Capítulo 8

CALVO SOTELO, «LA DEMOCRACIA NO FRENARÁ
EL COMUNISMO»

Bajo la Restauración, Calvo Sotelo había sido maurista, es decir, partidario de las reformas democratizantes del conservador Antonio Maura, orientadas a consolidar dicho régimen y que fueron literalmente saboteadas por el Partido Liberal. En la dictadura había sido ministro de Hacienda, y por ello la naciente república le persiguió. Entonces Calvo se había exiliado en Francia. En 1931 ganó el acta de diputado por Orense, pero no pudo volver a España.

Centró entonces su acción en el plano intelectual. Pontevedrés de Tuy, tenía amplios conocimientos hacendísticos y extensa cultura, y era experto en música. Fundó, con Maeztu, Vegas Latapie, Sainz Rodríguez y otros, la revista Acción Española, salida a finales de 1931 con título imitado de Action Francaise, de Charles Maurras, cuyas ideas antidemocráticas y antiparlamentarias compartía. La revista se inspiraba en el pensamiento conservador y reaccionario español (Donoso Cortés, Balmes, etc.) y en el francés, como exponía Calvo: «Está haciendo Acción Española lo que hicieron la mayor parte de los intelectuales franceses en 1870», tras la sacudida revolucionaria de la Commune, dispuestos a «no rendir la inteligencia ante la muchedumbre», a resistir a la «tiranía de las masas»[1].

Se había vuelto, pues, resueltamente antidemócrata. Para entenderlo, es preciso considerar la ingloriosa caída de la monarquía. Como sabemos, fueron dos conservadores, Alcalá-Zamora y Maura, quienes reunieron las fuerzas republicanas, las dotaron de un plan de acción, y aprovecharon el momento crítico de las elecciones municipales para tomar el poder, mientras otros conservadores como Sánchez Guerra, socavaban el régimen, y otro más, Romanones, allanó desde dentro de él la entrada a los republicanos. Mucha gente vio un entreguismo y una quiebra moral vergonzosos en la conducta de aquellos políticos y en la desbandada de los adeptos al trono.

Semejante crisis política y moral separó drásticamente las dos tendencias, conservadora y liberal, cuyo juego había dado estabilidad a la Restauración. Pese a sus nombres, ambas tendencias podían llamarse indistintamente conservadoras o liberales, por contraste con las revolucionarias. Pero entonces la llamada liberal se volvió en parte republicana, mientras la conservadora trocó el liberalismo por un neto reaccionarismo. Una y otra actuaban bajo idéntica presión psicológica: el empuje de las masas. Los liberal-republicanos querían canalizar ese empuje, y los reaccionarios, frenarlo. La ansiedad de estos últimos creció con las jornadas incendiarias que saludaron a la república. Para ellos, los incendios iluminaban la verdad del régimen, y derrocarlo les pareció tarea vital.

Al comenzar la república, las decaídas derechas formaron agrupaciones sueltas, con el denominador común de un conservadurismo anti o muy poco liberal. Al perfilarse doctrinas y planes, se abrió en ellas una grieta en torno al punto clave: ¿aceptar el nuevo régimen o rechazarlo, incluso por la violencia? Un sector, influido por el episcopado, lo aceptaba, y Acción Española, no. Ésta, en su número 7, invocó a Balmes y a los teólogos del Siglo de Oro, que justificaban la rebelión contra la tiranía, para criticar al diario católico El Debate, el cual, «invocando toda clase de razones morales y religiosas, condenaba a diario, sin atenuantes, los atentados y los complots», bajo «la doctrina errónea de que en todas las hipótesis y en todas las circunstancias era forzoso acatar el poder constituido». Sainz Rodríguez explicará: «¿Por qué no he sido nunca demócrata-cristiano? Pues porque (…) no acepto que, por imperativo de una doctrina que es discutible, el católico pase a ser un ciudadano de segunda, con el cual todos los gobiernos saben que pueden hacer cuanto quieran, porque es un borrego al que sus ideas le impiden sublevarse ante cualquier injusticia»[2].

