Capítulo 10

FRANCO, «LO QUE USTED NI YO QUEREMOS QUE PASE»

Aunque el general Franco fue personaje secundario en la república, estuvo presente a lo largo de ella como una sombra enigmática, de cuya decisión todos temían o esperaban algo. Azaña lo cita muy poco en sus diarios de la república, pero en dos ocasiones lo califica de «temible». Por eso lo sometió a vigilancia, y lo relegó en los ascensos. Prieto, el 1 de mayo de 1936, próximo el alzamiento derechista, avisará: «Le he visto pelear en África; y para mí, el general Franco (…) llega a la fórmula suprema del valor, es hombre sereno en la lucha. Tengo que rendir este homenaje a la verdad. Ahora bien, no podemos negar (…) que entre los elementos militares (…), existen fermentos de subversión (…). Franco, por su juventud, por sus dotes, por la red de sus amistades en el ejército, es hombre que, en un momento dado, puede acaudillar (…) un movimiento de este género»[1].

Esas impresiones, y el hecho de su final rebelión contra el Frente Popular, han creado de él la imagen de un militar desleal a la república, dispuesto a destruirla en el momento oportuno. Idea muy difundida en las izquierdas, como baldón, y en las derechas, como mérito. En plena contienda cundió el rumor de que Gil-Robles, ya impopular entre los sublevados, había desechado, siendo ministro de la Guerra, un plan de Franco para un golpe de estado que habría ahorrado torrentes de sangre. Gil-Robles protestó al mismo Caudillo, el cual le contestó: «La intervención que la fábula me atribuye, de que yo le haya propuesto un plan detallado de éxito seguro para que Vd. diera un golpe de Estado, está muy lejos de mi conducta y de la realidad; ni por deber de disciplina, ni por la situación de España, difícil pero no aún en inminente peligro, ni por la corrección con que Vd. procedió en todo su tiempo de Ministro, que no me autorizaba a ello, podía yo proponerle lo que en aquellos momentos hubiese pecado de falta de justificación de la empresa y de carencia de posibilidad de realización, pues el ejército, que puede alzarse cuando causa tan santa como la de la Patria está en inminente peligro, no puede aparecer como árbitro en las contiendas políticas ni volverse definidor de la conducta de los partidos, ni de las atribuciones del Jefe del Estado. Cualquier acción en aquellos momentos estaba condenada al fracaso por injustificada, si el Ejército la emprendía, y éste que hoy se levantó, para salvar a España, aspiraba a que se salvase a ser posible, por los cauces legales que le evitasen estas graves sacudidas, indispensables y santas, pero dolorosas.[2]»

Esta actitud, bien distinta de la que suele achacársele, podía ser simple hipocresía. Pero nada le obligaba en 1937 a fingir respeto a la legalidad, pues el ambiente en su propio campo era el expresado por el bulo: los escrúpulos legalistas de Gil-Robles habrían causado el desastre. No hay, pues, razón para dudar de su sinceridad. Con todo, el criterio decisivo será, una vez más, el de los hechos.

Franco definió más tarde su postura ante la república. Según su diagnóstico, bastante realista: «La república (…) no tenía más dificultades que no contar con republicanos que la apoyaran. Sus primates eran monárquicos resentidos con el rey y la dictadura, en su mayoría por motivos sin verdadera importancia. Las masas obreras eran en su mayoría sindicalistas y socialistas. El comunismo no estaba aún organizado.» Con todo: «Siempre dije a mis compañeros: mientras haya alguna esperanza de que el régimen republicano pueda impedir la anarquía o no se entregue a Moscú, hay que estar al lado de la república que fue aceptada por el rey (…). Esto no quiere decir que yo fuese republicano, pero acataba los hechos consumados aunque no me gustasen». «Nuestro deseo debe ser que la República triunfe (…) sirviéndola sin reservas, y si desgraciadamente no puede ser, que no sea por nosotros[3]

Así como Azaña aclaró su orientación poco antes de llegar la república, y su actuación posterior se explica muy bien por ella, también la trayectoria de Franco se hace inteligible a partir de su postura inicial. Cuando el nuevo régimen exigió al ejército la promesa de servirlo bien y lealmente, algunos militares monárquicos se retiraron, pero Franco reprendió a alguno por dejar «el camino libre a unos cuantos que todos conocemos (…). Los que nos hemos quedado lo vamos a pasar mal, pero creo que quedándonos podemos hacer mucho más para evitar lo que ni usted ni yo queremos que pase, que si nos hubiésemos ido a casa»[4]. Lo que no quería que pasase era, obviamente, una revolución social.

