GARCÍA LORCA, MAEZTU, LOS PADRES ESPIRITUALES DE LA REÚBLICA, Y OTROS INTELECTUALES
Maeztu era un notable pensador, comprometido con el monarquismo en la línea de Calvo Sotelo, y autor de ensayos muy conocidos como Defensa de la Hispanidad, Don Quijote, Don Juan y La Celestina, o La crisis del humanismo. Había fundado, con Sainz Rodríguez, la emblemática revista intelectual Acción Española. Cuenta Sainz: «Dos o tres días antes del Alzamiento Nacional, algunos amigos nos fuimos a Burgos; siempre tendremos el remordimiento de no haber llevado con nosotros a Maeztu». Iban con Sainz, el general Jorge Vigón y el Marqués de las Marismas. ¿Por qué dejaron a Maeztu? La explicación del primero revela algo: «Ya sea porque no cabíamos bien en el coche, o porque no les seducía a los demás la compañía de Maeztu pues, aunque era hombre de gran mérito, en su conversación particular resultaba un poco reiterativo y pesado, y quizá por huir de eso durante el viaje, cometimos la ligereza de no avisarle».
Con esa frivolidad abandonaron a su suerte a un hombre de mérito harto superior, en el plano intelectual, al de cualquiera de los tres. Al empezar el alzamiento, Maeztu se refugió en casa de su amigo Dodero. Allí le detuvieron el 31 de julio, mientras su esposa y su hijo buscaban asilo en la embajada inglesa[1].
En el clima enrarecido de julio, Federico García Lorca, poeta y dramaturgo de gran prestigio, anunció a sus amigos, el día 11, que pensaba ir a Granada. El escritor falangista Agustín de Foxá, le dijo: «Si quieres marcharte, no vayas a Granada, sino a Biarritz». Otros quisieron disuadirle, pero él replicó: «No soy enemigo de nadie». Apenas conocido el asesinato de Calvo Sotelo, comunicó a un amigo: «Estos campos se van a llenar de muertos. Me voy a Granada y sea lo que Dios quiera». Y así lo hizo esa misma noche[2].
En Granada triunfó el día 20 la sublevación, pero el poeta no se sintió amenazado. Su trayectoria política sólo podía estimarse tenuemente de izquierdas, había mantenido distancias con la política y tenía amistad o trato con gente de ambos bandos, incluso falangistas; hasta con el propio José Antonio. Pronto comprendió, sin embargo, que corría peligro en el clima de odios políticos y ajustes de cuentas imperante por aquellos días, y abandonó la casa paterna para confiarse a la protección de otro destacado poeta, el falangista Luis Rosales, en cuya casa recaló el 9 de agosto. Rosales, prudente, le ofreció pasarlo a la zona contraria, pero García Lorca rehusó, pensando capear la tormenta inicial. Cometía un trágico error.
Miguel de Unamuno era uno de los escritores y pensadores españoles más descollantes. Había «perseguido», más que a la recíproca, a la dictadura de Primo de Rivera, según sus propias palabras, y se le consideraba un «padre espiritual» del nuevo régimen: «Soy (…) uno de los que más han contribuido a traer al pueblo español la República». Pero su desencanto había ido en aumento, hasta hacerse visible repugnancia después de las elecciones del Frente Popular, sobre cuyo ambiente traza descripciones como la famosa de «una Sala de Audiencia cercada por una turba de energúmenos dementes que querían linchar a los magistrados, jueces y abogados. Una turba pequeña de chiquillos -hasta niños, a los que se les hacía esgrimir el puño- y de tiorras desgreñadas…».
Rector perpetuo de la Universidad de Salamanca, en manos de los rebeldes desde el principio, abrazó de inmediato la causa de éstos, considerándola salvadora de España y de la civilización cristiana. El escritor stalinista Iliá Ehrenburg le fulminaba: «Ya no hay en la lucha escritores “neutrales”. El que no está con el pueblo, está contra él». Y ponía como ejemplos de «auténticos defensores de la cultura» a Ortega, Gómez de la Serna, Alberti o Antonio Machado, alineados con «el pueblo». Los populistas se esforzaron en contrarrestar el influyente apoyo moral de Unamuno al enemigo, movilizando firmas como la de Ortega y Gasset, el otro intelectual español de mayor proyección internacional[3].
