«LA MAYOR PERSECUCIÓN RELIGIOSA DE LA HISTORIA»
Un resultado bastante previsible del reparto de armas a las masas fue el estallido de una persecución contra la Iglesia que tomó proporciones gigantescas, superiores a las de la Revolución francesa y, probablemente, a las del Imperio romano. En ella caerían en torno a 7.000 religiosos, incluyendo 13 obispos, más 3.000 laicos católicos por el mero hecho de serlo[1], la mitad en sólo los dos primeros meses.
Acompañó a la siega una extrema crueldad. Un anciano coadjutor fue desnudado, martirizado y mutilado, metiéndole en la boca sus partes viriles. A otro le fusilaron poco a poco, apuntando sucesivamente a órganos no vitales. Varios fueron toreados, y a alguno le sacaron los ojos y lo castraron. A un capellán le sacaron un ojo, le cortaron una oreja y la lengua, y le degollaron. A otro le torturaron con agujas saqueras ante su anciana madre. Otro fue atado a un tranvía y arrastrado hasta morir. Once detenidos en una checa fueron golpeados y cortados con mazas, palos y cuchillos, hasta hacerlos pedazos. Bastantes fueron asesinados lentamente, en espectáculos públicos, a hachazos, etc. Un cadáver tenía una cruz incrustada entre los maxilares. A una profesora de la Universidad de Valencia le arrancaron los ojos y le cortaron la lengua para impedirle seguir gritando «viva Cristo Rey». A otra seglar la violaron delante de su hermano, atado a un olivo, y luego mataron a ambos. Casos como éstos, recogidos por el investigador V. Cárcel Ortí en La gran persecución, España, 1936-1939 y referidos a la diócesis de Valencia, se repitieron en las demás regiones, con algunas variantes, como la de las personas arrojadas vivas a fieras del zoo madrileño[2]. Otros muchos eran fusilados en grupos. Cayeron así jóvenes y ancianos y cerca de trescientas monjas de todas las edades, en circunstancias a menudo horripilantes. Varios obispos fueron vejados y apaleados; al de Barbastro le cortaron los testículos[3], y luego, ya agonizante, le arrancaron algún diente de oro.
Con frecuencia se ofrecía a las víctimas salvar la vida a cambio de algún acto o expresión antirreligiosa, como blasfemar, pisar un crucifijo, etc., pero nunca o rara vez tuvieron éxito esas presiones, justificando el conocido verso de Claudel, «… et pas une apostaste» (y ni una apostasía).
Las vejaciones y ensañamiento con las víctimas proseguían muchas veces sobre los cadáveres, los cuales eran golpeados, quemados o tirados por barrancos. En los conventos eran exhumados a menudo ataúdes y esqueletos o cuerpos momificados, y expuestos al ludibrio público. Muchos templos quedaron convertidos en cuadras o almacenes, y los altares en pesebres, y menudearon las ceremonias burlescas, con imitaciones obscenas de misas y destrucción de objetos del culto. En los cementerios solían ser quebradas las cruces y rotas las lápidas con alusiones cristianas.
La persecución se cebó también sobre las cosas, devastando un ingente patrimonio: «tesoros históricos y artísticos de incalculable valor fueron pasto de las llamas: retablos, tapices, cuadros, custodias (…), imágenes sagradas de grandes pintores y escultores como Montañés, Salcillo, Pedro de Mena, Alonso Cano, José María Sert, y otros monumentos insignes de la arquitectura y escultura religiosas quedaron abatidos», señala Cárcel Ortí. Igualmente ardieron «antiquísimas y valiosísimas bibliotecas de conventos, seminarios y catedrales, así como archivos diocesanos y capitulares»[4]. La mera destrucción dio paso al saqueo y la requisa sistemáticos, resultando de ellos la acumulación de grandes tesoros, buena parte de los cuales fue llevada al extranjero por los dirigentes, cuando perdieron la guerra[5].
Tales hechos, abundantemente documentados, muestran el carácter sistemático del exterminio del clero y el arrasamiento de la herencia histórico-religiosa de España. Configuran uno de los rasgos más peculiares y destacables de la guerra, por no decir su veta en cierto modo más profunda e íntima.
