Capítulo 9

JOSÉ MARÍA Gil-Robles, ¿FUÉ POSIBLE LA PAZ?

En la mira de los pistoleros no sólo estaba Calvo Sotelo, sino también Gil-Robles, a quien fueron a buscar a su casa la noche fatídica. Pero el líder de la CEDA pasaba unos días fuera de Madrid, y eso le salvó. Al igual que Calvo, había recibido constantes improperios y provocaciones en el Parlamento, sin excluir amenazas de muerte. El 15 de abril José Díaz había dicho: «Esta es una Cámara de cuellos flojos y de puños fuertes (…). Yo no sé cómo va a morir Gil-Robles (un diputado: “¡en la horca!”) (…) pero sí puedo afirmar que si se cumple la justicia del pueblo morirá con los zapatos puestos». Siguió un escándalo, y Jiménez de Asúa, presidente de las Cortes, ordenó borrar la frase del Diario de Sesiones. Pero La Pasionaria la repitió con escarnio: «Si os molesta, le quitaremos los zapatos y le pondremos las botas»[1].

La política de Gil-Robles había sido muy distinta de la de Calvo. Buena parte de la historiografía ha querido presentarlo como un líder prácticamente fascista o pronazi, pero se trata de una falsedad evidente, de poco curso hoy en día. El error metodológico, por así llamarlo, causante del desenfoque, es el mismo que ha producido una fundamental desvirtuación de Azaña: excesiva atención a algunas frases y poca a los hechos. Todo político –toda persona– cae en incoherencias y contradicciones, pero si enlazamos las palabras con los hechos, esas contradicciones no impiden casi nunca detectar una trayectoria vital y política más o menos sostenida.

Muchos derechistas habían contribuido a la victoria de la república en 1931. Querían «darle una lección al rey», unos por haber aceptado la dictadura y sido «perjuro» a la Constitución, otros por haber dejado caer de modo «vergonzoso» a Primo de Rivera y renegado de su memoria. En Madrid, los republicanos habían ganado incluso en barrios muy monárquicos. Pero el idilio sólo duraría un mes escaso, hasta las jornadas de fuego de mayo.

En aquellas circunstancias, la masa conservadora se sintió vencida y objetivo a destruir por el nuevo régimen, y tras el primer momento de «sorpresa y pánico», sufrió «aplanamiento y aun cobardía»[2]. Prieto advertirá a los suyos, más adelante, que el acobardamiento de los conservadores no duraría, pero eso nadie podía saberlo al principio. Gil-Robles iba a significarse pronto como el gran organizador de las derechas, afrontando un desánimo generalizado. Salmantino, en 1931 era joven, con 33 años, vivaz, inteligente y hábil para la réplica ingeniosa. Su padre había sido una descollante figura intelectual del carlismo.

El diario El Debate, inspirado por el Episcopado, promovió enseguida un movimiento conservador y católico unitario, con el nombre de Acción Nacional, luego Acción Popular, al prohibir el gobierno la primera denominación. El mismo 14 de abril del 31 definió Gil-Robles su posición básica: «Por la noche deliberamos en El Debate, bajo la amenaza de un asalto (…). Había que intentar la lucha en el único terreno posible entonces: dentro de la legalidad republicana, que habían contribuido a traer con su voto tantas gentes conservadoras». La situación se presentaba así: «Liquidados los partidos políticos conservadores, imposible la reacción de los elementos monárquicos dispersos, era urgente establecer un fuerte núcleo de resistencia», con vistas a las elecciones de junio[3].

El nuevo líder ganó en Salamanca, donde las izquierdas, ante el resultado «rodearon, con el intento de asaltarlo, el hotel donde me alojaba; irrumpieron en las oficinas electorales del Bloque Agrario, destrozando cuanto allí se encontraba, e intentaron quemar algunas iglesias, en las que fue necesario poner vigilancia de fuerzas de infantería. El gobernador civil, lejos de oponerse a los excesos de las turbas (…) los alentaba». De no haber actuado Maura desde el ministerio de la Gobernación, habría habido «una jornada sangrienta en Salamanca»[4]. En el conjunto del país los comicios resultaron pésimos para las derechas. El Bloque Agrario, donde se incluía Gil-Robles, sacó 26 diputados, siendo el grupo derechista más votado, seguido por el vasco-navarro, con 14, la Lliga catalana, con 3, y un solo monárquico: 44 diputados frente a 263 de las izquierdas y 110 del centro (fundamentalmente lerrouxista).

