Capítulo 7

JOSÉ ANTONIO, DIALÉCTICA DE LOS PUÑOS
Y LAS PISTOLAS

Uno de los fenómenos más llamativos de la guerra, tras su reinicio en julio de 1936, fue el explosivo auge del Partido Comunista, en el Frente Popular, y de la Falange en el bando nacional. Ello ha creado un cierto espejismo sobre la importancia de ambos partidos en la preparación de la guerra. Sin embargo esa importancia fue muy secundaria. El PCE sólo comenzó a influir en la política española tras la insurrección de octubre, y sobre todo desde las elecciones de febrero del 36; y con la Falange sucede algo parecido, pero mucho más acentuado, pues en aquellas elecciones quedó aislada de la derecha y no obtuvo ni un escaño. En realidad, este partido sólo cobró relieve en dos breves períodos: los cuatro meses anteriores a la insurrección izquierdista de octubre, y los cuatro posteriores a las elecciones del 36. Y en ambos su protagonismo provino de acciones terroristas, no de masas, pese a lo cual en muchas historias aparece como uno de los factores determinantes de la guerra.

El fascismo, como el comunismo, tuvo poca acogida en España. Al llegar la república prácticamente no existía, y sus primeros tanteos, a cargo del doctor Albiñana y luego de Ramiro Ledesma Ramos, un intelectual cercano a la Revista de Occidente, de Ortega y Gasset, apenas cuajaron en grupúsculos. Hasta 1934 no tomó consistencia un partido de más enjundia, la Falange, cuyo acto fundacional tuvo lugar en el Teatro de la Comedia, de Madrid, el 29 de octubre de 1933, con José Antonio Primo de Rivera como principal orador. A la Falange se uniría el grupo de Ledesma, llamado JONS (Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista).

José Antonio, con 30 años, era hijo del dictador Primo de Rivera, y ha pasado a la historia no por su apellido sino por su nombre. Aristócrata madrileño, su vocación política no era muy absorbente, y llegó a ver en otros, incluso en Prieto o en Azaña, al líder que, movido por el patriotismo, podría dirigir la renovación nacional por él anhelada. No obstante, al fundirse con las JONS, él se impuso pronto como jefe único, superando el triunvirato inicialmente compartido con Ruiz de Alda y con Ledesma. Este último acabaría abandonando el partido, por encontrarlo poco fascista.

El talante de José Antonio, y por tanto de la Falange, venía determinado por un agudo sentimiento de crisis de civilización. El comunismo significaba una nueva «invasión de los bárbaros», y, de acuerdo con O. Spengler, cuyo libro La decadencia de Occidente, muy influyente en Europa por aquellas fechas, él recomendaba a sus seguidores, la civilización la salva en última instancia «un pelotón de soldados». De ahí la necesidad de forjar un «espíritu de servicio y de sacrificio, un sentido ascético y militar de la vida», el estilo «mitad monje, mitad soldado».

A su juicio: «Nos guste o no, la época es revolucionaria». Los sistemas liberales estaban condenados: «Juventudes nuestras y juventudes revolucionarias marxistas (…) nos combatiremos de una manera trágica a veces, pero que en su misma tragedia gana dimensiones de historia. Este Estadito liberal, anémico y decadente, nos combate a unos y a otros con las medidas angustiosas, chinchorreras e inútiles que les sugiere su aspiración agonizante ¡No importa! Esto pasará, y vosotros o nosotros triunfaremos sobre las ruinas de lo que por minutos desaparece». Era una impresión bastante común en Europa, tanto en la izquierda como en la derecha: «Cuando el mundo se desquicia no se puede remediar con parches técnicos; necesita todo un nuevo orden».