Probablemente algunos miembros de Acción Española tuvieron lazos con el golpe de Sanjurjo, de agosto del 32, o al menos estuvieron al corriente de él (si bien estaba al corriente casi todo el mundo, empezando por Azaña), y Calvo viajó de París a Biarritz, donde esperó anheloso el resultado. Azaña tachó de monárquica la sanjurjada, pero no lo fue, salvo por algunos respaldos. Sanjurjo había contribuido a traer la república, y todo indica que pensaba sustituir a Azaña por Lerroux, y permitir el retorno de los colaboradores de Primo. En cualquier caso, el gobierno reaccionó contra la derecha en pleno, sin atender a pruebas, y suspendió su prensa, llevando al ABC al borde de la quiebra. Acción Española fue cerrada tres meses. Las fincas de los aristócratas quedaron confiscadas, y la Ley de defensa de la República permitió detener sin acusación a cientos de conservadores.

A los siete meses, en marzo de 1933 se consumó la división de las derechas. El día 1 nacía Renovación Española, grupo monárquico alfonsino (del derrocado Alfonso XIII), encabezado por Antonio Goicoechea y guiado por la doctrina de Acción Española. Y el día 5 quedaba constituida la CEDA (Confederación Española de Derechas Autónomas), bajo hegemonía del partido Acción Popular, de Gil-Robles, cuyo órgano oficioso era el diario El Debate. Las ideas generales de CEDA y Renovación coincidían en varios puntos: aspiraban a un estado autoritario, a la organización de la sociedad en una «democracia social», con un estado «nacional, cristiano y corporativo». Pero Renovación quería una monarquía «tradicional», con sufragio no universal, sino adecuado «a las desigualdades y matices de la realidad nacional», y atacaba la «confusión inadmisible de los campos en que se mueven la Iglesia y el Estado», en crítica a la inspiración eclesiástica de la CEDA. Admitía las urnas, pero «votando para dejar de votar algún día»[3]. La CEDA, a su vez, mostraba poco empeño en restaurar la monarquía, y, sobre todo, rechazaba la acción ilegal y la violencia. Por ello Renovación la hostigó sin tregua, tachando su táctica de republicana en la práctica, y de inútil para contener la revolución.

Puesto que Renovación volvía a algo semejante al tradicionalismo defendido por los carlistas desde el siglo XIX, y negaba el liberalismo de la Restauración, considerado ahora «nefasto» y causa de la ruina final de la monarquía y del auge revolucionario, debía ser posible reunificar ambas ramas dinásticas. El carlismo conservaba mucha fuerza en Navarra, bastante en las Vascongadas, y algunas más desperdigadas por todo el país. Sus líderes más destacados eran quizás Javier Pradera, el conde de Rodezno, y Manuel Fal Conde, poco conocidos nacionalmente. Los carlistas defendían una monarquía «tradicional» cuya mejor representación veían en los Reyes Católicos, firmemente opuesta a los nacionalismos, pero con amplia descentralización regional («autarquía», opuesta a «autonomía», en cuanto que ésta semejaba una concesión del poder central, el cual concebían, al contrario, como resultado de las «autarquías» regionales). Tenían fuerte sentido de la libertad personal y muy vago de las libertades políticas, detestaban las concepciones y prácticas liberales, y no rechazaban el empleo de la violencia.

Su actitud hacia la república la expresa bien A. de Lizarza, uno de sus hombres de acción: «Dudábamos (…) que la República pudiera mantenerse en los límites paternales con que pretendió presentarse ante los españoles. Sabíamos que era un paso más hacia el abismo, como la Monarquía liberal lo fue hacia la República (…). Por eso, desde sus mismos comienzos, allá en el año 1931, se empezaron los primeros trabajos». Es decir, la formación de «grupos para contención de posibles desmanes y que pudieran ser vivero de futuros esfuerzos de mayor envergadura»[4].

Los grupos nacieron en Navarra para custodiar las iglesias durante las quemas de mayo. El gobierno quiso desmontarlos: «Monarquía liberal o República venían a coincidir en su afán de destruir el viejo y odiado Carlismo. Entonces, como siempre, se pensaba en Madrid que con represiones se acababa con el Carlismo, al que tantas veces habían dado por muerto», dice Lizarza.

«La quema de conventos, la prohibición de procesiones, la Ley del Divorcio, la expulsión de la Compañía de Jesús, la supresión del Crucifijo en las escuelas, etc. Los sucesos de Castilblanco, donde se asesinó a todo el puesto de la Guardia Civil; la proclamación del comunismo libertario en Casas Viejas; la revuelta anarcosindicalista en la cuenca del Llobregat, etc. Aunque no hubiera motivos de otra índole contra la república, vivir bajo tanto oprobio era la mayor razón para organizar el Requeté [la conocida milicia carlista]»[5].

