Capítulo 22

INTERVENCIÓN Y NO INTERVENCIÓN

Los efectos sobre el curso de la guerra producidos por la política de No Intervención de las democracias sigue siendo una de las cuestiones más debatidas.

Los dos contendientes debieron afrontar de inmediato el problema de adquirir fuera la mayor cantidad de material posible. Ello no urgía tanto a los populistas, pues poseían una considerable industria bélica, y posibilidad de transformar muchas fábricas para fines militares, intensificando, de entrada la producción de cañones, ametralladoras, morteros, fusiles, munición, explosivos, etc., en Asturias, Santander y Vizcaya. Con un esfuerzo hubieran podido incluso fabricar blindados y aviones, allí y en Cataluña. A ello apuntaba, precisamente, una de las directrices de Stalin, en general acertadas. Pero los celos y rivalidades entre formaciones políticas y provincias impidieron sacar provecho de tales medios. Quizá previéndolo, el gobierno de Giral, y luego el de Largo, hicieron poco al respecto, y desde el primer momento descansaron casi por entero en la importación. Los posteriores empeños de Negrín tampoco iban a dar fruto.

En cuanto a los sublevados, carecían prácticamente de industria y disponían de pocas municiones, excepto en Marruecos. También andaban pobres de aviones, barcos y gasolina, por lo que obtenerlos se convirtió muy pronto en desafío vital. Al plantear los populistas la cuestión en el mismo terreno, se originó una carrera por el material foráneo, donde la presteza, la habilidad y la voluntad de superar obstáculos iban a desempeñar un papel no menor que en las decisiones estratégicas y tácticas en la organización militar o en la estructuración política y económica de la retaguardia.

También aquí partían los rebeldes con el grave inconveniente de carecer de reservas financieras, imposibles de suplir por contribuciones como las del millonario Juan March. Debían comprar casi todo a préstamo, y no recibirían nada si no lograban inspirar suficiente confianza en su triunfo.

Según una leyenda largo tiempo circulada, y creída a pies juntillas por Azaña, los rebeldes se habían asegurado, previamente al conflicto, decisivos compromisos con las potencias fascistas, sin los cuales no habrían osado alzarse. Pero todas las rebuscas hechas después de la II Guerra Mundial en los archivos alemanes e italianos muestran sólo contactos secundarios, muy poco útiles el 18 de julio. Las peticiones de armas hechas al recomenzar la guerra, en simultaneidad con las de Giral, fueron rechazadas en un principio por Mussolini y por la burocracia alemana. Mola y Queipo hicieron gestiones, pero sólo las de Franco obtendrían eco positivo en Berlín y en Roma.

Para Hitler y Mussolini se trataba de una apuesta muy arriesgada. Nada autorizaba a esperar la victoria rebelde, y la embajada alemana en Madrid indicaba, con grueso realismo, cómo «la situación militar en general ha resultado considerablemente favorable al gobierno», por lo cual «es difícil esperar que en vista de todo ello triunfe la revuelta militar», las informaciones de cuyos jefes debían considerarse fiables «sólo hasta un cierto punto». Ayudar a unos rebeldes casi abocados al desastre entrañaba un riesgo muy alto de perder unos recursos militares preciosos para el rearme alemán o el italiano, y de quedar en posición desairada en la escena internacional. Ni el ejército ni el Ministerio del Exterior nazi favorecían la aventura. Pero el 25 de julio, cuando la embajada alemana emitía su nota, el puente aéreo sobre el estrecho de Gibraltar estaba en pleno funcionamiento, y Hitler decidía enviar aviones; el día 26 lo haría Mussolini.

Todavía se sigue especulando sobre la causa de esta decisión de los dictadores fascistas. Hubo de pesar en ella su radical anticomunismo, y la expectativa de contar con un régimen afín, o al menos amigo, en un punto estratégicamente importante. Pero más que esas apetencias debió de influir en Hitler el temor a quedar emparedado entre Rusia y una Francia reforzada por la España revolucionaria. Las noticias y rumores sobre la ayuda francesa –incluso rusa, por el momento falsa– al Frente Popular, inclinaron probablemente la balanza[1].