Al comenzar la guerra, el filósofo José Ortega y Gasset, enfermo y sintiéndose en su casa a merced de los milicianos, fue a refugiarse en la Residencia de Estudiantes, renombrado centro intelectual madrileño. Tenía motivos para el miedo, pues, aunque en 1930 y 1931 había sido el gran mentor de la república, había sentido hacia ella un pronto desengaño, manifestado crudamente en algunos artículos, y había rechazado honores oficiales, lo que muchos republicanos tomaron por afrenta y deserción. Sin embargo era, con Unamuno, el intelectual español más conocido e influyente fuera de España, y eso le proporcionaba cierta salvaguardia. Pero tampoco en la Residencia pudo estar tranquilo, pues, como dice Moreno Villa: «unas cuantas mujeres [de la servidumbre] aleccionan a las demás y empiezan a mirarnos como a burgueses dignos de ser arrastrados. Un escribiente de la oficina se enfrenta con la dirección y pide que se le entregue el dinero de aquella Casa». El director, Jiménez Fraud, se negó, exponiéndose a ser «paseado», y terminó huyendo a Inglaterra, en septiembre[4].
Hacia finales de julio, una asociación intelectual pro revolucionaria, la Alianza de Intelectuales Antifascistas para Defensa de la Cultura, dirigida por el cristiano progresista José Bergamín, ideó un manifiesto: «Contra este monstruoso estallido del fascismo, que tan espantosa evidencia ha logrado ahora en España, nosotros, escritores, artistas investigadores, hombres de actividad intelectual, en suma, agrupados para defender la cultura en todos sus valores nacionales y universales de tradición y creación constante, declaramos nuestra identificación plena y activa con el pueblo, que ahora lucha gloriosamente al lado del gobierno del Frente Popular defendiendo los verdaderos valores de la inteligencia al defender nuestra libertad y dignidad humanas, como siempre hizo.»
La Alianza solicitó la firma de Ortega, el cual rehusó al principio, pero cedió enseguida, atemorizado por el torvo ambiente.
Desde el 31 de julio el manifiesto fue difundido al mundo entero, con firmas como las de Ortega, Gregorio Marañón, Ramón Pérez de Ayala, Antonio Machado, Ramón Menéndez Pidal, Juan Ramón Jiménez, Ramón Gómez de la Serna y otros destacados escritores. Los cuatro primeros solían ser considerados «los padres espirituales de la república», por su importante papel en la creación del clima popular pro republicano en 1930 y 1931, pero de ellos quizá era Machado el único firmante sincero. Algunos no engañaban a las izquierdas. El 4 de agosto publicaba Claridad, órgano del sector socialista de Largo, un sarcástico comentario sobre el «cinismo» de Azorín: «El delicado y espiritual Azorín, el intrépido Azorín, se adhiere al Frente Popular». No le daba crédito, pues «pertenece a una generación de intelectuales traidores o neutrales», en alusión a la Generación del 98, de la que sólo salvaba a Valle-Inclán, ya muerto. El calificativo de traidor en aquellas circunstancias suponía un peligro inminente, y el aludido se apresuró a poner tierra por medio.
Tras la firma del manifiesto, los milicianos exigieron a Ortega hablar por Radio América, pero esta vez el filósofo rehusó. En consecuencia, empezó a hablarse de él como orientador de la Falange y el fascismo. El acusado, bien apercibido de lo que ello significaba, se dio prisa en desaparecer, logrando embarcar en Alicante para entrar en Francia el 7 de agosto.
La segunda mitad de agosto trajo varios sucesos relacionados con los intelectuales. Entre insultos y amenazas, el Frente Popular destituyó a Unamuno, Ortega y otros, de sus cargos en la universidad o en otros organismos. Sirva como muestra el suelto sobre Unamuno aparecido en 20 de agosto en el diario azañista Política, teóricamente moderado: «La traición de Unamuno —prevista y despreciable— desnuda moralmente a un histrión calculador, travestido de austero puritano. Lo que no encontraríamos a lo largo de esta vida —brillante escaparate y trastienda de mercader judío— es valor cívico, desinterés ni consecuencia».
La consigna en el mismo diario, el 31 de julio, era: «La intelectualidad española execra el criminal levantamiento militarista. Unión total, plena y activa con el pueblo». No obstante, muchos intelectuales preferían alejarse de aquel «pueblo». Josep Pla, considerado el mejor prosista del siglo en catalán, huía a Francia desde Barcelona, con un falso pasaporte escandinavo, facilitado por el padre de una amante suya, noruega. Hacia finales de año llegaban también al vecino país Juan Ramón Jiménez, Ramón Gómez de la Serna, Gregorio Marañón, Azorín, Menéndez Pidal, Pío Baroja, Pérez de Ayala y otros, huidos de la zona «republicana» por sentirse en peligro o a disgusto en ella. A Baroja lo capturaron en un primer momento unos requetés sublevados, que, dice el escritor, quisieron fusilarlo, aunque lo dejaron seguir. Flores de Lemus, el economista más prestigioso del país y maestro de otros muchos, también se evaporó, por amenazas de muerte.