La conducta de Franco, objeto de mil lucubraciones, ha sido mayoritariamente tratada de hipócrita, retorcida o maquiavélica: habría disimulado su odio al régimen a fin de destruirlo, como la víbora del cuento oculta bajo el ala del águila. Sin embargo, para él, prometer lealtad a la república no implicaba falsedad, pues «el soldado debe servir a España y no a un régimen particular». Aunque de simpatías monárquicas, distaba mucho de identificar el país con la monarquía, al estilo de Renovación Española, y en ese sentido su actitud recuerda a la de Gil-Robles.

La república le deparó enseguida una cruda decepción, al clausurar Azaña la Academia Militar de Zaragoza, que él dirigía. Su discurso de despedida fue un canto a la disciplina, incluso «cuando el corazón pugna por levantarse en íntima rebeldía o cuando la arbitrariedad o el error van unidos a la acción del mando». Expresaba así tanto su obediencia como su frustración. Azaña conceptuó el discurso «completamente desafecto al Gobierno». De no haber cesado Franco en el cargo, lo habría destituido fulminantemente. Estudió acciones judiciales, pero no debieron de resultar viables. Por fin, aparte de una reprensión, perjudicial para su hoja de servicios, lo dejó disponible durante ocho meses y lo sometió a vigilancia[5].

En agosto del 31 Azaña le recibió: «Le digo que me dio un disgusto con su proclama y que no la pensó bien. Pretende sincerarse, un poco hipócritamente». Pero Franco no debió de desdecirse, y sólo observó que «respeta al régimen constituido, como respetó a la monarquía», declaración profesional, nada entusiasta. Azaña, por atraérselo, le sugirió que más adelante le «sería grato utilizar sus servicios», pero el general replicó con idéntica frialdad: «¡Y para utilizar mis servicios me ponen policía que me sigue a todas partes en automóvil! Habrán visto que no voy a ninguna parte»[6]. Algunos autores atribuyen su legalismo a mero interés egoísta por su carrera, pero ello no concuerda con su despego ante la insinuación del político.

Franco no temía, por tanto, la república, sino la revolución, y por ello desechaba los complots: «Me indigné cuando [Sanjurjo] hablaba así de mi actitud contra la república, contraria a mi modo de pensar, pues en aquellos tiempos en que el pueblo estaba ilusionado con el régimen, un levantamiento militar de no triunfar abriría las puertas al comunismo»[7]. Estas frases, muy posteriores a los hechos, podrían entenderse como una reconstrucción justificativa. Pero sus actos en la república concuerdan básicamente con ellas.

La primera gran tentación de atacar al régimen provino, pues, de Sanjurjo, y corrieron rumores de la implicación de Franco en la conjura. Éste dice que ante ellos se enojó e increpó con dureza a los propaladores. No obstante tuvo una entrevista con el general golpista en la cual, según Sainz Rodríguez, dejó entrever que podría participar en el golpe, y en todo caso evitaría hacer nada contra él o que otros lo hicieran. Si así fue, desde luego no lo cumplió, pues se tuvo por completo al margen, y después, cuando el vencido Sanjurjo le pidió que lo defendiera ante el tribunal, rehusó: «Pienso, en justicia, que al sublevarse usted y fracasar, se ha ganado el derecho a morir»[8].

Esa actuación coincide con sus ideas expuestas más arriba. Muy poco iluso en su apreciación de las personas, debía de tener una opinión poco elevada de Sanjurjo, cuyos devaneos políticos, en particular su ayuda para traer la república, difícilmente le harían gracia. Algo revela su opinión sobre quienes «por aquellas fechas conspiraban contra la república, no obstante haber contribuido a traerla. No se consideraban suficientemente premiados por el nuevo régimen, de ahí su desilusión».Tampoco le agradaban los tratos de Sanjurjo con el masonizado Partido Radical, y no parece haber creído que el conspirador pasase a la acción: «Hasta días antes del 10 de agosto [fecha del pronunciamiento] no me convencí de que estaba dispuesto a lanzarse contra el régimen republicano»[9].

