EL ALCÁZAR DE TOLEDO Y OTROS ASEDIOS
Al comenzar el alzamiento derechista, el coronel Moscardó, comandante militar accidental de Toledo, desobedeció la orden de mandar a Madrid las reservas de municiones de la fábrica de armas toledana. Entonces una columna populista al mando del general Riquelme, veterano africanista, marchó desde Madrid sobre la ciudad del Tajo. El grueso de la columna se componía de guardias de asalto, y había además dos compañías de infantería y un nutrido grupo de milicianos anarquistas a las órdenes de un capitán de artillería. En total, 1.500 hombres, con una batería artillera. Moscardó declaró el estado de guerra en la ciudad, y concentró a los guardias civiles de la provincia, más algunos voluntarios, soldados y un puñado de cadetes de la academia militar, de 1.100 a 1.200 hombres en total. La disparidad de fuerzas era escasa, pero Toledo se encontraba totalmente aislada en medio de una vasta región enemiga, a sólo 70 km de Madrid, cuya capacidad de refuerzos era inagotable.
Después de una breve resistencia en las afueras de la ciudad, Moscardó resolvió hacerse fuerte en el alcázar, una grande y sólida fortaleza muy destacada sobre el caserío urbano, y en la vecina comandancia militar. También aprovechó las horas para trasladar allí gran cantidad de municiones y víveres. Con las tropas entraron unos 500 civiles, mujeres y niños, familiares de los guardias civiles, más un puñado de prisioneros izquierdistas, como garantía ante posibles represalias enemigas contra otros parientes de los sublevados. La decisión de encerrarse fue probablemente errónea desde el punto de vista militar, pues habría podido ocupar la ciudad entera, de fácil defensa por sus condiciones naturales.
En Madrid, el general Fanjul había cometido un error parecido, al concentrar sus fuerzas en el cuartel de la Montaña, donde, desmoralizado, hubo de rendirse el día 20, después de lo cual sucedió una matanza de prisioneros. Y el mismo error acababa de cometer, en Gijón, el coronel Pinilla, que tras un intento de dominar la ciudad, se encerró en el cuartel de Simancas y otro cercano, con 200 o 300 hombres; el 21 hacía otro tanto, en San Sebastián, el teniente coronel Vallespín, en los cuarteles de Loyola. En contraste, el coronel Aranda, se impuso en Oviedo: fingiéndose afecto a las izquierdas, formó una columna con los milicianos más arriscados y los animó a dirigirse a Madrid, hecho lo cual ocupó la ciudad fácilmente y procuró extenderse hacia el mar, por la cercana Gijón. Casi lo había logrado cuando Pinilla se retiraba ya al cuartel. Aranda quedaría enseguida aislado en Oviedo, en condiciones casi tan difíciles como las de Simancas o el alcázar toledano. Las burladas columnas revolucionarias, dominantes en la mayor parte de Asturias, hicieron cuestión de honor la captura de los cuarteles de Gijón y, sobre todo, de la ciudad de Oviedo, volcando sobre ellos, con la mayor tenacidad, todos sus elementos de lucha.
En San Sebastián, los cuarteles de Loyola aguantaron una semana, y tras pactar su rendición y sometimiento a un tribunal, por intermedio del nacionalista Irujo, fueron fusilados sin causa 4 jefes y 15 oficiales, de un total de 7 y 21 respectivamente. En cambio los enclaves de Gijón, Oviedo y Toledo iban a resistir largo tiempo en condiciones casi imposibles. La lucha de la fortaleza toledana iba a tener especial proyección moral, dentro y fuera de España, por hallarse tan cerca de Madrid, centro mayor de la atención política y de los corresponsales extranjeros, y por algunas circunstancias de particular dramatismo.
El 23 de julio, apenas comenzado el asedio al Alcázar, un jefe revolucionario, Cándido Cabello, que se tocaba con la birreta del arzobispo Gomá, ideó forzar la rendición de Moscardó mediante la amenaza de fusilar a su hijo Luis, de 24 años. La conversación fue así:
—Son ustedes responsables de los crímenes y de todo lo que está ocurriendo en Toledo y le doy un plazo de diez minutos para que rinda el Alcázar, y de no hacerlo fusilaré a su hijo Luis, que lo tengo aquí a mi lado.
—Lo creo.
—Y para que vea que es verdad, ahora se pone al aparato.
—Papá.
—¿Qué hay, hijo mío?
—Nada, que dicen que me van a fusilar si el Alcázar no se rinde, pero no te preocupes por mí.
—Si es cierto, encomienda tu alma a Dios, da un viva a España y serás un héroe que muere por ella. ¡Adiós, hijo mío, un beso muy fuerte!
—¡Adiós, papá, un beso muy fuerte!