En la carrera por las importaciones, los populistas empezaron en mucha mejor posición: no sólo el oro del Banco de España les permitía hacer compras masivas sin necesidad de inspirar a sus proveedores confianza en su victoria, sino que la reivindicación de la legalidad republicana les facilitaba en principio las gestiones. Dicha legalidad sería invocada a voz en grito en todos los foros internacionales, y lo sigue siendo aun hoy por sus partidarios, pero ya hemos visto abundantemente que no correspondía a ninguna realidad, y los gobiernos democráticos, dueños de informaciones más seguras que los clamores de la propaganda, adoptaron pronto una actitud de distanciamiento hacia la España revolucionaria.

El primer impulso del gobierno francés, también de Frente Popular y presidido por Leon Blum, fue ayudar a los izquierdistas españoles, mientras Gran Bretaña contemplaba el asunto con frialdad. Pero la decisión de Blum de vender armas a España chocó enseguida con fuerte oposición en la derecha francesa y en la opinión pública, temerosa de deslizarse a una confrontación con Alemania, para la cual no se sentía Francia preparada material ni psicológicamente. En la misma izquierda pesaba mucho el pacifismo. Por otra parte, obligado a rearmarse frente a Hitler, el país no podía desperdiciar en el extranjero armas quizá pronto necesarias cerca del Rin[2]. Además, aunque se arguyera con el carácter legítimo y democrático del gobierno de Madrid, los hechos probaban que en España cundía una violenta revolución, con peligro de contagio para una Francia sumida, a su vez, en graves alteraciones políticas y económicas.

Por tanto, aun simpatizando con las izquierdas españolas, el entusiasmo francés se fue entibiando bajo las proclamaciones de hermandad y solidaridad democrática, y Blum, tras algún esfuerzo no muy enérgico por convencer a Londres, optó por la no intervención, pensada para aislar la hoguera. Se ha achacado esa decisión a presiones británicas, o al deseo de congelar en España una relación de fuerzas muy favorable a los populistas. Las dos cosas no se contradicen, y la discusión es algo bizantina, teniendo en cuenta las condiciones del momento. De todas formas, la simpatía de las izquierdas francesas durante la guerra facilitó considerables ayudas a sus correligionarios del sur, pero sin arriesgarse a una extensión del conflicto.

En cuanto al gobierno conservador británico, presidido por Baldwin y mucho más sólido en aquellos momentos que el izquierdista de Blum, carecía de cualquier motivo de solidaridad con las izquierdas españolas. Muchos conservadores simpatizaban con los rebeldes, si bien no de modo entusiasta, tanto por la improbabilidad de un triunfo de éstos, como por cautela ante la interferencia italiana y, muy especialmente, alemana. No obstante, Londres creía que las potencias fascistas tenían pocas bazas para imponerse en España, y en todo caso, sólo Gran Bretaña podría prestar el dinero para reconstruir el país después de la contienda, ganara quien ganase. Además, al igual que Francia, precisaba atender a su propio rearme. Muchos en España creían que Londres buscaba la máxima destrucción en la guerra, a fin de arbitrar con plena autoridad la situación resultante. Sea como fuere, la política británica buscó el equilibrio entre las aportaciones de armas extranjeras a ambos beligerantes, y, en suma, su objetivo, muy racional, consistió en mantener el conflicto lo más marginal posible.

Así, el 10 de agosto, tres semanas después de reiniciada la guerra, Francia y Gran Bretaña proponían la No Intervención, aunque ésta tardaría un mes en entrar en vigor, tras la adhesión, entre otros, de Rusia, Italia y Alemania. Estas últimas retrasaron las negociaciones para, entre tanto, mandar más aviones a España, de modo que si en agosto los envíos de unos y otros se equilibraban, para septiembre los nacionales adquirían la superioridad táctica aérea en sus columnas de África.

La cuestión de las consecuencias bélicas de la No Intervención parecía zanjada después de los estudios de los hermanos Jesús y Ramón Salas Larrazábal, Alcofar Nassaes, etc.: el material recibido por los dos bandos habría sido aproximadamente igual –algo superior el del Frente Popular-, por lo que sus efectos se neutralizaron. También la aportación humana resultó pareja, o compensada (las Brigadas Internacionales, fueran iguales en número o inferiores al CTV italiano, tuvieron un valor militar superior, al adelantarse en su intervención, y hacerlo en la crisis de la lucha por Madrid y otros momentos, en general como tropa de choque, lo que rara vez hizo el CTV); ello aparte, los extranjeros no alcanzaron, ni en los momentos de mayor aflujo, el 10 por ciento de las tropas comprometidas, por lo que su contribución tuvo, en conjunto, importancia secundaria. La No Intervención, en suma, no habría impedido las actuaciones de Alemania, Italia y Rusia, pero las habría equilibrado.