Y, sobre todo, no creía la situación política tan grave como para exigir un golpe de ese género. En mayo del 32, mientras la conjura fraguaba, Alcalá-Zamora habló con Franco, a quien califica de «interesante y simpático», aunque poco abierto, y le advirtió «de que una aventura reaccionaria, sin ser mortal para la república, lo sería para cuanto queda, o espera rehacerse, de sano y viable sentido conservador». El general le expresó su acuerdo[10].

El hecho claro es, por tanto, su lealtad «profesional» al régimen. Por ello le molestó en extremo la postergación en su carrera, de la que tenía un alto concepto. El 1 de marzo de 1933 consigna Azaña, con un toque frívolo: «Se ha enojado mucho por la anulación de ascensos, y eso que él no ha perdido más que unos cuantos puestos en el escalafón». En enero le había rebajado nada menos que del primer puesto entre los generales de brigada, al 24.

Medidas de aquel tipo buscaban asegurar al régimen mandos políticamente adictos, pero daban frutos peligrosos. Azaña observa: «Cada día recibo noticias confirmando que algunos del Gabinete militar, a quienes yo di toda mi confianza, han hecho mal uso de ella, en la cuestión de destinos. Y esto es lo que más duele a la gente, de todo cuanto se ha hecho. Dificil remedio». El llamado «gabinete negro» sembraba descontento, pues muchos oficiales se sentían postergados en favor de otros menos aptos, a menudo masones. El mismo Azaña estimaba poco a los militares republicanos, a quienes describe varias veces como botarates, o en otros términos hirientes. A Franco, después de rebajarle su posición, le encomendó el mando de las Baleares, cargo correspondiente a general de división, que Franco aún no era. Quizá lo hizo por ganárselo, pero más probablemente por alejarle. Después de dimitido Azaña lograría aquél ascender a general de división[11].

Franco tenía, en efecto, la carrera militar más brillante de España, realizada sobre todo en Marruecos, donde había sido prácticamente cofundador y organizador de la Legión, único cuerpo militar español realmente operativo, junto con los Regulares. Luego había dirigido la Academia Militar de Zaragoza, a la que había dado prestigio también fuera de España. Fue un militar atípico, ajeno a muchos hábitos corrientes en su medio. Según Sainz Rodríguez, de él «nunca se supo ninguna aventura galante; no era amigo de juergas ni bebía; tampoco se sabía que hubiera jugado jamás»[12]

Como prueba de fuego para su talante, en octubre del 34 se materializó todo lo que él «no deseaba», es decir, un intento revolucionario de tipo soviético combinado con el separatismo de un sector del nacionalismo catalán, contra los cuales hubo precisión de movilizar al ejército. Poco antes José Antonio le había advertido al respecto, y su prestigio y relaciones en el ejército, más la conmoción por la previa agitación social, le ofrecían óptimas circunstancias y justificaciones para un contragolpe. En sus Apuntes dice: «La revolución de Asturias fue el primer acto para la implantación del comunismo en nuestra nación»[13]. Muchos observadores pronosticaban el fin de la república, y los monárquicos debieron de requerirle a tal efecto. Pero él respetó la ley. Tal es la realidad escueta, coherente, una vez más, con sus palabras.

Las operaciones debían ser coordinadas por el general Masquelet, jefe del Estado Mayor, pero el ministro, Diego Hidalgo, desconfiaba de él, no sin buenas razones, pues el general simpatizaba con Azaña y había tenido al menos contactos con la trama golpista del PSOE. Hidalgo llamó a Franco para orientar las operaciones. Admiraba en el militar su capacidad para «analizar, inquirir y desarrollar los problemas», su estilo concreto, «es uno de los pocos hombres de cuantos conozco que no divaga jamás», y su carácter «comprensivo, tranquilo y decidido». En contraste con posteriores expresiones de apasionado aborrecimiento, por entonces elogiaban a Franco incluso algunos que serían luego adversarios suyos, como Prieto o Madariaga. Según Josep Pla, el general eliminó enseguida el desorden y desconcierto reinantes en el Ministerio ante las primeras noticias de la insurrección[14].