Y dirigiéndose al jefe miliciano, el coronel terminó:
—Puede ahorrarse el plazo que me ha dado, puesto que el Alcázar no se rendirá jamás.
Según algunas versiones, el hijo fue ejecutado de inmediato, pero en aquel momento fue sólo encarcelado, con otros muchos. Un testigo afirmó que la ejecución fue evitada por alguien presente, que advirtió de la posibilidad de canjear al joven por prisioneros izquierdistas retenidos en el Alcázar[1].
A finales de mes, Riquelme, una vez asegurado el cerco, salió para la sierra de Madrid, sustituyéndole el coronel Álvarez Coque. Un teniente, llamado Ciutat, distinguido más tarde en el norte cantábrico, entró una semana después como oficial de enlace, mientras la columna engrosaba con nuevos efectivos. Ciutat habla de un orden público aceptable, pese a lo cual advierte: «el pillaje y el asesinato cunden en forma que esto va a ser un foco que atrae a todos los maleantes, más o menos adheridos a las organizaciones obreras», lo cual «lejos de mejorar, sigue empeorando». En otros informes, la población «más que frialdad, muestra miedo». Los comunistas acusarán a los milicianos de formar en Toledo un «cantón independiente en el que (…) hacían y deshacían a su antojo». Líster, más crudo, trata de prostitutas a las milicianas: «De cuatro a cinco mil hombres, la mayoría anarquistas, acompañados de varios centenares de señoras, también con pañuelito rojo y negro, traídas de los burdeles de Madrid, se dieron la gran vida».
Kléber, un jefe de las Brigadas Internacionales describe cómo cada vez que los comunistas eran rechazados al intentar el asalto a la fortaleza, sufrían las burlas «de los indiferentes anarquistas y soldados, que vivían muy bien en Toledo, sometiéndolo a pillaje». Éstos pensaban rendir a los sitiados por medio de la destrucción de su baluarte, sin lanzarse a asaltos frontales, muy costosos en sangre[2].
Los ataques se recrudecieron el 2 de agosto con un intenso bombardeo artillero. El capitán Salinas y el pintor Luis Quintanilla, que en la rebelión socialista de octubre del 34 había dejado su piso como sede del comité coordinador de la insurrección en Madrid, propusieron a Álvarez Coque asfixiar a los defensores con gases, ofrecidos por representantes de una industria francesa; Álvarez no se decidió aunque el día 9 un avión atacó a los sitiados con gases lacrimógenos. La resistencia constituía un desafío para los revolucionarios, y el auxilio dependía de las tropas de Franco, que el día 11 se hallaban todavía en Mérida, a unos 300 km de distancia[3].
Al tomar Mérida y unir las dos zonas sublevadas, Franco habría podido trasladar sus tropas por territorio de Mola hasta la sierra de Madrid, sólo 50 o 60 km al norte de la capital, para lanzar desde allí la ofensiva que decidiera la guerra. En cambio prefirió una larga y dura marcha por el valle del Tajo. La elección debió de obedecer a su escasez de medios, pues aunque sus tropas fueron aumentando en las semanas siguientes, no bastaban ni de lejos para tomar una urbe de un millón de habitantes, que fácilmente podía engullirlos y aniquilarlos en sus calles. Dada la desproporción de fuerzas, sólo un completo desánimo del adversario podía darle la victoria[4]. El camino más largo le permitía ir venciendo al enemigo por fracciones, en campo abierto o pequeñas ciudades, donde su superioridad maniobrera le hacía imbatible. De ese modo, la sucesión de fracasos iría desmoralizando al enemigo y haciendo madurar la caída de Madrid.
La liberación del Alcázar dependía del éxito de esta marcha Tajo arriba. Aunque el baluarte era muy fuerte, también constituía un blanco perfecto a los bombardeos, que dañaban sus muros y aumentaban las bajas día tras día. Además de aislado estaba incomunicado, pues sólo podía recibir noticias por radio, por cuyo medio se enteraron los de Moscardó de su propia rendición, pretendida por las emisoras madrileñas. A mediados de agosto, los sitiadores comenzaron a construir una mina, a fin de volar el edificio y aplastar a los resistentes entre los escombros. El día 20, el gobierno, acuciado por la repercusión internacional de la lucha, dio un plazo improrrogable de 48 horas para tomar la fortaleza, rebelde ya durante un mes. Pero el 22, un avión franquista levantó el espíritu de los sitiados, al soltar sobre ellos un mensaje de Franco en que prometía liberarlos. Ese día el Ejército de África estaba en Navalmoral, a 150 km. En un principio, Franco había pensado dirigirse a Madrid dejando a un lado Toledo, pero finalmente optó por el Alcázar, convertido en un símbolo mundial.