En tal situación histórica: «La dictadura comunista tiene que horrorizarnos a nosotros, europeos, occidentales y cristianos, porque ésta sí que es la terrible negación del hombre: esto sí que es la asunción del hombre como una inmensa masa amorfa, donde se pierde la individualidad», y «la dictadura del proletariado no la ejercerá el proletariado, sino los dirigentes comunistas servidos por un fuerte Ejército rojo». No obstante: «la lucha de clases tuvo un móvil justo, y el socialismo tuvo, al principio, una razón justa». «El socialismo, contrafigura del capitalismo, supo hacer su crítica, pero no ofreció el remedio, porque prescindió artificialmente de toda estimación del hombre como valor espiritual.» Con todo: «en la revolución rusa, en la invasión de los bárbaros a que estamos asistiendo, van ya, ocultos y hasta ahora negados, los gérmenes de un orden futuro y mejor». La tarea consistía en «salvar esos gérmenes».

El capitalismo no salía mejor parado: «La propiedad privada es lo contrario del capitalismo. La propiedad es la proyección directa del hombre sobre sus cosas: es un atributo elemental humano. El capitalismo ha ido sustituyendo esa propiedad del hombre por la propiedad del capital…». «Ha ido sorbiendo su contenido a la propiedad familiar, a la pequeña industria, a la pequeña agricultura.» El hombre quedaba así desarraigado, privado «de todos sus atributos», despersonalizado en un «individuo químicamente puro». Pero «la verdadera unidad jurídica» no es el individuo, sino la persona «portadora de relaciones sociales», que ha de ejercer sus derechos no «en abstracto», sino en la familia, el municipio y el sindicato. En la nueva sociedad: «La plusvalía de la producción no irá al capital, sino al sindicato nacional productor», sindicato no de clase, sino compuesto de obreros, técnicos y empresarios. Tarea esencial de la «revolución pendiente» sería la nacionalización del crédito y la banca.

El estado armonizaría los intereses y conflictos sociales: «La dignidad humana, la integridad del hombre y su libertad son valores eternos e intangibles. Pero sólo es de veras libre quien forma parte de una nación fuerte y libre». Rechazaba el concepto romántico de nación: no la distinguirían «rasgos físicos, colores o sabores locales», sino un destino propio «que no es el de las otras naciones», manifiesto en una concepción y empresa común de sus habitantes, una «unidad de destino en lo universal». Ese destino, para España, se había manifestado con plenitud en la época imperial, y en ella, al menos en un sentido espiritual, había que inspirarse. En fin, José Antonio concebía la política como una función «religiosa y poética»: «A los pueblos no los han movido nunca más que los poetas, y ¡ay del que no sepa levantar, frente a la poesía que destruye, la poesía que promete!»[1].

Estas ideas aspiraban a superar el liberalismo y el marxismo, pero ofrecían blanco a la crítica de ambos. Los últimos veían en el falangismo una ideología «pequeño burguesa», añorante de la pequeña propiedad irreversiblemente superada por el capital, ilusión que, al combinarse con el anticomunismo, convertía a la Falange, con toda su mística ascética y militar, en fuerza de choque al servicio de la oligarquía reaccionaria. Los liberales encontraban confusas sus ideas sobre la propiedad y la economía, y su insistencia en la libertad y la dignidad humanas contradictoria con su pretensión de crear un estado totalitario, falto de barreras limitadoras al poder.

La Falange fue el partido más similar al fascismo que hubo en España, si bien no solía reconocerse fascista. Desde luego sus diferencias con el nazismo eran esenciales: no admitía el racismo ni el principio de «sangre y tierra», se proclamaba abiertamente religiosa y exaltaba valores caballerescos, sin rendir culto a la violencia, aunque predispuesto a ella. José Antonio apreciaba poco a Mussolini, y muy poco a Hitler, lo cual no impedía a la Falange simpatizar con los fascismos, por su lucha contra el comunismo, su supuesta superación del liberalismo, y por los valores comunes de disciplina, patriotismo y jerarquía.

