Capítulo 18

EL ORO ENVIADO A MOSCÚ, ¿UN MITO FRANQUISTA?

Los días 3 y 4 de septiembre, diez después de la matanza de la Modelo, se sucedieron los descalabros para las izquierdas: fracasaba la expedición contra Mallorca, abandonada a su suerte por Barcelona y Madrid; los navarros de Mola, en inferioridad numérica pero ya con suficientes municiones, tomaban Irún y aislaban de Francia, por tierra, la franja populista del Cantábrico; y, sobre todo, caía Talavera. En ese ambiente lúgubre, el gobierno de Giral cedía el paso a otro de concentración revolucionaria, presidido por Largo como ya quedó indicado.

Los ministerios clave recayeron en socialistas: Largo Caballero en Presidencia y Guerra, Juan Negrín en Hacienda, Prieto en Marina y Aire, Ángel Galarza en Gobernación, Álvarez del Vayo, probable criptocomunista, en Estado. Había otro socialista, dos comunistas, uno de la Esquerra catalana, y tres republicanos, entre ellos Giral, sin cartera. Los ácratas prefirieron no entrar, por el momento, aunque entrarían más tarde, con cuatro ministros. Un éxito político de trascendencia militar fue, para el nuevo gobierno, la colaboración del PNV, que consolidaba a los populistas en Vizcaya; el PNV no había querido participar en el gobierno mientras no tuviera seguridades de un estatuto de autonomía, y, una vez logradas, cedió a Manuel de Irujo Ollo para ministro sin cartera.

A menudo se ha presentado este gabinete como un paso decisivo para reconstruir el estado republicano derribado el 19 de julio. Obviamente, no hay nada de eso, aunque de la misma forma que la revolución anárquica de julio había dejado en pie la fachada de un inane poder burgués, ahora, por las mismas razones utilitarias y propagandísticas se mantenía la ficción «republicana». Pero las fuerzas dominantes, bajo el liderazgo del Lenin español, eran las que, proclamándose revolucionarias y obrando en consecuencia, habían llevado la república al derrumbe. La pretensión de que ese gobierno continuaba la II República, suena en verdad grotesca y no puede ser hoy tomada en serio por ningún historiador digno de ese nombre.

Los izquierdistas sabían que su problema se reducía a sacar partido de su aplastante superioridad material, mediante la concentración del mando y una mejor coordinación de las fuerzas. Para entonces el fracaso de las milicias era indisimulable. Habían mostrado una combatividad muy desigual, destacando en la brutal represión de retaguardia más que en la lucha del frente, y las milicianas recibían a veces acusaciones de propagar enfermedades venéreas. Lejos de enriquecer su fervor político con la aportación de los militares profesionales, los milicianos solían imponer sus criterios a los oficiales y a los guardias de asalto y civiles, provocando su descontento. La idea de sustituir las milicias por un ejército en toda regla se abría paso, y los mismos anarquistas iban rindiéndose a la evidencia, aunque a disgusto.

Por tanto, los nuevos gobernantes se aplicaron a construir, como obligado cimiento del nuevo estado, un ejército también nuevo y revolucionario, desde los signos externos y saludos hasta los comisarios políticos o la hegemonía comunista, con casi nada en común con el reformado por Azaña en 1931. El carácter revolucionario del nuevo estado se coronó convirtiéndolo en protectorado o satélite soviético, proceso en el cual sería decisivo el envío del grueso de las reservas financieras españolas a Moscú, del que trata este capítulo.

Una baza fundamental de la superioridad izquierdista yacía en los sótanos del Banco de España, entidad de propiedad privada: el cuarto depósito de oro del mundo, acumulado sobre todo gracias al comercio facilitado por la neutralidad española durante la I Guerra Mundial[1]: 638 toneladas, de un total de 707. Según estima P. Martín Aceña, su valor ascendía a 805 millones de dólares, unos 8.050 millones actuales, o más de un billón seiscientos mil millones de pesetas, suma realmente gigantesca. A ello se añadían grandes depósitos de plata, los bienes privados confiscados por el gobierno de Giral primero y el de Largo después, en las cajas de los bancos, más las joyas y bienes procedentes del Palacio Real y de iglesias y domicilios saqueados en aquellos meses, botín elevadísimo, aunque imposible de evaluar[2]. Todos estos recursos, más las otras ventajas materiales, debían dar, casi por fuerza, la victoria al Frente Popular.