El día anterior al mensaje de Franco terminaba en Gijón la resistencia del cuartel de Simancas, tras un mes largo de asedio entre durísimas penalidades, sin apenas alimentos ni luz, ayudado precariamente desde el mar por los cañonazos del único crucero en poder rebelde, el Almirante Cervera. Los revolucionarios obligaron a familiares de los sitiados a plantarse ante el cuartel, para pedir la rendición, pero en vano. Sometidos a continuos bombardeos y tiroteos, atacados con dinamita y gasolina, al límite de sus fuerzas, el 21 de agosto ya no pudieron contener el asalto de sus enemigos. Entonces radiaron al crucero: «El enemigo está dentro. Tirad sobre nosotros», aunque el crucero no parece haberlo hecho, temiendo se tratase de una argucia de los revolucionarios.
La caída del cuartel gijonés liberó más fuerzas para atacar Oviedo, cuya situación, siempre precaria, se tornó sombría, mientras la columna gallega de socorro, que desde el 25 de julio pugnaba por abrirse paso en las difíciles montañas, chocaba con creciente oposición. Prieto decía el 25 de agosto: «Extinguido el foco [de Gijón], el coronel Aranda está totalmente solo en Asturias, porque maldito si le sirve de compañía útil la pequeña columna que procedente de Galicia está embotellada por los mineros (…). A las tropas gallegas las cogerá inmovilizadas en aquel abrupto lugar la noticia de la rendición de Oviedo, como las habrá cogido hoy el mensaje del aniquilamiento de Simancas (…). Destruidos los focos de la revuelta, de cuyos cuarteles sólo quedan escombros, el esfuerzo del proletariado asturiano (…) se concentrará sobre Oviedo (…). ¿Habrá también en Oviedo otro derroche de heroísmo inútil? Pronto lo veremos»[5].
A partir de entonces, con la recepción de seis aviones de bombardeo y uno de caza por los populistas, la ciudad y las escasas tropas gallegas quedaron sometidas a constantes ataques aéreos, y la liquidación de una y otras parecía inminente. Los partes oficiales señalan: «La aviación y el intenso fuego de artillería sobre la ciudad de Oviedo aumenta por horas la desmoralización de los sitiados y de la población civil». «Nuestra artillería bombardea sin cesar la ciudad.» «Oviedo, en la mañana de hoy, ha sufrido un fuerte bombardeo de la aviación.» «En las primeras horas de la mañana se ha iniciado un terrible fuego sobre Oviedo, combinado de artillería y aviación, cuyos efectos pueden apreciarse a simple vista.» Horas después: «El bombardeo iniciado a primera hora de la mañana sobre Oviedo continúa hasta este momento sin interrupción» (5 de septiembre y siguientes). Y así día tras día[6].
Y unos días antes, hacia el 18 de agosto, comenzaba a cuajar un nuevo enclave derechista en el santuario de la Virgen de la Cabeza, un edificio del siglo XIV erigido en un paraje solitario, árido, falto de árboles, aunque con bastante agua en el lugar mismo, donde, decía la leyenda, la Virgen se había aparecido a un pastor en 1227. Unos 250 guardias civiles de la comandancia de Jaén, con sus familias y otros –mil personas más– se habían concentrado en el santuario, sin declararse por uno u otro bando. Cuando la columna de Miaja, que venía de aplastar la rebelión en Albacete, marchaba a hacer lo mismo en Córdoba, exigió la incorporación de los guardias civiles. Se produjeron deserciones de éstos y una creciente hostilidad de los milicianos.
Tras unas semanas de calma tensa, el 2 de septiembre las autoridades izquierdistas exigieron el desarme de los guardias. Se negó terminantemente un capitán, llamado Cortés, que tomó el mando, iniciando otro episodio de resistencia ímproba, con escasez de municiones, de ropas de abrigo al llegar el invierno, y de víveres, llegando a comer hierbas y madroños, atacados con bombardeos artilleros y aéreos. Cortés pidió la evacuación de los no combatientes, pero le fue negada a fin de acelerar la rendición por hambre y desánimo. Los sitiados iban a sostenerse ocho meses, hasta el 1 de mayo del 1937, cuando los últimos defensores fueron arrollados en un asalto final, con carros de combate. Sólo 52 combatientes seguían ilesos, aunque exhaustos. Cortés, murió, de las heridas. Había arengado, al principio: «No quiero que nadie permanezca en el campamento contra su voluntad (…). Aquí nos espera una brega dura y difícil a cuantos permanezcamos defendiendo el honor del uniforme que vestimos y del Instituto al que pertenecemos (…) El deber hay que cumplirlo a rajatabla, sea como sea[7]».
Al día siguiente de la promesa de Franco a los del Alcázar, tenía lugar el asesinato del hijo de Moscardó más un grupo de prisioneros sacados de la cárcel, en represalia por la caída de una bomba de aviación que había matado a ocho personas.