Pero el hecho más retumbante y trágico fue el asesinato de García Lorca, en el bando rebelde. El 16 de agosto el poeta fue detenido. Según el testimonio de Luis Rosales, recogido por el también escritor I. Agustí, capturaron a García Lorca en un gasómetro detrás de la casa del primero. «Cuando le sacaron de allí yo vi asomar su cabeza, lívida como la de un muerto»[5]. Rosales hizo gestiones para su liberación, quizá sin demasiado empeño, se ha dicho, por creer imposible lo que iba a suceder. Y el día 19 en la madrugada, García Lorca era asesinado, con otras tres personas, en una localidad cercana a Granada, Víznar. El eco del crimen fue inmenso, todavía resuena, e intelectuales de todo el mundo se movilizaron en la protesta y la condena.
Repercusión infinitamente menor tuvieron asesinatos perpetrados por las izquierdas, como el de Francisco Valdés, literato extremeño y colaborador de la revista monárquica Acción Española, o el del jesuita Ignacio Casanovas, investigador sobre Balmes e Ignacio de Loyola, autor de numerosos estudios críticos de pensamiento y fundador de una prestigiada revista de historia sacra. Paul Claudel clamó por una protesta de los intelectuales europeos, pero éstos prefirieron el silencio.
Octubre será otro mes en que el papel de algunos intelectuales tendrá vasta repercusión, especialmente por el incidente del día 12, en Salamanca, protagonizado por Unamuno. Éste, destituido de sus cargos por el gobierno y repuesto por los rebeldes, había ido enfriando su entusiasmo por los últimos, ante las venganzas y crímenes en curso, víctimas de los cuales habían sido amigos suyos, como un pastor evangélico de Salamanca y otro, acusado de masón. Amargado, empezó un libro titulado El resentimiento trágico de la vida, recordando otro título suyo famoso. No se trata de una reflexión histórica o política, sino moral, en la que denuesta por igual a unos y a otros contendientes, mediante descripciones de crueldades y vilezas cargadas de significado.
El 12 de octubre, en la conmemoración del día de la Hispanidad, en la Universidad de Salamanca, Unamuno chocó con el fundador de la Legión, Millán Astray. Sobre el incidente y las palabras pronunciadas por uno y otro hay versiones diversas, pero en lo esencial parece que el primero empezó criticando los odios desatados por la contienda, a la que, haciendo un juego de palabras más bien vacuo, calificó de «incivil». Millán, con la mentalidad del soldado en lucha a vida o muerte, despreciador de las vacilaciones intelectuales, le replicó: «¡Viva la muerte!», o bien «¡Muera la inteligencia!», corrigiéndole el escritor José María Pemán, allí presente, con un «¡Viva la inteligencia y mueran los malos intelectuales!». Unamuno acusó al militar de querer crear una España nueva a imitación de sí mismo, es decir, mutilada: «Éste es el templo de la inteligencia, y yo soy su sumo sacerdote. Vosotros estáis profanando su sagrado recinto. Yo siempre he sido, diga lo que diga el proverbio, un profeta en mi propio país. Venceréis, pero no convenceréis».
Entre el revuelo, la esposa de Franco, Carmen Polo, secundada por Pemán, dio el brazo al intelectual, para protegerlo de posibles agresiones, y los tres salieron del lugar.
Unamuno narraría así el incidente a un amigo: «Dije que vencer no es convencer ni conquistar es convertir, que no se oyen sino voces de odio (…). Hubiera oído usted aullar a esos dementes falangistas azuzados por ese loco y grotesco histrión que es Millán Astray». Y había clamado al novelista griego Kazantzakis: «¡Estoy desesperado! (…) Se lucha, se matan unos a otros, queman iglesias, celebran ceremonias, ondean las banderas rojas y los estandartes de Cristo. ¿Cree usted que esto ocurre porque los españoles tienen fe, porque la mitad de ellos cree en la religión de Cristo y la otra mitad en la de Lenin? En absoluto (…).Todo lo que está ocurriendo en España es porque los españoles no creen en nada (…). El pueblo español se ha vuelto loco. El pueblo español y el mundo entero (…). ¡Estoy solo! ¡Solo, como Croce en Italia!»[6].