Los revolucionarios no ocultaban su satisfacción por los logros alcanzados. En agosto del 36, Andrés Nin, líder del POUM, partido semitrotskista, señalaba: «El problema de la Iglesia (…). Nosotros lo hemos resuelto totalmente, yendo a la raíz: hemos suprimido los sacerdotes, las iglesias y el culto». En marzo del 37, José Díaz, jefe del partido que torturaría y asesinaría a Nin, se congratulaba: «En las provincias que dominamos (…) [hemos] sobrepasado en mucho la obra de los soviets, porque la Iglesia, en España, está hoy aniquilada». Otros anarquistas, socialistas, etc., hablaban con no menor euforia[6].
A menudo se ha dicho que las autoridades «republicanas» se vieron desbordadas y trataron de frenar aquel movimiento, pero ni la prensa, ni los documentos, ni los antecedentes autorizan a creerlo, fuera de gestos aislados y declaraciones inefectivas. Companys, por ejemplo, ayudó a salvar al cardenal Vidal i Barraquer[7], y a los curas nacionalistas, pero, como líder de un partido jacobino y anticlerical, su actitud fue básicamente indiferente. Vidarte cuenta cómo, cuando se enteró de que acompañaba a Francia a un monje, hermano de Negrín, soltó una carcajada: «De esos ejemplares, aquí ya no quedan»[8]. El diario azañista Política, presuntamente moderado, atizaba las pasiones con noticias como ésta, el 16 de agosto: «Cien millones de pesetas [unos 20.000 millones actuales] en la caja de unas monjas. ¡Y se llamaban hermanitas de los pobres!». Aludía a las cajas privadas depositadas en los bancos, confiscadas por entonces, una de las cuales contendría el supuesto botín.
Y si Radio Barcelona animaba: «¿Qué importa que las iglesias sean monumentos de arte? El buen miliciano no se detendrá ante ellos. Hay que destruir la Iglesia»[9]; Política publicaba sueltos como éste, el 18 de agosto: «Ningún tesoro más precioso que la razón, la justicia y la libertad (…). Casi todos esos monumentos cuya caída deploramos, son calabozos donde se ha consumido durante siglos el alma y el cuerpo de la humanidad (…). ¡Bien hayan los bellos versos del poeta sobre el castillo de sus antepasados, arrasado por la Revolución Francesa, versos que terminan con un pensamiento tan nuevo en poesía como en política: “Bendito seas tú, viejo palacio, sobre el que pasa ahora la reja del arado. Y bendito seas tú, el hombre que hace pasar el arado por ti”. Este cántico al vandalismo, justificado en el concepto jacobino de la razón, sólo podía espolear a los incendiarios y saqueadores.
Y Azaña, que tantos desmanes lamenta en sus diarios, apenas menciona esta persecución, pese a afectarle, entre otras cosas, por haber sido masacrados casi todos los profesores que le habían educado (mal, a su juicio), en El Escorial. Deja clara su postura en anotación del 6 de septiembre de 1937, donde consigna la visita de uno de los raros supervivientes del colegio escurialense, el agustino Isidoro Martín, a quien no se priva de amonestar, pintándolo encogido y dándole la razón en todo. El alcalaíno culpa de la persecución a la propia Iglesia por intolerante: «La ferocidad del todo o nada nos ha traído la situación actual», pues el clero y las derechas no habían sabido «dejarse cortar un dedo para salvar la mano. Las aspiraciones de la República, por muchos motivos, tenían que ser moderadas. Se empeñaron en creer que eran expoliadoras y demoledoras. Ya ve usted: se ha perdido la mano y todo el brazo».
Lo que entendía Azaña por moderación no es fácilmente inteligible, máxime cuando él llegó al poder predicando lo contrario. Y remacha sobre el asustado superviviente: «Usted no tiene ningún motivo para ser republicano, pero los tiene, y muy graves, para condenar la violencia, las rebeliones, las guerras (…). Pues ya ve usted: sus amigos fervorosos, los apasionados de la religión y del orden, son los causantes, no solamente de la desventura personal de usted y de sus compañeros, sino de las instituciones a que pertenecen». Parecía haber olvidado la insistencia –baldía– de las derechas en que él, como gobernante, pusiera coto al proceso revolucionario después del 16 de febrero.
