LAS MATANZAS DE BADAJOZ Y DE LA CÁRCEL
MODELO MADRILEÑA
En el mes de agosto, mientras resistía el alcázar toledano, sucedieron dos acontecimientos que, por su carácter emblemático, han pasado a los anales: la matanza de Badajoz, por los rebeldes, y la de la cárcel Modelo madrileña por los izquierdistas.
Poco antes de la toma de Mérida por las tropas de Yagüe, se agruparon en Badajoz, 64 km al oeste, muy cerca de Portugal, varios miles de hombres, acaso hasta 8.000, entre milicianos, soldados, guardias civiles y de asalto, al mando del coronel Puigdengola. Era una fuerza numéricamente potente y un grave peligro sobre el flanco izquierdo del avance rebelde, pero minada por el desorden miliciano y el descontento de muchos guardias. Por esos días las milicias mataron entre quince y veinte clérigos y derechistas, e intentaron masacrar a los cientos de presos recluidos en la cárcel. La acción fue evitada por los guardias de asalto, y derivó en una sublevación de éstos, que no logró sostenerse.
Tomada Mérida entre el 11 y el 12, comenzó al día siguiente el ataque a Badajoz, que cayó el 14, tras una mañana de lucha enconada. Los atacantes sufrieron bastantes bajas, aunque menos de las que a menudo se dice: 185, incluyendo 44 muertos, 24 de ellos de una sola bandera legionaria (la bandera se componía de 600 hombres, y el tabor de 450). Ya en la ciudad, los rebeldes vencieron pronto los focos de resistencia, y al parecer mataron a muchos milicianos aunque se rindieran, dejando algunas calles sembradas de cadáveres. Otros prisioneros fueron llevados a la plaza de toros, y allí, el día 15 habría ocurrido la gran matanza, descrita en un artículo célebre del diario madrileño La Voz, ya en octubre: «Cuando Yagüe se apoderó de Badajoz (…) hizo concentrar en la Plaza de Toros a todos los prisioneros milicianos y a quienes, sin haber empuñado las armas, pasaban por gente de izquierda. Y organizó una fiesta. Y convidó a esa fiesta a los cavernícolas de la ciudad, cuyas vidas habían sido respetadas por el pueblo y la autoridad legítima. Ocuparon los tendidos caballeros respetables, piadosas damas, lindas señoritas, jovencitos de San Luis y San Estanislao de Kotska, afiliados a Falange y Renovación, venerables eclesiásticos, virtuosos frailes y monjas de albas tocas y mirada humilde. Y, entre tan brillante concurrencia, fueron montadas algunas ametralladoras. Dada la señal –suponemos que mediante clarines–, se abrieron los chiqueros y salieron a la arena, que abrasaba el sol de agosto, los humanos rebaños de los liberales, republicanos, socialistas, comunistas y sindicalistas de Badajoz. Confundíanse los viejos y los niños. También figuraban mujeres: jóvenes algunas, ancianas otras; gritaban gemían maldecían, increpaban, miraban con terror y odio hacia las gradas repletas de espectadores. ¿Qué iban a hacer con ellos? ¿Exhibirlos? ¿Contarlos? ¿Vejarlos? Pero pronto, al ver las máquinas de matar con los servidores al lado, comprendieron. Iban a ametrallarlos. Quisieron retroceder, penetrar nuevamente en los chiqueros. Pero fueron rechazados, a golpes de bayoneta y de gumía, por los legionarios y cabileños que estaban a su espalda. Y se apelotonaron, lívidos, espantados, esperando la muerte. Yagüe estaba en el palco, acompañado de su segundón, Castejón. Le rodeaban, obsequiosos y rendidos, terratenientes, presidentes de cofradías, religiosos, canónigos, señoras, damiselas vestidas con provinciana elegancia. Levantó un brazo y sacó un pañuelo. Y las ametralladoras comenzaron a disparar».
El minucioso relato parece escrito por un testigo de los hechos, pero, desde luego, no era así. Su objetivo era inducir a los madrileños a una resistencia a ultranza: «Quieren matar a cien mil madrileños (…). Por otra parte, han prometido a los moros y a los del Tercio dos días de saqueo, para indemnizarles de sus fatigas y peligros actuales. En el botín, como es natural, entran las mujeres (…). Ya sabe el pueblo de Madrid lo que le aguarda, si no quisiera defenderse (…). La muerte para muchos. La esclavitud para los demás (…). Ya dejaron [en Badajoz] las pruebas sangrientas de que sus amenazas no son vanas».