La primera delimitación de campos la hizo Gil-Robles con los republicanos conservadores de Alcalá-Zamora y Maura, en quienes vio un «dócil instrumento de la pasión destructiva de las izquierdas revolucionarias». Sobre todo le preocupaban los ataques a la religión. Medidas como la disolución de los jesuitas, la prohibición a las órdenes religiosas de cualquier actividad económica, y especialmente de la enseñanza, y el ambiente anticatólico generado por las izquierdas, hirieron a buena parte de la población. Con ello «el problema religioso se convirtió desde entonces en bandera de combate, agudizando hasta el paroxismo el choque de las dos España»[5].

Acción Popular lanzó fuertes campañas para «exteriorizar vigorosamente la protesta contra la política sectaria, dar a las derechas, por medio de grandes concentraciones de masas, la conciencia perdida de su propia fuerza, acostumbrarlas a enfrentarse con la violencia izquierdista y a luchar, cuando fuera necesario, por la posesión de la calle, y difundir su ideario y hacer prosélitos[6]. Tuvo notable éxito, pues amplias masas de población se sentían conservadoras y católicas, si bien el sentimiento católico no implicaba un automático derechismo. El éxito aumentó en los años siguientes, gracias en buena medida a la energía de Gil-Robles. La derecha, timorata y de impulso romo, cobró aliento y vio en aquél a su salvador, su «hombre providencial», rodeándolo de un cierto culto a la personalidad.

En los conservadores, el talante anticristiano del nuevo régimen provocó una «repugnancia invencible a declararse republicanos»[7]. La mayoría de ellos era monárquica, aunque no ferviente. Parecía improbable la vuelta del trono, al menos por un largo plazo, pero en torno a esa cuestión surgieron las primeras discordias: los monárquicos militantes identificaban a la propia España con la monarquía, tesis no admitida por otros muchos.

La polémica interna, cada vez más acre, empeoró con motivo de la sanjurjada, en agosto de 1932, explotada por el gobierno para golpear indiscriminadamente a los conservadores: «Parecía desmoronarse la organización de las derechas, que presentaba entonces tan magníficas perspectivas (…). [Se quería] hacer ver al país que las fuerzas contrarrevolucionarias quedaban materialmente desarticuladas. Aún recuerdo con emoción aquellos instantes en que la policía clausuraba nuestros locales y las salas de redacción de los periódicos que nos eran afectos, en que las cárceles se llenaban de amigos entrañables que no habían cometido el menor delito… El Gobierno decretó la suspensión indefinida de ciento catorce periódicos. Solamente en Madrid dejaron de publicarse los diarios ABC, La Nación, El Siglo Futuro, Diario Universal, Informaciones, El Mundo, La Correspondencia y El Imparcial, y los siguientes semanarios y revistas: Acción Española, Gracia y justicia, Marte y El Triunfo[8].

Los monárquicos explotaron la emocionalidad reinante para ensalzar como héroes a los golpistas, y denigrar «la táctica acomodaticia y derrotista de Acción Popular». Pero en octubre del 32, dos meses después del golpe, la primera asamblea de este partido acordó «el leal acatamiento al régimen vigente», y Gil-Robles precisó: «Se engañan quienes creen que nuestra organización es un escudo de legalidad detrás del cual puedan acogerse actitudes violentas». Acción Popular, por tanto, se declaraba legalista y pacífica, sin poner en primer término la cuestión del régimen. Su líder volvería a explicarlo en noviembre: «Las derechas deben prepararse para ocupar el poder ¿Cuándo? Cuando se pueda. ¿Con qué régimen? Con el que sea. No nos detengamos en accidentalismos. Lo esencial es la defensa de la religión y de la patria».

Esta declaración, como otras, irritó a los monárquicos, y la utilizaron los republicanos para tachar de desleal a Gil-Robles. Sin embargo tenía plena legitimidad desde el punto de vista democrático. La exigencia de una declaración republicana era además absurda, pues bajo el calificativo se ocultaban concepciones incompatibles: el republicanismo de Azaña, el de Alcalá-Zamora, el del PSOE o el de la Esquerra tenían poco en común[9].

En marzo de 1933 se consumó la ruptura, como ya observamos, y la CEDA y Renovación Española, fundadas entonces, siguieron distintas sendas. Sólo la urgencia de afrontar unidos a las izquierdas en las elecciones de noviembre del 33 dejó en sordina los ataques monárquicos.