El agustino le expone su deseo de marchar a Francia: «Ir a la zona rebelde “no le trae cuenta”. (…) Cuando ha sabido por mí que el ex ministro católico Giménez Fernández ha sido asesinado en Sevilla [por los franquistas], se ha llevado las manos a la cabeza, horrorizado». Noticia falsa, por lo demás.
Otra explicación de Azaña tiene algo de alucinada: «¿No sabe usted que me pintan como un furibundo enemigo de la Iglesia católica? Es estúpido. Desde mi punto de vista, llamarme enemigo de la Iglesia católica es como llamarme enemigo de los Pirineos (…). Lo que no admito es que mi país esté gobernado por los obispos, por los priores, las abadesas o los párrocos (…). A lo que me opongo es a que [los religiosos] enseñen a los seglares filosofa, derecho, historia, ciencias… Sobre eso tengo una experiencia personal más valiosa que todos los tratados de filosofía política».
Que aprovechase el poder para clausurar centros de enseñanza, algunos de gran solera y prestigio, simplemente por una experiencia personal, y que concediera a ésta más valor que a «todos los tratados de filosofía política», tiene mucho de explícita declaración de despotismo. Según él, sería estúpido creerle enemigo de la Iglesia por estas y otras medidas similares. Aun más peculiar suena su presunción de que antes de él gobernaban el país los obispos o las abadesas[10].
La persecución venía alimentada por una cruda propaganda e innumerables agresiones y actos de vandalismo, ya desde el mismo comienzo del régimen. Durante la insurrección de octubre del 34 fueron asesinados 34 religiosos y seminaristas en Asturias y tres más en diversos puntos del país, incendiada la biblioteca de la Universidad de Oviedo y varios templos, y volados monumentos artísticos, algunos de ellos contados entre los más valiosos del románico en toda Europa. Entre las elecciones del 16 de febrero del 36 y el 18 de julio, 17 sacerdotes perdieron la vida, otros fueron heridos, golpeados o encarcelados, decenas de ellos amenazados y expulsados violentamente de sus parroquias. En muchos lugares las izquierdas organizaron parodias de actos religiosos, o gravaron éstos con tasas ilegales, o prohibieron los toques de campanas o los entierros católicos públicos. Hubo profanaciones de cementerios y sepulturas, destrucción de cruces, y sufrieron el fuego y el saqueo cientos de iglesias, ermitas, edificios administrativos eclesiásticos, etc. Todo ello sin el menor obstáculo efectivo del gobierno jacobino, con Azaña o con Casares. Es evidente que esta provocación sistemática se hacía en la creencia de que cualquier reacción sería fácilmente aplastada. Pero tales actos, lógicamente, soliviantaban a buena parte de la población, católica en su mayoría, y acumulaban un combustible hecho de miedo y odio, que iba a inflamarse a su vez en un espíritu de desquite muy extendido cuando se sublevó parte del ejército.
Las víctimas religiosas, en su inmensa mayoría, no pertenecían a partidos más o menos fascistas, de quienes las izquierdas pudieran temer agresiones, y por ello la persecución obedecía a algo más que al odio político. Su utilidad desde el punto de vista bélico fue nula, y políticamente perjudicó en extremo a sus autores, al dejar en evidencia sus pretensiones de democracia, o de humanitarismo y cultura, alimentando la reticencia de Gran Bretaña, Francia y Usa por ayudar al Frente Popular, pese a los clamores «republicanos» y «democráticos» de éste[11].
