¿PERDIÓ FRANCO MADRID POR GANAR TOLEDO?
El 21 de septiembre, cinco días después del traslado del oro a Cartagena y de la aprobación de la «Operación X» por Stalin, los rebeldes llegaban a Maqueda, pudiendo seguir desde allí sobre Madrid, o desviarse a Toledo, cuya liberación había prometido Franco un mes antes a Moscardó. De elegir Madrid, podían avanzar por la carretera principal, o bien un poco al norte de ella, envolviendo, en colaboración con Mola, a las tropas enemigas establecidas en la sierra, para caer finalmente desde el norte sobre la ciudad. En el papel, ésta parecía la vía más prometedora, pero obligaría a la tropa a penetrar flanqueada por fuertes concentraciones enemigas, que podían atenazarla. Kindelán, general de la aviación, advirtió a Franco: «Toledo podría costarle Madrid». Pero él mismo prefería correr el riesgo, debido al efecto moral de liberar el Alcázar, y el ferrolano pensaba igual, después de sopesar los pro y los contra. Su primo Franco Salgado-Araujo atribuye a Kindelán, por error de la memoria, una preferencia por Madrid[1], que él compartía, pero Franco le insistió en el «factor espiritual» del Alcázar, y le añadió: «a los ocho días de tomar Toledo estaré en Madrid». Yagüe prefería orillar el alcázar, y quizá por eso fue sustituido por Varela al mando de las columnas. La decisión por Toledo es una de las cuestiones estratégicas que más tinta ha hecho fluir[2].
El día de la caída de Maqueda fue trascendental también por el cónclave de los mandos rebeldes en un barracón del aeródromo de San Fernando, cerca de Salamanca, para decidir sobre el mando único, juzgado inaplazable por Mola y otros. Antes, la sucesión desordenada de los acontecimientos tras el fracaso del golpe inicial, había acaparado las energías y horizontes de los alzados, y ello explica su tardanza en abordar un problema resuelto por el bando contrario casi tres semanas antes, al constituir el gobierno de Largo Caballero. El problema iba más allá del mando único: se extendía a la construcción de un estado, pues en ambas partes éste se había venido abajo, y ambas debieron afrontarlo a lo largo del mismo mes.
El curso espontáneo de la lucha había creado tres mandos rebeldes independientes, el de Mola en el norte, el de Queipo en Andalucía, y el de Franco sobre las columnas de África, bajo la coordinación difusa de la Junta de Defensa nacional, encabezada por Cabanellas, el general más antiguo, republicano y masón. No habían surgido fricciones serias entre ellos, pero eso podía cambiar fácilmente[3]. Además, el previsible fin victorioso de la lucha obligaba a atender el futuro político.
En apariencia, Franco no tenía interés en la jefatura, y fueron su hermano Nicolás, Yagüe, y sobre todo Kindelán, quienes le hicieron aceptarla. Reunidos en el aeródromo, escribe Kindelán: «Pedí votar el primero y lo hice a favor de Franco, adhiriéndose inmediata y cordialmente a mi voto Mola, Orgaz y, sucesivamente, los demás asistentes, salvo Cabanellas, quien dijo que, adversario del sistema, no le correspondía votar persona para cargo que reputaba innecesario»[4].
Pero Franco advirtió a sus conmilitones que sólo aceptaría el mando si éste concentraba todos los poderes. Por primera vez manifestaba ambiciones políticas. Tras algunas discrepancias, el acuerdo quedó en secreto hasta un refrendo oficial de la Junta, que especificase los poderes.
Una semana después era liberado el Alcázar toledano. Recibida la noticia en Cáceres al atardecer del día 27, una multitud entusiasta acudió ante el palacio de los Golfines, a cuyo balcón se asomaron Franco, Millán Astray y Yagüe. El último habló así: «La conquista de Toledo es motivo de orgullo para todos. Artífice de esta obra es el general Franco. Mañana tendremos en él a nuestro Generalísimo, al jefe del Estado».
El 28, la junta, con fricciones poco relevantes, acordó, a propuesta de Mola, la unión de la jefatura militar con la «del Gobierno del Estado mientras durase la guerra». El 29 se producía otro suceso casi tan bueno para los rebeldes como la toma de Toledo: los cruceros Canarias y Almirante Cervera se adueñaban del estrecho de Gibraltar, después de hundir un destructor populista y dañar a otro.