Lógicamente el nuevo gobierno prestó máxima atención al oro del Banco de España. El 12 de septiembre, mientras los rebeldes pugnaban por abrirse camino desde Talavera hacia Maqueda, sesionaba el consejo de ministros populista. Aunque la prensa seguía imperturbable comunicando triunfos propios y desastres enemigos, los ministros conocían lo apurado de la situación, y consideraron por primera vez la posibilidad de instalarse en Barcelona o Valencia, sin llegar a una conclusión. Negrín presentó un decreto reservado que debía firmar Azaña, autorizando el traslado de las reservas de metales preciosos y billetes del Banco de España a un lugar más seguro. Azaña lo firmó. El decreto especificaba: «el Gobierno dará cuenta, en su día, a las Cortes de este decreto». El día nunca iba a llegar.

La razón aparente de la medida no era sólo la relativa proximidad de las tropas de Varela (algo menos de 100 km, que tardarían aún casi dos meses en recorrer), sino también el peligro de los anarquistas catalanes que, como la Esquerra, consideraban a Cataluña el centro de gravedad de la «república», debiendo ser ellos, por tanto, quienes controlasen las reservas del país.

Para salvar las apariencias, los consejeros del banco que quedaban, —pues los doce restantes habían huido a la zona rebelde— fueron consultados, como si su opinión contase. Pero simultáneamente comenzaban las tareas de traslado. Furiosos por lo que entendían una farsa, algunos consejeros dimitieron, no siéndoles aceptada la dimisión. Entonces abandonaron todos sus funciones, salvo uno, que informó a los rebeldes. Un clavero de la entidad se suicidó.

Entre el 14 y el 16, fueron transportadas 560 toneladas de oro a un profundo túnel excavado en un monte de La Algameca, cerca de Cartagena, la base principal de la flota populista, muy alejada de los frentes e inexpugnable por mar. La carga permaneció allí sólo algo más de un mes, pues el 25 de octubre era embarcada casi toda ella, 510 toneladas, con rumbo a Odesa. ¿Qué había ocurrido en ese mes? Básicamente, tres cosas:

a. Por primera vez se vislumbró claramente la derrota del Frente Popular. La caída de Toledo y la liberación del Alcázar, el 27 de septiembre, habían resquebrajado la moral de las tropas y los líderes populistas. Madrid, y con ella el fin de la guerra, parecía al alcance del próximo movimiento de Franco. Los rebeldes dejaban de ser tales para transformarse en un bando beligerante en regla, prácticamente victorioso: el que se reconocía a sí mismo como «nacional».

b. El día 16, diez antes de la caída de Toledo, Stalin daba luz verde a la «Operación X», por la cual se involucraba de hoz y coz en el conflicto. Parte de la operación consistió en la denuncia del apoyo alemán e italiano al bando nacional, a fin de cubrir una acción propia ya decidida y en marcha. A finales de agosto llega el embajador soviético, Rosenberg, a Madrid, y seguirán numerosos consejeros de todo tipo, entre ellos el experto en finanzas Stashefski. Y el 4 de octubre llegaba a Cartagena el primer barco ruso con víveres y armas.

El gobierno de Largo Caballero había pedido la intervención soviética, aceptándola en todos sus extremos: armas, asesores y, como se vería, orientación política. El primer paso consistió, precisamente, en el envío del oro a la URSS.

El decreto reservado que, en principio, permitía una operación tan extraordinaria, era realmente vago: «Se autoriza al ministro de Hacienda para que en el momento que lo considere oportuno ordene el transporte con las mayores garantías, al lugar que estime de más seguridad, de las existencias que en oro, plata y billetes hubiese en aquel momento en el establecimiento central del Banco de España». ¿Podía extenderse aquella autorización al envío fuera de España? Con toda evidencia se trataba de un empleo abusivo del decreto, que difícilmente podía referirse a la exportación del tesoro, por lo demás ilegal.

