LA BATALLA DE MADRID
Al caer Toledo, el 27 de septiembre, cundió en el Frente Popular una sensación de desastre. La prensa madrileña seguía ofreciendo, impertérrita, noticias triunfales, pero los milicianos llegados del frente pintaban un cuadro desolador. Muchos, dentro y fuera de España, creían ya imposible parar a Varela. Sin embargo el gobierno tenía buenas razones para el optimismo. Entre el 14 y el 19 de septiembre, días antes de la toma de Toledo, según el cariz de la guerra daba un giro espectacular a favor de los sublevados, se habían sucedido en Moscú reuniones de jerarcas soviéticos y, en paralelo, de la Comintern, de las cuales había salido el acuerdo de enviar todo tipo de ayuda a las izquierdas españolas, incluyendo voluntarios. El apoyo soviético afluiría masivamente a lo largo de octubre. Por tanto, se trataba de ganar tiempo conteniendo al enemigo. El gobierno prometió hacer de Madrid «una fortaleza inexpugnable», base de «la gran contraofensiva victoriosa».
La consigna «Madrid será la tumba del fascismo» vibró en los aires. No era hablar por hablar, pues tomaba forma aceleradamente aquel ejército en pro del cual venían presionando sin tregua los comunistas y los soviéticos, contra la renuencia anarquista y la inicial de Largo. Giral había intentado algunas medidas para superar el estadio miliciano, y el nuevo gobierno las reafirmó con la recluta de 8.000 carabineros y la llamada a filas de varios reemplazos. El 2 de octubre el general Asensio ordenaba recuperar Toledo, aunque en vano.
La medida clave fue la orden de crear ocho brigadas mixtas, seis españolas y dos internacionales. Se trataba de unidades autosuficientes, cuyo diseño se atribuyeron los consejeros rusos, aunque R. Salas las cree de origen español. Eran el embrión de un nuevo ejército, de cuño soviético, con estricto control sobre oficiales y soldados por parte de un cuerpo de comisarios políticos, y una sección especial de vigilancia policíaca. Al mismo tiempo proliferaban las obras de defensa: trincheras, búnkeres, nidos de ametralladoras, abundancia de hormigón y de alambradas[1].
Los nacionales también marchaban contra el tiempo, aunque no sabían hasta qué punto. Tras descansar y reforzarse en Toledo, y guarnecer sus largas líneas de abastecimiento, el 3 de octubre reanudaban la ofensiva con 14.000 hombres, mediante ataques combinados desde el oeste y el sur de Madrid, para cegar el peligroso entrante paralelo al flanco izquierdo del ejército de África. En las dos semanas siguientes prosiguieron los avances, a veces fáciles, otras con fuertes resistencias.
El día 15, Largo Caballero pedía a Stalin que acogiese las reservas de oro español, que saldrían para Odesa diez días después. El 16 llegaban a Albacete los primeros voluntarios extranjeros alistados por la Comintern, y Stalin emitía su famoso telegrama a José Díaz: «Los trabajadores de la Unión Soviética, al ayudar en lo posible a las masas revolucionarias de España, no hacen más que cumplir con su deber. Se dan cuenta de que liberar a España de la opresión de los reaccionarios no es un asunto privado de los españoles, sino la causa común de toda la humanidad avanzada y progresista»[2].
El día 18, el gobierno en pleno y el presidente de la república, Azaña, asistían al estreno de un clásico del cine soviético, Los marinos de Kronstadt. Entonces llegó una mala noticia: Illescas, a treinta y pocos kilómetros, había caído. Poco después Azaña huía en coche a Barcelona, sin avisar a nadie, tal como Martínez Barrio en julio, cuando salió para Valencia tras fracasar su gobierno.
Cubrir los 37 km de Toledo a Illescas había ocupado tres semanas a los nacionales, pero a partir de ahí la marcha hacia la capital parecía despejada. El día 19, Franco señalaba en una orden «la urgencia de proceder a la descomposición total del adversario antes de que pueda rehacerse», a la vista de la situación de conjunto y de «la próxima llegada de importantes refuerzos» al enemigo. Las columnas fueron reforzadas para el ataque final, pero Franco, aunque ya conocía los aportes soviéticos, ignoraba su volumen y cómo la retaguardia adversaria iba tomando un nuevo aspecto. El material soviético llegaba a Cartagena y Alicante desde principios de octubre, y las nuevas brigadas se instruían y armaban con presteza. Junto con las armas llegaban tropas especiales, asesores y miembros de la policía política (NKVD) y del espionaje militar (GRU). Bastante informados parecían los alemanes, que a mediados de mes proyectaron una ayuda más fuerte a Franco, lo que sería la Legión Cóndor.
