Capítulo 11

CONSIDERACIONES GENERALES SOBRE LAS CAUSAS
DE LA GUERRA

Como he expuesto en otro libro, la cuestión clave en torno a la guerra es: ¿nació ella de una extrema amenaza fascista o de un inminente peligro revolucionario? La versión de la amenaza fascista, hoy la más vulgarizada, puede resumirse así: la república llegó pacíficamente y, con talante generoso, prescindió del «cortejo sangriento de la represalia y la venganza», en palabras de Prieto, instaurando una democracia progresista y moderada. Pero la vieja oligarquía reaccionaria, temerosa de perder sus privilegios, conspiró desde el primer momento contra el régimen.

Que así fue lo probaría una serie de hechos: los monárquicos organizaron enseguida conjuras en el ejército, los carlistas volvieron a armarse y a preparar milicias, y la Iglesia inspiró un partido fascista o fascistoide, Acción Popular, luego la CEDA, para acosar a la república utilizando torcidamente sus leyes en defensa de la oligarquía. El golpe de Sanjurjo, en agosto de 1932, puso de relieve el peligro de esta reacción.

Vencido Sanjurjo y fracasada de momento la vía violenta, los enemigos de la república habrían intensificado la demagogia, sobre todo por medio de la CEDA, la cual, explotando la religiosidad popular, atraía a masas considerables, a fin de ocupar legalmente el poder, y desde él abolir la democracia, al estilo de lo hecho por Hitler. De paso entró en liza un partido más abiertamente fascista, la Falange. La CEDA consiguió una lucida votación en las elecciones de 1933, gracias a la división de la izquierda. Ladinamente, no reclamó el poder entonces, pero se dedicó a destruir la obra del primer bienio, presionando sobre los débiles gobiernos de centro. El peligro fascista subió de punto en octubre del año siguiente, cuando la CEDA entró en el gobierno. Llegados ahí, el PSOE y la Esquerra catalana, secundados moralmente por las izquierdas republicanas, tuvieron que reaccionar con una insurrección defensiva y precipitada, muy posiblemente provocada por la propia derecha, y abocada a la derrota. La reacción sacó partido del desastre para desatar una feroz e inhumana represión contra los mineros de Asturias.

En febrero de 1936, una vez fracasado políticamente el reaccionario «bienio negro», las izquierdas, esta vez unidas en el Frente Popular, cosecharon un decisivo triunfo electoral. Su programa seguía siendo progresista y moderado, pero los grupos oligárquicos decidieron recurrir ya, sin rebozo, a la subversión violenta. Se reconocen por esos meses excesos de las izquierdas –lógicos, dada la brutal represión padecida anteriormente a manos de la derecha–, pero serían los atentados fascistas, a cargo sobre todo de la Falange, los mayores causantes de la inquietud. Así, creando deliberadamente la inseguridad y la subversión, y conspirando en el ejército, los fascistas y reaccionarios prepararon la rebelión militar de julio, la guerra civil.

¿Por qué habría reaccionado desde un principio la derecha de manera subversiva, y no con sensatez y moderación, como en otros países? Una razón estaba en el talante de una oligarquía ciegamente egoísta, falta de ilustración y habituada a reprimir brutalmente al «pueblo». Y, desde luego, las capas pudientes españolas no brillaban por su elevado espíritu. Cambó, que las conocía bien por pertenecer a ellas, expone: «Si yo hubiera gastado mucho dinero en el juego, en joyas, en exhibiciones de lujo, el buen burgués barcelonés lo hubiera encontrado razonable, porque eran los gastos suntuarios que él comprendía y sentía. Pero que yo, que seguía viviendo confortablemente, pero sencillamente, invirtiera grandes sumas en la compra de obras de arte, lo encontraban de tal manera absurdo que lo estimaban una provocación. Y al saber que todo estaba destinado a los museos de Barcelona y que era para todo el mundo, lo encontraban inexplicable, indignante. Dado el espíritu mezquino y envidioso que tanto abunda en nuestra tierra, yo no tengo ninguna duda de que el hecho de invertir dinero en cosas de interés general, inclinación sin precedentes entre nuestros conciudadanos, contribuyó fuertemente a crearme enemigos. En mí, en definitiva, no se envidiaba y odiaba el que fuera rico, sino que supiera ser rico por todos aquellos que no sabían serlo.» Por supuesto, fuera de Cataluña ocurría lo mismo, y conservaba alguna vigencia el juicio del inglés George Borrow, «don Jorgito», en el siglo XIX: «Los andaluces de clase alta son probablemente los seres más necios y vanos de la especie humana, sin otros gustos que los goces sensuales, la ostentación en el vestir y las conversaciones obscenas. Su insolencia sólo tiene igual en su bajeza y su prodigalidad en su avaricia. Las clases bajas son, por lo general, más corteses y, con seguridad, no más ignorantes»[1].