Durante la campaña, Gil-Robles marcó distancias con el fascismo, no admitiendo el «fetichismo del Estado ni la idolatría de la raza»; y propuso «un Estado fuerte, que respete las libertades individuales». Pero también advirtió: «Si mañana el Parlamento se opone a nuestros ideales, iremos contra el Parlamento». Y, en otro discurso: «Hay que ir a un Estado nuevo (…). ¿Qué importa que nos cueste hasta derramar sangre? (…) La democracia no es, en nosotros, un fin, sino un medio (…). Llegado el momento, el Parlamento se somete o lo haremos desaparecer». Frases invocadas mil veces para acusar a la CEDA de fascista o fascistoide. Pero los acusadores, en particular los socialistas, exhibían propósitos mucho más radicalmente antidemocráticos, no ocasionales, sino constantes, y no referidos a un vago futuro, como los de Gil-Robles, sino a una acción próxima. En la práctica, el día de las elecciones cayeron asesinados cinco militantes de la CEDA, y heridos otros, y ésta no replicó de igual forma[10].

Entonces la CEDA, el partido más votado, ganó 115 escaños. Ante éxito tan abultado, su jefe mostró indecisión. Previamente había dicho: «No aspiramos a un triunfo imprudente que nos lleve al Poder». Según las normas democráticas, tenía derecho a encabezar el gobierno o al menos a integrarlo, pero renunció a ambas cosas. En un importante discurso en las Cortes razonó su timidez invocando la conveniencia de calmar los ánimos para acceder al poder cuando los rencores políticos se hubiesen enfriado. Anunció su voluntad de reformar, dentro de la ley, la Constitución, porque «una Constitución de este tipo no llevará más que a una solución: una dictadura de izquierda o una dictadura de derecha, que no apetezco para mi patria, porque es la peor de las soluciones». Censuró el fascismo, y, aunque las urnas habían casi hundido a los partidos jacobinos, interpretó que los ciudadanos habían votado contra la política del primer bienio, no contra el régimen. Su audacia, evidentemente, ni de lejos igualaba a la de los republicanos, que habían extraído conclusiones mucho más vastas de unos simples comicios municipales en 1931. Cuando gobernase, prometió, lo haría «con acatamiento leal al Poder, con absoluta y plena lealtad a un régimen que se ha querido dar el pueblo español». Brindó apoyo al gobierno del Partido Radical, segundo en diputados, en cuanto éste rectificase la política del primer bienio [11].

Otras derechas han acusado a la CEDA de no haber intentado un gobierno conservador, pero lo impedía su falta de mayoría absoluta. En cambio fue viable una alianza con el Partido Radical, pese a su fama de corrupto y masonizado. Gil-Robles explica su opción por la aritmética parlamentaria, pero es probable que prefiriese a Lerroux sobre los embarazosos monárquicos, los cuales entendían las votaciones en clave antirrepublicana y no sólo contraria a la política del primer bienio.

El ideario cedista giraba en torno a la defensa de la religión, la familia, la propiedad privada y la integridad nacional. Abarcaba varias tendencias, desde la republicana, incluso próxima a la socialdemocracia (personificada en el futuro ministro Giménez Fernández), hasta alguna no lejana del fascismo. Pero la corriente principal y directiva la marcaba El Debate, con orientación similar a la del Zentrum alemán. Algunos estudiosos, como Raúl Morodo, han identificado el ideario de la CEDA con el monárquico: antiliberal, antiparlamentario, tradicionalista, corporativista, incluso totalitario, etc., diferenciándolos sólo en la táctica para alcanzar el poder. Pero tal identificación no es convincente. Esas tendencias existían en la CEDA, como reflejo de la crisis general del liberalismo, pero en un grado mucho más atenuado que en Renovación. El talante cedista podría resumirse en esta reflexión de El Debate: «¡Qué distintos el pensamiento y la práctica fascista, el pensamiento y la realización prudente de Oliveira Salazar, la nueva política de Roosevelt, la evolución lenta y callada de Inglaterra y las actividades del racismo germánico (…). No necesitamos decir el método que tiene nuestras preferencias: el de los ingleses». Su «totalitarismo» consistía en la intervención del estado para armonizar los intereses de obreros y patronos mediante un sistema «corporativo» harto confuso y difuso. Pero descartaba un «Estado omnipotente», o la destrucción de las libertades. Contra todas las leyendas, los documentos y las actuaciones definen sin duda a la CEDA como uno de los partidos más moderados, en la derecha o en la izquierda[12]

Asertos como el de Morodo han dado crédito a la «desconfianza» de la izquierda, pues la táctica cedista podía interpretarse como la del caballo de Troya, una argucia para destruir la república desde dentro. Tal supuesto, desmentido por los hechos, como comprobaremos, equivale a la pretensión contraria de asimilar la socialdemocracia, todavía nominalmente marxista, con el comunismo, y separarlos sólo por la «táctica». En efecto, la relación entre la CEDA por un lado y la Falange y Renovación por otro, recuerda a la del Partido Socialdemócrata alemán con el comunista (no, en cambio, a la del PSOE con el PCE, identificados entonces en ideario y conducta). La «táctica», en ese sentido, distingue de modo muy fundamental a unos partidos de otros.