Y el día 30, el arzobispo catalán Pla y Deniel sancionaba la posición de la Iglesia española a favor de los rebeldes, mediante la pastoral Las dos ciudades: «Al apuntar la revolución ha suscitado la contrarrevolución, y ellas son las que hoy están en lucha épica en nuestra España, hecha espectáculo para el mundo entero, que la contempla no como simple espectador, sino con apasionamiento, porque bien ve que en el suelo de España luchan hoy cruentamente dos concepciones de la vida, dos sentimientos, dos fuerzas que están aprestadas para una lucha universal en todos los pueblos de la tierra, las dos ciudades que el genio del Águila de Hipona, padre de la Filosofía de la Historia, San Agustín, describió maravillosamente en su inmortal Ciudad de Dios: “Dos amores hicieron dos ciudades: la terrena, el amor de sí hasta el desprecio de Dios; la celeste, el amor de Dios hasta el desprecio propio”. Estos dos amores, que en germen se hallan siempre en la humanidad en todos los tiempos, han llegado a su plenitud en los días que vivimos en nuestra España. El comunismo y el anarquismo son la idolatría propia hasta llegar al desprecio a Dios Nuestro Señor; y enfrente de ellos han florecido de manera insospechada el heroísmo y el martirio que, en amor exaltado a España y a Dios, ofrecen en sacrificio y holocausto la propia vida».
Recordaba también cómo la Iglesia no había provocado al poder republicano, y sí éste a aquélla, hasta una situación límite de persecución ensañada. Criticaba los asesinatos, pues «sólo la autoridad pública puede quitar la vida», y señalaba: «¿Cómo ante el peligro comunista en España, cuando no se trata de una guerra por cuestiones dinásticas ni formas de gobierno, sino de una cruzada contra el comunismo para salvar la religión, la patria y la familia, no hemos de entregar los obispos nuestros pectorales y bendecir a los nuevos cruzados del siglo XX?»
El 1 de octubre el bando contrario aprobaba el estatuto de autonomía para «Euzkadi», ganándose así al PNV, al cual Franco intentaría en vano atraerse. Pero ese mismo día los rectores de diez universidades, nombrados por la república y destituidos por el Frente Popular en guerra, encabezados por Unamuno, exponían su repulsa al régimen revolucionario y su adhesión al bando alzado.
Y también ese día 1 era Franco investido jefe del estado en una solemne ceremonia en Burgos. La expresión «mientras dure la guerra», había desaparecido, dejando su poder sin límite de tiempo. Se ha calificado de «golpe de estado» el nombramiento en tales circunstancias, pero nadie puso reparos, y por otra parte no existía un estado al que golpear, sino que entonces empezaba a cobrar forma uno nuevo. Al aceptar el cargo, Franco dijo: «Ponéis en mis manos a España. Mi paso será firme, mi pulso no temblará y yo procuraré alzar a España al puesto que le corresponde conforme a su historia». No habló de monarquía ni de república, sino de un nuevo régimen que, en su intención, debía «eliminar las causas que habían producido tantas desdichas».
¿Cuáles eran esas causas? Franco se había formado bajo el liberalismo de la Restauración y contemplado su ruina, víctima de la subversión revolucionaria y jacobina, y del oportunismo de sus propios políticos. Luego, la república había sido mucho más convulsa. Por ello, y por la historia del siglo anterior, aquél había concluido que la democracia liberal disgregaba el país, sustituía la voluntad popular por los manejos de los partidos, y abría el paso a la revolución: ahí creía ver la raíz del mal. Como escribirá en la Revue Belge: «No basaremos el régimen futuro en sistemas democráticos que decididamente no convienen a nuestro pueblo. Se ha hecho la prueba y Dios sabe que no ha faltado buena voluntad para ensayarlo por espacio de cerca de un siglo: lo asentaremos sobre ideales más fielmente democráticos y mejor adaptados al carácter peculiar de la raza española»[5].
Franco estaba influido probablemente por el regeneracionismo de Joaquín Costa, autor reivindicado por izquierdas y derechas, y si bien no compartía su descalificación de la historia anterior de España, sí su propuesta de medidas drásticas que sacasen al país de su atraso, a aplicar por un dictador benéfico, un «cirujano de hierro». El régimen que proponía entroncaba con la «democracia orgánica» teorizada en España por Madariaga y, antes, por Maeztu o el socialista Fernando de los Ríos, con raíces en la Institución Libre de Enseñanza: las elecciones se efectuarían a través de las instituciones que el ciudadano conocía y en que desarrollaba su vida, tales como el sindicato y el municipio. Los partidos desaparecerían o perderían gran parte de su poder. El sistema debía superar la desintegración y la manipulación de las masas achacada al voto «inorgánico» tradicional.