En España y otros países existe una literatura sobre la bajeza de las clases altas, la innobleza de las aristocracias y la miseria de los ricos. Aunque esas críticas tienen, seguramente, un amplio fondo de verdad, probablemente exageran, como advirtió Madariaga. Después de todo, España había progresado de forma lenta, pero constante y acelerada desde hacía sesenta años, y algo debía ese progreso a la iniciativa de los capitalistas, aunque haya prevalecido la peor imagen de ellos.

Había otra razón para que la oligarquía financiera y terrateniente, como se la ha solido llamar, recurriera al fascismo o algo parecido en defensa de sus privilegios, y es que los regímenes fascistas y autoritarios se extendían por Europa, desde Finlandia a Italia, y en 1933, al triunfar en Alemania, el futuro daba la impresión de pertenecerles. Nada más natural y europeísta que la alta burguesía española optase por una solución de fuerza, libre de las para ella inútiles y peligrosas formalidades democráticas. De ahí la subversión derechista bajo la república, la guerra y el régimen autoritario o fascista, según preferencias, venido después.

Tal es, en esquema, la tesis que, con unas u otras complicaciones, han defendido Tuñón de Lara, Juliá, Preston, Jackson, Elorza y muchos más, y hoy día aceptan amplios círculos tanto en la izquierda como en la derecha. Tiene un aire convincente porque descansa en hechos reales, pues sin duda la república llegó pacíficamente, pronto comenzaron las conspiraciones monárquicas, Sanjurjo se sublevó, la CEDA no era del todo democrática ni afecta a la república, la Falange organizó atentados y hubo una nueva sublevación militar en julio del 36, y la guerra consiguiente.

Sin embargo se trata de una colección de mixtificaciones o, si se quiere, «mitos». Aun a costa de repetir cosas ya dichas, conviene recordar algunas realidades escamoteadas en esa tesis:

Primera, si la república llegó pacíficamente no se debió a los republicanos, que intentaron imponerla por un golpe militar o pronunciamiento, sino a los monárquicos, los cuales permitieron presentarse a las elecciones a republicanos y socialistas, sólo cuatro meses después del fallido pronunciamiento. Y pese a tener aquellas elecciones carácter municipal, no parlamentario, y perderlas los republicanos, la reacción se apresuró a entregar el poder, renunciando a la violencia. No importan aquí las causas del hecho, sino el hecho indudable, reconocido por todos los testimonios, empezando por el de Miguel Maura. ¡Sorprendentemente la oligarquía había abierto el paso a la república! ¿Cómo hablar de generosidad republicana por no haber recurrido al «cortejo sangriento de la venganza y la represalia»?

Segunda, los republicanos mostraron nula generosidad con quienes les habían regalado el poder, en expresión de Maura. Pusieron al monarca fuera de la ley, confiscaron sus bienes, y procesaron a políticos de la dictadura… con la cual habían colaborado varios de los ahora republicanos. Mucho peor fue la magna quema de edificios religiosos y culturales antes de que los conservadores hubieran mostrado la menor hostilidad al régimen. El gobierno «modernizador», permisivo con los vándalos y punitivo con sus víctimas, reveló nulo espíritu democrático o respeto a los derechos ciudadanos, por decirlo de modo muy suave.

Tercera, si bien los monárquicos optaron entonces por la subversión, la respuesta muy mayoritaria de los conservadores fue pacífica y legalista. Por ello, la rebelión de Sanjurjo quedó aislada, y Azaña pudo felicitarse en las Cortes por el frustrado golpe, y explotarlo para perseguir a la derecha en general.