Así las cosas, en 1998 el estudioso británico G. Howson, publicó el libro Armas para España, aplaudido por Preston, S. Juliá y otros, y presentado a menudo como la explicación racional y definitiva de la derrota populista. Para Howson, la No Intervención habría perjudicado a la «República», obligándola a negociar, en condiciones pésimas, la compra de armas malas y escasas, a precios exorbitantes, y forzándola a depender de la URSS, que también la habría estafado cobrando el material, a menudo de desecho, por encima de su valor. En conclusión, las izquierdas habrían luchado casi todo el tiempo en total inferioridad, y la postura de las democracias, en especial la británica, habría actuado como un dogal que asfixió lentamente a los republicanos. De modo similar arguyen Moradiellos, Avilés Farré y otros autores. Como cita Howson, aprobatoriamente, de E. Hemingway: «Los británicos fueron los auténticos villanos, todo el tiempo, desde el primer día»[3].

Howson intenta probar sus asertos con datos según los cuales el Frente Popular habría recibido muchos menos aviones, artillería y casi todo tipo de armas, que sus enemigos. Los aviones soviéticos se rebajan, por ejemplo, de los 1.100 antes admitidos, a 657, los cañones también sufren reducciones drásticas, y buena parte del material –salvo aviones y tanques– sería anticuado, a veces de museo, con escasa munición o sin repuestos.

Sin embargo, han resaltado algunos críticos, Howson cae en varios errores, como suponer exhaustivos los documentos por él consultados, y sugerir, implícitamente, que los nacionales no tenían problemas semejantes. J. Salas muestra cómo los datos de Armas para España en cuanto a la aviación soviética ya eran conocidos, excepto el nombre de los mercantes que la transportaron, proviniendo la discrepancia en las cifras de inexactitudes secundarias, y de un fallo esencial: ignorar los 250 aviones construidos en la propia España con elementos traídos de la URSS. Deben añadirse los 144 llegados a Cataluña ya en 1939, aunque la rapidez del avance nacional les impidiera actuar. El total se acerca a los 1.100 antes estimados, a los que deben sumarse unos 360 de otras procedencias, con un total muy similar en los dos bandos: 1.400-1.500.

En cuanto a artillería y armas ligeras, otro crítico, Artemio Mortera[4], demuele los datos de Howson, quien considera muy exagerado el número de 1.968 piezas artilleras importadas por los «republicanos», cuando el crítico ha contado minuciosamente no menos de 2.418. La mala calidad de las armas fue real a veces, pero no siempre, y los nacionales chocaron con el mismo escollo, si bien lo abordaron con distinto ánimo: «Cuando llegaba a manos nacionales, bien por captura, bien por adquisición, un tipo de material anticuado o desgastado, éstos, en vez de postergarlo entre lacrimógenas quejas o acerbas críticas, se limitaban a repararlo, ponerlo en servicio y sacarle así el mayor rendimiento posible».

El material calificado por Howson de vetusto e inservible, era a menudo aprovechado eficazmente por los franquistas. Por ejemplo, el fusil ametrallador Chauchat Mod. 1915 «dio mal resultado, pero los franceses lo emplearon durante toda la 1 Guerra Mundial y los norteamericanos lo adoptaron (…). Los nacionales capturaron cinco millares de estos fusiles ametralladores que transportaba el Sylvia y les sirvieron para salvar el bache anunciado por el general Orgaz (…) en octubre de 1936 cuando aseguraba, una vez rebañados los almacenes marroquíes, que si no se conseguían de inmediato 1.500 ametralladoras habría que suspender las operaciones. El Ejército nacional continuó empleando los Chauchat –los mismos que, según Jason Gurney tiraron a la basura [los brigadistas británicos] la primera mañana de la batalla del Jarama– hasta el final de la guerra».

Por lo demás «la captura providencial del Sylvia no fue la única en que los suministros republicanos sirvieron para solucionar alguna papeleta urgente al Ejército nacional, como volvió a suceder cuando, en mayo de 1938, el apresamiento de los mercantes Eugenia Cambanis, Virginia S y Ellinco Vouono, cargados con cuatro centenares de camiones, vino a resolver el problema de la motorización del Ejército del Norte nacional. Y es que hay algo que se olvida frecuentemente, que es el hecho de que, al aproximarse el final de la guerra, entre un veinticinco y un treinta por ciento del Ejército nacional –dependiendo de qué regiones– estaba armado con material capturado al enemigo». Ello ocurrió de modo especial con los tanques, pues, como ya sabemos, los rusos superaron todo el tiempo a los alemanes e italianos.