El nuevo jefe del estado empleó los títulos de «Generalísimo» y de «Caudillo», quizá por afinidad con el usado por los líderes fascistas italiano y alemán. También solía hablar de un estado totalitario, aunque es dificil saber qué entendía por tal: no la supeditación general de la sociedad al estado, como en el régimen nazi o el soviético, sino más bien la intervención decisoria del estado en la regulación de los conflictos socioeconómicos. Esto le llevaba a simpatizar con el fascismo y con el nazismo, el cual aún no había mostrado sus peores facetas y se presentaba también como un régimen superador tanto del peligro comunista como de la democracia liberal.
Sin embargo, el fondo de sus ideas era el catolicismo, pese a la ayuda recibida de los paganoides estados italiano y alemán, no muy felices con ese rasgo del Caudillo. Preston atribuye a un cálculo astuto y utilitario esa identificación con la Iglesia: «Franco se proyectó no sólo como el defensor de España sino también como el defensor de la fe universal. Al margen de la gratificación para su ego, semejante maniobra propagandística sólo podía proporcionarle enormes beneficios en cuestión de ayuda internacional a la causa rebelde. Por ejemplo, muchos parlamentarios conservadores británicos intensificaron su apoyo a Franco después de que empezara a insistir en sus credenciales cristianas en lugar de fascistas»[6]. Pero Franco obraba como católico convencido, y el maquiavelismo supuesto por Preston carece de base: tenía que interesarle mucho más el tangible apoyo recibido de los regímenes fascistas que la simpatía poco práctica de los conservadores ingleses.
El nuevo generalísimo y jefe del estado ordenó formar una «Junta Técnica», embrión de gobierno, encargada de dar cuerpo a los órganos de la administración, y que iba a trabajar con una burocracia mínima y muy flexible. Estructuró también dos ejércitos, el del Sur, a cargo de Queipo de Llano, y el del Norte, mandado por Mola, a cuyas órdenes pasaban también las columnas africanas.
El encumbramiento de Franco, tan rápido, ha generado amplia bibliografia, suponiéndosele un trasfondo de intrigas y lucha por el poder, que de hecho no parecen haber pasado de vagas reticencias de uno u otro general. Sólo Queipo o Mola podían pensar en competir con él, pero Mola aceptaba de buen grado su primacía. Queipo, militar audaz, valeroso y cruel, que pronto se revelaría excelente organizador económico, probablemente detestaba al Caudillo en ciernes, pero no podía hacerle sombra. Franco le había asentado a él y a Mola, salvando la crítica situación inicial, había dirigido la marcha sobre Madrid, liberado el Alcázar, cooperado en el avance hacia Oviedo, en la resistencia en Aragón y en la victoria en Guipúzcoa, además de ordenar la resistencia en la lejana Mallorca. Y con él se entendían los italianos y los alemanes. Nadie podía rivalizar con él, realmente.
Tampoco tiene sentido trivializar su encumbramiento como una manifestación de astucia y ansia de poder, pues fuera cual fuere esa ansia, casi todos sentían como una necesidad la unificación del mando. La dictadura republicana prevista por Mola se había vuelto tan inviable como sus planes de golpe en julio, y había sido abandonada sin debate. En cuanto a la monarquía, si bien los generales monárquicos pesaban bastante en la junta de Defensa, la sublevación no tenía tal carácter en la conciencia ni la intención de la vasta mayoría de sus participantes. El trono había caído sin mucha dignidad, y pocos creían en su retorno. Franco apreciaba con claridad tal hecho, y desde el principio había insistido en invocar frente a la revolución, no la monarquía ni la república, sino sólo el nombre de España. Nadie pensaba en una democracia liberal, con corona o con gorro frigio. Los vientos europeos y la propia experiencia española parecían soplar en otra dirección, y la escasísima resistencia encontrada por el Caudillo revela la dificultad o inexistencia de una alternativa.