Cuarta, la CEDA, sin ser republicana ni demócrata, poseía una cualidad que hubiera permitido la convivencia ciudadana: la moderación. Sus adversarios acusaban y acusan a Gil-Robles de doblez y de aspirar a destruir el régimen desde dentro, pero la realidad prueba otra cosa. Al revés que los supuestos adalides de la democracia y el progreso, la CEDA no predicó ni organizó la violencia, que sí sufrió de las izquierdas y sus milicias. Y cuando éstas se alzaron, en octubre de 1934, mantuvo la legalidad republicana, que tan poco le gustaba. Hechos demostrativos, a juicio de Madariaga y de cualquiera a quien no cieguen los prejuicios, y en los que debe insistir todo historiador veraz, dada la enorme masa de desvirtuaciones al respecto.

Quinta, no existió la sanguinaria y brutal represión en Asturias después de la revolución del 34, mencionada en cientos de libros. Los excesos –inferiores a los cometidos por los revolucionarios–, no guardan la menor relación con las acusaciones de la izquierda, como he mostrado más por extenso en otro libro. Este sigue siendo uno de los mitos fundamentales de la guerra, e impresiona constatar cómo una campaña basada en falsedades y exageraciones tuvo tan inmensa trascendencia histórica, al articular el Frente Popular y su propaganda electoral de 1936, y exaltar terriblemente los odios.

Sexta, tampoco puede aceptarse la versión de que eran los propios conservadores quienes, bajo el Frente Popular, fomentaban el desorden a fin de justificar el golpe. Ni siquiera la Falange actuó antes de verse acosada mortalmente, y fueron Gil-Robles y Calvo Sotelo quienes en las Cortes acuciaron al gobierno a reprimir la ola de crímenes. Prueba de que las izquierdas conocían el origen de los desmanes, aunque sembrasen confusión al respecto, es la respuesta del Frente Popular a dichas peticiones: justificar los crímenes aludiendo a las pretendidas atrocidades de Asturias, y rechazar las peticiones, con amenazas públicas a sus promotores. Si los desmanes hubieran venido de la derecha, sin duda el gobierno los habría reprimido y así lo hacía con la Falange, a la que persiguió con dureza y discutible legalidad. Dejaba impunes, en cambio, a los revolucionarios, evidentes autores de la gran mayoría de los atentados. Ello hundía la legitimidad democrática del gobierno.

Estos y otros muchos datos prueban que los conservadores, lejos de obstruir la instauración republicana, la facilitaron, y mantuvieron una moderación y legalismo mayoritarios, defendiendo la legalidad y la democracia frente a la insurrección armada izquierdista: los monárquicos y la Falange constituían grupos muy minoritarios, como probaron las elecciones de 1933, y luego las de 1936.

Así pues, en el alzamiento militar de julio del 36 no puede verse la culminación de una sorda subversión antirrepublicana desde el mismo nacimiento del régimen, sino una rebelión ante una situación juzgada insoportable no sólo por las derechas, sino también por políticos izquierdistas, empezando por Prieto. Y si en octubre del 34 un contragolpe derechista tenía casi seguridad de vencer, en 1936 casi todo estaba en contra: el poder en manos de la izquierda, y el ejército más dividido que nunca. Fue, por tanto, un movimiento azaroso, casi a la desesperada, apoyado por casi toda la derecha –incluyendo a una CEDA frustrada en sus propósitos legalistas–, convencida de que la marea revolucionaria estaba a punto de ahogarla.

No hubo en esos años, pues, peligro fascista real. ¿Era real, a su vez, el peligro revolucionario? Del carácter revolucionario de las ideas y estrategias de las fuerzas principales de la izquierda no cabe duda alguna. Los ácratas intentaron su revolución desde el principio de la república, y luego, con mucho mayor peligro, los socialistas, en octubre del 34; y la amenaza no desapareció, sino que se agravó desde febrero del 36. El caos y el doble poder de aquellos meses lo admiten implícitamente La Pasionaria o Azaña, y explícitamente Prieto o Zugazagoitia, los republicanos Martínez Barrio, Alcalá-Zamora, Madariaga, etc. Por tanto, la masa conservadora del país se alzó en 1936 contra un peligro revolucionario real y muy avanzado, y su rebelión no puede equipararse a la de octubre del 34 contra un peligro fascista inexistente, y que la izquierda sabía inexistente. Luego la pasión de la lucha, la crisis mundial del liberalismo y el influjo de los fascismos europeos dio a la rebelión algunos rasgos más o menos fascistas, nunca completos al estilo italiano, y mucho menos al alemán. Pero ello ocurrió a última hora y como reacción a una amenaza que ya nadie esperaba frenar mediante la democracia liberal.