El texto rezuma propaganda desde el principio al final, y algunos comentaristas acusan a los autores profranquistas de haber explotado sus truculencias para hacer pasar por leyenda una matanza que, aun sin tales pormenores, habría sido masiva y horripilante.
Pero esas truculencias fueron un componente básico del mito de Badajoz, con aditamentos como el del toreo de algunos prisioneros. Incluso un socialista ponderado como Zugazagoitia los comenta así en su libro sobre la guerra: «Se tuvo por impostura lo que era referencia insuficiente, que las palabras, como no las concierte el genio de un Dostoievski, no alcanzan a transmitir los matices increíbles de un clima de horror como el que, en plenitud de mediodía, desarrollaron todas las potencias oscuras del hombre en la Plaza de Toros de Badajoz»[1].
El artículo de La Voz no fue una exageración descalificada por los franquistas, sino la esencia de versiones muy difundidas e influyentes en la opinión izquierdista española e internacional.
Estas narraciones son corrientes en tiempos de guerra, cuando la propaganda es un arma y la verdad padece no menos que las personas; pero incluso en nuestros días el PSOE extremeño ha hecho un notable esfuerzo por darles curso, reproduciendo panfletos escritos en 1938 o promoviendo «estudios» como el de Justo Vila, de 1983, donde puede leerse: «Hubo moros y falangistas que bajaron a la arena para jalear a los prisioneros, como si de reses bravas se tratase. Las bayonetas, a modo de estoque, eran clavadas en los cuerpos indefensos de los campesinos, con el beneplácito de jefes, oficiales y suboficiales. Luego abrían fuego las ametralladoras». Para Vila, «Se calcula que murieron en los primeros días, entre combate y represión, más de 9.000 personas en Badajoz. De éstas, más de 4.000 personas perecieron en las tristemente famosas matanzas de la plaza de toros.»
¿»Se» calcula, o lo calcula Vila? Reig Tapia, de cuya veracidad hemos tenido algún indicio en el capítulo anterior, corrobora: «nadie mínimamente serio ha desmentido tales hechos (…), que en Badajoz nadie discute». Aunque 9.000 ejecuciones en una ciudad de 40.000 habitantes supondrían el práctico exterminio de toda la población adulta masculina[2].
Reig narra: «A primeras horas de la mañana de ese terrible 15 de agosto de 1936 (…), donde ese mismo día iba a restaurarse la bandera roja y gualda de la monarquía, un mínimo de 1.200 hombres fueron masacrados en la plaza de toros de Badajoz, componiendo con su sangre sobre el albero la nueva enseña de la Nueva España. No era, pues, hipérbole que el albero de la plaza se tornara carmesí. La coincidencia en torno a esa cifra (…) es completa en la medida que meros cálculos oculares puedan serlo. Por ejemplo, el escritor James Cleugh, un propagandista católico partidario de Franco, escribió a propósito de las matanzas de Badajoz en la temprana fecha de 1961 que no podía caber duda de que “dos mil republicanos fueron ejecutados en la plaza de toros de Badajoz”. ¿Cuántos el día 15, el día de la gran matanza en la plaza de toros? ¿Y cuántos en días sucesivos?»[3].
Preston abunda en ello, si bien con otras cifras: «El 14 de agosto, tras (…) el asalto de los legionarios de Yagüe (…), empezó una matanza salvaje e indiscriminada en la que fueron asesinadas casi 2.000 personas, incluidos muchos civiles que no eran activistas políticos (…). Una vez calmado el fragor de la batalla, doscientos prisioneros fueron concentrados en la plaza de toros. Todo aquel que llevaba la marca del retroceso de un fusil en el hombro fue fusilado. Los fusilamientos prosiguieron durante las semanas siguientes. Yagüe declaró al periodista americano John T.Whitaker: “Claro que los fusilamos. ¿Qué esperaba? ¿Suponía que iba a llevar cuatro mil rojos conmigo mientras mi columna avanzaba contra reloj? ¿Suponía que iba a dejarlos sueltos a mi espalda y dejar que volvieran a edificar una Badajoz roja?”»[4]. Y así podríamos seguir muchas páginas.