Unamuno fue destituido nuevamente de su cargo de rector de la universidad salmantina, ahora por los franquistas, pero no sufrió persecución, contra versiones muy difundidas. Lleno de pesadumbre, se recluyó a su casa, donde falleció el último día de diciembre, siendo enterrado con grandes honores por los falangistas, que antes le habían insultado. Sobre su actitud en esos meses han corrido diversas versiones. Al parecer, en medio de sus dudas angustiadas, reafirmó a un periodista francés que el movimiento rebelde «tiende a salvar la civilización occidental cristiana y la independencia nacional»[7].
En la noche del 28 al 29 de octubre, dos semanas y media después del incidente de Salamanca, Ramiro de Maeztu, encarcelado en la prisión madrileña de Ventas, era despertado por los guardianes, supuestamente para hablar con el director de la prisión. Empezó a vestirse, pero un vigilante «antiguo camarero, maestro en asesinatos», le advirtió: «Para donde va, puede usted ir muy bien en pijama». El prisionero pidió la absolución a un sacerdote compañero de celda y salió. Acaso lo mataron enseguida, y llevaron el cadáver a Aravaca, o bien lo fusilaron junto con otros en este lugar, cercano a la capital. Diversos especialistas lo han considerado el pensador español más relevante de su tiempo, después de Ortega y Unamuno[8].
El carácter espiritual de la contienda tuvo un nítido reflejo en los intelectuales. Las izquierdas, mucho más hábiles en este aspecto, sobresalieron en la guerra de la propaganda, forjando estereotipos perdurables, en especial el de que la intelectualidad se puso, casi en bloque, a su lado, el lado del «pueblo» y de la cultura. El caso de García Lorca tuvo difusión mundial como la prueba terminante del carácter salvajemente anticultural de los rebeldes, y el de Unamuno como expresión de su primario odio al intelecto. Los contrarios no supieron o no quisieron explotar en la misma escala las fechorías de sus contrarios. Y sin embargo la represión del Frente Popular contra intelectuales desafectos fue muy dura (en noviembre caería en Madrid otro conocido dramaturgo y humorista, Pedro Muñoz Seca, aumentando una lista que incluye a diversos clérigos profesores o investigadores de mérito[9]). La actitud izquierdista hacia los miembros de la Generación del 98, compuesta por varios de los principales escritores y pensadores de España, es inequívoca: Unamuno, Azorín, Baroja, Manuel Machado, hermano de Antonio, fueron anatematizados y si se hallaban en territorio izquierdista debieron huir de la amenaza mortal que sentían sobre sí, cumplida en Maeztu. Por otra parte, las izquierdas perpetraron una hecatombe de obras de arte, bibliotecas, edificios históricos o artísticos, etc. Que con tales acciones hayan logrado pasar, en España y en el extranjero, por apóstoles de la cultura, demuestra una destreza propagandística que sólo puede inspirar un respeto reverente y algo temeroso.
Lo indicado no impidió a otros intelectuales identificarse con los revolucionarios. Algunos de ellos de buena fe, como Antonio Machado o Miguel Hernández; otros hasta extremos policíacos, como Alberti, que publicaba en la revista El mono azul, la sección titulada, con juego de palabras inequívoco, «A paseo», en especial contra escritores «reaccionarios». A Bergamín, católico avanzado, no le preocupó la matanza del clero y la destrucción de iglesias, y justificó en su momento las torturas y asesinatos contra miembros del POUM, partido comunista heterodoxo, aplastado por el PCE[10]. Ambos participaron activamente en la movilización internacional de escritores, organizada por el eficacísimo aparato de propaganda de la Comintern, que produjo innumerables declaraciones, protestas, recogidas de firmas, etc., culminando en el II Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura, en Valencia, en julio de 1937.
Por otra parte fue muy indicativa la reacción de los «padres espirituales de la república», Marañón, Pérez de Ayala y Ortega, así como la de otros intelectuales muy destacados, tras firmar, obviamente por temor, el manifiesto de identificación con el Frente Popular. Una vez lograron ponerse a salvo, expresaron su verdadero pensamiento, fuera en público o en cartas privadas. Ortega acusó duramente a los intelectuales extranjeros, ejemplificándolos en el caso de Einstein, de dogmatizar sobre España sin tener apenas la menor idea ni de su historia ni de su realidad presente, y de desacreditar de paso la función intelectual[11].
