Berlín, de la que no existe el menor indicio; ni tiene lógica una represalia tan aplazada (tres meses y medio). Después del arrastramiento del piloto alemán, Sperrle había solicitado a Franco un bombardeo de castigo sobre Bilbao, pero Franco se negó, para irritación de aquél. Por otra parte, los aviones italianos actuantes en Guernica recibieron la orden de concentrarse en «la carretera y el puente del este», para obstaculizar la retirada enemiga, y no atacar la ciudad «por evidentes razones políticas». Las razones políticas, observa C. Vidal, aludían a las conversaciones en curso con el PNV para una rendición separada. Aunque no se conservan las órdenes a la Legión Cóndor, es probable que fuesen similares. No obstante, Richthofen señala en su diario que amplió el objetivo a «los arrabales» de la población, atribuyendo el bombardeo del centro a la mala visibilidad por el humo de las bombas previas.
Incluir los arrabales supone un apartamiento de la línea de acción marcada por Franco. Tras rechazar la petición oral de Sperrle de castigo a Bilbao, aquél había ordenado a Kindelán recordar a la Legión Cóndor, en enero de 1937, que: «Sin orden expresa no se bombardeará ninguna ciudad ni centro urbano», y que «cuando se bombardeen objetivos militares en las poblaciones o próximos a ellas, se cuidará de la precisión del tiro con objeto de evitar víctimas en la población no combatiente».
El 10 de mayo, tras la destrucción de Guernica, la orden a Sperrle fue reiterada: «No deberá ser bombardeada ninguna población abierta y sin tropas o industrias militares, sin orden expresa del Generalísimo o del General jefe del Aire [Kindelán]».
Instrucciones cumplidas hasta marzo de 1938, cuando, por decisión de Roma, aviones italianos bombardearon Barcelona y Levante. Franco, irritado, reiteró a las aviaciones italiana y alemana la orden de «no efectuar bombardeos del casco urbano de población sin una orden expresa de la jefatura del Aire», entendiendo que bombardear una población se refiere a «los alrededores y no el casco urbano»[21].
En todo caso, Richthofen no volvió a actuar contra las instrucciones de la Jefatura del Aire nacional, y durante la guerra mundial permaneció al margen de los bombardeos sobre población civil.
Así pues, mientras nuevos estudios no contradigan el de Salas[22], queda suficientemente claro que el bombardeo de Guernica obedeció a una decisión personal de Richthofen, en contradicción con la orden de Mola; que tenía un objetivo militar evidente, aunque inutilizado por dicha orden; que no supuso ningún ensayo especial de bombardeo sobre la población civil ni pretendía el arrasamiento de la villa, produciéndose el grueso del incendio con posterioridad y de manera no esperada; que no tenía la menor intención de atacar los símbolos vasquistas; y que ocasionó en torno a un centenar de víctimas, 120 como máximo.
Es fascinante ver cómo de un suceso sin duda terrible, pero no extraordinario dentro de la contienda, brotó uno de los mitos más intensos, emotivos y desmesurados. De igual interés, en lo moral, resulta constatar cómo la creación del mito por periodistas y políticos anglosajones, que pretendían alertar a Gran Bretaña sobre el peligro nazi, no impidió que sus gobiernos perpetrasen durante la guerra mundial numerosos guernicas, de mortandad multiplicada por cien y hasta por mil, atacando deliberada y masivamente a la población enemiga, en emulación aventajada de las acciones hitlerianas.
Por último, cabe recordar nuevamente que los bombardeos sobre la población civil fueron iniciados y realizados a menudo por el Frente Popular. Para disuadir de esa práctica a los nacionales, los revolucionarios recurrieron varias veces a la matanza de presos, y, con mejor éxito, a la denuncia internacional, considerando tales acciones un crimen si las realizaba el enemigo, pero no en caso contrario.