Pocos días después de Illescas, los nacionales ocupaban una línea al suroeste de la capital, a menos de 30 km de ella en su parte más adelantada, y extendida en el extremo oriental hasta Seseña. Su avance desde el sur dejaba un flanco derecho cubierto en precario, invitación a un golpe envolvente que por allí cortara a sus vanguardias, aislándolas y destruyéndolas. El gobierno y los asesores soviéticos vieron la ocasión madura para una contraofensiva en toda regla, el día 29. De tener éxito, los naciónales perderían sus mejores tropas, recibiendo con ello un golpe demoledor capaz de invertir el curso de la guerra.
El plan, probablemente soviético, consistía en una embestida combinada de tanques, artillería e infantería por el pueblo de Seseña, para recuperar Illescas y descender desde allí sobre Toledo. Bien diseñado y con táctica novedosa, que en parte sugiere la guerra relámpago luego practicada por los alemanes, suscitó la mayor esperanza de los populistas. En dos célebres arengas, supuestamente radiadas, Largo Caballero animó a los suyos: se trataba «no sólo de hacer frente al enemigo, sino de arrojarle de una vez para siempre (…), liberar Madrid de la garra fascista». Según los rusos, el intempestivo discurso alertó al enemigo, acusación repetida por varios autores, pero falsa, pues los atacantes no la oyeron. El ataque fracasó porque la infantería no siguió a los carros, fue rechazada con serias pérdidas, y varios tanques, aislados, fueron destruidos con botellas de gasolina: en Seseña nació el «cóctel molotov», así bautizado más tarde por los finlandeses que lo reinventaron en su lucha con los soviéticos.
Y el 3 de noviembre, con los nacionales a sólo 10 km de las barriadas del sur de Madrid, el gobierno, con tropas mayores, reintentó la maniobra, que en el papel parecía de éxito obligado, tanto por la acertada concepción como por la superioridad de fuerzas. Pero volvió a fracasar.
Al día siguiente el gobierno se reorganizó, admitiendo a cuatro ministros anarquistas. Era una verdadera revolución para aquellos revolucionarios, opuestos por principio al estado; pero el peligro borró el escrúpulo. Como advertía el día 9 el líder cenetista Ariel convenía «dejar de lado las diferencias ideológicas y unirse todos para aplastar a los miserables asesinos que tenemos enfrente». En su comunicado, el gobierno advertía a la población: «No caben engaños: el enemigo está a las puertas de Madrid»; reclamaba una actitud «heroica», y llamaba a defender «la revolución y la República»[3].
Pero, fracasados los contraataques ante un enemigo en apariencia invulnerable, el desaliento se apoderó de los políticos. Casi ninguno creía en la defensa de Madrid, aunque tampoco renunciaran a ella. Se planteaba un dilema: ¿esperar a que las nuevas brigadas estuvieran plenamente dispuestas, y luego emplearlas con máxima efectividad, aunque entre tanto cayera la capital, o defender ésta a toda costa, utilizando las brigadas por partes, con merma de su eficacia? Asensio, Largo y otros preferían la primera opción, en apariencia la más correcta militarmente. Pero no lo era. En campo abierto, el enemigo había resultado invencible, pero en la masa de edificios de la ciudad el escenario cambiaba mucho, a favor de la defensa.
El problema volvió a ser fundamentalmente moral. La pérdida de Madrid habría tenido tal repercusión en ese terreno, con tales efectos políticos, internacionales, y militares, que habría podido desintegrar la voluntad de lucha en las izquierdas. Fueron los soviéticos y los comunistas quienes más claro vieron la necesidad de resistir a todo trance. El 3 de noviembre, el Comité Central del PCE declaraba: «Nuestro partido hermano de la Unión Soviética nos mostró el camino en las luchas heroicas del año 17, y muy especialmente en la defensa de Petrogrado (…). Hay que hacer milagros de organización (…), Al heroísmo de su pueblo tiene que corresponder la ayuda de los demás pueblos de España (…). TODOS LOS ESFUERZOS DEBEN CONVERGER EN UN MISMO OBJETIVO: SALVAR MADRID (…). Salvemos Madrid y salvaremos a España, salvaremos la República (…). ¡Comunistas: adelante hacia el triunfo! A darlo todo, a sacrificarlo todo en defensa de Madrid».