Así pensaban éstos. Parecían superados los obstáculos a la reunificación monárquica después de un siglo de odios y tres guerras civiles, pero ambos partidos estaban plagados de resquemores y personalismos, y la fusión no llegó, aunque se crease una teórica agrupación común, TYRE (Tradicionalistas y Renovación Española).

Aun exiliado, Calvo constituía un gran activo de los monárquicos, por su calidad intelectual y combatividad. Abogaba por la guerra civil, que olfateaba en el aire del país: «¡Vivimos en guerra! ¡Milagro de Dios! Porque a la guerra deben Italia, Alemania, Portugal, Polonia y otros pueblos la ventura infinita de haberse sacudido el espantapájaros parlamentario»[6]. Postura simétrica a la de Largo, si bien el socialista representaba una potencia política y el monárquico, una actitud marginal.

La ocasión para Calvo surgió en los comicios de noviembre del 33. Las querellas entre CEDA y Renovación no les impidieron presentarse juntos en muchos lugares. Los monárquicos deseaban un compromiso político más allá de las elecciones, pero la CEDA rehusó, pues ya debía de pensar en una alianza con el Partido de Lerroux, el más veterano de los republicanos, aunque moderado y muy votado.

Renovación obtuvo 16 escaños (20 los tradicionalistas, y 36 los agrarios, partido derechista de poco relieve), pocos frente a los 115 de la CEDA. El triunfo del centro derecha abrió camino a la amnistía, y el 2 de mayo del 34 Calvo retornó a España. Pidió entonces plaza en la Falange, fundada meses antes, pero José Antonio lo rechazó abruptamente. Al margen de las antipatías personales, chocaban con el estilo falangista las ideas elitistas y antipopulistas de Calvo, expresadas en frases como: «Las masas quieren no sólo bienestar –justicia distributiva–, sino, además, Poder pleno, afán monopolístico. Les excita el virus marxista. Les empuja un anhelo de Mando y Odio. Nos arrastran al pugilato que estas jornadas sangrientas alumbraron con siniestros resplandores: la Masa contra la Inteligencia, la Cantidad contra la Calidad, la Fuerza bruta contra el espíritu de la Fuerza» [7].

La vuelta de Calvo cayó en Renovación como «un regalo de la providencia», dice el intelectual y conspirador monárquico Sainz Rodríguez. Llegaba «la gran figura en la que se cifraba toda la esperanza de un futuro diferente». Enseguida descolló como líder de la extrema derecha, eclipsando al un tanto gris Goicoechea[8].

Por la primavera y verano del 34, cuando el PSOE preparaba su revolución, la Esquerra su levantamiento y Azaña un golpe de estado, también los monárquicos, en sus facciones carlista y alfonsina, realizaron su más importante acción conspirativa conjunta. A finales de marzo el jefe de Renovación, Goicoechea, dos representantes del carlismo, Lizarza y Olazábal, y el general Barrera[9], partícipe en la sanjurjada y refugiado luego en Francia, negociaron la ayuda de Mussolini para un plan de insurrección. El Duce accedió a suministrar un millón y medio de pesetas, 20.000 fusiles, 200 ametralladoras y otras armas, y a entrenar voluntarios. Al parecer, el dinero y algunas armas llegaron a España, pero tuvieron poca utilidad, pues el golpe no llegó a concretarse, y todo quedó en una conjura monárquica más.

Quienes sí llevaron a la práctica sus planes fueron, como sabemos, el PSOE y la Esquerra, en octubre, con tremenda conmoción para la derecha. El conspirador monárquico Ansaldo dice que los suyos pensaron explotar el golpe socialista para replicar con un contragolpe definitivo: así lo propusieron al general Franco, entonces al cargo de la lucha contra los revolucionarios, pero éste rehusó. A juicio del monárquico, esta negativa estropeó una magnífica ocasión de golpear de modo fácil y poco cruento, e hizo inevitable la prolongada guerra posterior.