Ello aparte, ¿quién podía llamar a Moscú un «lugar seguro» para el tesoro, como indicaba el decreto? Un régimen opaco, a 4.500 km de distancia y con difícil comunicación, ajeno a las normas y garantías financieras internacionales, regido por una burocracia hermética y todopoderosa, excluía de entrada cualquier posibilidad de control desde España. Sin embargo, la confianza de los jefes populistas en Stalin fue tan grande que ni siquiera exigieron un resguardo de la carga. Los soviéticos no pensaban darlo al embarcar o recibir el material, sino sólo después de la larga tarea de contarlo y pesarlo. El acta emitida por fin el 5 de febrero de 1937, una vez terminado el recuento del oro, especificaba que éste podía ser manejado libremente por «el Gobierno de la República», exportándolo o vendiéndolo. Formalidad vacua, pues de hecho quedaba bajo poder soviético. Si a los líderes del Frente Popular les pareció «un milagro» la llegada del tesoro, incólume, a Odesa, mucho más milagrosa hubiera resultado su vuelta. Asombrosamente, fue Stalin quien, sin haberle sido pedido, propuso «garantizar los valores pertenecientes a España», que el soviético atribuyó al estado y no al banco. Así lo narra Largo Caballero: «Se trataba de extender dos actas, en francés y en ruso, que habían de depositarse en un banco francés, en una caja fuerte a nombre de tres personas, distribuyendo las llaves entre ellas». Las tres eran el propio Largo, Negrín y Prieto, como indica Araquistáin en otro momento[3].

Se afirma que el oro, casi todo él en monedas, fue fundido, pero no hay constancia de que los cuatro claveros del banco enviados con el cargamento, y luego retenidos en la URSS, prácticamente secuestrados, verificaran la fundición, la cual quizá se hiciera con la masa de monedas, pero difícilmente con las numerosas piezas antiguas, de un valor numismático elevado, pero pasado por alto en la contabilidad soviética[4]. Madrid podía ordenar la venta del metal, pero no tenía modo de verificar el manejo del mismo ni de las divisas generadas, ni si lo comprado cuadraba con el gasto, y debía aceptar los altos costes financieros endosados por Moscú.

Así pues, la confianza en Stalin fue absoluta. Pero, ¿la confianza de quiénes? No la de Azaña, máxima autoridad teórica de la «república», que ni siquiera fue informado porque, según Largo, «se hallaba entonces en un estado espiritual verdaderamente lamentable». Prieto se lo comunicó, tiempo después, y, dice, «nunca lo había visto tan fuera de sí. Me anunció que iba a dimitir inmediatamente». Pero, una vez más, no lo hizo. Lamentablemente, Azaña no dice en sus diarios una palabra respecto de este decisivo asunto[5].

Tampoco recibió información el resto del gobierno. Stalin recomendó el máximo secreto en una célebre carta en clave, a través del embajador Marcelino Pascua: «Por las condiciones y situación delicadas en que se ha producido el parto [el traslado del oro] y las repercusiones dañosas que su publicidad acarrearía tanto al padre [el gobierno soviético] como a la madre [el Frente Popular] caso de que toda la familia conociera lo sucedido, me permito insistir en que se conserve la máxima reserva. A mi juicio estas consideraciones imponen que, por ahora, sólo se advierta del nacimiento del niño y de sus detalles al padre de la madre [Negrín] y al abuelo por parte materna [Largo Caballero][6].

El consejo fue seguido al pie de la letra, aunque Prieto debió de ser puesto también al corriente, si bien él afirma haberse enterado por el azar de hallarse en Cartagena cuando el embarque.

La operación fue montada por Negrín, probablemente a inspiración del encargado de negocios soviético, Stashefski, de quien era amigo, y con la aprobación de Largo y, casi seguro, de Prieto, necesario colaborador en calidad de ministro de la Marina. ¿A qué obedecía tanto secretismo? Por una parte, a que el oro era de propiedad privada y destinado legalmente a respaldar el valor de la peseta, la cual se hundiría de hacerse público el traslado. Largo, al culpar más tarde a Negrín, escribirá: «De hecho, el Estado se ha convertido en monedero falso. ¿Será por esto y por otras cosas por lo que Negrín se niega a enterar a nadie de la situación económica?»[7].

Por otra parte, la medida contravenía en toda su amplitud la ley, que no sólo prohibía la exportación del oro, salvo como préstamo del banco al gobierno para proteger la peseta, sino que exigía un acuerdo del consejo de ministros y unas especificaciones estrictas entre Hacienda y el Banco en cuanto a las condiciones del préstamo y el plazo de devolución. Y, en fin, resultaba muy difícil explicar cómo un régimen presuntamente legal y democrático ponía sus reservas en manos de un estado totalitario y completamente opaco en materia financiera. La operación sólo puede ser entendida como una requisa revolucionaria.