Asombra la moderación de Gil-Robles después de su triunfo en las urnas, y hoy está claro que la izquierda la tomó por simple debilidad: replicó a ella intensificando su actividad subversiva, culminada en la demoledora rebelión de octubre del 34 cuando, por fin, la CEDA resolvió entrar en el gobierno. Algunos historiadores han afirmado que Gil-Robles lo hizo para provocar adrede la revuelta izquierdista, a fin de aplastarla a tiempo, pero no hubo nada de ello[13].

Para explicar la reacción de la izquierda se ha aludido, aparte de al fascismo de Gil-Robles, hoy desechado, a una supuesta anulación, por la derecha, de todos los avances y leyes del primer bienio. Pero en noviembre del 33 una fuerte mayoría ciudadana había votado contra la política del primer bienio, la cual había entrado antes en bancarrota, por lo que la crítica tiene poco sentido. Y aun lo tiene menos por cuanto dicha anulación apenas existió. La reforma agraria continuó, y con mayor rapidez que antes; los presupuestos de enseñanza crecieron notablemente, y se atenuaron los pésimos efectos de la prohibición de enseñar a los religiosos; siguieron transfiriéndose servicios a la autonomía catalana; los jurados mixtos no dejaron de actuar; los estudios parciales muestran que los sueldos, contra lo que suele decirse, no fueron rebajados por lo general, aunque sí en algunos casos, mientras en otros subieron[14], y era contenido el rápido avance del hambre durante el bienio azañista. En ese contexto, las acusaciones de fascismo, de hambre y abolición de las reformas del primer bienio deben entenderse como meros recursos de propaganda en la táctica para tomar el poder. Realmente la subversión de las izquierdas provino de sus propias convicciones y estrategias: los socialistas creían llegada la hora de la revolución, lo mismo los anarquistas, y los jacobinos rechazaban de modo tajante un gobierno ajeno a ellos.

Como hemos visto, la rebelión de octubre otorgó a la CEDA la mejor ocasión y excusa para aplastar definitivamente a las izquierdas, pero sus consignas se centraron inequívocamente en la defensa de la ley: «¿Qué disciplina ni qué norma de civilización es esa que consiste en levantarse en armas contra las instituciones, contra la autoridad y contra la ley cuando éstas no les placen? (…) Que los ciudadanos se den cuenta de que lo son y de los deberes que impone la ciudadanía; que adviertan que se atenta contra las libertades públicas»[15].

La CEDA defendió, por tanto, la ley y la democracia, ni siquiera abogó por la proscripción de los rebeldes PSOE y Esquerra, y se limitó a suspender el estatuto catalán, sin abolirlo.

La victoria de octubre abría amplio campo a la política cedista, pero ésta topó con un nuevo enemigo, en cierto modo más peligroso para ella que las izquierdas: el presidente de la república. Alcalá-Zamora provocó una grave crisis al orillar la Constitución para impedir la ejecución de un militar rebelde y de otros condenados a muerte, imponiendo así el indulto para los jefes (aunque serían fusilados cuatro ejecutores). En ámbitos militares y conservadores la acción del presidente, considerada «impunista», hizo cundir intensísimo malestar. Gil-Robles creía «absurdo pensar que una política de mal entendida clemencia habría de tener efectos favorables en la pacificación del país (…). La debilidad del poder público en ocasiones como ésta, acelera el proceso de descomposición en lugar de contenerlo (…). No corrió entonces la sangre de Pérez Farrás, como tampoco corrió después la de González Peña [dirigentes insurrectos]. Pero, en cambio, corrieron más tarde torrentes de sangre inocente y generosa»[16].

Esa convicción, correcta o no, y la injerencia no constitucional de don Niceto, indujo a Gil-Robles a proponer a algunos generales que hicieran «saber al presidente su firme deseo de impedir que se vulnerara el código fundamental de la nación». Ello podría suponer un golpe de estado, pero los militares, por influencia de Franco, prefirieron abstenerse.

Don Niceto manifestaría una notoria aversión al jefe cedista, cuyos proyectos hizo lo posible por obstruir. La CEDA planeaba medidas económicas para paliar el desempleo; mejora de la disciplina y la capacidad operativa del ejército, cuyas deficiencias habían resaltado en octubre; saneamiento de la Hacienda; reforma de la Constitución y de una Ley electoral «mussoliniana», en opinión de Gil-Robles, que primaba exageradamente a los ganadores y concedía un poder legislativo y ejecutivo desmesurados a una pequeña mayoría, o incluso a una minoría en ciertas condiciones; etc. Pero los avatares políticos y las crisis de gobierno perturbaban su puesta en marcha. Tras un paréntesis de un mes fuera del gobierno, en mayo de 1935, la CEDA volvió reforzada, con cinco ministerios, uno de ellos el de la Guerra, a cargo de Gil-Robles mismo. El panorama pareció por fin despejarse.