La rabia y sistematicidad de la masacre, sus manifestaciones de sadismo, han originado explicaciones especulativas no muy convincentes. De acuerdo con una de ellas, las iglesias y conventos servían de polvorines o de fortalezas desde las cuales curas y frailes disparaban contra «el pueblo», aunque no se ha aportado un solo caso fehaciente de tal cosa. El evidente infundio continúa una larga tradición, iniciada en la primera mitad del siglo XIX con el bulo de que los frailes envenenaban las fuentes públicas. Sería un error atribuir tales falsedades, por su tosquedad, a mentes incultas «del pueblo», pues, por raro que suene, intelectuales o políticos las han creído y divulgado. Así por ejemplo, Ossorio y Gallardo, embajador del Frente Popular en diversos países, explicaba en Europa la persecución por el pretendido hecho de que muchas iglesias se habían convertido en «fortalezas desde las cuales se tiraba con fusiles y ametralladoras». A raíz de la pira de conventos, bibliotecas y escuelas de mayo del 31, Rivas Cherif, cuñado de Azaña, cuenta una frívola charla entre ambos, en la que el segundo: «Si se le argüía aduciendo la matanza de frailes del 34 del siglo pasado so pretexto de haber envenenado las aguas, decía que él no lo creía así; pero que si el pueblo lo aseguraba, era desde ese momento una verdad histórica irrebatible»[12].
En realidad, los bulos partían de círculos nada populares, que los utilizaban para azuzar a las masas sugestionables. No se trata, por tanto, de una explicación, sino de una parte de la persecución misma.
Un argumento más matizado alude a la excesiva influencia o interferencia política del clero, o a su hostilidad a la república. Así Azaña cuando menciona imaginarios gobiernos de obispos y abadesas o achaca la persecución a la «intransigencia, la ferocidad del todo o nada» supuesta a los católicos. Pero la Iglesia había perdido en buena parte su poder material, al ser despojada de sus bienes territoriales por la desamortización de Mendizábal, y había sido perseguida, y disueltas las órdenes religiosas, en las épocas de predominio jacobino a lo largo del siglo XIX; en cambio se había acomodado razonablemente bajo el liberalismo moderado. Su influencia era real, pero arraigaba en una historia de muchos siglos, en las creencias de la mayoría de la población, en sus instituciones culturales, y, por contraste, en la experiencia de los espasmódicos períodos de exaltación jacobina. El intento de erradicar esa influencia mediante la persecución desde el poder por parte de minorías exaltadas, sólo podía desencadenar la matanza o terminar en fracaso. La invocación del abrumador poder político de la Iglesia tiene mucho de pretexto para imponer a su vez un poder abrumador contra ella y las creencias mayoritarias.
En cuanto a la acusación de «intransigencia y ferocidad», ha calado, con más o menos matices, en sectores conservadores y del propio clero. Pero la realidad es la inversa exactamente. No fue la Iglesia la que hostigó a la república, sino los políticos jacobinos y revolucionarios de la república quienes hostigaron sin tregua a la Iglesia. Ni siquiera cuando la tremenda agresión de mayo del 31 respondieron el clero o los católicos con la violencia o la subversión. La CEDA no sólo acató el nuevo régimen, sino que lo salvó literalmente en octubre de 1934, cuando fue acometido por las propias izquierdas, como prueban los hechos contra una caudalosa propaganda.
Una tercera explicación, muy esgrimida incluso en círculos conservadores, afirma que la Iglesia se ganó la animadversión del pueblo por haber olvidado a éste, por no haber atendido sus necesidades y haberse aliado estrechamente con las capas «reaccionarias», o con el «capitalismo». Lo sostiene Madariaga, siguiendo sin crítica otras acusaciones izquierdistas: «La Iglesia solía ponerse infaliblemente al lado de las peores causas de la vida nacional: apoyando siempre al poderoso, al rico, a la autoridad opresora, el sacerdote había llegado a ser con excesiva frecuencia objeto de aversión popular»[13]. Por supuesto, existía una intensa «aversión popular» –es decir, aversión de una parte de la población, en todos los sectores sociales, pues otra parte, seguramente mayoritaria, sentía de otro modo–, pero ese sentimiento apenas procedía de la conducta del clero, pues, hiciera lo que hiciere, siempre sería interpretado de manera hostil por personas ideologizadas.