En los días siguientes el avance de las columnas africanas se hizo más arduo. Pero el 3 de septiembre caía Talavera, ciudad de cierta importancia a 120 km de Madrid y 95 de Toledo. El golpe fue tremendo, y las izquierdas, hasta muchos ácratas, empezaron a comprender que estaban en auténtico peligro, que las milicias, ardorosas pero indisciplinadas, habían fracasado, y que urgía poner en pie un ejército en toda regla y sustituir un gobierno inane por otro representativo de las fuerzas revolucionarias, capaz de coordinar las fuerzas disponibles, todavía muy superiores a las de los rebeldes. Entonces el gobierno de Giral fue simplemente apartado y sustituido por otro, bajo la presidencia de Largo Caballero, el Lenin español, si bien Azaña seguía como presidente nominal de la «república».
Y el problema del Alcázar dejaba de ser moral y propagandístico para convertirse en estratégico, según señala la historia comunista de la guerra. Su persistencia en una retaguardia cada vez más próxima al frente debilitaba seriamente a éste, y a la inversa, aplastar a Moscardó permitiría liberar a unos 4.000 hombres, muy necesarios para afrontar a las columnas de Yagüe.
El nuevo gobierno tomó decisiones tajantes. Trató de recuperar Talavera a toda costa, mediante contraataques sucesivos, y bombardeando duramente la ciudad; y ordenó endurecer el asedio al Alcázar, combinándolo con maniobras psicológicas para desmoralizar a los sitiados. El continuo cañoneo de veinte piezas artilleras, sumado a los ataques aéreos, derribaba el torreón noreste el día 4; el 5 se hundía la fachada sur del patio; y el 8 el torreón del noroeste. Mientras, la mina avanzaba y los defensores seguían con creciente ansiedad los ruidos que marcaban su progresión. En realidad eran dos minas, pues los anarquistas construían otra por su cuenta, sin haberla comunicado al mando en un principio.
El día 9, el comandante Vicente Rojo, que sería luego el principal estratega del Frente Popular y tenía amigos en el Alcázar, entró en él para pedir la rendición, prometiendo la libertad inmediata de las mujeres, soldados y niños, y entrega de los oficiales y jefes a los jueces. Moscardó replicó: «Tengo la inmensa satisfacción de manifestarle que desde el último soldado hasta el jefe que suscribe, rechazan dichas condiciones y continuarán la defensa del Alcázar y de la dignidad de España hasta el último momento».
Pidió también un sacerdote para que celebrase una misa, y al día siguiente le fue enviado el canónigo Vázquez Camarasa, uno de los pocos clérigos partidarios de las izquierdas y de encubrir la persecución. Entró de paisano, vestido de punta en blanco, y ejerció una indisimulada presión moral a favor de la rendición. Aseguró que la vida en Madrid era normal, con las iglesias precintadas, pero respetadas. Su homilía dejó la impresión de que «venía a absolvernos en común a todos, porque al día siguiente íbamos a morir todos aplastados por la mina», deprimiendo el ánimo de los sitiados.
El canónigo dijo a Moscardó que no entendía por qué mantenía a las mujeres coaccionadas y no les permitía salir con los niños. La esposa de un oficial le respondió: «¿Coaccionadas nosotras? No. He hablado de este asunto con todas las mujeres del Alcázar, y todas piensan como yo. O salir libres con nuestros esposos y nuestros hijos, o morir abrazadas a ellos entre las ruinas, pero solas ¡nunca!»
Un tercer intento de mediación, a cargo del embajador de Chile, fracasó también.
El patio del Alcázar había quedado al descubierto desde el exterior, y sobre él caían ininterrumpidamente las granadas. El miedo a la mina provocó algunas deserciones en los días siguientes. Hasta el 17 siguieron los ruidos subterráneos, y entonces pararon: la obra estaba dispuesta. En cada mina se dispusieron dos toneladas y media de trilita, que debían volar el edificio entero con sus ocupantes. Sabiendo, por el ruido, la zona aproximada de las explosiones, los defensores se distribuyeron alejándose lo más posible de ellas. Para entonces las tropas de Franco se hallaban a 50 km, y si tenía éxito el ataque definitivo, podrían retirarse de Toledo fuerzas cuantiosas para contraatacarlas. A las 6 de la madrugada comenzó el bombardeo artillero, y media hora más tarde estallaban por fin las dos minas. Todo el poderoso edificio vaciló, se elevó una densa nube de humo, y cayó por tierra casi toda la fachada oeste y el torreón suroeste. Poco después, cuatro grupos de milicianos y guardias de asalto se lanzaron sobre las ruinas, pero, para su sorpresa, buen número de defensores los repelieron con fuego de ametralladora y fusil, rechazando en combate cuerpo a cuerpo a los que lograron entrar hasta el patio. A las cuatro horas se reanudaba el bombardeo artillero: el ataque había fracasado, dejando 170 bajas en los atacantes y 72 en los defensores.