Los falangistas tuvieron escasa audiencia, menos aun que los comunistas, y pese a afirmarse «inasequibles al desaliento», tenían bastantes razones para sentirse desalentados. Como lamentaría José Antonio: «En vano hemos recorrido España desgañitándonos en discursos; en vano hemos editado periódicos; el español, firme en sus primeras conclusiones infalibles, nos negaba, aun a título de limosna, lo que hubiéramos estimado más: un poco de atención». Sus lemas antiburgueses apenas calaban entre los obreros –aunque el grueso de sus escasos afiliados eran obreros y empleados, al menos en Madrid–, debido a la competencia de partidos mucho más fuertes y arraigados (con igual barrera chocaba el PCE).Tampoco influían en una derecha muy remisa al espíritu ascético y heroico. La masa derechista, aunque cada vez más asustada y ajena a la república, buscaba una salida pacífica y aceptable dentro del régimen. El principal partido derechista, decía José Antonio, «tras la cortina, promueve nuestras persecuciones. Las gentes de la CEDA son maestras en la insidia; no hay órgano mejor que sus periódicos para recoger y divulgar cuantas falsas especies pueden perjudicarnos»[2].

Los dos años y medio de vida de la Falange hasta julio del 36 transcurrieron, salvo los dos cuatrimestres indicados, en una pugna gris y ardua por sostenerse numérica y financieramente. Pese a su poca afición a los monárquicos, José Antonio hubo de pedirles dinero, en agosto del 34, a cambio de no atacarles y tenerles al corriente de su política. También recibió, desde junio del 35, una subvención de Mussolini.

Así pues, lo decisivo en la Falange fueron aquellos dos breves períodos en que ocupó el primer plano de la atención pública. En el discurso fundacional del partido, José Antonio había llamado a emplear «la dialéctica de los puños y las pistolas cuando se ofende a la justicia o a la patria». La primera parte de la frase ha sido empleada abundantemente por políticos e historiadores para definir el carácter violento de la Falange, desatendiendo a menudo el contexto de mucho más drásticas y sistemáticas exhortaciones a la violencia por parte del PSOE y el resto de las izquierdas. Vidarte, un jefe de las juventudes Socialistas, afirma que éstas se vieron forzadas a defenderse de las agresiones falangistas, y lo mismo sugieren Tuñón, Juliá, Sheelagh Ellwood, Preston, etc. Recientemente el estudioso benedictino Hilari Raguer consideraba a José Antonio «víctima de la dialéctica de los puños y las pistolas por él desatada»[3].

Esa versión ha sido tan divulgada en historias, novelas y en el cine, que hoy la mayoría achaca a la Falange el comienzo del terrorismo en la república. Pero, como con más veracidad aclara Tagüeña, dirigente juvenil marxista por entonces: «Las calles se ensangrentaban con motivo de la venta de FE, órgano de Falange Española, ya que grupos armados socialistas estaban dispuestos a impedirla. Hubo algunas represalias (…) pero los falangistas llevaron, al principio, la peor parte». De forma peculiar lo expresa el historiador J. L. Rodríguez Jiménez: «La venta de FE condujo a enfrentamientos con las milicias de la izquierda y la debilidad numérica de los fascistas ocasionó a éstos varios muertos». No mataron, pues, las milicias izquierdistas, sino el virus fatal de la «debilidad numérica». Por lo demás, los muertos no lo fueron en enfrentamientos, sino en atentados. El PSOE, «en pie de guerra», incitaba a formar «grupos de choque», y en su prensa abundaban expresiones como: «El proletariado marcha a la guerra civil con ánimo firme.» «La guerra civil está a punto de estallar sin que nada pueda ya detenerla». «Los obreros pierden las ilusiones democráticas». No eran retórica[4].