Con todo ello, no extrañará que dos de los tres implicados, Largo y Prieto, lo considerasen luego un hecho aciago, y procurasen cargar la responsabilidad sobre Negrín. Éste, a su vez, no parece haber dejado ningún escrito aclaratorio, salvo los documentos sobre la gestión del oro, que conservó celosamente hasta su muerte. Era su único poseedor, lo que indica en qué grado dirigió, personalmente, la operación. Largo y Prieto le acusan de haber obrado en todo por su cuenta, lo cual responde a la verdad, aunque no por completo. Los demás ministros sabrían, al menos por encima, el destino del oro, pero Negrín manejaba las finanzas sin asomo de transparencia. Resume Araquistáin: «No dio cuenta a nadie del empleo del tesoro de España (…). No quiso confiar jamás los secretos de la Hacienda pública ni al Parlamento ni al gobierno». Araquistáin llegó a detestar a Negrín, pero Zugazagoitia, muy amigo de éste, coincide: «La política económica era un puro misterio para todos los ministros», pues Negrín consideraba que «sólo un secreto inquebrantable (…) podía hacernos conducir la Hacienda en condiciones de seguridad». Los ácratas protestan que ni Hitler ni Mussolini osaron gestionar la Hacienda de modo tal[8].

Estas conductas dan a la política económica populista un aire profundamente anormal. Sorprende que el gobierno aceptara su propia desinformación sobre las finanzas como garantía para ganar la guerra. En todo caso, y al margen de la habilidad financiera de Negrín, el método era, desde luego antidemocrático, por no decir clandestino e insano[9].

Debe advertirse que los responsables del envío, tan ciegamente fiados en Stalin, no fueron comunistas, sino socialistas, como recordará Prieto: «El PSOE no podrá vanagloriarse de los resultados desdichadísimos que concluyó teniendo aquella aventura, pero en justicia no puede, como desea cierta propaganda, descargar toda la responsabilidad sobre los comunistas. Un ministro socialista pidió plena autorización para proceder libremente; el Gobierno, del que formábamos parte otros cinco socialistas, incluso quien lo presidía, se la concedió, y socialistas eran también los bancarios que dispusieron cuanto se les ordenó, tanto en España como en Rusia, así como los paisanos que convoyaron el cargamento entre Madrid y Cartagena»[10]. Aunque el permiso debió de ser finalmente otorgado por Azaña.

La magna operación tuvo dos consecuencias, a cual más trascendental. En primer lugar, permitió al Frente Popular continuar una guerra que tenía prácticamente perdida; en ese sentido equivalió al puente aéreo de Franco –aunque sin el mérito de éste–, al salvar a los revolucionarios de una derrota casi inminente.

Y en segundo lugar, trasladó al Kremlin el control de las reservas españolas, y por tanto del aporte de armas, y con ello el destino del Frente Popular. Éste perdía así su independencia, convirtiéndose en un satélite o protectorado soviético. Desde su posición privilegiada, Stalin pasó a dictar de hecho la política populista, utilizando también otros dos poderosos resortes: un partido comunista cada vez más poderoso, y un cuerpo de consejeros militares y policiales. Como lamentará Largo Caballero, algo a deshora: «Tenía que hacer esfuerzos titánicos pata tolerar a los asesores [soviéticos], por la siguiente reflexión: ¿Y si no nos facilitan material de guerra?». Los asesores advertían, ante los signos de incomodidad de sus protegidos, su disposición a marcharse: «Con estas amenazas, ¿qué hacer? (…) El Gobierno soviético se erigía en definidor de cómo debíamos hacer la política de nuestro país. Cuando esto lo hacían con nosotros, ¿qué consignas no darían a los comunistas?».

Prieto, ministro del Aire, también señalará cómo los «amigos» soviéticos, verdaderos dueños del arma aérea y de los tanques, hacían caso omiso de las órdenes ministeriales. Y así otros muchos testimonios. El suministro de armas, pagadas muy generosamente con el tesoro español, permitía a Stalin orientar la política izquierdista española[11].

En diciembre de 1956, veinte años después de los hechos, el hijo de Negrín, Rómulo, cumpliendo últimos deseos de su padre, entregó a las autoridades franquistas los documentos guardados por el ex gobernante en absoluto secreto.