Sin embargo antes de cuatro meses era destituido Lerroux. La jefatura del gabinete debía recaer entonces en Gil-Robles, pero Don Niceto prefirió a un político oscuro y sin apoyo parlamentario, Chapaprieta, excelente hacendista. Era el comienzo de las insidias del estraperlo, que iban a arruinar tantas expectativas. La actuación del presidente, deseoso de fomentar un nuevo partido de centro en sustitución del lerrouxista, enturbió en grado sumo la confianza gubernamental. Chapaprieta dimitió el 9 de diciembre. Ya no quedaba más repuesto que el jefe de la CEDA, único con fuerza suficiente en las Cortes, y contra quien nadie podría gobernar.

En ese momento crucial, Don Niceto dio el paso definitivo. Expulsó de manera humillante a Gil-Robles del Ministerio de la Guerra, rodeando el edificio de guardias civiles, y encomendó el gobierno a Portela Valladares, otro político oscuro, típico cacique de la Restauración y sin base electoral alguna. Tales actos sólo podían interpretarse como un intento de perjudicar a la CEDA, congraciarse con las izquierdas, ganar tiempo para poner en marcha el nuevo partido centrista, bajo orientación de Portela, y disolver las Cortes.

Fue un golpe fulminante para Gil-Robles: «Todo el porvenir trágico de España se presentó a mi vista. Con ardor, casi con angustia, supliqué al señor Alcalá-Zamora que no diera un paso semejante. El momento elegido para la disolución, le dije, no podía ser más inoportuno. Las Cortes se hallaban capacitadas aún para rematar una obra fecunda, tras la cual podría llevarse a cabo sin riesgos la consulta electoral. En un breve plazo, a lo sumo dentro de algunos meses, sería posible sanear la Hacienda; votar los créditos necesarios para un plan de obras públicas que absorbiese la casi totalidad del paro; liquidar los procesos del movimiento revolucionario de 1934, que eran temible bandera de agitación en manos de las izquierdas; aplicar la reforma agraria, con el reparto de los cien primeros millones de pesetas ya consignados; completar la reorganización del Ejército y la puesta en marcha de nuestras industrias militares, para acabar con la situación de absoluto abandono en que nos hallábamos… A la vez que reforzar los resortes de la autoridad, podríamos, en fin, dar de comer a cientos de miles de españoles e iniciar una justa distribución de la tierra, para adoptar enseguida el acuerdo de la reforma de la Constitución que, según palabras del propio jefe del Estado, “invitaba a la guerra civil”. Impedir la realización de esa tarea, añadí con toda vehemencia, era tan peligroso como injusto»[17]

Pero, recuerda Gil-Robles «mis razones no hicieron mella alguna. El presidente llevaba a España hacia el abismo. “Su decisión arrojará, sin duda, a las derechas del camino de la legalidad y del acatamiento al régimen. Con el fracaso de mi política, sólo podrán ya intentarse las soluciones violentas. Triunfen en las urnas las derechas o las izquierdas, no quedará otra salida, por desgracia, que la guerra civil. Su responsabilidad por la catástrofe que se avecina será inmensa. Sobre usted recaerá, además, el desprecio de todos. Será destituido por cualquiera de los bandos triunfantes. Por mi parte, no volveré a verle jamás aquí. Ha destruido usted una misión conciliadora”. (…) La última parte de nuestra conversación fue durísima, violenta. Como pretendiese, por ejemplo, el señor Alcalá-Zamora justificar su negativa a entregarme la confianza para formar gobierno en el hecho de que yo no había votado la Constitución de 1931, hube de recordarle incisivamente: “Es cierto; pero tampoco juré, como otros [como don Niceto], la Constitución de la Monarquía”. Hasta el despacho donde se encontraban los ayudantes de servicio, incluso hasta la sala donde esperaban las visitas, llegaba mi voz, vibrante de indignación».

Don Niceto se justificará con argumentos izquierdistas: si Gil-Robles quería dirigir el gobierno, escribe, debía desligarse de apoyos monárquicos y hacer «inequívocas declaraciones republicanas, sin reserva alguna. Además, convenía que se impusiera al núcleo fascista de su partido, el más ruidoso y el más mimado hasta entonces por él»[18].