Ya en las elecciones de noviembre del 33 un joven de las JONS había sido muerto a puñaladas, y tiroteado un mitin de José Antonio, en Jerez, dejando un muerto y una mujer malherida. Nuevos atentados, incluso contra simples compradores de FE, sucedieron en enero del 34. El 1 de febrero José Antonio denunciaba en las Cortes: «Frente a esas imputaciones vagas, de hordas fascistas, y de nuestros asesinatos y pistoleros, yo invito al señor Hernández Zancajo [acusador líder socialista] a que cuente un solo caso con nombres y apellidos. Mientras, yo, en cambio, le digo a la Cámara que a nosotros nos han asesinado a un hombre en Daimiel, otro en Zalamea, otro en Villanueva de la Reina y otro en Madrid, y está muy reciente el del desdichado capataz de venta del periódico FE; y todos éstos tenían sus nombres y apellidos, y de todos se sabe que han sido muertos por pistoleros que pertenecían a la juventud Socialista o recibían muy de cerca sus inspiraciones». Dirá el mismo Prieto: «Nadie ponía coto a la acción desaforada de las juventudes Socialistas». Era parte del entrenamiento insurreccional [5].

Los monárquicos, aunque poco aficionados al riesgo, azuzaban con burlas a José Antonio, llamando a su partido Funeraria Española, y a él «Juan Simón», por la copla del enterrador, e ironizaban sobre su espíritu «franciscano». También los falangistas deseaban devolver los golpes, pero su líder rehusó aplicar la ley del talión, y advirtió que la Falange «no se parece en nada a una organización de delincuentes».

En febrero, un líder estudiantil falangista, Matías Montero, fue asesinado, probablemente por el mismo que dispararía en la nuca a Calvo Sotelo, según I. Gibson. Siguieron otros muertos y heridos, y algún nuevo atentado contra José Antonio. Éste declaró: «Una represalia puede ser lo que desencadene en un momento dado (…) una serie inacabable de represalias y contragolpes. Antes de lanzar así sobre un pueblo el estado de guerra civil, deben los que tienen la responsabilidad del mando medir hasta dónde se puede sufrir y desde cuándo empieza a tener la cólera todas las excusas»[6]. Pero el ansia de venganza era incontenible, y finalmente se creó un cuerpo especial, «la Falange de la sangre», para replicar a los atentados.

La primera represalia no tuvo lugar hasta el 10 de junio. Ese día, en el bosque de El Pardo, cerca de Madrid, un falangista fue apaleado hasta morir por jóvenes del PSOE. Entonces, camaradas del muerto dispararon contra un autobús que traía de vuelta a la capital a los socialistas, matando a una chica e hiriendo a un hermano suyo. Desde entonces hasta la insurrección de octubre, los ataques y réplicas se repitieron. Según Ricardo de la Cierva caerían unas 18 personas por cada lado.

Aunque las derechas ignoraban las instrucciones y preparativos secretos del PSOE y la Esquerra, saltaban a la vista sus manifestaciones externas, como huelgas violentas, atentados y consignas en la prensa. El 24 de septiembre, José Antonio escribió al general Franco una carta: «Ya conoce usted lo que se prepara: no un alzamiento tumultuario, callejero, sino un golpe de técnica perfecta, con arreglo a la escuela de Trotski, (y quién sabe si dirigido por Trotski mismo). El alzamiento socialista va a ir acompañado de la separación, probablemente irremediable, de Cataluña (…). En Cataluña la revolución no tendría que adueñarse del poder: lo tiene ya». Salvo la alusión a Trotski, el análisis de la situación se ajustaba a la realidad[7].

Vencida la insurrección izquierdista, la Falange volvió a sumirse en el frustrante empeño por sobrevivir. José Antonio intervino a menudo en las Cortes, atacando sin descanso a un centro derecha que, a su juicio, echaba a perder los frutos de la victoria de octubre, y no superaba la crispación del país por medio de una reforma agraria en profundidad y otras medidas semejantes.

En junio de 1935, en el parador de Gredos, reunió a la plana mayor de su partido, ante la cual hizo un análisis de la situación: «Sería conveniente la formación de un Frente Nacional para evitar que las elecciones las ganen las izquierdas». Pero no tenía esperanzas. «Yo os digo que en las próximas elecciones el triunfo será de las izquierdas y que Azaña volverá al poder», y como resultado: «Los republicanos se verán pronto desbordados por socialistas, comunistas y anarquistas. España irá hacia la revolución y el caos a velas desplegadas». «España va irremediablemente hacia la dictadura de Largo Caballero [en aquel momento encarcelado, pendiente del juicio] (…) seremos pasto de la horda rusa, que nos arrollará.»