Tres días más tarde, el 6, el gobierno resolvía irse a Valencia, tras descartar Barcelona debido al predominio anarquista en esta ciudad. El acuerdo era razonable, pero su secreto y precipitación crearon una impresión de huida. En Tarancón, un control de la CNT sorprendió a varios ministros, y antes de dejarles pasar los sometió a una lluvia de insultos y amenazas de llevarlos al frente, o de fusilarlos. Ya en Valencia, el portavoz anunció, el día 8, que el gobierno estaba allí «sacrificando todo a la eficacia, pasando por el trance amargo de alejarse, en los momentos decisivos, de la heroica población madrileña que, consciente de su deber, está resuelta a estrangular el ataque enemigo». La explicación daba pie al sarcasmo.
El desordenado abandono originó sabrosas burlas de los resistentes. La defensa quedó encomendada a los generales Miaja, en la ciudad, y Pozas, en el entorno. El gobierno les ordenaba emular al enemigo resistiendo a toda costa, pero, contradictoriamente, admitía la retirada. Asensio ordenó aguantar al menos una semana, hasta tener listas las brigadas. Miaja, africanista y antiguo miembro de la monárquica UME, simpatizaba con el PCE, cuyo carné pronto recibiría, y encabezó una junta de Defensa cuyas consejerías clave (Guerra y Orden Público), desempeñaban los comunistas Mije y Santiago Carrillo[4]. El general encargó al comandante Vicente Rojo, ex derechista como él, organizar el estado mayor. Inmediatamente buscaron a los jefes de las tropas en aquel momento dispersas. La consigna fue «resistir sin ceder un palmo de terreno».
Las fuerzas disponibles eran muy considerables: al menos 15.500 hombres, de momento desorganizados, más, en los alrededores, las tropas de Pozas, 10.000 más, como mínimo, situados amenazadoramente sobre el ala derecha de Varela; y muy pronto siete brigadas más o menos completas; además, los tanques y aviones rusos, manejados por especialistas, y una artillería pesada más poderosa que la de los atacantes[5] y en posición favorable: en alto, desde donde podían observar y cañonear los movimientos contrarios. Y, en fin, contaban con la reserva humana de Madrid, en principio inagotable.
Para los nacionales, resume Martínez Bande, «teniendo en cuenta el desgaste experimentado por estas fuerzas, algunas de las cuales llevan tres meses sin dejar de combatir, pueden darse aquí unos efectivos de 15.000 hombres»[6]. Su artillería pesada era escasa, sus blindados insignificantes frente a los tanques rusos, habían perdido la ventaja aérea lograda en septiembre y sus líneas de abastecimiento eran largas y vulnerables.
Dada la relación de fuerzas, todo el problema de la defensa se reducía a coordinar sus unidades, momentáneamente desordenadas, y levantar los ánimos. El comunista Mundo Obrero atribuía las victorias enemigas a «los materiales bélicos que le proporciona el fascismo internacional», pero, añadía con realismo: «También nosotros disponemos de importantes materiales bélicos. Tantos como ellos. Más que ellos». Con el mismo acierto hablaba El Socialista: «[Nuestros] recursos materiales son muchos. Pero no es a ellos a los que nos confiamos (…). La contienda la decidirán los recursos morales (…). La posesión de la ciudad dependerá, por modo exclusivo, de los recursos morales»[7].
Y a elevar la moral de lucha convergieron los esfuerzos. Hasta Companys arengaba a los madrileños: «Lucha, vence o muere en tu sitio, soldado del Ejército popular, hijo esforzado y simbólico del pueblo español. Combate con las armas, con los dientes, con las garras; lánzate en alud sobre el enemigo (…). Tú, cobarde, atrás; te marcaremos con el hierro candente de la infamia. Debes ser nacido de un bastardo borbónico y una cortesana extranjera. Por eso retrocedes y arrojas las armas…». El Socialista preconizaba: «Al desertor que huye ¡pena de muerte!»[8].
Pero no era fácil. El clima de derrota empeoraba con las penurias. La revolución había provocado el derroche de todos los recursos, desde el ganado a la gasolina, como denuncian Azaña o Zugazagoitia, y ahora la gente padecía escasez de alimentos. El abastecimiento funcionaba mal, y la falta de carbón se hacía sentir al dar paso el calor estival al frío del otoño. Los vecinos quemaban leña, muebles, papeles, y los edificios públicos se caldeaban incluso con documentos oficiales: así debió de desaparecer el valiosísimo archivo del Ministerio de Hacienda, ahora estado mayor de Miaja.