Otro error básico del escritor inglés consiste en presentar a los «republicanos» como honrados pardillos dispuestos a dejarse engañar, mes tras mes y año tras año, por los desalmados traficantes internacionales. A este respecto conviene hojear, al menos, los libros del historiador anarquista A. Olaya, ampliamente documentados e instructivos sobre una corrupción extendida y no reñida con la incompetencia.

Howson parte de un desenfoque inicial, muy compartido por toda la historiografía de izquierdas y revalorizado en los últimos años: el de considerar la actitud de las democracias como traición a una «república» española, en rigor inexistente. No hay modo de entender por qué los conservadores ingleses debían simpatizar con un régimen revolucionario opuesto violenta y totalmente a sus valores y objetivos, por mucho que ese régimen insistiese en presentarse como legítimo y democrático. El gobierno británico, bien al corriente de los sucesos españoles, no tenía la obligación, que le endilgan Howson, Moradiellos, Avilés, Preston, Broué, Témime, P. Vilar y tantos más, de comulgar con los tópicos de la propaganda populista, simplemente porque esos historiadores sí comulgan muy de grado.

Ni tenían los conservadores por qué compartir la idea de la democracia expuesta por Howson con una cita de un capitán W. E. Johns: el gobierno del Frente Popular «había sido elegido con el voto del pueblo y era tan democrático como podía serlo cualquier otro gobierno»; pues, en definitiva: «El alma de la democracia está en el simple hecho de que el pueblo siempre lleva la razón. Pero nuestro gobierno, que es de derechas, no es de ese parecer. Así, prefiere ver a España masacrada por sus peores enemigos antes que levantar un dedo para ayudarla. Ahí está el meollo de la cuestión». Un meollo huero. Las izquierdas no representaban al «pueblo», sino a un sector de él probablemente minoritario y tan dividido internamente que entre sus facciones llegaron a estallar dos guerras civiles dentro de la guerra civil general. Y la legitimidad democrática no nace sólo de las urnas, sino también del respeto a las libertades y del mantenimiento de la ley. Si no, el régimen nazi habría sido impecablemente legítimo y democrático.

La concepción de base de Johns y los demás es totalitaria. No existe el «pueblo» como un cuerpo unánime ni es cierto que tenga forzosamente la razón, aun en el caso imposible de apoyar sin fisuras a un partido. Entendemos mejor tal idea si nos percatamos de que, para quienes la defienden (jacobinos, comunistas, etc.), «el pueblo» integra al conjunto de los ciudadanos que les siguen, siendo el resto «reaccionarios» y condenados a ser aplastados. Ello queda bien claro en las confusas explicaciones ofrecidas por Howson sobre los antecedentes de la guerra. En septiembre de 1933, dice, se formó un gobierno de derechas presidido por Lerroux «con el fin de restablecer el orden y desmantelar las reformas» del bienio izquierdista. Debe aludir al gobierno de diciembre, respaldado por una muy amplia victoria en las urnas (de la que Howson esta vez se olvida), pese a su pretendido plan de anular las medidas a favor del «pueblo» decretadas antes por la izquierda.

Merece la pena una digresión sobre las causas de la guerra según las presenta Howson y, con diversos matices, una copiosísima y poco escrupulosa historiografía en estos últimos años.

Como a la mayoría de los historiadores de su cuerda, a Howson le parece un crimen execrable el alzamiento derechista de julio del 36, pero encuentra muy justificable el izquierdista de octubre del 34. Según él, el cese en la construcción de escuelas y la aplicación del siniestro programa contra las reformas, habría provocado «un levantamiento armado por parte de los mineros asturianos», complicado con el hecho de que «vascos y catalanes andaban alborotados (…) a causa del deseo de independencia. Ambos focos fueron apagados, pero a costa de cuatro mil vidas»; y el general Franco «había sofocado la sublevación asturiana con una brutalidad escalofriante». Es decir, la rebelión de las izquierdas contra un gobierno democrático elegido por la mayoría del pueblo real, tenía mil disculpas… basadas, por lo demás, en una sarta de invenciones. No los vascos y catalanes, sino los minoritarios nacionalistas, querían la independencia, y el pueblo catalán dejó en el vacío la rebelión de la Esquerra. El levantamiento armado no fue preparado por «los mineros» sino por el PSOE y en toda España, aunque sólo cuajase como guerra civil en Asturias. No hubo 4.000 muertos, sino cerca de 1.400, y Franco no sofocó la sublevación asturiana, sino que dirigió desde Madrid el conjunto de las operaciones en el país, sin intervenir en la represión, enormemente exagerada por la propaganda izquierdista, como sabemos.