Lo que hace persuasiva y persistente la tesis izquierdista sobre la causa de la guerra, a pesar de todas las evidencias en contra, es la teoría general que la envuelve y le da sentido. Según ésta, el fondo de la historia consistió en un comprensible conflicto de intereses: las izquierdas aspiraban a modernizar el país defendiendo a los trabajadores, a los humildes, con reformas que, inevitablemente, perjudicaban a los poderosos y privilegiados. Y éstos reaccionaron con brutalidad típica en unos años de auge fascista. ¿Qué más lógico?

La teoría se funda en una visión amplia, si bien probablemente ilusoria, sobre ciclos históricos y revoluciones. sigue difundida la versión, de cuño marxista, según la cual España tenía pendiente su «revolución burguesa», todavía no proletaria, pero antesala de ella. El modelo burgués sería la Revolución francesa: eliminación, incluso por el terror, de la «reacción» y de la influencia religiosa, reparto de fincas y otros bienes, etc. Se descartaban evoluciones como las propiciadas por regímenes liberales anglosajones, mucho más respetuosos con la religión, las libertades ajenas, o la propiedad. Una revolución a la francesa no había acabado de cuajar en España, pero en 1931 había llegado la ocasión, aunque con mucho retraso, como lamentaba Vidarte. No por casualidad el nuevo régimen eligió el aniversario de la toma de la Bastilla para inaugurar sus primeras Cortes. Esa concepción presidió la alianza izquierdista del primer bienio y la del Frente Popular, y de ella surgieron equívocos peligrosos: Azaña se hacía la ilusión de dirigir los «gruesos batallones populares», mientras el designio de los jefes obreristas era justamente dirigirle a él y los suyos. En las condiciones existentes, la «revolución burguesa» sólo podría ser realizada bajo la dirección marxista, con los débiles burgueses «progresistas» (los jacobinos), en posición auxiliar[2]. Bastantes jacobinos aceptarían más o menos conscientemente su subordinación, sobre todo durante la guerra.

Según esas teorías, los conservadores defendían privilegios oligárquicos, y las izquierdas las aspiraciones populares. Pero si bien la izquierda sacralizaba al pueblo, o a la clase obrera, y denunciaba crispadamente las injusticias y miserias reinantes, eso no la convertía en representante del «pueblo trabajador». Varios grupos se proclamaban representantes exclusivos de éste, aunque estaban enfrentados entre sí, y sólo fracciones de los supuestos representados les votaban o seguían. Las denuncias, con frecuencia exageradas o falsas, daban a entender que las soluciones propuestas eran adecuadas, o, mejor, emancipadoras: abolición de la religión, el estado y la familia; sustitución del empresario por el burócrata, pretendido distribuidor de la riqueza, y dotado de poderes totalitarios; posible desintegración de España. Pero buena parte del pueblo real hallaba tales remedios mucho peores que la enfermedad[3].

Y así como los intereses populares no se identificaban con la izquierda, tampoco los millones de personas de ideas conservadoras se identificaban con la oligarquía. La inmensa mayoría de ellas era de condición modesta, incluyendo numerosos obreros, aunque en el medio obrero operase con especial ahínco la propaganda revolucionaria, y obtuviera en ella más prosélitos. Los conservadores no creían defender los intereses del «gran capital» o la «reacción», sino la religión, la propiedad privada, la familia, el estado, la unidad española. Los revolucionarios aspiraban a abolir esas instituciones, por considerarlas formas burguesas de dominación, cadenas que mantendrían al hombre alienado y explotado, romper las cuales permitiría forjar al «hombre nuevo», liberado de taras ancestrales. En cambio los conservadores veían en el estado un instrumento necesario y perfectible de ordenación colectiva, apto para dar salida no violenta a los conflictos propios de cualquier sociedad humana, y no un simple aparato de dominación de una clase social; en la unidad de España el fruto de un esfuerzo y tradición secular, cuya quiebra sería un insoportable retroceso histórico; y en la familia el núcleo básico de la sociabilidad, transmisora de una moral que, bajo formas variables, encerraría una ley fundamental para la vida humana; encontraban en la propiedad privada la base de la economía, y en su eliminación una vía segura hacia la barbarie y la miseria; y en la religión, no una fantasmagoría nacida de la ignorancia y el miedo, «opio del pueblo» para enturbiar la conciencia de las masas con una moral servil, sino la expresión de una verdad esencial: la impotencia humana sería, no una situación superable por la ciencia, sino una manifestación de la vida, a la que la religión aportaría un sentido y un consuelo veraz, no ilusorio.