Tales razones carecen de peso. La exigencia de republicanismo no era democrática, y la referencia al supuesto núcleo fascista –la JAP o juventud de Acción Popular–, falseaba la realidad. Como en los demás partidos, en la CEDA era el sector juvenil el más radicalizado, y se distinguía por algunas expresiones y gestos más o menos fascistoides. Pero lo que cuenta no son, desde luego, tales gestos, sino los actos, y la JAP no creó milicias, ni organizó asaltos a locales enemigos, menos aun asesinatos o detenciones ilegales, no vigiló las conductas políticas de los vecindarios ni formó partidas de la porra en las campañas electorales. Estas cosas sí las hacían, en cambio, las juventudes socialistas o las nacionalistas catalanas, a cuyos partidos nunca puso don Niceto reparos. La moderación práctica de la JAP resulta tanto más notable cuanto que sufrió a menudo atentados y campañas violentas de las milicias y juventudes contrarias, y no les replicó por la misma vía. Por extraño que suene, casi ningún historiador, incluso en la derecha, señala este dato fundamental y definitivo[19].

Privado del poder en forma parlamentariamente irregular, Gil-Robles comunicó al general Fanjul: «Estoy convencido de que el decreto de disolución en que piensa el presidente, contrario a toda ortodoxia constitucional, representa un verdadero golpe de Estado que nos llevará a la guerra civil (…). Si el Ejército, agrupado en torno a sus mandos naturales, opina que debe ocupar transitoriamente el poder con objeto de que se salve el espíritu de la Constitución y se evite un fraude gigantesco de signo revolucionario, yo no constituiré el menor obstáculo»”[20]. Esta segunda invitación al golpe militar falló porque, una vez más, Franco la rechazó.

Gil-Robles, pues, hubo de retroceder «lleno de amargura infinita». Inmediatamente se generó una tensión extrema entre las Cortes y el presidente. Éste trató de sostener a Portela suspendiendo el Parlamento e intentó prorrogar los presupuestos, medidas poco compatibles y muy dudosamente constitucionales. La derecha contraatacó acusando a Portela y a don Niceto de un delito contra la Constitución y al primero de uno penal, por paralizar las Cortes y vulnerar sus funciones. Viéndose en serio peligro, los dos jefes, del gobierno y del estado, optaron, el 7 de enero de 1936, por disolver las Cortes y convocar elecciones. La suerte quedaba echada.

La pasión electoral fue desorbitada. Las izquierdas no ocultaban su intención de suprimir de una vez a las derechas, y éstas replicaban: «¡Contra la revolución y sus cómplices! ¡Españoles! La patria está en peligro». «Por el mantenimiento de la civilización cristiana en nuestro pueblo.» «Por nuestros hogares amenazados por la muerte y la ruina.»

Los problemas cotidianos y económicos quedaron de lado, pues los dos bandos estimaban que estaba en juego algo más crucial: la propia subsistencia.

La noche del 16 al 17 de febrero, al conocerse los primeros resultados favorables al Frente Popular, comenzaron los disturbios. Gil-Robles visitó a Portela para hacerle ver que «dominaba ya la anarquía en algunas provincias, los gobernadores civiles desertaban de sus puestos, las turbas amotinadas se apoderaban de las actas. De no dictarse urgentes medidas con mano férrea, sería inmenso el peligro»[21]; y le incitó a declarar el estado de guerra para asegurar el orden. Con «desconfiado gesto de abatimiento», Portela pidió por teléfono a don Niceto la firma del estado de alarma y del estado de guerra. Don Niceto firmó ambos decretos, recomendando no emplear el segundo, de momento. Entraría en vigor el primero, ya hasta la reanudación de la guerra. Según Portela, Gil-Robles le incitó a proclamarse dictador, lo que suena extraño, y él le habría replicado: «Lo más probable es que nos encontremos en vísperas de una nueva guerra civil», pero «el daño está hecho, y no por mi culpa (…). A otros incumbe ahora la tarea». La ilusión de un poderoso partido de centro se había esfumado a aquella hora, y el político nombrado por Alcalá-Zamora desfallecía[22].

El día 18, Portela, acorralado por crecientes disturbios, entregó apresuradamente el poder a Azaña, sin esperar a la segunda vuelta de las elecciones, la cual tendría así lugar bajo un gobierno parcial. Se conoce hoy el empate a votos entre izquierdas y derechas, y la evaporación del centro, antes poderoso. La ley electoral, que la CEDA no había logrado reformar, favoreció con mucho a las izquierdas, dándoles muchos más diputados.