Sin embargo en la plaza de toros no hubo tales matanzas, al menos el día 15, como asevera el mito, ni el siguiente. Podemos tener razonable seguridad de ello, por el testimonio del izquierdista portugués Mario Neves, uno de los tres periodistas extranjeros presentes en la ciudad. El 15 de agosto escribe, para O Seculo de Lisboa: «Nos dirigimos enseguida a la plaza de toros, donde se concentran los camiones de las milicias populares. Muchos de ellos están destruidos. Al lado se ve un carro blindado con la inscripción “Frente Popular”… Este lugar ha sido bombardeado varias veces. Sobre la arena aún se ven algunos cadáveres (…). Todavía hay, aquí y allá, algunas bombas que no han explotado, lo que hace difícil y peligrosa una visita más pormenorizada».
Es decir, la plaza había sido bombardeada por albergar los camiones y blindados izquierdistas. Pero empezó a correr el rumor, en la cercana ciudad portuguesa de Elvas, de que allí se estaba fusilando gente, por lo que Neves retornó el día 16 al lugar, donde «algunas docenas de prisioneros aguardan su destino. Pero la plaza no tiene un aspecto diferente del que observamos ayer, lo que nos lleva a suponer que el rumor es infundado. Los mismos automóviles destruidos y los mismos cadáveres, que ayer tanto me impresionaron y que aún no han sido retirados».
Claro que, ya en los años ochenta, casi medio siglo después, a raíz de un programa de la televisión inglesa, y como «alivio de conciencia», el mismo Neves quiere dar crédito a las versiones de otros periodistas que «quedaron profundamente agraviados con la visión atroz de los cuerpos extendidos en la plaza de toros y se refirieron más tarde, horrorizados, a la presencia de los desgraciados que aguardaban en los chiqueros el momento de su próxima e inevitable ejecución».
La discordancia con su propio testimonio inicial la explica así: «Aunque había visitado en otras ocasiones, con idéntico pavor, aquel lugar siniestro, tal vez me haya dejado más impresionado todavía el elevado número de milicianos fusilados en muchos lugares dispersos de la ciudad». No tal vez, sino seguro, puesto que en 1936 los cuerpos tirados en la plaza, probablemente víctimas del bombardeo, no le permitieron dar crédito a la enorme matanza imaginada por otros, a la que tardíamente quiere dar respaldo.
El gran creador del mito fue el periodista useño Jay Allen, comprometido de lleno con la causa del Frente Popular y amigo de Largo Caballero y Negrín, y por tanto próximo a las posturas soviéticas. Allen escribió en el Chicago Tribune un reportaje titulado «Carnicería de 4.000 en Badajoz, ciudad de los horrores», que alcanzó una extraordinaria repercusión internacional, constituyendo el núcleo del abanico de interpretaciones, versiones e informes que siguieron. Dice el periodista: «Es la historia más dolorosa que me haya tocado tratar en mi vida (…). Creo que soy el primer periodista en poner pie allí sin pase y sin la inevitable conducción (shepherding) de los rebeldes, y sin duda alguna el primer periodista que sabía lo que buscaba».
Pero habría llegado nueve o diez días después de los hechos, mucho después que Neves y otros, cuyas crónicas no indican haber sido «pastoreados» por los vencedores. Más veraz suena cuando dice que sabía bien lo que buscaba[5].
Y que lo encontró; y, lo más sorprendente, facilitado en abundancia por las propias autoridades rebeldes, en cuyos testimonios basa todo su reportaje: «Hablaban en susurros (…). Miles de milicianos y milicianas republicanos, socialistas y comunistas fueron masacrados», dijeron, por el crimen, añade él, de «defender la República contra la embestida de los generales y terratenientes». Las víctimas capturadas en la ciudad crecían con los huidos a Portugal y desde allí «devueltos a la muerte» por los funcionarios lusos. Los rebeldes le informaron del «fusilamiento ceremonial», con banda de música y toda la parafernalia, y ante 3.000 espectadores, de siete jefes izquierdistas, en prueba de que no existían favoritismos, y que mataban tanto a los líderes como a los «obreros y campesinos». El gobernador militar, Cañizares, le habría narrado, con complacencia, la matanza en la plaza de 1.800 prisioneros, a los acordes de la Marcha Real y del himno de Falange, y con gran asistencia de público, una escena muy parecida a la de La Voz. Tales informes le permiten describir los sucesos con gran realismo, aunque no los hubiera presenciado. Le comentaron que la sangre empapaba más de un palmo de arena en el lado más alejado del ruedo. «No lo dudo», comenta. Y así sucesivamente: «A los rebeldes –dice Allen– no les gustan los reporteros que conocen los dos bandos. Pero se ofrecieron a llevarme y traerme de nuevo sin complicaciones». Debe admitirse que fueron realmente amables con él, sobre todo al explayarse en los más atroces detalles. Reig lo explica así: «Es evidente que ni las autoridades nacionalistas ni los amigos que tan cumplidamente informaron a Jay Allen pudieron sospechar el uso que el periodista haría de la información, pues, en tal caso, resulta obvio que no le habrían dado las facilidades que de hecho le proporcionaron».