Nada indica que el papel de Franco fuera otro que la coordinación militar desde Madrid, de donde no se movió. Sin embargo sus adversarios le achacaron la responsabilidad por la represión de Asturias, cargo tan falso como exagerada la propaganda sobre la represión misma[15]. Por el contrario, si la república continuó en pie se debió en buena parte a su esfuerzo en defensa de la legalidad, evidencia rara vez resaltada en la historiografía.

Los sucesos posteriores a octubre le defraudaron: «Salvamos a la nación y con ella a la República; pero ésta desconfiaba de nosotros»[16]. A su juicio la victoria sobre la insurrección no había sido resolutiva, y los antagonismos civiles, lejos de desaparecer, crecían[17]. Alcalá-Zamora provocó una grave crisis al imponer diversos indultos, y el «impunismo» reprodujo la tentación golpista en medios políticos y militares. Franco, nuevamente, volvió a rechazar la intervención militar en la política. Siguió de asesor ministerial y comandante de las Baleares y luego pasó a mandar las fuerzas en Marruecos, hasta que en mayo del 35 el nuevo ministro de la Guerra, Gil-Robles, lo llevó a la jefatura del Estado Mayor central. El político y el militar se compenetraron excelentemente, pues no sólo compartían la misma postura ante la república, sino también los proyectos: la lucha de octubre había revelado serios fallos en el ejército, y los dos hombres trataron de superarlos robusteciendo su disciplina, medios y operatividad, con vistas tanto a asegurar la neutralidad española ante las nubes de guerra flotantes sobre Europa como a afrontar nuevos golpes revolucionarios.

«La revolución de Asturias y Cataluña y lo que pudo pasar abrió los ojos de la oficialidad ante los peligros que amenazaban», facilitando su tarea preventiva. Organizó una sección de información anticomunista y contraespionaje, y distribuyó mandos y armas «en forma que pudiesen responder a una emergencia», aunque sus previsiones serían desbaratadas por el Frente Popular. A finales del verano del 35, trabó contacto con la Unión Militar Española (UME), asociación secreta monárquica. Quería tenerla alerta por si «llegaba la hora del peligro para la Patria», y evitar «conspiraciones de vía estrecha ni pronunciamientos militares». Pero el tiempo de que dispondría para llevar a cabo sus planes iba a ser mínimo[18].

En diciembre, al forzar Alcalá-Zamora la salida de Gil-Robles del Ministerio, la extrema tensión política provocó una nueva tentación de intervención militar, disuadida, nuevamente, por Franco.

Su postura iba a cambiar con la victoria del Frente Popular, que él describe así: «La noche del domingo de las elecciones fue trágica en el Ministerio de la Gobernación. Las impresiones eran malas en las capitales principales y el pánico iba cundiendo entre las autoridades gubernativas. El propio ministro de la Gobernación (…) se encontraba deprimido y vacilante. La revolución llamaba a su puerta y no sabía qué resolver».

Los tumultos se extendían, y en su opinión, «la táctica comunista del Frente Popular había ganado su primera batalla. La revolución iba a ser desencadenada desde el poder». Temía que ante la defección de las autoridades, «lo mismo que la Monarquía fue rebasada podía serlo la República por el comunismo»[19].

En esas circunstancias se movió febrilmente a fin de aprestar al ejército y la Guardia Civil, y obtener la declaración del estado de guerra «para asegurar el traspaso pacífico de poderes y garantizar el orden». Alertó a la UME y presionó al ministro de la Guerra y al jefe de la Guardia Civil, Pozas, el cual, «acomodaticio y servil», desechó el aviso. Incitó a otros generales, como Goded y Del Barrio, a prevenirse «por si llegaba a hacerse necesario» actuar. Sabiendo que don Niceto había firmado el estado de guerra, promovió su declaración en varias provincias, pero enseguida el gobierno la revocó. Todo esto en cuestión de horas. Finalmente visitó al jefe de gobierno, Portela, hombre «abrumado por su responsabilidad y sin saber qué partido tomar». Le insistió en el peligro comunista. El político, aunque concordó con él, se declaró demasiado viejo, con setenta años, para hacer nada. Franco replicó: «Yo tengo cuarenta y tres para ayudarle». Pero Portela ya debía de estar pensando en dimitir[20].

