¿SALVÓ A LA REPÚBLICA EL ARMAMENTO DE LAS MASAS?
Tras el asesinato de Calvo Sotelo, una delegación del PSOE, la UGT y el PCE visitó a Casares Quiroga, dice la historia oficial comunista de la guerra, y le pidió el armamento de las masas para «defender la república». Por esas fechas la Constitución republicana carecía de vigencia práctica, y poca cosa quedaba del régimen del 14 de abril, pero Casares se había negado en redondo a la petición[1], que, evidentemente, entrañaba saltar del doble poder instalado a partir de febrero, a la imposición abierta del poder revolucionario, acabando con los últimos restos o apariencias de legalidad republicana. Calvo Sotelo había advertido a Casares contra la posibilidad de jugar el papel de un Kerenski o un Karoly, y él tenía cierta obsesión por no pasar a la historia de esa manera, al extremo de haber puesto un retrato del ruso en su despacho, para recordarle el peligro, según cuenta el socialista Vidarte.
Transcurrieron aún cuatro días hasta la sublevación derechista. El 17 de julio, hacia las cuatro y media de la tarde, un choque fortuito entre fuerzas de seguridad y legionarios, en Melilla, precipitaba la rebelión de las tropas en la ciudad. Una hora y media más tarde, en el calor del verano madrileño –relata Diego Martínez Barrio, presidente de las Cortes y jacobino del sector más moderado–, escuchaba el gobierno, con más o menos atención, la lectura de un tedioso e interminable proyecto sobre jurados industriales, presentado por el ministro de Trabajo, el esquerrista Lluhí, cuando Casares, recién enterado de los sucesos, le interrumpió: «Bueno, Lluhí, no siga usted. Hace una hora se ha sublevado parte del ejército de Marruecos y me voy al ministerio a tomar las disposiciones pertinentes». El gobierno se dispersó sin discutir ni acordar nada, y Casares, según Martínez Barrio, se limitó a «anestesiar» al país con noticias optimistas[2].
Pero lo último dista de ser exacto. Casares entendió acertadamente el suceso de Melilla como el chispazo de la rebelión esperada tras la muerte de Calvo, y reaccionó con medidas prontas y oportunas. Las urgencias más vitales eran aislar Marruecos y garantizar Madrid, donde había concentrado, previsoramente, grandes fuerzas de seguridad afectas. En pocas horas dispuso el envío de numerosas unidades navales hacia la zona del estrecho de Gibraltar, para impedir el paso de las tropas de África a la península, la preparación de aviones para bombardear la zona rebelde, y el acuartelamiento de la guarnición madrileña, la más nutrida de España, muy infiltrada por la izquierdista UMRA. De paso telefoneaba a los comandantes de las bases aéreas y a los mandos de las divisiones, para asegurarse su fidelidad.
Al difundirse las noticias, los partidos y sindicatos revolucionarios movilizaron a sus masas para exigir armas. Esto era lo último que deseaba Casares, ya sometido a la congoja de una probable expansión del alzamiento a la península, y ahora a la presión no menos angustiosa de sus inquietantes aliados. En los meses anteriores se había ocupado de situar hombres de confianza a la cabeza de las divisiones y de otras muchas unidades, y esperaba razonablemente, que la mayor parte del ejército le obedeciera. Si así ocurría, no necesitaba armar a los sindicatos, acción que, evidentemente, le haría perder el control de la situación. Desde 1930 ninguna intentona había triunfado contra el poder estatal, y quizá ahora se repitiera la sanjurjada de 1932, si acaso algo más sangrienta. Pero, observa Martínez Barrio, no cabía tratar el nuevo golpe «como si desde aquellos días a los de 1936 no hubiera sido visible la destrucción sistemática de la autoridad del Estado». Además, pronto quedaría claro, los partidos y masas conservadores apoyaban la sublevación, al revés que en 1932. Y, en fin, Sanjurjo y los suyos habían dado pruebas de escasa convicción y tenacidad; ahora iban a luchar con extraordinario ímpetu y constancia.