Pero por muy necias que queramos creer a aquellas autoridades, ¿podrían esperar otra cosa de las historias espeluznantes contadas por ellos mismos? En verdad, ¿las habrían contado al periodista aun si lo creyeran afecto a su causa? Suena duro de creer, por decir poco.
Pero además ni siquiera tenían el menor motivo para pensar que Allen les fuera adicto. Reig, consciente de esa dificultad, aclara que el useño pudo acceder a las autoridades «por sus contactos y amistades. No en balde le acompañaba el prestigio de haber sido el primer corresponsal extranjero en haber podido entrevistar en profundidad al general Franco». Sin embargo ese prestigio sólo podía perjudicarle, pues la entrevista esgrimida por Reig como mérito fue absolutamente hostil a Franco, a quien califica, entre otras lindezas, de enano con aspiraciones de dictador, y le presenta diciendo, con sonriente firmeza, que está dispuesto a matar a media España. Realmente, Allen era un periodista afortunado: Franco y los suyos parecían encantados de hablarle como él y los revolucionarios deseaban. Reig supone que «las autoridades franquistas tardarían unos días en conocer el contenido de dicho reportaje, lo que permitió a Allen desenvolverse con entera libertad»[6]. Pero resulta difícil que lo desconocieran, pues había sido publicado el 29 de julio, casi un mes antes de que el reportero acudiera supuestamente a Badajoz. Tales entrevistas e informes a corresponsales extranjeros son siempre enfocados como propaganda, y por lo tanto mirados con lupa tan pronto salen en la prensa. La presunción de que los jefes sublevados ignorasen la tendencia política de Allen o la entrevista con Franco publicada semanas antes, suena tan poco verosímil como su disposición a obsequiar al reportero con el material más inflamable que pudiera desear la propaganda adversa.
El mito de las matanzas parece sólido sobre todo por lo mucho que se ha repetido, copiándose unos autores a otros –caso parecido al de la represión de Asturias– pero es de esos que, examinadas sus fuentes, suscitan profundas dudas. Éstas y otras «cosas raras» han dado pie a varios estudiosos, como el británico McNeill-Moss, a negar en redondo los hechos. Con todo, al margen de las más que improbables masacres de la plaza de toros (suena más veraz la visión de Neves de las docenas de presos «aguardando su destino»), el corresponsal portugués dijo haberle impresionado los cuerpos tendidos en las calles, y un compañero suyo, el periodista francés J. Berthet, hablaba el día 15 de 1.200 muertos «acusados de resistencia armada o de crímenes graves», cifra en rápido aumento, según él, aunque no explica cómo la calculó. Otro corresponsal francés, M. Dany emplea frases similares, si bien más vagas. ¿Qué hay de cierto en ello? Los tres llegaron al día siguiente de la lucha, y vieron cadáveres aquí y allá, y en la plaza de toros, que podían corresponder a fusilados o a caídos en bombardeos o en focos de resistencia, como el de la catedral. Neves hablará en su tercera crónica, que le fue censurada, de la quema de cuerpos ante el peligro de epidemia, por falta de medios para inhumarlos a todos rápidamente. Estos hechos los aprovechará Jay Allen, corregidos y aumentados, para dar apariencia de veracidad a los datos que dice haber obtenido de los susurrantes jefes franquistas.