Ante el siniestro panorama: «No tenemos más salida que la insurrección. Hay que ir a ella, aun cuando perezcamos todos». Por tanto urgía formar una «Primera Línea capaz de todos los ataques y de todas las represalias», aunque advertía contra los militantes «que gustan del riesgo más de la cuenta. Si no los disciplinamos, no sólo van a dar disgustos a los marxistas». «Hoy no hay más fuerza nueva y sana que nosotros y los carlistas, y nos hace falta el apoyo material, que tenemos que buscarlo en el Ejército.» Trazó un plan de acción algo disparatado: «haríamos concentrar en un punto próximo a la frontera portuguesa a unos miles de nuestros hombres de primera línea». Un general tomaría el mando, y empezaría la lucha. La Falange debía mantenerse independiente del ejército, en cuyas filas echaba raíces el partido. Acordaron penetrar en los medios castrenses a través de la UME (Unión Militar Española), fundamentalmente monárquica y que había dado cumplidas pruebas de su ineptitud para la acción[8].

En octubre, José Antonio hizo el juego involuntariamente a la maniobra de Prieto y Azaña para destruir a Lerroux y su partido mediante el escándalo del estraperlo. En las Cortes hincó el aguijón como el que más contra la corrupción del Partido Radical. Lo hacía por debilitar la coalición de centro derecha.

Hacia finales del año, cuando Alcalá-Zamora frustró las aspiraciones de la CEDA, la decepción de algunos cedistas jóvenes se tradujo en adhesiones a la Falange. No se sabe de cuántos afiliados disponía el partido a principios de 1936. Payne los ha calculado, como mucho, en 25.000, probablemente bastantes menos[9].

La campaña electoral de febrero desengañó amargamente a la Falange: lejos de ser el alma de un Bloque Nacional, quedó fuera de las alianzas derechistas, y sólo obtuvo 46.000 votos y ningún escaño. En la campaña cayeron varios falangistas, causando a su vez víctimas a sus contrarios. El 23 de febrero José Antonio escribió en Arriba, órgano de su partido: «Como veníamos prediciendo desde hace un año, triunfaron las izquierdas». Pero las dotes de Azaña, «que tantas veces antes de ahora hemos calificado de excepcionales», podrían depararle «un puesto envidiable en la historia», evitando la catástrofe: «Le cercan dos terribles riesgos: el separatismo y el marxismo», pero podía «ganarse una ancha base nacional no separatista ni marxista, que le permitiera emanciparse de los que hoy, apoyándole, le mediatizan». Por tanto ordenó evitar «actitud alguna de hostilidad al nuevo gobierno o de solidaridad con las fuerzas derechistas derrotadas», desoír «todo requerimiento para tomar parte en conspiraciones», abstenerse «de toda exhibición innecesaria», y no provocar incidentes. Incluso parece haber hablado con el sector prietista del PSOE, con vistas a una fusión, aceptando hasta la dirección de Prieto[10].

Sin embargo, tanto el gobierno como los partidos del Frente Popular, llenos de animosidad contra la Falange, la atacaron de inmediato. El 27 de febrero, apenas diez días después de las elecciones, las autoridades cerraban su sede central. El 5 de marzo, en Arriba, un decepcionado José Antonio acusaba a Azaña de actuar con más arbitrariedad y sectarismo que en el primer bienio. Quizás tenía alguna razón, porque ese mismo día el gobierno clausuraba el Arriba. E inmediatamente las izquierdas emprendieron un acoso mortal, asesinando a varios «fascistas» en Almuradiel; el día 6, dos o cuatro obreros falangistas, según versiones, caían acribillados en Madrid; al día siguiente fallecía otro en Palencia, por heridas; el 11 les tocaba el turno, en Madrid, a dos estudiantes, uno carlista y otro falangista.