De madrugada, Franco se rebeló en las islas Canarias, donde pronto se impuso. Uno de sus primeros actos fue radiar un mensaje a las guarniciones y a la armada, saludando al «heroico Ejército de África», dando por hechas nuevas sublevaciones en la península, en lo que erraba, y exigiendo «fe ciega en el triunfo». Deliberadamente o no, obraba como jefe de la rebelión. Pero, aislado y con el estrecho de Gibraltar a punto de ser bloqueado, apenas aumentaba el peligro para el gobierno.
En la mañana del día 18 no hubo nuevos alzamientos, y el gobierno obtuvo un éxito trascendental al impedir la rebelión de la flota, gracias a que un telegrafista llamado Balboa, del ministerio de la Marina, alertó a las tripulaciones para que vigilasen a la oficialidad, en su mayoría levantisca. A las 3,10 de la tarde el gobierno anunciaba: «la rebelión no ha encontrado en la península ninguna asistencia y sólo ha podido conseguir adeptos en una fracción del ejército que la República Española mantiene en Marruecos»[3]. Optimismo prematuro, pues una hora antes el general Queipo de Llano, líder de la conjura militar republicana en 1930, había comenzado sus audaces maniobras en Sevilla, que le llevarían, contra toda probabilidad, a adueñarse de la capital andaluza. En las horas siguientes prendió la rebelión en Cádiz, Córdoba, Málaga y otros puntos de la región, con resultados diversos.
Según llegaban las noticias, los frágiles nervios de Casares se quebraban. Un testigo, recogido por Zugazagoitia, lo describe vociferante «como un poseído», dentro del Ministerio de la Guerra convertido en «una casa de locos»: «Su aspecto da miedo, y no me sorprendería que en uno de sus accesos de furor se cayese muerto (…). No quiere oír nada del armamento del pueblo y ha dicho en los términos más enérgicos que quien se propase a armarlo por su cuenta será fusilado».
Personificaba el drama del jacobino, arrastrado a la revolución por su propia dinámica, y resistiéndose a ella en el último momento. A las seis de la tarde, dice Martínez Barrio, fueron al Ministerio de la Guerra él, Prieto, Largo y Marcelino Domingo: «La desoladora verdad surgía sin rebozo alguno. El gobierno, aterrado, giraba sobre sí mismo, que era igual a hacerlo sobre el vacío. Largo Caballero expresó su opinión resuelta: había que armar al pueblo. Callaron los demás». Los ministros, «envueltos en sombras divagaban inoperantes, cohibidos entre la rebelión desenmascarada y la agitación popular inquieta y amenazadora»[4].
Hacia las ocho Casares dimitía, y Maura respondía con un «ya es tarde» a una petición de Azaña para que colaborase. En sustitución de Casares, Azaña llamó a Martínez Barrio, que aceptó sin muchas ganas. Martínez quiso atraer al PSOE a su gobierno, pero sólo obtuvo una promesa de apoyo desde fuera. A eso de las diez, La Pasionaria radiaba un encendido llamamiento: «Vibra de indignación el país ante estos desalmados que quieren, por el fuego y la violencia, sumir la España democrática y popular en un infierno de terror. Pero no pasarán. España entera está en pie de lucha. ¡Trabajadores! El Partido Comunista os llama a ocupar un puesto en el combate para aplastar definitivamente a los enemigos de la República y de las libertades populares. ¡Viva el Frente Popular! ¡Viva la unión de todos los antifascistas! ¡Viva la República del Pueblo!»
Queipo, desde Sevilla, inventaba el empleo de la radio como arma de guerra, difundiendo una mezcla de información y embustes, de gran efecto moral.