El temor de Franco a que las izquierdas aprovecharan la huida de las autoridades para dar un golpe no se cumplió, pero la ley empezó a ser impuesta desde la calle. La posición del general era precaria. El Frente Popular, había prometido perseguir a quienes, en defensa de la legalidad, hubieran cometido excesos, y Franco era especialmente acusado de ellos. Aun así, nada le ocurrió –al revés que a López Ochoa, encarcelado y luego asesinado al recomenzar la guerra–, porque los acusadores encontraron poco interesante abrir una investigación.

Masquelet, nuevo ministro de la Guerra, alejó a Franco a las Canarias, donde quedaría aislado y bajo control. Antes de partir a su destino, Franco visitó a Alcalá-Zamora y a Azaña. Según su testimonio, el primero no quería creer en un peligro comunista; al segundo le dijo: «Hacen ustedes mal en alejarme, porque yo en Madrid podría ser más útil al Ejército y a la tranquilidad de España». Pero Azaña le replicó con una indirecta inquietante: «No temo a las sublevaciones. Lo de Sanjurjo lo supe y pude haberlo evitado, pero preferí verlo fracasar»[21].

Burlando la vigilancia, el 8 de marzo, antes de salir para Canarias, asistió, según se ha repetido muchas veces, a una reunión conspirativa de generales. Muy alarmados, acordaron preparar un alzamiento «que evite la ruina y la desmembración de la patria». Unos lo querían monárquico, y otros, en especial Mola, republicano. Franco impuso dos condiciones: «el movimiento sólo se desencadenará en el caso de que las circunstancias lo hiciesen absolutamente necesario», y no sería republicano ni monárquico, sino sólo «por España».También acordaron nombrar jefe superior a Sanjurjo, exiliado por entonces cerca de Lisboa.

No estaba claro qué haría «absolutamente necesario» el alzamiento. Mola pensó pronto en actuar sin demora, pero no así Franco, preocupado por la posibilidad de una nueva «sanjurjada». Contra las anteriores propuestas de Gil-Robles de una presión o intervención militar, él había alegado la inmadurez de la situación, en el doble sentido de no creer imprescindible actuar, ni al ejército lo bastante unido. Ahora, por contra, entendía que «había llegado la hora de salvar a España del caos en que se hallaba», pero constataba una división mayor que nunca en las fuerzas armadas, reflejo de la división civil. Por consiguiente, el riesgo de un golpe fallido y una revolución triunfante era mayor que nunca, y no debía de confiar mucho en Sanjurjo.

Además, el gobierno «iba desmantelando las fuerzas del Ejército que hacían frente a los marxistas (…). Unas veces encarcelaba a jefes y oficiales, dejándolos además sin destino, otras cambiaba de guarnición a los regimientos (…). Me daba cuenta de que el movimiento militar iba a ser reprimido con la mayor energía.»

En Canarias se sentía prisionero de la vigilancia oficial y de la ejercida por grupos del Frente Popular. Para escapar a ellas y participar más activamente en la conjura, concurrió en mayo a las elecciones por Cuenca, junto con José Antonio, pero la maniobra fracasó[22].

El 20 de abril hubo un conato de pronunciamiento, de aquellos tan temidos por él, pero apenas pasó de la intención[23]. En realidad la conjura no cobró entidad hasta finales de abril, cuando asió las riendas Mola, más experto y hábil que los demás. Mola, «el Director», nada monárquico, había sido trasladado a la guarnición de Pamplona, capital de la región más monárquica, por no decir la única, si bien carlista.

Los conspiradores tejían, contra el tiempo, la red de contactos y acuerdos, entre continuos tropiezos, por las diferencias entre las personas y fuerzas proclives al golpe. Además debían moverse bajo la atenta mirada de las autoridades y la presión de los revolucionarios, empeñados en forzar al gobierno a tomar la iniciativa y aniquilar la trama. El gobierno tenía intervenidos muchos teléfonos, conocía bastantes aspectos de la intriga, y perturbaba sus movimientos con arrestos y cambios súbitos de destino. Azaña y Casares pensaban repetir la maniobra de 1932 frente a Sanjurjo, esperando a que los conjurados salieran a la calle para aplastarlos. En los planes iniciales del Director, la actuación de Franco tenía poco relieve, pues el peso del golpe lo llevarían tropas de la península, con escasa atención a la armada, las islas y el ejército de Marruecos. Pero conforme reconsideraba la situación dio a éstos un papel mayor.