Los comunistas lanzaron una agitación frenética, con mítines en cines y discursos «relámpago» por calles y plazas, altavoces, pasquines, octavillas. Ellos dieron el tono: «Los desesperados ataques de los generales traidores tenían que dirigirse con toda su furia, con todo el odio que sienten hacia el pueblo español, sobre nuestro Madrid (…). Se está llevando a cabo la batalla definitiva y gloriosa entre dos mundos. Se está ventilando no solamente la suerte de España, sino la de Europa, la del mundo civilizado; la de los que quieren el progreso, la paz, el bienestar de los pueblos, y la de los otros, la de las gentes podridas, en quienes todo ha sido embuste y falacia».
Los madrileños, en especial los obreros, «el sector social que realiza la alta misión histórica de abrir el camino para un mundo nuevo» contenían «las desesperadas embestidas de las hordas alquiladas, que pretenden hacer a nuestro Madrid teatro de los crímenes infames». Y animaba a los ciudadanos, algo contradictoriamente, a seguir «cumpliendo con vuestro deber como hasta aquí, para que el mundo entero tome ejemplo de vosotros». Los cines exhibían películas soviéticas como Chapaief, El acorazado Potemkin, etc. La Pasionaria llamaba a «arrojar al enemigo, haciendo que sus cuerpos sirvan de estiércol que abone las tierras de nuestros campesinos». Mije clamaba: «El pueblo de Madrid, en esta lucha heroica, antes que entregar sus mujeres, está dispuesto a morir y a derrumbar la ciudad». Consigna: «¡Firmes hasta exterminarlos!»[9].
Todos los madrileños debían movilizarse. Margarita Nelken, socialista bolchevique, confiaba ante todo en las féminas, a quienes incitaba desde Valencia: «Las mujeres de Madrid (…) sabrán imponer su voluntad de victoria hasta las propias avanzadillas (…) ¡Mujeres de Madrid! A vosotras se dirige una mujer de Madrid, compañera vuestra, para pediros que seáis vosotras las que en estas horas impongáis al pueblo todo vuestro ánimo de triunfo»[10].
En un cartel, un niño asustado llamaba al miliciano: «¡Padre!», sobre el comentario: «Tus hijos están detrás de ti». El enemigo planeaba exterminar a los obreros y sus familias. Claridad, órgano del PSOE de Largo, mermado su crédito por la salida de casi toda la dirección socialista de Madrid, clamaba: «¡No pasaréis, asesinos! Nuestras mujeres no serán poseídas por vosotros, nuestros hijos no saldrán de sus cunas ensartados en las bayonetas fascistas; no repetiréis aquí la matanza de miles de obreros, ni la quema de hombres vivos entre burlas bestiales. ¡No pasaréis, asesinos, no pasaréis!». La idea, archirrepetida, la resumía El Socialista: «Los facciosos matan niños y mujeres; los nuestros destruyen aparatos y combatientes». Pese a lo cual, los últimos iban llevando las de perder[11].
Los altavoces y la radio repetían sin cesar consignas y cantos. Himnos como A las barricadas, de la CNT, con música de La Varsoviana:
Aunque nos espere el dolor y la muerte
contra el enemigo nos llama el deber.
El bien más preciado es la libertad
hay que defendela con fe y con valor (…).
O La joven guardia:
(…) al burgués insaciable y cruel
no le des paz ni cuartel (…)
Es la lucha final que comienza…
La ayuda soviética, ya conocida, era exaltada en todos los tonos, y pronto enormes retratos de Lenin y Stalin cubrirían la Puerta de Alcalá, monumento emblemático de Madrid.
No menos invocado era el sentimiento de la patria, al ser ésta una de las pocas cosas por las que mucha gente parece dispuesta a ofrecer la vida, y al constituir un motivo capaz de forjar la unidad por encima de las disputas de partido. Los mismos ácratas denunciaban el supuesto designio enemigo de «hacer de España una colonia extranjera», o loaban a los defensores: «Son los héroes imperecederos de Cavite, Callao, Gerona, Trafalgar, Zaragoza, Arapiles, San Quintín, Breda, Amberes, Milán, Nápoles, Sicilia, Nervi, Constantinopla, Túnez, Orán, Otumba, Tetuán, que renacen hoy y exigen su sitio en la lucha sangrienta…[12]».
No obstante, el espíritu patriótico aglutinaba a las fuerzas populistas menos que en el bando contrario.