Al objeto de este libro sólo es preciso señalar estas esenciales discrepancias de concepción y proyecto político entre revolucionarios y conservadores, sin entrar a debatir quiénes tenían razón. Baste con establecer, con muy pocas dudas, que fueron las izquierdas quienes, movidas por sus aspiraciones, rompieron las reglas del juego y empujaron al régimen a la guerra civil, que solían considerar empresa lamentable, pero necesaria para acceder al mundo nuevo y presuntamente luminoso; y que fueron los conservadores quienes, deseando evitar el choque, sostuvieron mayoritariamente una actitud moderada, próxima a veces a la cobardía, hasta que la amenaza se les hizo cuestión de vida o muerte.

Este proceso histórico puede entenderse igualmente a partir del problema planteado al comienzo de este libro: ¿tendría éxito la II República allí donde había fracasado la Restauración, es decir, conseguiría la integración y convivencia de aquellas fuerzas –anarquistas, socialistas, nacionalistas, jacobinos– que habían hecho quebrar al régimen anterior? La respuesta es no, cosa en verdad sorprendente por cuanto las reglas del juego republicanas fueron elaboradas por aquellas mismas fuerzas. La rebelión de ellas contra su propia Constitución, elaborada a su gusto y sin consenso con la derecha, la subversión continuada contra su propia legalidad, prestan a la Segunda República, como a la Primera, un peculiar aire de delirio, subrayado por diversos comentaristas, como el sagaz Josep Pla.

Resta saber por qué aquellos movimientos se revelaron tan ingobernables en ambos regímenes. Sus doctrinas en cierto modo mesiánicas, y las debilidades de la estructura económica del país, necesitada de más tiempo y calma para robustecerse, ayudan a explicarlo. También se ha especulado con el carácter anárquico y arbitrario achacado a los españoles, pero probablemente la mayoría de ellos deseaban precisamente orden y calma. Además las ideas revolucionarias eran todas de origen foráneo, sin que sus sostenedores en España hicieran mucho esfuerzo por adaptarlas o aportarles matices: una vasta carencia de esos movimientos fue su escasísima producción intelectual, en contraste con su exhuberancia propagandística.

Estas consideraciones dan pie a creer inevitable la guerra civil. Pero quizá no lo fue. Así como suele olvidarse que no fue la derecha, sino la izquierda, en especial la anarquista, la que puso contra las cuerdas a Azaña en el primer bienio, se pasa por alto que en el segundo bienio no fue la izquierda, pese a sus duros embates, la liquidadora del centro derecha, sino el conservador Alcalá-Zamora. Hay en este último episodio un elemento de auténtica tragedia, reflejado por Gil-Robles en sus memorias. Ya hemos visto cómo las izquierdas derrotadas en octubre del 34 persistieron básicamente en las posturas que les llevaron a la insurrección, pero ello no significaba que tuvieran capacidad, al menos por un buen período, para nuevas intentonas. Por el contrario, el victorioso centro derecha tuvo la ocasión de solidificar el régimen e impedir un nuevo asalto revolucionario. A ese fin precisaba tiempo, como señaló Gil-Robles a Alcalá-Zamora: tiempo para aplicar su programa político, para superar los efectos iniciales de la estabilización y saneamiento económico, para terminar los juicios por la pasada revuelta, etc. No tenía garantía de éxito, claro está, pues el impulso hacia la guerra era fortísimo, pero los dos años de gobierno que en principio le quedaban habrían podido rebajar las tensiones.

Ese tiempo le fue negado, con precaria legalidad, por un presidente anheloso de capitanear un movimiento centrista, deseoso de congraciarse con las izquierdas, despectivo hacia la derecha moderada, y que no había comprendido el significado del alzamiento de octubre ni de las ideas y objetivos en él envueltas. Fue él quien abrió el paso, innecesariamente, a unas izquierdas resentidas y ávidas de revancha. Los frutos de su decisión no eran difíciles de prever, pero está claro que él no los deseaba. Luego las izquierdas le pagaron expulsándole ilegítimamente de su cargo, en un paso más hacia la reanudación de la contienda.

Y así, una opción resuelta en la intimidad del pensamiento del presidente, y que no tenía necesariamente que ser la que fue, tuvo efectos trascendentales sobre la vida de millones de personas y sobre la historia del país.