Sofocada la revuelta, Calvo, con su incisiva oratoria, puso en aprietos a Gil-Robles, tratando de arrastrarle a una acción más resolutiva y antirrepublicana. Pero la fuerza de su partido seguía siendo marginal. Conscientes de ello, Calvo y Sainz Rodríguez fundaron el Bloque Nacional para forzar la «unión de las derechas». En él entraron, sin mucha efectividad, los carlistas y algunos más, pero en realidad no pasó de ser otro nombre para Renovación Española. El Bloque realizó una agitación amplia aunque no muy efectiva, y promovió, con mediocre éxito, unas «guerrillas de España», al mando del citado Ansaldo, el organizador de la Falange de la sangre, que había sido expulsado por José Antonio.

El manifiesto del Bloque, señala Sainz Rodríguez, aunque redactado a finales de 1934 «parece hecho en vísperas del alzamiento de 1936». Y así era: «La revolución de octubre ha sacudido nuestras fibras más sensibles con el ramalazo de su barbarie (…). No está vencida todavía». Aludía a una doble crisis, la de «un Estado decrépito apenas nacido, y la crisis moral de una sociedad que ha contemplado con impasibilidad suicida la organización metódica de su propio aniquilamiento y el ataque traidor contra nuestra gran unidad histórica». Frente al peligro propugnaba: «la defensa a vida o muerte y exaltación frenética de la unidad española, que la monarquía y el pueblo labraron juntos a lo largo de quince siglos. Y con ella la soberanía única del Estado, que las especialidades forales tradicionales han de vigorizar y fortalecer», [unidad] «católica, mediante la concordia moral del estado con la Iglesia». En suma, «creemos caducado el sistema político que, nacido con la Revolución francesa, sirve de soporte a las actuales instituciones y que, como Cánovas predijera, nos arrastra al comunismo». Condenaba el laicismo, la lucha de clases, la bandera tricolor y el estatuto catalán, así como la huelga y el lockout como instrumentos de lucha económica.

Para remediar esos males proponía una «eficaz autoridad», el gobierno «patriota y fuerte que España necesita», para lograr: «En plazo brevísimo el completo desarme moral y material del país y emprender sin más dilaciones la ya inaplazable reconstrucción económica nacional (…). Unas semanas de actuación implacable dentro del derecho, devolverían el sosiego a España, el prestigio a la toga y la fuerza de intimidación al Estado, que nosotros queremos robusto en sus organismos militares. El Ejército, escuela de ciudadanía, depurado por sus tribunales de honor, difundirá la disciplina y las virtudes cívicas, forjando en sus cuarteles una juventud llena de espíritu patriótico, inaccesible a toda ponzoña marxista y separatista. El Ejército no es sólo el brazo, sino la columna vertebral de la Patria».

La CEDA desoía a Renovación, y ésta, desde su posición marginal, flagelaba verbalmente a aquélla. «A partir de entonces –dice Gil-Robles– no dejaron de zaherirme sin piedad, como si fuera un verdadero traidor a España. Todas las armas resultaron buenas para quebrantar y destruir, en lo posible, a un partido que (…) procuraba no agudizar los problemas espirituales de España.»

En el escándalo del estraperlo, los monárquicos vieron la ocasión de fracturar la alianza radical-cedista, y llevaron en las Cortes la voz cantante contra el Partido Radical. Sus ataques y desprecios se recrudecieron cuando Alcalá-Zamora expulsó a la CEDA del poder, hacia finales de 1935. Renovación acusaba a Gil-Robles de haber dilapidado la victoria electoral del 33, y facilitado con componendas el auge revolucionario. Declaró muerto el «accidentalismo», la táctica moderada de la CEDA[10].

Fue en 1936, tras la pérdida de las elecciones por la derecha, cuando la voz y la figura de Calvo Sotelo adquirieron el tono trágico con que han pasado a la historia. Retuvo in extremis su escaño, del que intentó despojarle en el Parlamento la izquierda, y en unas Cortes turbulentas y adversas desafió reiteradamente al Frente Popular, sustituyendo pronto a un desmoralizado Gil-Robles como el líder con más mordiente de la oposición.