En el lado nacional cundía la euforia tras las últimas victorias sobre el enemigo y las armas soviéticas. Se creía inminente la caída de la capital, y con ella, motivo especial de júbilo, el fin de las penalidades bélicas. Reinaba un ambiente de fervor religioso y patriótico, definido a menudo como de cruzada, recordando al supuesto en los momentos álgidos de la Reconquista. Canciones como el Himno de combate de la Falange, originariamente de las JONS, llamaban a luchar contra…
el mundo cobarde y avaro
sin justicia, belleza ni Dios…
O prometían:
No más reyes de estirpe extranjera
ni más hombres sin pan que comer.
La Falange, poco o nada monárquica, representaba, junto con los requetés carlistas, el espíritu más combativo, paralelo al comunista en la parte contraria, aunque con mucha menos influencia real que éste. En los dos bandos estaba presente el odio, pero también una formidable explosión de esperanzas.
Franco había pensado tres hipótesis: entrega de la ciudad sin lucha, defensa en la periferia con poca resistencia en el interior, y una fuerte resistencia periférica e interna. En el último caso, habría que romper la corteza de la capital y luego ocuparla sector por sector, impidiendo de paso el aflujo de refuerzos enemigos. Para eso, las tropas disponibles no bastaban en absoluto, y no estaba dispuesto a perder por cualquier imprudencia al ejército de África, el arma casi mágica de la victoria hasta entonces. Rechazó dos planes de osados ataques, a base de llevar las tropas en camiones por el este (Vallecas) o por el noroeste (Cuatro Caminos), para tomar por retaguardia a los resistentes; o una maniobra en tenaza por ambas vías. Para la última faltaban medios, y cualquiera de las otras dejaba un vacío en la línea de comunicaciones, por donde el enemigo podía aislar a la tropa; o bien ésta podía empantanarse en una lucha de calles en barrios obreros. Eligió un plan menos atrevido: un ataque de diversión por los barrios al sur del Manzanares, y una embestida principal por la Casa de Campo, al oeste, hacia la Ciudad Universitaria, para desde allí penetrar en la plaza por una zona burguesa de amplias calles, hacia los centros administrativos. Probablemente dudaba del éxito, pero llegado allí, resolvió confiarse a la buena suerte proverbial de Varela.
No obstante, el problema ya apareció el día 6 de noviembre, cuando, señala el diario de operaciones de una columna atacante, «ante la continuidad de la edificación, la guerra toma otro carácter». Y el 7, cuando Miaja y Rojo habían logrado coordinar las fuerzas y empezaba realmente la batalla de Madrid, otro testigo, legionario, observa: «además de un laberíntico campo de trincheras, cada casa se ha convertido en un baluarte donde se hostiliza con ametralladoras». Líster, el mítico jefe comunista a quien Antonio Machado dedicó un conocido poema, recuerda de ese día «una sucesión de combates feroces donde las armas principales eran la bomba de mano y la bayoneta; y así en cada calle, en cada casa…»[13].
La jornada favoreció a los nacionales, pero ya nada tenía que ver con los combates anteriores. El temor a la lucha de calles quedaba justificado. Por lo demás fue aquel un día simbólico para la defensa, como destacaron los periódicos: el XIX aniversario de la revolución bolchevique.
Y Varela tuvo mucha menos suerte de la esperada: al atardecer, los populistas hallaban su plan de operaciones en una tanqueta capturada. Fue un golpe de inmenso valor para la defensa, pues anulaba la sorpresa y le permitía sorprender a su vez al atacante, cuya limitada maniobra de flanqueo degeneraba en una lucha frontal contra un enemigo superior y preparado.
Así, la toma de Madrid se volvía prácticamente imposible. También caía por tierra la «quinta columna», con la que había especulado Mola en un comunicado, compuesta por enemigos de la revolución dispuestos a sublevarse dentro de la ciudad en el momento oportuno. La expresión «quinta columna» ganó celebridad y pasó a diversos idiomas. Pero esos descontentos, diezmados ya por sucesivas «limpias de retaguardia», iban a sufrir, desde el día 7, un acoso sistemático, materializado en la mayor matanza de presos de la guerra, debidamente comprobada. Milicianos y guardias de asalto los trasladaron, en número aun debatido, pero no inferior a 2.000, a varios puntos, en especial a Paracuellos del Jarama. Atados de dos en dos, fueron allí ametrallados a mansalva, ante grandes fosas. Muchos, sólo heridos, o arrastrados por sus compañeros, cayeron vivos a la fosa, y así los enterraron. Las matanzas duraron hasta el 4 de diciembre, cuando el anarquista Melchor Rodríguez las detuvo, con riesgo de su vida.