Hacia medianoche Martínez volvió al palacio de Oriente a dar cuenta a Azaña de sus esfuerzos y declinar el encargo. Grupos de sindicalistas patrullaban las calles. «La ausencia de los poderes coactivos del Estado era notoria, declarados en huelga por cansancio o por automática dimisión.» «En la Puerta del Sol –dice Marcelino Domingo– el ambiente de guerra lo envolvía ya todo[5].» Parece que algún militar adicto a Largo Caballero y desobediente a Casares había repartido 5.000 fusiles a las izquierdas. El presidente convenció a Martínez de insistir.
A las dos de la noche se anunció, con sobresalto, la sublevación de las tropas de Getafe y Carabanchel, próximas a la capital. «¡Es tarde ya para todo!», dijo Azaña. Resultó una falsa alarma, que hizo perder aun más tiempo a los nerviosos políticos. Por fin tomó forma el gobierno, al cabo de una hora. Martínez se aseguró la lealtad de Cartagena, Valencia y Badajoz, pero su gestión clave fue un intento de conciliación con militares a punto de rebelarse, en especial Mola. Tras haber desdeñado en los meses anteriores las peticiones de la derecha, los republicanos trataban de ofrecerle, a última hora y a la desesperada, la garantía del orden público y, probablemente, puestos políticos decisorios. En la versión del político, Mola habría respondido: «Estoy a las órdenes de mi general don Francisco Franco y me debo a los bravos navarros que se han colocado a mi servicio. Si quisiera hacer otra cosa, me matarían. Claro que no es la muerte lo que me arredra, sino la ineficacia del nuevo gesto y mi convicción. Es tarde, muy tarde.»
Esta reconstrucción ha sido puesta en duda pues Mola no se subordinaría a Franco, siendo el jefe máximo Sanjurjo. Pero Franco había empezado a actuar como líder en la madrugada del 18, y quizá Mola lo acogiese como tal, mejor que a Sanjurjo. Éste iba a hallar la muerte al día siguiente, en el despegue accidentado del avión que debía llevarle desde cerca de Lisboa a Burgos.
En aquellas horas se había sublevado Valladolid, y el gobierno podía dar por perdidas Burgos, Zaragoza y Baleares, y por ganadas Vizcaya, Santander y otras. También pudo Martínez cortar la rebelión en Málaga, convenciendo al general de la ciudad. Pero intentaba, dice él mismo «una tarea desesperada (…). Poner paz en las calles y en las almas, cuando toda la nación se había convertido en una hoguera, y en todos los corazones latía la violencia homicida». Formó un gabinete de conciliación, incluyendo a ministros ajenos al Frente Popular, que ofreciese alguna confianza a los rebeldes. Los revolucionarios vieron muy claramente un intento de arreglo a costa suya, y reaccionaron al momento. A las seis de la madrugada miles de manifestantes recorrían las calles céntricas clamando contra el gobierno: «Militantes socialistas de la Casa del Pueblo, comunistas (…), republicanos que no aceptan la fórmula de compromiso, camiones de gente armada, coches que han sido requisados (…), banderas rojas con la inscripción UHP, obreros de la CNT, mujeres; increpan, amenazan, vociferan. La palabra traición corre de boca en boca; se pronuncian discursos a cargo de oradores improvisados y violentos; se agitan en alto armas», describe Luis Romero. Martínez, impresionado, dimitió irrevocablemente y huyó a toda prisa a Valencia, y sin avisar a nadie, según Azaña[6].
Azaña probó todavía un gobierno moderado con Ruiz Funes, ministro de Casares y opuesto a la entrega de armas, pero el encargo fue rehusado. La impresión de que era tarde para cualquier solución estaba ya muy arraigada. Entonces Azaña claudicó, y hacia las ocho de la mañana encargó la formación del gabinete a José Giral, hombre muy de su confianza, con el reparto de armas a los sindicatos como primer acuerdo.