Pronunció el primero de sus retumbantes discursos en abril, dos meses después de las elecciones, cuando las derechas lograron llevar a las Cortes, los días 15 y 16, un debate sobre el orden público. Entre interrupciones e insultos de las izquierdas, Calvo pidió al gobierno la aplicación de la ley contra un desorden interminable («¡Y lo que durará!», le gritó Margarita Nelken). Cuantificó los desmanes en 74 muertos y 345 heridos, 73 asaltos a centros de derecha y a domicilios particulares de conservadores, incendio de 142 iglesias, etc. Datos verídicos, pues ya un mes antes Azaña mencionaba 200 muertos y heridos. Sus contrarios, lejos de rebatirlos, los justificaron como reacción a las «atrocidades» de Asturias, o bien, contradictoriamente, culpando al mismo Calvo de promover los crímenes y pagar a sus autores. Algunos historiadores han dado pábulo a estos cargos, pero su absurdo salta a la vista. De ser así, Calvo no habría llevado el asunto al Parlamento, y sí lo habrían llevado con especial empeño las izquierdas. Pero éstas revelaban tan pocas ganas de atajar el desorden público como de investigar la represión de Asturias.

La Pasionaria trató de asesinos a Calvo y a los conservadores, e instó a «arrastrarlos». La denuncia de la quema de templos provocó burlas en las izquierdas, que achacaron alguna de ellas al «obispo de Alcalá». El orador destacó las pérdidas artísticas en los incendios: «Esculturas de Salzillo, magníficos retablos de Juan de Juanes, lienzos de Tiziano, tallas policromadas, obras que han sido declaradas monumentos nacionales, como la iglesia de Santa María de Elche», etc., entre interrupciones como: «¡Para la falta que hacían…!». El socialista prosoviético Álvarez del Vayo achacó los disturbios a la indignación popular ante la lentitud del gobierno en la aplicación del programa electoral, que para él consistía en la completa supresión de las derechas. Su interpretación era igual a la de casi toda la izquierda cuando la ola de incendios de iglesias, bibliotecas y demás, en mayo de 1931.

Frente a la evasión del gobierno ante su deber de poner coto a las tropelías, Calvo apeló con poco disimulo al ejército. El 26 de abril escribió en ABC: «Yo creo que el avance comunista no será frenado por los instrumentos del régimen democrático parlamentario que lo ha impulsado». El 19 de mayo, al presentar a las Cortes su gobierno, Casares se declaró, no garante del orden, sino beligerante contra una de las partes que lo alteraban: el fascismo. Éste, no obstante, seguía muy débil, si bien tomaba impulso ante la amenaza revolucionaria, según admitía el mismo Prieto. Calvo explicó el fascismo como «un movimiento de integración que se opone al socialismo en cuanto suprime la libertad individual por suprimir la propiedad individual, y al capitalismo en cuanto corrige los excesos y abusos del capitalismo». Advirtió finalmente que si bien un militar debía «servir lealmente cuando se manda con legalidad y en servicio de la Patria», tenía el deber de «reaccionar furiosamente cuando se manda sin legalidad y en detrimento de la Patria».

La intervención más célebre de Calvo Sotelo tuvo lugar el 16 de junio, un mes casi justo antes del reinicio de la guerra. Para entonces las derechas habían vuelto a la carga en torno al orden público, y trataban de forzar al gobierno con una proposición no de ley: «Las Cortes esperan del Gobierno la rápida adopción de las medidas necesarias para poner fin al estado de subversión en que vive España». Las izquierdas volvieron a abrumar con denuestos, burlas y amenazas a los proponentes. Calvo incitó a la rebelión militar: «Sería loco el militar que al frente de su destino no estuviera dispuesto a sublevarse a favor de España y en contra de la anarquía». Debía de tener contactos con los conspiradores –si bien éstos no le tenían muy en cuenta-, pues en realidad, desde mucho tiempo atrás los monárquicos auspiciaban el golpe militar como única salida. Denunció la incesante agitación de las milicias de izquierda y la preparación de un ejército rojo –lo cual no era ningún secreto, como hemos visto–, citando palabras de Largo al respecto. Y dado que el gobierno estaba umbilicalmente unido al Lenin español, concluyó, «sobran notas, sobran discursos (…) sobra todo. En España no puede haber más que una cosa: la anarquía».

Casares le replicó: «De cualquier cosa que pudiera ocurrir, que no ocurrirá, Su Señoría sería el responsable con toda responsabilidad». Las violencias, afirmó audaz, eran «escasas», y las derechas sus causantes. La Pasionaria, en tono injurioso y exaltado, admitió «las tempestades» que sufría al país, culpando de los crímenes, una vez más, a Calvo y otros que «llenos de sangre de la represión de octubre vienen aquí a exigir responsabilidades». Y demandó su encarcelamiento. Calvo no había tenido la menor intervención en Asturias, y La Pasionaria había integrado, en marzo, una comisión investigadora sobre dicha represión, de la que nunca más se había sabido.