La discusión sobre la autoría de las masacres no ha cesado, pero fueron conocidas y sin duda aprobadas por el ministro de la Gobernación, Galarza, y por otros ministros, así como por el director general de Seguridad, Muñoz Martínez[14]. La organización corrió a cargo de la junta de Defensa, de la que Carrillo era consejero de Orden Público. El día 13, dicho consejero declaraba: «La quinta columna está en camino de ser aplastada y los restos que de ella quedan en los entresijos de la vida madrileña están siendo perseguidos y acorralados con arreglo a la ley, con arreglo a todas las disposiciones de justicia precisas, pero, sobre todo, con la energía necesaria».
Carrillo ha negado su responsabilidad, y en una confidencia a Gibson atribuye el hecho a los soviéticos, cuyo sello puede verse en el sistema y frialdad de la acción; además, los diarios de Kóltsof, enviado de Stalin y hombre de gran influencia en Madrid por entonces, son ilustrativos. Se trató, muy probablemente, de una operación patrocinada por la NKVD y cumplida de buen grado por autoridades españolas que tenían a los soviéticos por modelo.
El curso de la batalla puede resumirse así: la resistencia populista logró retrasar, aunque no contener, a su enemigo, hasta que éste quedó como empotrado en la Casa de Campo y en los barrios de Carabanchel y Usera, al sur del río. Ya el día 9 pensó el gobierno, asesorado por los soviéticos, un plan que recuerda, en pequeño, al aplicado años más tarde en Stalingrado. La consigna de «resistir sin ceder un palmo» dejó lugar a la de «destruir al enemigo»: una gran contraofensiva conjunta de los ejércitos de Miaja y de Pozas debía encerrar a los atacantes en tres anillos por retaguardia, pensándose incluso en recuperar Toledo. La acción principal recaería en Pozas.
Pero el plan no gustó a Miaja, que perdía protagonismo, y lo boicoteó con ayuda de la junta de Defensa, exigiendo para sí el grueso de la fuerza, y la secundaria para Pozas. Convertido en figura de prestigio mundial, en contraste con el gobierno huido a Valencia, Miaja se impuso[15]. El plan original debió de tener origen soviético, como sugieren las quejas de Kóltsof sobre su cambio, que reducía la contraofensiva a «un contragolpe», y revela posibles desconexiones entre los propios comunistas.
La operación comenzaría el día 13, habiendo llegado el anterior la columna catalana de Durruti. Miaja arengó: «Cincuenta mil hombres vais a aplastar hoy a la reacción en una lucha decisiva (…). Vais a terminar la semana de heroísmo con un triunfo decisivo, que admirará al mundo». Entraría en juego toda la superioridad artillera, aérea y blindada, capaz, sobre el papel, de aniquilar las débiles columnas atacantes, las cuales, aun reforzadas, constaban de unos dieciocho mil soldados. Pero, una vez más, los populistas toparon con una resistencia encarnizada, acompañada de movimientos ofensivos, y al final de la jornada no sólo el enemigo seguía en pie, sino que había ampliado su dominio de la Casa de Campo, hasta el río Manzanares. «Jornada de desilusiones y grandes amarguras», resume Kóltsof. Queipo de Llano, en su diaria alocución radiada desde Sevilla, comentaba una frase de un parte populista: «"La guerra es a muerte, y hay que luchar contra el enemigo hasta su total exterminio". ¡Y eso digo yo! Eso vengo diciendo desde hace tiempo, mucho tiempo»[16].
El fracaso de la maniobra de destrucción de los nacionales, y el moderado éxito de éstos, marcaron básicamente el resto de los combates. En días sucesivos, los de Varela aún lograrían el importante triunfo de cruzar el río, ocupar buena parte de la Ciudad Universitaria, y sostenerse en ella frente a un enemigo varias veces superior. El día 20 moría en ese lugar Durruti, por un accidente de su propia arma, según unos, asesinado por la espalda, según otros. El mismo día era fusilado en Alicante José Antonio. Sobre esta muerte y la actitud de Franco se han tejido especulaciones de carácter evidentemente artificioso, que no trataremos aquí.