Al día siguiente hubo un nuevo intento de asalto, orientado, como el anterior, por el general Asensio, militar de firme espíritu ofensivo, nombrado por Largo Caballero jefe de todo el ejército izquierdista del centro, y que dedicó sus mayores energías a acabar con la pesadilla de Toledo. El 21 se derrumbaba el último torreón. Para entonces los defensores sufrían 201 nuevas bajas, y su situación se hacía insostenible.
Las fuerzas rebeldes estaban ya a sólo 42 km, pero no fáciles de cubrir. Habían recorrido en un mes 425 km, de Sevilla a Talavera, pero desde esta última su progresión fue frenada por la oposición izquierdista, cada vez más enconada y con frecuentes contraataques: los siguientes 43 km de Talavera a Maqueda, distancia diez veces menor, les costaron casi tres semanas, desde el 3 al 21 de septiembre. En Maqueda se bifurcaba la carretera hacia Madrid y hacia Toledo. Entonces los rebeldes, por la misma necesidad que había llevado a la reorganización del Frente Popular unas semanas antes, se plantearon la construcción de un estado, y la concentración del mando en una sola persona, como exigencia militar inaplazable. La elección sólo podía recaer en Franco, y así fue.
Al caer Maqueda, Asensio decidió encargarse de Yagüe, y dejó Toledo al mando del teniente coronel Burillo, comunista que sustituía al teniente coronel Barceló, también comunista o comunistófilo, con la orden perentoria de acabar con Moscardó a cualquier precio. Los días siguientes, Asensio contraatacó reiteradamente a las tropas enemigas, ahora mandadas por Varela en sustitución de Yagüe, retrasando su avance, mientras en Toledo, Burillo, con creciente intervención de las milicias comunistas del célebre Quinto Regimiento (el batallón Thaelmann, al mando de Líster), repetía una y otra vez los asaltos y los bombardeos artilleros y aéreos contra el Alcázar. Creyendo la fortaleza a punto de ceder, los comunistas prepararon, con el corresponsal soviético Kóltsof, enviado de Stalin, el escenario de una victoria a la que pensaban dar máxima repercusión internacional. Pero no tuvieron mejor suerte que los anarquistas y guardias de asalto, y fueron también rechazados, aunque a duras penas. El 27, tropas en su mayoría comunistas hacían un último y baldío esfuerzo por arrollar la resistencia. En el intento de doblegar el Alcázar habían participado los jefes más prestigiosos del bando revolucionario, y el mismo Largo Caballero había ido a la ciudad a esperar la caída del baluarte.
En la noche de ese día, los soldados de Varela llegaban a la ciudad y la ocuparían al día siguiente, en medio de una represión muy violenta[8].
Esta parece ser la historia, en líneas generales. Sin embargo algunos aspectos han sido puestos en duda. El periodista useño[9] Herbert Matthews la encontrará «demasiado buena para ser cierta», y, en palabras del polemista H. Southworth, «la leyenda del Alcázar ha estado desde sus comienzos manchada por el fraude». En la misma línea escribe Blanco Escolá, y resume el estudioso A. Reig Tapia: «Algunos de los hechos son verdaderos, pero el conjunto de la narración es falso. El soporte fundamental del mito es que el hijo de Moscardó fue amenazado de ser ejecutado si el Alcázar no se rendía y al negarse su padre la amenaza se cumplió. Evidentemente «si la amenaza no se cumplió, la leyenda del Alcázar cae por su propio peso» [textual en Southworth] y todo lo demás no es sino literatura.» Extraña interpretación. El mito del Alcázar nace de una resistencia extrema, durante dos meses largos, que obsesionó al Frente Popular sin que éste consiguiera vencerla y tuvo enorme repercusión dentro y fuera de España. Tal resistencia, por nadie discutida, incluye el episodio de Moscardó y su hijo como elemento especialmente dramático, pero no es sensato pretender que, de resultar éste falso, «todo lo demás es literatura»[10].
La polémica, no obstante, ha girado de preferencia en torno a la veracidad de la conversación entre el defensor del Alcázar y su hijo, y el destino de éste. Los historiadores Alfonso Bullón y Luis E. Togores han realizado un detenido examen de las tesis de los autores «antialcázar» Luis Quintanilla, Herbert Southworth, Isabelo Herreros, Vilanova, Preston y otros, las cuales pueden resumirse así:
1. La conversación entre Moscardó y su hijo no pudo tener lugar, porque el teléfono estaba cortado y/o porque Luis Moscardó ya había muerto en Madrid, en el Cuartel de la Montaña. Además, los franquistas han ofrecido varias versiones del diálogo, y los desertores de la fortaleza no sabían nada de él, ni fue reproducido en el diario El Alcázar, impreso por los sitiados con medios rudimentarios.