Calvo, desdeñando a La Pasionaria, contestó a Casares: «Su Señoría es hombre fácil y pronto para el gesto de reto y para las palabras de amenaza (…). Me doy por notificado de la amenaza de S. S. Me ha convertido S. S. en sujeto, y por tanto no sólo activo, sino pasivo, de las responsabilidades que puedan nacer de no sé qué hechos. Bien, señor Casares Quiroga (…) mis espaldas son anchas; yo acepto con gusto y no desdeño ninguna de las responsabilidades que se puedan derivar de actos que yo realice, y las responsabilidades ajenas, si son para bien de mi patria (…). Yo digo lo que Santo Domingo de Silos contestó a un rey castellano: “Señor, la vida podéis quitarme, pero más no podéis”. Y es preferible morir con gloria a vivir con vilipendio».

Instó luego a Casares a medir sus propias responsabilidades ante la revolución: «Repase la historia de los veinticinco últimos años y verá el resplandor doloroso y sangriento que acompaña a dos figuras que han tenido participación primerísima en la tragedia de dos pueblos, Rusia y Hungría, que fueron Kerenski y Karoly. Kerenski fue la inconsciencia; Karoly, la traición a toda una civilización milenaria. Su señoría no será Kerenski, porque no es inconsciente, tiene plena conciencia de lo que dice, de lo que calla y de lo que piensa. Quiera Dios que S.S. no pueda equipararse jamás a Karoly».

Marcelino Domingo, un líder republicano de izquierda, bastante maltratado por Azaña en sus diarios, volvió a cargar sobre las derechas la culpa de los males, por conspirar contra la república desde el principio, y provocar las violencias, y concluyó: «todos los actos realizados en la calle, los de mayor desmán, los más insultantes, los más violentos, los más demagógicos, todos los actos cometidos en la calle, no representan para el desorden público un acto de mayor gravedad que el realizado por ese hombre [Calvo] con su discurso». No era cierto que la derecha hubiera conspirado contra la república, sino sólo una pequeña minoría de ella, lo cual, por lo demás, no eximía al gobierno de su deber elemental de sostener el imperio de la ley. Y Domingo había estado en el gabinete azañista anterior a Casares, el cual no había tomado medida alguna contra el terrorismo de las izquierdas, pasividad alentadora para éstas.

Tampoco en esta ocasión surtió efecto la petición de las derechas sobre el orden público. El lenguaje izquierdista en la prensa y en las mismas Cortes subía de tono. El 1 de julio, el diputado socialista Ángel Galarza dijo: «La violencia puede ser legítima en algún momento. Pensando en Su Señoría [por Calvo], encuentro justificado todo, incluso el atentado que le prive de la vida». El presidente de las Cortes dio orden de borrar sus frases, pero Galarza advirtió: «Esas palabras, que en el Diario de Sesiones no figurarán, el país las conocerá, y nos dirá a todos si es legítima o no la violencia». Gil-Robles las recoge en sus memorias[11]. Este Galarza era el mismo que, siendo ministro de la Gobernación, proclamará unos meses después, en plena guerra, su sentimiento por no haber participado en el asesinato de Calvo Sotelo.

El líder monárquico sentía rondarle el peligro. El gobierno le había puesto escolta policial, más para vigilarlo que para protegerlo, creía él. Días antes de su asesinato protestó al ministro de Gobernación, Moles, el cual prometió cambiar la escolta. Probablemente Moles tenía buena intención, pero el poder real del ministro era muy escaso, y los nuevos policías parecieron a Calvo peores todavía. El 7 de julio comentó a Gil-Robles que uno de sus custodios le había confiado haber recibido, con los demás, la consigna de espiarle e inhibirse en caso de atentado. Y así ocurrió exactamente muy pocos días después, cuando unos guardias de asalto y milicianos socialistas, dirigidos por un guardia civil afecto a Prieto, lo secuestraron en su casa y lo asesinaron.

Aquel crimen no desató la guerra, pues el impulso hacia ella era ya demasiado fuerte, pero destruyó hasta la última esperanza de impedirla, y dio a su inicio una especial aura de tragedia.