Howson pinta la España de los años treinta con pinceladas como éstas: a una hora de distancia de Madrid «había aldeas que apenas habían evolucionado desde la caída del imperio romano», o incluso estaban «más deprimidas que en el 431 de la era cristiana». El absoluto atraso de los campesinos les hacía creer que los animales «nacían espontáneamente de los elementos ambientales de la tierra, el aire y el agua». Los duques y marqueses «probablemente poseían, además [de sus tierras], un palacio, tres casas solariegas, una casa en Madrid, un piso en Montecarlo, dos aeroplanos privados y seis Rolls-Royce, y tenían unos ingresos de aproximadamente 25.000 pesetas al día» (unos cinco millones actuales). A 90 km de Salamanca «había aldeas montañesas cuyos habitantes habían esperado hasta principios del siglo XX para abandonar sus prácticas paganas y convertirse al cristianismo». Etc.[5].

En fin, hasta llegar la república, la educación, «patrimonio exclusivo de los ricos» habría estado controlada por la Iglesia «que recibía una importante subvención anual del Estado» (la subvención, reconocidamente pequeña, era una compensación menor por las desamortizaciones de bienes eclesiásticos del siglo XIX). En consecuencia, el índice de analfabetismo superaba el 50 por ciento (era en torno al 25 por ciento, como recoge S. Payne). La república había retirado la subvención a la Iglesia, aplicándola a construir, sólo en el primer año, 7.000 escuelas (fueron 3.600 en dos años, y miles de alumnos se vieron perjudicados por la prohibición de enseñar impuesta a las órdenes religiosas). El ejército tenía «ochocientos generales en nómina» (multiplica por cuatro la cifra real), por lo que «no hubo más remedio que proceder a una purga». La república creó también «un salario digno para peones y campesinos» (las medidas laborales fueron muy discutidas, muy discutibles, y dieron frutos muy precarios). Por primera vez en la historia de España, «la libertad de expresión y opinión estaba garantizada» (estaba mucho más garantizada durante la Restauración; en el primer bienio republicano fueron cerrados y multados más periódicos que en ningún período anterior). Y así sucesivamente.

Estas reformas republicanas, aclara el historiador, «hicieron poner el grito en el cielo a la Iglesia, estamento militar y burguesía, que se opusieron a ellas con todos los medios a su alcance». ¿Qué otra cosa cabía esperar, tratándose de medidas beneficiosas para las clases humildes? Pero el grueso de la derecha, lejos de oponerse a ellas «con todos los medios», acató la legalidad, y, cuando llegó al poder, mantuvo la mayoría de las reformas y aumentó los presupuestos de enseñanza, contra lo que informa el mal informado Howson. La oposición de los reaccionarios habría hecho vacilar al gobierno, pero las izquierdas le habrían espoleado a tomar «medidas de corte social, incluido un salario mínimo que diera a los temporeros un medio de subsistencia durante los meses de desempleo. Naturalmente, los terratenientes rehusaron ponerlas en práctica y, cuando los sindicatos de agricultores convocaron una huelga, llamaron a la Guardia Civil. Hubo tiroteos con varios muertos, se intensificaron las agresiones y hubo más tiroteos y más muertos. En medio de este clima, en el transcurso de un mitin celebrado en Bilbao dos diputados socialistas y dos diputados republicanos fueron asesinados por pistoleros de extrema derecha». ¿De dónde habrá sacado el autor tales historietas?

Sigamos: «La palabra España evocaba autocracia en materia de gobierno y, sin embargo, la vida política era allí un auténtico hervidero de ideas y, en tal sentido, más rica que la de Gran Bretaña o cualquier país occidental». Los carlistas «creían en una monarquía absoluta que derivaba su legitimidad directamente de Dios». Pero en la tradición española, incluida la carlista, el poder no viene directamente de Dios, sino indirectamente a través del pueblo, como aclaró Suárez al monarca inglés Jacobo I, proclive a ver las cosas al modo que Howson achaca a los carlistas. No menos asombra el aserto de que en riqueza de ideas políticas España superaba a Gran Bretaña o cualquier otro país.