La batalla de Madrid incluyó un ensayo de bombardeos sobre la población civil. Se han atribuido esos ataques a la Legión Cóndor, pero ésta realizó su primer servicio, contra la base naval de Cartagena, el día 25, dos después de terminada esta batalla[17]. Los bombardeos fueron efectuados por doce Ju-52 españoles, seis alemanes, y ocho Savoias italianos. La idea, básicamente criminal, había sido racionalizada por teóricos italianos, británicos y alemanes como un modo de acortar la contienda y, por tanto, el número de víctimas. En su propaganda, el gobierno izquierdista explotó con la mayor energía y éxito la indignación por esos bombardeos, pese a haber sido él quien los había comenzado. Franco concedió en Madrid una amplia zona exenta, donde podría refugiarse la población, y los ataques tuvieron relativamente poco alcance, como muestran los informes populistas: en todo noviembre, las víctimas civiles sumaron 312, y las casas siniestradas 486, cifras comparativamente muy inferiores a las de los bombardeos populistas en Huesca u Oviedo. Es indicativo que las autoridades se vieran en el caso de recriminar una mala costumbre a los madrileños. El día 15 escribía El Socialista: «Al público le está prohibido pararse a mirar cómo evolucionan los aviones, presentándoles un blanco macizo y fácil. No. El público tiene el deber, como está mandado, de resguardarse». Mundo Obrero abundaba: «Protegeos contra los asesinos de mujeres y chiquillos (…). Permanecer en la calle cuando hay arriba aviones negros es una temeridad y una tontería (…). Compañeros, refugiaos rápidamente tan pronto lleguen los trimotores asesinos»[18].
A los 17 días de lucha, los 10.000 hombres que sostenían directamente el asalto a la ciudad habían tenido 3.000 bajas, incluyendo tres de los seis jefes de columna, heridos, mientras los populistas contabilizaban casi 8.000 y varios jefes de columna, entre éstos dos muertos. Entonces, el 23 de noviembre, Franco, Mola, Varela y Saliquet, reunidos en Leganés, desistieron del ataque frontal a la ciudad. Lejos de ser derrotados, como a veces se lee, su éxito había sido sorprendente para la desproporción de fuerzas; además conservaban la iniciativa. Pero estaba clara su imposibilidad de batir a un enemigo cada vez más nutrido y armado, y preponderante en el aire.
Contra una persistente leyenda, la batalla de Madrid no enfrentó a unas poderosas huestes «fascistas», protegidas por masas de aviones y de tanques, contra un «pueblo» precariamente armado, sino al revés: contra las reglas militares, los atacantes sufrían neta inferioridad material, y ya hemos visto cómo fue el factor moral el determinante en el juego. Igualmente falsa es la versión de una batalla meramente defensiva por parte de los revolucionarios. Muy al contrario: conscientes éstos de su superioridad, trataron reiteradamente de aplastar a las columnas enemigas[19].
La batalla pudo haber tenido carácter decisivo y acortar la guerra, bien por conquista de Madrid, bien como «tumba del fascismo». En ambos sentidos resultó nula, y sin embargo fue decisiva por otra razón, pues dio a la guerra un giro fundamental. Hasta entonces habían entrado en juego columnas pequeñas y pequeñas batallas, con una ayuda exterior de escaso volumen, y más o menos equilibrada. Pero la intervención soviética, por su masividad, imponía otra concepción. Alemania e Italia iban a enviar muchas más armas y tropas, hasta equilibrar los envíos rusos e internacionalistas bien entrado 1937, y superarlos luego. Y, sobre todo, impuso la movilización masiva, hasta poner en pie ejércitos de más de un millón de soldados. Los populistas, tras la pobre experiencia mixta miliciana-profesional, ya concebían el Ejército Popular como de masas. Franco había esperado dirimir la contienda con la máxima economía de fuerzas, mediante el pequeño pero eficaz ejército de África, pues desconfiaba de las tropas de reemplazo y los voluntarios, a quienes hasta entonces había adjudicado misiones secundarias o de guarnición. El fracaso ante Madrid le obligó a cambiar de enfoque. La guerra corta se había transformado en una guerra larga.
La defensa de Madrid cuajó en uno de los grandes mitos, si no el mayor, de la guerra. De modo parecido al Alcázar de Toledo, se convirtió en un símbolo internacional, desde Inglaterra a China, por ser la primera vez que el «fascismo» había sido contenido, o, en versiones más optimistas, «derrotado».