Estos argumentos carecen de base, como muestran convincentemente Bullón y Togores. El teléfono estaba intervenido, no cortado, y la conversación existió, sin duda alguna, pues lo certifican testimonios de ambas partes. Luis Moscardó no murió en Madrid, sino en Toledo. La conversación no fue reproducida en El Alcázar porque éste empezó a publicarse días después de ella, y por supuesto, era bien conocida entre los sitiados y los desertores. En cuanto a las versiones de las palabras dichas, son prácticamente iguales, con cambios mínimos, naturales en la reproducción.
2. Aceptado el fusilamiento del joven Moscardó en Toledo, se objeta que algunas versiones franquistas lo presentan, falsamente, como ejecutado tras hablar con su padre. Pero si bien es cierto que no fue matado de inmediato, como han contado algunos, por error o por dramatizar aun más el suceso, en general se ha dicho la verdad; el diario ABC, por ejemplo, rectificó una primera versión falsa. El propio Moscardó nunca dijo nada así, pues creía lo contrario, como explicaba en una carta íntima a su mujer, evidentemente sin el menor carácter propagandístico: «Mi hijo de mi alma me habló con voz tranquila, y yo no hice más que decirle que encomendara su alma a Dios si llegara el caso y diera un Viva España muy fuerte. Yo espero que no sean tan crueles que quieran vengarse en la persona de mi hijo, completamente inocente en esta causa, y no pase de una amenaza, pero no obstante no puedo estar confiado»[11].
También alegan los desmitificadores que los franquistas informan diversamente sobre el dónde y el cuándo de su muerte. En realidad hubo muchas dificultades para identificar el cadáver, y distintas explicaciones por un tiempo, cosa por lo demás lógica.
3. Aceptado el fusilamiento de Moscardó hijo en Toledo, y la existencia de la conversación, se ha atribuido a ésta un carácter totalmente distinto, a partir de la tardía versión de un testigo de la izquierda, García-Rojo, recogida por Isabelo Herreros hace pocos años. Según el testigo, habrían hablado con el jefe del Alcázar no uno sino tres de los sitiadores: Carmelo Cabello, Malaquías Martín-Macho y el propio García-Rojo: «En relación a su hijo fui yo quien le hizo saber a Moscardó. Le dije, pues le conocía personalmente, que pensase que estaba allí su hijo Luis, pero sin dar a entender ningún tipo de amenaza sobre el mismo. A continuación se puso al teléfono Luis Moscardó y, más o menos, el diálogo fue el siguiente:
Luis: Papá, piensa bien en lo que están diciendo y haz caso de sus indicaciones, pues me pueden matar a mí.
Moscardó: Pues bien, es lo que haría yo con los cobardes como tú, Luis, y me quedaría el recuerdo de que por cobarde te han matado.
El muchacho comenzó a llorar y yo le dije que se tranquilizara, que no se preocupase porque no le iba a suceder nada».
Extraña que Luis pidiera a su padre la rendición sin mediar amenaza alguna, sólo por si a los milicianos se les ocurría matarle; y aun extraña más que, si los sitiadores no pensaban amenazar al coronel con la muerte de su hijo, hubieran llevado a éste allí. Por otra parte la pretensión de que fueron tres los jefes izquierdistas que hablaron con Moscardó no sólo contradice todos los demás testimonios, sino también uno anterior del mismo García-Rojo, al deponer ante el juez después de la guerra. ¿En cuál de las dos ocasiones falla la memoria al testigo? No es difícil verlo. Dice haber hablado con el coronel, por conocerle, pero éste, en la carta que envió a su mujer, sólo menciona un interlocutor, desconocido para él. Y al querer explicar su cambio de testimonio, el testigo se enreda más: «En mi declaración jurada, años después en la cárcel, me hice responsable único de la conversación en un intento de salvar la vida de Malaquías Martín-Macho, que como sabes fue fusilado». Pero, observan Bullón y Togores, en la citada declaración García-Rojo no se hizo responsable de la conversación, sino que la atribuye a Cándido Cabello. La falsificación, realmente tosca, salta a la vista.
4. Otro ataque al mito del Alcázar convierte a las mujeres y niños allí alojados en rehenes tomados para impedir el asalto. El periodista norteamericano de izquierdas, H. Matthews, recogiendo el argumento, escribió en 1957: «Las mujeres y niños que estaban en el Alcázar –unos 570– fueron sin duda atraídos y encerrados dentro de la fortaleza o por ignorancia o contra su voluntad. Más aún, los leales hicieron repetidos intentos, con las más rigurosas garantías de seguridad, para conseguir que los rebeldes dejaran salir a las mujeres y a los niños. Estas pobres criaturas fueron simplemente rehenes de los rebeldes, aprisionados contra su voluntad. Lejos de ser una fuente de orgullo para los nacionalistas, su presencia y sus sufrimientos representan uno de los más vergonzosos incidentes de la guerra civil en el lado de Franco».