El argumento de Madariaga y de tantos otros tendría consistencia si el blanco del exterminio hubieran sido las jerarquías eclesiásticas o los sacerdotes de los barrios acomodados, pero no fue así. Los incendios de mayo del 31 se dirigieron, no por azar, contra centros de formación profesional o escuelas salesianas para obreros. En realidad, los perseguidores detestaban especialmente tales actividades, pues las veían como una intromisión en el campo obrero, que ellos consideraban monopolio propio. Los curas y frailes consagrados a esas tareas y no a «defender al rico y a la autoridad opresora», y que vivían a menudo en auténtica pobreza, fueron igualmente acosados como alimañas. Podrá argüirse que esa labor eclesial era, de todas formas, pequeña e insuficiente, pero eso no pasa de un hablar por hablar. La Iglesia sostenía una red de asilos de ancianos y desvalidos, asistencia a enfermos, centros de formación profesional y de enseñanza a obreros y jóvenes sin recursos, etc., tanto más apreciable en un tiempo en que apenas existía seguridad social. Lo que hacía la Iglesia, mucho o poco, y desde luego no era poco, no lo hacía nadie o casi nadie. Y es bien significativo que Azaña quisiera prohibir la beneficencia religiosa.
También se ha alegado el carácter rutinario, seco y sin contenido espiritual del clero y su doctrina. Cita Madariaga: «Los revolucionarios han destruido las iglesias –decía con tristeza una de las lumbreras catalanas en el puerto de Barcelona a bordo del barco que le llevaba al destierro–, pero el clero había destruido primero a la Iglesia»[14].
Debe de referirse a Vidal i Barraquer, salvado por amistad política. De creerle, los religiosos estaban siendo masacrados ¡no por defender a la Iglesia, sino por haberla destruido! Caritativa frase de quien se salvaba sobre los que, sin tanta suerte o relaciones, eran asesinados a racimos. Pero la presunción de una religiosidad formulista y hueca, seguramente cierta en muchos casos, no pudo serlo en general, como demuestran las víctimas, que muy a menudo aceptaron el tormento y la muerte por no renegar de sus creencias, y lo hicieron perdonando a sus verdugos. Los célebres versos de Claudel sobre los miles de mártires «y ninguna apostasía» parecen acercarse bastante a la realidad[15]. Cabe dudar de que quienes hacen tales acusaciones desde el punto de vista católico estuvieran dispuestos a tanto, y sea cual sea el punto de vista con que se trate el hecho, está claro que al menos para un sector amplio de los católicos su fe no era superficial. ¿Qué otra institución o grupo social podría presentar un balance semejante de sacrificio y reconciliación, se compartan o no sus ideas?
Se ha esgrimido, asimismo, la ignorancia y bajo nivel cultural del clero como una causa de desprestigio conducente a la persecución. Madariaga hace ver por un lado lo infundado de la imputación, al señalar cómo las provincias de mayor cultura popular, donde el analfabetismo estaba erradicado, eran las muy clericales Santander y, en especial, Álava, «la provincia más devota de toda España». Pero por otra parte abunda como nadie en la censura, que vale la pena citar por extenso: «La Iglesia había descuidado su deber esencial en el país. La cultura católica española es de una riqueza incomparable sobre todo en aquello que más íntimamente llega al alma del hombre y en particular del español –las artes–. Ya en arquitectura, en escultura, pintura, costumbres y tradiciones, como procesiones, romerías, etc., teatro o música, España figura sin disputa a la cabeza de la cultura católica universal. Con todos estos medios en sus manos, la Iglesia debió haber ejercido sobre el pueblo español un imperio espiritual a la vez inexpugnable e irreprochable. ¿Qué se hizo con este tesoro? Absolutamente nada. Los maravillosos autos sacramentales de Calderón se solían dar de cuando en cuando en el pórtico de alguna catedral católica… pero en Suiza. En España los sacerdotes no los conocían y los obispos fruncían el ceño al oírlos nombrar. La noble música de Vitoria, Cabezón, Salinas, yacía enterrada en los polvorientos archivos de las catedrales, juntamente quizá con mucha música inédita, a lo mejor tan buena; mientras en nuestras iglesias y catedrales predominaba la música ramplona y aun a veces callejera. Y así los admirables edificios que alcanzó el arte animado por la fe se iban vaciando poco a poco de todo sentido religioso y nacional para degenerar en piezas de un vasto museo para el turismo y beneficio de sacristanes. Éste ha sido el mayor crimen de la Iglesia española, dejar en barbecho el espíritu del pueblo, dispuesto a recibir en su seno baldío otras simientes. Este es el crimen por el que vinieron a pagar miles de sacerdotes».[16].