Tras las cifras y versiones contradictorias, queda la impresión de que hubo una represión rápida e inmediata, con fusilamiento de milicianos cogidos con armas o con huellas de haberlas usado, y luego un número de asesinatos destinados a paralizar por el terror a las izquierdas, a lo que aludiría Yagüe en sus supuestas declaraciones, presionado por la urgencia de reemprender la marcha sobre Madrid y asegurar su retaguardia. Pero la represión continuó, quizá aumentada, después de ido Yagüe. ¿Cuáles son las cifras reales? A. D. Martín Rubio ha recurrido al registro civil de Badajoz, donde empezaron a inscribirse en 1937 las víctimas. Entre ese año y 1945 da 1.080 muertes atribuibles a la represión, de las que 493 corresponden al verano y otoño de 1936, con cifras máximas de 172 en agosto y de 191 en septiembre, contrastables, con las de entradas en el cementerio (82 menos en éste, quizá correspondientes a los cremados). El estudioso izquierdista F. Sánchez Marroyo afirma que, considerando las irregularidades y dificultades de registro en aquellos meses, ese número podría ser un tercio del real, que así podría elevarse a 1.500 víctimas hasta fin de año (incluyendo seguramente los caídos en combate). Estas estimaciones, aun vagas, son, desde luego, más fiables que los impresionismos de los periodistas y La Voz, y situarían el número de los ejecutados y asesinados en agosto, entre dos y seis centenares. Aun sin las exageraciones de la leyenda, se trató de una represión larga y despiadada, pero no mucho mayor que en otros lugares. Asimismo los portugueses devolvieron a un número imprecisable de huidos, si bien salvaron a otros, como los 1.500 trasladados por barco, en octubre, a Tarragona, entre los cuales el coronel Puigdengolas.
Puede afirmarse, pues, la casi segura falsedad de las historias de cientos o miles de prisioneros masacrados en la plaza de toros u otros puntos, por no hablar de los sádicos espectáculos añadidos. Pero entonces, ¿por qué esa extraordinaria inflación de las cifras y la tenaz insistencia de la propaganda? El historiador Ricardo de la Cierva sospecha que pudo ser muy bien una maniobra de Jay Allen para borrar o desviar la impresión mundial causada por la matanza de la cárcel Modelo de Madrid, ésta sí bien conocida, y ocurrida entre los días 22 y 23. Es sólo una conjetura, pero no desdeñable, pues Allen dice haber ido a Badajoz el día 23, precisamente.
Dicha cárcel Modelo albergaba a presos políticos y comunes. Los primeros consideraban su encierro un mal menor, ante la probabilidad de morir a manos de las patrullas milicianas pululantes por las calles. Pero el día 8, el diario azañista Política traía un artículo sobre la prisión, inicio de una serie sobre otras, como la de San Antón, o una de mujeres llena de «pistoleras, espías y monjas». En el primero aludía en tono insolente y vejatorio a los «400 jefes, 700 oficiales y 700 señoritos fascistas» de la Modelo, que «hablan poco, meditan mucho y sollozan bastante». Los curas eran «como cumple a su oficio, gordos y lustrosos», y todos parecían «presos vulgares». El director, «estricto republicano», los traía a raya, y les había quitado un ajedrez hecho con miga de pan y servilletas. Citaba a presos como Ruiz de Alda, Melquíades Álvarez, Martínez de Velasco, o el doctor Albiñana[7].
Suele decirse que los republicanos se opusieron al terror revolucionario, pero, ya lo hemos indicado, su prensa no lo corrobora. El citado Política, por ejemplo, incitaba el 6 de agosto: «Estamos en guerra y quien flaquee es un enemigo. Estos días se está realizando una limpieza a fondo en la retaguardia. Es indispensable. Estamos (…) en la más implacable de las guerras, y sería pecado mortal dejar posibles traidores a retaguardia (…). Sobre esta obligación de velar por la causa de la República no puede haber consideraciones de ninguna especie. Ni relaciones de amistad ni vínculos familiares. Nada. No hay más que dos bandos en lucha encarnizada, en pugna irreductible».
Bajo el título de serie «Galería de traidores», trazaba retratos vejatorios de diversos personajes. Así Salazar Alonso, ex ministro republicano de Gobernación, «el efebo panzudo»; Rico Avello, ministro de Gobernación en el gobierno de Martínez Barrio de 1933, «el ambicioso tardío», etc. Peculiar era el comentario del 6 de agosto sobre Melquíades Álvarez, mentor de los primeros pasos políticos de Azaña, decano del Colegio de Abogados de Madrid, ex presidente del Parlamento y jefe del Partido Republicano Liberal Demócrata. Bajo el título «Héroes en calzoncillos» escribía: «No se ha atrevido (…) a incorporarse a la facción, pero tampoco ha hecho acto de acatamiento al Poder legítimo, porque estaba confabulado con el fascismo». Y daba cuenta de su captura cuando «aguardaba debajo de la cama el resultado de la guerra civil». Historia llamativamente similar a la del arresto bajo la cama que se había difundido sobre Azaña después de la rebelión de octubre del 34.