Y H. Southworth remacha que Moscardó bien podía imaginar que podían matar a su hijo, pues «él mismo tenía la suficiente [maldad] como para capturar a los hijos y las hijas de otros como rehenes, y… ¿quién sabe lo que hizo con ellos?»[12].
Estas fábulas proceden especialmente del exiliado pintor Quintanilla, que también había incitado a Mathews a negar la conversación y a afirmar que Luis Moscardó había muerto en Madrid días antes; aseguraba también que los guardias civiles bajo ningún concepto podían llevar consigo a sus familias. Cosas todas ellas falsas.
En su tiempo, Matthews recibió una contundente réplica del historiador franquista Manuel Aznar, y finalmente pidió disculpas a la viuda de Moscardó: «Estoy seguro de que usted se dará cuenta de que yo escribí lo que escribí en la versión original de buena fe. Creo también, que aquellos que me facilitaron la información que utilicé actuaron de buena fe. Sin embargo, estoy convencido, después de haber leído las razones escritas por Manuel Aznar y discutido el asunto con otras personas que merecen garantía, de que debo haber estado completamente equivocado»[13].
La buena fe de Mathews salta a la vista, pero no tanto la de Quintanilla ni la de otros que mantienen impertérritos esas leyendas. De haber cientos de rehenes izquierdistas, en su mayoría mujeres y niños, posiblemente el Alcázar no habría sido atacado tan furiosamente, con intentos de volar el edificio y sepultar indiscriminadamente a sus ocupantes. Pero en realidad, como observa R. Salas. «La existencia de rehenes en el Alcázar nunca fue motivo de preocupación para los sitiadores y el tema no fue objeto de debate en una sola de las reuniones de civiles y militares. Sediles y Quintanilla sentían tan escasa preocupación por ellos que estaban dispuestos a bombardear el Alcázar con gases asfixiantes. La prensa y la radio tampoco se hicieron eco en ningún momento de este hecho, que jamás fue invocado como paralizante de la acción gubernamental[14]». La idea de los rehenes, indudablemente, se le ocurrió a Quintanilla más tarde.
Hubo, sin embargo, algunos prisioneros izquierdistas, cuya utilidad para disuadir de ataques o del asesinato de derechistas en la ciudad resultó nula, aunque acaso salvaran momentáneamente al hijo de Moscardó. ¿Cuántos rehenes hubo? Sería absurdo que metieran en el bastión a cientos de ellos, sabiendo que tenían por delante un largo asedio. Su número fue de 16, según se desprende de las anotaciones en el Cuaderno escrito por Moscardó durante el sitio. Debieron de ser liberados al llegar las tropas de Franco, pero la suerte de varios de ellos fue trágica. Lo ejemplifica el caso de Francisco Sánchez, maestro izquierdista. Bullón y Togores dicen: «Logramos localizar a su hijo Virgilio, cuyas revelaciones aclaran el porqué de la diversa suerte corrida por los presos. Según su testimonio, su padre fue puesto en libertad por Moscardó, junto con los demás rehenes (…). Durante un día deambuló por la ciudad, sin saber a dónde dirigirse, pues su familia había abandonado Toledo. Pero Toledo era una ciudad enloquecida, donde los deudos de los asesinados por los republicanos buscaban venganza, y señalaban a las tropas las personas que debían ser fusiladas. Francisco Sánchez fue uno de los denunciados, por lo que fue pasado por las armas, sin que en su muerte tuviera nada que ver el coronel Moscardó (…). Cuando Moscardó supo que algunos de los rehenes habían sido asesinados se indignó, pues consideraba harto evidente que al haber estado encerrados dentro del Alcázar no se les podía culpar de ninguna de las tropelías que habían cometido sus correligionarios».
Otros corrieron mejor suerte, como la mujer e hija del concejal Domingo Alonso, auxiliadas por varios guardias civiles, pero quizá fueron más los represaliados[15].
Pese a la contundencia de testimonios y libros como el de Bullón y Togores, el «asedio al Alcázar» persiste encarnizadamente en los papeles. El estudioso Reig Tapia, después de limitar la «leyenda» al episodio de Luis Moscardó, y definir como «literatura» el resto, juzga la versión de García-Rojo, que presenta al padre llamando al hijo cobarde, «tan verosímil como cualquiera otra de las esgrimidas», cuando, como hemos visto, sólo resulta verosímil para quien quiera prescindir de la facultad crítica. Y explica: «Que el hijo de Moscardó se desplomara moralmente en la creencia de que iba a ser fusilado –recuérdese el caso de García Lorca–, simplemente humanizaría al hijo y, para el caso, el padre no hace sino reflejar la mentalidad militar propia de la época impregnada toda ella del militarismo fascista dominante»[16].