Franco escribió el 23 de junio su célebre carta a Casares, donde pasaba revista a los motivos de insatisfacción militar, negaba la existencia de un complot, sugería un cambio en la política seguida en el ejército para calmar el malestar, y advertía del «peligro que encierra este estado de conciencia colectiva en los momentos presentes, en que se unen las inquietudes profesionales con aquellas otras de todo buen español ante los graves problemas de la Patria». Siete días antes había naufragado en las Cortes, entre gritos e injurias, la última propuesta de las derechas para que el gobierno impusiera la ley.

La carta ha recibido muchas interpretaciones, pero parece clara su intención: frenar las medidas de Casares, muy entorpecedoras del complot, y ofrecer al gobernante una última ocasión de rectificar. Pues Franco, aunque decidido al golpe en general, en concreto seguía hallando motivos para aplazarlo, provocando la impaciencia y a veces la exasperación de sus colegas, algunos de los cuales llegaron a motejarlo miss Islas Canarias. A fines de junio o principios de julio su compromiso con Mola pareció definitivo y fue encargado un avión en Londres para trasladarlo de Canarias a Marruecos.

Todo parecía listo para la acción entre el 12 y el 14 de julio, pero a última hora se rompieron los tratos con los carlistas, al exigir éstos la vieja bandera española, y la abolición de los partidos y leyes republicanas, cuando Mola proyectaba justamente una pasajera dictadura republicana. La situación creada llevó al Director al borde de la desesperación. Más o menos solventado el conflicto, la acción quedó aplazada al día 17. Entonces, el 12, Franco envió un mensaje recomendando una nueva dilación.

Pero esa misma noche el asesinato de Calvo Sotelo cambió el panorama. Carlistas, falangistas y demás anularon sus discrepancias, y Mola concluyó que aguardar más sería suicida. El 13 le llegó el mensaje de Franco, causándole un ataque de furia, pero el general de las Canarias también había superado sus últimas dudas al conocer el suceso. Según su pariente Franco Salgado, afirmó que «ya no se podía esperar más y que perdía por completo la esperanza de que el gobierno cambiase de conducta»[24]. Sin duda seguía consciente de la endeblez de los preparativos, de la división del ejército y de las no muy brillantes perspectivas, pero ya no admitió el retroceso.

El golpe iba a salir mal para sus autores, pero también para la expectativa de Casares de aplastarlo. En la renuencia de éste a desarticularlo en ciernes pesaba, aparte dicha expectativa, un miedo comprensible hacia sus aliados revolucionarios. Lo indica Zugazagoitia, director de El Socialista, para quien el gobierno «tenía muy serios motivos para sentirse contrariado, no por los militares, sino por la suma fabulosa de conflictos sociales y de orden público que le creaban sus amigos». Y Vidarte, también socialista opina: «¿A quién temía más Azaña, (…) a Largo Caballero o a los militares? El haber temido más a Largo (…) hizo posible la sublevación»[25].

Al margen de contradicciones momentáneas o secundarias, la conducta de Franco se ofrece clara: acatar la ley, desconfiar del posible curso revolucionario del régimen, prepararse para tal eventualidad, y actuar sólo en caso extremo. Él fue el último en sublevarse contra la república, y no sólo entre los militares: le habían precedido la CNT (tres insurrecciones), Sanjurjo, Azaña (dos intentos de golpe de estado), los socialistas y los nacionalistas catalanes. Dejando a un lado lucubraciones y análisis psicológicos más o menos arbitrarios y que a menudo no pasan de simple cotilleo, llegamos a la conclusión ya dicha de que obró con más coherencia y respeto a la Constitución que, desde luego, el propio Azaña. Conclusión chocante, pero inevitable frente a una masa de historiografía lastrada por la necesidad de moldear los hechos para encajarlos en tesis preestablecidas[26].

Franco ha tenido apasionados enemigos y panegiristas, más todavía que Azaña. De espíritu religioso y amante de la tradición, aunque «regeneracionista» a su modo, poseía un carácter muy estable, realista y firme, y un fácil autodominio. Su inteligencia, sin lugar a dudas muy notable, se manifestaba mucho más en la acción que en consideraciones teóricas o intelectuales, a las que no era muy aficionado. En casi todo venía a ser la contrafigura de Azaña.