El brillo del mito ha revertido en la muy debatida cuestión de quién o quiénes salvaron la ciudad. La propaganda comunista dio el máximo relieve a las Brigadas Internacionales, en especial la XI. Su jefe, Kléber, un oficial soviético nacido en Bucovina, llamado realmente Lazar M. Stern, alcanzó enorme popularidad, y muchos le atribuyeron el mérito principal. Por contra, Rojo, otro de los salvadores, no cita una sola acción suya, y resta valor a dichas brigadas (afirma también que la primera de ellas entró en juego el día 10, cuando lo hizo probablemente el 8[20]), actitud causada posiblemente por celos, pues la intervención de Rojo, aunque muy relevante, fue reconocida tardíamente. Hoy tiende a aceptarse que 2.000 internacionales no podían haber decidido el combate, pero quizá sí. Las vanguardias de Mola eran asimismo poco numerosas, y un contingente como aquél pudo tener un papel resolutivo, sobre todo en las primeras y confusas jornadas. Y aparte de sus méritos directos, los soldados de Kléber inyectaron en los españoles una alta dosis de ánimo, el factor realmente clave en la pugna. En todo caso, Kléber caería pronto víctima de envidias y celos tanto del mando soviético como del español, descontento con el protagonismo de un extranjero, y terminaría desapareciendo en las purgas stalinianas. En general, la XI Brigada combatió bien, aunque no mejor que las mejores unidades españolas, como la anarquista de Cipriano Mera (mucho menos la de Durruti), algunas comunistas y otras. La XII Brigada, también internacional, tuvo un comportamiento mediocre.
Otros dan el mérito mayor al tándem Miaja-Rojo, en especial al segundo. Rojo descolló como organizador de la defensa, aunque su pericia pasó por un tiempo inadvertida al gran público, deslumbrado por los nombres proyectados a primer plano por la propaganda, como el citado Kléber, Miaja, Líster, El Campesino, Durruti, etc. Fue Kóltsof quien primero reparó en su labor callada y eficaz. Durante la guerra, el católico Rojo desarrollaría una labor militar muy relevante, en extraña armonía con los comunistas, facilitada por su extrema ingenuidad política. Para armonizar sus servicios a la revolución con su catolicismo, adoptó una actitud profesional y de servicio al «pueblo». Miaja, ensalzado hasta las nubes por el PCE, iba a recibir mil denuestos desde el final de la contienda, cuando se rebeló contra el gobierno de Negrín.
El papel de los consejeros soviéticos fue también, sin duda, muy destacado, dirigiendo la artillería (Vóronof), la aviación (Smushkévich), los carros (Krivoshein, Pávlof, ya en diciembre), las Brigadas Internacionales y –muy probablemente– el exterminio de la quinta columna; y planificando y promoviendo la defensa y las contraofensivas. A uno de ellos, llamado Górief, coordinador de las fuerzas soviéticas en Madrid, le adjudican diversos autores el crédito principal por la resistencia de la capital. Así lo afirman Carlos Contreras o Louis Fischer[21], para quien «Él fue, más que ningún otro hombre, quien salvó Madrid». Iliá Ehrenburg lo retrata así: «inteligente, reservado y al mismo tiempo apasionado –incluso poético–, se ganó la estima de todos (…). En los días de noviembre, Górief desempeñó un papel fundamental».
Incluso Rojo le estima como «extraordinariamente inteligente (…), valiosísimo auxiliar en las horas dificiles de la batalla de Madrid», «identificado con la obra de la revolución rusa por el inmenso amor que sentía hacia su pueblo»[22]. Su destino, como el de Kléber, Kóltsof y tantos más, sería trágico, desapareciendo en las purgas stalinianas.
La defensa de Madrid tuvo un marcado cuño soviético y comunista. Eran soviéticas las armas principales y sus servidores, las Brigadas Internacionales y el plantel de consejeros, muy influyente, y también el magno aparato de propaganda internacional que convirtió la batalla en un mito gigantesco. Desde luego, Stalin volcó su esfuerzo en pro de la victoria de sus protegidos. Los comunistas dirigieron la agitación de masas, la represión sanguinaria de la quinta columna y de los presos, lucharon en el frente y ocuparon las consejerías decisivas en la junta de Defensa. En fin los internacionales cumplieron un papel, si no estelar, al menos muy relevante.
El mito de la resistencia de Madrid, un tanto desvaído si consideramos la gran superioridad material de la defensa, se justifica no obstante con la retención de la capital por los revolucionarios, contra expectativas muy compartidas en los dos bandos. Pero su fruto consistió en alargar en casi dos años y medio una contienda que de otro modo habría durado, probablemente, poco más de cuatro meses.