¿Sería fascista Guzmán el Bueno, o debería un jefe militar rendirse ante un chantaje así, para no serlo? ¿Qué dirían Reig, Southworth, Quintanilla, etc., si el caso hubiera ocurrido con los papeles de nacionales y «republicanos» invertidos? Y ya que Reig emplea la palabra fascista como un insulto, ¿no debería aplicarlo, más bien, a quienes idearon semejante tortura moral para el padre y el hijo? Por supuesto, es humano el desfallecimiento ante la muerte, y sólo un cretino lo reprocharía a García Lorca o a cualquiera. Pero también es humana la postura valerosa, y sólo un necio la denigraría.
La poca seriedad de Reig resalta en su pretensión de que los milicianos no pensaban fusilar al hijo de Moscardó. ¿Por qué no habían de hacerlo cuando, con mucho menos motivo, eran fusilados otros, en los dos bandos? La primera deposición de García-Rojo, en la cárcel, suena más veraz, cuando señala que sólo la interposición de algunos, aduciendo un posible canje de rehenes, salvó al joven en aquel momento. Pero así quiere verlo Reig: «Su hijo será fusilado, en otro contexto, como una víctima anónima más de las tantas que hubo en la guerra, un mes más tarde, el 23 de agosto, junto con otros presos que fueron objeto de una “saca” ante la sinagoga del Tránsito, como represalia de un bombardeo de la aviación rebelde sobre la ciudad que provocó numerosas víctimas inocentes, entre las que se encontraban varias mujeres y niños (matices y circunstancias que la propaganda franquista, obviamente, se encargó de ocultar celosamente). Todos estos matices y circunstancias confieren al suceso una perspectiva radicalmente nueva que imprime al lamentable episodio un sesgo bien diferente del presentado por la hagiografía franquista»[17].
En realidad no fue una «saca» tan anónima, pues con Luis Moscardó cayeron otros destacados derechistas locales, como el fiscal de la Audiencia o el secretario de la Diputación, amén de varios hermanos maristas.
Y no menos erróneo es atribuir a los nacionales el bombardeo causante de la «saca». Para apoyar su versión, Reig cita a historiadores franquistas como Arrarás y Jordana de Pozas, que cuando escribieron ignoraban la realidad. Pero omite que ya en 1973 Ramón Salas, en su monumental Historia del Ejército Popular de la República, transcribe una nota pasada al ministro por el estado mayor izquierdista en relación con el bombardeo del día 23: «A un aparato de la aviación leal se le cayó una bomba cerca de la esquina de la calle ancha de Zocodover y que ha producido cuatro muertos y aproximadamente dieciséis heridos que están en los hospitales».
En el parte del día siguiente el número de muertos subía al doble, probablemente por heridos fallecidos en el hospital. Así pues, las «víctimas inocentes, mujeres y niños» fueron causadas por un avión populista. Como señala Salas: «el bombardeo aéreo que provocó el asalto a la cárcel (…) fue efectuado por un avión gubernamental y el hecho era perfectamente conocido, desde que se produjo, por las autoridades civiles y militares y jefes de milicias y muy posiblemente incluso por la población civil, pues el bombardeo se efectuaba sobre el Alcázar y fue una sola bomba la que cayó fuera, aunque muy próxima al objetivo». No obstante lo cual fue utilizado para organizar una matanza de presos[18].
Parece poco dudoso a estas alturas que el mito del Alcázar responde en lo esencial a la realidad, como hubo de reconocer Matthews. Por lo demás no se trató de un caso único, pues muy similares fueron los de Simancas, Oviedo (liberada en octubre), Santa María de la Cabeza; y sin estar totalmente rodeadas, también fueron realmente duras, heroicas propiamente hablando, las resistencias de Guadalupe, Teruel, Huesca, Zaragoza y otras. Nada semejante ocurrió en el bando contrario, como reconoció el líder anarquista García Oliver: «Se está dando un fenómeno en esta guerra, y es que los fascistas cuando les atacan en ciudades aguantan mucho, y los nuestros no aguantan nada; ellos cercan una pequeña ciudad, y al cabo de dos días es tomada. La cercamos nosotros y nos pasamos allí toda la vida»[19].
Lo mismo vienen a reconocer las instrucciones del gobierno de Largo Caballero para la defensa de Madrid: «La defensa de la plaza de Madrid, que al ejemplo de la realizada por el enemigo en plazas como Toledo, Oviedo, Huesca y Teruel, debe hacerse a toda costa, defendiendo palmo a palmo el terreno…».