El cumplimiento de esa medida, como podía darse por descontado, desató un vertiginoso movimiento revolucionario. El reparto de armas fue una de las acciones más definitorias de la guerra. Tradicionalmente ha sido presentada como un inevitable último recurso para defender la república frente a la acción rebelde, y el único factor de victoria en aquel momento. Muchos suscriben la conclusión de Tuñón de Lara: «Se han perdido cuarenta horas decisivas», sugiriendo que si se hubiera armado antes a las masas, la revuelta habría sido vencida enseguida y la república salvada. Estudiosos más ecuánimes, como Luis Romero, vienen a coincidir en que sin el reparto de armas «la República está perdida»; o, para Hugh Thomas, «La única fuerza capaz de oponerse a los sublevados era la constituida por los sindicatos y los partidos de izquierdas». Y así otros muchos[7].
Con esa visión, no extrañará que Casares haya recibido mil dicterios, el de inepto el más suave. Pero debemos preguntarnos por qué, si se trataba de defender la república, tanto él como Martínez Barrio y, detrás, Azaña, se resistieron cuanto pudieron al reparto. El aserto de Tuñón es, una vez más, un tópico de propaganda. El armamento de las masas no podía entrañar la defensa, sino la completa extinción del régimen del 14 de abril, gravemente herido en octubre del 34, y agonizante desde febrero del 36. Los restos de la legalidad y del poder republicano zozobraron entre el oleaje de las masas armadas. Asombra que esta obviedad haya sido tan ignorada.
Por motivos de propaganda y por reclamar cierta legitimidad en las relaciones con el exterior, los revolucionarios permitieron subsistir a un gobierno sin autoridad[8] y se mantuvo la ficción de una continuidad esencial con la república. Azaña siguió como jefe nominal de un estado cuya ruina nadie mejor que él describe. De la Generalitat, escribirá: «Su deber más estricto, moral y legal (…) era haber conservado para el Estado (…) los servicios, instalaciones y bienes que le pertenecían en Cataluña. Se ha hecho lo contrario. Desde usurparme (y al Gobierno de la República, con quien lo comparto) el derecho de indulto, para abajo, no se han privado de ninguna transgresión (…). Asaltaron la frontera, las aduanas, el Banco de España, Montjuich, los cuarteles, el parque, la Telefónica, la CAMPSA, el puerto, las minas de potasa… ¡Para qué enumerar! Crearon la Consejería de Defensa, se pusieron a dirigir la guerra, que fue un modo de impedirla, quisieron conquistar Aragón, decretaron la insensata expedición a Baleares, para construir la Gran Cataluña…» .
Quejas vanas, pues, ¿qué ocurría en el resto del país, donde el gobierno central conservaba supuestamente más autoridad? Exactamente lo mismo, como revelan sus conocidas frases de La velada de Benicarló: «Proliferan por todas partes comités de grupos, partidos, sindicatos; de provincias y regiones, de ciudades, incluso de simples particulares. Todos usurpan las funciones del Estado, al que dejan inerme y descoyuntado». Y en otro lugar: «La democracia que había, se acabó al empezar la guerra»[9].
A pesar de esas realidades, muchas veces descritas, Azaña avaló con su figura una continuidad ficticia, contradicción no extraña en él. Por otra parte era su única salida, a menos de huir al extranjero en pésimas condiciones y maldecido por unos y otros. Lo ocurrido era la consecuencia última de su impulso al «torrente popular», y de sus claudicaciones y actitudes no democráticas tras ganar las elecciones. Sólo cuando la rebelión estaba ya en marcha había respaldado el intento de Martínez Barrio de reconciliarse con la derecha y prometer la aplicación de la ley, pero era ciertamente un intento muy tardío. Tampoco podía desertar al bando rebelde, donde le consideraban culpable de lo ocurrido. Entre los revolucionarios podía, quizás, influir de algún modo, y seguramente con esa idea permaneció. Pero sus diarios de guerra vienen a ser un prolongado lamento, y a veces un sollozo, por su situación.
A menudo se ha dicho que el alzamiento derechista desató la revolución, pero eso no es muy exacto. Fue el armamento de las masas el que lo hizo. Claro que, por otra parte, la revolución, alimentada copiosamente en los meses anteriores, era inevitable por una vía u otra, y la debilidad de la resistencia final opuesta a ella por los jacobinos, incapaces de soportar la presión más de un día y medio, demuestra cuán avanzado estaba el proceso.