Fuera por decisión oficial o por venganza espontánea de los «camaradas arriscados» a quienes temía José Antonio, el 13 de marzo unos falangistas disparaban a Jiménez de Asúa, destacada figura intelectual del PSOE y abogado de Largo Caballero en el juicio por la insurrección de octubre, del que éste salió absuelto por «falta de pruebas». Jiménez se salvó, pero murió un escolta suyo. El clamor de las izquierdas por aniquilar a la Falange se hizo ensordecedor. Hubo disturbios, con al menos un muerto, asalto a una armería, incendios de iglesias (dos bomberos muertos al apagarlos), de varios centros políticos de derechas, del periódico derechista La Nación, e intento de quemar el ABC. A los pocos días el gobierno suspendió la Falange, encarceló a casi todos sus dirigentes, cerró todos sus centros y detuvo a cientos de militantes. No detuvo, en cambio, ni siquiera persiguió, a los pistoleros de izquierda iniciadores del nuevo duelo terrorista[11].

También en este caso, como en el de los sucesos de 1934, la mayoría de los historiadores –no así S. Payne ni, por supuesto, R. de la Cierva– pasan por alto los primeros golpes a la Falange, dando a entender que ésta actuaba con un plan deliberado de provocaciones para desestabilizar al Frente Popular. Pero los datos indican más bien que la violencia le fue impuesta a una Falange poco deseosa de hacerse notar en aquellos momentos.

Apenas detenido, José Antonio escribió: «La guerra está declarada y ha sido el Gobierno el primero en proclamarse beligerante.» «Ha triunfado la revolución de octubre.» «Hoy están frente a frente dos concepciones totales del mundo (…). O vence la concepción espiritual, occidental, cristiana, española, de la existencia, con cuanto supone de servicio y sacrificio, pero con todo lo que concede de dignidad individual y de decoro patrio, o vence la concepción materialista, rusa, de la existencia que, sobre someter a los españoles al yugo feroz de un ejército rojo y de una implacable policía, disgregará a España en Repúblicas locales –Cataluña, Vasconia, Galicia– mediatizadas por Rusia (…). Rusia ha ganado las elecciones. Sus diputados son sólo quince, pero los gritos, los saludos, las manifestaciones callejeras, los colores y distintivos predominantes son típicamente comunistas. Y el comunismo manda en la calle; en estos días los grupos comunistas de acción han incendiado en España centenares de casas, fábricas e iglesias; han asesinado a mansalva, han destituido y nombrado autoridades (…) sin que a los pobres burgueses, que se imaginan ser ministros, les haya cabido más recurso que el disimular esos desmanes bajo la censura de la prensa»[12].

Este análisis era quizá exagerado en aquel momento, aunque vale la pena citar a Azaña por las mismas fechas, 17 de marzo: «Hoy nos han quemado Yecla: 7 iglesias, 6 casas, todos los centros políticos de derecha y el registro de la Propiedad. A media tarde, incendios en Albacete, Almansa. Ayer, motín y asesinatos en Jumilla. El sábado, Logroño, el viernes, Madrid: tres iglesias. El jueves y el miércoles, Vallecas… Han apaleado (…) a un comandante, vestido de uniforme, que no hacía nada. En Ferrol, a dos oficiales de artillería; en Logroño acorralaron y encerraron a un general y cuatro oficiales (…). Creo que van más de doscientos muertos y heridos desde que se formó el Gobierno, y he perdido la cuenta de las poblaciones en que han quemado iglesias». Solo había pasado un mes desde las elecciones.

El gobierno, consciente de la debilidad de la Falange, confiaba en reducirla a la impotencia. Pero no lo logró, pues el grupo, aunque mal coordinado, mantenía una actividad clandestina, sacaba irregularmente el periódico No importa, difundía propaganda y establecía conexiones con los militares que preparaban un golpe. En parcial compensación por sus lesiones organizativas, nuevos militantes, desprendidos de la CEDA y los monárquicos, llenaban los huecos en las filas falangistas. El Debate, órgano de la CEDA, se alarmaba el 10 de mayo: «Los remedios heroicos seducen a mucha gente, por lo que tienen de rápidos, y quizá porque no requieren el esfuerzo de todos. La evolución lenta siempre será más fecunda». Pero la propia CEDA se vería pronto arrastrada por la vorágine.