Gil-Robles había pronosticado que la política de don Niceto expulsaría a la derecha de la legalidad, pero de momento no fue así. Cundió en la CEDA una oscura depresión, y su líder se eclipsó pasajeramente. Aterrado por el peligro revolucionario, el partido católico se agarró a las promesas vagamente conciliatorias de Azaña como a un clavo ardiendo, y multiplicó sus gestos de concordia. Azaña describe: «Tienen un miedo horrible. Ahora quieren pacificar, para que las gentes irritadas se calmen y no les hagan pupa (…). La Pasionaria le ha cubierto de insultos [a Gil-Robles]. No sabe dónde meterse, del miedo que tiene». La situación le divertía, señala en sus cartas, y se jacta de haberse convertido en «ídolo nacional», también para las derechas[23].

Gil-Robles fue sustituido provisionalmente a la cabeza del grupo parlamentario cedista por Giménez Fernández, un republicano que puso a sus diputados ante el dilema: «¿fascismo o democracia? ¿república o monarquía? ¿reformas sociales o pleno conservadurismo?». La posición oficial fue por la democracia y la república, y por aceptar o propugnar más reformas sociales. Pero su voluntad de concordia recibiría un rudo golpe cuando el Frente Popular, para hacer totalmente aplastante su ventaja, procedió a una arbitraria revisión de actas, arrebatando a las derechas casi 30 escaños. La CEDA abandonó las Cortes en protesta, aunque hubo de volver luego, bajando la cabeza. Pero esa sumisión iría menguando al crecer los tumultos y agresiones. El gobierno, además, cercenaba la independencia del poder judicial al «republicanizar» la administración.

El legalismo de la CEDA recibió otro duro revés en abril, cuando, como vimos, el gobierno rechazó en la práctica sus peticiones de asegurar el orden público –lo cual era también una forma de deslegitimarse él–. El día 15, Gil-Robles advirtió en las Cortes: «Una masa considerable de opinión española, que por lo menos es la mitad de la nación, no se resigna implacablemente a morir: yo os lo aseguro. Si no puede defenderse por un camino, se defenderá por otro (…). La guerra civil la impulsa, por una parte, la violencia de aquellos que quieren ir a la conquista del Poder por el camino de la revolución; por otra, la está mimando, sosteniendo y cuidando la apatía de un Gobierno que no se atreve a volverse contra sus auxiliares, que tan caras le están pasando las facturas de la ayuda que le dan (…). Si no se rectifica rápidamente el camino, en España no quedará más solución que la violencia de la dictadura roja que aquellos señores propugnan, o una defensa enérgica de los ciudadanos que no se dejan atropellar».

El día 16 la derecha salió a la calle por primera vez masivamente, en el entierro de un guardia civil asesinado dos días antes. Grupos izquierdistas dispararon contra los manifestantes, causando numerosos muertos y heridos.

Ese día el líder cedista ofreció en las Cortes una macabra estadística de los últimos cuatro meses: 269 muertos y 1.287 heridos, 160 iglesias destruidas y 251 dañadas, 69 centros políticos y particulares destruidos y 312 asaltados, 10 periódicos totalmente destruidos y asaltos y destrozos a otros 33, 26 explosiones de bomba, 113 huelgas generales y 228 parciales, 138 atracos[24]. Mostró cómo la violencia crecía, pese al estado de alarma y a vagos y verbalistas propósitos del gobierno de corregir alteraciones «anárquicas».

Le replicó el socialista De Francisco: «Cuando (…) consideraba yo el discurso de S. S. le diré sin ironía que me parecía que estaba relatando episodios del bienio en que su señoría mismo gobernó. Así, cuando hablaba de suspensiones de garantías que fueron permanentes, cuando aludía a centenares y miles de encarcelamientos que superan en mucho a los actuales. (…) No se puede venir aquí a echar en cara cosas de que uno mismo tiene que acusarse. (…) Eso resultará muy habilidoso; pero, realmente, para ello (…), lo primero que se necesita, a mi modesto juicio, es tener autoridad moral (Muy bien) y yo entiendo que vosotros carecéis en absoluto de ella (Aplausos)

No se entenderá a De Francisco sin saber que él fue uno de los organizadores de la revolución de octubre del 34, causa de las detenciones y suspensión de garantías por él mencionadas. Acusó también a los terratenientes de negarse a segar los cereales en años anteriores, «con tal de que no comieran los obreros del campo» (la famosa consigna «comed república»), poniendo por testigo a Maura. En realidad fue un caso particular, y Maura indicó que el trigo había terminado por recogerse. En el primer año de gobierno de centro, la cosecha había sido una de las más copiosas del siglo, prueba de la inexistencia de tal consigna, y había sido el PSOE quien había intentado impedir su recolección, mediante una huelga muy violenta.