Queda la segunda parte del aserto: ¿era preciso armar a las masas para resistir el alzamiento derechista, y habría sido éste vencido si se hubiera hecho antes? Tampoco parece probable. Un reparto anterior habría animado a rebelarse a más militares, que permanecían indecisos o se mantenían fieles al gobierno bajo el supuesto formal, tan importante en la mentalidad castrense, de que la legalidad republicana continuaba en pie. Y el desenlace de los primeros días de lucha, cuando los dos bandos quedaron delimitados, tampoco autoriza a creer en la necesidad del reparto.
Los alzamientos y luchas iniciales continuaron hasta el día 21, cuando pudo establecerse un balance de las fuerzas enfrentadas. Entonces quedó a la luz que casi todos los elementos decisivos para la lucha habían quedado en el lado de la izquierda, como veremos en el próximo capítulo. Pero nada debió al armamento de los sindicatos el predominio izquierdista en campos tan importantes como la aviación, la marina, las fuerzas de seguridad y una buena parte de las guarniciones, donde fueron las previsiones y medidas tomadas por Casares y Martínez Barrio las que inclinaron la balanza. En cambio se ha atribuido a la intervención de las masas el triunfo en varias ciudades, especialmente en Barcelona y en la decisiva Madrid. Y, por cierto, en esas ciudades las masas ocuparon enseguida las calles, se lanzaron contra los rebeldes, y tuvieron un papel muy vistoso. Pero esa impresión llamativa y colorista ha solido oscurecer el hecho de que junto a aquellos milicianos improvisados, sin instrucción ni táctica de combate, lucharon oficiales y tropas, fuerzas de seguridad bien entrenadas (Guardia Civil y de Asalto), y la aviación. A estas tropas, ante todo, se debe la victoria sobre los rebeldes allí donde se produjo, aunque no quepa desdeñar el papel auxiliar y moral de las multitudes.
Casares adoptó medidas mucho más adecuadas e inteligentes de lo que luego se ha dicho, y a ellas se debe fundamentalmente el optimista resultado del primer asalto. Sólo cometió un error serio, e inesperable, al relevar a los soldados de la obediencia a sus mandos allí donde se hubiera producido algún conato de rebelión. La idea era dejar en el vacío a los oficiales sublevados, pero, sorprendentemente, ocurrió al revés. Los rebeldes conservaron sin problemas a sus tropas, mientras que fue en el gran número de unidades en que habían sido sofocados los movimientos o indicios de rebelión, donde los soldados se fueron a sus casas, mostrando luego muy poco entusiasmo por reintegrarse, como indica Zugazagoitia.
Así, las milicias se impusieron enseguida sobre las tropas regulares, y los mandos profesionales quedaron más bien como asesores de aquéllas. La combinación de la experiencia y la profesionalidad con el fervor –estimulado con un sueldo de 10 pesetas diarias, más del triple del de los soldados rebeldes– debía provocar un mutuo estímulo y dar resultados excelentes, comparada con la combinación tradicional de mandos rutinarios y tropas poco motivadas y aun deseosas de desertar, como se suponía a los sublevados. Algo similar había ocurrido en otras revoluciones célebres. Pero en España iba a suceder lo contrario, y el resultado del armamento de las masas fue, en definitiva, que las grandes posibilidades de acción de que disponían las izquierdas se les fueron en buena parte de las manos. Y por ello los sublevados lograrían superar su situación inicial, angustiosamente desfavorable.
En suma, y contra lo pretendido por el mito, el reparto de armas no salvó a la república, sino que acabó de derrumbarla, contribuyó de manera importante, pero en definitiva auxiliar, a las derrotas iniciales de los sublevados, y en cambio iba a permitir pronto que éstos superasen su desesperada posición de comienzo.