El aspecto más notorio de la actividad falangista fueron los atentados, entre ellos un tiroteo contra la vivienda de Largo Caballero, una bomba en la casa de Eduardo Ortega y Gasset, hermano muy radicalizado del filósofo, y los asesinatos del juez Manuel Pedregal, que había condenado a fuertes penas a los autores o cómplices del atentado contra Jiménez de Asúa, y del capitán Faraudo, a quien Largo Caballero quería hacer jefe militar de sus milicias[13]. Debió de haber atentados menos resonantes, y algunos atribuidos a Falange los ejecutaban probablemente otros que se encubrían bajo el protagonismo de ella. Pero en la oleada de crímenes de aquellos meses parece claro que la derecha llevó, con mucho, la peor parte, al contar la izquierda con la simpatía y la pasividad del poder. Prieto lo reconocía implícitamente en sus ya citadas palabras del 1 de mayo: «Podrán decir espíritus simples que el desasosiego, la zozobra, la intranquilidad, la padecen sólo las clases dominantes. Eso, a mi juicio, constituye un error».

El error, desde el punto de vista de Prieto, consistía en el desgaste y descrédito ocasionados al gobierno por los desórdenes y en el peligro de rebelión derechista. No sólo los revolucionarios cometían sus propias violencias, sino que respondían a las más esporádicas de Falange con represalias y tumultos desproporcionados, nuevos atentados, incendios y asaltos, multiplicando así el efecto de las acciones falangistas.

A partir de mayo, el clima de amenaza revolucionaria y de golpe militar cobró una densidad ominosa. La legalista CEDA se deshilachaba. Políticos como Maura e incluso Prieto, pensaban en una «dictadura republicana» que reprimiese a la extrema izquierda y abortase la conspiración. Fracasó el proyecto de formar un gobierno Prieto tras la subida de Azaña a la presidencia de la república. Y bajo la dirección del general Mola cobraba entidad la conjura en el ejército, antes no superior a aquellas conjuras republicanas que a Largo le parecían dignas de un teatro de variedades.

En los planes de Mola, la Falange tendría un papel auxiliar y secundario. José Antonio presionaba desde la cárcel, de donde ya no saldría vivo, contra las vacilaciones y aplazamientos de los militares, advertía a los suyos contra el carácter reaccionario y torpe de éstos, y de la necesidad de mantener a todo trance la independencia política. Pasaban las semanas, crecía el nerviosismo, y José Antonio terminó por aceptar, ya a finales de junio, la subordinación efectiva de su partido a los militares, aunque participando en el golpe o la guerra civil, si se producía, «con unidades propias». Sería con la guerra en marcha cuando la Falange recibiera un alud de adherentes, convirtiéndose en un partido de masas muy influyente, aunque, como había de verse, bajo ese exterior brillante iba a perder también su independencia.

Resulta instructivo el paralelismo entre la Falange y el PCE. La ampliación explosiva de ambos en el curso de la guerra tiene, en parte, una explicación fácil: estaban mejor preparados, por su mística, disciplina y organización, para una situación bélica. En ese sentido fueron el producto más típico de la crisis ideológica y moral de los tiempos. No obstante, hay diferencias profundas entre ellos. Si el PCE era, de modo muy literal, un agente de Moscú, la Falange no lo era en modo alguno de Alemania o Italia, y su fascismo difería algo del italiano y mucho más del germano, del cual había dicho José Antonio: «No es fascismo (…). Es la última consecuencia de la democracia, una expresión turbulenta del romanticismo alemán. En cambio Mussolini es el clasicismo, con sus jerarquías, sus secuelas y, por encima de todo, la razón»[14]. Una interpretación curiosa.