Los errores son constantes. El PSOE tenía «más de dos millones de miembros», la Legión se componía mayoritariamente de «ex presidiarios españoles cuyas penas se habían conmutado por el servicio militar»; antes del gobierno de Largo, ningún socialista había gobernado en España. «Las dos provincias vascas más importantes, Vizcaya y Guipúzcoa, se declararon republicanas a cambio de la promesa de independencia». «Mientras que el terror en las zonas republicanas era desorganizado, generalmente espontáneo (movido por el deseo de venganza) y siempre llevado a cabo contra la voluntad del gobierno, el terror en las zonas nacionales obedecía a órdenes precisas de los mandos militares» Etc.[6].

Tal colección de errores, invenciones y exageraciones no merecería atención si no fuera porque muchos estudiosos y políticos, lejos de criticarla, han convertido a Howson en un autor de referencia, lo que dice algo sobre el nivel de cierta historiografía.

Volviendo a la No Intervención, debe añadirse que, finalmente, las aportaciones exteriores fueron pagadas por el gobierno de Franco en excelentes condiciones. Su coste total en dólares fue, en relación con Italia, de algo más de 300 millones, y de menos de 200 millones para Alemania. Los italianos exigieron su pago en liras, y como la mayor parte de dicho pago se produjo después de la II Guerra Mundial, con una lira muy devaluada, salió a España a precio de saldo. En cuanto a los alemanes, mucho más estrictos, ofrecieron condiciones de pago aceptables, hechas aun más favorables tras la dura y prolongada negociación sostenida por los franquistas[7]. La propiedad alemana sobre una serie de minas españolas, impuesta por el líder nazi Göring y muy mal recibida por Franco, resultaría una empresa ruinosa para los alemanes, que no supieron apreciar el verdadero valor de unos yacimientos muy pobres.

En cuanto a las aportaciones logradas por el Frente Popular, falta todavía una contabilidad adecuada que permita conocer su coste real, pero sí sabemos que éste fue inferior a lo pagado por ellas. Al movilizar todas sus reservas de oro y plata, más los cuantiosos bienes confiscados a particulares y rebañados incluso de las familias humildes, más las divisas producidas por exportaciones de agrios, materias primas, etc., el gasto debió de superar muy ampliamente los 500 millones de dólares de sus contrarios, para obtener por ellos una cantidad similar de medios bélicos y otros.

Resumiendo la cuestión de la No Intervención y otros capítulos anteriores, creo que, con mayores o menores matizaciones, cabe hoy sostener las siguientes conclusiones:

a) La política de las democracias no impidió la intervención de otras potencias, pero la mantuvo básicamente equilibrada.

b) Las compras y aportaciones humanas de las potencias fascistas y de la URSS no tuvieron valor decisivo en el conjunto de la guerra, precisamente por su equilibrio, pero en alguna ocasión sí lo tuvieron. Esa ocasión fue, para numerosos autores, la ayuda alemana e italiana al puente aéreo sobre el estrecho de Gibraltar, gracias al cual los rebeldes salieron de una posición sin esperanzas. Sin embargo ya hemos visto que esa intervención, sin duda muy importante, no llegó a decisiva, porque el puente aéreo funcionaba desde más de dos semanas antes, y había tenido ya efectos del máximo relieve.

c) Hubo un momento en que la aportación exterior puede calificarse de decisiva, y fue la batalla de Madrid. Sin los copiosos envíos de armas soviéticas, más sus tropas, especialistas y voluntad de resistencia, es muy dudoso que la capital, y con ella la guerra, se hubieran sostenido muchas semanas más.

d) La intervención soviética, al combinar el control del tesoro español, el poder de un partido agente del Kremlin (el PCE), que pronto se hizo el más poderoso del régimen, y la actuación de sus asesores y policía política, convirtió al Frente Popular en un auténtico protectorado del Kremlin. Ni Italia ni Alemania, ni las dos juntas, lograron sobre el régimen de Franco una posición remotamente parecida.

e) Teniendo en cuenta los obstáculos encontrados por ambos contrincantes en su pugna por importar medios bélicos, no cabe la menor duda de que los nacionales resolvieron mucho mejor problemas mucho más graves, y lo hicieron sin el abrumador coste en soberanía e independencia en que incurrió el Frente Popular.

Sólo nuevos documentos y pruebas en contrario, sumamente improbables a esas alturas, obligarían a corregir sustancialmente estas conclusiones.