Esta historia había quedado envuelta en tinieblas y equívocos, y el franquismo supuso que Stalin había defraudado a España y retenido parte del tesoro. Pero en 1976 el profesor Ángel Viñas, prosocialista –aunque, como muchos otros, había hecho una notable carrera en la administración franquista–, publicaba El oro de Moscú, un minucioso estudio técnico, donde presentaba la operación como plenamente legal y normal entre regímenes más o menos democráticos o legítimos. El subtítulo de la obra, «alfa y omega de un mito franquista», sugería que las críticas a la operación debían tener carácter pro franquista, pasando por alto los ataques, quizá más duros, de los propios socialistas, de los anarquistas y otros[12]

No son dichas críticas y ataques lo único que Viñas deja arbitrariamente de lado, sino también la cuestión central del caso, ya indicada: la dependencia política en que cayó el bando izquierdista. Desviando la atención de ese problema esencial, Viñas aborda otros, también muy importantes, aunque secundarios: si hubo estafa por parte de la URSS en el manejo del oro; si las autoridades populistas tenían otra opción que enviar el metal a Moscú; y si la operación fue legal. En cuanto a lo primero, afirma la inexistencia de fraude y el gasto completo del depósito bastante antes de terminar la guerra; en lo segundo, asegura que la política de No Intervención de las democracias forzó al gobierno a recurrir a la URSS; y, finalmente, da por legal el traslado.

Recientemente ha aparecido el libro de Pablo Martín Aceña, El oro de Moscú y el oro de Berlín, que redunda en los estudios de Viñas sobre la consunción del tesoro español y la legalidad de la transacción –con alguna duda–, y discrepa de que el Frente Popular sólo tuviera la alternativa moscovita.

Martín Aceña, siguiendo a Viñas y olvidando al minucioso Olaya, ve en los documentos de Negrín la prueba de la justeza del trato soviético, y se sorprende de la declaración del hijo de Negrín, según la cual los papeles debían «facilitar el ejercicio de las acciones que al Estado español puedan corresponder (…) para obtener la devolución del citado oro de España».

Pero no hay motivo para la sorpresa, pues Mariano Ansó, estrecho colaborador de Negrín, indica que las armas no debían ser pagadas, de acuerdo con el criterio de Naciones Unidas después de la guerra mundial, y con el de la propia URSS en relación con la ayuda recibida en dicha guerra de Usa. Rómulo atribuye esa opinión a su padre[13].

Viñas y Martín, sin tocar ese punto, arguyen que en los documentos resplandece la lealtad soviética tanto en la evaluación del oro –si bien con costes de fundición y financieros algo excesivos– como en su movilización, siguiendo estrictamente las órdenes de España. Esa oficiosidad prosoviética en funcionarios españoles como son ambos autores –y que en Viñas llega al servilismo de descartar varios testimonios por la sólida razón de provenir «de poumistas, trotskistas o comunistas renegados»[14], así como los de los socialistas contrarios a Negrín–, continúa la tradición de ciertos funcionarios del Frente Popular. Los costes aludidos son realmente altos, el valor numismático de las monedas antiguas no fue tenido en cuenta, y de partidas como las divisas generadas por el oro, nada se ha sabido[15].

Pero, sobre todo, la contabilidad, supuesta por ellos fiel y fiable, excluye los gastos detallados a cuenta del oro o el precio unitario del material adquirido, datos que la URSS no se molestó en entregar entonces ni después, y que aparentemente no reclamaron los jefes populistas. Sólo recientemente, con la publicación por Howson de algunos documentos soviéticos, conocemos en parte este asunto. Pues bien, Martín, contradiciendo sus enfáticas afirmaciones sobre la ausencia de fraude, encuentra esos precios arbitrarios, alguna vez por debajo del valor real, pero otras muchas por encima, sin olvidar las remesas de armas anticuadas o inútiles. Además, aquel oro no fue el único valor enviado a la URSS, pues Olaya detecta otros envíos de joyas, monedas y lingotes. García Oliver menciona en sus memorias requisas de textiles, así como de joyas y recuerdos familiares de valor, de la gente común, con destino a la URSS. Deben contarse además las exportaciones de materias primas y siete barcos mercantes retenidos en puertos soviéticos[16].

Por lo tanto, sí habría habido una auténtica estafa, aceptada sin protesta por las autoridades españolas, pero ¿de qué envergadura? A mi juicio no es probable que Stalin defraudara masivamente a sus protegidos. El volumen del armamento suministrado iguala, y en algunos casos rebasa, el recibido de Alemania e Italia por sus contrarios, y el precio total no le es muy superior. Además, una política defraudatoria chocaría con las consignas de Stalin a sus protegidos, de poner en pie un ejército bien organizado, de férrea disciplina e intensa ideologización. Esto tenía aun más relevancia que las armas, las cuales poco valdrían en manos ineptas o desmotivadas; y está claro que después de sus esfuerzos –hechos a través del PCE, y de los asesores– por levantar un ejército tal, no iba a dejarlo desarmado. De hecho, si la capacidad bélica populista, y con ella la guerra, no se agotó en pocos meses, se debió ante todo a la «ayuda» soviética en todos los terrenos.