Así pues, la toma de Toledo sirvió de pedestal a la elevación de Franco, aunque probablemente ésta se habría producido de todos modos. Muchos autores creen que la elección de Toledo y no de Madrid buscaba, precisamente, asegurar su jefatura o al menos realzarla mediante un triunfo espectacular. Guillermo Cabanellas, estudioso de la guerra e hijo del general, resume: «Francisco Franco gana el Gobierno y los nacionalistas pierden Madrid». En ello abundan y ven Blanco Escolá y otros, la prueba de la mediocridad militar y el barato y sórdido maquiavelismo político del Caudillo, capaz de sacrificar a su ambición de poder la oportunidad de terminar enseguida la guerra y las penalidades de los españoles. Preston opina: «La reunión de ese día [el 21, en el aeródromo] le había dejado dudas que le reconcomían sobre su elección como Generalísimo. Detrás del voto casi unánime y las expresiones de apoyo a Franco, podía percibirse frialdad y reticencia […]. El acuerdo de mantener la decisión en secreto hasta que la Junta de Burgos la ratificara formalmente y la hiciera pública reflejaba sus dudas. Habría sido muy propio de Franco intentar decantar la balanza a su favor mediante el golpe propagandístico de la liberación del Alcázar.» Con ello habría perdido «una excelente oportunidad para entrar fácilmente en Madrid».
Pero tan recias condenas no son concluyentes. ¿Cómo sabe Preston que a Franco «las dudas le reconcomían», o que percibía «frialdad y reticencia» en sus colegas, o que la balanza no se inclinaba ya por completo a su favor? Por lo demás, ¿no habría sido un golpe propagandístico mucho mayor la conquista de Madrid, tan fácil a juicio del historiador[7]?
En la misma línea, insiste: «De haber avanzado hacia Madrid de inmediato, lo habría hecho sin que su posición política estuviera irrevocablemente consolidada. Todo el proceso de la elección de un Caudillo se habría retrasado. Por tanto habría tenido que compartir el triunfo, y en consecuencia el futuro, con los demás generales de la Junta». No tenía por qué haber ocurrido nada de eso. Llegar a Madrid, incluso por la línea más corta, habría tomado semanas, y en su curso se habría decidido igualmente la jefatura única, política y militar. Y el triunfo siempre lo compartió con los demás generales, los cuales le debían la salvación a él, mucho más que él a ellos.
En fin, al margen de especulaciones sobre maquiavelismos y codicia de poder, quizá acertadas, quizá no, y en cualquier caso poco relevantes, la mayoría de los autores, desde Zugazagoitia, ha dado en creer que Franco pudo haber tomado fácilmente Madrid, cometiendo un crucial error estratégico al desperdiciar «una oportunidad única» de vencer por completo. Esa extendida convicción se basa en tres supuestos, nunca analizados con claridad: que Franco disponía de fuerzas proporcionadas al objetivo madrileño; que los populistas habían perdido toda voluntad de resistir; y que la dilación permitió a la URSS intervenir masivamente.
Pero, ante todo, la relación material de fuerzas continuaba desfavorable a los rebeldes. Las tropas de África se habían reorganizado el 8 de septiembre en cuatro columnas de poco más de 1.500 hombres cada una (tres batallones: dos tabores y una bandera, más una batería ligera). De las cuatro columnas quedaría una como reserva, más dos baterías ligeras y una pesada. El 16 se le sumó una nueva columna, conforme llegaban nuevas tropas africanas. En total, entre 7 y 9.000 soldados, contando servicios y algunos voluntarios. Frente a ellos, las fuerzas populistas, en constante aumento, alcanzaban a 21.000 milicianos, soldados y guardias, y no menos de 25 piezas artilleras, el día 19. Así, los éxitos de los atacantes descansaban en su disciplina y superior moral de combate, pero la desproporción de medios les impedía vencer decisivamente. Su táctica consistía en un ataque frontal para fijar al adversario, seguido de una maniobra envolvente, que, dado su corto radio, motivado por la escasez de fuerzas, no podía impedir al enemigo zafarse en buena medida del cerco. Y ganaban siempre en campo abierto, pero tenían dificultades en las ciudades, incluso pequeñas. Otra de sus ventajas tácticas consistía en cierta superioridad aérea, pues concentraban sus escasos recursos en apoyar sus columnas, mientras que los populistas los desperdigaban.