El 15 de agosto, milicianos socialistas y comunistas, y agentes de la Dirección General de Seguridad, al mando de un jefe de dos «checas» o prisiones irregulares, fueron a la Modelo a registrar a los presos, robándoles ropas y objetos de valor. Unas milicianas azuzaron a los comunes contra los políticos. El 21, miembros de la «checa» de la calle Fomento, una de las más sanguinarias, dependiente de la autoridad oficial, organizó un nuevo registro junto con milicianos de otra checa anarquista.
El 22 entraron en la cárcel celadores muy politizados junto con los chequistas del día anterior, y recluyeron a los políticos en un patio y en sus celdas, dejando libres dentro de la cárcel a los delincuentes comunes. Éstos exigieron salir de la prisión, y, sobre las cuatro de la tarde, incendiaron una leñera, hundiendo un piso de una galería. Los milicianos sembraron el bulo de que los «fascistas» habían prendido el fuego para huir, y pronto los alrededores se poblaron de milicianos, algunos de los cuales ocuparon las azoteas próximas y otros penetraron en la prisión, mientras fuera una turba gritaba su deseo de exterminar a los presos. Acudieron los directores generales de Seguridad y de Prisiones, y el general Pozas, ministro de Gobernación, «observando todos ellos una actitud pasiva, sin adoptar medida alguna para evitar los sucesos que se avecinaban». Los bomberos apagaron el incendio, y los milicianos, mandados por el socialista Enrique Puente, un jefe de la revolución de octubre en Madrid, soltaron a los presos comunes, los cuales asaltaron el almacén de víveres, el economato y las oficinas. Comenzaron los disparos desde las azoteas, causando un muerto y varios heridos.
Algunos elementos destacados de izquierdas, que habían acudido al lugar de los sucesos, instaron al Director General de Seguridad, diputado de Izquierda Republicana, Manuel Muñoz[8], para que impusiera su autoridad y evitara el asesinato de los presos, pero Muñoz no mostró interés alguno en este sentido, y abandonó la prisión al anochecer, dejándola en manos de los que aquella misma noche comenzaron la matanza de presos[9].
Los milicianos y chequistas, dueños de la cárcel, echaron a los funcionarios y mataron, en dos fases, a unas 70 personas seleccionadas. Cayeron los ya citados en Política y otros más, como los generales Capaz y Villegas, el hermano de José Antonio, Fernando Primo de Rivera, ex ministros republicanos, el doctor Albiñana, Ruiz de Alda, jefe de Falange y uno de los héroes del vuelo del Plus Ultra, etc. La mayoría de los cientos de presos restantes sería asesinada en masa en noviembre.
Al día siguiente, 23, Política noticiaba: «Los fascistas provocan un incendio en la Cárcel Modelo». Contradiciendo su imagen anterior de que los presos «hablan poco, meditan mucho y sollozan bastante», bajo la férula del estricto director, les atribuía una improbable conducta jactanciosa, «con cánticos a coro», algún escándalo «descomunal», amenazas e insultos a milicianos y funcionarios, etc. El incendio, culminación de tales excesos, había sido sofocado, y los presos simplemente recluidos e impedida su fuga. No mentaba los crímenes.
Otro diario republicano, El Liberal, informaba el día 27: «Desde el incendio intencionado, los milicianos del Frente Popular que, como un solo hombre, acudieron a su puesto para evitar fugas de elementos peligrosos, han controlado con energía el perfecto orden en dicha prisión (…). El Director General de Prisiones (…) felicitó, en nombre del Gobierno, a las milicias del Frente Popular, y muy especialmente a las milicias de Izquierda Republicana, CNT, comunistas y socialistas, por su disciplina y valor probado. Se sabe que es idea del Director General de Prisiones hacer estas felicitación a todos los que se distinguieron ese día».
La repercusión de los hechos aumentó por ser bastantes de las víctimas políticos y militares relevantes, varios de ellos miembros del partido republicano más moderado y arraigado, el Radical, defensores en el año 34 de la legalidad frente a la subversión de las izquierdas, y a quienes por ello aborrecían los revolucionarios.