Los tres se inclinaron por Franco, y en sus cartas personales expresan sin ambages, en especial Marañón, uno de los referentes del liberalismo hispano, su aborrecimiento por las autoridades y las actuaciones del Frente Popular: «Esa constante mentira comunista, que es lo más irritante de los rojos. Por no someterme a esa servidumbre estúpida de la credulidad, que ha ganado a tantas gentes como Sánchez Román, Zuazo y tantos más, es por lo que estoy contento de mi actitud». «Ser demócrata ha llegado a ser, en la práctica, esto: creer todo lo que nos dicen en nombre de la democracia. Creer que Rusia representa la libertad; que Negrín es un sabio y un gran político; que el ejército rojo se rehace cada vez que le derrotan (…). La inmensa tragadera del demócrata se extiende a todo lo demás».
De los líderes izquierdistas escribe: «¡Qué gentes! Todo es en ellos latrocinio, locura y estupidez. Han hecho, hasta el final, una revolución en nombre de Caco y de caca». «Bestial infamia de esa gentuza inmunda.» «Tendremos que estar varios años maldiciendo la estupidez y la canallería de estos cretinos criminales, y aún no habremos acabado. ¿Cómo poner peros, aunque los haya, a los del otro lado?». «Horroriza pensar que esta cuadrilla hubiera podido hacerse dueña de España. Sin quererlo siento que estoy lleno de resquicios por donde me entra el odio, que nunca conocí. Y aun es mayor mi dolor por haber sido amigo de tales escarabajos y por haber creído en ellos[12].»
Pérez de Ayala no era menos explícito: «Cuanto se diga de los desalmados mentecatos que engendraron y luego nutrieron a sus pechos nuestra gran tragedia, todo me parecerá poco (…). Lo que nunca pude concebir es que hubieran sido capaces de tanto crimen, cobardía y bajeza». «En Octubre del 34 tuve la primera premonición de lo que verdaderamente era Azaña.»
Marañón, después de haber suscrito en Madrid el célebre manifiesto de intelectuales izquierdistas, escribió, ya a salvo: «Mi respeto y mi amor por la verdad me obligan a reconocer que la República española ha sido un fracaso trágico (…). Desde el principio del Movimiento Nacional lo he aprobado explícitamente y le he enviado mi adhesión (…). Estoy orgulloso de tener a mis dos hijos en el frente como simples soldados». Y así otros[13].
Una polémica algo absurda se ha centrado en el número de intelectuales que apoyó a uno u otro bando. En cuanto a los extranjeros, la vasta mayoría apostó por los revolucionarios, pero la crítica que les hizo Ortega tenía algo, y aun mucho, de verdad: ignoraban casi todo sobre España. Y daban crédito a los productos de la propaganda de la Comintern, dirigida por el genial, a su modo, Willi Münzenberg.
Mayor peso podría tener la actitud de los intelectuales españoles, a quienes la izquierda ha presentado como identificados, casi en bloque, con «el pueblo», es decir, con los revolucionarios. Los rebeldes eran menos expertos y algo reacios a organizar tales campañas. Las expresiones de Millán Astray en su incidente con Unamuno no reflejaban sólo una especie de brutalidad soldadesca, sino el disgusto muy extendido en medios conservadores hacia los intelectuales, a quienes tendían a considerar mayoritariamente demagogos y agentes de «la mentira revolucionaria». No obstante, los rebeldes recibieron un apoyo intelectual no menos importante que el de sus contrarios. Si la izquierda contó con figuras tan notorias como Picasso, Antonio Machado, Bergamín, Alberti, Miguel Hernández, Buñuel, León Felipe, Sender, Barea, Sánchez Albornoz y tantos más, los rebeldes contaron con la adhesión, en distintos grados, de las figuras más destacadas del pensamiento, como Ortega, Unamuno (al menos al principio), D’Ors, García Morente, Maeztu, el patriarca de los historiadores Menéndez Pidal, etc.; de escritores destacados como el premio Nobel Benavente, Azorín, Baroja, Rosales, Pemán, Manuel Machado, Pérez de Ayala, y muchos más; o de artistas como Dalí, Gutiérrez Solana, Sert, Zuloaga, y otros; de los principales intelectuales vascos y catalanes (aparte de los citados, Pla, Valls Taberner, Agustí, etc.), y de los gallegos, Fernández Flórez, Camba, Risco y otros. El historiador Cuenca Toribio ha mostrado cómo la joven generación intelectual que entonces afloraba optó mayoritariamente por el bando rebelde o nacional: Foxá, Sánchez Mazas, Ridruejo, Laín, Neville, Torrente Ballester, Tovar, Montes, Cela, Víctor de la Serna, Cunqueiro, Mourlane, el maestro Rodrigo, etc.[14] Todo lo cual reflejaba, como en tantos otros campos, un país partido en dos.