La CEDA perdía gente y nervio. Dirá Gil-Robles: «diariamente llegan voces que nos dicen: “Os están expulsando de la legalidad; están haciendo un baldón de los principios democráticos; están riéndose de las máximas liberales incrustadas en la Constitución; ni en el Parlamento ni en la legalidad tenéis nada que hacer”. Y ese clamor (…) indica que está creciendo y desarrollándose eso que en términos genéricos habéis dado en denominar fascismo; pero que no es más que el ansia, muchas veces nobilísima, de libertarse de un yugo y de una opresión (…). Es un movimiento de sana y hasta de santa rebeldía que prende en el corazón de los españoles y contra el que somos totalmente impotentes los que día tras día y hora tras hora nos hemos venido parapetando en los principios democráticos, en las normas legales y en la actuación normal»[25].

Estas frases pertenecen a su intervención en la Diputación Permanente de las Cortes, el 15 de julio por la mañana, tras el asesinato de Calvo Sotelo. El jefe católico anunció también: «Todos los días, por parte de los grupos de la mayoría, por parte de los periódicos inspirados por vosotros, hay la excitación, la amenaza, la conminación a que hay que aplastar al adversario, a que hay que realizar con él una política de exterminio. A diario la estáis practicando: muertos, heridos, atropellos, coacciones, multas, violencias (…). Nosotros estamos pensando muy seriamente que no podemos volver a las Cortes (…) porque eso en cierto modo es decir ante la opinión pública que aquí todo es normal (…). Hay un abismo entre la farsa que representa el Parlamento y la honda y gravísima tragedia nacional».

E, ignorante de que él mismo había estado a punto de caer junto con Calvo Sotelo, profetizó: «Ahora estáis muy tranquilos porque veis que cae el adversario. ¡Ya llegará el día en que la misma violencia que habéis desatado se volverá contra vosotros!».

Ese día iba a llegar apenas 48 horas más tarde, en una oleada de sangre y odio sin precedentes en la historia española.

Ya en guerra, la súbita popularidad de la Falange redundó en descrédito de Gil-Robles y la CEDA. Las derechas, antes muy mayoritariamente afectas al «Jefe», le acusaban de haber propiciado la contienda por no haber actuado más resolutivamente cuando tuvo cierto poder, y llegaron a culparle de la ejecución de José Antonio, por no haberlo admitido en sus listas para las elecciones de febrero, privándole así de la inmunidad parlamentaria.

Años después, el ya ex líder cedista afirmará no haber tenido arte ni parte en la rebelión, y cita a Maurice Schumann, uno de los padres de la Unión Europea: «La adhesión demostrada en todo momento hacia la doctrina de la Iglesia y las simpatías que sintió entonces por el Ejército parecían obligar a Gil-Robles a abrazar sin reservas la causa de los militares sublevados el 18 de julio (…). Pero Gil-Robles creyó siempre que la guerra era evitable, y desde un principio manifiesta su dolor mediante el apartamiento (…). No tiene, por lo tanto, sangre en las manos».

Y apostilla el interesado: «Ésta ha sido mi tragedia. Tal vez haya sido también mi mayor gloria»[26]. Declaración extraña. Si la revolución tomaba los rasgos de amenaza inminente que él describe, y que otros muchos testimonios avalan, ¿sería una gloria haberse abstenido de combatirla, desde su propio punto de vista?

Pero tales consideraciones no son del todo veraces. Ya el título de sus memorias, No fue posible la paz, contradice la versión de Schumann. Y es cierto que no estuvo complicado directamente en el golpe militar, pero a partir del mes de junio lo apoyó, como explicará claramente en 1942: una vez que «los manejos antidemocráticos y la violencia criminal de las turbas» derrumbaron la experiencia legalista, «cooperé con el consejo, con el estímulo moral, con órdenes secretas de colaboración e incluso con auxilio económico, tomado en no despreciable cantidad de los fondos electorales del partido (…). Transmití a los elementos directivos de las organizaciones provinciales, (…) durante los meses de junio y julio de 1936, las siguientes instrucciones reservadas para el momento en que el alzamiento se iniciase: 1.a Todos los afiliados se pondrían inmediata y públicamente al lado de los elementos militares. 2.a Las organizaciones del partido ofrecerían y prestarían la más amplia colaboración (…). 3.a Los elementos jóvenes se presentarían en el acto en los cuarteles para vestir el uniforme del Ejército»[27].

Así, el partido moderado fue empujado por la violencia revolucionaria a entrar en la sublevación, y a apoyarla fervientemente una vez en marcha.