Dice Sánchez Albornoz que Azaña, al conocer los sucesos, dijo: «No quiero ser presidente de una República de asesinos» [10]. Pero siguió en su cargo, persuadido por su amigo Ossorio. Un año largo después, el 7 de noviembre de 1937, escribía Azaña en su diario: «Pregunto a don Mariano Gómez su juicio sobre el origen de los horribles sucesos de la Cárcel Modelo (…) puesto que él estuvo allí desde las primeras horas del 23, trabajó con entereza y no pocos riesgos en poner término a tales atrocidades». Aunque éstas estaban consumadas cuando él llegó. Lo que sacó en consecuencia fue esto: la cárcel estaba abarrotada; gran parte de los presos políticos, capitaneados por Ruiz de Alda, en actitud levantisca; tenían armas; fraguaron, en combinación con los funcionarios de Prisiones, un plan de evasión: se produciría un incendio, y a favor de la confusión se fugarían; se encontró en la cárcel cantidad de leña de la que se gasta en los hornos de pan y algunas escaleras de mano, de la altura de las tapias que cercan la cárcel; entraron los bomberos y algunos milicianos para apagar el incendio; los presos políticos, desde las galerías (las celdas estaban abiertas), los recibieron con denuestos y tiros; hubo algunos heridos… Una provocación como cinco –dice– produce una reacción como quinientos».
De haber sido así las cosas, se trataría de un suceso deplorable pero, en fin, los mismos presos se lo habrían buscado, como si ignorasen cómo se las gastaban los milicianos.
La versión de Gómez, presidente del Tribunal Supremo, suena difícil de creer. ¿Cómo iban los presos políticos a intentar una fuga que equivalía a un suicidio, o a mostrar tal arrogancia cuando conocían en su propia piel el terror reinante en Madrid? Azaña, en apariencia, le da crédito. Pero García Oliver, ministro de justicia unos meses después, cuenta cómo, cuando el gobierno de Negrín, más avanzada la guerra y con el propósito de mejorar su imagen exterior, pensó en descargar sobre los anarquistas las culpas por el terror de 1936, obligó a Gómez a dar marcha atrás en tal propósito: «O rompe ahora mismo esa infamia de proyecto de decreto, o de aquí me paso al fiscal general de la República y denuncio a usted como ejecutor de la indignidad jurídica más grande que se haya cometido: la de haberse constituido usted, como presidente de un tribunal, en la cárcel Modelo de Madrid y haber juzgado a unos presos, haberlos oído y condenado a muerte, cuando llevaban ya más de 24 horas ejecutados por Margarita Nelken y su grupo de jóvenes socialistas unificados. Y le aseguro que de ello tenemos en el extranjero, presto a ser entregado a varios periódicos, un expediente completo»[11]
Lo que haya de verdad en el testimonio es casi imposible saberlo hoy por hoy, pero revela todo un trasfondo.
Las matanzas de la Modelo y de Badajoz tuvieron carácter emblemático, y testimonian el odio y la resolución de «acabar con el problema» en los dos bandos. Desde el primer momento de la contienda proliferaron las ejecuciones y asesinatos de enemigos políticos, fruto de los odios concienzudamente sembrados por los partidos y sus líderes, en especial los revolucionarios, en los meses y aun años anteriores[12].
La mentalidad de unos y otros a este respecto requiere explicación. Los sublevados, en inferioridad inicial, creían necesaria una extrema violencia a fin de paralizar al enemigo. La misma recomendación muestran las instrucciones socialistas para la rebelión en octubre de 1934, y, en general, responde a la lógica de una sublevación que aspira a imponerse con rapidez. Esta motivación fue cediendo conforme la inferioridad rebelde desaparecía y el recurso al terror se hizo menos necesario.
Asimismo, para los sublevados, los militares al servicio del Frente Popular de ningún modo eran fieles a un gobierno legítimo, sino traidores a España en beneficio de la revolución, lo hicieran por espíritu formalista, por cobardía o por connivencia. Los juzgaron, en aparente paradoja, por rebeldía, y fusilaron a generales y a otros jefes y oficiales capturados. A los milicianos los veían como fuerzas irregulares, merecedoras del trato recomendado por Azaña para los insurrectos anarquistas: fusilables sobre la marcha. Por lo demás, así había actuado el gobierno socialdemócrata alemán, tras la I Guerra Mundial, contra las insurrecciones comunistas. Tal mentalidad resalta en Badajoz.