Desde el principio, como ya vimos, Franco consideró sus medios insuficientes para asaltar una gran ciudad como Madrid. Ésta debía entregarse prácticamente sin lucha, lo cual exigiría el previo derrumbe moral de los populistas. Por tanto, le era indispensable obtener una sucesión de pequeñas victorias que minasen más y más la confianza de aquellos; de otro modo la brillante marcha desde Sevilla podía concluir en desastre. Franco había mostrado audacia y hasta temeridad en el cruce del estrecho por aire y agua, pero luego se volvió más prudente. El éxito de la marcha sobre Madrid inducía a la euforia y a creer rápido y garantizado el triunfo final, pero él probablemente no abandonó su realismo, ya manifestado durante la conspiración previa al alzamiento, cuando dudaba de la fácil victoria predicha por otros generales.
Y cuando Yagüe llegó a Maqueda, ni la moral populista estaba en ruinas, aunque sí muy dañada, ni sus dirigentes dispuestos a entregar la capital. Sólo empezaron a pensar en abandonarla ellos, medida muy distinta y por lo demás prudente. Entre tanto, no cesaban de reforzar sus tropas y contraatacar y bombardear a las columnas africanas, desgastándolas y retrasando notablemente su marcha. Enviaban al frente nuevas unidades de la Guardia Civil, rebautizada Nacional Republicana, y de la de Asalto, así como tropas regulares, movilizadas en número creciente, mientras las milicias iban bregándose en la lucha, a pesar de sus espantadas; y en torno a la capital construían aceleradamente obras defensivas. La rapidez de avance de Yagüe había bajado de una media de 14 km diarios en el primer mes, a sólo 2,3 en los últimos 18 días. Al mismo ritmo, los rebeldes tardarían aún un mes largo en alcanzar Madrid, pero debían contar con una menor velocidad y mayor desgaste ante la oposición creciente, para luego acometer la empresa desmesurada de conquistar la gran urbe. No cabía esperar, pues, la fácil victoria asegurada por tantos críticos.
Franco explicó su opción por Toledo invocando precisamente el factor moral: el enemigo debía llegar a pensar «que cuanto nos proponemos lo realizamos sin que pueda impedirlo». Ello significaba proponerse objetivos realistas. ¿Lo era Madrid? Obviamente él no lo creía, ni autoriza a creerlo el análisis de la situación, por debajo de impresiones superficiales. Para atacar la capital, debía reforzar sus tropas y descomponer aun más la voluntad de lucha enemiga. En cambio Toledo, pequeña ciudad de unos 30.000 habitantes, sí constituía un objetivo accesible, cuyo logro, por su poder simbólico y eco internacional, asestaría a los ánimos populistas un golpe demoledor. La liberación del Alcázar debía hacer madurar la caída de Madrid.
Por lo demás, la distancia de Maqueda a Madrid, 75 km, aumentaba a 111 con el desvío por Toledo, es decir, unos 36 km más, o más bien 24, pues al día siguiente de Maqueda, y como parte de la misma operación, caía Torrijos, en el camino a Toledo. A esa diferencia se le ha querido dar un valor desmesurado. Al desviarse hacia el Alcázar, Franco alargaba su flanco izquierdo, riesgo compensado por el hecho de que embestía en una dirección de menor acumulación de fuerzas enemigas. No extrañará que pensase estar ante Madrid una semana después de tomar Toledo.
Finalmente, tampoco es seguro que, aun con la improbable conquista de la capital, terminase la guerra. La pérdida habría sido terrible, desde luego, para el Frente Popular, pero éste, lejos de desmoralizarse por entonces, cobraba nuevos bríos con la asistencia de Stalin ya en marcha, y preparaba a toda prisa un nuevo ejército libre de improvisaciones milicianas, y con abundante material, asesores y tropas especiales soviéticas. A todo ello habría tenido que enfrentarse el ejército nacional, tanto si marchaba directamente sobre Madrid como si iba por Toledo, excepto en el caso, harto improbable, de que la resistencia populista se viniera abajo después de perder Maqueda. Si la guerra se prolongó, todo indica que no se debió a un error de Franco, sino a la masiva aportación soviética, por él ignorada entonces.
En suma, la crítica a la decisión de Franco tiene, en el terreno militar, poca enjundia, una vez escarbamos bajo las conjeturas o las impresiones vagas. Éstas, sin embargo, han tenido un éxito extraordinario para calibrar su acción, indicio del apasionamiento que sigue rodeando a su figura.