Stalin es acusado a menudo de haber traicionado al Frente Popular, pero la acusación deja de lado aspectos fundamentales. Francia había reducido la venta de armas al Frente Popular porque, entre otras razones, debía atender perentoriamente a sus propias necesidades ante la creciente amenaza alemana, y la misma urgencia sufría la URSS, la cual, no obstante, envió copiosas remesas de material, y parece normal que lo quisiese cobrar lo más alto posible.

Surge además, en torno al oro, otra acusación recurrente: según G. Cabanellas, por ejemplo, la URSS «había recibido el oro en depósito, y, en técnica jurídica, el depositante [¿depositario?] no puede utilizar para sí lo que en tal carácter ha recibido. Lo retuvo y lo utilizó en su propio beneficio, lo que constituye delito en todos los países civilizados»[17]. El argumento tiene poca solidez. Stalin no arrebató el tesoro, sino que los gobernantes populistas se lo entregaron y le permitieron consumirlo, sin queja, del modo como lo hizo. Si hubo traición al interés español, como explican o implican Largo, Prieto, Araquistáin, Abad de Santillán y tantos otros, partió de quienes enajenaron las reservas y con ellas la independencia española.

Mayor interés tiene el razonamiento de Martín Aceña en torno a la necesidad de recurrir a Moscú, que Viñas enfatiza y él niega. En realidad no había ninguna razón para trasladar el oro desde un lugar tan protegido como Cartagena, más seguro, a todos los efectos, que Moscú. Las alusiones al peligro de un desembarco enemigo, o a los bombardeos, no pasan de pretextos un tanto burdos. Lo mismo vale para la supuesta conducta hostil de las democracias o de los bancos extranjeros. Como recuerda Martín, y otros han señalado antes, los gobiernos de Giral y de Largo situaron en Francia hasta finales de 1936 la gruesa cantidad de casi 200 toneladas de oro, bastante más de un tercio de la llevada a Moscú. Con él negoció el Frente Popular sin problemas. Asimismo enajenaron las reservas de plata, vendiendo en Usa nada menos que 1.225 toneladas. El bando nacional probó a impedir esas operaciones, arguyendo que la exportación del tesoro era ilegal, enajenaba patrimonio español y contrariaba la política de No Intervención, pero, como filosofó un alto funcionario del Tesoro useño, «la plata es la plata». Idéntico criterio siguieron en Francia y, en medida algo menor, en Gran Bretaña, facilitando a la «república» todo tipo de transacciones. Otra cuestión es que las compras de armas con esos medios se vieran acompañadas de una notable ineptitud y corrupción[18]

La preferencia por la URSS tuvo, indudablemente, motivos ideológicos. Casi todos los estudiosos fingen olvidar que el gobierno de Largo Caballero no era una recomposición de la II República después de un período de revolución anárquica, sino la expresión hegemónica de las fuerzas marxistas. Y la URSS era el modelo de la sociedad que, con más o menos rodeos, aspiraban a construir en España aquellas fuerzas y gobernantes, empezando por el Lenin español, dedicado desde mediados de 1933 a derrocar la república burguesa y sustituirla por una dictadura proletaria. El traslado del oro responde sin duda alguna, y ante todo, a esa mentalidad, hecho sólo incomprensible para quienes persisten en hablar de la «república» y del «bando republicano», como si la revolución del 19 de julio no hubiera tenido consecuencias decisivas. Persistencia casi generalizada todavía hoy, pero no por ello menos engañosa. Desde el primer momento quedó clara la dependencia política entrañada en el envío del oro, pero casi nadie en el gobierno se sintió molesto por ello en una primera etapa. El despertar del Lenin español, Prieto y otros, vendría después, y con él las maldiciones y el reparto de culpas. El carácter, tanto de la «república» como de la intervención soviética, refulge, por así decir en la operación.

En cuanto al problema de la legalidad, Viñas y Martín lo resuelven a favor de la «república». Pero ¿es posible considerar legal una acción realizada con auténtica clandestinidad, a espaldas del presidente y del gobierno y en contravención de la ley bancaria? Como dije, se trató de una requisa típicamente revolucionaria, justificable sólo por la lógica revolucionaria. Tal vez compartan esa lógica, en secreto, nuestros autores, por lo demás típicos burgueses uno y otro.