Como en los casos anteriores, tales cargos tienen alguna base, pero no la suficiente para juzgar en general, no digamos en bloque. La ignorancia de muchos clérigos –como de muchos políticos de todas las tendencias– era cierta, pero no lo era menos que el clero sostenía numerosas instituciones culturales, algunas de primer orden, como la Universidad de Deusto o el Colegio de El Escorial, o revistas de investigaciones muy variadas. Y El Debate, órgano oficioso del partido católico, aguantaba la comparación con los mejores diarios españoles de entonces. Sin vivir una etapa de brillantez intelectual, la Iglesia no estaba, ni mucho menos, tan decaída como cabría deducir de los párrafos citados.
Tampoco Madariaga, otras veces tan perspicaz y medido, muestra ambas cualidades cuando recomienda: «Al estallar la guerra civil, la Iglesia española debió haber abierto los brazos como Jesucristo, a la izquierda y a la derecha (…) debió haber luchado por la paz y por la unión, y por ellas muerto. Pero no. Desde el principio se puso de un lado sólo, del lado de la fuerza militar (…). No era quién la Iglesia para declararse parcial, y menos parcial en pro de la fuerza»[17].
Ello lo dice después de haber trazado una de las descripciones más vívidas de la situación revolucionaria en España en los meses previos a la reanudación de la guerra. Desde luego, y contra lo que él dice, la fuerza, militar y económica, estaba al principio, y lo estuvo durante mucho tiempo, del lado de los revolucionarios. Pero, ello aparte, el escritor olvida que la actitud de la Iglesia, durante los cinco años previos de república, fue justamente moderada y conciliadora, pero nunca aceptada por las izquierdas, y rechazada explícitamente por los socialistas a principios de 1934, y por Azaña en sus mítines de 1935. La Iglesia sufrió un acoso letal no desde el 18 de julio, sino desde el 16 de febrero; y al reanudarse la contienda, la persecución desatada no esperó a que la jerarquía eclesiástica se pronunciase a favor de uno u otro bando. Exigir que, llegada ahí después de todos sus esfuerzos anteriores, la Iglesia colocase en el mismo plano a quienes la estaban exterminando y a quienes la estaban salvando, resulta por lo menos vacuo, y más en quien nunca tuvo entre sus virtudes –abundantes en otros aspectos– un heroísmo remotamente comparable al que demandaba de otros y al que mostraron, efectivamente, tantos católicos entonces, acompañado del perdón reconciliador.
En fin, sin duda existía un clero ignorante, rutinario y devoto del poder, y el campo sindical fue apenas trabajado, como han visto el profesor Cuenca Toribio y otros; y, hasta quizá algún fraile pudo haber disparado desde algún campanario contra los «rojos». Pero tales cargos, aparte de su insuficiencia para juzgar la situación, tienen un matiz irónico, vistas desde el lado revolucionario: diríase que éste anhelaba una Iglesia intelectualmente brillante, pastoralmente eficaz, firmemente asentada en la conciencia popular y sin un solo cura reprobable, y que la persiguió por sentirse frustrado en sus buenos deseos.