Junto a estas consideraciones más o menos legalistas y de lógica militar, había otras motivaciones. En su avance, los rebeldes tropezaban con las pruebas de crímenes perpetrados por las milicias, y ello les inducía a imponerles, cuando los vencían, un castigo ejemplar y sin compasión. Por otra parte estaba el afán de venganza, sobre todo en muchos elementos civiles, falangistas, monárquicos o antiguos moderados de la CEDA, que habían sufrido de febrero a julio las agresiones, atentados y amenazas revolucionarias y aprovechaban la ocasión de desquitarse, a veces con auténtico sadismo. No faltaban quienes se significaban por su crueldad para hacer olvidar anteriores conductas sospechosas, o saciaban resentimientos personales, como debió de haber ocurrido con García Lorca. Así, aunque Yagüe se limitó en Badajoz a una represión rápida y sobre la marcha, los fusilamientos continuaron los días y meses siguientes, a cargo de la autoridad militar y civil de retaguardia.
El terror en el bando populista tuvo otros matices. Para los revolucionarios, limpiar la sociedad de «enemigos de clase», de «explotadores» y «reaccionarios», constituía una exigencia tradicional, visible ya en la insurrección de octubre del 34. Lo expresa muy bien Araquistáin, teórico de la izquierda socialista, en carta a su mujer, a finales de agosto: «La limpia va a ser tremenda. Lo está siendo ya. No va a quedar un fascista ni para un remedio»[13]. Pero incluso los jacobinos, burgueses y teóricamente moderados, manifiestan parecida despreocupación y afán represor, reflejado en textos como el de Política antes citado, o en la carcajada con que Companys comentó a Vidarte que en Cataluña ya no quedaban frailes. A esta mentalidad revolucionaria típica se sumaron, como en el otro bando, los resentimientos y ajustes de cuentas personales, la simple delincuencia común disfrazada de motivos políticos, etc.
Esa mentalidad fue estimulada por la seguridad en la victoria. Durante todo el verano, la prensa populista pregonaba constantes éxitos propios y tremendos fracasos enemigos, cuyos recursos se agotaban, cuyas tropas desertaban y cuyos jefes reñían entre sí, etc. Ello animaba una «limpieza de la retaguardia» que sin duda quedaría impune. Largo Caballero había expresado tiempo atrás una idea muy compartida: la revolución «exige actos que repugnan, pero que luego justifica la historia».
Una historiografía distorsionada afirma que la diferencia entre el terror de unos y de otros radica en que el de los sublevados fue deliberado y organizado desde el poder, sin voces en contra, y más masivo por tener que imponerse al «pueblo» desafecto, mientras que la represión contraria había tenido carácter «popular» e incontrolado, deplorado por las autoridades, que se esforzaron en ponerle coto con llamamientos humanitarios, habiendo logrado en buena parte su objetivo una vez que la autoridad «republicana» pudo recomponerse. La tesis no resiste el menor análisis ni la información disponible. En ambos bandos se alzaron voces pidiendo una conducta más compasiva, y fueron por igual poco atendidas. En los dos se produjo el apogeo del terror durante el año 36, disminuyendo notablemente, pero sin desaparecer, a partir de entonces. En los dos la represión fue impulsada desde el poder, y hubo también bastante descontrol en los primeros meses.
El supuesto de unos partidos republicanos opuestos a la «limpieza» no pasa de fábula, y la oleada de sangre en retaguardia ocurrió bajo su autoridad, ciertamente nominal, pero de la que no dimitieron sus líderes en ningún momento. El gobierno jacobino de Giral armó a las masas, haciéndose responsable de sus consecuencias, nada imprevisibles, y después, desbordado y arrastrado, no sólo acompañó y jaleó el terror, o lo encubrió y justificó, sino que organizó varias de las checas más feroces. Eso no quiere decir que todos los republicanos de izquierda se sintiesen complacidos. Muchos estaban asustados, pues no dejaban de ser burgueses, poco apreciados por los marxistas y ácratas, y prefirieron marchar de España y servir a la «república» en el extranjero, como deplora Azaña. Algunos buscaron asilo, con muchos derechistas, en las embajadas. Al margen de febles protestas e indicaciones bienintencionadas –también en Prieto– su actitud práctica, fingida o sincera, fomentaba el terror revolucionario.