Obviamente, no se trataba de nada semejante. En la mentalidad revolucionaria y jacobina, la Iglesia era, desde Voltaire, «la infame» a aplastar. Su infamia no procedía ante todo de la conducta práctica de sus miembros, sino de su supuesto papel objetivo e inevitable como institución defensora de la superstición y de los intereses «reaccionarios», y traficante del «opio del pueblo». Sus doctrinas contrariaban el imperio de la razón y la libertad, según aquellos, y ahí estaba el nudo de la motivación anticlerical. Sin tenerlo en cuenta, se vuelven ininteligibles la furia y la sistematicidad de la persecución. En ese contexto, las conductas, digamos virtuosas, del clero, nunca podían ser reconocidas, por cuanto contribuían a prestigiar la institución, mientras que los defectos eran exaltados y generalizados por una propaganda implacable, que sugestionaba a mucha gente[18]. Se trataba de erradicar la religión y a sus representantes como obstáculo fundamental para la nueva época de la igualdad y liberación social. La medida en que el obstáculo fuera aniquilado señalaba el avance en la buena dirección y de ahí que la crueldad apareciese a los ojos de muchos como un mérito y no como prueba o indicio de una perversión. La apelación a la revolución «ferozmente sangrienta» predicada por el viejo educador ácrata-republicano Ferrer Guardia, entraba en la tradición de amplios sectores izquierdistas.
Incluso los izquierdistas más pacíficos mostraron indiferencia, atribuyendo las matanzas, no a bandas de exaltados y criminales políticos, sino al «pueblo», nada menos. Esa identificación permanece hoy día en las condenas a las beatificaciones de quienes para la Iglesia son mártires y para los condenantes víctimas, quizá inocentes muchas de ellas, de una «justicia popular» que se les antoja muy comprensible, aun si posiblemente excesiva.
Aunque la Iglesia predicó durante la república la conciliación y el acatamiento del poder, la implacable carnicería sufrida la inclinó del lado de los rebeldes. Algunos obispos hablaron pronto de «cruzada» en defensa de la civilización cristiana. La primera declaración oficial fue la de los obispos de Vitoria (Múgica) y Pamplona (Olaechea), el 6 de agosto del 36, que incluía una dura crítica al PNV por ponerse del lado de los perseguidores. El obispo de Zaragoza, Doménech, habló poco después de «cruzada», siendo Pla y Deniel quien en el documento Las dos ciudades, a finales de septiembre, dio cierto carácter oficial a la expresión, refrendada por el cardenal Gomá en noviembre, en el documento El caso de España. La opción por el bando nacional quedaría oficializada definitivamente en la Carta colectiva de los obispos, de gran influencia internacional, aunque en ella no aparezca la palabra «cruzada»[19].
La Carta se publicó el 1 de julio de 1937, después de la caída de Bilbao, y estaba preparada desde tiempo antes. Redactada por Gomá, la firmaron todos los obispos menos los doce ya asesinados, Múgica y Vidal i Barraquer, estos últimos fuera de España. Vidal manifestó su acuerdo «con el fondo y la forma», pero se abstuvo por temor, dijo, a que «se le diera una interpretación política», y a que sirviera para recrudecer la persecución. El mismo temor expresó Múgica, de tendencias carlistas y que desde el primer momento había apoyado a los sublevados[20]. En realidad, la carta, por su fuerte eco en el exterior, sirvió para contener la persecución[21]. Los políticos del PNV intentaron contrarrestar la influencia de la Carta presionando en el Vaticano por medio de obispos y sectores católicos franceses e italianos, temerosos de la influencia alemana en España. En marzo de 1937 el Vaticano había tenido un agrio enfrentamiento con el régimen nazi, contra el que escribió la dura encíclica Mit brennender Sorge, denunciando su totalitarismo, pero la situación en España era obviamente distinta, y los grupos antifranquistas en el Vaticano perdieron la partida cuando el papa Pío XI reconoció de hecho a Franco, enviándole a finales de agosto al cardenal Antoniutti como representante semioficial.
No todo el clero español respondió del mismo modo a la persecución. Parte del vasco se alineó con los nacionalistas colaboradores del Frente Popular, y los clérigos nacionalistas catalanes que habían buscado asilo en Roma, mostraban reticencia hacia los sublevados[22], como traslucen documentos del archivo del cardenal Gomá editados recientemente por los historiadores José Andrés Gallego y Antón M. Pazos.
En el resto de España, algunos sacerdotes de ideas izquierdistas simpatizaron o colaboraron abiertamente con las izquierdas, como el famoso padre Lobo, afecto a los servicios de propaganda revolucionarios.